Expreso Barcelona-Madrid

Expreso Barcelona-Madrid

Los pueblos pasan tan aprisa que no resulta posible averiguar el nombre de las estaciones. Unas cuantas bombillas encendidas, y en seguida la oscuridad sobre los campos. Las ventanas del «wagón restaurant» van entreabiertas para que penetre un poco de aire fresco, aunque sea acompañado de humo.

Sentado a la mesa, frente a él, está cenando Arturo Menéndez, capitán de artillería y exdirector general de Seguridad. Tiene una frente amplia que se confunde con su calva prematura y rotunda. Ha enmudecido un momento mientras corta el muslo de pollo que el camarero acaba de servirle.

Arturo Menéndez le ha confesado que es portador de una lista de militares adictos al Gobierno, destinados en distintas guarniciones, que pueden ser de suma eficacia para contrarrestar la acción de conspiradores y rebeldes. Dispone además de un código secreto para comunicarse con ellos, y mantener la comunicación incluso en aquellos lugares en que pudiera triunfar el movimiento faccioso. A pesar de ello, Arturo Menéndez se muestra bastante pesimista. Noticias de última hora, recibidas poco antes de haberse encontrado con él en el apeadero del paseo de Gracia, agravan su pesimismo.

Es opinión general que Mola va a sublevarse. Esta tarde han ocurrido incidentes; no se sabe cómo, pero en Pamplona ha resultado muerto el comandante de la Guardia Civil, el único jefe afecto al Gobierno. En Valladolid y en Burgos se acentúa el malestar y se esperan acontecimientos. En el mismo Madrid se registran síntomas de agitación entre los elementos militares desafectos. Se desconfía de Cabanellas, a quien se le supone rodeado de militares peligrosos.

—Cabanellas es el clásico militarote a la antigua usanza. Poseo información de Zaragoza, donde estuve la semana pasada y mantuve contactos con elementos de la policía que me son adictos. La policía hará resistencia y en la ciudad predominan republicanos y sindicalistas; pero en Zaragoza la guarnición tiene mucho peso. Amigo Casanellas, estoy llegando al convencimiento de que usted y yo cometemos una imprudencia arriegándonos a pasar por Zaragoza; si se han sublevado a estas horas, por de pronto, usted y yo lo íbamos a pasar mal.

—Tengo mi teoría al respecto. ¿Ha observado usted que los militares nunca se sublevan antes del amanecer? No creo que el general Cabanellas falte a la regla. Los militares son hombres de principios, incluso cuando se trata de faltar a sus principios.

—Lleva razón, amigo Casanellas, aunque como capitán no llego a las alturas en donde esos principios se santifican…

Arturo Menéndez se sonríe y Casanellas también. Piensa que quizá no debiera haber bromeado a costa de los militares; no se acordaba de que Arturo Menéndez lo es. Sin embargo, cuando se alude a los militares como casta, automáticamente se elimina de forma mental a los demócratas, a los izquierdistas, y éstos, por su parte, tampoco suelen darse por aludidos.

—No negará que es así. Los pronunciamientos se fraguan durante la noche, y al amanecer se sacan las tropas a la calle. Por Zaragoza pasaremos antes de las cuatro, durante la primera fase: arenga patriotera a las tropas en los cuarteles.

—Queipo se ha sublevado a mediodía. Y, aun cuando su teoría fuese cierta, un error nos costaría la cabeza. Lo sensato es que ahora mismo, cuando paremos en Reus, abandonemos el tren y regresemos a Barcelona. Allá los dos estaremos más seguros. ¿Qué decide, amigo Casanellas?

—Escuche. Bromas aparte, no le falta razón; pero nuestra situación es distinta. Yo tengo un cargo en el Gobierno de la República y en estos momentos difíciles mi obligación está en Madrid. Soy portador de una carta y de documentos que me ha confiado el presidente Companys para el jefe del Gobierno. Usted, en este momento no ocupa ningún cargo político, y puede prescindir de su viaje a Madrid. Si yo lo hiciera, sería cobardía.

—¿Desean café los señores?

Mientras, reflexionando, bebe la pequeña taza, ve pasar la estación de Morell. El expreso ha perdido velocidad; se aproximan a Reus.

—Estamos viviendo un momento grave, no podemos ninguno de nosotros actuar o dejar de actuar por cobardía, pero… no debemos arriesgarnos porque sí… La idea de abandonar este tren en Reus no es descabellada.

Juan Casanellas, diputado de Esquerra Republicana y subsecretario de Trabajo se levanta de la mesa.

—Me voy a dormir; si continuara hablando con usted, al final es posible que me convenciera y que bajara en Reus. Y no quiero que eso suceda.

Se estrechan la mano. Arturo Menéndez se queda sentado, tomando su café y fumando un cigarrillo. Se sonríen. Casanellas abandona el vagón restaurante. Encuentra al policía de escolta charlando con el empleado en la plataforma.

—Buenas noches. Hará el favor de despertarme a las ocho y media.

—Que descanse, don Juan…

—Hasta mañana…

Cierra el compartimiento. Está cansado y tiene sueño. Renuncia a leer. Abre la pequeña maleta. El pijama de seda le proporciona una sensación de frescura sobre la piel que le alivia de un día de calor. Una vez acostado, apaga la luz; no tarda en dormirse.

Sevilla

Sevilla

—Anda, ponnos otra copa…

—Yo no les entiendo a ustedes… ¿A quién defendéis ahora?

—Pon la copa y calla. Hoy es día para dejar tranquila la «mui», que por la boca muere el pez.

Han entrado un momento a la taberna y están apoyados en el mostrador. Patrullan junto a una pareja de civiles, pero como el sector permanece tranquilo han decidido venir por turnos a tomarse una copa de aguardiente. A ellos les han devuelto cartucheras y mosquetón, y están prestando servicio. Vigilan la avenida de Colón y los «pacos» de las azoteas, pero a los «pacos» no hay quién los descubra. Disparan por hacer ruido y sembrar alarma. El general Queipo de Llano les ha hecho pasar un mal rato. Les amenazaba con fusilarles a todos —y el tío era capaz de hacerlo— luego ha dicho que les diezmaría —y el tío también es capaz de hacerlo— y por fin les ha obligado a dar unos ¡Vivas a España!, y les ha mandado a patrullar. ¿En qué acabará esto? Aquí nadie sabe nada; lo mejor es extremar la prudencia, porque la situación está fea y por menos de nada le ponen a uno de cara a la pared…

—Digo, el general Queipo de Llano, ¿está con la República o con qué? Porque los señoritos monárquicos y los fascistas se ponen a su favor; muchos se presentan en Capitanía… Ustedes los habréis visto, ¿no?

—Yo no he visto a nadie ni me importa. Soy un guardia que obedezco, y basta…

—Muy bien… pero un hombre, ¡creo yo, vaya!, tiene su corazón y sus ideas, digo.

Su compañero, Sánchez, que está acobardado, se ha bebido la copa de un trago y le hace gestos de que se larguen. Después de la escena de Capitanía, en cuanto han roto la formación, ha tenido que correr al retrete como un loco, y aún no se le ha retirado la palidez del rostro.

—Cada cual tiene su corazón y sus ideas, y él se las sabe, pero me parece que esta noche lo mejor es callar, ¿me oyes, amigo? El plomo anda barato.

Sánchez se impacienta.

—Vamos afuera, que los civiles nos esperan. Nadie me quita de la cabeza que les han mandado junto a nosotros para vigilarnos.

—Tienes razón, Sánchez, a eso les han mandado.

—¿Cuánto debemos?

El tabernero les mira con ironía un tanto despectiva.

—Nada; invita la casa. La casa tiene a mucha honra invitar a los heroicos defensores de la República…

—Oye, tú… Menos cachondeo…

—Nada de cachondeo; he oído por la radio que el general daba vivas a la República, y el Himno de Riego es aval de republicanismo.

Sánchez sale a la calle. El tabernero, coge por el brazo al otro guardia y le habla al oído.

—A mí no me engañas. Te conozco y sé quién eres. Por Radio Madrid acaba de hablar la Pasionaria. ¡Tendrías que haberla oído! Una mujer con un par de pelotas. El jaleo no se ha acabado. Vosotros, mucho cuidado, no hagáis el tonto. Esto es un castillo de naipes; ya me entiendes…

Suenan disparos de pistola. Los civiles, que están en la acera, descargan los mosquetones apoyando la culata en la cadera y sujetándola bajo el brazo.

La pareja de Asalto corre a juntarse con los guardias civiles.

—¿De dónde caray disparan?

—De esa parte, pero no hay manera de ver nada.

Silba una bala; otra rebota sobre el empedrado a un par de metros de donde están.

—Cuidado, que tiran a dar…

—¡Su madre!

Buscan refugio en los quicios. Observan hacia lo alto. Nada se distingue. El tiroteo se generaliza en todo el barrio. Ellos disparan hacia las azoteas. Desde el mostrador, el tabernero, les está observando. Una mujer corre aterrorizada de un lado a otro de la calle.

—¡No se mueva! Quédese ahí, que la van a dejar como un colador.

Él tira al aire; esta lucha es estúpida. Esta fatigadísimo y no ha cenado. En el Gobierno Civil les han dado unos malos bocadillos al mediodía. Alguna copa de cazalla que se beben les entona el estómago. ¡Que se vayan al diablo! Hasta que la situación se aclare lo mejor es disimular. Con los guardias civiles ni hablar de política, cualquiera sabe qué pie calzan.

Cuando a primera hora de la tarde se ha presentado en el Gobierno Civil un comandante de intendencia y unos soldados, le ha dado mucho coraje, y como sabía que entre los soldados la mayor parte eran señoritos de los de cuota, ha dicho que los fascistas eran unos hijos de puta. ¡Nunca lo hubiera dicho! Cuando se han rendido, o mejor dicho, se han rajado, les han desarmado allá mismo, y uno de los soldados le ha reconocido. Debía de ser un fascista porque el tío ha empezado a mascullar que si tal y cual. Ha negado que fuera él quien lo hubiese dicho. No ha insistido; a pesar de ser fascista, era un buen muchacho.

¿Tiene él derecho, aunque simpatice con los socialistas, a decir que los fascistas son unos hijos de puta? Pues no. Cuando estuvo de permiso en el pueblo se enteró de que su hermano se había apuntado a la Falange con Onésimo Redondo, y es que allá, en Castilla, por lo que le contó su hermano hay muchos falangistas que no son señoritos. Y, su madre, la pobre, tendrá otros defectos, pero de puta no puede acusársele.

Cesan los disparos y la calle queda en silencio. La mujer que se había refugiado en una puerta, les llama con voz medrosa.

—¿Puedo salir?

—Salga, señora, pero métase ya en casa. No es hora de andar por la calle.

—Vaya aprisa…

—Es que tengo un niño enfermo y he ido a la farmacia…

La mujer pasa junto a ellos aligerando el paso; el miedo le hunde el cuello entre los hombros. Con las manos agarra un pequeño frasco envuelto en papel blanco y sujeto con una goma; lo protege cubriéndolo como si deseara formar con las manos una coraza contra los balazos.

El tabernero, baja la puerta metálica y la deja a media altura. Desde el interior, a los guardias les llega confusa la voz de la radio; a los primeros compases de La Internacional, la música se corta en seco.

Provincia de Burgos

Provincia de Burgos

Suben por una calleja empinada y oscura. En la plaza, ante la iglesia, alumbra una pequeña bombilla y otra junto al Ayuntamiento.

Si no le acompañara el jefe local de las JONS le hubiera resultado imposible convocar a los camaradas. En el interior del Ayuntamiento había luz encendida; el jefe local le ha dicho que estaban reunidos los concejales del Frente Popular. Al salir de Burgos se ha echado al bolsillo una pistola y viene dispuesto a cumplir las órdenes que le han sido transmitidas, a cualquier precio.

