Barcelona

Barcelona

Acaba de amanecer; ya se distinguen los rostros unos a otros; la arquitectura seudomedieval de los modernos cuarteles del Bruch destaca contra un cielo lívido. Las formaciones se han relajado y los oficiales requieren a sus hombres y les ordenan incorporarse a las filas y mantenerse dispuestos a la marcha.

En cabeza, la compañía que manda el capitán López Belda, cuya misión es dirigirse a la División Orgánica, situada al otro extremo de la ciudad, en el paseo de Colón, frente al puerto, y actuar allí de acuerdo con los sublevados. Esta compañía ha sido solicitada, sin embargo, por el propio jefe de la división, general Llano de la Encomienda, con intenciones opuestas, o sea, para apoyar su adhesión al Gobierno de la República. Mandan las secciones de esta compañía los tenientes Manrique y los alféreces Ojeda y Casterad. En calidad de añadidos, un grupo de paisanos de diversas edades y condiciones a los cuales se les ha equipado con uniforme y armamento militar. La mayor parte pertenecen a Falange Española o a fuerzas afines.

De la pequeña columna formada en el patio, se ha hecho cargo el comandante mayor del regimiento, don José López Amor, que pertenece a la Junta Regional de la UME y ha sido uno de los principales organizadores del alzamiento en Barcelona y en la Cuarta División.

Forman la columna, una compañía de fusiles, una de ametralladoras, dos piezas de acompañamiento con sus secciones, otra compañía de fusiles, una sección de morteros, los carros regimentales con la impedimenta, y a retaguardia dos secciones más de fusiles, integradas por voluntarios civiles pertenecientes a Falange y a organizaciones patrióticas que se han sumado al alzamiento.

Los oficiales mandan cubrirse a los hombres; incluso los paisanos, salvo los más jóvenes que también los hay, se mueven con rigor militar. Una oleada de emoción recorre las filas. Los oficiales que van a quedarse en el cuartel presencian los preparativos. Los soldados miran con curiosidad a estos paisanos con guerrera militar, casco y correaje, algunos de los cuales cuentan con treinta o más años de edad mientras que otros no han entrado en caja.

—¡Aaatención! ¡Fiiiirmes!

Junto a la puerta de entrada del cuartel, el oficial de guardia da la voz:

—¡Guardia, a formar!

Con lentitud que el momento solemniza, se abren las dos hojas de la puerta que da al exterior.

—¡Deee frenteee! ¡Maaar!

Primero sale la compañía que forma en cabeza; a continuación la columna de López Amor. Se oye acompasado el ruido de las pisadas, pues en el cuartel se ha hecho un silencio absoluto. La guardia forma a la puerta con el fusil sobre el hombro; y el oficial alza el sable en posición de saludo.

Cuando las dos secciones de falangistas salen por la puerta, la cabeza está llegando a la Diagonal.

—¡Altooo!

Resuena un múltiple taconazo. Y en seguida, la voz de mando.

—¡Armas al hombro! En columna… ¡Maaar!

Otra vez se ponen en marcha. El día nace sobre Barcelona cuyo caserío se ilumina espléndidamente. En primer término y a nivel más bajo se distinguen los barrios obreros: Sans, Collblanc, la Torrassa. Más distante y de frente toda la ciudad, de donde emergen las torres de las iglesias, destacando las agujas de la Catedral. A la derecha, al fondo, la silueta de Montjuic con su castillo, y una alargada franja de azul incierto: el mar.

La Diagonal, que se llama avenida del 14 de Abril, desciende recta y en ligera pendiente hacia el centro de la urbe.

Los oficiales saben que a la guarnición de Barcelona le ha llegado su turno y se lanzan con espíritu deportivo, aunque no exento de inquietud, a la aventura. Los oficiales con mando en esta columna se llaman: Luis Oller, José Seco, Bartolomé Borrás, Juan Ruiz Hernández, Alfonso Oliveda, José Montúa, Plácido Navarra, Pedro Mercader, Ricardo Alea, Ricardo García Sopeña, Julio Visconti, José González Fleitas, Ramiro Vizán y Arturo Gotarredona. Unas horas antes en el interior del cuartel han detenido a su coronel, al general de la brigada de infantería y a otros jefes y oficiales. Algunos de ellos quizá disimulan inquietudes que lindan con el temor, pero los más confían en obtener un triunfo fulminante sobre las escasas fuerzas que el Gobierno pueda oponerles; a los paisanos de las organizaciones políticas y sindicales, apenas les consideran dignos de tomarse en cuenta.

La casas de la ciudad van acercándose. El nerviosismo ha cedido; por aquí no se ve apenas a nadie; algunas personas que les observan desde lejos no demuestran hostilidad, si acaso una actitud curiosa. Barcelona parece casi dormida en estas primeras horas dominicales.

De pronto, no se sabe dónde, lejos, suena un disparo. Después, la calma y el silencio del amanecer.

Madrid

Madrid

Acaba de radiarse la noticia de que don Diego Martínez Barrio ha formado un nuevo Gobierno. Un Gobierno de personalidades republicanas, del cual quedan excluidos los socialistas; como ministro sin cartera figura don Felipe Sánchez Román, de clara tendencia centrista. Los rumores que corrían por Madrid se han hecho, pues, realidad y el descontento salta ruidosamente a la calle.

A pesar de lo avanzado de la hora, las calles del centro se llenan de una multitud vociferante y agresiva. Las manifestaciones convergen en la Puerta del Sol, frente al edificio de Gobernación, pero otros madrileños, ante el Ministerio de la Guerra, en la calle de Alcalá, expresan alborotadamente su reprobación.

Militantes socialistas de la Casa del Pueblo, comunistas de los radios de las barriadas, republicanos que no aceptan la fórmula de compromiso, camiones con gente armada, coches que han sido requisados por las organizaciones obreras, banderas rojas con la inscripción UHP, obreros de la Confederación Nacional del Trabajo, mujeres; increpan, amenazan, vociferan. La palabra traición corre de boca en boca; se pronuncian discursos a cargo de oradores improvisados y violentos; se agitan en alto fusiles que salieron de no se sabe dónde; pañuelos rojos al cuello, insignias revolucionarias, y más increpaciones y puños alzados al estilo marxista.

Amanece en la capital de España. La calle pertenece a quienes protestan contra el Gobierno recién formado; los guardias de Asalto no se la disputan y adoptan actitudes pasivas o participan en las manifestaciones hostiles. Otros madrileños, aquellos que a la lucha prefieren la componenda, duermen, o de andar por la calle se expresan con prudente circunspección. Muy numerosos son, también, aquellos que han pasado la noche a la escucha de Radio Sevilla, de Radio Ceuta, los que han captado el mensaje de Radio Tenerife, los que han escuchado la proclama de Radio Valladolid; refugiados en sus casas los más duermen inquietos, más que inquietos acobardados. Un insignificante porcentaje espera órdenes para enfrentarse con las armas en la mano a quienes son o parecen dueños de la ciudad. Y hay muchos aún, pues acá vive un millón de madrileños, a quienes cuanto ocurre les desazona, asusta o asquea. Pase lo que pase y gane quien gane, suponen que la nación no mejorará, pues las pasiones políticas al exacerbarse sólo males, muertes y depredaciones pueden acarrear.

Se dan vivas, se dan mueras, se amenaza, se insulta. Miles de personas excitadas, sin dejarse vencer por la fatiga o el sueño, alzando puños, enarbolando banderas, pistolas o fusiles, se dirigen por la calle del Arenal hacia el Palacio Nacional en donde el presidente de la República, también insomne, comienza a sospechar que ha dado un paso en falso.

Barcelona

Barcelona

—Bueno, Vicente, ya estamos metidos en el fregado.

—¿Qué dicen?

Federico Escofet, ha colgado el teléfono lentamente, como para dar tiempo a que la tremenda noticia se posesione de su ánimo, o para descansar un momento de la dramática espera a que lleva horas sometido.

—El Regimiento de Pedralbes se ha sublevado. Tres compañías de fusiles, una de ametralladoras más un par de secciones de acompañamiento con sus dos cañones vienen por la Diagonal…

La espera ha terminado; ha sonado la hora de actuar. Todo está previsto, dispuesto. Pero están enfrentados a un enemigo que también, es de suponer, que todo lo haya previsto y dispuesto.

El comandante Vicente Guarner, su amigo, diplomado de la Escuela de Guerra y jefe de Servicios de la Comisaría, se halla frente a él. Se miran un instante, Una vez más se inclinan sobre el plano de la ciudad, el mismo en el cual estos días han estado estudiando sus proyectos y los que le suponen al enemigo.

—Aquí tenemos establecido un puesto —Guarner señala con el dedo en el plano—, los Mozos de Escuadra que custodian el Palacio Real de Pedralbes.

—Es cierto, comprobemos.

Descuelga de nuevo el aparato; cualquier inquietud ha desaparecido.

—Póngame con la guardia del Palacio Nacional…

—¿… de Montjuic?

—No, hombre, no; del Palacio de Pedralbes. Del Palacio Real…

El general de la división le había prometido que si llegara a sublevarse alguna unidad de la guarnición, él se encargaría de reducirla con las tropas que permanecieran leales. No conseguirá hacerlo; va a sublevarse la guarnición entera, o gran parte de ella. ¿Podría tratarse de una añagaza de Llano de la Encomienda? No lo cree. Más bien exceso de confianza, imprevisión, desconocimiento de lo que está sucediendo a su alrededor.

—Aquí el comisario general de Orden Público. Que se ponga el cabo…

—Soy yo mismo, señor Escofet…

—¿Qué hay por ahí? ¿Han visto pasar tropas?

—Sí, señor… Aún les estoy viendo… Una columna…

—Esté usted tranquilo. Dígame, ¿qué fuerzas son?

—De Pedralbes, infantería del Regimiento de Badajoz… Delante marcha una compañía, algo separada. Después, otra compañía de fusiles, detrás una de ametralladoras, luego dos piezas de acompañamiento con sus hombres. Y todavía otra compañía, y dos secciones más cerrando la marcha… Oiga, señor Escofet, van elementos civiles; con guerrera y correaje, algunos con casco, casi todos llevan los pantalones de paisano y unos brazaletes…

—¿Cómo cuánta gente, en conjunto?

—No los he contado; más de quinientos. Un batallón que diríamos…

—¿Ha ocurrido algo?

—Señor Escofet, nosotros, obedeciendo sus instrucciones, no nos hemos dejado ver. Antes de llegar aquí, me parece que han detenido un coche.

—Muy bien. Mantengan la vigilancia; si hay alguna orden especial para ustedes, se la daremos.

—A sus órdenes…

El comisario de Orden Público se pone en pie y se quita despacio la americana.

—Amigo Guarner, quítatela tú también. Nos toca trabajar de firme.

—Tú dirás por dónde empezamos.

—Oiga, póngame en comunicación con el general de la división. Es muy urgente.

Mientras espera con el oído pegado al aparato, tamborilea con los dedos sobre la mesa.

—Mi general, soy Escofet, delegado general de Orden Público. Le llamo para comunicarle que las tropas del Regimiento de Infantería número 13 han salido sublevadas. Tengo la evidencia de que el resto de la guarnición les seguirá. De acuerdo con lo convenido le dejo a usted reprimir el movimiento. Pero me veo obligado a advertirle, que si observo muestras de deslealtad dispongo de medios para ocupar la división.

La voz del general suena cansada, dolorida.

—Señor Escofet, no tiene derecho a dudar de mi lealtad —hace una pausa, la voz baja de tono—. Le confieso, sin embargo, que carezco de medios para dominar la revuelta.

—Entonces, mi general, le comunico que yo asumo la dirección.

No le da tiempo a contestar; corta la comunicación. Escofet frunce las cejas y contrae los labios.

—Guarner, si no nos damos prisa en menos de media hora les tenemos a la puerta. Y los demás cuarteles también nos mandarán a su gente para zumbarnos. Nos lo hemos de jugar todo a cara o cruz, y muy de prisa.

El patio del cuartel de Montesa, es amplio, empedrado de adoquines y rodeado de arcadas; sobre las arcadas corren las galerías del piso superior.

Desde hace casi una hora están formados tres escuadrones, a pie, y el escuadrón incompleto que mandará el capitán Indart, retirado por la ley Azaña, que esta noche se ha incorporado al cuartel. El último escuadrón se compone de unos ochenta voluntarios, incluidos varios tenientes y brigadas de complemento barceloneses.

A Felipe Villaró le han proporcionado una guerrera; como es de escasa estatura le cae demasiada larga y ha tenido que doblarse las mangas. También le han entregado un gorro, cartucheras y mosquetón. Al salir del almacén se ha llenado las cartucheras de municiones. El brigada del almacén comentaba que facilitarles calzado, pantalones y leguis resultaría demasiado complicado y que tal como van, se les identifica sobradamente. Los oficiales de complemento, Vidal-Ribas, Batlló, Miguel Ángel Luna, y otros a quienes no conoce, van correctamente uniformados, elegantemente uniformados.

A Felipe Villaró, de quince años de edad, le avisaron ayer sus compañeros de la Comunión Tradicionalista para que se concentrara por la noche en el quiosco de bebidas situado frente a la Universidad.

La arenga del coronel Escalera ha producido malestar, principalmente entre los elementos monárquicos y tradicionalistas, a causa de que ha terminado con un ¡Viva la República! No han venido aquí, ni se muestran dispuestos a jugarse el tipo por defender ninguna República que es de lo que parece se trata. El general Burriel, que manda la brigada de caballería ha salvado la situación lanzando un ¡Viva España!

Dada su edad y su corta estatura los compañeros le gastan bromas. Lo malo ha sido que en el momento de alistarse, de sentar plaza como voluntario en el Ejército español, formalidad a la cual han tenido que someterse los paisanos, no le admitían por falta de edad. Un brigada ha solucionado la dificultad; le ha inscrito como corneta. Una argucia legal; por fortuna no le han dado el instrumento, porque él, desde luego, no lo sabe tocar. Tampoco sabe disparar un fusil, pero eso se aprende más de prisa.

