Sevilla
El capitán del Estado Mayor, Manuel Gutiérrez Flórez, le ha mostrado una cuartilla, borrador de un diario de operaciones. Dice así:
18 de julio de 1936. — A las nueve de la noche el Ejército es dueño de la calle Jesús del Gran Poder, plaza del Duque, calle de Tetuán, plaza Nueva, avenida de la Libertad, calle de San Femando, avenida de Borbolla y paseo de la Palmera. El resto de la capital se halla en manos de los extremistas. Simultáneamente a la ocupación del centro de Sevilla por las tropas, las turbas armadas se apoderan de los barrios de San Julián, San Marcos y La Macarena.
La situación no puede considerarse brillante, a pesar de que los puntos principales de la ciudad estén dominados o batidos por el Ejército. La misma Capitanía no queda demasiado segura; durante la tarde ha habido un fuerte tiroteo y hasta el comandante Álvarez Rementería se ha puesto a manejar una ametralladora. Disparos se oyen en toda la ciudad; incluso en las zonas dominadas la circulación resulta peligrosa pues disparan desde las azoteas. Los sindicatos han declarado la huelga general y las izquierdas, por lo menos anacorsindicalistas, socialistas y comunistas han movilizado resueltamente a sus partidarios. En cambio, de las personas de orden, son pocas las que hasta ahora se han presentado. Unos cuantos falangistas, algunos requetés, y otros voluntarios, a los cuales se arma y encuadra en el Cuartel de Infantería. Alguien ha propuesto sacar de la cárcel a los falangistas presos; será necesario organizar una pequeña expedición, pues la cárcel se halla en un barrio dominado por los extremistas, y por ahora no hay fuerzas para distraer. Obligando pistola en mano a telefonear al comandante Loureiro, jefe de los de Asalto, a quien han traído prisionero desde el Gobierno Civil, se ha conseguido rendir al cuartel de Asalto, pero algunos de los guardias aún resisten. La lucha se ha endurecido y ha habido un momento de sumo dramatismo cuando el general ha amenazado a los doscientos guardias apresados en el Gobierno Civil primero con fusilarlos a todos, y después con diezmarlos. Está ardiendo San Bernardo, otras iglesias y algunas casas de personas pudientes y de derechas. Si el golpe fracasa como ocurrió cuando Sanjurjo, nadie va a escapar con vida.
En Cádiz, López Pinto ha sacado a las tropas y el general Varela se ha fugado del castillo de Santa Catalina. El gobernador civil resiste, y se lucha en las calles; la pelota está en el tejado. La base naval de San Fernando se ha sublevado y apoderado de la ciudad. Parece ser que en Jerez de la Frontera las fuerzas armadas dominan la situación. En Córdoba, la artillería ataca al Ayuntamiento y al Gobierno Civil, y se ha proclamado el estado de guerra.
La caballería se ha apoderado de la emisora de radio, que aunque custodiada por la Guardia Civil seguía en poder de los elementos subversivos.
Una de las primeras jugadas, que ha sido de capital importancia, ha consistido en apoderarse del Parque de Artillería. Lo ha conseguido el capitán Corretjer con unos pocos soldados. En un fuerte tiroteo, se les han hecho muchos muertos y heridos a los comunistas que lo atacaban con intención de apoderarse de las armas que en el Parque se custodian. Si llegan a hacerse con ellas, a estas horas estarían sitiados por una fuerza desorganizada pero numerosísima. Desde que se ha rendido a media tarde el Gobierno Civil, está allí don Pedro Parias a quien el general ha nombrado gobernador; pero se ha quedado casi solo. A don Ramón Carranza le ha nombrado alcalde, y ocupa el Ayuntamiento. Habrá que hacer frente a la huelga general. En Triana la Guardia Civil se mantiene acuartelada, pero el pueblo es dueño de la calle. Lo mismo ocurre en San Julián, en la Macarena, en San Bernardo y en las demás barriadas obreras.
No le resultaba simpático el general Queipo de Llano, pero está admirado, viéndole actuar. Tiene una audacia ilimitada, mano dura, y ejerce el dominio sobre cuántos, amigos y enemigos se acercan a él.
A Chacho Benjumea le han matado a primera hora de la tarde en la calle Tetuán; le han disparado desde un coche en que iban guardias de Asalto. Ayer noche, mismo, estuvo con Chacho. Pero en estas diez últimas horas han sucedido tantas y tan tremendas cosas que los sentimientos se han adormecido y, o no reaccionan o lo hacen irregularmente y a destiempo.