—¿Quién es este Jiménez?

—Un carpintero, muy majo. Acaba de casarse…

—¿Queda lejos su casa?

—No, ahí mismo, en esa calle que sube por la derecha.

—Lo mejor es que tú procures acompañarles hasta Villadiego. Quiero decir que vayáis juntos. Tú los mandas. Supongo que allí esperarán camiones. A las nueve en punto tenéis que presentaros en Burgos. Ni antes ni después.

—Y el que dirige todo, ¿es el general Mola?

—Eso creo, pero nosotros sólo reconocemos por jefes a nuestros propios mandos. Ellos se entenderán directamente con el Ejército.

—¿Has visto a Andino?

—Está en la cárcel. Las órdenes que traigo son de él.

Se detienen ante una casucha de un solo piso. Está cerrada y no se descubre ninguna luz por las rendijas. El jefe local golpea enérgicamente la puerta.

—¡Jiméeenez! Abre…

Transcurrido un momento se oye ruido detrás de la ventana. Cuando se abre, asoma un muchacho despeinado en camiseta.

—¿Qué pasa? Me has dado un susto.

—Ábrenos.

Entran en una carpintería modesta. Una bombilla rojiza protegida por una tulipa de cartón cuelga del techo. Jiménez se ha puesto el pantalón pero no la camisa. Tiene cara de sueño.

—Te presento al camarada Renedo; acaba de llegar de Burgos con órdenes.

Le alarga un trozo de papel escrito a máquina.

—Mañana, a las nueve, todos en Burgos. Se formarán centurias, se las armará y saldremos para Madrid o para donde haga falta.

Jiménez acerca el papel a la bombilla y lee: «Al portador de la presente, delegado de esta Jefatura Provincial, obedecerás en lo referente a la concentración que se proyecta. Burgos, 18 julio 1936. El jefe provincial». En vez de firma hay un sello en negro. «Jefatura Provincial» y en el centro el Yugo y las Flechas y las letras FE JONS. La fecha, 18 de julio, viene escrita a lápiz.

Deja el papel sobre el banco de carpintero, se cuadra, levanta la mano.

—A tus órdenes.

Corresponde con el mismo saludo, y le pregunta.

—¿Tienes armas?

—Escopeta.

—Mejor que la lleves por si tenéis algún encuentro por el camino. En Burgos se os proporcionarán fusiles y ametralladoras.

Por la escalera de madera que comunica la carpintería con el piso, se oyen unos pasos y una voz femenina.

—¿Pasa algo?

—Nada, Aurora, vete a dormir. Ahora mismo subo.

El jefe local espera que los pasos se alejen. Baja el tono de voz.

—Dentro de un par de horas te presentas en las eras. ¿Tienes camisa azul, tú?

—Sí…

—Pues la llevas puesta.

—Me marcho, aún me quedan por recorrer varios pueblos y al amanecer tenemos que concentrarnos en Villadiego.

Estrecha la mano de Jiménez y sale de la carpintería con el jefe local. Cuando están en la calle, Jiménez se asoma a la puerta y le pregunta en voz baja:

—Y de José Antonio, ¿qué se sabe?

—Por ahora nada. Esperamos que saldrá de la cárcel de Alicante y que en una avioneta aterrizará en Madrid a ponerse al frente de los camaradas madrileños. Lo tiene prometido.

Vuelven a descender por la calleja. Al desembocar en la plaza, un grupo de hombres que salen del Ayuntamiento se despiden y toman por distintas direcciones. Un labrador bajo, robusto, con la boina encasquetada, pasa junto a ellos.

—Salud…

—Buenas noches, José.

Cuando se han alejado unos pasos, el jefe local le dice:

—Este pertenece a la Gestora, socialista… Pero es tío de mi mujer. No sé qué habrán estado tramando.

—Es igual, lo mejor es que vosotros salgáis de noche y con las armas que tengáis. Pase lo que pase, a las nueve de la mañana nos concentraremos en Burgos los camaradas de la provincia. Lo ha mandado el jefe.

—Nosotros no faltaremos.

—Me voy a Castrogeriz. Espero que mañana nos encontraremos en Villadiego.

—¿Quieres que te acompañe? Es peligroso andar de noche…

Saca la pistola del bolsillo y se la muestra.

—Mejor es que te quedes aquí y que procures que no falte ninguno.

—Tienes razón. Vas en buena compañía.

San Sebastián

San Sebastián

Ayer, en Ameraun, caserío cercano a Andoain, se celebró una comilona con motivo de la reunión del Consejo de Administración de una entidad papelera de Tolosa, del cual es presidente don Manuel Irujo, navarro, de Estella, diputado por la provincia de Guipúzcoa. El jueves por la noche Manuel Irujo salió de Madrid.

En Ameraun se jugó a la pelota, se comió y se bebió lo suyo, y los del Consejo estuvieron reunidos en cordial compañía con los comerciantes, madereros, miqueletes, caseros, médicos y otras personas de los alrededores. Uno de los jugadores de pelota y comensal fue el célebre boxeador Paulino Uzcudun. Por la noche, en Andoain, unos ferroviarios le dieron a Irujo la noticia de la sublevación del ejército de África; noticia que por el momento tenía más bien carácter de rumor. La tensión política durante los últimos días ha sido tan grande y se insiste tanto en considerar la posibilidad de un alzamiento militar de carácter derechista y aun fascista, que cualquier rumor podía responder a una realidad. Con Irujo estaba José María Lasarte, otro de los diputados por Guipúzcoa de la minoría nacionalista vasca. Ambos se trasladaron a San Sebastián y visitaron al gobernador civil de Guipúzcoa, don Jesús Artola, de Izquierda Republicana, que carecía de información precisa y de instrucciones. Se mostró optimista y les declaró que si de verdad se había producido un brote faccioso sería sofocado rápidamente. Cuando los diputados nacionalistas le preguntaron cuál suponía él que podía ser la actitud de la guarnición donostiarra en caso de que el eventual levantamiento militar se corriera a la Península, les contestó que nada ocurriría y que consideraba al comandante militar de la plaza persona de confianza, muy arraigado en la ciudad.

Manuel Irujo ha pasado la mañana intranquilo y agitado. Ha celebrado numerosas entrevistas; ha vuelto a visitar al gobernador, ha mantenido contacto telefónico con los órganos rectores y con personalidades del Partido Nacionalista que radican en Bilbao, ha asistido a la reunión en el Gipuzko Buru Batzar donde se ha discutido la posición que el Partido Nacionalista Vasco debe adoptar en caso de que el golpe militar se extienda, ha redactado un manifiesto, leído por los micrófonos, en el cual se exhorta a militares y civiles a que mantengan fidelidad al Gobierno legalmente constituido y se opongan a cualquier movimiento subversivo.

El dilema que se les plantea a los nacionalistas es grave. De extenderse por la Península el movimiento militar faccioso y si las derechas españolas lo apoyan, como todo hace prever que ocurrirá, al Gobierno lo apoyarán no sólo los republicanos, sino las extremas izquierdas desde socialistas a comunistas y anarquistas. Resultará que los nacionalistas vascos se hallarán luchando contra fracciones políticas con ideologías afines en muchos puntos, y aliados a quienes se encuentran más distanciados política y socialmente, con aquellos de los cuales puede decirse que son sus más encarnizados enemigos. Un punto decide, un punto primordial, que situado en el fiel de la balanza, ha inclinado las decisiones con unanimidad; las derechas españolas y los militares se oponen a la autonomía de Euzkadi, de la misma manera intransigente que lo hicieron con el Estatuto Catalán, mientras que las izquierdas, en cualquiera de sus grados, apoyan las legítimas aspiraciones de los nacionalistas. Lo mejor es que nada grave suceda, que el golpe militar de África se disuelva como el humo o las pompas de jabón; de otra manera el Partido Nacionalista se verá enfrentado con situaciones muy difíciles y penosas. La fuerza que en toda Vasconia tienen socialistas, comunistas y anarquistas creará graves conflictos el día en que la autonomía sea un hecho, con militares o no.

Al despacho del gobernador civil han ido acudiendo representantes de los distintos partidos políticos que componen el Frente Popular y de las organizaciones sindicales extremistas que también ofrecen su apoyo al Gobierno. Hablan, discuten, cada cual aporta novedades más o menos fantásticas, rumores que han cogido al vuelo por la calle, y que se mezclan con noticias que pueden ser ciertas. El gobernador Artola es el primero que carece de información; de Madrid no llegan instrucciones; en Madrid nada saben. Los extremistas piden armas; van a repartírseles unas pistolas. El comandante militar, coronel Carrasco, ha declarado que la guarnición está acuartelada y que se mantenía fiel al Gobierno. Al ser requerido para que entregara fusiles, se ha negado; afirma que el Ejército debe conservar y custodiar las armas, y que no existe ningún motivo que aconseje su entrega. Razón tiene el coronel Carrasco, salvo en el caso de que a los acuartelados les dé la idea de sublevarse.

Aparte de las noticias que se reciben, generalmente cargadas de tono pesimista, lo importante será conocer exactamente cuál es la situación real, o por lo menos averiguar hasta el límite que sea posible.

—Señor Artola, los diputados por Guipúzcoa, como ya le hemos hecho constar, deseamos prestarle nuestra colaboración y que ésta sea eficaz. Puesto que San Sebastián se halla en el centro mismo de Vasconia, resultaría útil que supiéramos qué ocurre en las provincias que nos rodean. Si usted me lo permite, yo mismo puedo, desde aquí, ponerme en contacto con los gobernadores de Bilbao, de Vitoria y de Pamplona; como diputado puedo hacerlo. Lo que sucede más allá de las provincias vascas compete al Gobierno de Madrid…

—Puede usted llamar, señor Irujo.

Mientras descuelga el aparato, diputados, jefes de los partidos políticos, representantes de las sindicales, el teniente coronel de la Guardia Civil, que asiste a la reunión, el propio gobernador, se le quedan mirando; se ha hecho un silencio expectante.

Madrid

Madrid

La redacción y los talleres del diario La Libertad están en la calle de la Madera, n.º 8, muy cerca de la red de San Luis, en el mismo corazón de la capital.

Los redactores han pasado la tarde y las primeras horas de la noche recorriendo la ciudad en busca de noticias, y más que noticias lo que han captado son rumores. En general, reina el pesimismo, la preocupación y el desconcierto. La impresión es que el Gobierno ha dejado de existir, convertido en fantasma inoperante; la idea de que las galeradas deben ser sometidas a la censura, es decir, que la verdad que está en la calle habrá que silenciarla, les llena de consternación.

Cuando a las seis de la tarde ha aparecido Claridad, órgano de los socialistas de Largo Caballero, una sacudida de emoción ha recorrido la capital. Claridad no ha pasado por censura ni se ha sometido a la verdad oficial. Los titulares proclamaban: «Un movimiento insensato y vergonzoso». Muchos de los redactores lo han comprado y ahora lo leen aquellos que no lo han adquirido. «Una parte del Ejército que representa a España en Marruecos se ha levantado contra la República». Y a continuación, en letras más pequeñas: «Las fuerzas de tierra, mar y aire de la República, se dirigen contra los sediciosos para rechazar con inflexible energía el movimiento». Antonio Hermosilla, el director, comenta, y no le falta razón, que Claridad es de Largo Caballero, y Largo Caballero es Largo Caballero. La Libertad es un diario republicano y deben mantenerse en la obediencia del Gobierno.

