Vitoria

Vitoria

En su despacho del cuartel de Flandes, el teniente coronel Camilo Alonso Vega, que manda el regimiento, se halla perplejo, al borde de la decepción. Precisamente en el momento en que parecía que todo se había solucionado de manera satisfactoria.

Después de unos días de espera e impaciencia, cuando esta noche ha sido convocado por el general García Benítez, sabía que desde el Ministerio de Gobernación se había cursado orden de que fuese detenido, por indicación del propio ministro de la Guerra. Aunque los jefes de cuerpo confiaban en el general García Benítez, la circunstancia de estar emparentado con el presidente de la República les ha obligado a mantener discretos recelos. Al recibir la orden de presentarse ha comprendido que había llegado la hora de arriesgar fuerte. El capitán Olivé, con doce sargentos de entera confianza, se ha apostado en las inmediaciones de la Comandancia dispuesto a entrar a rescatarle por la violencia si a las tres horas no había salido. La entrevista con el general no ha podido ser más favorable. La guarnición de Vitoria va a sublevarse a las siete de la mañana de acuerdo con el general Mola. Los tradicionalistas, muy numerosos en toda la provincia de Álava, la Acción Popular, y Renovación Española, les apoyarán. Hace un momento ha regresado al cuartel y cuando, ilusionado, ha comunicado la noticia a los oficiales reunidos en el cuarto de banderas y esperaba reacción cálida y entusiasta, nadie le ha contestado, sus palabras han quedado flotando en el aire.

Sin embargo, sea cual sea la actitud de la oficialidad, su regimiento proclamará el estado de guerra. Hace demasiado tiempo que viene conspirando en pro de este movimiento patriótico para que en el último instante vacile. Los oficiales tendrán que obedecerle. ¿Adónde han ido a parar tantos entusiasmos? Porque aquellos a los cuales consultó, se mostraban impacientes. Es cierto que ninguno ha hecho demostración externa de oponerse, o de desaprobar la resolución.

A la puerta de su despacho, que ha quedado abierta, se asoman el comandante mayor Saleta Goya y el teniente Ibáñez, dos precisamente con quienes no había contado.

—¡A tus órdenes…!

Les mira fijamente, casi con severidad; en cualquier caso está dispuesto a imponer su autoridad.

—Vengo a decirte que pase lo que pase, estoy a tu lado en esta hora de la verdad.

—Y yo, mi teniente coronel. Y todos…

Barcelona

Barcelona

Una ametralladora «hotchkiss», dos fusiles ametralladores checoslovacos, y numerosos rifles «Winchester», con munición abundante, están limpios y preparados en una de las habitaciones de un piso de la calle Pujadas número 276, casi esquina a Espronceda, en la barriada del Pueblo Nuevo. En este piso, donde vive Gregorio Jover, se halla reunido el Comité de Defensa Confederal.

Juan García Oliver, Buenaventura Durruti y Francisco Ascaso han llegado a la reunión con dos horas de retraso. Esta última reunión, que más puede calificarse de vela de armas, había sido convocada para las doce de la noche. El teniente de aviación Servando Meana les ha prestado un automóvil para que se trasladaran desde la Consejería de Gobernación. Lo han hecho a mucha velocidad y con las armas apercibidas; comprendían que los demás compañeros estarían inquietos por su retraso, como así ha ocurrido. Ante la Consejería de Gobernación se ha formado una especie de manifestación de militantes de la CNT que reclamaban armas. García Oliver, Durruti y Ascaso han tenido que asomarse a uno de los balcones que dan a la plaza de Palacio. García Oliver les ha hablado para ordenarles disolverse y les ha recomendado que se dirigieran a las cuarteles de San Andrés y que esperaran allá la ocasión de apoderarse del armamento. Veinticinco mil fusiles, ametralladoras, y aun quizás algún cañón puede ser el botín que mañana caiga en manos de la CNT y la FAI, si sus planes se cumplen. El teniente Meana y otros oficiales de Aviación, que han mantenido contacto con ellos desde hace tiempo, han hablado con el teniente coronel Díaz Sandino, jefe de la Base Aérea del Prat del Llobregat. Tan pronto como las tropas se subleven y salgan de los cuarteles, la aviación despegará para atacarlas. Los cuarteles y la maestranza de San Andrés serán bombardeados con cuidado de no hacer explotar los depósitos de armamento y munición. Los miembros de los comités de barriada de Santa Coloma, San Andrés, San Adrián del Besós, Clot y Pueblo Nuevo, apoyados por los cuadros de defensa y militantes en general, se lanzarán al asalto, volando si es preciso las puertas con dinamita. Díaz Sandino lo sabe y ha dado su acuerdo. En la maestranza de San Andrés se guardan, además, millones de cartuchos.

Gregorio Jover distribuye pan y butifarra a los compañeros y les sirve unos vasos de vino. Las medidas han sido tomadas; los comités, los cuadros de defensa, los militantes de la ciudad permanecen alerta, cada uno conoce cuál es la misión que debe desempeñar llegado el momento. Las sirenas de las fábricas, en donde los fogoneros montan guardia, y las de los barcos surtos en el puerto, darán la señal de alarma. Los miembros del Comité de Defensa Confederal esperan a que los militares salgan de los cuarteles, lo cual, según las noticias que ellos tienen, ocurrirá al amanecer.

Ahora que Juan García Oliver se ha sentado en una silla, advierte la fatiga de estos días de actividad, nerviosismo y esfuerzo llevados hasta el límite. Desearía relajarse, reposar, porque antes de un par de horas, actividad, nerviosismo y esfuerzo tendrán que traspasar cualquier límite y prolongarse hasta el final de una lucha a muerte, de la cual lo pasado es únicamente el prólogo. No consigue adormilarse, ni consigue serenarse, ni consigue apartar las preocupaciones como ahora desearía. El alimento le ha reconfortado; el vino oscuro y seco de Falset parece que le reanime; pero, atención, hay que conservar la mente despejada, los sentidos atentos y el ánimo dispuesto.