Para aislar a los revolucionarios de Triana se ha levantado el puente de San Telmo y el de la Corta Tabla. Queda el de Isabel II, pero lo baten las ametralladoras. Con igual fin se han enviado voluntarios mandados por el capitán Alarcón de Lastra. Igual que él, se han presentado bastantes oficiales y jefes retirados; a todos se les reincorpora inmediatamente al servicio activo.
El aeródromo de Tablada sigue siendo una incógnita… y un peligro. Esta tarde un avión ha lanzado octavillas revolucionarias; menos mal que no ha arrojado bombas.
Observa movimiento y agitación por los pasillos. Un compañero se asoma a la puerta.
—El general va a hablar por radio, ¿quieres venir a oírle?
—¿Dónde?
—Ahí, en el despacho del ayudante. Vente…
El despacho está lleno; lo ocupan casi todos los jefes y varios oficiales y paisanos. El general se sienta ante la mesa, en el brazo de un sillón. Han instalado un micrófono de la emisora Radio Sevilla. Un señor de paisano, que según le han dicho es amigo del general, le acerca el micrófono. Cuando el general le hace signos de que está dispuesto, exclama con brío: «Sevillanos, españoles, os va a hablar el general de la Sexta División, don Gonzalo Queipo de Llano. ¡Atención!». El general carraspea, estira ligeramente el cuello y rompe a hablar con voz firme, aunque emocionada.
Sevillanos: ¡A las armas! La Patria está en peligro y, para salvarla, unos cuantos hombres de corazón, unos cuantos generales, hemos asumido la responsabilidad de ponernos al frente de un movimiento salvador que triunfa por todas partes.
El ejército de África se apresta a trasladarse a España para tomar parte en la tarea de aplastar a ese Gobierno indigno que se había propuesto destruir a España para convertirla en una colonia de Moscú.
Por orden de la Junta de Generales, he tomado el mando de la Segunda División Orgánica, ya que el general Villa-Abrille se ha mostrado insensible a los peligros que amenazan a la Patria y a las exhortaciones del compañerismo. Todas las tropas de Andalucía, con cuyos jefes he comunicado por teléfono, obedecen mis órdenes y se encuentran ya en las calles.
El general Villa-Abrille, todas las autoridades de Sevilla y cuantos simpatizan con él y con el titulado Gobierno de Madrid están detenidos y a mi disposición.
El general Mola, con fuerzas de Navarra, y el general Saliquet, con las de Castilla la Vieja, avanzan sobre Madrid por los puertos de Somosierra y del León.
Las guarniciones de Galicia dominan fácilmente algunos focos revolucionarios que no tardarán en extinguirse.
La guarnición de Navarra domina también a los gubernamentales por todas partes, sobresaliendo en entusiasmo la guarnición de San Sebastián.
También está comprometida en el Movimiento la guarnición de Valencia, actuando con espíritu verdaderamente admirable la de Alicante, en la que toman parte, como un solo hombre, infantes, Guardia Civil, Guardia «de Seguridad» y Carabineros.
Tan sólo permanecen a la expectativa las guarniciones de Madrid y Barcelona, debido a que los jefes de cuerpo, principalmente, son hechura del compadrazgo. Estos milites deben sus destinos a la influencia de los numerosos jefes políticos que nos desgobiernan y no tienen otro ideal que su codicia de ascensos, incluso en perjuicio de otros compañeros más dignos que ellos, sin preocuparles ni poco ni mucho los sagrados intereses de la Patria. No importa: la realidad habrá de imponerse a todos, a los tibios como a los débiles, y por último, tendrán que unirse con la mayoría del Ejército, a fin de salvar a España librándola de la canalla que la deshonra y la conduce a la ruina.
Más aún: la Marina de Guerra, siempre fiel a los latidos de la Patria, se encuentra en masa con nosotros. Gracias a su ayuda, el traslado de tropas de Marruecos a la Península ha de ser rapidísimo y pronto veremos llegar a Cádiz, Málaga y Algeciras las columnas gloriosas de nuestro ejército de África, que avanzarán sin reposo sobre Granada, Córdoba, Jaén, Extremadura, Toledo y Madrid.
¡Sevillanos!: la suerte está echada y decidida por nosotros y es inútil que la canalla resista y produzca esa algarabía de gritos y tiros que oís por todas partes. Tropas del Tercio y Regulares se encuentran ya en camino de Sevilla, y en cuanto lleguen, esos alborotadores serán cazados como alimañas. ¡Viva España! ¡Viva la República!