Guzmán se ha sentado ante su mesa. No ha tomado reposo desde que al mediodía se lanzó a la calle. Procura ordenar las ideas, aunque el lugar no parezca el más apropiado, pues en la redacción comentan y discuten las noticias y los bulos que pueden considerarse más plausibles. Unas y otros se pueden agrupar en dos grandes corrientes: los que hacen referencia a la sublevación militar propiamente dicha y los políticos, que se caracterizan por aludir a las diferencias que existen entre republicanos y socialistas moderados de una parte y socialistas de Largo Caballero y comunistas por otra. Los anarcosindicalistas actúan por su cuenta, aunque coinciden con los de la UGT y Largo Caballero en que únicamente el pueblo en armas es capaz de oponerse a los facciosos.

—Los hechos hablan por sí mismos. Dentro de doce horas la rebelión se habrá corrido a lo largo y a lo ancho de la Península. Esto obedece a un plan preconcebido, escalonado.

—Lo peor —sostiene Haro— es la sensación de impotencia que da el Gobierno.

Aun siendo sumamente grave la situación, cabría confiar si Casares Quiroga estuviera a la altura de sus bravatas y desplantes. Desde el banco azul, en pleno Congreso, se declaró beligerante contra el fascismo; beligerancia que ahora que ha llegado la ocasión, no aparece por ninguna parte.

Carbonell acaba de llegar impresionado de la Casa del Pueblo e influido por el ambiente que allí se respira.

—Para lo único que sirve Casares es para impedir que los trabajadores se armen. Y es nada menos que presidente del Gobierno y ministro de la Guerra.

—Armarles sería la revolución —protesta Somoza Silva.

—Y no hacerlo es abrir las puertas al fascismo.

Todos discuten, todos opinan, entre los redactores no coinciden las opiniones, salvo en un punto; su repulsa a la rebelión militar. Pertenecen a diferentes partidos o se sienten atraídos por distintas fracciones políticas.

—Hay que elegir entre dos riesgos, y el Gobierno lleva doce horas inhibiéndose.

—¿Qué doce? ¡Veinticuatro!

Por la capital corre insistentemente un rumor y hay señales evidentes de que puede tratarse de algo más que de un rumor. El propio Guzmán lo ha recogido de diversas fuentes y especialmente en la plaza de Oriente, entre los periodistas que montan guardia frente al palacio presidencial. El jefe del partido de la Unión Republicana, presidente de las Cortes, y gran oriente de la masonería, el diputado sevillano don Diego Martínez Barrio, ha sido requerido por Azaña y ha conferenciado largamente con él. También ha estado con el presidente de la República, y eso resulta todavía más difícil de interpretar satisfactoriamente, don Felipe Sánchez Román, prestigioso abogado y hombre político que acaudilla el Partido Nacional Republicano, de significación centrista, que no quiso adherirse cuando las elecciones de febrero al Frente Popular, ni aceptó su programa.

La creencia de que el Gobierna de Casares Quiroga se halla en crisis está extendida por los círculos políticos de Madrid. Por la tarde, el Gobierno ha estado reunido, y a la reunión han asistido también los dirigentes de las dos fracciones socialistas: Prieto y Largo Caballero. Largo Caballero ha salido indignado de la reunión.

Gómez Hidalgo y Somoza, que pertenecen al partido de Unión Republicana, están convencidos de que sólo don Diego Martínez Barrio, al frente del Gobierno, puede enderezar la situación.

Luis de Tapia, con su chalina romántica, que pergeña las coplas que han de aparecer mañana en la sección cotidiana, interviene en la discusión.

—Encargar a Martínez Barrio de formar Gobierno será un error más, acaso irreparable. Hace falta un hombre decidido, no un pastelero con pretensiones de Maquiavelo.

Gómez Hidalgo le replica acaloradamente.

—Sólo él puede conseguir que los militares desistan de su actitud. No todos los que se han sublevado son monárquicos, ni fascistas. Bastará que se enteren de que don Diego ha sustituido a Casares Quiroga, para que la mayor parte de los rebeldes deponga las armas.

—Lo contrario ocurrirá. Su nombramiento en estas circunstancias equivale a una confesión de impotencia que envalentonará a los enemigos.

Alejandro de la Villa llega en este momento de la Dirección General de Seguridad, que está en la calle de Víctor Hugo, no lejos de la redacción.

—¡Es un caos! Me vuelvo allí porque es mi deber esperar si surge alguna información, pero nadie está en su puesto. Nadie se fía de los demás. Muchas órdenes se dan y no se cumple ninguna. El desbarajuste. Si la salvación de la República depende de la Dirección General de Seguridad, aviados estamos.

Luis de Tapia no ha encontrado tema a propósito para sus coplas de mañana. Lo mejor es esperar a la madrugada, a última hora. Saldrá a la calle, tomará un café, imaginará un tema vibrante; tiene que esperar no inspiración para sus rimas fáciles y populares sino a encontrar el tema adecuado.

El momento es caótico. Mientras los militares van sublevándose en distintas ciudades, que probablemente terminarán siendo todas aquellas en que haya guarnición, republicanos y socialistas andan cabildeando en reuniones en las cuales preside el desacuerdo y el desconcierto.

La izquierda socialista y los anarquistas que saben lo que pretenden y adonde van, agrupan la mayor parte del pueblo de Madrid. Los comunistas también están decididos y organizados. Y el Partido Obrero de Unificación Marxista se ha manifestado por los micrófonos decidido a la acción. Guzmán, antes de meterse en la redacción, ha pasado por la calle de la Luna, por el Comité Regional de la CNT. Allí hay armas y decisión, allí se aprestan a la lucha, allí se preparan bombas rudimentarias, y allí han decidido que si al amanecer no han conseguido por las buenas que el Gobierno ponga en libertad a militantes tan destacados como David Antona, secretario del Comité Nacional, a Cipriano Mera, del de la Construcción, a Teodoro Mora, y a los demás, ellos mismos irán a libertarles.

Las discusiones de la redacción son estériles, hay que salir a la calle en busca de la noticia, y esta noche habrá noticias. A pesar de que las órdenes recibidas en el periódico son de que se cierre y aparezca a su hora y que sea sometido a la censura, quizás en el último momento, Hermosilla, que ha prometido que hablará con Zugazagoitia, director de El Socialista, y con los directores de periódicos afines, se decida a saltarse a la torera la censura. En tal caso, sí puede tener interés la información que se capte.

Ayer, tras de haber sido informados en los pasillos del Congreso, del levantamiento militar, dos compañeros de la prensa, Fernando Sánchez Monreal, de la agencia Febus, y Díaz Carreño, redactor de La Voz, salieron en coche hacia Andalucía, desde donde pensaban intentar llegar a África. Él estuvo a punto de acompañarles. Alguien le ha dicho que habían telefoneado desde Córdoba, anunciando que el regimiento de artillería parecía dispuesto a sublevarse. Sánchez Monreal y Díaz Carreño han anunciado que se quedaban en Córdoba a esperar los acontecimientos, pues el gobernador civil, Antonio Rodríguez de León, es redactor de El Sol y por tanto, amigo. A última hora de la tarde, parece confirmarse que la guarnición de Córdoba se ha sublevado, que han cañoneado el Gobierno Civil y se han apoderado del edificio. No se comprende, por cuanto las noticias que ellos daban es que tanto la Guardia Civil, como la de Seguridad y Asalto, estaban con el Gobierno y que el pueblo había invadido entusiásticamente las calles cordobesas. Le inquieta y preocupa la suerte que hayan podido correr sus compañeros. La profesión de periodista está mal remunerada, en cambio tiene sus riesgos que en momentos de apasionamiento y violencia aumentan. Si en España se prepara un gigantesco Octubre, Luis Sirval, el periodista sacrificado en Asturias, no va a ser un caso único sino encabezamiento de una larga lista. No hay que compadecerse a uno mismo, por lo menos no hay que compadecerse demasiado.

Valladolid

Valladolid

No se ha acostado, que aunque se acostara, la intranquilidad no la permitiría dormir. Tambores y trompetas la obligan a asomarse a la ventana para comprobar que no le engañan los oídos. El ejército está en la calle, lo sacan a luchar contra los obreros. Desde que su Miguel anda metido en política no le da más que disgustos. ¡Tanto que ha luchado ella, desde que se quedó viuda, para sacarlo adelante! A su marido, que era ferroviario, enganchador de oficio, le destrozó un vagón cuando su Miguel acababa de cumplir los tres años; a ella le pagaron unas pesetas de indemnización que pronto se terminaron, y hasta que su Miguel se puso a trabajar en la harinera y a ganar un menguado jornal, tuvo que quebrarse la espalda fregando los suelos del cine y las escaleras de las casas pudientes, para que el hambre no se les llevara a los dos a la tumba. Algunos sábados, y no le avergüenza el recordarlo, tenía que mostrarse cariñosa y complaciente con hombres que le entregaban una parte del semanal recién cobrado. ¡Y que la llamen puta por eso! Porque nadie la ayudó, porque tenía que alimentar a su Miguel y darle escuela y comprarle delantales, pantalones, botas para la lluvia y alpargatas para el verano, y aunque pasara el día y la noche fregando Valladolid entero, no ganaba bastante.

Ahora su Miguel se lo agradece así, dándola sustos y sobresaltos que en cuanto se forma algún disturbio en la ciudad no le llega la camisa al cuerpo. Tan pronto ha despachado la comida, Miguel ha marchado a la Casa del Pueblo. Ella, en seguida, ha ido a mirar a una caja de zapatos de cartón en donde él esconde la pistola y unas balas. No estaban. Su Miguel se ha marchado armado, y por la ciudad se oyen disparos. Si salen los soldados es que los sacan contra ellos, contra los de la Casa del Pueblo, contra su Miguel.

Estaba tan impaciente que ha bajado a la cantina a beber un vaso de vino y a enterarse de lo que se rumorea. Los hombres creen que va a estallar la revolución, porque los militares y los ricos de toda España se han puesto en contra de la República. Un ferroviario, que llegaba muy asustado, ha contado que en Capitanía los militares andaban a tiros unos contra otros, pero que en las calles los obreros dominan y cachean a los que pasan porque muchos señoritos salen armados. No entiende lo que ocurre, a pesar de que como la conocen y la aprecian, tratan de explicárselo. Los guardias de Asalto se han puesto contra la República, y muchos fascistas y monárquicos de los ricos, han ido dando vivas y mueras por las calles del centro, y los señores les aplaudían desde los balcones. Contaban en la cantina que mineros asturianos bajarán a ayudar a los obreros de Valladolid, y que en Madrid los socialistas se han hecho los amos.

Teme por su hijo desde que un señor que estuvo con ella una noche, un policía, la dijo en secreto que su Miguel estaba amenazado por los fascistas desde que mataron a un estudiante de ellos. Su Miguel no se metió en nada, ella está segura de que su Miguel nos es capaz de matar a nadie. ¡Qué va a matar! Llevan armas por jugar, porque lo ven en el cine; tontadas de críos.

Hacia la estación suenan disparos; no está tranquila. Se echa un mantoncillo sobre los hombros y sale a la calle. A la puerta de la cantina los hombres parecen asustados o indecisos. Echa a andar por las calles oscuras y solitarias. Tropieza con un grupo de obreros. Procura rodear, no vayan a preguntarle adonde va a estas horas. Un señor le advierte que no pase por cerca del Ayuntamiento, que hay jaleo. Los disparos no la asustan a ella.

De la calle de Santiago viene el sonido de trompetas y tambores; desde su ventana se oían muy distantes. En una taberna que aún está abierta bajan el cierre metálico. Muchas personas se asoman a los balcones. Por la calle de Santiago desfilan soldados con la bandera y un capitán al frente. Desde los balcones les aplauden; gritan ¡Arriba España!, y ¡Viva España! Esos soldados deben de ser fascistas, porque en los balcones y en la calle saludan como los fascistas.