Durante semanas, durante meses, han estudiado cuidadosamente el plan. Antes de las elecciones de febrero estaban convencidos de que la guerra civil resultaría inevitable a corto plazo. Algunos militantes del anarquismo y del sindicalismo, en vista de las circunstancias por que la nación atravesaba, deseaban salir del apolitismo tradicional y acudir a las urnas para apoyar electoralmente a las izquierdas burguesas o socialistas. Ni lo aconsejaron ni lo desaconsejaron; permitieron que cada cual obrara según sus convicciones. Los resultados finales serían semejantes si triunfaban las derechas reaccionarias o las izquierdas. En caso de que los trabajadores se abstuvieran de votar, como lo hicieron en otras ocasiones, ganarían las derechas. Ello equivaldría al triunfo legal del fascismo español, al cual habría luego que combatir en la calle y con todas las armas. Si las izquierdas triunfaban, las derechas derrotadas e inconformes se lanzarían a la conquista del poder mediante el acostumbrado golpe de estado militar. Igual habría que hacerles frente en la calle y con todas las armas. Los acontecimientos han venido a darles la razón; su planteamiento político era más realista que el de los políticos profesionales.

Siendo la CNT una confederación de confederaciones regionales, autónomas y casi independientes, ellos pudieron planear el contragolpe exclusivamente en Cataluña, en Barcelona. Madrid es la capital política de la nación; Barcelona su capital industrial y proletaria. Su censo obrero y su tradición revolucionaria le dan prestigio y primacía. Si en Barcelona triunfa la masa obrera, su ejemplo será seguido en las demás capitales españolas.

Comenzaron por organizar en cada barriada un Comité de Defensa, lo cual les ha permitido mantener comunicación constante con sus respectivos delegados. A estos delegados les han dado consignas de última hora, y han tratado de coordinar su acción con las de las Juventudes Libertarias y Mujeres Libres, con el fin de evitar que estas organizaciones tomen iniciativas fuera del plan trazado. Igual indicación se les ha hecho a los grupos anarquistas. Va a librarse una batalla decisiva contra fuerzas organizadas, armadas y obedientes a una disciplina secular.

De acuerdo con la Federación Local de Sindicatos de Barcelona y con el Comité Regional, se ha acordado que la CNT no irá a la huelga general; mejor es dar a enemigos y amigos sensación de normalidad hasta el último momento.

Por medio de confidencias que les han llegado procedentes de los cuarteles y tras de estudiar sobre el plano de la ciudad la situación de éstos y de los demás edificios militares, conocen la probable actuación del enemigo. Tienen estudiada la red de alcantarillas y los puntos de fácil acceso y traslado y, lo que es más importante aún, el tendido eléctrico, y han tomado las medidas necesarias para poder privar de energía a cualquier sector que a ellos les interese.

A los militantes les han dado orden de que permitan a las tropas salir a la calle sin hostigarlas. Este éxito inicial les reforzará en la certeza de que apenas van a encontrar oposición. Probablemente los soldados saldrán con dotación no superior a los cincuenta cartuchos. Una vez que las tropas se hallen alejadas de sus cuarteles respectivos, comenzará un hostigamiento metódico y continuado. Cuando los soldados hayan agotado la munición y este hecho, agravado por el aislamiento en que se hallarán, comience a desmoralizarles, se les exhortará a voces para que se revuelvan contra sus jefes o que, por lo menos, les abandonen y deserten. A los grupos de defensa y a los comités se les ha recomendado que colaboren con las fuerzas de Asalto, pues se confía en que luchen al lado del Gobierno y, llegado el caso, que confraternicen con ellas; con respecto a la Guardia Civil, sobre cuya actitud final existen dudas y recelos, se les ha indicado que no la hostilicen, salvo en caso de que disparen contra ellos, entonces debe ser combatida igual que los soldados.

Han trabajado activamente, creen que ningún extremo ha dejado de ser previsto, estudiado, discutido y resuelto. Por eso, los miembros del Comité de Defensa Confederal permanecen casi en silencio, consumiendo grandes cantidades de café que les mantendrá desvelados, esperando el momento, templando impaciencias, perfeccionando mentalmente detalles de los planes, recordando.

Les va mirando uno a uno; podría ocurrir que fuera la última vez que les viera; a casi todos les conoce de antiguo, veteranos luchadores, hermanos casi, o más que hermanos. Francisco Ascaso fuma nerviosamente un cigarrillo; como siempre está pálido; de sus labios fríos y apretados emana como una desconfiada sonrisa. Durruti también parece sonreír, sus cejas foscas, el entrecejo fruncido, las arrugas obstinadas de la frente, no consiguen borrar del rostro la expresión de hombre-niño; con sus ojos grises y vivos repasa el armamento. Ricardo Sanz, alto, fuerte, rubio, permanece en actitud impasible; Gregorio Jover, a quien por su cara achinada llamaban «el Chino», parece más chino que nunca; con los dedos juega con las ringleras de balas de pistola que lleva al cinto. Los ojos algo saltones de Aurelio Fernández tratan de descubrir, observándole a él, la gravedad de las circunstancias, como si su rostro fuera un termómetro; mantiene correcta compostura; de todos ellos es el único que se preocupa de vestir bien. Son luchadores avezados al riesgo de la pistola enemiga y al manejo de la propia; madurados en la lucha revolucionaria. Dos nuevos elementos, jóvenes ambos, han sido incorporados al Comité de Defensa; Antonio Ortiz y «Valencia». Ortiz desearía hablar, comunicarse con sus compañeros silenciosos, el cabello se le arremolina en bucles; «Valencia» se siente impresionado y orgulloso de estar entre ellos; erguido en la silla fuma cigarrillo tras cigarrillo.

Han hecho cuartel general de esta barriada porque muchos de los miembros del Comité habitan en ella. Desde la habitación en que se hallan reunidos se ve de refilón el campo de fútbol del Júpiter; las calles están vigiladas por elementos de confianza; dos camiones esperan en la calle de Pujadas junto a la valla del campo de fútbol. Juan García Oliver vive a cincuenta metros escasos, en el 72 de la calle Espronceda, casi esquina a la de Llull; Ascaso cerca de la de San Juan de Malta en las inmediaciones del local de «La Farigola», donde se ha reunido días atrás el pleno de los delegados de los Comités de Defensa de Barriada con el Comité de Defensa de Barcelona; Durruti, vecino del Clot, habita a menos de un kilómetro de distancia.