Los presentes han escuchado en silencio. Al terminar, el general les mira como con asombro. Suenan algunos aplausos.
—Así se habla…
—Muy bien, mi general…
Él sale sin emitir comentarios y regresa al despacho que le han asignado provisionalmente.
Casáblanca
Han cenado frugalmente en el mismo aeródromo de Casablanca donde han aterrizado tras de hacer escala en Agadir, poco después de cerrar la noche. Bolín, que les esperaba impaciente en Casablanca, está en la cabina telefónica hablando por conferencia con el marqués del Mérito que se halla en Tánger.
El general Franco, que viste de paisano, se ha afeitado el bigote y usa gafas oscuras; le acompañan el piloto, capitán Beeb, el ayudante del general, teniente coronel Franco Salgado y el aviador Villalobos. La noche serena, cálida, aliviada por la brisa, templa los nervios. Cuando Luis Bolín termina la conferencia se acerca respetuosamente al general Franco.
—Mi general. Recomienda que no aterrice en Tánger… Supone además que el aeródromo está vigilado por el enemigo con malas intenciones y Tánger es ciudad internacional…
—¿Cuál es la situación en los aeródromos de Marruecos?
—En Larache hay instalaciones eléctricas; puede aterrizarse durante la noche, De no presentarse usted en Larache a lo largo de la noche, le esperarán en Tetuán a primera hora de la mañana.
—Aterrizaremos mañana en Tetuán. Vamos ahora a descansar.
—Mi general, hay un hotel aquí cerca…
—Pues, andando para allá.
La Granja
Al caer la noche ha refrescado. En la Sierra pronto se olvidan las temperaturas caniculares de Madrid. Ayer se instaló en este Real Sitio, en el cual va a veranear por primera vez, el exministro del Gobierno provisional de la República, don Miguel Maura con su familia. La villa que han alquilado se halla situada a la salida del pueblo yendo para Segovia.
La familia está cenando alrededor de la mesadla conversación salta de uno a otro en forma desordenada; a veces contesta a alguna pregunta que le dirigen o hace una observación, otras preguntas quedarán por contestar y otras observaciones sin formular, pues don Miguel Maura, preocupado por los rumores que corrían ayer por Madrid y que se han ido desgraciadamente confirmado a lo largo del día de hoy, se desentiende un tanto de los demás. España, salvo que un milagro enderece y resuelva la situación, se encuentra en una encrucijada peligrosa.
Hace cuatro días justos fue a despedirse de su amigo, el general Rodríguez del Barrio, a quien recientemente han operado de cáncer con resultados solamente medianos. Le encontró en bata, desmejorado, aunque durante la conversación pareció animarse. Comentaron la situación política, y el general le hizo, con cierto sigilo, pasar a otra habitación. Sobre una gran mesa había un mapa en relieve de la mitad norte de España. Le señaló con el dedo Pamplona y exclamó como quien revela un secreto: «De ahí vendrá la salvación para todos». Como durante la conversación se había referido a Mola con algunos sobreentendidos, y como tanto el general Cabanellas como el general Queipo de Llano le han hablado diversas veces de un movimiento militar que se prepara, ha comprendido el sentido de la frase. «Son ustedes unos locos, unos insensatos», le replicó; pero el general Rodríguez del Barrio insistía: «Espere usted unas horas y lo verá».
La sublevación de África, ¿tendrá una réplica inmediata en Pamplona? ¿Dónde más? Rechazó la tentación de dirigirle preguntas indiscretas; la conclusión que dedujo es que, a pesar de lo precario de su salud, Rodríguez del Barrio sigue de cerca el complot militar.
Los políticos creen disponer de fórmulas para salvar al país de la catástrofe, fórmulas de Violencia preferentemente. Queipo como Cabanellas, vienen desde hace tiempo tratando de atraerle a la conspiración y se ha negado siempre. Él tiene su propia fórmula, la que ha propugnado en los seis artículos publicados en El Sol; implantación de una dictadura nacional republicana: regida por los hombres de la República, por republicanos probados que unidos y juramentados para no escindirse ni separarse hasta terminar su labor, antepongan el interés supremo de España y de la República a toda mira partidista y de clase, gobiernen para toda la nación y acometan la obra de construir el Estado. Dictadura, en que los hombres representativos del régimen que figuren en el Gobierno ocupen los puestos para los que les califica su preparación, su historia o su vocación, sin miramientos a jerarquías ni entorchados, con la sumisión propia de quienes, requisados, se movilizan al servicio del alto interés nacional.