Como están en su lugar descanso charlan unos con otros. La tropa de reemplazo no parece en general animada; sólo los soldados de cuota demuestran mejor estado de espíritu. Con el regimiento formado han preguntado si había alguien que no deseara secundar el movimiento, precisando que no iba contra el régimen y sí contra el Gobierno. A un cabo que ha dado un paso al frente le han desarmado y enviado al calabozo. Por lo menos que uno pueda fiarse de los que lleva atrás.

Llegar al cuartel ha sido una aventura. Las calles de la ciudad estaban invadidas por obreros y militantes de izquierda que patrullaban armados. Por precaución ha dejado la americana en casa, y en ella la documentación. Mientras que él y otros requetés se reunían en el quiosco de bebidas de la plaza Universidad, rondaban por allí grupos hostiles. Han pasado un mal rato, pues a cada momento, unas veces amenazadoramente y otras con campechana pero equivocada camaradería, les exigían que se identificaran. Contestaban nombrando el primer sindicato que les venía a la memoria y una vez se les ha ocurrido contestar que eran una pandilla de amigos que festejaban la noche del sábado yendo a una casa de mujeres.

A medida que se acercaban al cuartel de Montesa las calles aparecían más desiertas y la vigilancia ejercida por los extremistas resultaba más peligrosa. Han optado por dispersarse. Por suerte, los obreros que patrullaban parecían intimidados por la proximidad del cuartel al cual no se acercaban demasiado. Al amparo de la oscuridad los últimos metros los ha atravesado a la carrera. Ha oído algunos disparos. La puerta del cuartel estaba cerrada y por la mirilla le han exigido la consigna: «Fernando Furriel Ferrior», con lo cual le han abierto el portillo. En el interior, directivos de las organizaciones políticas, les iban identificando. A los requetés de Sans no Ies ha sido posible incorporarse; se supone que les han cortado el camino. Aquí no hay tantos voluntarios como esperaba.

El cabello oscuro y ensortijado le asoma bajo el gorro. Conoce a bastantes compañeros de la Comunión; el resto deben ser falangistas. Los jefes y los oficiales se agitan. Se ha hecho de día; las paredes del patio presentan un color rosado. Suena un cornetín agudo, imperioso. ¡Firmes! Los tambores redoblan. O él es bajo o el mosquetón demasiado alto. No entiende los toques de cornetín hace los movimientos que ve ejecutar a los demás. Su escuadrón marcha en cabeza. Las puertas del cuartel se abren. Inician la marcha. La guardia, con su oficial al frente, forma en el corredor de salida. Procura marchar lo mejor que puede, batiendo el brazo izquierdo hasta alcanzar con la mano la altura del cerrojo. Quizá no marca el paso como es debido.

Al salir a la calle Tarragona, giran hacia la izquierda. Bastantes paisanos les observan, parecen como sorprendidos por la salida de los escuadrones. Los paisanos se han retirado a las aceras y les miran, ¿con hostilidad?, ¿con curiosidad interrogante? Prefiere no verlos. ¡Adelante y sea lo que Dios quiera! Desde hace un par de horas se ha convertido en un soldado —o cometa— y obedece.

Abiertos en dos filas marchan con el fusil al brazo bajo los copudos árboles. Los paisanos se retiran hacia las bocacalles; no huyen ni se alejan.

Los ladrillos rojos de la plaza de toros de las Arenas presentan tonalidades pálidas; al fondo la plaza de España. Ya es de día.

Las fachadas deslucidas de la calle de Pujadas, de la calle Espronceda, de la calle Llull se han iluminado con un color pálido que las unifica y embellece. Los hombres, numerosos y armados, que ocupan los alrededores del campo de fútbol del Júpiter, en la barriada del Pueblo Nuevo, se han teñido, en sus ropas de obrero y en sus rostros, de tonalidades semejantes.

Veinte militantes han sido seleccionados para que acompañen a los miembros del Comité de Defensa Confederal; todos ellos de plena confianza y de valor y destreza cumplidamente demostrados en las luchas callejeras. En los dos camiones requisados han cargado las armas. Ricardo Sanz y Antonio Ortiz instalan la ametralladora dispuesta para hacer fuego en el primero de los camiones.

—¡Compañeros! ¡El Comité de Defensa de Sans acaba de comunicar por teléfono que de los cuarteles salen las tropas a la calle!

El enlace ha llegado a la carrera jadeando para comunicar la noticia.

A los balcones empiezan a asomarse vecinos madrugadores que se mantienen espectantes, solidarios o asustados. Militantes de la barriada afluyen hacia las inmediaciones del campo del Júpiter. Los que disponen de pistolas se complacen en exhibirlas; los demás las piden. Cuantas quedaban disponibles han sido distribuidas.

—¿Qué hacemos? ¿Esperaremos a las sirenas? —pregunta Durruti a los compañeros del Comité.

Los chóferes ponen en marcha los motores. A lo lejos se oye un trémolo prolongado, como una ululante llamada. Se hace el silencio mientras escuchan las sirenas.

—¡La señal!

El ulular crece de volumen y se aproxima; las sirenas de las fábricas, próximas o distantes, van incorporándose a la alarma. El aire mañanero del barrio vibra con apremiante rebato. Más vecinos se asoman a los balcones, los hombres se agitan con inquietud e impaciencia. Los miembros del Comité de Defensa Confederal y los compañeros que componen la escolta suben a los camiones.

—¡Viva la FAI!

—¡Viva la CNT!

—¡En marcha!

Las instrucciones han sido dadas, las armas están dispuestas; los camiones arrancan con lentitud. Los que ocupan los camiones levantan las armas y las enseñan con entusiasmo; la bandera roja y negra de los anarcosindicalistas, clavada en un listón de madera, se despliega.

Al desembocar en la rambla de Pueblo Nuevo los seguidores aumentan en número y exaltación. Los motores en primera marcha, roncan. Los dirigentes confederales muestran los fusiles ametralladores que desencadenan el frenesí revolucionario de los militantes. La ametralladora les garantiza la decisión y la seguridad con que los líderes acuden a la lucha. Desde la calle, desde balcones y azoteas la militancia sindicalista y el público simpatizante reconocen a Durruti, a Ascaso, a García Oliver, a Gregorio Jover, a Ricardo Sanz… Avanzan sobre la ciudad dispuestos a cerrar el paso a los fascistas y a desencadenar la revolución, la revolución libertaria. Las sirenas convocan a la movilización obrera. Su sonido prolongado, insistente, proletario e inquietante procede de los distritos pobres de las barriadas del cinturón industrial.

Los militantes anarcosindicalistas han pasado la noche en los sindicatos, en los centros, en los Ateneos Libertarios. Las sirenas anuncian que las tropas sublevadas avanzan a su vez sobre el centro de la ciudad, y que ellos, armados o desarmados, deben acudir a combatirlas. Los de Sans, Hostafrancs y Collblanc, los «murcianos» de la Torrassa, los cenetistas de Casa Antúnez, se dirigen hacia la plaza de España y el Paralelo, hacia el cuartel de Ingenieros de Lepanto. Operarios textiles de La España Industrial, metalúrgicos de Escorsa y Siemens, huelguistas de Lámparas Z, albañiles, curtidores, empleados del matadero, basureros, peones, algunos menestrales de los que cantan en los coros Clavé, los desheredados acogidos a las barracas de Montjuic, los que por las noches tiroteaban el polvorín, vecinos del Pueblo Seco acuden a la movilización. Paisanaje de la antigua villa de Gracia, de tradición federal y revolucionaria, trabajadores de los talleres, de las hilaturas, empleados de las cocheras de los tranvías, dependientes de comercio, confederales o del POUM, socialistas, catalanistas o comunistas adelantan hacia el Cinco de Oros, hacia la Diagonal, hacia los límites de su barrio, levantan barricadas, vigilan las vías de comunicación y las encrucijadas. Los desarrapados de las barracas del Monte Carmelo descienden hacia la ciudad y se unen a los habitantes de las calles a medio urbanizar, a los de Poblet, a quienes en el Guinardó escucharon la palabra y vivieron en la vecindad de Federico Urales, o de su hija, la Federica Montseny. Los discípulos de Francisco Ferrer Guardia, los seguidores del mataronés Peiró, los que acataron a Pestaña, quienes viven al norte y al oeste de la ciudad: Horta, la Sagrera, Santa Eulalia de Vilapiscina, San Andrés del Palomar y el Campo del Arpa, los que trabajan en las industrias nuevas y en las antiguas, los obreros de La Maquinista, los ferroviarios, los del ramo de la madera, los operarios de Fabra y Coats y Rottier, mecánicos de la Hispano-Suiza, peones buenos para cualquier oficio, los sin trabajo, convergen hacia los cuarteles y la maestranza de San Andrés, cuya conquista les dará anuas suficientes para dominar la ciudad entera. Los de San Martín de Provensals, el Clot, la Llacuna y Pueblo Nuevo, los de las Fundiciones Girona, los afiliados al ramo del Agua, los de las papeleras, los de la fábrica Cros y las centrales eléctricas, los del gas y las industrias químicas enlazarán con los de la Barceloneta, pescadores, cargadores del muelle, metalúrgicos del Nuevo Vulcano, con los ferroviarios del Norte y MZA, con los «trinxeraires» y gitanos del Somorrostro. Todos ellos han escuchado el ulular de las sirenas.

Los dos camiones avanzan por la calle de Pedro IV, hay entusiasmo y también recelo. Algunos vecinos, gente pudiente, comerciantes, menestrales conservadores o pacíficos, ven desfilar con temor esta caravana, pero en estos barrios nadie se atreverá a atacarla, ni a mostrar pública desaprobación; hasta la indiferencia podría resultar peligrosa.

—¡Viva la CNT!

—¡Viva la FAI!

—¡Muera el fascismo!

—¡Abajo el clero!

La batalla se librará en el centro, en el corazón del casco antiguo. Cuentan con el apoyo de los militantes de Santa Catalina, de San Pedro de las Puellas, del Borne, del antiguo Arrabal donde el Noi del Sucre cayó acribillado. Los porteros, los limpiabotas, los camareros, los que trabajan en las obras públicas, numerosos militantes que habitan en los barrios burgueses, en el Ensanche, en San Gervasio, en la Bonanova, acudirán también a apoyarles.

Los camiones avanzan en orden de batalla y en desfile triunfal; los ocupantes agitan las armas y enronquecen para darse coraje y comunicárselo a los demás. Primero harán un alto en el Comité Regional, en la calle de Mercaders, después proyectan instalar su cuartel general en plena Rambla, en la plaza del Teatro, con el fin de dominar el casco antiguo.

Hay balcones que se abren para dar vivas, hay balcones que se abren para observar con desconfianza, malhumor o espanto, hay balcones que se cierran. El ruido de las sirenas ha despertado a muchos barceloneses del extrarradio y a muchos del centro, que dormían con sueño ligero e intranquilo.

Los dos camiones, seguidos de muchachos que corren, van quedándose atrás y se relevan, cruzan por el Arco del Triunfo y toman por la mesocrática Ronda de San Pedro. Aquí hay que gritar más fuerte y amartillar las armas.

—¡Viva la FAI!

—¡Viva la CNT!

—¡Mueran los fascistas!

La calle Magdalenas a estas horas suele estar poco concurrida. Los que forman el pequeño grupo, todos vestidos de paisano, caminan con paso vivo. Delante van dos policías de escolta con las manos en el bolsillo y las pistolas preparadas; otros policías cierran la comitiva. No han tenido más encuentros que una vieja que posiblemente acudiría a alguna misa matutina y unos excursionistas, cargados con grandes mochilas, que no les han hecho caso ni les han reconocido.

El presidente de la Generalidad de Cataluña, don Luis Companys y Jover, se dirige a la comisaría de Orden Público con un cortísimo séquito. Pepe Guarner camina al lado del presidente. Tan pronto como se ha tenido noticia de que las tropas de la guarnición se han echado a la calle, el comisario de Orden Público ha creído que lo prudente era que el señor presidente abandonara el Palacio de la Generalidad y se trasladara a la Comisaría. El edificio está defendido; cuentan con la protección de dos compañías de guardias de Seguridad que han quedado por el momento de retén. Uno de los primeros objetivos de los militares, tratando de repetir la suerte del 6 de octubre del 34, es apoderarse de la persona del presidente, de los consejeros y de los edificios del Gobierno autónomo de Cataluña y Ayuntamiento de la ciudad.

Companys ha accedido inmediatamente al requerimiento y ha seguido a Pepe Guarner. Conserva un penoso recuerdo de la jornada del 6 de octubre, del cañoneo y de su detención. La lucha se plantea en el terreno militar, se impone pues dejar la iniciativa a los militares y a las fuerzas de orden público, que también son militares.

Esta vieja calle de empedrado desigual corre más o menos paralela a la Vía Layetana. Entrarán en la Comisaría de Orden Público por la puerta lateral.

En los alrededores de la comisaría se advierte animación. Coches que llegan y parten a gran velocidad, las grises camionetas descubiertas de los guardias de Asalto, algunos automóviles en los cuales con pintura blanca han escrito: «CNT-FAI», ocupados por obreros armados con rifles, carabinas, y pistolas. Los guardias que custodian las puertas no dejan entrar más que a pequeños grupos; los demás deben permanecer en la calle.

Tan pronto como le anuncian la llegada del presidente, Federico Escofet, que le esperaba, acude a recibirle.

El presidente está inquieto; inclina la cabeza hacia un lado y mira a Escofet.

—Ahora eres tú quien has de actuar…

—Le he dado mi palabra de que si se producía una sublevación, la venceríamos. No hablaré más hasta que lo haya conseguido.

Suben apresuradamente hacia el despacho de Escofet en donde unos electricistas están terminando de instalar un micrófono.

—Señor presidente, le cedo mi despacho. Hágame el favor…

—¿Hay novedades?