El capitán manda detenerse a la tropa. Forman los soldados con los machetes colocados en la punta de los fusiles. Muchos del público gritan y dan vivas al Ejército. El capitán saca un papel, redoblan los tambores; los que andan por la calle se acercan para escuchar mejor. Ella se aproxima también, no la van a hacer nada. Suena un clarinete y callan las voces. El capitán lee en voz alta:

Bando.

Don Andrés Saliquet Zumeta, general de División y jefe de las fuerzas armadas de la séptima División.

Ordeno y mando:

Artículo 1.º Queda declarado el estado de guerra en todo el territorio de esta División y, como primera consecuencia, militarizadas todas las fuerzas armadas, sea cualquiera la autoridad de que dependían anteriormente, con los deberes y atribuciones que competen a las del Ejército y sujetas igualmente al Código de Justicia Militar.

Artículo 2.º No precisarán intimación ni aviso para repeler por la fuerza agresiones a las fuerzas indicadas anteriormente ni a los locales ni edificios que sean custodiados por aquéllas, así como los atentados y «sabotajes» a vías y medios de comunicación y transporte de toda clase y a los servicios de agua, gas y electricidad y artículos de primera necesidad. Se tendrá en cuenta la misma norma para impedir los intentos de fuga de los detenidos.

Artículo 3.º Quedan sometidos a la jurisdicción de guerra y tramitados por procedimientos sumarísimos:

a) Los hechos comprendidos en el artículo anterior.

b) Los delitos de rebelión, sedición y los conexos de ambos; los de atentado y resistencia a Tos agentes de la autoridad; los de desacato, injuria, calumnia, amenaza y menosprecio a los anteriores o a personal militar o militarizado que lleve distintivo de tal, cualquiera que sea el medio empleado, así como los demás delitos cometidos contra el personal civil que desempeña funciones de servicio público.

c) Los de tenencia ilícita de armas o cualquier otro objeto de agresión, utilizado o utilizable por las fuerzas armadas, con fines de lucha o destrucción. A los efectos de este apartado quedan caducadas todas las licencias de uso de armas concedidas con anterioridad a esta fecha. Las nuevas serán tramitadas y despachadas en la forma que oportunamente se señalará.

Artículo 4.º Se considerarán también como autores de los delitos anteriores los incitadores, agentes de enlace, repartidores de hojas o proclamas clandestinas o subversivas; los dirigentes de las entidades que patrocinen, fomenten o aconsejen tales delitos, así como todos los que directa o indirectamente tomen parte en atracos y robos a mano armada o empleen para cometerlos cualquier otra coacción o violencia.

Artículo 5.º Quedan totalmente prohibidos los «lock-out» y huelgas. Se considerará como sedición el abandono del trabajo y serán principalmente responsables los dirigentes de las asociaciones o sindicato a que pertenezcan los huelguistas, aunque simplemente adopten la actitud de brazos caídos.

Artículo 6.º Queda prohibido el uso de banderas, insignias, uniformes, distintivos y análogos que sean contrarios a este bando y al espíritu que lo inspira, así como el canto de himnos de análoga significación.

Artículo 7.º Se prohíben igualmente reuniones de cualquier clase que sean, aunque tengan lugar en sitios públicos, como restaurantes o cafés, así como las manifestaciones públicas.

Artículo 8.º Serán depuestas las autoridades principales o subordinadas que no ofrezcan confianza o que no presten el auxilio debido y sustituidas por las que se designen.

Artículo 9.º Quedan en suspenso todas las leyes y disposiciones que no tengan fuerza de tales en todo el territorio nacional, excepto aquellas que por su antigüedad sean ya tradicionales. Las consultas resolverán los casos dudosos.

Artículo 10.º Los reclutas en caja y los soldados de primera y segunda situación de servicio activo y los de reserva que sean acusados de delitos comprendidos en este bando o en el Código de Justicia Militar, quedan sometidos a la jurisdicción de guerra.

Artículo 11.º Los jefes más caracterizados o más antiguos de la Guardia Civil, Carabineros, Seguridad y Asalto, con mando, se harán cargo del mando civil en los territorios de su demarcación, siempre que en ellos no haya fuerzas del Ejército, a quienes compete en primer lugar.

Artículo 12.º Quedan sometidas a la censura militar todas las publicaciones impresas de cualquier clase que sean. Para la difusión de noticias se utilizará la radiodifusión y los periódicos, los cuales tienen obligación de reservar, en el lugar que se les indique, espacio suficiente para la inserción de las noticias oficiales, únicas que sobre orden público y política podrán insertarse. También quedan sometidas a la censura todas las comunicaciones eléctricas, urbanas e interurbanas.

Artículo 13.º Queda prohibido, por el momento, el funcionamiento de todas las estaciones radioemisoras particulares de onda corta y extracorta, incurriendo los infractores en los delitos indicados en los artículos 3.º y 4.º

Artículo 14.º Ante el bien supremo de la Patria, quedan en suspenso todas las garantías individuales establecidas en la Constitución, aun cuando no se hayan consignado especialmente en este bando.

Artículo 15.º A los efectos legales, este bando surtirá efecto inmediatamente después de su publicación.

Por último, espero la colaboración activa de todas las personas patrióticas, amantes del orden y de la paz, que suspiraban por este movimiento, sin necesidad de que sean requeridas especialmente para ello, ya que siendo, sin duda, estas personas la mayoría, por comodidad, falta de valor cívico o por carencia de un aglutinante que aúne los esfuerzos de todos, hemos sido dominados hasta ahora por unas minorías audaces, sujetas a órdenes de Internacionales de índole varia, pero todas igualmente antiespañolas. Por eso termino con un solo clamor, que deseo sea sentido por todos los españoles y repetido por todas las voluntades: ¡Viva España!

Valladolid, 18 de julio de 1936.

El general de la División,

Saliquet

Ha escuchado la lectura sin atreverse a chistar. Cuando, terminado el bando, unos soldados pegan con engrudo los carteles en la pared, los que escuchaban prorrumpen en gritos, vivas y aplausos. Son fascistas y ricos; unos, que visten la camisa de los falangistas, saludan levantando la mano. Mira asustada a su alrededor; observa cómo algunos no aplauden. Descubre un señor sin corbata pero convenientemente trajeado, que la inspira confianza. Cruzado de brazos, se mantiene retirado de los demás.

—Oiga, señor. ¿Qué significa esto?

El hombre la mira primero y la examina despacio; en voz baja y afectuosa la contesta:

—¿No lo ha oído usted? Que están dispuestos a fusilar a quien se les ponga por delante…

—¿Es que ahora mandan ellos?

—Aquí, en este momento, sí… Pero…

El hombre vuelve a mirarla. Los soldados se alejan marcando el paso al son de trompetas y tambores. Paisanos entre los cuales hay mujeres, les siguen dando gritos. En los balcones suenan aplausos.

—… Nadie sabe cómo puede acabar. En Madrid el Gobierno domina la situación, y en Andalucía los militares han fracasado. ¡Váyase a casa! En cualquier momento pueden empezar los tiros, y como empiecen no va a quedar uno para contarlo. Créame. ¡Márchese!

—Es que estoy asustada por mi hijo…

—¿Dónde está su hijo?

—No lo sé; me dijo que iba a la Casa del Pueblo…

—Métase en casa y no lo comente con nadie. Su hijo ya sabe lo que hace… supongo.

—Sí, ya me voy… Como usted me diga… Y muchas gracias, señor…

De Oviedo a León

De Oviedo a León

El humo que penetra por las ventanillas abiertas, al provocarle un acceso violento de tos, le despierta.

—¿El túnel de Busdongo?…

La tos convulsiva le conmueve y le enrojece el rostro; ha respirado humo hasta el fondo de los pulmones.

Muchos de los compañeros continúan adormilados. El vagón, alumbrado por mortecinas lucecillas, que debido a la escasa presión de la locomotora parece que estuvieran a punto de apagarse, le parece un lugar inesperado.

—No llegamos aún a Puente de los Fierros…

Pepe Álvarez, de cuarenta y dos años, minero de Turón, sentado junto a él, no ha dormido; entre las piernas sujeta el mosquetón que le han dado —o que él ha conseguido— en Soto del Rey. Los que acompañaban a Amador Fernández, que fue compañero suyo cuando Amador trabajaba de picador de carbón, han distribuido unas cuantas armas largas muy disputadas entre los expedicionarios.

A Ignacio le produce envidia el mosquetón de Álvarez, aunque, como lo tuvieron bajo tierra desde octubre del 34 y no lo engrasaron bastante, se le nota oxidado. Ignacio dispone de una pistola: la ha traído él desde Sama.

—Bien dormiste, guaje…

—Tú no duermes de miedo a que te birlen el fusil…

—No tengo sueño. Y no ha nacido el que me lo quite.

La locomotora resopla a lo largo del inacabable túnel. No saben qué hora es; entre sueño y aburrimiento las horas se hacen elásticas.

El convoy, que marcha hacia Castilla, se formó en la estación del Norte, en Sama de Langreo. Embarcaron en estos vagones cerca de quinientos mineros de la cuenca para dirigirse a Oviedo. Casi todos son socialistas afiliados a la UGT; hay bastantes comunistas y un corto número de trotsquistas del POUM, más algún anarquista aislado. En Asturias en general y en la cuenca minera en particular, desde la revolución de octubre de 1934 los obreros han formado un frente único, agrupado en la Alianza Obrera que, con fisuras, se ha venido manteniendo coherente.

El tren minero se detuvo en Soto del Rey, donde se les han incorporado compañeros de Mieres, de Turón, y algunos que procedían del mismo Oviedo y hasta de Gijón. Amador Fernández y otros dirigentes les han venido a decir que en Oviedo no existe problema, que el Ejército mantiene fidelidad al Gobierno y que mineros y obreros de la industria son dueños de la ciudad.

El peligro apunta en Madrid, y quizás en Castilla, en estaciones que el tren ha de atravesar. Al peligro han de acudir los mineros asturianos, cuya sola presencia asustará a los fascistas, a los militares, a los burgueses, y si fuera preciso, a los republicanos timoratos. Nadie en España tiene el prestigio de combatiente de la Revolución como el proletariado asturiano.

Demostraron cumplidamente de qué eran capaces; pueden presentar como ejecutoria larga lista de muertos en las barricadas o ante los paredones.

Álvarez procede de Oviedo; cuenta del entusiasmo que domina en la capital asturiana. Ha traído un ejemplar de Avance, que se ha publicado sin censura; explica cómo la mecha que ha ardido en Marruecos, y va a extenderse por la Península, únicamente es capaz de apagarla el proletariado en armas.

—La calle Uría y los alrededores de la estación del Norte estaban repletos de compañeros: querían marchar a Madrid. Primero salió un convoy. Nosotros subimos en el expreso, hasta que en Soto del Rey nos mandaron cambiar a éste. Viene un teniente de Asalto: Lluch.

Un metalúrgico de la fábrica de Mieres, que dormitaba junto a ellos y que acababa de espabilarse, les pregunta:

—¿Para cuándo llegamos a Madrid? Ya voy harto de viaje.

—Ni se sabe…

—Depende de lo que hagan los de Valladolid…

—Muchos fascistas hay en Castilla…

—Pues que se preparen, que en cuanto lleguemos los asturianos…

—Que se aten las alpargatas, que van a tener que correr.

—Compañeros, no me dejasteis terminar. Hay muchos fascistas en Valladolid, pero los ferroviarios son socialistas…

—¿Habrá chigres en Madrid?

—En todo el mundo los hay. En Madrid, si viven allá asturianos, digo yo que tiene que haber chigres y sidra…

—Es que si no hay chigres me apeo del tren.