Una ametralladora «hotchkiss», dos fusiles ametralladores checoslovacos y numerosos rifles esperan limpios y dispuestos. En un saco guardan las pistolas que el teniente Meana, nombrado enlace entre la aviación militar y la Consejería de Gobernación, ha conseguido reunir en el edificio del antiguo Gobierno Civil, y les ha entregado a escondidas para distribuir entre los militantes que no posean arma propia.

Un viejo reloj de pared, comprado en los Encantes, parece prolongar los minutos, las horas de esta irritante espera.

—Ese cabrón se nos cuela dentro…

—Yo desde tan lejos no distingo.

Apostados en la esquina de las calles de Aragón y Tarragona, vigilan el cuartel de caballería de Montesa. Perramón, que manda el grupo, ha salido hasta el centro de la calzada y a pesar de lo deficiente del alumbrado le parece que el muchacho ha desaparecido en el interior del cuartel. A punto ha estado de disparar la pistola pero la escasez de luz y la distancia no le permitían hacer puntería; por otra parte las órdenes que le ha dado Mariano Vázquez, en el sindicato de la Construcción, han sido no disparar sin extrema necesidad, mantener la vigilancia y, eso sí, detener a cualquiera que entre o salga del cuartel. El tipo se le ha colado; y tiene la evidencia de que son varios los que a lo largo de la noche están metiéndose en este cuartel. Paisanos jóvenes, que como van en mangas de camisa no se distingue si son o no obreros. Antes han pasado tres; les han dado el alto desde la acera opuesta, pero como caminaban protegidos por la sombra que proyecta el muro del matadero no les distinguían; uno de ellos ha contestado que pertenecían al ramo del agua. Les han dejado pasar y cuando se hallaban a cierta distancia han apretado a correr. Ha disparado un par de veces, pero amparados por los árboles de la calle se han metido en el cuartel. Deben ser fascistas; como atrape a alguno le va a limpiar los forros, y después, averigua quién te dio.

—Estamos haciendo el ridículo. Tú, y tú también, os camufláis detrás de aquellos árboles y no me dejáis pasar ni a Cristo. Al tío que sospechéis que va al cuartel, os lo cargáis y andando.

—¿Y cómo sabemos que va o no al cuartel?

—¡Eh! Perramón… Demasiado te gusta a ti dar órdenes…

—Si no hay disciplina no conseguiremos resultados prácticos. Y vosotros, aunque sea un amigo, aunque sea vuestro padre, por aquí no pasa si no enseña el carnet confederal.

—¿Y si es socialista, o de la Esquerra, comunista, o del POUM?

—Entonces me avisáis y yo decidiré. Situaos allá en la esquina de Vilamarí; hemos de dominar todas las calles.

Hacia la cárcel Modelo suenan tres disparos de pistola. Perramón se adelante hacia media calle y escucha.

—No sé qué será; del cuartel no responden.

—¿Ves al centinela?

—Chico, yo no lo veo; estará metido en la garita. Me dan ganas de acercarme a comprobarlo.

—No ganaremos nada y es un riesgo. Mejor no alarmarlos; que se confíen. Nosotros a vigilar.

Las calles barcelonesas en estos barrios en donde la ciudad empieza a diluirse, están casi desiertas. Los vehículos, requisados en los garajes o cogidos en la propia calle, ostentan pintados en grandes letras blancas las iniciales CNT, FAI, y circulan enloquecidos.

Los oficiales, aunque deferentes en apariencia, le conducen casi a empellones. No puede resistirse. Aislado en medio de insurgentes, nadie le obedece. El capitán Mercader acaba de enfundar la pistola; hace un par de minutos le ha disparado a la cabeza. La bala ha pasado ligeramente alta. Si tiraba a darle, la puntería le ha fallado, si trataba de asustarle desde luego lo ha conseguido.

El general de brigada de Infantería, don Ángel de Sampedro Aymat, apenas nota el suelo bajo sus pies. La situación en que se halla es tan nueva y desesperada que le ha desconcertado. Los oficiales del Regimiento de Infantería de Badajoz, le han desacatado violentamente, y lo conducen arrestado. Están sublevados, son unos insensatos.

—No saben ustedes lo que hacen…

—Mi general; lo hacemos por el bien de la Patria. Todos 1c queremos a usted…

—Pues bien me lo demuestran. Nunca creí que este regimiento se sublevara.

El capitán Pedro de Mercader, el capitán Oller, el comandante López Amor, hasta el teniente coronel Raduá… Están amotinados, y los demás oficiales y la tropa, y hasta paisanos que se han introducido dentro del cuartel. ¡La hecatombe!

—¿Dónde está el coronel?

—Mi general, venga con nosotros. Al coronel ya lo verá, no tema.

Llano de la Encomienda, general de la división de Cataluña, le ha llamado para encomendarle que tratara de aplacar a los jefes y oficiales más turbulentos de los regimientos de infantería: Alcántara y Badajoz. Primero se ha dirigido al núm. 14, el de Alcántara, cuyos cuarteles están situados detrás del parque de la Ciudadela. El coronel del Regimiento, Críspulo Moracho, en cuyo coche estalló una bomba de la cual milagrosamente escapó ileso, se halla ausente de Barcelona. El teniente coronel Roldan le ha dado la impresión de que simpatiza con los sublevados. Después de muchos forcejeos sostenidos con algunos de los jefes y oficiales, ha conseguido cumplir a medias una de las órdenes del general Llano de la Encomienda; leerles el decreto del Gobierno por el cual se licencia a los soldados cuyos jefes se subleven y se les dispensa de la obediencia. La ha cumplido a medias porque tras la negativa del teniente coronel Roldán a hacer formar la tropa, ha tenido que conformarse con leerles el decreto únicamente a los que estaban de guardia. ¡Menuda papeleta le han soltado! Llega aquí, y los del Regimiento de Badajoz, que parecen más exaltados e insubordinados, por poco no le matan; y le han detenido. ¡Vaya por Dios! A sus años, a él, a quien todo el mundo estima, que no se mete en política y que ni siquiera da la razón a unos o a otros; porque la verdad es que unos y otros tienen un poco de razón y el Gobierno se las trae… Llano le ha comunicado que Casares ha dimitido y que se ha formado nuevo Gobierno de carácter moderado, al frente del cual figura Martínez Barrio. Sublevarse a estas fechas es un disparate propio de jóvenes exaltados e inexpertos, y puede acarrear funestas consecuencias porque el Gobierno, el que sea, dispone de medios y dentro del Ejército tampoco existe unanimidad. Cuando venía aquí, en un coche que el propio Llano le ha enviado a los cuarteles del parque (allá la gente parece que ha quedado bastante apaciguada) ha visto paisanos que patrullan discretamente. No se han atrevido a detener el coche. Esos paisanos, que deben ser peligrosos elementos revolucionarios, le dan mala espina. Las cosas no aparecen claras ni mucho menos, pero si el jefe de la división le da una orden, tiene que cumplirla, es su obligación. Personalmente estima a estos excelentes oficiales, a pesar que desde hace cinco minutos el termómetro de su estima ha descendido muchos grados. ¡Mira que dispararle a la cabeza! Y después le ha encañonado, y el capitán estaba tan nervioso que le ha asustado. ¡Caray, y cómo no!