Advierte que está rememorando palabra por palabra, uno de sus escritos, y se complace en ello. Nadie ha hecho caso de la solución que propugnó, la única que puede sacar a la República, y por tanto a la nación, del atolladero en que se ha metido por sus propios pecados. Sigue recordando el texto: Gobierno de plenos poderes, limitándose a sí mismo, como lo hizo el Gobierno provisional de la República, sus propias atribuciones por los postulados eternos y sagrados de la equidad y de la justicia, pero dispuesto a renovar rápida y radicalmente cuanto hay de viciado, corrompido o inservible en el acervo de la legislación española.
Resulta inútil y suicida mantener la apariencia de unos principios de democracia pura que los mismos encargados de mantenerla se ven obligados a violar cuando no la atropellan por capricho, por orgullo o por pasión partidista. Le disgusta el papel de profeta, pero el artículo terminaba con una profecía, o vaticinio, para el caso de que la política del gobierno no se enmiende, vaticinio que afectará a todos los republicanos, es decir a la mayoría del pueblo español. Era éste: «De fuera vendrá quien de casa nos echará». El vaticinio expresado por medio de un dicho popular, ¿lo formula él, o es algo que está en el ánimo de millones de españoles? ¿Ha comenzado a cumplirse la desdichada profecía?
Finge prestar atención a la conversación familiar; desea evitar que adviertan que está distraído y, más aún, preocupado. No lo consigue; las ideas tiran de él con fuerza; le arrastran, él es un padre de familia pero también un político, por nacimiento, por herencia y por vocación.
José Antonio Primo de Rivera, desde la prisión de Alicante, le ha escrito hace veinte días una carta deferente y afectuosa. Se refiere a los artículos, y los elogia. José Antonio es persona de fino instinto y razona con la habilidad que le confiere su profesión de abogado. Trata de atraerle a su campo, señala cuánto puede haber de común entre ellos, e intenta minimizar lo que les separa. ¿Hasta qué punto estará José Antonio comprometido en la sublevación? En el último párrafo de la carta, hace la misma profecía, aunque quizá más y mejor matizada. Lo recuerda con precisión porque en estas horas es preciso recordarlo todo, medirlo y meditarlo, una y otra vez.
Pero ya verás; ya verás cómo la terrible incultura, o mejor aún la pereza mental de nuestro pueblo (en todas sus capas) acaba por darnos o un ensayo de bolchevismo cruel y sucio o una representación flatulenta de patriotería alicorta a cargo de algún figurón de la derecha. Que Dios nos libre de lo uno y de lo otro.
¿Se estará aún a tiempo de hallar soluciones válidas y sensatas? Pero ¿qué lugar ocupa la sensatez en la escala de valores de los que gobiernan o de los que aspiran a gobernar por la fuerza?
La camarera entra en el comedor; con cierta emocionada solemnidad entreverada de doméstica confianza, le dice:
—Don Miguel, le llama al teléfono el señor presidente de la República.
Se limpia la boca con la servilleta que arroja en seguida sobre el mantel. Ante la sorpresa de su esposa e hijos, se dirige a largas zancadas hasta el teléfono.
El presidente de la República le habla desde el Palacio de Oriente.
—Amigo Maura, están aquí reunidos conmigo los hombres representativos de la República. Como usted sabe, la situación puede calificarse de grave. Le agradeceré que se ponga inmediatamente en camino y acuda a la reunión. Nos urge tomar determinaciones; el alzamiento militar está en marcha y la República en peligro.
—Señor presidente; yo estoy dispuesto a salir ahora mismo para Madrid, pero deseo que conste que mi posición es clara y terminante. Sólo veo una solución factible y usted la conoce; la que he expuesto en los artículos publicados en El Sol. Dictadura republicana, o dictadura de los republicanos, si usted lo prefiere. De no ser para estudiar la manera de llegar a esa solución, mi presencia ahí está de más…
—En principio, y todo es cuestión de estudiar fórmulas viables y satisfactorias, su idea merece mi beneplácito. Voy a exponer a los demás su propuesta; somos aquí muchos y necesitamos aunar criterios diversos. Yo mismo le telefonearé con el resultado, tan pronto como me sea posible decirle algo.
—Me tiene a su disposición, don Manuel, siempre que mi idea sea en principio aceptada como base de un acuerdo…
—Buenas noches, y manténgase en todo caso dispuesto.