Han salido del túnel; el humo se disipa rápidamente. Por las ventanillas entra un aire fresco que les alivia la respiración. La locomotora resopla Puerto Pajares arriba. En el extremo posterior del vagón, los que van jugando una partida de cartas, arrancan a cantar:

Al pasar por el Puertu,

Puertu Payares,

me encontré con un vieyu

llindaba vaques…

Con ambas manos apoyadas en la boca del fusil y descansando el mentón sobre el dorso de las manos, Álvarez se queda pensativo. Como si hubiera reflexionado explica:

—Yo estuve en Madrid cuando las quintas, y me revientan los madrileños. Voy con ganas de repartir estopa…

—Algo te harían —dice Ignacio—. ¿Te quitaron la novia?

—Hablo en serio… Estuve en los calabozos de la Dirección General de Seguridad… ¡Me cago en su padre!

—No eran madrileños los que te atizaron…; los guardias serían gallegos…

—No lo decía por eso; es que los madrileños no me gustan. Hasta entre los compañeros nuestros los hay gilipollas, como ellos dicen.

Ignacio se recuesta de nuevo contra el respaldo de tabla, y trata de reanudar el sueño. En Soto del Rey, donde han hecho una parada prolongada, se metieron en un chigre cercano a la estación; han bebido unas cuantas botellas de sidra y han cantado hasta enronquecer. De la guerra le gusta la jarana, los cantos, el compañerismo, y también, si se tercia, pegar tiros. Esto último lo supone; con tal fin se ha embarcado hacia Castilla o Madrid, hacia donde los asturianos hagan falta. Tantas horas en el tren, y a marcha tan lenta, ¡eso sí que le fastidia!

San Sebastián

San Sebastián

—Vamos a resumir la situación. Menor Poblador no contesta desde Pamplona; podemos suponer sin temor a error, que como esperábamos, el general Mola está sublevado. De Bilbao, Echevarría Novoa comunica impresiones que calificaremos de optimistas; no cree que la guarnición de Vizcaya se subleve. Vitoria, dudoso. Yo diría malo. Y ahora les pregunto a ustedes y me pregunto: ¿y San Sebastián?

La interrogante del diputado Manuel Irujo vuelve a encender la discusión. Las opiniones se dividen, se propugnan soluciones más o menos extremistas según quien las lanza a la palestra. Al gobernador se le escapa el dominio de la situación. Hay quien exige que las organizaciones obreras sean armadas, para lo cual debe conminarse a los militares a que entreguen el armamento. Otros temen que si los cuarteles de Loyola se sublevan, la ciudad y el propio edificio del Gobierno Civil resultarán excelente blanco para la artillería, oportunidad que no será desdeñada.

Irujo medita: Pamplona, Navarra entera, probablemente, se ha sublevado. En Estella habita su familia; su madre, su hermano, su hija… En Pamplona tiene un hermano ingeniero de montes.

La situación general es tan grave que cualquier preocupación personal pasa a segundo término. Lo principal es buscar soluciones, formular planes, conocer los del enemigo. Hay que decidirse a coger el toro por los cuernos.

—Puedo telefonear a los cuarteles de Loyola, si la idea les parece aceptable. El teniente coronel Vallespín es amigo mío. Creo que lo mejor es interrogarle sobre sus propósitos, por las buenas… con la natural diplomacia.

Las discusiones se reproducen; la tónica es la confusión, y la divergencia de criterios y actitudes. Los sindicalistas pretenden alzar una barricada en la calle Larramendi. A la Guardia Civil de la provincia se le han cursado órdenes de concentrarse en la capital.

Coge el aparato, de nuevo utilizará el teléfono como arma incruenta de combate. Consigue línea con los cuarteles de Loyola. El teniente coronel Vallespín, de ingenieros, se pone al habla.

—¿Cómo está usted? Soy Manuel Irujo.

—Muy bien. ¿Y usted?

—Bueno… ya sé que corren por ahí vientos de fronda. ¿Qué piensan hacer?

—Verá usted, señor Irujo; nosotros, como militares, estamos con el Ejército…

—¡Naturalmente! Pero es que el señor gobernador civil desearía…

—Nosotros no reconocemos más autoridad que la de nuestros superiores; del señor gobernador civil no recibimos órdenes. Con usted hablamos, usted es un diputado, tiene una representación, y es persona de orden…

Se ha hecho el silencio; otra vez escuchan. Manuel Irujo frunce la frente. Unas frases de cortesía, palabras ambiguas que a nada comprometen, terminan con la conversación. En Loyola no están sublevados; pueden sublevarse en cualquier momento.

Burgos

Burgos

Está comprometido con el general Mola a que la provincia de Burgos proporcionará seis mil combatientes de la Falange desde el primer momento del alzamiento. Durante el mes de julio se ha mantenido cierta tirantez —o un estira y afloja— entre José Andino, jefe provincial de Burgos, y el general Mola, a quien los conspiradores militares llaman «El Director» porque dirige el levantamiento en la Península. El comandante de infantería Luis Porto Rial, arrestado hace un par de días, con el cual ha mantenido secreta relación, directamente o por mediación del capitán Muga o del teniente Garriga, ha hecho diversos viajes a Pamplona a parlamentar con el general Mola.

José Andino, que desde el día 13 se encuentra encerrado en la prisión provincial, tiene en cuenta las consignas que ha recibido del jefe nacional, las únicas que debe y piensa acatar incondicionalmente. José Andino no olvida la orden del 24 de junio, en que el jefe nacional previene a los provinciales sobre extralimitaciones cometidas por algunos de éstos en su colaboración con el Ejército; y recuerda las instrucciones «reservadísimas» de fecha 29 de junio, por eso hizo saber a Mola que el día 20 de julio, a las doce en punto quedaría roto todo compromiso entre los falangistas burgaleses y el Ejército, de no haberse producido para ese momento la sublevación. Fue entonces cuando Mola le dijo malhumorado al comandante Porto que servía de enlace: «Ya que la Falange de Burgos se pone en esa actitud, ¿con cuántos hombres cuenta?». Esto ocurría en Pamplona el día 11 de julio, y Porto, que regresó a Burgos, hizo un nuevo viaje a Pamplona con la respuesta: «Seis mil hombres a las cuatro horas; doscientos en el momento de la movilización, más un centenar para distribuir las consignas». Advirtió que le recordara al «Director», el compromiso de abstenerse de nombrar autoridades civiles en los tres primeros días. Mola contestó que conforme, y que el levantamiento se produciría antes de la fecha señalada por la Falange. Al día siguiente de recibir la respuesta, Andino fue encarcelado, pero ha conseguido mantener enlaces con el exterior gracias a la complicidad de algunos guardianes, a las visitas de su mujer y su sobrina, y principalmente a Honorato Martín Cobos, abogado burgalés que había militado en las filas moderadas del republicanismo maurista y que tras defender profesionalmente a los falangistas ha ingresado en sus filas y resulta magnífico colaborador.

Le consta que en un arrebato exageró la cifra, y que no le será posible movilizar tantos hombres; muchos sí estarán presentes en Burgos mañana por la mañana a las nueve en punto; ya han sido despachados los oportunos enlaces. La Falange ha de actuar con audacia y rapidez para no ser desbordada por las fuerzas derechistas y reaccionarias que cuentan con poderosas influencias y que están más próximas a la ideología, o por lo menos al sentir, de los jefes militares; aunque gran número de oficiales jóvenes se sienten atraídos por la Falange. A Burgos han acudido políticos profesionales de tendencia monárquica y reaccionaria: Sainz Rodríguez, Yanguas Messía, el conde de Vallellano, Goicoechea, y otros, que se opondrán con todas sus fuerzas a la revolución nacional-sindicalista.

La Falange se ha visto atrapada entre dos fuegos y la iniciativa les ha sido arrebatada. Es tarde para intentarse nada; resulta forzoso colaborar con eficacia en el golpe militar; del empuje y coraje de los falangistas en las horas que se aproximan dependerá el futuro político de España. No es hora pues de vacilaciones y sí de mantenerse vigilantes y dispuestos a no dejarse atropellar por enemigos ni aliados.

En esta celda de la prisión provincial están detenidos con él más de una docena de camaradas. Por precaución ha mandado apagar la luz; la ventana da a unos descampados hacia la parte de Santa Águeda; estas noches había en la garita un centinela, pero ha sido retirado; podrían desde el exterior atentar impunemente contra ellos.

Martín Cobos, con pretexto de visitarle, le ha comunicado las últimas noticias. A la madrugada se proclamará el estado de guerra; en el cuartel de San Marcial, donde Cobos ha estado por la mañana hablando con el coronel Gistau y otros jefes; puede decirse que se hallan sublevados, y la Junta Militar permanece en sesión permanente; los falangistas se han apoderado de Radio Valladolid; en Andalucía se han sublevado las guarniciones. Para ordenar la movilización de los falangistas de toda la provincia han salido de Burgos el hijo del teniente coronel Gavilán, a quien acompaña Andújar; recorrerán Briviesca, Aranda, Trespaderne, Villarcayo, Roda de Duero y Dueñas; Femando Renedo, Villadiego y Castrogeriz; y han salido otros para el resto de la provincia. Antonia, su sobrina, ha llegado de Briviesca con sus dos hijos, noticia que le ha tranquilizado, pues en Briviesca podrían ejercer alguna represalia contra ellos. Las calles de Burgos, a la hora en que Martín Cobos le ha visitado, estaban animadas y en el ambiente ha observado gran nerviosismo. Patrullaban socialistas y otros elementos de izquierda, algunos con camisas o insignias de uniforme; con los falangistas se han producido incidentes no graves. Los dos jefes de la Guardia Civil se inclinan a favor del Gobierno; la casi totalidad de la oficialidad, suboficiales y números, les ofrecen resistencia pasiva. Y la noticia más importante: tan pronto sea posible, les sacarán de la cárcel.

En cuanto se ha ausentado Honorato Martín Cobos los camaradas de la celda le han asaeteado a preguntas; le ha parecido conveniente mantener una actitud de reserva que en momentos en que la suerte pende de un hilo es la única sensata.

Durante un rato ha conseguido dormir; la tensión y la fatiga de los últimos días, que ha culminado en estas horas, le han rendido. Carmelo Valenciano que duerme, a su lado, es quien más ha pugnado para sonsacarle. Los camaradas están convencidos de que algo importante está ocurriendo.

Le parece oír un sonido lejano de tambores; incorporado en el petate, afina el oído. Resulta difícil precisar de dónde procede pero sí parece un redoble.

—¡Eh, despertad! ¡Muchachos!

Los más están soñolientos, y se desperezan sin comprender por qué les despierta.

—¿Pasa algo?

—¿No oís, como trompetas y tambores?

—¿Tambores?

—¡Callad! Si parecería…

—¿No podéis callar un momento?

—Sí. ¡Son las tropas!

—¿Quién sabe lo que ha podido ocurrir?

Los tambores sólo pueden ser el Ejército; si a estas horas de la noche ha salido de los cuarteles, tiene que ser sublevado.

—¡Muchachos, ha llegado nuestra hora!

Oyen voces confusas, gritos. Intentan escuchar con atención, están desasosegados. Puestos en pie, tienden el oído, crispan las manos.

—Juraría que dicen ¡Viva Azaña!

—¡Qué va! ¡Arriba España! Lo he entendido clarísimo. ¡Son los nuestros!

—Pues yo no entiendo palabra… ¡Callad!

—Se insultan…

De fracasar el golpe o si los socialistas se les han adelantado, es que vienen a la cárcel a buscarles y no tienen escapatoria.

—¡Camaradas! Estemos prevenidos; no nos entreguemos con vida en caso de que vengan a por nosotros.