—Mi general, pase ahí. Le agradeceremos que no se mueva ni intente escapar, es inútil.

—Estáis locos; os repito que estáis locos.

La puerta se cierra y oye la llave que acciona la cerradura. La habitación está alumbrada con una sola bombilla. El general don Ángel de Sampedro, se enfrenta con una situación absolutamente nueva en su larga carrera militar. ¿Qué hace un general cuando sus subordinados le encierran en una habitación?

Una voz más bien quejumbrosa suena a su espalda.

—¡Mi general! ¿Qué hace usted aquí?

El coronel Espallargas, jefe del Regimiento, se pone en pie y se aproxima a él.

—¡Espallargas! ¿Usted también?

—Sí, mi general, sí… Siéntese, ahí tiene una silla…

—¡Qué barbaridad!

—Mi general, me han desposeído del mando. Llegué al cuartel y ordené que expulsaran a los paisanos. ¿Los ha visto usted? Lo menos hay cincuenta o más. No sé quiénes son: monárquicos o falangistas de esos… Se han revuelto contra mí… hasta mi ayudante.

—Están amotinados… Yo creía poder convencerles. Mire, Espallargas, vengo de Alcántara y allí las cosas se presentan mejor. Elementos soliviantados los hay, pero otros parecen razonables. En Madrid se ha formado un nuevo Gobierno; lanzarse a una aventura de este género es una insensatez.

—No sé; no veo claro cómo acabará semejante aventura.

—¿Y quién lo dirige?

—Por lo que deduzco y ya sospechaba, el comandante López Amor.

Burgos

Burgos

Acababa de dormirse cuando le han despertado requiriéndole para que se presentara en el Gobierno Civil, como secretario judicial que es de Burgos. Se ha vestido precipitadamente y ha acudido al despacho del gobernador civil, en donde están reunidos numerosos militares y paisanos, algunos políticos de significación derechista, y personas que ostentan diferentes cargos.

En la mesa del gobernador Fagoaga, que según ha oído contar ha sido detenido tras su destitución, está sentado el general Dávila, a quien estos días ha visto paseando de paisano, pero que en este momento viste uniforme. Como si estuviera preocupado, agacha la cabeza calva, y sus grandes bigotes le ocultan el gesto de la boca. Junto a él, permanece en pie el teniente coronel Gavilán, de caballería, anguloso, decidido. Rumorean que ha sido él quien primero se ha hecho cargo, hace escasamente una hora, del Gobierno Civil de la provincia. Están presentes militares cuyos nombres desconoce; a algunos, en cambio, les tiene vistos, como al comandante Pastrana.

Viniendo del hotel se ha enterado de que las tropas proclaman el estado de guerra; significa que la temida —o esperada— sublevación se ha producido en Burgos. En el Gobierno Civil han sido detenidos con el gobernador —él habló hace pocos días con Fagoaga y se mostraba confiado, optimista— el teniente coronel Dasca, de la Guardia Civil, Avellaneda, secretario de Fagoaga y otros. Habrá que tratar de salir con bien de este atolladero.

—Señores —dice el teniente coronel Gavilán con voz seca— los momentos son graves y exigen actitudes claras. Esperamos contar con todos ustedes, con la colaboración de ustedes en este movimiento militar cuyo único fin es la salvación de la Patria.

El comisario de Policía don Ramón Capella asiente. El alcalde, don Luis García Lozano, pertenece al partido republicano conservador de Miguel Maura. Es un hombre joven de aventajada estatura, bien trajeado, de maneras corteses. Traga saliva y con voz segura, exclama:

—Yo, señores, tengo que hacer constar que soy, he sido y seré siempre republicano.

Las miradas se dirigen hacia él; la declaración del alcalde produce espectación.

—Aquí no se trata de eso —responde Gavilán—. No es cuestión de monarquía ni república. Nos hemos levantado para echar al Gobierno del Frente Popular que ha triunfado en las elecciones por medio del fraude, como ustedes saben. Tiempo quedará de acordar sobre las demás cuestiones.

El general Dávila hace signos aprobatorios mirando hacia el teniente coronel Gavilán, que se ha expresado resueltamente.

García Lozano parece respirar más tranquilo.

—En ese caso, cuenten incondicionalmente conmigo.

La sesión pública ha terminado; las autoridades que no han sido depuestas y encarceladas continúan en sus puestos por el momento. Todos se juntan; algunos se abrazan o se estrechan las manos. Alguien grita un ¡Viva España!, que es coreado. El general Dávila, lentamente se pone en pie; la mayor parte de los reunidos desocupa el despacho.

Está cansado, desalentado; lo mejor que puede hacer es retirarse a dormir al hotel. Mañana por la mañana se informará sobre el desarrollo de los acontecimientos. Un señor, a quien apenas conoce, se le acerca; se trata de un monárquico adinerado e influyente.

—¿Qué hay amigo Vilaplana? Por fin ha llegado nuestra hora…

—Juanito viene para acá con los del Tercio…

—¿Qué Juanito?