Madrid
Se coloca decididamente ante el micrófono que han instalado en un despacho del Ministerio de Gobernación. Lleva en las manos unas cuartillas que ha improvisado cuando ha sido requerida para que dirigiera la palabra al pueblo de Madrid y al de toda España en nombre del Partido Comunista.
Es de mediana estatura y edad, morena, con algunas canas, de tez blanca y carnes todavía firmes. Nació en San Julián de Musques, en Vizcaya, de familia de mineros y está casada con un viejo luchador socialista asturiano, obrero metalúrgico.
Con los demás miembros del Comité Central del Partido Comunista, se hallan reunidos y en febril actividad desde hace muchas horas. El Partido vive momentos de peligro e incertidumbre, pero también quizás ha llegado su momento.
El locutor se acerca al micrófono. Ella, con las cuartillas en la mano, mira hacia arriba, se desentiende de los que la rodean, y escucha las palabras que con voz firme y solemne pronuncia el locutor:
—¡Atención, atención! Aquí Unión Radio de Madrid en sus micrófonos instalados en el Ministerio de Gobernación. ¡Atención, atención! Dolores Ibárruri, diputada por Asturias, os va a dirigir la palabra. ¡Atención! Habla Dolores Ibárruri…
El locutor se retira y alarga la mano cortésmente como invitándola a aproximarse al micrófono.
Dolores Ibárruri entorna los párpados, se pasa rápidamente la lengua por los labios, se acerca al micrófono, y rompe a hablar con voz vibrante, firme, dramática, mientras el cuerpo se mantiene rígido y la garganta enrojece y late. La mano que le queda libre se agita, crispándose, distendiéndose, con elocuencia:
Trabajadores, antifascistas, pueblo laborioso: todos en pie, dispuestos a defender la República, las libertades populares y las conquistas democráticas del pueblo. A través de las notas del Gobierno y del Frente Popular, es conocida por todos la gravedad del momento actual. En Marruecos y en Canarias se sigue luchando con entusiasmo y coraje, unidos los trabajadores con las fuerzas leales a la República. Al grito de «El fascismo no pasará, no pasarán los verdugos de Octubre», comunistas, socialistas, anarquistas y republicanos, soldados y todas aquellas fuerzas fieles a la voluntad del pueblo, van destrozando a los traidores insurrectos que han arrastrado por el fango y la traición el honor militar de que tantas veces han hecho alarde.
Todo el país vibra de indignación ante esos desalmados que quieren, por el fuego y el terror, sumir a la España democrática y popular en un infierno de terror. Pero no pasarán.
—¡Cierra ya esa radio! ¡No sé cómo eres capaz de escuchar a semejante mujerzuela…! Me crispa los nervios.
España entera está en pie de lucha.
—¡Calla tú, y no escuches si no quieres! Yo necesito oír esa sarta de disparates, para cargarme de ira, no quiero que me remuerda la conciencia cuando llegue el momento de sentarles la mano. ¡Déjala hablar, que por la boca muere el pez!
En Madrid el pueblo está en la calle dando calor con su decisión y espíritu de combate al Gobierno para que llegue hasta el fin, el aplastamiento de los reaccionarios y fascistas sublevados.
—Es una arpía; no sé cómo una mujer puede ser tan rematadamente mala. Claro que es fea como un monstruo, la vi en una fotografía. Y vieja…
Jóvenes, en pie para la pelea. Mujeres heroicas, mujeres del pueblo, acordaos del heroísmo de las mujeres asturianas…
—Pues a ésta se le va a caer el pelo. Hay que escarmentarles de una vez, y en seguida; que no pase como cuando lo de Asturias, que luego se les ha perdonado la vida a todos, y mírales como lo han agradecido.
… luchad también vosotras al lado de los hombres para defender el pan y la tranquilidad de vuestros hijos amenazados. Soldados, hijos del pueblo, firmes como un solo hombre al lado del Gobierno…
—Esta mujerzuela, si pudiera, nos mataría a todos. Envidia que nos tienen, eso es todo, la pura envidia. No habiendo religión, ni creencias, ni cultura, los hombres se vuelven como animales. Ahí tenemos la prueba…
—Calla de una vez, y déjame escuchar… ¿Qué religión ni cultura van a tener éstos? Si son como bestias… Hay que hacer un escarmiento, pera de los gordos. No ha de quedar títere con cabeza. ¡Que vaya, que vaya hablando…!
… al lado de los trabajadores, al lado del Frente Popular, de vuestros padres, de vuestros hermanos y compañeros; luchad por la España del 16 de Febrero; acompañadlos a triunfar.