—Pero si lo que gritan es ¡Arriba España!

—Por si acaso; mantengámonos prevenidos. Yo no lo oigo tan claro.

Algunos se arman con los pies de hierro que sirven de soporte a los petates. El ruido y las voces se aproximan por el corredor. Con el director de la prisión, vienen el comandante Pastrana, de intendencia, que forma parte de la Junta Militar, el comandante Castillo, de artillería y otros militares, paisanos y oficiales de Prisiones.

—¡José María Andino!

—Yo soy…

—Puede usted salir, queda en libertad…

—Señor Andino, traigo orden de llevarlo conmigo —dice el comandante Pastrana— pero me han puesto dificultades… Hemos proclamado el estado de guerra. El Ejército es dueño de Burgos.

—No es que me oponga —replica el director de la prisión— es que necesito una orden por escrito del señor gobernador.

—¿De qué gobernador?

—Yo no abandono la prisión si no salen conmigo mis camaradas. Estamos presos injustamente.

—A eso sí que me es imposible acceder.

—Mire usted, mejor que no nos ponga demasiadas pegas…

Han abierto la reja; se arremolinan. El director y los oficiales de prisiones intentan mantener el orden y sujetar la puerta enrejada. El comandante Pastrana se impacienta; Andino se obstina y discute.

—Hemos de salir todos. ¿Qué razón hay para que estemos en la cárcel?

—Pues que salgan. ¡Sea!

—Es que el procedimiento es ilegal.

—¡Tranquilícese, yo me hago responsable! Señores, todos afuera.

La celda se queda vacía. Marchan a lo largo de los corredores, descienden por la escalera que conduce a la puerta principal; uno empieza a cantar, los demás le corean. Los que no conocen bien la letra del himno, la tararean.

Cara al sol, con la camisa nueva

que tú bordaste en rojo ayer,

me hallará la muerte si me lleva…

Junto a él va sentado su ayudante Hernando, a quien también han detenido. Los oficiales que le conducen en este automóvil eran hasta hoy sus subordinados; ahora le tratan con dureza exceptuando un hilo de deferencia que no son capaces de cortar. Viste de paisano —le han obligado a cambiarse de ropa al desposeerle del mando— con el uniforme le han despojado de la poca autoridad que todavía podía esgrimir. Están completamente obcecados.

Las calles burgalesas aparecen desiertas. Comprende que les conducen al cuartel de San Marcial; el coronel Gistau se habrá erigido en cabecilla insurrecto. Desde primeras horas de la noche han hecho prisionero al general Mena. El pobre Mena ignoraba que venía a meterse en la boca del lobo, que eso es Burgos en este momento. Hacia el Espolón suenan trompetas, aplausos, vítores. Todo esto puede llevar al desastre de una guerra fratricida. El general Mola le dio palabra de que no iba a sublevarse; ya debe haberlo hecho a estas horas. Cuando poco antes de ser destituido ha intentado comunicar con él por teléfono, no ha conseguido que se pusiera al aparato. ¿Y Madrid? ¿Qué ocurrirá en Madrid? ¿Y en Barcelona? ¡Cómo las circunstancias lo gobiernan todo! De hallarse al frente de la división de Cataluña, estaría al lado de Companys y del Gobierno de la Generalidad, al cual se vio obligado a combatir en octubre de 1934… Pero entonces fueron ellos quienes se sublevaban contra el poder legítimo.

Hernando, que va callado y entristecido, se ha portado lealmente con él; le acompaña camino del cautiverio. Cruzan un camión abarrotado de paisanos que dan vivas, o mueras, ¡qué más da!

Trata de poner en orden sus pensamientos; las últimas horas han sido tan agobiantes y dolorosas, que casi ha resultado aliviado cuando Algar y Aizpuru le han conminado a que se diera por preso. —¡Hay que ver! ¡El comandante Algar y el teniente coronel Aizpuru, detenerle a él, al general de la división!— ese instante tremendo, era culminación y fin de unas jornadas insostenibles. ¿Y su jefe de Estado Mayor? ¡Un hombre como el coronel Moreno Calderón en quién horas antes hubiera confiado a pies juntillas! Hasta el último momento le han ofrecido a él, que se pusiera al frente de la insurrección, proclamara el estado de guerra y organizara una columna para marchar contra Madrid. ¡A él; al general Batet! Se ha negado. Sólo al final, despechados, le han echado en cara su republicanismo. ¿Republicanismo? En cierta medida; acata el Gobierno legal, al cual ha jurado fidelidad. Cuando la Monarquía era la forma legal de gobierno, la acató también.

Parece que han detenido al gobernador civil, y que se han adueñado de la ciudad. Ha oído comentar a los que le vigilaban, que Saliquet se había hecho cargo de la división de Valladolid. ¿Será cierto? No ha querido preguntar; no ha querido rebajarse a preguntar… ¿Qué habrán hecho con Molero? ¡Dios, qué desastre, qué desastre!

La Granja

La Granja

—¿Don Miguel Maura? Le llama de nuevo el presidente de la República.

—¡Diga, diga, amigo Azaña! Sí, soy yo mismo…

—Buenas noches; le he hecho esperar la respuesta pues deseaba hablarle sin testigos. A su propuesta se han adherido la mayoría: Martínez Barrio, Giral, Prieto, Besteiro, Viñuales, Amos Salvador, Fernando de los Ríos, Sánchez Román… Pero, amigo Maura, Largo Caballero ha manifestado que él se oponía, y que desencadenaría la revolución social. Una amenaza que no se si puede calificarse siquiera de velada…

—En ese caso, señor presidente, es completamente inútil que vaya a Madrid. Porque cualquier otra solución es, a mi modo de ver, inaceptable…

—Hemos de esforzarnos todos, amigo Maura; con la oposición decidida de las masas obreras con que Largo Caballero nos ha amenazado, no podíamos intentar nada. Amigos y enemigos nos hacen la jornada difícil.

—Lo comprendo, pero no puedo ni quiero intervenir en lo que venga. No me alcanza la menor responsabilidad en el actual estado de las cosas. No pienso mezclarme en el desenlace. Adiós, amigo Azaña; le deseo buena suerte.

Madrid

Madrid

Acaban de correr voces de que la dimisión del Gobierno es un hecho y de que Martínez Barrio va a formar uno nuevo a base de republicanos del centro con exclusión de los socialistas. Guzmán ha decidido desentenderse de los rumores políticos; ha llegado a la convicción de que esta noche las noticias importantes no vendrán de las cámaras y antecámaras ministeriales, sino de la calle, de los centros sindicales. Se dirige a la calle de la Luna, al Comité Nacional de la CNT.

En los alrededores del edificio se observa mayor aglomeración que a primeras horas de la noche y grupos de obreros, evidentemente armados, detienen y registran los vehículos que transitan por los alrededores.

A la puerta del Comité tres automóviles esperan con los motores en marcha. Encuentra a Isabelo, que sale precipitadamente.

—Si quieres que hablemos, vente conmigo. Tengo mucha prisa.

Apretándose se colocan junto al chófer de uno de los coches. Arrancan. Enfilan por la Gran Vía y se dirigen hacia la Cibeles. El asiento de atrás lo ocupan tres hombres que no se preocupan de ocultar sus pistolas colocadas en el cinto. Los cafés y bares permanecen abiertos, como si en el centro de la ciudad los madrileños se hubieran lanzado a la calle. En las aceras corros de hombres que gesticulan. Junto a la verja del Ministerio de la Guerra se agolpa mucha gente, y retenes de guardias de Asalto mantienen la vigilancia.

—Vamos a Usera —dice Isabelo—, hace rato que nos esperan.

Toman por el paseo del Prado, que está casi desierto. El conductor, que fuma silencioso un cigarro, pisa a fondo el acelerador. Otro de los coches va pegado al de ellos, y los faros del tercero se reflejan en el espejo retrovisor.

—Tú que eres periodista, ¿sabes que intenta formar Gobierno Martínez Barrio?

—Esos rumores corren…

—No son rumores, es cierto. Al general Miaja le ponen en Guerra, los demás son republicanos moderados y masones. Entra en la combinación Sánchez Román, un puro derechista. Quieren pactar con el enemigo. Supongo que fracasarán y tendrán que dimitir; nos ahorrarán a los obreros el trabajo de echarles por la violencia.

—¿Qué obreros, los de la CNT?

—Y los ugetistas, y los comunistas. Hasta los socialistas de Prieto están empezando a abrir los ojos, y muchos republicanos se manifiestan contrarios a ese Gobierno que aún no se ha anunciado oficialmente. Es un golpe bajo, una sucia maniobra.

Vuelve a observarse animación en la Glorieta de Atocha; se ven muchas personas en las aceras, en los bares, yendo de un lado a otro, escuchando las radios cuyos altavoces trabajan al máximo volumen transmitiendo consignas, discursos, noticias.

En la estación de Delicias, los obreros vigilan los accesos; se advierte que se trata de guardias organizadas. Isabelo le explica a Guzmán:

—Los comités obreros se han hecho cargo de las estaciones. Los ferroviarios controlan el movimiento de trenes y viajeros.

En la plaza de Legazpi, entre el mercado central y el matadero, encuentran unos camiones atravesados formando barrera. Un pelotón de paisanos armados les hacen señas de que se detengan. Frenan violentamente. Los de la barrera levantan el puño y ellos contestan en igual forma.

—¡Salud, camaradas!

Mientras Isabelo habla con los de la guardia armada, militantes de las Juventudes Socialistas, y les muestra unos papeles, Guzmán observa que tras las tapias del matadero se asoman hombres armados con escopetas. Están protegiendo a los de la barrera, que tienen que actuar a cuerpo descubierto. De estos últimos un par de ellos llevan rifles, los demás pistolas.

Los tres automóviles atraviesan el Manzanares; en la orilla opuesta comienza el barrio de Usera. Parece que sus habitantes están en la calle. En la plazoleta, que se abre al extremo del puente, se reúne una muchedumbre. Muchos, entre los cuales —a pesar de lo avanzado de la hora— no faltan las mujeres y aun los chiquillos, se afanan en formar barricadas con los adoquines que han levantado del pavimento y con enseres y materiales diversos amontonados al efecto.

De los grupos que vigilan la carretera en dirección a Villaverde y Getafe, unos van armados y otros no disponen de armas.

Cuando los automóviles frenan, se acercan y les rodean.

—¿Traes eso, Isabelo?

—Menos de los que quisiera. Tendréis que arreglaros de momento. Procuraremos hacernos con más.

Bajan de los coches. Isabelo, que hace años que vive en el barrio de Usera y conoce a todos los militantes, se encarga de la distribución de una treintena de fusiles que han descargado del coche. Todos gritan, piden, protestan, empujan, pero Isabelo los distribuye de uno en uno, eligiendo, puesto que los solicitantes sobran, a aquellos compañeros que supone pueden manejarlos mejor y con mayor decisión. La distribución se hace exclusivamente entre los afiliados a la CNT.

Por la carretera de Andalucía llegan dos coches. Apagan los faros. Son los compañeros de Villaverde y Getafe que patrullan por la carretera y mantienen el enlace con Usera. Cada automóvil lo ocupan seis hombres armados de pistolas.

—Hola Isabelo…

—¿Qué hay por Getafe?

—Siguen acuartelados, pero no se han movido. Los tenemos vigilados.

Isabelo se vuelve hacia los ocupantes del tercer coche que vino con ellos, del cual no han descargado las armas.

—Vosotros, con los compañeros, transportáis los fusiles a Villaverde. Yo me marcho.

Los del comité de Villaverde le preguntan cuántos fusiles les va a entregar.

—Por el momento una docena, y bastante munición. Os lo podéis llevar todo.