—Juanito Yagüe, ¡hombre! Un soldado de los mejores que ha dado esta tierra.

Las calles están animadas, anormalmente animadas. Las recorren grupos que dan vivas y mueras, muchos saludan con el brazo en alto, al estilo fascista italiano; han aparecido paisanos armados y patrullan guardias civiles y de Asalto. Aunque no muchas, se ven mujeres que vitorean con idéntico entusiasmo que los hombres o presentan expresiones de arrobo como si asistieran a una procesión.

El general Mola le ha telefoneado para comunicarle que el general Sanjurjo llegará mañana a Burgos con el fin de ponerse al frente del alzamiento. Y a él, José Moreno Calderón, le ha nombrado jefe de su Estado Mayor. Según le ha recalcado el propio Mola, es el primer nombramiento que hace, lo cual supone un alto honor.

Los últimos días y especialmente las últimas horas han sido de excesivo desasosiego; apenas le queda tiempo ni se siente tranquilo como para intentar una recapitulación de los hechos. Gracias a Dios, se han desarrollado de forma satisfactoria. Las vacilaciones sobre el éxito del golpe que se produjeron a raíz de la detención y traslado del general González de Lara y de los demás comprometidos, se han ido disipando. La población civil, por las noticias que le llegan, colabora con entusiasmo. Las tropas son dueñas de la ciudad; algunos falangistas, monárquicos y gentes pertenecientes a organizaciones de derecha, se han sumado al movimiento. El jefe de los falangistas, a quien han sacado de la prisión, asegura que a primeras horas de la mañana se presentarán en Burgos cerca de seis mil hombres entrenados y aptos para las armas. Podrá organizarse una poderosa columna y enviarla hacia Madrid de acuerdo con el plan previsto. Burgos va a ser, provisionalmente, la capital del alzamiento.

Al general Batet, jefe de la división, no ha habido más remedio que destituirle y detenerle. Él, personalmente, es enemigo de la violencia y ha hecho lo posible por evitarlo, para lo cual trataba de convencer al general a quien estima y respeta, de que se pusiera al frente de la división. Sus gestiones han resultado estériles y se ha visto obligado a aceptar los hechos. El coronel Gistau, del regimiento de San Marcial, se ha hecho interinamente cargo de la división hasta que llegue el general Mola, y el general Dávila, que estaba retirado, se ha instalado en el Gobierno Civil.

El gobernador civil, el presidente de la Diputación y el jefe de la Guardia Civil, teniente coronel Dasca, han sido detenidos con otros afectos al Gobierno. La situación de la provincia es incierta; mañana, a medida que vaya aclarándose y se reciban informes, se tomarán las medidas oportunas para dominarla. El general Mena también fue arrestado ayer, tan pronto como se presentó en el Cuartel de San Marcial; acababa de llegar enviado por el Gobierno de Madrid. Pero ¿quién gobierna en Madrid? Se dice que al general Miaja le han nombrado ministro de la Guerra, que Pozas cursa órdenes desde Gobernación, que Martínez Barrio es el nuevo jefe del Gobierno… ¡Bah! De Navarra, de Castilla, de Cataluña y Aragón, de Levante, saldrán columnas que convergerán en la capital, mientras que el ejército de Marruecos atravesara el Estrecho y se unirá a las fuerzas que en Andalucía ha levantado Queipo de Llano. En pocos días sólo resistirán focos aislados. Faltan noticias de Asturias, de Galicia, de Castilla la Nueva, de Extremadura. Todo se resolverá como se acaba de resolver en Burgos con la ayuda de Dios, para la salvación de España.

—Mi general, telefonean de Palencia.

—¿Quién llama?

—El general Ferrer…

—Deme el aparato.

El coronel Moreno Calderón, tiene el pelo gris y usa bigote con pequeñas guías, sus facciones regulares y nobles, denotan fatiga; procura mantenerse desvelado.

—A sus órdenes, mi general. Soy el jefe de Estado Mayor de la Sexta División…

—Aquí el general Ferrer; le llamo desde el cuartel de Villarrobledo.

—¿Cómo está usted, general? Soy el coronel Moreno Calderón. Ha sido necesario destituir al general Batet; el general Mola vendrá de Pamplona para hacerse cargo de la división, cuyo mando ha asumido.

—Por acá la situación anda revuelta. El coronel González Camó ha regresado de Madrid con órdenes del Gobierno; he tenido que encerrarle. El gobernador civil ha mandado concentrarse a elementos extremistas de la provincia; campesinos, mineros, ferroviarios de Venta de Baños y por si fuera poco han repartido explosivos entre los dinamiteros. Semejantes preparativos hacen suponer que vamos a ser atacados. En el Gobierno Civil se agrupan retenes de Seguridad, de carabineros, de guardias civiles, hasta facinerosos socialistas con armas…

—Mi general, adelántese usted y proclame el estado de guerra; saque a la calle a la caballería. Aquí ya lo hemos hecho con pleno éxito.

—El espíritu de la oficialidad es excelente y la tropa responde.

—Pues adelante y suerte, mi general.

—Adiós. Voy a tomar rápidamente las disposiciones. Una vez leído el bando volveré a llamarle.

Cuelga el teléfono y se relaja un instante. Mañana, dentro de unas horas, el general Sanjurjo —¡vaya con Sanjurjo!— llegará a Burgos. Habrá que tributarle la acogida que merece. Burgos sabrá responder a su tradición de españolismo y catolicidad. Si Batet tiene una laureada, Sanjurjo tiene dos.

Pamplona

Pamplona

Un requeté uniformado, tocado con una boina roja, que monta guardia junto a la garita en posición de «en su lugar descanso», cuando le ve acercarse se pone «firmes» y le saluda llevándose la mano derecha al pecho a la altura de la bayoneta y dando un taconazo. Le corresponde con un saludo que puede parecer demasiado rígido en un paisano aunque como en su caso lleve boina, camisa militar, correaje y pistola al cinto.