—Están en la calle la infantería de Pedralbes, la caballería de Montesa, los dragones de Santiago; de la artillería de San Andrés, poca cosa, un par de camiones. Se espera que de un momento a otro salga la artillería de montaña del cuartel de los Docks, quizá también los Ingenieros y el Regimiento de Alcántara.

El presidente se sienta y apoya ambas manos sobre la carpeta de cuero repujado. Escofet, que permanece en mangas de camisa, parece dominado por un optimismo exagerado. Hay que confiar en él.

Málaga

Málaga

La noche ha ido transcurriendo con alternativas diversas, pero desde que ha amanecido cunde el desaliento y el desconcierto. Nadie se explica qué ha podido ocurrir que justifique la actitud del mando, una actitud pasiva, como si el general Patxot no deseara que se rindiera el Gobierno Civil. Por más que el capitán Huelin y los oficiales pretendan disimularlo, los soldados perciben que algo anormal sucede. Ha estado solicitando la orden de disparar los dos cañones contra el edificio de la Aduana en donde está instalado el Gobierno Civil; la orden no llega. El teniente Fernández Nespral, que manda las piezas de acompañamiento, insiste en que no pueden ser disparadas sin orden escrita del propio general. Transcurrida la media hora de plazo que había dado a los sitiados, el capitán Huelin y los parlamentarios han vuelto al Gobierno Civil. La actitud de los asediados era distinta. Parecían más animados, hasta tal punto que el gobernador le ha conminado a que pusiera fin al ataque y mandara retirar la tropa al cuartel. Naturalmente, no le ha hecho caso y ha continuado el fuego. Asaltar un edificio como la Aduana, defendido por fuerzas armadas con fusiles y ametralladoras, no puede hacerse sin un derroche de hombres de los que ni siquiera dispone; por eso ha esperado vanamente la orden de utilizar el cañón. Disparándoles unos cuantos cañonazos está seguro de que se rendirán, y si no lo hicieran, entonces será el momento de dar el asalto con menor riesgo y mayores probabilidades de éxito.

Las noticias que han ido recibiendo eran contradictorias y señalaban las alzas y bajas que ha ido experimentando el termómetro de los ánimos y las esperanzas. El ejército domina en Algeciras, en Córdoba, en Sevilla, se lucha en Cádiz, en Granada; un destructor a toda máquina viene a Málaga con refuerzos del Tercio. Pero la radio, que sigue en poder del enemigo —¿por qué no se habrán apoderado de la emisora?— no solamente la emplean para darse ánimos, sino que anuncia a voces que el alzamiento ha fracasado en España entera, y aunque sea mentira contribuye a desmoralizar. Para conseguir el permiso de utilizar los cañones ha enviado diversos enlaces a la Comandancia; regresan desalentados, y lo que es peor, sin la anhelada orden. En cambio, son portadores de noticias pesimistas. Corre, por ejemplo, el rumor de que en el destructor Sánchez Barcáiztegui, que debía llegar a media tarde con refuerzos, se ha producido una insurrección de la marinería, y que viene dispuesto a bombardear Málaga si la ciudad se halla en poder del Ejército. El edificio de la Telefónica de nuevo ha caído en manos de los guardias de Asalto. Fuerzas de la Guardia Civil que cooperaban en el ataque contra el Gobierno, en un momento dado se han retirado. ¿Qué ocurre? Es difícil averiguarlo desde aquí. Alguno de los enlaces, en voz baja ha comentado que el general Patxot está muy pesimista y que desea que la lucha sea lo menos cruenta posible, para que en caso de que el movimiento fracase las represalias no sean tan duras. Se sabe que se ha resistido a admitir la cooperación de voluntarios civiles, sobre todo falangistas, que estaban esperando la orden de incorporarse al ejército, y que para no exasperar al pueblo y quitar al golpe toda apariencia fascista, se ha negado a poner en libertad a los falangistas presos.

A los soldados que estaban en el cuartelillo de La Parra, y que en cierta medida les cubrían la retirada, les han ido a buscar en un camión y les han reintegrado al cuartel.

Resulta cada vez más difícil sacar fuerzas de uno mismo cuando escasean los elementos con que alimentarlas, porque ningún signo de aliento ha llegado en las últimas horas. «Pacos» enemigos que se habían filtrado entre los árboles del parque han ido enmudeciendo al amanecer. Todavía él y sus hombres dominan la situación; debería desoír las órdenes, empezar a cañonazos y lanzar a su gente sobre el Gobierno Civil. Pero en el ejército la disciplina es la única fuerza cierta; sin disciplina, lo que él está haciendo es simple y gratuita insubordinación contra el poder constituido. Su única fuerza moral consiste en acatar las órdenes, por incomprensibles que resulten.

Siguen parapetados en los jardincillos y tras los árboles. La farola del puerto, que durante la noche les barría rítmicamente con sus ráfagas de luz, se ha hecho invisible.

Con precauciones y a paso ligero se acerca un enlace; debe de proceder de la Comandancia. Quizá trae la anhelada orden y estas horas hayan sido como pesadilla que la luz del día disipe. El capitán Huelin se adelanta hacia el enlace; éste se cuadra.

—¿Qué hay?

—Mi capitán, de orden del general que retire usted todas las fuerzas al cuartel de Capuchinos, y que no se dispare un solo tiro, salvo en caso de extremada necesidad, si las tropas fueran agredidas o la situación se presentara muy grave.

Madrid

Madrid

Ser en estos momentos secretario de Unión Republicana, el partido que capitanea don Diego Martínez Barrio, resulta casi peligroso dada la agitación popular que contra él se manifiesta. Su impopularidad, atizada por socialistas, comunistas, anarquistas y muchos republicanos de izquierda, atizada incluso desde la radio, no puede ser más evidente.

Con Pedro Rico, el obeso y campechano alcalde de Madrid, han salido del Ayuntamiento en donde han cenado y pasado la noche, por una puerta falsa. No desean ser reconocidos; equivaldría a ser agredidos o por lo menos abucheados.

La gente continúa en las calles formando grupos vocingleros y manifestaciones irregulares que llevan de un lado a otro su agresiva protesta. Patrullas armadas, socialistas, miembros de las Juventudes Unificadas, algunos con armas largas, recorren la ciudad en taxis y en camiones con banderas y pancartas.

El secretario se ha enterado de la formación del nuevo Gobierno, no por don Diego que debía haberle avisado inmediatamente de recibir el encargo, sino por otros conductos. Sostuvo una conversación telefónica con el propio Sánchez Román, hombre inteligente, ponderado, catedrático de Derecho Civil de la Universidad, que no se mostraba demasiado optimista, pero que le ha manifestado que creía cumplir con su deber colaborando en el Gobierno republicano-centrista que se estaba gestando.

Terminada la reunión del comité del partido, en el local de la calle Marqués de Cubas, y después de otra reunión con el Comité Nacional del Frente Popular del cual forman parte Marcelino Domingo por Izquierda Republicana, Cordero por el Partido Socialista, Amaro del Rosal por la UGT, José Díaz del Partido Comunista, y Ángel Pestaña, que por hallarse en Barcelona no ha podido asistir, y en compañía del propio Pedro Rico ha visitado al jefe. Martínez Barrio mostró con ellos una reserva tal, que a pesar de las evidentes gestiones y consultas que se llevaban a cabo en sus narices, no les habló francamente de lo que se tramaba, por lo cual, enfadados, decidieron marcharse.

—¿Qué te parece? El ambiente de la calle habla por sí solo.

—Don Diego ha perdido los estribos…

—Pues hemos de procurar que los recupere. Ya es tarde para componendas. Tú lo sabes bien, a raíz de la muerte de Calvo Sotelo, yo fui de los que en la reunión del Comité Nacional con la minoría de las Cortes, propugné por que se retirara la moción de que nuestros representantes en el Gobierno dimitieran en caso de que no se restableciera el orden público. Y fue don Diego, quien cuando hace un mes, al aprobarse la moción no se atrevió a cumplirla. Ahora parece que los papeles se hayan trocado. Pero ya es tarde, demasiado tarde. Presentar la moción tras lo de Calvo Sotelo equivalía a desarmar al Gobierno, a dar la razón a las derechas que desde aquel día están sublevadas.

—La política es un arte. Lo de Calvo Sotelo ha sido de lo más criminal, pero hecho consumado; se imponía dar la cara. Desde entonces no podemos hacerles el caldo gordo a los que son nuestros enemigos declarados.

—¡Y tan enemigos! Estoy inquieto por el pobre Fernández Gil. Ayer, espera, no, anteayer, que ya no sé en qué día vivo, me telefoneó desde la Delegación del Gobierno de Melilla. Estaba asustado, pero no pudo explicarme claramente qué ocurría; «cosas raras» me dijo, y es que la sublevación había estallado. Temo por su suerte. Ya sabes cómo son allá y el odio que algunos le tienen a la masonería. Por la tarde intenté comunicar con él; no me fue posible.

—Casares pasará a la historia como un hombre nefasto. ¡Ojalá que a don Diego no le ocurra lo mismo!

—No me digas, hombre. Si se veía venir de lejos. Hace ya bastante tiempo fuimos con Ángel Rizo a visitar a Casares. Rizo, como director general de la Marina Mercante, y por lo que tú sabes, estaba perfectamente informado de cuanto se tramaba en la Armada. Pues bien, no le hizo caso; Rizo se enfadó, y Casares me dijo; «¿Tú también crees en brujas?». ¿No hay para arrearle?

—Yo no sé… Hace dos días aún lanzaba frases como ésta: «Si se sublevan los militares, yo con los guardias, o con escobas, les meteré en cintura».

—Pues ayer estaba deshecho. Fui con González de Sicilia, el que fue director de Enseñanza, diputado por Sevilla…

—Sí, ya le conozco, hombre…

—Fuimos a darle cuenta de los acuerdos de la Directiva. Ya sabes, aconsejar al Gobierno que se incautara inmediatamente de todo el material móvil de ferrocarriles, y del material de carreteras y que lo concentrara en Madrid, dada su posición geográfica y tratarse de la capital. Y exigirle que tomara iniciativas, que eso es lo que debe hacer un gobierno que se precie en todo momento y más en circunstancias como las actuales. Estaba hundido en un sillón; Esplá era quien atendía al teléfono. «No nos queda más que pegarnos un tiro…». ¡Bandido! —pensé yo—. Pégatelo tú que tienes la culpa. Te aseguro que no se lo dije por respeto y porque el mal ya no tenía remedio.

—Y don Diego; ¿no habrá retrasado ocho horas más la reacción del Gobierno? De un Gobierno que prácticamente no existe desde que se inició la sublevación.

—No hay Gobierno, sólo los partidos, bien o mal, funcionamos. Y lo que no me gusta tanto pero debo reconocerlo, las organizaciones sindicales. Sin ir más lejos, ayer me llamó desde Córdoba, Rodríguez de León —¡figúrate!— para decirme que tenía los cañones emplazados frente al Gobierno Civil. ¿Yo qué iba a decirle? Que si no podía resistir que se rindiera, pero sólo ante un acto directo de fuerza. ¿Por qué me llamó a mí? Porque no hay autoridad, no hay Gobierno.

—Por este camino se nos comerán a todos… Yo había hablado con él por la mañana para pedirle noticias… Me dijo que el jefe del tercio de la Guardia Civil había venido a ofrecérsele. De Córdoba no se ha sabido más…

El automóvil frena. El chófer municipal desciende y les abre la portezuela. En este barrio las horas del amanecer transcurren tranquilas. Unas señoras acuden a la misa matutina con las mantillas puestas y el devocionario en la mano.

Tardan en abrirles la puerta Aparece soñoliento Arturo Martínez. Una escasa luz penetra por las persianas entornadas. La casa está silenciosa.

—Queremos ver a don Diego…

—Ha mandado que no se le despierte hasta las seis, en que tomará posesión del Gobierno. Se ha echado un instante; estaba cansadísimo…

—¡Todos estamos fatigados! ¡Cómo secretario exijo la presencia del jefe del Partido!

—Bueno, no chilles así…

—No chillo; es que los acontecimientos no dan espera.

Se corren unas cortinas y don Diego, con aire reposado, sale arreglándose la corbata y abotonándose el cuello.

—Usted va a tomar posesión del Gobierno a las seis de la mañana. ¿Dónde? Pedro Rico y yo venimos de la calle. Los centros oficiales están rodeados de multitudes hostiles. Nunca hubo gobierno más impopular. Paisanos armados patrullan por Madrid.

Martínez Barrio, se arregla la americana y se la estira. Les observa tranquilamente con ojos pocos expresivos. Está cansado, un poco encorvado. Descuelga el teléfono y marca un número.

—Pues verá usted lo que yo hago…

Sus movimientos son pausados, seguros. Al volverles a mirar hay en su mirada un punto de reproche.

—¿Ministerio de la Guerra? Aquí Diego Martínez Barrio; quiero hablar con el señor ministro de Justicia, con el señor Blasco Garzón… Sí, está ahí; tiene que estar.

La pausa hace el silencio más evidente.

—Manolo, di a esos señores que yo ya no soy presidente. Sí, que no puedo presidir un Gobierno cuando el Frente Popular se echa a la calle en contra. Diles que ahora mismo voy a dar cuenta al presidente de la República de que dimito.

Ha hablado pausadamente, con el acento andaluz que le caracteriza. Sin dar lugar a respuesta, cuelga el teléfono.

—Don Diego, ¿quiere usted que le acompañe?

—No, gracias. Vayan ustedes a descansar y a afeitarse. Convoque al Comité del Partido para las diez de la mañana.