Guzmán observa a su alrededor. En la plaza y calles adyacentes hay aparcados otros automóviles y camiones. Y mucha gente que parece hasta divertida.

—¿Todos son de la CNT?

—¡No, hombre! Esta vez vamos juntos, como cuando lo de Asturias. Estamos con los comunistas, los socialistas y hasta con los republicanos. Lo que ocurre es que cada cual se arma por su cuenta, y ten por seguro que los socialistas son los que se han llevado la mejor parte en el reparto.

—¿Pero y los guardias? Ya conoces las órdenes de Casares.

—Nadie le hace caso a ese desgraciado… ¡Anda, vamos! A Martínez Barrio, si sigue por el mismo camino, le ocurrirá otro tanto.

Arrancan, y al pasar frente al puente de la Princesa, Isabelo le muestra una camioneta con guardias de Asalto, estacionada y con los faros apagados. Algunos guardias se han tumbado sobre los bancos; otros, en tierra, confraternizan y charlan animadamente con los paisanos que les rodean.

Bordeando la orilla del río siguen por la calle de Antonio López hacia el puente de Toledo.

Durante una hora recorren los barrios del sur y sudoeste de la ciudad y llegan hasta las alturas de Carabanchel y el Campamento. Las calles principales están concurridas, destacamentos de paisanos armados vigilan barricadas levantadas en puntos estratégicos. En los cruces se han instalado controles. Descubre bastantes uniformes, camisas e insignias de las milicias socialistas, pero los más visten de paisano, en mangas de camisa o con monos de trabajo. Hay aquí más fusiles que en Usera y algunos ciñen correajes. Aviadores de Cuatro Vientos han entregado subrepticiamente fusiles y munición a los socialistas. En los alrededores de los círculos socialistas, de los ateneos libertarios, de los radios comunistas, de los centros republicanos, la afluencia es considerable. Reclaman armas, reciben consignas, montan guardia. Coches veloces transmiten órdenes instrucciones.

En algunos puntos se detienen y bajan. En otros se limita Isabelo a hablar con algún compañero desde la ventanilla del automóvil.

—¿Y los guardias civiles, qué?

—Acuartelados; sabemos que acatan el Gobierno. Los de Asalto, ya sabes, se muestran más comunicativos. Si los militares se sublevan, estarán con nosotros.

—De los guardias civiles, ¿qué se dice por aquí?

—Que esta vez no se pondrán contra el pueblo…

En los Carabancheles, en los puentes de Segovia y Toledo, lo que más preocupa son los regimientos acantonados; se teme que de un momento a otro emprendan la marcha sobre Madrid.

Es tarde; regresan hacia el centro de la ciudad. Guzmán debe reintegrarse al periódico. Le ha impresionado el cinturón revolucionario que ciñe a la capital. Isabelo comenta:

—Cuatro Caminos, Tetuán, Las Ventas, Vallecas, todos los barrios se encuentran en pie de guerra; si quieren lucha la tendrán. Las organizaciones obreras controlan las barriadas.

—Isabelo, sé que no le tienes demasiada simpatía, pero te voy a repetir una frase de Indalecio Prieto, que como sabes es un rato inteligente. La escribió hace unos días en El Liberal de Bilbao…

—Dímela, no estoy en contra de nadie. No es momento de antipatías ni enemistades. ¿Qué dijo?

—«Si la reacción sueña con un golpe de estado incruento, se equivoca».

Isabelo se ríe y le da un golpe amistoso con el codo.

—¡Hay que ver! ¡Qué bien decís las cosas los que escribís en los periódicos!

Málaga

Málaga

—¡Soldados! ¡Guardias! Este movimiento iniciado por el Ejército lucha sólo por una España digna y mejor. Para que veáis que nos hemos levantado por estos principios, yo beso la bandera y hago pasar a mis soldados por debajo de ella. ¡Viva España! ¡Viva la República! ¡Viva el Ejército!

—¡Vivaaaa!

—¡Viva Españaaa!

—¡Vivaa!

—¡Viva la República!

El teniente Francisco Ruiz de Segalerva, que a pesar de que lleva varias horas peleando conserva impecable el uniforme y mantiene su aspecto juvenil y deportivo, inclina la cabeza y besa la bandera. Después, bajo la enseña tricolor que él mismo sostiene con la mano, desfilan una docena de soldados cuyos mosquetones todavía están calientes de los disparos. El capitán Huelin se ha mantenido en posición de firmes junto al teniente de Asalto Mora, que al frente de un piquete de guardias de los que defienden el Gobierno Civil, ha venido a parlamentar con las fuerzas atacantes, formadas por una compañía del Regimiento de Infantería n.º 8, el que antiguamente se llamaba de Vitoria, algunos números de la Guardia Civil, y unos cuantos paisanos.

—Bien, muy bien —exclama complacido el teniente Mora.

—Entonces, adelántate y comunica al gobernador que voy a hablar con él directamente.

Agustín Huelin Gómez estaba hoy de capitán de cuartel en el de Capuchinos, y ha recabado el honor de salir al frente de la compañía encargada de proclamar el bando del estado de guerra; la tercera del primer batallón. La compañía está bastante incompleta, sus efectivos son menguados igual que le ocurre al regimiento a causa de los permisos de verano. El capitán Huelin, fuerte de cuerpo e impetuoso de ánimo, ha servido en el Tercio y posteriormente como oficial de Guardias de Asalto. Entusiasta partidario del alzamiento, ha intervenido en su preparación, al igual que el teniente Ruiz de Segalerva.

A tambor batiente, precedidos de la banda de trompetas, la tercera compañía salía del cuartel a proclamar el estado de guerra. En los primeros instantes se ha producido desconcierto entre el público que llena las calles, afecto en su mayoría a las izquierdas, puesto que los bienpensantes y gentes de orden se han refugiado en sus casas. La compañía ha sido vitoreada y saludada con el puño en alto, corría la voz de que iban a embarcar al puerto para acudir a Marruecos a sofocar la rebelión. Después, el público ha comenzado a mostrarse agresivo, y los puños más que en saludo se alzaban en son de amenaza. La banda de trompetas tocaba el pasodoble de Los Voluntarios, mientras que centenares de personas, muchas de las cuales procedían de los barrios del cinturón, entonaban rítmicamente: ¡UHP! ¡UHP! ¡UHP!, grito de guerra que se ha popularizado en toda España a raíz de la frustrada revolución proletaria de Asturias.

Al llegar a los barrios burgueses, les han animado con algunos tímidos aplausos, pero demasiados balcones se cerraban previsoramente a su paso. Málaga es ciudad acusadamente izquierdista; las personas de derechas, pacíficas de suyo, están más que nunca amedrentadas. La noticia de la sublevación de Marruecos —Melilla pertenece a la provincia de Málaga y está muy próxima, al otro lado del Estrecho— ha indignado y alertado a las organizaciones obreras, que se han lanzado unánimemente a la calle con armamento escaso, heterogéneo y quizá no demasiado eficaz, pero muy amenazador.

El primer incidente ha surgido con unos oficiales de Asalto, comprometidos secretamente en el alzamiento, al observar el capitán Huelin la pasividad que adoptaban ante la actitud de los guardias que descaradamente confraternizan con el pueblo hostil. Frente a la Comandancia Militar y con la solemnidad de rigor, el bando ha sido leído.

El comandante Delgado Jiménez y otros militares se han añadido a la pequeña tropa. La corta distancia que separa la Comandancia del Gobierno Civil ha resultado difícil y accidentada. Les han causado algunos heridos y se han visto obligados a disparar contra los numerosos paisanos que desde diversos puntos les hostigaban. La tropa, entre cuyos componentes no faltan los simpatizantes con las izquierdas, se ha portado disciplinadamente, pues los paisanos no han escatimado exhortaciones violentas para que se amotinaran. Hasta el momento no ha sucedido; ni se ha señalado el más leve síntoma.

Han seguido por la Alameda hacia el parque en dirección al Gobierno Civil, que ocupa el edificio neoclásico de la Aduana construido durante el reinado de Carlos III.

En el interior del Gobierno Civil se hallan reunidas las principales autoridades del Frente Popular protegidas por guardias de Asalto; les han recibido con una descarga de fusilería y fuego de ametralladora que les han causado quince bajas; de ellas tres muertos.

En ese momento se ha hecho preciso desplegarse, echar cuerpo a tierra y protegerse con el arbolado, las plantas y los bancos del paseo. Y ha comenzado la batalla. Fuerzas de la Guardia Civil, situadas al otro lado del edificio de la Aduana, cooperan activamente al asedio; otra sección de infantería ataca por la parte de la calle del Císter.

Las últimas horas de la tarde y las que van transcurridas de la noche han sido sumamente agitadas y peligrosas, pero la ventaja se inclina a favor del Ejército. Guardias civiles se han apoderado de la Telefónica desplazando a los de Asalto que por orden del Gobierno la custodiaban. Hacia las ocho de la noche un oficial al mando de una sección se ha instalado en la Alameda para rechazar a los grupos armados que desde las callejas inmediatas a la Catedral y desde la desembocadura de la calle de Larios amenazaban u hostigaban el flanco y retaguardia. Tres cadetes, que pasaban en Málaga sus vacaciones y se han añadido al pequeño destacamento que manda el capitán Huelin, han resultado heridos. Unos pocos paisanos, falangistas, con un brazalete distintivo, y un oficial de carabineros disconforme con la actitud pasiva y expectante de los demás componentes de su Cuerpo, se le han incorporado. En la calle de Larios se han producido algunos incendios y entre el mido de los tiroteos, las campanas de la Catedral tocaban a rebato. La ciudad se ha ido tranquilizando poco a poco, y el fuego de los defensores del edificio de la Aduana ha decrecido. Por el contrario, las fuerzas atacantes crecen y en este momento, apuntando hacia el Gobierno Civil hay un cañón del 7,50, dos morteros y varias ametralladoras, con lo que la amenaza es más viva y peligrosa para los sitiados. El cuartelillo de Carabineros de la Parra, les cubre la retaguardia, y asegura la posibilidad del desembarco de fuerzas del Tercio que se rumorea acudirían desde Melilla. En el Hospital Noble, algunos paisanos y guardias de Asalto se han parapetado y disparan, pero el edificio es atacado eficazmente por la Guardia Civil.

El comandante militar, general Patxot, telefoneando reiteradamente al gobernador civil, ha conseguido convencerle de que enviara al teniente de Asalto Mora, con bandera desplegada, en calidad de parlamentario. Pero el capitán Huelin desea parlamentar directamente con el propio gobernador.

En otros puntos de la ciudad prosiguen las escaramuzas; aquí la tregua ha sido aceptada por ambas partes. Acompañando al capitán Huelin se dirigen al Gobierno Civil el teniente Ruiz Segalerva, un número de la Guardia Civil y García Moyano, jefe de la JAP, que también forma parte de los atacantes. Al teniente coronel don Ramón Reviso Pérez, que debía hacerse cargo del Gobierno Civil en nombre de la autoridad militar, una vez sometido, han tenido que evacuarlo por haber sido herido en el combate.

Atraviesan el patio de estilo renacentista, y el capitán Huelin sube por la escalera principal. Guardias de Asalto en mangas de camisa y paisanos armados, le abren paso sin manifiesta hostilidad. En el rellano de la escalera principal le espera el gobernador civil rodeado de otras personas, probablemente dirigentes de los partidos y organizaciones obreras, y de algunos oficiales de Asalto. Entre estos últimos conoce al teniente Mora y al capitán Molina, antiguos compañeros suyos.

El capitán Huelin se adelanta hacia el gobernador, don José Antonio Hernández Vega.

—Señor gobernador, en nombre del Ejército le exijo la entrega del mando y la rendición de este edificio.