Esta noche en la Comandancia Militar montan guardia catorce requetés al mando del capitán Manuel Barrera y González de Aguilar. Otros ochenta jóvenes de la Comunión Tradicionalista uniformados y armados, están distribuidos por el edificio, dentro del cual se halla el general Mola con cuantos forman su «estado mayor». Mola ha destituido al general Batet del mando de la Sexta Región Militar y se ha hecho cargo de la jefatura, trasladándola, siquiera sea provisionalmente y en virtud de los acontecimientos, de Burgos a Pamplona.

Al muchacho que está de centinela le conoce del Círculo Tradicionalista; no recuerda su nombre; quería preguntarle si están dentro el coronel Rada y el teniente coronel Utrilla, pero le parece recordar que las ordenanzas prohíben dirigir la palabra a un centinela.

Militares y carlistas custodian el edificio; no puede producirse ninguna sorpresa. Sube apresuradamente las escaleras. Esta noche en la Comandancia se está seguro, entre amigos.

—Buenas noches, teniente; ¿qué hay de nuevo?

—Están reunidos con el general…

—En ese caso, esperaré…

—¿Qué se dice por aquí?…

—¡Ah claro, usted no lo sabe!

—¿El qué?

—Acaba de telefonear Martínez Barrio…

—¿Por qué, Martínez Barrio?

—¿No está enterado? El Gobierno de Madrid ha dimitido, y Azaña ha nombrado a Martínez Barrio presidente del Consejo…

—¿Y qué nos importa a nosotros lo que hagan en Madrid?

—Nada, pero Martínez Barrio ha telefoneado muy amablemente al general, porque el hombre es tan cortés como masonazo, y ha empezado que si patatín que si patatán…

—¿Pero qué?

—Pues que consideraba que las cosas habían llegado a un extremo intolerable, que los generales habían dado oportunamente un toque de atención, que todo podía arreglarse…

—¿Arreglarse, qué?

—Eso es lo que el otro iba diciendo, y el general le daba cuerda… «Que si Azaña le había nombrado jefe del Gobierno para restablecer el orden y la autoridad, que si escucharían las justas reivindicaciones del Ejército, que si en el fondo estaban de acuerdo y no era necesario llegar a la violencia…».

—¡Qué tío carota!

—Pues espere, que falta lo mejor… Le ha ofrecido el Ministerio de la Guerra en el nuevo gabinete, ¡figúrese!

—Imposible. ¿Usted lo ha oído?

—No, pero me lo han contado…

—¡Ah, bueno! Y el general, ¿qué ha contestado?

—¿Qué iba a contestar? Pues muy amablemente también, porque cuando quiere, a diplomático no le gana nadie, ha contestado que los remedios que España necesita, sólo el Ejército puede dárselos.

—El Ejército, apoyado por los buenos españoles…

—Las palabras exactas no las conozco. Entonces Martínez Barrio ha dicho que esta negativa podía desencadenar la guerra civil, y el general le ha replicado que ellos la habían desencadenado, y con muy buenas palabras le ha colgado el teléfono.

—Ya no debía ni haber hablado.

Las ventanas dan a un patio oscuro; en un banco dormitan sentados varios soldados con el fusil entre las piernas. Unos perros invisibles lanzan aullidos lastimeros. Tras un corto silencio el teniente reanuda la conversación. Ellos dos pasean a lo largo del corredor. Cuando pasan ante la puerta de la antesala la ven llena de militares y paisanos que fuman y toman café. La puerta del despacho del general permanece cerrada.

—Antes, el general Miaja también ha telefoneado dos veces.

—¿Quién es Miaja?

—Un asturiano, buen hombre, amigo del general, estuvieron juntos en África; manda la división de Madrid y hasta parece que le han nombrado ministro de la Guerra…

—¿Cómo, ministro de la Guerra? Entonces no lo entiendo. ¿Iba a haber dos ministros si el general llega a aceptar, que era tanto como suponerlo loco?

—No sé, tiene usted razón… La verdad es que la primera conversación fue un poco en cachondeo, pero después, Miaja, que se ve que había telefoneado a Vitoria, cuando le dijeron allí que tenían orden de proclamar el estado de guerra ha dado un bote y ha vuelto a llamar al general Mola. Entonces todo se ha puesto en claro. Por las buenas le ha dicho que estaba sublevado y que él era el jefe de la 6.ª División Orgánica, porque Batet estaba preso y destituido.

—En ese caso, ¿estamos ya oficialmente sublevados?

—Usted lo dice. Hemos puesto las cartas boca arriba.

—¡Ya era hora! Así no habrá más aplazamientos. Por otra parte, al amanecer se presentarán en Pamplona los tradicionalistas de Navarra en pie de guerra.

—Las noticias de Barcelona y Valencia no son buenas. El coronel García Escámez ha comunicado con el general Martínez Monje y con el de Cataluña, Llano de la Encomienda; ese par se echan atrás.

—Serán masones, seguro…

—No lo sabría decir… lo cierto es que no se puede contar con ellos; menos mal que las guarniciones están a punto, tanto en Barcelona como los valencianos.

—¿Y Bilbao?

—Mal se presenta. El coronel García Escámez ha telefoneado también al jefe del Garellano, y el tío que nones. De canalla para arriba no se ha dejado nada en el tintero, nunca le había visto tan enfadado. Pero en cambio en San Sebastián tengo entendido que el espíritu es excelente. Y una cosa: ¿se sabe algo de los fusiles de Zaragoza? He oído que ha de traerlos el jefe de ustedes…

—No sé nada; pero en ese caso, llegarán.

—Es que parece que andamos cortos de fusiles y se va a formar en seguida una columna para tomar Madrid.

—Eso, eso es lo que hay que hacer sin perder más tiempo. Aprenderán en Madrid de una vez que con los navarros no se juega.

La puerta del despacho del general se abre y ellos se aproximan a la antesala. En el patio, los dos perros siguen aullando lastimeramente.

Zaragoza

Zaragoza

Al girar desde el Coso a la plaza de San Miguel, la pequeña camioneta «Chevrolet» que conduce José, ha estado a punto de volcar; los ejes, las cámaras, la carrocería toda han crujido. En la plaza, entre los que han acudido a causa de la reunión del Comité regional, la llegada ha causado cierta alarma. Un viejo con chaqueta oscura y pantalón claro muy ancho, ha sacado la pistola y se ha colocado ante el vehículo, obligando al conductor a dar un frenazo.