Oviedo

Oviedo

La noche ha transcurrido relativamente en calma. Ayer sábado fue un día agitado, aunque no se produjeron incidentes graves. Los obreros de la ciudad y los de la cuenca minera anduvieron patrullando por las calles, desfilando, manifestándose. En el diario socialista Avance, que dirige Javier Bueno, se publicó la noticia de la sublevación militar, lo cual hizo que los ánimos se caldearan. En el Gobierno Civil, alrededor del gobernador Liarte Lausín, un aragonés perteneciente a Izquierda Republicana que hace pocos días que ocupa el cargo, se hallan reunidos los jefes del Frente Popular, diputados y elementos políticos o sindicales. Entre los reunidos destaca el líder socialista González Peña, cuya intervención en los sucesos revolucionarios de octubre de 1934 hizo que fuera condenado a muerte; ha sido amnistiado y puesto en libertad por el Gobierno izquierdista que ha asumido el poder después de las elecciones de febrero.

Por la tarde, desde los balcones de Avance se han pronunciado discursos y ha habido gritos de «¡UHP!», coreados por las masas con entusiasmo; se han dado vivas a Rusia y a la revolución de Octubre. No ha habido desórdenes graves y a pesar de que los obreros, muchos de ellos armados, han merodeado por los cuarteles no han efectuado manifestaciones directamente hostiles contra el ejército ni los institutos armados. La excitación en la ciudad y en todo Asturias resulta alarmante.

El capitán Loperena permanece de guardia en la Comandancia Militar de Asturias, por si llegara algún aviso urgente o se produjera algún hecho importante. Únicamente en este caso tiene órdenes de despertar al coronel don Antonio Aranda Mata, que como otros jefes y oficiales de su Estado Mayor duerme en el mismo edificio, y que hace muy poco rato se ha retirado a descansar después de pasar la noche en vela y sostener diversas conferencias telefónicas.

Ayer salió para Madrid un tren con mineros y una columna de camiones que se formó delante del diario Avance. El objetivo de estas columnas es reducir a los que en Valladolid parece que se han sublevado, y marchar después sobre Madrid para ayudar a los obreros de la capital y al Gobierno.

El coronel, un hombre reservado que a nadie da explicaciones sobre la actitud que piensa adoptar ante los hechos, se ha mostrado partidario de que estas expediciones se llevaran a cabo. Ayer por la tarde, vestido de paisano, se fue a Gijón. También desde ayer ha dado órdenes a los puestos de la Guardia Civil de la provincia para que se trasladen a la capital, excepto a los de Gijón. Considerando el hermetismo del coronel, y que ellos apenas se mueven del edificio del Gobierno Militar, aunque les llegan diversos rumores que circulan, no pueden hacerse idea clara de la situación. Tanto las radios de Madrid como la de Oviedo dan signos de nerviosismo por más que pretendan simular una seguridad que por algún lado debe flaquearles.

La temperatura ha refrescado al iniciarse el domingo 19 de julio; las horas que se aproximan serán decisivas, tienen que serlo; de prolongarse la situación de ayer se haría irresistible.

Suena el timbre del teléfono, el capitán Loperena se pone al aparato.

La voz de la telefonista, una voz de mujer, inesperada a estas horas y en tales circunstancias, le desconcierta:

—Llaman desde Bilbao…

—Póngame la línea…

Una voz firme, segura, pregunta desde el otro lado del hilo:

—¿Quién está ahí?

—El capitán Loperena…

—Aquí el general Mola…

—A sus órdenes, mi general. ¿Llama usted desde Bilbao?

—Llamo desde la Comandancia Militar de Pamplona; deseo hablar con el coronel Aranda…

—Sí, mi general; si espera un momento voy a despertarle en seguida.

—Le espero.

La telefonista ha dicho que la comunicación procedía de Bilbao y él se había alegrado. La presencia del general Mola en Bilbao sería excelente síntoma. Mientras se dirige a despertar al coronel, recuerda que no hay línea directa con Pamplona sino que pasa por Vitoria y Bilbao.

—¡Mi coronel! ¡Mi coronel! El general Mola al aparato.

El coronel Aranda se levanta en pijama como está y se calza unas babuchas. Sin precipitarse se encamina al despacho y se alisa el cabello con las manos. Al sentarse saca las gafas del bolsillo del pijama y se las coloca.

—Diga, mi general.

—Esta noche me ha llamado por teléfono don Diego Martínez Barrio, parece ser que le habían nombrado jefe del Gobierno. Ha hablado en tono conciliador. Que había que evitar una lucha fratricida, que era necesario dar satisfacción a los militares. Parecía dispuesto a nombrarme ministro de la Guerra…

—Y usted, mi general, ¿qué le ha respondido?

—Mire Aranda, yo le he contestado que era demasiado tarde. Ésa es la verdad… A las siete de la mañana pienso sublevarme…

El capitán Loperena, que permanece atento, percibe la gravedad de la conversación. Cualquiera podría escucharla y entre las telefonistas las hay de ideas izquierdistas y todas ellas están sindicadas. La conversación pueden escucharla no sólo en Oviedo, también en Bilbao, incluso en la propia Pamplona; él, como navarro que es, sabe que en Pamplona tampoco faltan izquierdistas.

—… ¡Oiga, mi general!… ¿Pamplona? Oiga… Pamplona…

El coronel se impacienta y cuelga el teléfono.

—Loperena: hágame el favor de restablecerme la comunicación con Pamplona…

Con voz lenta, pero como si no se tratara de nada importante, añade:

—Deseo decirle al general Mola que Oviedo también va a sublevarse…

—Mi coronel… ¿Me permite una observación?

—Diga usted…

—El hilo telefónico no es directo; muchas personas pueden escuchar la conversación, ¿no podría hablarse de forma más velada?

—Tiene usted razón; cuatro ojos siempre ven más que dos. Diga usted mismo a Pamplona que pueden contar con el coronel y con la guarnición de Oviedo.

Cuando el coronel Aranda se retira a sus habitaciones, el capitán Loperena se sienta a la mesa. Al coger el aparato nota un pequeño vértigo. Se pasa la mano por la mejilla rasposa; es un día nuevo pero como la noche ha transcurrido en vela no ha advertido que está en «mañana»; tiene que afeitarse.

—Aquí la Comandancia General de Asturias… Señorita, por favor, se ha cortado la comunicación con Pamplona… Haga el favor de ponerme con la Comandancia Militar, es urgente… espero.

¿Con qué fuerzas contará el coronel? ¿Quién se atreve a preguntárselo? El regimiento de Milán está en cuadro; sus efectivos no pasarán de seiscientos hombres. Bien armados sí lo están. Dos baterías del 8,50. Y en Gijón el regimiento de Simancas y los Zapadores; pero todos ellos con efectivos reducidísimos a causa de los permisos veraniegos. Ayer cursó la orden de concentración a los guardias civiles, una fuerza segura. ¿Los de Asalto? El comandante Ros es un izquierdista exaltado, y entre la oficialidad los hay de todos los colores. Los de Asalto son los mimados del Gobierno… En la fábrica de Trubia están reparándose unos cañones y el coronel habló con el director. ¿Acordarían algo?

—Señorita, por favor, estoy esperando, ¿qué sucede con esa comunicación de Pamplona? Le he dicho que es servicio oficial y urgentísimo.

La ciudad pertenece a los revolucionarios. Les pertenece por el momento porque si el coronel ha tomado una resolución, señal que tiene prevista cualquier contingencia. En un momento se han disipado las dudas que podía haber sobre el coronel Aranda sin cuyo concurso nada podía emprender la guarnición de Oviedo. ¡Ya está! Claro que por el momento, el capitán Loperena, ayudante del coronel Aranda, es el único que está enterado.

Córdoba

Córdoba

La ciudad de Córdoba puede decirse que está dominada, pero solamente su casco urbano. A las seis de la tarde han salido tres baterías a proclamar el estado de guerra. En doce horas se han apoderado del Gobierno Civil, del Ayuntamiento, Teléfonos, Telégrafos, Correos, la Radio. Aunque en los barrios obreros se mantienen resistencias aisladas, van reduciéndose poco a poco, según las noticias que le llegan.

Ciriaco Cascajo Ruiz, coronel del Regimiento de Artillería Pesada número 1 y gobernador militar de Córdoba, ha pasado la noche en vela en su despacho del cuartel de Artillería. Cuando hacia las dos y media de la tarde de ayer telefoneó desde Sevilla el general Queipo de Llano, para decirle que proclamara el estado de guerra y se apoderara de la población, contaba con escasísimas fuerzas. El jefe del tercio de la Guardia Civil, coronel Marín y el teniente coronel Mariano Rivero del mismo cuerpo, estaban en contra; también lo estaba el capitán Tarazona, jefe de los guardias de Asalto, y, por si fuera poco, algo así como la mitad de los ciudadanos y la población obrera en masa con sus jefes, jefecillos y autoridades. Ha sido necesario emplear la mano dura, y habrá que seguirla empleando con rigor; con contemplaciones y buenas palabras no se domina al pueblo, y menos a estos cordobeses tan pervertidos por las doctrinas disolventes que les vienen pregonando impunemente durante años, a estos cordobeses insubordinados que no respetan la religión, la propiedad, ni el orden, los tres puntales de cualquier sociedad que se respete.

Por medio de una estratagema ha conseguido que la Guardia Civil se pusiera del lado del ejército, baza que ha resultado decisiva. Unos cuantos paisanos, por lo común hijos de buenas familias, han colaborado con las tropas, pero en el primer instante los paisanos que se le han ofrecido no han sido muy numerosos. Las fuerzas vivas, quienes en Córdoba representan algo, porque algo tienen que perder, apoyan la acción del ejército que es la única salvaguarda de sus vidas e intereses.

Desde el momento en que ha empezado a clarear, ha ido ordenando los distintos informes que aislados iba recibiendo, y que por sí mismos parecían tener interés relativo.

Están aquí reunidos algunos de sus colaboradores más próximos; tomadas las medidas necesarias, va a retirarse a descansar unos instantes pues durante el día de hoy habrá que dominar, como sea, los núcleos rebeldes y consolidar los frentes exteriores. Antes quiere hablar a los reunidos y exponerles cuál es la situación.

Coge un lápiz y se pone en pie delante del mapa; los demás le rodean en actitud respetuosa y espectante.

—Señores, la situación más o menos es ésta…

Se hace un corto silencio; el coronel Cascajo se inclina:

—Hacia el sur, tenemos al enemigo enfrente, aquí.

Con el lápiz traza una línea sobre el plano.

—Como verán, a dos pasos. Según nuestros últimos informes son guardias de Asalto, que han enviado a combatirnos. Les hemos ganado por la mano… de momento. Por el este, la situación se despeja algo; dominamos hasta el puente de Alcolea, que como ustedes saben es importante, incluso desde el punto de vista histórico. Las Cumbres están situadas a trece kilómetros. Dominamos una cabeza de puente. Nuestra artillería bate carretera y ferrocarril, para el caso de que Madrid envíe tropas contra nosotros.

A medida que nombra los lugares va trazando rayas, más o menos enérgicas según el diapasón con que hace los comentarios.

—Hacia aquí, noroeste, o norte, somos menos afortunados. Los tenemos metidos en casa, en la Venta de Pedroches. En cuanto a la comunicación con Sevilla, está cortada. Por lo demás, Carmona, Posadas, Fernán Núñez, el Carpió… están en poder del enemigo. Entre Córdoba y Madrid no podemos contar con ningún apoyo. Guarniciones, ciudades y pueblos permanecen a favor del Gobierno.

El lápiz termina de trazar líneas alrededor de la ciudad. Eduardo Quero Goldoni, teniente coronel de caballería retirado que acaba de reincorporarse al ejército, y que ha mantenido los principales contactos con Queipo de Llano, se inclina sobre el mapa.

—Estamos sitiados.

El comandante ayudante Rodríguez de Austria y el señor Cruz Conde, una de las figuras sobresalientes de la ciudad, se inclinan a su vez. Con voz reposada mirándoles uno a uno, el coronel Cascajo, retirando el mapa y enrrollándolo, les dice:

—Sí, señores: en efecto, estamos sitiados; pero romperemos el cerco.

Cádiz

Cádiz

El sol comienza a asomarse entre Puerto de Santa María y el Puerto Real; todavía no se refleja en la bahía cuyas aguas mates permanecen encalmadas. Un destructor y un barco mercante están entrando en la dársena. Hacia la plaza de las Cortes y el Ayuntamiento suenan detonaciones.

Ruperto Andrade ha pasado la noche en una azotea de la calle de San Francisco; cuidando de no ser descubierto y apoyado en el muro blanqueado que protege la caja de la escalera, mantiene la vigilancia. Ruperto Andrade pertenece al sindicato portuario de la UGT; es hijo de un cabo de infantería de marina que murió cuando la epidemia de gripe y de una pescadora de Chipiona.

Su compañero, un mozalbete de las Juventudes Socialistas empicado de una empresa naviera, se ha quedado dormido tumbado en el suelo con la cabeza envuelta en la americana. No quiere despertarle, el chico está agotado.

Ayer anduvieron a tiros por las esquinas, hostilizando a los artilleros que atacan al Gobierno Civil, y cuando vieron el humo de los incendios del centro, se fueron para allá. Los almacenes La Innovación y otros establecimientos ardían. Le desagradó el espectáculo; hechos semejantes deshonran la revolución. Tampoco conviene asustar demasiado a los burgueses, por lo menos a los burgueses de izquierda, y no es prudente echarse encima más enemigos de los que tienen, que no son pocos ni mancos. Comprende que quienes padecen hambre y privaciones aprovechen los tumultos para saciar el apetito o para apoderarse de lo que hallan más a mano, pero, una de dos, o el pueblo sale triunfante de esta prueba, en cuyo caso a nadie le faltará lo que precise y merezca, o fracasa, en cuyo caso el paredón y el vergajo dictarán la ley, y el hambre se convertirá en enfermedad crónica para el pueblo gaditano. De buena escaparon cuando de pronto un pelotón de señoritos fascistas aparecieron acompañados de unos guardias civiles a tiro limpio. Pudo salvarse gracias a que maneja la pistola con habilidad, pero al muchacho, que se llama Teodoro, le arrinconaron. Libró gracias a su edad y a que, como escribiente que es, usa zapatos y corbata. A última hora, consiguió una pistola para Teodoro y aquí han pasado la noche, manteniendo la alarma en el barrio y dándole gusto al gatillo, que de munición por ahora no carecen.