—Como gobernador civil, yo soy la única autoridad legítima. La declaración del estado de guerra no ha sido ordenada por el Gobierno al cual yo represento…

El capitán de los guardias de Asalto interrumpe con vehemencia el parlamento.

—Aquí no se rinde nadie. Mientras quede un guardia de Asalto no consentiremos en la entrega.

—Señores, piénsenlo mejor —dice ponderado el capitán Huelin—. No quiero derramar más sangre inútilmente. Dentro de media hora vendré a saber la respuesta definitiva.

Da media vuelta; al pie de la escalera se incorpora a los demás parlamentarios que le esperaban. Lentamente atraviesan el patio. Tras de ellos van cerrándose las filas de los guardias de Asalto que empuñan fusiles y tercerolas. Sin volver la cabeza regresan a sus posiciones en el Parque. Entre ambas fuerzas contendientes se hace un silencio expectante roto sólo por disparos aislados.

Madrid

Madrid

Le pesan los párpados y le pesa todo el cuerpo, pero no son momentos para rendirse al desfallecimiento sino para mantenerse lúcido hasta la exasperación. Casares Quiroga se ha derrumbado, y ahora que él acaba de pasar al primer plano de la escena nacional, comprende lo que le ha ocurrido a su antecesor tras de cuarenta horas de tensión. Debajo de sus ojos azulean dos grandes bolsas que destacan la palidez y blanda apariencia de los trazos del rostro. Casares Quiroga es un «señorito jaque de la calle Real de La Coruña», como le calificó Calvo Sotelo, su implacable adversario en pleno Parlamento (Calvo Sotelo muerto, Casares fracasado) y él, Diego Martínez Barrio, presidente de las Cortes, diputado por Sevilla y jefe del partido de Unión Republicana, ni es jaque, ni gallego, ni quisiera ser señorito: es un político, un negociador. Ha llegado su momento; el presidente de la República le ha encomendado la formación de un Gobierno de centro para hacer frente a la desesperada situación en que, por sus pecados, se halla sumida la República, y para tratar de detener o cuando menos de frenar la insurrección militar que ha prendido en media España y está a punto de prender en la otra media, si él no se muestra capaz de remediarlo.

La responsabilidad que ha caído sobre sus espaldas no es ligera. Diego Martínez Barrio se ha convertido en el «clavo ardiendo» al cual la República Española, por arte de su presidente, se ha cogido con desesperado afán. Si fracasa en su intento, nadie podrá echárselo en cara pues aunque es cierto que a estas horas de la madrugada tiene algunas bazas en su poder, son insuficientes para hacer frente a la catástrofe, no que se avecina, sino que está aquí. De un lado de la barricada el general Mola, jefe, según parece, de la sublevación militar por lo menos en la Península (que lo de África aún se presenta más difícil) y del otro lado Francisco Largo Caballero, que según transcurren las horas va demostrándose que es quien domina las fuerzas socialistas, peligrosamente organizadas y armadas. Con el general Mola y los militares insurgentes, se alinean los tradicionalistas, poderosos en Navarra y menos en otros puntos, los falangistas, pocos en número y desorganizados a causa de la batalla que desde el Gobierno se les ha dado, pero terriblemente decididos; también los monárquicos y los partidarios de Gil Robles, numerosos e intransigentes. Con Largo Caballero, además, de los socialistas de izquierda, se alinean, por contrarios a cualquier intento de acercamiento y decididos a la acción revolucionaria, los comunistas, escasos en número pero organizados y preparados y los anarcosindicalistas, encarnizados enemigos de socialistas y comunistas hasta hace veinticuatro horas, combativos por naturaleza. Muchos republicanos, izquierdistas exaltados, van a ponerse en contra de su intento de Gobierno moderado. Él cuenta con las personas sensatas, con cuantos en España repudian el extremismo y la violencia, con las fuerzas de orden público o con importantes masas de éstas, como jefe que es del nuevo Gobierno, y puede confiar asimismo en las fracciones del Ejército aún no sublevadas, una fuerza considerable aunque, por diversas razones, problemática.

No es factible lo que el presidente Azaña deseaba y le ha encomendado tratara de hacer: un gobierno de concentración nacional, que hubiera sido el arma ideal para oponer a las principales razones de los insurrectos. No se ha conseguido. Pasando por encima de la opinión de Indalecio Prieto, los socialistas se han negado a integrarse en ese nuevo Gobierno, y al negarse ellos tampoco puede encomendar carteras a los catalanes de la Lliga Regionalista, muy burgueses pero gente de paz, y menos a los agrarios de Martínez de Velasco, lindantes con la Acción Popular de Gil Robles, que hubieran servido de puente con las fracciones descaradamente derechistas. De Miguel Maura, también ha tenido que prescindir; el propio Azaña le ha comunicado su decisión de no participar en el Gobierno. Marcelino Domingo y él, son los pivotes sobre los que ha de girar el gabinete; Felipe Sánchez Román, prohombre republicano que no firmó el pacto del Frente Popular, representa dentro del ministerio la voluntad de apertura hacia la derecha y el propósito de dar satisfacción en la medida de lo posible a los españoles no extremistas. Pero… los derechistas a ultranza les consideran izquierdistas encubiertos —ni siquiera encubiertos— y en cuanto a los verdaderos izquierdistas les motejan de pactistas y de vendidos a las derechas. Esta situación es la que hay que superar y sólo podrá conseguirlo apuntándose inmediatamente un éxito.

Algún tanto favorable ya se lo ha apuntado nada más iniciada su gestión. Primero, el hecho de haber conseguido formar un gobierno exclusivamente republicano: con un ministro de la Guerra, el general Miaja, que si no es hombre de gran prestigio dentro del Ejército, en cambio no se ha significado políticamente y fluctúa entre ambos bandos; con un ministro en Gobernación, Augusto Barcia, más efectivo que el recién dimitido Moles, apoyado por el general Pozas, íntegro en su republicanismo e influyente sobre los jefes de la Guardia Civil. Y en los demás ministerios, nombres prestigiosos políticamente no demasiado desgastados: Justino Azcárate, Ramos, Lara, Blasco Garzón, Giral, Lluhí, Feced, Giner de los Ríos, Álvarez Buylla y Marcelino Domingo; es decir, un equipo coherente unido por lazos de hermandad, y reforzándolo la figura de Sánchez Román, que aunque no con excesivo entusiasmo, ni siquiera con optimismo, está dispuesto a librar la batalla de la pacificación del país antes de que corra a chorros la sangre y resulte imposible detenerla.

La lista del nuevo Gobierno ha sido leída por radio, a pesar de que la constitución oficial no tendrá lugar hasta las seis de la mañana. Dispone pues de unas horas por delante para maniobrar y para contrarrestar las protestas que, según le han informado, se están produciendo en las calles. Largo Caballero, Margarita Nelken, José Díaz y los extremistas, las provocan y fomentan; pero si consigue lo que se propone, es decir, que los militares paralicen su acción durante unas horas, cuando el Gobierno tome posesión se habrá convertido en pacificador y árbitro. Después se verá lo que puede hacerse para salir adelante. Es cuestión de hablar, parlamentar, de negociar, en suma; y a él no le faltan influencias en las distintas provincias ni entre los militares y en el seno de los institutos armados. Que le concedan autoridad, tiempo y ocasión; lo demás corre de su cuenta. Azaña ha venido en su busca cuando se ha visto con el agua al cuello, pero el propio Azaña es en gran medida responsable de que el poder haya ido a parar al medio del arroyo.

Ha iniciado sus gestiones; para bien o para mal, su nombre lo conocen cuantos a estas horas están jugando y descubriendo sus cartas. A Queipo de Llano le ha parecido inútil dirigirse; no se entenderían, pero él tiene noticias de cuál es la situación en Sevilla; los rebeldes dominan sólo el centro y aún en forma precaria. Sevilla fue también aparentemente dominada por Sanjurjo el 10 de agosto de 1932, y su poder se vino abajo cual castillo de naipes. Como sevillano, conoce a su gente; Sevilla es mucha Sevilla. Ha comunicado, en cambio, con el general Patxot, que ha sublevado Málaga. Los malagueños luchan en las calles y la situación es por lo menos tan incierta como la de Sevilla. Por el momento ha conseguido apaciguar al general Patxot, que le ha prometido retirar las tropas de la calle y acuartelarlas en espera de los acontecimientos. También con el comandante militar de Granada ha parlamentado satisfactoriamente, pues el general Campins es razonable. Como Huelva, Jaén y Almería se mantienen leales, los focos en Andalucía se reducen en este momento a Sevilla, Cádiz y Córdoba, donde se han sublevado el regimiento de artillería y la Guardia Civil. Mientras la escuadra bloquee a los de África, Andalucía deja de representar el enorme peligro que hubiera sido de formarse un puente sobre el Estrecho.

También por teléfono ha hablado con Cabanellas; pero Cabanellas o está ya sublevado y no se atreve a retroceder, o se halla rodeado de subordinados que le manejan a su antojo. Sus palabras no habrán dejado de influirle; el peligro para las gentes de orden de Zaragoza, consiste en que si fracasa el alzamiento militar puede desencadenarse una tremenda reacción anarcosindicalista, posibilidad que no ha de dejar de amedrentarles y obligarles a actuar con tiento. Martínez Monje en Valencia y Llano de la Encomienda en Cataluña, se mantienen leales y en tal sentido le han dado seguridades, a pesar de que jefes y oficiales jóvenes de ambas guarniciones no dejen de inquietarles. En Galicia no se ha alterado el orden; los mandos militares obedecen al Gobierno. Castilla la Vieja se ha sublevado; no hay parlamento posible con los rebeldes; una baza en contra que habrá que encajar. Tiene que decidirse y coger al toro por los cuernos. El toro se llama Emilio Mola Vidal, gobernador militar de Navarra, y según las informaciones oficiales y personales, jefe de la insurrección. Al general Miaja, amigo personal de Mola, que acaba de telefonearle, le ha confesado que estaba alzado y que había asumido el mando de la 6.ª Región Militar después de destituir y aprisionar en Burgos al general Batet. El general Mola es hombre difícil, de carácter complejo, pero no es carca ni derechista rabioso; exaltado bajo la frialdad de su apariencia, no se trata de un espadón cerril, más bien se le considera progresista. Ganarse a Mola, atraérselo al pacto sería decisivo; la jugada maestra. ¿Qué argumentos puede esgrimir para convencerle de que deponga su actitud? Lo mejor sería ofrecerle la cartera de Guerra, porque lo primero que hay que procurar es apaciguar el ánimo soliviantado del Ejército. Un peligro apunta; si Mola entra en el Gobierno, socialistas, comunistas, anarquistas y demás, que están sobre las armas y en guardia, no retrocederán y se lanzarán a la acción revolucionaria. En ese caso, nada se habrá adelantado; los del centro serán triturados y los militares y sus partidarios, que no hay que olvidar son muy fuertes, se considerarán traicionados. Ofrecerle un Ministerio a un militar sublevado, es sumamente peligroso desde el punto de vista político, y sin embargo, ésa sería la manera de evitar el choque armado con el Ejército.

La mayor dificultad estriba en que la solución ha de llegar antes del amanecer, antes de que en otras guarniciones salgan las tropas, antes de que las Juventudes Socialistas, comunistas y anarquistas se apoderen de ciudades y pueblos y se produzcan choques y violencias generalizadas e irreparables, antes de que él y su Gobierno tomen oficialmente posesión. No puede dejarse vencer por la fatiga ni por el desánimo.

—Haga el favor, tengo que hablar con la Comandancia Militar de Pamplona, con el general Mola. Es urgentísimo; coja el teléfono y no lo deje de la mano hasta que me haya conseguido la comunicación.