En la sala hay dos grandes ventanales entreabiertos. Largos visillos y un estor los protegen. Sobre una consola dos candelabros de bronce sin bujías y en la pared una cornucopia. En marco dorado y ostentoso, un cuadro que podría ser de Madrazo o de alguno de sus imitadores; un caballero con breve melena, bigote y mosca, apoyado en una mesa. La pechera y el vientre, que se confunden, cruzados por una banda de seda, y el pecho cubierto de brillantes condecoraciones. De las paredes cuelgan otros cuadros. Hay además un tresillo isabelino y un piano de cola. Los sillones ingleses forrados de cuero oscuro, desentonan del resto de los muebles, y el aparato de radio se halla junto a los sillones sobre una mesilla oscura, colocada junto a un cenicero de latón sostenido por alto pie de madera torneada.
Trabajadores de todas las tendencias: el Gobierno ha puesto en nuestras manos los elementos de defensa precisos para que sepamos hacer honor a nuestra obligación de impedir para España la vergüenza que supondría un triunfo de los sangrientos verdugos de la represión de Octubre. Que nadie vacile; que mañana podamos celebrar la victoria. Listos todos para la acción. Cada obrero, cada antifascista, debe considerarse un soldado en armas.
Desde que el discurso he comenzado, le presta emocionada atención. La mujer le observa desde el otro extremo de la mesa cubierta con un hule verde desteñido, roto en las cuatro esquinas, mientras zurce calcetines. Como el balcón permanece abierto y en la calle algunos vecinos están sentados en taburetes a la puerta de la taberna, se oían sus voces, pero desde que el discurso ha comenzado, las voces han enmudecido; sólo un murmullo aprobatorio parece subrayar el final de los párrafos.
Parte un pedazo de pan con los dedos y lo empapa cuidadosamente en la amarilla yema. Se lo lleva a la boca con fruición pero distraídamente, y lo mastica con cuidado.
Pueblo de Cataluña, Vasconia, Galicia, españoles todos: A defender la República democrática; a consolidar la victoria lograda por el pueblo el 16 de febrero.
—¡Qué gran mujer ésta! ¡Qué corazón tiene!
Ella sigue cosiendo. No le gusta que Mariano se meta en jaleos. Su hermano, que es albañil, lleva muchos meses parado por culpa de la huelga de la construcción, y mientras sus hijos están pasando auténtica hambre; los domingos les trae a comer a casa, pero a ella tampoco le es posible hacer milagros. Mejor que su marido no se meta en líos. La mujer que habla por la radio tiene razón en lo que dice, pero a los obreros siempre les toca perder y recibir los palos.
El Partido Comunista os llama a todos a la lucha. Os llama a todos, trabajadores, a ocupar un puesto en el combate para aplastar definitivamente a los enemigos de la República…
—Es formidable. ¡Tiene razón! No podemos quedamos con las manos cruzadas…
—Los políticos siempre parece que tengan razón…
—La Pasionaria no tiene nada que ver con los políticos. Es una mujer del pueblo, una mujer que habla nuestro idioma. ¡Cállate ahora!
… y de las libertades populares. ¡Viva la unión de todos los antifascistas! ¡Viva la República del Pueblo!
Con el tenedor y ayudándose con el pan va comiéndose la clara. Cuando la termina, rebaña concienzudamente el plato.
Ella le mira de reojo. En mala hora se le ocurrió conectar el aparato de radio. Al regresar del trabajo le gusta escucharla; este aparato lo han comprado a plazos. Hoy apenas han dado música ni nada, sólo proclamas, noticias, alarmas, citas de los sindicatos, amenazan… los obreros pierden siempre, les tocará otra vez perder. Mientras su marido se salve y después no se quede sin trabajo…
Se pone en pie, se ajusta el cinturón, descuelga la chaqueta de la percha y se le echa al hombro. Ella le mira pero sin decirle nada.
—Salgo un rato. Me voy a llegar a la Casa del Pueblo.
Cuando advierte el rostro dolorido de su mujer, busca una explicación, una disculpa.
—Irán todos los compañeros; no puedo faltar.
Valladolid
Ha hecho que le arrimen a la cama el aparato de radio, y desde media tarde se afana en buscar emisoras que den noticias, principalmente las de Madrid. A las emisoras de Barcelona, con las que también ha tratado de conectar, les falta potencia. Desde la cama, a través de los cristales de la ventana, que al anochecer su esposa ha cerrado porque la temperatura refresca, se descubre la torre de Santa María la Antigua.