Por la parte de atrás, se oyen disparos de pistola y unos mosquetones les replican desde la calle. Da con el pie un suave empujón a Teodoro, que se remueve y asoma la cabeza despeinada y los ojos soñolientos.

—¡Niño! A ver si despiertas de una vez.

—¿Es tarde?

—¡Digo, ni sabes dónde estamos, apostaría una peseta!…

Teodoro se incorpora; Andrade le detiene para evitar que se asome demasiado; no conviene que les descubran.

—Oye, Ruperto, ¿qué son esos barcos?

—Nada bueno, me parece. No distingo a la gente que está sobre cubierta; a soldados me huelen. Mientras no sean del Tercio que nos los manden de África…

Cuando Ruperto se asoma, descubre a un grupo de militares que con algunos guardias civiles y paisanos disparan entre los árboles contra las casas y en dirección a unos tinglados del puerto desde donde les tirotean. Un pelotón de carabineros permanece en actitud pasiva; los del grupo se acercan a ellos. Están muy alejados para intentar hacer puntería con las pistolas; no merece la pena desperdiciar la munición.

—Juraría que aquél, con la gorra roja de regulares, es el general Varela.

—¿Es él quien dirige lo de Cádiz?

—¡Qué sabemos! También el general López Pinto y otros muchos jefes. A Varela le dejaron escapar ayer del castillo de San Sebastián. Como sea él quien manda nos va a jeringar, que yo bien le conozco.

Apoyándose en la baranda de la azotea, y después de apuntar un rato Teodoro hace un disparo de pistola en dirección a los del muelle.

—¡Premio para ti! No ves ¡so chalado!, que desde aquí no les alcanzas. Y menos con tu puntería, que no es buena ni para barracas de feria…

Los que han cruzado el muelle parece que discutan con los carabineros, luego todos juntos marchan hacia el destructor que efectúa las últimas maniobras de atraque. En cubierta van apareciendo soldados, que prorrumpen en gritos y agitan los fusiles sobre sus cabezas tocadas algunas con feces rojos, que ahora se distinguen sin temor a errar.

—¡Maldita sea! ¿Te quieres jugar algo a que son regulares? Pues estamos apañados. De África vienen, seguro.

—¿Tú crees que son moros?

—Como la madre que los parió… Y el tipo de la gorra roja seguro que es Varela.

—Son muchos. Y detrás viene ese otro barco con más tropas.

—Esto no me gusta nada, niño. Mala gente los moros; les gusta mojar el cuchillo, les gustan la rapiña y las hembras. Si el gobernador Zapico y los demás no se espabilan y les cortan el paso, en Cádiz las vamos a pasar «morás». El general tiene dos laureadas y ésas no se ganan así como así; mientras que nosotros no tenemos mando ni disciplina, ni armas como las suyas.

El general Varela fue compañero de su padre cuando ambos servían en la infantería de marina, en San Femando. Más adelante ingresó en la Academia de Infantería, le destinaron a África y ha hecho una gran carrera. Su madre se enorgullece de que un general fuera compañero de su marido, cuando ambos eran cabos, aunque ocurriera cuando Teodoro no había nacido, o cuando en todo caso era muy pequeño.

Se echa la gorra hacia adelante tratando de que la visera le proteja del sol pero como está tan bajo no lo consigue y coloca una mano a manera de pantalla para distinguir lo que ocurre en el muelle.

Del destructor han lanzado la escalerilla y han bajado unos oficiales que se abrazan con los que esperaban en tierra. Ahora descienden las compañías de soldados moros, con sus uniformes de color verdoso, sus cartucheras, los pantalones amplios y caídos, tocados con feces o turbantes. Forman en el muelle. Está atracando el mercante, que también transporta tropas, aunque parecen menos numerosas, salvo que vayan en las bodegas.

—Un tabor…

—¿Y qué es un tabor…?

—Como un batallón. Estamos perdidos, niño, nos van a apiolar a todos.

Hacia el Gobierno Civil crepita una ametralladora, luego se oyen descargas de fusilería, luego, nada. Un coche circula por el paseo de Canalejas con un trapo blanco visible, a manera de banderola; detrás marcha una ambulancia, tocando una campanilla.

—¿Y qué podemos hacer?

—Nada, Cádiz es una ratonera. Desde Puerta de Tierra, del fuerte de la Cortadura y de la fábrica de torpedos, nos cortan la salida. No hay más que resistir, y esperar; pueden llegarnos auxilios de Madrid, o de la Escuadra.

—Somos muchos, en Cádiz…

—Sí, muchos, pero no todos se han presentado en la Casa del Pueblo. Me parece que más de uno y más de dos se han metido debajo de la cama. Yo te digo una cosa; mientras tenga a ésta en la mano, no me rindo. Y si quieres creerme, niño, haz tú lo mismo. Estos rifeños no perdonan ni a su padre.

Ya están descargando la impedimenta. Los oficiales dan órdenes. En cabeza se coloca el grupo de militares, guardias y paisanos que ha ido a recibirles. Cruzan a paso ligero; los moros se despliegan en guerrillas. Entre los tinglados suenan disparos. Del vapor comienzan a desembarcar más tropas marroquíes.

—¿Ves, Teodoro? Cuando pasen por ahí, procura hacer puntería; dispararemos. Cuidado que no te descubran. El lugar es desventajoso para ellos, pues está además batido desde el Gobierno Civil; para nosotros es el más próximo. Si tuviera un máuser, me cargaba una docena.

Dirigen las pistolas hacia un ángulo, junto a unos edificios por donde tienen que pasar los del tabor.

—Niño, buena puntería y suerte; que como no les cerremos el paso, nos jugamos el pescuezo.

Ambos comienzan a disparar. Teodoro lo hace apresuradamente, con furor. Ruperto, apunta primero y luego tira. Sabe que la distancia es excesiva, pero no puede hacer cosa mejor. De las azoteas, de unos tinglados, de la estación, se abre un fuego nutrido pero escasamente eficaz. En un momento las fuerzas recién desembarcadas comienzan a disparar, al aire unos, apuntando un poco al tuntún otros, mientras alcanzan el paseo y lo cruzan a brincos. Todo Cádiz es un tronar de armas y hasta la azotea sube el olor de la pólvora.

Oviedo

Oviedo

—¿Comandancia general de Asturias? Oiga… No se retire, le pongo Pamplona.

El capitán Loperena se inclina sobre el aparato, y levanta la voz.

—¿Pamplona? ¿Hablo con la Comandancia Militar?

—¿Quién llama? Aquí el comandante Fernández Cordón.

—A sus órdenes, llamo de Oviedo. Loperena, capitán ayudante.

Tengo un mensaje del coronel Aranda para trasmitirle.

—Diga, diga, capitán…

—Que puede el general contar incondicionalmente con el coronel y con la guarnición de Oviedo.

—Un momento, capitán, un momento…

En Pamplona hablan en voz baja junto al teléfono. Inmediatamente suena la voz del general Mola, con el mismo tono pausado.

—Dígale al coronel que le felicito… Y que me felicito. Mucha suerte, y un abrazo.

Barcelona

Barcelona

Al llegar al paseo de San Juan, toman por la calle de Córcega. En primer término está el monumento a Jacinto Verdaguer; en la parte baja del paseo se ve el Arco del Triunfo y más allá las verdes frondas del parque de la Ciudadela. El coronel Francisco Lacasa Burgos marcha al frente del Regimiento de Dragones de Santiago. En cabeza, la plana mayor; a continuación tres escuadrones incompletos, con secciones de ametralladoras, y algunos militares que se han incorporado voluntariamente a esta fuerza. Doscientos paisanos, que habían prometido concentrarse en el cuartel, no se han presentado. Quizá no les haya sido posible hacerlo, debido a la estrecha vigilancia a que el cuartel de Numancia ha sido sometido durante la noche.

A unos seiscientos metros se halla el cruce de la vía Diagonal y el paseo de Gracia. En ese cruce, que popularmente se conoce con el nombre de Cinco de Oros, se eleva un obelisco en memoria de Pi y Margall, el insigne republicano federal. Desde ese punto bajarán por el paseo, hasta la plaza de Cataluña, centro vivo de la ciudad, en donde convergerán con fuerzas de Infantería y con las del Regimiento de Caballería de Montesa.

Poco después de la salida del cuartel, han sido hostilizados por algunos paisanos, pero han repelido a tiros la agresión y los paisanos se han retirado. Entre los oficiales que se han incorporado voluntariamente figura un médico, el capitán Cárdenas; su presencia les tranquiliza.

La sección de ametralladoras del capitán Ortega Costa la manda el alférez Hurtado.

El tramo de la calle Córcega que recorren pertenece al barrio burgués y mesocrático que caracteriza a la Barcelona media, aquí habitan las gentes de orden, las que dan pulso a la ciudad. Los balcones permanecen entornados, los vecinos duermen, una ciudad tan trabajadora es justo que descanse durante las primeras horas de un domingo. Son los obreros quienes permanecen desvelados y dispuestos a jugárselo todo. Y los obreros también trabajan. Ellos, los militares profesionales, van a arriesgar la vida para sacar las castañas del fuego a los burgueses que no madrugan ni por curiosidad.

No se oye más que el ruido de los pasos, el choque de las cantimploras con la guarda de los machetes y toses aisladas, quizá nerviosas. Esta tropa, unos doscientos cincuenta hombres, marchan en dirección al Cinco de Oros, lugar que en el plan primitivamente previsto debían incorporárseles dos compañías de guardias de Asalto. El alférez Hurtado, ignora si va o no a producirse esa incorporación. Por lo que tiene entendido los de Asalto se han colocado en contra del Ejército. Por si fuera necesario emplearlas, lleva convenientemente engrasadas sus «hotchkiss».

Al cruzar una de las calles que descienden en dirección al mar observa a derecha e izquierda; hay que prevenir las emboscadas. En la Diagonal se alza un edificio grande como palacio o castillo coronado de agujas cónicas, rematadas por caprichosos pararrayos. A esta hora, en tan singulares circunstancias, este edificio, cuyas torres reflejan los primeros rayos de sol, parece fantástico, una broma incongruente o adivinanza en que nada es lo que parece. Se diría que jugaran a soldados en un decorado de mentirijillas.

Al mando de sus dragones camina el coronel rodeado de los jefes y oficiales de la plana mayor.

Hacia la plaza de Cataluña han sonado unas descargas. Un ramalazo de inquietud le ha sacudido. El alférez Hurtado observa con atención a unos hombres que se ocultan tras los árboles. El escuadrón de Dragones de Numancia que manda el capitán Ortega Costa, que ha tomado la delantera, está próximo a desembocar en la Diagonal. El alférez Hurtado observa un poco inquieto a su alrededor.

Estampidos atronadores se superponen como si fueran uno solo que llenara la calle y la hiciera inhabitable. Disparan de los balcones, de los terrados, desde detrás de los árboles. Aparecen corriendo unos paisanos que se echan al suelo para disparar. Guardias de Asalto, con sus uniformes azules hacen fuego desde las esquinas; luego desaparecen. Tabletean ametralladoras invisibles. Suena un grito detrás; uno de sus hombres se ha llevado las manos al rostro; la sangre le resbala entre los dedos. Más allá ha caído otro soldado, los demás se tiran a tierra, corren a refugiarse en los árboles, a protegerse con los salientes de los edificios. Los escuadrones que vienen detrás se despliegan rápidamente. Silban los proyectiles y se estrellan contra los troncos o chasquean al romper las hojas de los plátanos, rebotan en las paredes, arrancan chispas de los adoquines.

Los caballos portadores de las ametralladoras se espantan; los soldados han abandonado a uno de ellos que corre despavorido, otro yace en el suelo pateando al aire.

—¡Emplazad las máquinas!

Nadie le oye, nadie le escucha. Los que están enfrente se envalentonan y se asoman a disparar; hay muchos guardias de Asalto, y por el paseo de Gracia se vislumbran docenas de paisanos que corren de un lado a otro, se parapetan donde pueden y disparan. La calle entera va llena de proyectiles.

—¡No dejéis los caballos sueltos!

Le cuesta desenfundar la pistola; junto a él se derrumba un cabo, otro soldado queda tendido, desangrándose, al amparo de un árbol.

—¡Comandante, comandante!

Un soldado conduce herido al comandante Rebolledo. El teniente Puig de Cárcer ha caído derribado por el fuego enemigo.

Algunos de los soldados disparan. Desde un entresuelo unos guardias de Asalto tiran al descubierto. El alférez Hurtado hace fuego con la pistola y la pistola suena infantilmente entre las descargas de fusilería y las ametralladoras que les están barriendo.

Una voz pide socorro; nadie puede atenderle. Si por lo menos consiguiera emplazar las máquinas. Descubre un mosquetón abandonado en el suelo, y corre a recogerlo; la pistola resulta inútil. Ve caer a otro oficial herido.

Se vitorea a la República, se dan vivas a la FAI, se les insulta. De nuevo se asoma apuntando uno de los guardias de Asalto del entresuelo. Cuando quiere echarse al suelo es tarde. Un golpetazo en el pecho le derriba; advierte que no puede sostenerse en pie.

El mosquetón al chocar contra el adoquinado produce un ruido a hierro roto.

Los Dragones de Numancia se repliegan de árbol en árbol.

—¡Han matado al alférez Hurtado!

El estruendo de las descargas no deja oír las voces, y nadie puede prestar demasiada atención a las palabras.

La tercerola arde. Como su cañón es corto mete un ruido infernal. ¡Menudo susto les han dado a los militares! No esperaban el ataque y les han hecho trizas. Segismundo Tardienta pertenece a la caballería de las fuerzas de Seguridad. Una sección de su escuadrón ha combatido pie a tierra; el resto ha quedado en reserva en la parte alta del paseo de Gracia. Tres compañías de Seguridad y numerosos paisanos se han apostado en esquinas, terrados, balcones, árboles, bancos y demás lugares que pudieran servir de parapeto y han abierto fuego. Los soldados han caído como moscas; los oficiales y unos cuantos «caloyos» han aguantando el tipo. La calle de Córcega ha quedado convertida en un hospital. A ellos les han hedió tres o cuatro heridos nada más. ¡Buen golpe!