Pueyo asoma la cabeza irritado; su pelambrera morena y rizosa se agita.

—¿Qué pasa? Métete eso donde te quepa. ¿O es que somos fascistas?

El viejo de los pantalones anchos levanta la mano izquierda en ademán de protesta mientras se mete el arma entre el pantalón y la camisa.

—¡Y yo, qué sé!

Dejan la camioneta, allí mismo, donde han frenado. José y Pueyo descienden. En la parte de atrás vienen dos pasajeros; uno de ellos, con cuello y corbata, es un militante de la UGT que han recogido en la calle de Estébanez por donde han pasado para ponerse de acuerdo anarquistas y socialistas del barrio de las Delicias, pues habían surgido entre ellos algunas diferencias. Este militante socialista, empleado del Gobierno Civil, trae noticias recientes. En la plaza diversos corrillos de militantes discuten acaloradamente. Otros han salido para los barrios llevando consignas. Mañana se declarará la huelga general en Zaragoza; lo han decidido las organizaciones obreras en vista de la pasividad del gobernador civil, que no hace más que dar largas, mientras que según confidencias que se reciben, los militares permanecen acuartelados, a punto de sublevarse.

José distingue a García, del Sindicato Metalúrgico; se acerca a él.

—Te traigo a este amigo de la UGT, que trabaja en el Gobierno Civil.

García es un veterano militante de la FAI que goza de autoridad entre sus compañeros, autoridad que ha aumentado desde que se distinguió en la organización del reciente pleno nacional que tuvo lugar en Zaragoza.

—¡Anda, cuéntale!

—El Gobierno de Madrid ha enviado esta mañana al general Núñez del Prado; Cabanellas y su pandilla le han detenido.

—¿Bueno, y qué?

—Que Núñez del Prado es un general republicano y venía a yugular la insurrección.

—Escucha amigo, estamos hartos de generales republicanos. Primero son generales; republicanos lo son si les queda tiempo y humor.

—Yo no lo veo así… Lo cierto es que en los cuarteles están sublevados. Ha llegado al Gobierno Civil una confidencia: en el cuartel de caballería han entrado durante la tarde unos doscientos paisanos: fascistas y de derechas. Hacen la instrucción y les están armando. Les juntarán con los soldados del reemplazo porque no se fían de ellos; y saldrán a la calle.

—En la calle les esperaremos.

—En el cuartel saludan brazo en alto, a lo fascista; no hay duda. El soldado que vino a informar, les ha visto.

—Serán monárquicos…

—No, de la Falange y de los tradicionalistas.

—Tal para cual.

Pueyo permanece retirado. Del edificio de la CNT salen más militantes. Es muy tarde y la mayor parte de los obreros zaragozanos no han dormido. Nadie piensa en dormir, se espera que el domingo sea un día agitado. Tienen que mantenerse alerta.

José saca la petaca y ofrece cigarrillos. El socialista de la corbata se ha quedado mohíno. José toma la palabra.

—Y aún hay más. Un comandante de Asalto se ha presentado al gobernador y ha declarado con desfachatez que estaba a favor de los militares.

—Eso lo dirá él. Los de Asalto no digo que estén con nosotros, nunca lo estuvieron, pero obedecerán al Gobierno. Y ya lo sabéis; en Madrid la Confederación se ha colocado al lado del Gobierno y éste ha dado orden de que no se nos moleste. Si llega el momento, los números y las clases no obedecerán a los jefes que son fascistas como todos los militares.

Los grupos se agitan. Un obrero subido a un banco les arenga. Empiezan a andar, no son muy numerosos; como un centenar.

—Venid con nosotros. Vamos por el Coso hacia la plaza de 3a Independencia. Conviene hacer una demostración de fuerza.

—Yo no quiero abandonar la camioneta. Me esperan en las Delicias.

—Como quieras…

El socialista de la corbata y Pueyo suben con él en la camioneta. Maniobra entre los grupos y enfila el Coso.

—La verdad, el García ése no resulta amable…

—No le hagas caso, es un buen compañero. Algo seco, así en el trato.

—Será eso… Pero os digo que si Núñez del Prado llega a tomar el mando de la división, en Zaragoza no ocurre nada. Yo mismo se lo he oído al señor gobernador. Y Vera Coronel no es tonto, y está en contacto telefónico con Madrid continuamente. Con su razón lo diría.

De una bocacalle asoman cuatro guardias de Asalto con los fusiles en la mano. Uno de ellos avanza hacia el centro de la calzada. Pueyo exclama:

—¡No pares, acelera!

Sortea al guardia. Confusamente oyen voces de alto que el ruido del motor acalla. Pisa a fondo el acelerador y se sitúa en la parte izquierda de la calzada que está peor alumbrada. Pueyo, que va en la parte de atrás, asoma la cabeza para hablarles.

—¡Hay más guardias en las bocacalles!

Al llegar a la calle Blancas, se mete por ella y frena. Bajan los tres a mirar. Pueyo y José echan mano a las pistolas. El empleado del Gobierno Civil no lleva armas. Está asustado.

—Parece que quieran cerrar la calle.

A causa de la distancia no distinguen bien. Avanzan unos pasos en dirección a los guardias. Ven a los compañeros que se aproximan por la calle del Coso; los de Asalto les cortan el paso. Se oyen gritos. Suenan disparos; de mosquetón y de pistola.

—¿Nos habrán traicionado los guardias?

—Yo me marcho al Gobierno Civil. No quiero estar tanto rato ausente.

—Espera a ver en qué para esto y te acompañamos…

—Prefiero regresar a pie…

El empleado del Gobierno Civil se escurre por las callejas desiertas. Suenan más disparos. Ellos no distinguen lo que sucede aunque perciben barullo.

Dos hombres corren hacia ellos. Una descarga de fusilería, y uno de los que corría cae al suelo. El otro se refugia en un quicio y dispara con la pistola. José y Pueyo se le acercan. Pueyo ha disparado también. José le detiene.

—¿A quién tiras?

—Disparan contra nosotros…

Los guardias apuntan sus armas hacia un grupo bastante numeroso que, manos arriba, están contra la pared de un edificio. Dos números les cachean.