El médico le ha prohibido fumar; la tarde la ha pasado fumando y no han valido de nada las protestas y lamentaciones de su esposa. Cuando por la mañana se ha puesto el termómetro tenía sólo treinta y siete con seis, pero durante la tarde le ha subido seguramente; se ha negado a dejarse tomar la temperatura. Desde hace más de una semana guarda cama con fiebre gástrica, sometido a dieta rigurosa.
En la ciudad hay tiroteo; no parece que se trate de verdadera lucha, más bien de paqueo o de fugaces escaramuzas. Ha pedido a su mujer que saliera a la calle a averiguar noticias, pero ella no se entera de las cosas. La Guardia de Asalto se ha amotinado contra sus jefes esta tarde, y los números se han negado a trasladarse a Madrid adonde el Gobierno les enviaba. Unos cuantos guardias en camiones, acompañados de algunos militares, principalmente uno que se llama Pereletegui, según le ha precisado don Cleofás, el vecino, de los retirados de la ley Azaña y otros en activo, que es más grave, y jóvenes fascistas y derechistas de la JAP han estado alborotando por las calles.
Su mujer misma ha visto falangistas con camisa azul y mosquetones —escopetas, ha dicho ella— y don Cleofás cuenta que han asaltado el centro de la CNT y matado a los que estaban dentro. Le ha preguntado si lo ha visto con sus ojos; don Cleofás refiere que lo ha contado a última hora un ordenanza del despacho que andaba horrorizado. Don Cleofás, en el fondo y aunque lo oculte, simpatiza con las derechas; aunque liberal es cobarde y timorato. Militares y fascistas le atemorizan, ¡naturalmente!, y a los curas no los traga porque se quedaron con la mejor tajada de una herencia que le correspondía, pero tampoco se inclina a favor de las izquierdas aunque alardea de que votó al Frente Popular en febrero. ¿Será verdad o no será verdad? En la Casa dél Pueblo se han concentrado fuerzas populares y los políticos están reunidos con Lanvín, en el Gobierno Civil, pero Lanvín no toma decisiones. A pesar de que se ha declarado la huelga general, su propia mujer le ha dicho que las tiendas estaban abiertas y que funcionaban tranvías. Circulan rumores sobre tiroteos gordos y sobre muertos, pero nadie le ha dado informes concretos.
En la capital la cosa está que arde, reanima escuchar las radios madrileñas. Todo son llamamientos a los obreros y discursos de los auténticos patriotas, no de los tramposos que lo son de boquilla para defender intereses personales o para chupar del bote en cargos pingües. Ha hablado la Pasionaria que, a pesar de pertenecer al Partido Comunista, no deja de ser española como la que más, y han leído los decretos por los cuales se expulsa del Ejército a los generales traidores; Queipo, Cabanellas y Franco, y otro decreto anulando el estado de guerra en donde los facciosos lo hayan proclamado sin derecho a hacerlo, han disuelto las unidades insurrectas, con lo cual queda desmontado el falso aparato legal que pudieran invocar los militares sublevados. No se duerme don Santiago Casares Quiroga. En Madrid es donde les van a dar para el pelo, y no digamos en Barcelona, porque los catalanes tendrán defectos, pero no se casan con militares ni con fascistas. Y si a Companys y a los suyos se les encoge el ombligo como les ocurrió el 6 de octubre, allí están Durruti, García Oliver, la Montseny, Ascaso y miles de obreros detrás de ellos; puestos a malas ¡qué arda Troya y que todo se vaya al carajo! Así aprenderán los clericales, los derechistas, los enemigos de la democracia y del pueblo.
A escuchar Radio Valladolid se niega. Los fascistas se han apoderado de la emisora y hace un par de horas han empezado a vociferar como energúmenos, calificando al gobierno legítimo de «antiespañol». ¿Por qué? ¿Quiénes son ellos para decidir el grado de españolismo de nadie? «¡Arriba España!», es el grito que se han inventado, y lo utilizan para excitarse al apretar el gatillo de las pistolas…
Los guardias de Asalto amotinados, las tropas, o mejor dicho los oficiales y jefes, amotinados, los derechistas alborotando, los falangistas armados, los curas bendiciéndoles a todos ellos. Una noche triste se viene encima de los españoles. Alguien permanecerá leal, quizás el general Molero, y no faltarán jefes responsables en el Ejército, y en las fuerzas de orden público que hagan honor a su juramento de fidelidad a la República, y están los obreros de la Casa del Pueblo, los ferroviarios, y el conjunto de los buenos vallisoletanos, liberales, que también los hay. La réplica vendrá, y esos disparos algo indican. Y si el pueblo de Valladolid no es capaz de reaccionar con suficiente energía, Madrid enviará tropas leales de refuerzo. En Sevilla, según las últimas informaciones, Queipo ha fracasado; aquí sucederá lo mismo, lo mismo.