Los paisanos que han tomado parte en el choque intentaban acosar a la tropa pero detrás venían refuerzos y les han rechazado. Los paisanos no saben luchar, y con pistolas no se combate; las pistolas son útiles para escaramuzas o para atracos, porque más de uno de los que disparaban deben de ser atracadores de la FAI. Las cosas van así, y hoy —¿por cuánto tiempo?— estos tipos les apoyan a ellos, a los guardias. ¡Vivir para ver!

El cabo de Seguridad Segismundo Tardienta se reagrupa con los compañeros de su sección, y con las tercerolas en la mano se dirigen hacia el café Vienés, a la entrada de la calle Salmerón, en donde ha permanecido el resto del escuadrón montado. Segismundo Tardienta, que fue sargento de caballería en la guerra de África nada quiere saber de la política. Obedece a sus jefes; sus jefes le han mandado disparar contra la tropa y ha disparado. Si le mandan disparar contra estos desarrapados, lo hará. Para eso le pagan y a eso le obliga el uniforme.

Los paisanos se han quedado disparando desordenadamente, malgastando municiones y dando vivas a la República, a la FAI, a Cataluña y a la madre que los parió; si no llega a ser por la fuerza pública, se los comen. Regimiento de Dragones de Santiago, ¡buena tropa! Conoce a alguno de sus jefes de cuando estuvo en África; ahora que en el combate ni les ha distinguido, ni de distinguirlos hubiera dejado de cascarles.

En cuanto él se ha dado cuenta de que traían ametralladoras, ha comprendido cuál era la jugada; disparar contra los caballos y evitar darles ocasión de emplazarlas. Y apuntar contra los oficiales, que una unidad sin oficiales y sin sargentos no vale un pito.

La tercerola le calienta la mano, suda, se ha desabrochado la guerrera. Sus compañeros están satisfechos; Melquíades y Guerra son más fascistas que la puñeta pero a la hora de darle al gatillo no le hacían ascos. Y es que la guerra es eso; te plantan un tío delante y así sea tu padre, le arreas y a otra cosa; y así tiene que ser y así será por los siglos de los siglos.

Los compañeros aprietan el paso, después emprenden la carrera; los oficiales les hacen señas de que se apresuren. Él tiene demasiados años y se resiste al «paso ligero»; para no correr a pie ingresó en las fuerzas montadas.

Continúa el tiroteo pero con menor intensidad; una de las compañías de asalto se reagrupa, los paisanos meten demasiado ruido. Varios automóviles arrancan con los heridos en dirección al Hospital Clínico. Hacia la plaza de Cataluña se oyen también disparos. De la Diagonal donde se cruza con la calle Balmes a medio kilómetro escaso de distancia, han llegado unos paisanos anunciando que se han cargado a los soldados que venían en dos camiones. Artilleros de San Andrés sublevados, según parece. Los tíos, que eran de la CNT, traían máuseres, correajes y los cascos puestos. Con alpargatas y trajes de mahón, o en mangas de camisa; la pinta de los paisanos resultaba singular y poco reglamentaria. Esto parece una mascarada; los hay con pañuelos rojos y negros, y hasta con banderas clavadas en un listón de madera. Pura juerga revolucionaria.

—¡Atención! Abróchense las guerreras. ¡A caballo!

—Preparados.

Los oficiales transmiten órdenes; corre la voz de que una sección va a dar una pequeña carga para sorprender por detrás a los facciosos. Acaricia a «Lagartijo», un bayo de seis años, el mejor del escuadrón salvo los caballos de los oficiales. Él, que entiende un rato de caballos, le echó el ojo en seguida y no ha parado de maniobrar hasta que lo ha conseguido.

Con ruido de cascos sobre el pavimento el escuadrón se pone en marcha. Mujeres y hombres armados les vitorean y levantan el puño. Hay guardias que corresponden saludando con el puño en alto. ¡Que los bomben a todos con sus saludos y sus zarandajas! Curiosa gente estos revolucionarios. Antes ha descubierto entre ellos a un tipo viejo, en mangas de camisa, con una «parabellum» en una mano y en la otra un hatillo hecho con un pañuelo de hierbas. En el hatillo llevaba el hombre sus cartuchos; hacía la guerra por su cuenta. Pero el puñetero tenía puntería. Él le ha gritado: «¡A los caballos, a los caballos de las ametralladoras…!». El otro no le ha hecho caso y cuando los soldados han empezado a zumbar fuerte, ha dado media vuelta y se ha largado.

Suenan muy próximas las detonaciones. Algunos caballos comienzan a espantarse. Calle abajo se descubre la amplia avenida de la Diagonal. Desde las esquinas los de Asalto disparan contra el ejército; aquí también hay paisanos. El capitán del escuadrón de Seguridad cambia impresiones con los oficiales de una compañía de Asalto; corre la voz de que tienen a los soldados medio acorralados. Recuerda la carga de Targuist; aquélla fue una carga de caballería. Nada tan hermoso como el arrancarse los caballos, ponerlos a galope y, sable en mano, repartir tajos a diestro y siniestro. En esta ocasión los Dragones de Santiago han cometido la torpeza de salir a pie, como si fueran «pipis» de infantería. Ahora sabrán a costa de sus propios huesos lo que es una carga.

La primera sección del escuadrón se pone en movimiento; Segismundo afloja las riendas, se afianza en los estribos. Van a cogerles por retaguardia; no les esperan. Redoblan las detonaciones. Comienza el galope; atención a los árboles y al empedrado resbaladizo. Los que les protegían con su fuego cesan de disparar. Ya tienen delante a los militares; están ocultos detrás de los árboles, cuerpo a tierra, en los quicios. «Lagartijo» se revuelve, alza las manos; delante caen dos caballos; las balas silban. Patalea herido otro caballo, el humo desconcierta. Los cascos baten el empedrado levantando chispas. Un jinete vuelve grupas, varios caballos corren enloquecidos sin jinete; un guardia se derrumba cubierto de sangre. Oficiales de caballería salen al centro de la calle con mosquetones y disparan a quemarropa contra los guardias. Los caballos se encabritan; aquí y allá distingue en el suelo uniformes azules. Algunos paisanos que avanzaban al amparo de los jinetes retroceden huyendo. «Lagartijo» se le escapa de entre las piernas; le faltan fuerzas para retenerlo. ¡Maldita sea! Se coge el vientre con las dos manos; el golpazo contra el suelo le conmueve y atonta. Siguen sonando disparos; los cascos de un caballo le pisan la pantorrilla y el muslo. Le ha quedado el rostro apoyado contra los adoquines; la sangre formando regueros geométricos corre por los pequeños cauces de las junturas.

El frenético galopar de caballos se va alejando y los disparos suenan cada vez más distantes.

Segismundo Tardienta se ha clavado las uñas en el vientre; nota las manos húmedas y calientes como si estuvieran muy lejos. Esto no es Targuist, son Dragones de Numancia, ¡malditos sean!, aunque combatan pie a tierra. Arrastrándose, trata de ganar el alcorque de un árbol.

Caballos enloquecidos recorren las calles cercanas al Cinco de Oros. No pueden detenerlos, pasan en tropel de un bando a otro. Uno de ellos arrastra a un guardia que cuelga muerto del estribo con el uniforme hecho jirones y la cabeza ensangrentada batiendo contra los adoquines. Los soldados de Santiago tratan de detenerlos pero no lo consiguen. Un guardia de Seguridad desestribado se esfuerza por dominar a su caballo desbocado, cruza entre los soldados sublevados, y entra de nuevo en la zona ocupada por los suyos. Unos paisanos se colocan delante y haciendo aspa con los brazos pretenden detenerle; cuando el caballo llega se ven obligados a apartarse precipitadamente para no ser atropellados. Guardia y caballo van a estrellarse contra las gradas del obelisco que ocupa el centro de la plaza. Hay caballos que se revuelcan en el suelo sobre charcos de sangre, otro pisa sus propias tripas que le cuelgan. Dos paisanos trasladan en volandas a un guardia herido. Los paisanos que avanzaban han retrocedido a todo correr y han vuelto a parapetarse. Los caballos relinchan. Uno que galopa por el paseo de Gracia choca contra un banco de piedra y cae alzando las patas traseras en un brinco circense. Un grupo de caballos corre de un lado a otro butiondo los cascos con ritmo obsesionante. Los guardias que han resultado indemnes se reagrupan en una calle desenfilada. Jadean jinetes y caballos; varios han sufrido heridas leves. Unos paisanos traen a «Lagartijo» que avanza penosamente, claudicante, con la pata rota. Un hombre corpulento que dice que está empleado en el matadero, les asegura que el caballo ya no sirve para nada y que hay que sacrificarlo; apoya la pistola en la frente de «Lagartijo» y dispara. El animal se sacude de arriba abajo y cae al suelo; todavía un instante agita las patas coceando al aire.

La revista Match les ha enviado a Barcelona para que hagan la información de la Olimpíada popular que hoy domingo va a inaugurarse con un solemne acto. Es una Olimpíada popular, democrática, o mejor aún antifascista, que se celebra en España, precisamente en la progresista Cataluña, como réplica de las Olimpíadas que están celebrándose en el Berlín nazi. Atletas de toda Europa, atletas socialistas, comunistas, atletas demócratas, o marxistas disidentes, se han congregado en Barcelona durante estos días.

Los dos periodistas, alemanes de origen y huidos de su patria por razones de raza e ideas, duermen en la misma habitación del hotel Victoria. El balcón, que da sobre la plaza de Cataluña, ha quedado abierto de par en par pues la noche española y mediterránea es calurosa. Ha amanecido, pero el cansancio del viaje es tan considerable que continúan durmiendo a pesar de la luz que entra por el balcón.

Unos estampidos les despiertan: primero nada dicen, ni siquiera los comentan. Tratan de reanudar el sueño y no lo consiguen, pues los estampidos se repiten. Antes de hablarse, de comunicar al compañero la inquietud o el desagrado dejan perezosamente transcurrir unos minutos.

—¿Qué son esos ruidos? Parecen disparos.

—¿No sabes lo aficionados que son los españoles a la pólvora? Cualquier acontecimiento lo festejan con estampido de cohetes y petardos. Estuve hace unos años en Valencia haciendo el reportaje de unas fiestas que celebran. Queman unos muñecos —debe ser en memoria de la Inquisición, supongo— y no había quien aguantara lo que llaman tracas. Mucho más ruido que aquí.

—Pues no van a dejarnos dormir. ¿Y si cerrásemos el balcón?

Los estampidos suenan bajo el balcón, en la misma plaza. Aunque lo cierren no podrán dormir, es demasiado el ruido y la proximidad. Resulta grato quedarse remoloneando en la cama. La inauguración está anunciada para la tarde; antes saldrán a visitar la ciudad. Han observado una gran pasión política; los compañeros barceloneses les hablan de conflictos y problemas que para ellos son difíciles de comprender por sus complicaciones y matices. España, por ejemplo, es el país donde hay más anarquistas y mejor organizados. ¡Eso en pleno siglo XX!

Los cristales del balcón saltan hechos añicos y caen al suelo con estrépito. Han oído el chasquido de otro balazo que ha astillado la madera de la contraventana.

El más joven de los dos periodistas se arroja al suelo; el compañero no tiene, por el momento, ni siquiera ganas de reírse. Transcurrido un instante lo hace con complacencia y el que se había arrojado al suelo se abochorna.

—Ha sido tan de sopetón…

Con precauciones se aproximan al balcón. Soldados con casco y bayoneta calada vigilan mirando hacia balcones y azoteas. Por la parte baja de la plaza, guardias de uniforme azul marino y obreros que empuñan pistolas. En la esquina de la Rambla, en una casa con cúpula de pizarra, ondea la bandera norteamericana; ayer un «yankee» les dijo que aquello era su consulado. Guardias y paisanos mantienen prudente distancia. Se advierte que los soldados les han rechazado del centro de la plaza. Por la acera de enfrente, no lo distinguen bien a causa del arbolado y de la anchura de la plaza, unos paisanos corren llevando cogido por piernas y brazos a un herido. Un oficial del ejército con la pistola en la mano avanza por la acera debajo mismo del balcón; le siguen varios soldados vestidos con guerreras de uniforme y pantalón y zapatos de paisano.

—Fíjate, mira ahí…

Entre los árboles descubren que en el centro de la plaza están emplazando dos pequeñas piezas de artillería de campaña. Los soldados sujetan a los mulos que los disparos espantan.

—¡Hemos de fotografiar esto…!

—Pero ¿de qué se trata?

—Ya lo ves; o el ejército se ha sublevado o los obreros se han lanzado a la acción revolucionaria. ¿No recuerdas los comentarios de ayer, a la llegada?

Se visten en un santiamén; cogen las máquinas y los rollos disponibles y abandonan la habitación.

Mientras corren por el pasillo hacia la escalera el tiroteo se ha generalizado.

—Muchos tiros se oyen, ¿no nos matarán?

—Los reporteros disfrutamos de siete vidas… Y la ocasión es única. El mejor trabajo de nuestra vida. ¡Ya lo verás, amigo!

Palma

Palma

Se cumplen hoy diez días de que el escritor Antonio Espina ha llegado a Palma de Mallorca en calidad de gobernador civil. Antonio Espina tiene cuarenta y dos años de edad y ha publicado varios libros de poesía, ensayo, novela y cuentos. Después de su experiencia como gobernador civil de Ávila había decidido abandonar la política activa y dedicarse con mayor intensidad a la literatura, principalmente al libro sobre Ángel Ganivet en el cual trabaja. Amós Salvador, antiguo ministro de la Gobernación, fue quien le convenció un día que se encontraron en los pasillos del Congreso de que aceptara el cargo en Palma de Mallorca. En su brillante carrera política el gobierno de Palma puede representar ventajoso escalón. Lo cierto es que desde la caída de la Dictadura no ha publicado ningún libro más; sólo mantiene su colaboración en El Sol.