El obrero que disparaba viene hacia ellos. Le chorrea sangre y su rostro está muy pálido. José no le conoce aunque supone se trata de un militante.

—Compañeros, me han herido.

Arrimándose a las paredes le ayudan a caminar hasta la camioneta. Desde la mitad de la calle una pareja les da el alto. Como no se detienen, los guardias les disparan y corren tras ellos. Suben precipitadamente y la camioneta arranca. El herido, que es muy joven, solloza.

—Nos han traicionado…

Pueyo le coge la pistola y se la guarda en el bolsillo. Saca un pañuelo y le cubre la herida.

—Los de Asalto nos han traicionado. Ha sido una trampa. Creíamos que estaban de parte del pueblo…

La camioneta rueda por las calles desiertas.

—Han matado a García, venía a mi lado corriendo. Nos acababan de detener y escapamos los dos. Han matado a otros…

El herido habla a sacudidas.

—Oye José… De buena nos hemos librado, si llegas a detenerte los guardias nos cazan.

—No podemos fiamos de ningún uniforme; ésa es la puñetera verdad.

Bruscamente el herido cae sobre el volante. José le rechaza con el codo, y se derrumba de lado.

—¡Tú! Que no me dejas conducir y vamos a pegarnos una castaña…

Pueyo le levanta la cabeza. Luego se le queda mirando.

—José, este chaval la ha palmado…

Madrid

Madrid

Los redactores se apresuran a terminar las últimas gacetillas. Corren las estilográficas sobre las cuartillas, se corrige, se enmienda, se le quita mecha a cualquier noticia. La censura se ha mostrado tan implacable como en días pasados; así que apenas puede publicarse nada que tenga interés.

—¿Sabéis la última frase de don Manuel Azaña? —pregunta en voz alta un redactor—. En el Gobierno actual hay dos cadáveres: Gobernación y Presidencia y Guerra…

—Ésa es una frase histórica…

—Desde luego, con ella el presidente de la República condenaba al Gobierno de Casares Quiroga.

—Si no lo digo por eso. Es histórica por lo antigua, muchacho; lo menos hace cuatro horas que ha sido pronunciada.

—¡Vaya! Me has chafado la guitarra…

Ya están tirados los titulares: «¡Viva la República Española!». Y debajo: «¡El Frente Popular al lado de los Poderes Públicos!», y luego: «¡La vida por la República democrática!».

Después de la entrega de los últimos originales se anima la tertulia; el descontento es general y abarca desde la situación política hasta la actitud de la censura.

—Nos hemos molestado en escribir para que lo lean los censores. Un público de gran cultura…

Hermosilla, el director, tras de consultar con los directores de otros diarios afines, ha decidido someter el número a la censura. Julián Zugazagoitia, que es el director de El Socialista, le ha convencido al comunicarle que él lo haría también; considerando la gravedad de las circunstancias opina que no conviene crearle más dificultades al Gobierno, sea el que sea.

—El que está más indignado por lo del Gobierno Martínez Barrio es Isaac Abeytúa, y eso que dirige un periódico azañista, y al fin y al cabo si se forma el gobierno es porque el propio Azaña lo ha querido.

—Pues don Diego —dice Gómez Hidalgo que hasta hace un momento ha estado en la Presidencia— nos ha prometido para esta misma noche la lista del nuevo gabinete.

—¿Es cierto lo que se dice, tú lo sabrás, que el general Mola va al Ministerio de la Guerra y Queipo de Llano a Gobernación? Bonito Gobierno para una República.

—No digáis insensateces. Os hacéis eco de los rumores más absurdos. ¿Sabéis de dónde salen esos rumores? Los lanzan Largo Caballero y Margarita Nelken desde la Casa del Pueblo.

—Entonces ¿te atreverás a sostener que no es cierto que ha hablado por teléfono con los generales rebeldes?

Gómez Hidalgo se acalora; en cuanto dé fin a su trabajo en la redacción se propone regresar junto a Martínez Barrio en cuya capacidad política confía.

—Quieren que comprendan su error y que la revolución que temen no pasa de ser un fantasma. Su presencia al frente del nuevo Gobierno, así como la de Sánchez Román, demuestra a las claras que no existe el cacareado complot comunista para adueñarse del régimen. Lo del complot comunista es un bulo que han propalado los monárquicos para asustar a los timoratos y justificar a sus ojos el pronunciamiento.

—Claro que es pura fantasía; un cuento para asustar a los tontos. ¿Cuántos comunistas hay en España? Ni ellos mismos lo creen; así que no es don Diego quien va a convencerles.

—Y ¿sabes qué?, amigo Gómez, que esta intentona de Martínez Barrio va a ser contraproducente. Dará a los facciosos una impresión de debilidad, si a la primera amenaza la República forma un Gobierno dispuesto a pactar con ellos.

—Estáis equivocados. Depondrán las armas al convencerse de que no hay amenaza de revolución.

—Sin el apoyo de las masas, es decir de la UGT y de la CNT, ese gobierno va a durar lo que un caramelo a la puerta de una escuela —dice Fernández Evangelista.

El redactor jefe sale de su despacho y se dirige a Gómez Hidalgo.

—Es inútil, no podemos esperar más; tenemos que cerrar. La lista del nuevo Gobierno no la dará don Diego hasta que los periódicos hayan comenzado a tirar. Como mañana lunes no se publican, disponen de unas horas de silencio para maniobrar.

Entra nuevamente en su despacho y empieza a corregir galeradas. Luis de Tapia, en el último momento ha llegado con sus «Coplas del día».

«Ante los graves asuntos / ¡Todos juntos! / ¡contra bulos y barruntos! / ¡todos juntos! / ¡Sin vaselina y sin untos! / ¡todos juntos! /».

Sonríe levemente; estas coplas que le ha entregado el autor cuentan con lectores incondicionales; son una forma ingenua de publicidad política que resulta eficaz. Sigue corrigiendo la galerada.

«Con fiel contacto de codos / ¡juntos todos! / sin pasteles ni acomodos / ¡juntos todos! / ¡Todos juntos en un haz… y la paz! / desde el viejo hasta el rapaz / en defensa del Poder / ¿Quién pondrá alegre su faz? / Pronto lo vamos a ver».