Desde su despacho, a pesar del aislamiento, de la soledad en que se sabe, pues el edificio salvo la presencia de los representantes de los partidos del Frente Popular está semiabandonado, percibe el nerviosismo de la ciudad. Sonríe mentalmente cuando recuerda que don Amós Salvador le convenció de que el gobierno de Palma era cargo sumamente tranquilo y la isla de Mallorca excelente lugar para pasar el verano.

El agente de policía señor Roldán le tiene informado de la situación. A pesar de que el estado de guerra no ha sido declarado, la sublevación ha estallado en la ciudad. En distintos lugares céntricos, paisanos armados pertenecientes a las Juventudes de Gil Robles, y más aún falangistas con camisas azules y brazaletes, patrullan armados con fusiles y correajes. Los militares se los han entregado.

Esta reunión en su despacho es como velatorio; lo triste es que el papel de difunto le corresponde a él, no precisamente al escritor Antonio Espina, sino a la autoridad que representa al Gobierno de la República.

Sus relaciones con el general Goded, las pocas que ha tenido en tan escasos días, han sido cordiales; el gobernador militar le había causado una impresión favorable. En su primera entrevista no dejó de halagarle que el general le conociera y aun que leyera sus artículos de El Sol. Un militar que lee El Sol, en principio ofrece ciertas garantías. Pero en los días de su llegada las circunstancias eran muy distintas. La isla está dominada por las derechas, tanto por los amigos de don Juan March como por los continuadores de la política maurista; nada, sin embargo, hacía suponer que pudiera desembocarse en un estado de tensión como el alcanzado en estos últimos días. La chispa fue la noticia de la muerte de Calvo Sotelo. Por confidencias ha sabido que causó honda sensación y que fue comentada con exaltación en los cuartos de banderas.

El jueves ha recibido un telegrama cifrado pidiéndole que sondeara al general Goded y averiguara su actitud y la del resto de la guarnición en relación a un movimiento militar que parecía inminente y lo era, puesto que ya se ha producido. Cuando le expuso la situación, Goded se mantuvo tranquilo y cordial pero ambiguo. No consiguió arrancarle promesa firme de apoyo al Gobierno. El general se escudaba afirmando que él creía que en Madrid se hallaría solución satisfactoria para el lamentable estado de cosas a que se ha llegado.

Ha mantenido comunicación con el ministro de Gobernación y con el subsecretario, Ossorio Tafall. Las instrucciones que le han dado: que responda al bando del estado de guerra con la huelga general. Reunido con el Comité del Frente Popular han efectuado un balance de fuerzas; la impresión ha sido desoladora. Nadie se atreve a contar con la Guardia Civil a pesar de que estén a sus órdenes, y en cuanto a los carabineros por hallarse diseminados en diminutos destacamentos en toda la isla, hace que tampoco pueda contarse con ellos. Ante los jefes políticos y sindicales ha hecho constar que son ellos quienes deben adoptar medidas para que la huelga general se lleve a efecto.

Estaba informado de que la orden de sublevarse les llegaría a los militares por medio de un telegrama expedido desde la Península. Un telegrafista le entregó un comunicado que había interrumpido. Redactado en clave, se aludía a un parto, pero ¿no pueden haber enviado varios telegramas semejantes por diversos conductos?

Ayer, todavía, por hilo directo consiguió hablar con Ossorio Tafall y con Carlos Esplá; le costó trabajo conseguir comunicación con Madrid. Les informó de la situación en la isla, de su ambiente de inquietud, a pesar de lo cual ningún hecho se había producido que anunciara la sublevación. En Madrid reinaba la misma inquietud y le pareció que sus interlocutores estaban agobiados. Es la última vez que ha conseguido comunicar con el Gobierno; durante la tarde de ayer dejaron de funcionar las comunicaciones.

No hace aún veinte horas que telefoneó el general Goded y sus respuestas fueron igualmente ambiguas: «Subordinación a la autoridad militar». A medida que transcurrían las horas se ha sentido mas aislado e inseguro en este despacho. Trató de hablar con Barcelona y tampoco lo consiguió; la isla se halla incomunicada con el resto de España.

El viernes envió a su esposa y a los dos niños a casa de una familia amiga pues había recibido la confidencia de que el teniente coronel de ingenieros García Ruiz se proponía asaltar el Gobierno Civil.

Acompañándole en su despacho, están el abogado Feliu, Ferbal, Ferrer Sans, García y algunas personas cuyo nombre ni siquiera recuerda a pesar de que le fueron presentadas a su llegada a la isla.

De la antesala proviene un barullo intranquilizador; no le queda tiempo de prevenirse. La puerta se abre violentamente y entra un oficial empuñando una pistola; le acompañan tres más. Se pone en pie; el oficial y el gobernador quedan frente a frente. La palidez del oficial debe ser reflejo de la que en su propio rostro deben ver los demás.

—Señor gobernador; tengo orden de detenerle. Resigne pues el mando.

Los representantes del Frente Popular se han apartado; observan a los oficiales y muchos ojos se dirigen a la pistola desenfundada.

—Ustedes, señores, son testigos de que no resigno el mando, de que me es arrancado por la violencia.

Los presentes no son capaces de disimular su desconcierto; se enfrentan con una situación nueva de la cual no hay precedentes. Al salir de su despacho la antesala se halla ocupada por personas desconocidas; algunos ciudadanos visten camisa azul. Le abren camino sin manifestaciones de hostilidad. Cuando llegan a la puerta de la calle observa agitación en el Born. Sube en un automóvil y se sienta junto al oficial, que al salir del despacho ha enfundado la pistola. Los que le acompañan, militares también, ocupan otro coche que arranca cuando se pone en marcha el suyo, y les sigue como escoltándoles o vigilando al gobernador civil de Palma de Mallorca.

Barcelona

Barcelona

No se ha atrevido a desembocar en la plaza de España ocupada por soldados de caballería. El automóvil que lleva pintados letreras de «Viva la CNT-FAI» ha bajado por la calle Méjico sin que se hayan producido encuentros desagradables ni sorpresas.

Perramón ha pasado la noche vigilando el cuartel de caballería de la calle de Tarragona. Al amanecer han salido formados a pie tres escuadrones del Regimiento de Montesa. De acuerdo con lo convenido se ha replegado con sus compañeros hacia la plaza de España. Allí, hay un cuartel de Asalto cuyos guardias suponían se inclinarían al lado del pueblo, pero cuando las tropas se han presentado les han permitido instalarse en la plaza y emplazar dos ametralladoras sin hacerles resistencia ni molestarles. Los soldados han comenzado a exigir la documentación y a cachear a los paisanos que circulaban por la plaza o permanecían en las aceras. Ante el peligro de que cogieran a alguno armado, han decidido retirarse hacia la desembocadura de la calle de Cruz Cubierta y carretera de la Bordeta. Vigilan en cierta medida la prolongación de la amplia Gran Vía donde se impone mayor prudencia, pues a retaguardia, en dirección al Prat, queda el cuartel de ingenieros de Lepanto. Los confederados mantienen bloqueadas a las tropas por este lado de la ciudad y controlan las comunicaciones con Sans y las barriadas del sudeste de la ciudad, así como la carretera de Madrid y Valencia.

Antes de que las tropas ocuparan totalmente la plaza, Perramón ha cogido un automóvil que requisaron en un garaje y, con Almendralejo y Huguet, han ido por el Paralelo hacia el centro de la ciudad.

En el comité regional han cambiado impresiones con Mariano Vázquez, y cerca de la Jefatura de Orden Público, en la Vía Layetana, ha encontrado a algunos compañeros y también a Gorkin y a Gironella del POUM, discutiendo con los de la Generalidad por el asunto de las armas. Un tiroteo les ha obligado a refugiarse en un portal varios minutos. Disparaban ocultándose en las azoteas; el enemigo no ha dado la cara.

El regreso lo ha hecho por Miramar y Montjuic para evitar el posible encuentro con las tropas sublevadas. Al pasar ante la piscina municipal ha oído un fuerte tiroteo que procedía del Pueblo Seco; los compañeros del Sindicato de la Madera que probablemente le han cortado el paso al ejército.

Trae media docena de fusiles que después de muchas discusiones ha conseguido. Le han encarecido que intente cerrar a las tropas el paso a Sans, y que estreche la vigilancia sobre los cuarteles de Lepanto. Se espera que los aviones de la base del Prat ataquen a los fascistas.

Militares rebeldes han alcanzado la plaza de Cataluña; les acometen compañeros, apoyados por guardias de Asalto y por algunos socialistas y pequeños burgueses catalanistas. Alrededor del monumento a Colón hay tiroteo, y se han visto obligados a rodear por las callejas del casco antiguo y ganar el Paralelo por la calle Conde del Asalto.

La Confederación está en la calle con armas o sin ellas; y los guardias de Asalto y Seguridad, excepto éstos de la plaza de España que no comprende qué hacen, se han puesto al lado del pueblo y de la Generalidad.

Abandonan el coche en la calle de Cruz Cubierta. Los compañeros se le acercan. Gregorio Peña, que trabaja en la fábrica de cementos Sansón, al descubrir los fusiles pretende quitárselos. Perramón no puede manejar un fusil con el brazo escayolado, pero desea encargarse personalmente de la distribución.

—¡No los toques! Traigo órdenes del Comité Regional… Coge uno para ti; atrás van municiones. Almendralejo y Huguet se quedan con otro par de mosquetones.

Un hombre moreno con patillas se le acerca.

—Compañero, dame uno a mí. Serví en el ejército y soy tirador de primera. Estoy en el piquete de cerca del bar La Pansa.

—Es cierto —interviene otro—; yo lo sé, que fue tirador de primera; he leído los papeles.

Perramón le alarga uno de los fusiles. Los demás se arremolinan reclamando.

—Yo también soy tirador de primera.

—¡A mí, uno!

—Ése no es de Sans; los fusiles deben ser para nosotros.

Un mozalbete ha pasado corriendo a través del grupo, ha cogido uno de los fusiles y sin siquiera preocuparse de la munición, escapa. Por más que le gritan no consiguen detenerle.

Los dos que le quedan se los entrega a un viejo que presenta papeles demostrando que es carabinero retirado, y a un compañero del ramo de la Construcción recién llegado a Barcelona, cazador furtivo en un pueblo de Extremadura.

—¿Qué dice Durruti?

Perramón no ha visto a Durruti; pero sabe que utilizando su nombre refuerza su propia autoridad.

—Que economicemos munición, que tiremos sólo sobre seguro. Y que vigilemos también a los de Asalto.

—¿No podéis proporcionarme algún arma? Soy republicano de toda la vida…

—No hay más armas, compañero. Que te la den los tuyos…

—Es que no pertenezco a ningún partido…

Es un hombre de unos cuarenta años en mangas de camisa, de aspecto mesurado. Calza zapatos limpios y el pantalón se advierte planchado.

—Mira, compañero… Yo no te conozco. Aseguras que eres republicano, muy señor mío… Pero no sé qué decirte.

—Soy escribiente en el matadero… Aquí cerca queda mi casa…

—Yo le conozco, es buen elemento. Vive frente a mi casa; su mujer es planchadora.

—¿Eres escribiente, dices? Pues verás…

Saca un carnet de notas arrugado, y con un lápiz, después de humedecer la punta con la lengua anota un teléfono.

—Te vas a ese bar y quedas atento al teléfono. Si ocurre algo, te avisaré en seguida. Es el Sindicato de la Construcción; tienen guardia permanente. Tú les telefoneas de parte de Perramón.

Suenan disparos de pistola; les contestan fusiles y unas ráfagas de ametralladora. De las esquinas hacen fuego contra la tropa y los soldados replican. Dos minutos después cesa el tiroteo.

El mozalbete que escapó con el fusil, se acerca corriendo a los del grupo.

—¡Balas! ¡No tengo balas!

Perramón levanta el brazo como si fuera a pegarle un revés.

—¡Desgraciado! ¡No te doy cuatro tiros porque me das lástima! ¿Quién te ha dado permiso para coger un arma? Si no hay disciplina entre nosotros, no haremos nada de provecho.

Intenta arrebatarle el fusil pero el muchacho lo agarrota y defiende.

—Yo sé disparar, tengo buena puntería.

—¡Vete, que no te vea! Dile a aquél, a Huguet, de mi parte, que te entregue un paquete de cartuchos. ¡Y como te vea desperdiciarlos, te vuelo los sesos!

El muchacho sale escapado hacia la desembocadura de la calle en donde están montando guardia.

Hombres y mujeres desarmados, vagan, esperando la ocasión de proporcionarse un arma. Perramón los observa, mira hacia el pavimento de adoquines y las vías del tranvía. Lo mejor será cortar las calles por medio de barricadas.

—¿Dónde se ha metido «El Gravat»?

—Está en el bar…

—Que venga ahora mismo.

«El Gravat» es un hombre maduro, lleva anudado al cuello un pañuelo rojinegro y se toca con gorro militar.

—¿Tú no trabajas ahora en el Fomento de Obras?

—Para servirle a usted, mi capitán…

Se cuadra militarmente caricaturizando el saludo. Los demás se ríen. Su rostro moreno aparece picado de viruelas.

—¡Déjate de bromas! Vas a encargarte con todos éstos de levantar una buena barricada; desde aquí hasta aquella pared. Dejáis un paso estrecho por el lado.

Espantado, viene corriendo Gregorio Peña.

—¡Han llegado dos camiones con artillería! Emplazan un cañón junto a la fuente. ¿Qué hacemos?

—Corre al bar, y avisa al escribiente que dice que es republicano. Que telefonee en seguida al Sindicato de la Construcción y que lo comunique.

«El Gravat» se pone a liar un cigarrillo. Los presentes se quedan observando a Perramón.

—¿Qué miráis? Ahora mismo, a construir la barricada… ¡Bien resistente! ¿Qué hacéis ahí quietos? ¡Vosotras también, a trabajar! Y tú, «Gravat», no te duermas… Voy a averiguar qué es eso de los cañones.

Llueven proyectiles de los cuatro puntos cardinales. No consigue averiguar de dónde les disparan, pero oye los silbidos y el chasquido de las balas que revientan alrededor, en los árboles, en el suelo, en los bancos de piedra. No parecen tocar a nadie; la compañía se ha desparramado y avanza lentamente, pues cada cual busca protegerse del fuego enemigo.

El alférez Casterad ha dicho que les disparaban carabineros parapetados en el edificio de la Aduana; él no los descubre, pero los muy cabrones tiran a dar. También llegan proyectiles de arriba, del monumento a Colón, y de la parte de Casa Antúnez, y de los tinglados del Puerto. Atarazanas y Dependencias Militares permanecen en poder del ejército; ellos tienen que incorporarse a Capitanía según les ha dicho el capitán López Belda que les manda.

—¡Arriba, muchachos! Corran desplegados…

Si le han de pegar un tiro, que acabarán pegándoselo, mejor es que sea haciendo algo, porque si se quedan aquí clavados les acribillarán como a conejos indefensos. Abandona el pobre refugio de un árbol no muy grueso y aprieta a correr en dirección al edificio de Dependencias Militares. Un oficial que se asoma al pórtico les hace señas de que se refugien. Junto a él corre un sargento, que cada dos o tres pasos se vuelve y, sin detenerse, dispara hacia la Aduana. Luys Santamarina, escritor y camarada, forma parte del grupo. Por la Rambla zumban las balas en dirección al puerto. Detrás de él cae un soldado herido y los camaradas lo recogen.

En su vida ha pasado tanto miedo. Cuando llega a Dependencias Militares dejan de zumbar los proyectiles. Se detiene jadeante en el pórtico. En la puerta hay varios militares conversando. Alguno de los soldados y falangistas de la compañía de López Belda se meten en el interior del edificio. El pecho le duele de fatiga; no tiene edad de andar en estos trotes.

—¡Eh, vosotros! No os metáis dentro, hemos de ir a Capitanía.

Se ajusta las cartucheras y deja abierto el cerrojo del mosquetón para que el cañón se enfríe. No sabe qué hora es, debe de ser temprano. El monumento a Colón, las «golondrinas» amarradas al muelle, los vapores, la vía férrea, los tinglados; nada parece haber cambiado, y sin embargo ha adquirido de pronto un aspecto distinto, trágico. No se descubre a nadie; si acaso una silueta que pasa a la carrera amparándose en donde puede. El ruido de los disparos y la soledad convierten en insólito este lugar de costumbre tan concurrido. El domingo pasado vino por aquí de paseo con sus hijas. A sus cuarenta y tantos años ha cruzado la misma Puerta de la Paz entre disparos, disparando él mismo, vestido con una guerrera de soldado que le viene estrecha, con estas cartucheras y este gorro del cual hace una hora los amigos se guaseaban. A ninguno de ellos les quedan ganas de reír.

Los rezagados van llegando bajo un fuego que amengua. Los oficiales que están a la puerta, discuten.

—Disparan desde lo alto del monumento. Venían proyectiles de arriba.

—Podríamos emplazar una ametralladora y batirlo.

—Está blindado…

—¿Y quién habrá ahí arriba?

—¡Yo qué sé!

—De la FAI… o guardias…

—A mí me parece que identifico disparos de una máquina o por lo menos un fusil ametrallador.

—Habrá que andar con ojo, porque nos domina de todas todas…

De las ventanas del edificio de Dependencias Militares parten también disparos que mantienen despejado el primer tramo de la Rambla.

Ayer noche, para cumplir las órdenes que le habían dado, se reunió en Casa Escaño, una taberna de la calle Euras, con un grupo de amigos falangistas; tomaron unas copas y después en taxi se trasladaron al cuartel de Pedralbes. Encontraron a muchos conocidos: Eduardo Cassou, Fernández Ramírez, Ferrer, Fontes, García Teresa, Miró, Soler Mestres, Ribes, Enrique Castillo, Put, Sacasa, Armenteros, Poblador y otros a quienes conoce de vista.

Les han vestido hechos unas fachas, más ridículos todavía quienes como él ya tienen la licencia absoluta y peinan canas. No podía dejar de acudir a esta cita, siempre estuvo presente en donde ha habido jaleo, desde los tiempos en que María Fócela cantaba en el Goya lo de «Banderita tú eres roja, banderita tú eres gualda» y venían los catalanistas a armar escándalo; una noche arrojaron a uno de ellos al patio de butacas. Más adelante repartió estacazos en tiempos de la Unión Patriótica. En fin, que a sus cuarenta y tres años no podía rajarse, y aquí está y que sea lo que Dios quiera. Porque lo de hoy, la verdad, parece serio y peligroso.

Al amanecer han salido formados de Pedralbes y han seguido por la Diagonal, después han bajado por la calle Urgel y al llegar a la Gran Vía los de la columna de López Amor han tomado hacia la plaza de la Universidad, y ellos han continuado por Urgel y la Ronda de San Pablo. En el Paralelo les han tiroteado los del Sindicato de la Madera de la calle del Rosal. El capitán les ha dicho que no se entretuvieran en contestar, que lo importante era llegar a Capitanía adonde acuden de refuerzo. Han tomado por la calle de las Flores y después por la de Vila Vilá; lo gordo ha empezado al cruzar el Paralelo y meterse en el paseo de Colón por delante de las Atarazanas. Esos trescientos metros se le han hecho quilómetros, y menos mal que lo cuenta.

Los de la primera sección se reagrupan. López Belda es un tío templado y da ánimos; parece que con él no vayan los tiros.

—¡Preparados! Vamos a continuar hacia Capitanía. Como disparan desde la plaza de Antonio López procuren arrimarse a las paredes. Mucha atención a los tinglados y a la verja del Puerto, pueden haberse parapetado…

Van a jugarse otra vez el pellejo; les zumban de todos sitios y los faieros les acechan desde detrás de la verja, a cubierto. Tiran con pistola; en cambio los carabineros, si eran carabineros los que disparaban de la Aduana y de detrás de unos vagones de mercancías, ésos sí que daban miedo. Aunque si te cascan lo mismo dará que la bala sea de pistola que de fusil.

—Salgan de uno en uno, a paso ligero…

El paseo de Colón permanece desierto. Al final se descubre la estatua del marqués de Comillas, y al fondo, como el día está claro, la verde arboleda del parque.

Chascan los balazos en el zócalo de la pared; resulta inútil y aun peligroso detenerse; sigue corriendo con el fusil en la mano. Está demasiado viejo; ha llevado mala vida, beber, fumar, trasnochar, mujeres cuando las ha conseguido, y el naipe y los amigotes. No le cuadra correr como un soldadito de veinte años.

En una esquina se detiene con un sargento, dos soldados, y otro de los paisanos voluntarios. Recogen del suelo a uno que no sabe si está herido o muerto.

—Tiremos contra los tinglados. Apunten, ¡fuego!

El sargento da las voces reglamentarias. Frente a ellos sobre la cerca que corre a lo largo de la zona portuaria, han surgido pequeñas humaredas que denunciaban otros tantos disparos.

—Hay guardias por ahí. ¡Ojo! —les grita uno con gafas—. He visto uniformes azules.

—Hagámosles un par de descargas más. Pero apuntadme bien…

Una gran bandera cuelga del mástil de Capitanía. Al sol naciente destacan sus tres colores; rojo, amarillo y morado. El edificio de la división, en donde podrán resguardarse y no luchar con desventaja, a cuerpo limpio como lo hacen, dista un centenar escaso de metros.

Por fin ha conseguido línea con Palma de Mallorca. El general Fernández Burriel, jefe de la brigada de caballería, ha asumido el mando del alzamiento en Cataluña hasta que se presente para ponerse al frente el general Goded, designado por el mando supremo. Iba a asumirlo el general Legorburo, de artillería, pero por antigüedad le corresponde a él.

El general Fernández Burriel telefonea desde el despacho del coronel del Regimiento de Caballería de Montesa; están con él el propio coronel Escalera y varios jefes y oficiales. Acaba de presentarse un capitán que le ha dado cuenta de que el primer escuadrón, que manda el teniente coronel Mejías con los capitanes Ortega y Aguilera, queda en la plaza de España, que han ocupado sin resistencia, y que los guardias de Asalto del cuartel que hay en la misma plaza no se han opuesto y colaboran al mantenimiento del orden, alejando a algunos paisanos armados que cubren las entradas de Sans. Ha habido tiroteos que han producido una baja a poco de abandonar el cuartel. El capitán de artillería, Sancho Contreras, del cuartel de montaña de los Docks, ha llegado con dos piezas que han sido emplazadas para hacer frente a los revoltosos si se deciden a acometer. Las noticias son pues halagüeñas.

—Deseo hablar con el general Goded… El general Fernández Burriel que le llama desde Barcelona…

Lo importante es que venga pronto Goded y se haga cargo del mando; a Goded que es el jefe le corresponde asumir la responsabilidad y tomar las iniciativas pertinentes.

—Mi general. Esto marcha. Las tropas de caballería, de infantería y de artillería están en la calle y van cumpliendo sus objetivos.

—La radio de ahí, que sigue en poder de la Generalidad, da a entender que están siendo batidas, y que no progresan; lo estoy oyendo.

—En algún punto se ha tropezado con dificultades, pero proseguirá el avance.

—¿Y los guardias?

—Mi general, ahora mismo acaba de llegar un capitán de la calle; está conmigo. Me informa que la situación es satisfactoria, por lo que él mismo ha comprobado. Que los de Asalto confraternizan con el ejército, salvo excepción que haya podido producirse.

—General. ¿Hay con usted algún jefe?

—El coronel del Regimiento de Montesa, Escalera…

—Le conozco; que haga el favor de ponerse…

¿Será que el general Goded no confía en lo que le está diciendo, o será muy amigo de Escalera? Escucha lo que dice el coronel. Parece que Goded se queja de que no le hayan mandado por radio el mensaje convenido. Quizá debían haberse apoderado de Radio Asociación, que en verdad está animando a los contrarios. Puesto que el mando supremo ha designado a Goded que venga pronto a dirigir lo de Barcelona, que se responsabilice y que sea Goded quien se encargue de lidiar con Llano de la Encomienda, que desde la división está obstaculizando las operaciones, y que por el hecho de ser el jefe de la división y mostrarse de acuerdo con el Gobierno, con la Generalidad y con el populacho que anda libremente por la calle, les está colocando a los patriotas en situación ilegal.

El coronel Escalera le entrega el aparato.

—El general Goded desea hablar nuevamente con usted.

Quizá la impresión que le ha dado a Goded peque de optimista; de lo que ocurre en el conjunto de la ciudad tiene ideas poco concretas. La lucha se está generalizando, pero nadie podrá en definitiva oponerse al ejército en armas; la Guardia Civil, por el momento, ha adoptado una actitud pasiva, neutral.

—Mi general, yo creo que sería conveniente que viniera usted lo más deprisa posible…

—Estoy esperando la escuadrilla de hidros que tiene que llegar de Mahón y se está retrasando. Pero, dígame una cosa, Burriel, ¿cuál es, en resumen, la actitud de Llano de la Encomienda?

—Un desastre; ya lo preveíamos. Está contra nosotros descaradamente; no hace más que estorbar nuestros planes con toda la mala fe.

—¿Pero dónde está, que puede hacerlo?

—En la división…

—¿Cómo en la división? ¿Libre?

—Nuestra gente le vigila, claro…

—¡Eso no puede ser! Hay que detenerle en seguida.

—¿Qué hago, entonces?

—Trasládese a la división sin perder un momento y proceda contra él.

—Lo haré, pero le esperamos a usted…

El general Fernández Burriel, golpea el aparato. La comunicación se ha interrumpido.

—Oiga, Goded… Mallorca, ¡óigame…!

Lo cuelga con gesto contrariado; los demás le observan.

—Se ha cortado la comunicación.

No lejos del cuartel se oye el estampido del cañón. Los cristales del despacho retiemblan.

—Es en la plaza de España.

—Mi general, son las piezas del capitán Sancho Contreras. Habían decidido disparar si los paisanos les agredían. Levantaban una barricada a la entrada del barrio de Sans.

Los oficiales comentan con satisfacción la intervención de la artillería.

—Señores, voy a trasladarme a la división. Hay que proceder con energía contra el general. Lo lamento, pero con su actitud nos está perjudicando gravemente.

Suenan unos golpes a la puerta.

—Da usía su permiso…

Un cabo del tercer escuadrón se abrocha rápidamente la guerrera. Las manchas de sudor bajo las axilas, el rostro congestionado y la respiración entrecortada denotan que ha corrido un gran trecho. Al cuadrarse da un taconazo.

—A sus órdenes. Me envía el capitán García Valenzuela. El tercer escuadrón se encuentra detenido en el Paralelo. Nos hostilizan por todos sitios; hemos sufrido muchas bajas. El capitán Santos Villalón, gravemente herido, ha podido ser evacuado. Un capitán de guardias de Asalto está con nosotros pero los números mantienen una actitud equívoca. Los paisanos disparan de las calles laterales y nos hallamos casi al descubierto. Les hemos causado también muchas bajas.

—Y esos dos cañonazos, ¿qué han sido?

—Nuestros. Pasaba corriendo por la plaza de España. Apenas me he detenido. Una barricada con paisanaje, que cerraba esa calle ancha que va a Sans, ha volado por el aire hecha trizas; he visto paisanos que saltaban con ella. Al desaparecer la polvareda, el suelo ha quedado cubierto de muertos…

—Señores, ¿está ahí el coche blindado? Vamos para el Paralelo y de ahí a la división. Espero que tengamos el paso libre.