—Tómate la medicina, es la hora…
—Ya voy, ya voy. Han destituido a los traidores, y se disuelven las unidades sublevadas. Les van a machacar. ¡Ya era hora!
—¡Cálmate! ¡Mejor sería que trataras de dormir! Deja la radio.
—Si estoy tranquilo, mujer. Es que todos éstos, los canallas que andan a gritos, los que tú has visto armados, los que don Cleofás ha oído contar que asesinan a los obreros sindicalistas, son los criminales que mataron a nuestro pobre Antonio, ¿lo oyes?
—¡Calla, por Dios! No sabemos quiénes le mataron. Fue durante un tiroteo…
—No lo sabrás tú… Los falangistas fueron. Lo que ocurrió es que la policía y los jueces, no quisieron enterarse. Como esta vez pierdan la partida, no habrá compasión. Sabremos quién fue el asesino y quiénes sus cómplices. Y la pagarán…
—No me recuerdes aquello… No puedo soportarlo…
—La pagarán, como hay Dios, o mejor dicho, como no hay Dios.
—¡Calla, no blasfemes! No mezcles a Dios en esto…
—¿A qué Dios? Porque los que se dicen amigos de tu Dios, asesinaron a tu propio hijo…
La mujer sale llorando de la alcoba. A su hijo Antonio le mandaron a estudiar a Madrid, les costaba mucho sacrificio pagarle la carrera, pero deseaban que se ausentase de Valladolid en donde se había significado como miembro de la FUE. Le enviaron a Madrid para alejarle del peligro, y fue a morir a Madrid, en un tiroteo. Según manifestó la policía, le encontraron una pistola; también él había disparado. Se ha quedado solo. Acciona el conmutador de la radio. Está fatigado, cubierto de sudor, como si la fiebre le hubiera deprimido. Ya no siente rabia, apenas dolor, sólo cansancio. Dócilmente se traga la pastilla y bebe medio vaso de agua; luego apaga la luz. Otra vez está llorando; la enfermedad le debilita porque de no ser así, no lloraría.
Los disparos suenan espaciados y distantes.
Al general Saliquet es la primera vez que le ve, pero no le cabe duda de que se trata de él. Corpulento, algo torpe de movimientos y con enormes bigotes grises que casi le cubren la boca. Además, va vestido de general. Le acompañan otro general, que debe ser Ponte, un teniente coronel de caballería, varios militares y algunos paisanos, entre ellos el abogado Estefanía, dirigente de la JAP.
El capitán Gómez Caminero, que manda esta noche la guardia, y que es quien les ha facilitado la entrada al edificio de la división, se cuadra ante el general Saliquet.
Tal como le han mandado, él sube tras el general Saliquet, escoltando a los militares. Van a entrevistarse con el capitán general, o sea, con el jefe de la división, don Nicolás Molero Lobo. No sabe si se trata de convencerle para que proclame el estado de guerra, de aprisionarle, o simplemente, si pretenden cargárselo, porque los ánimos están exaltados, y desde aquí mismo se oyen tiroteos por la ciudad, y alguien ha comentado que «en la guerra, como en la guerra». Por su parte, va dispuesto a todo, también a disparar; no será la primera vez que lo hace, aunque las circunstancias actuales son mucho más graves, solemnes diría; el hecho de hallarse en el edificio de la Capitanía General impone.
En la antesala del despacho del jefe de la división, se detienen un instante. Saliquet se mantiene erguido, con las manos en la espalda, lo que hace_que destaque más la potente curva de su vientre. Cambia impresiones con el general Ponte y con el teniente coronel, que le han dicho que se llama Uzquiano. No consigue entender las palabras del general que le salen confusas de debajo del bigote.
Hasta que ayer le informaron de que estaba escondido en una finca próxima a Valladolid, nunca había oído hablar de este general. Resulta que es catalán, nacido en Barcelona, y que está en la reserva, pues Azaña le consideró desafecto a la República. Parece viejo, debe tener más de sesenta años. Hizo la guerra de Cuba; en África, cerca de Xauen, le mataron a un hijo, militar también, que combatía con él. Según afirman, es hombre de empuje.
La puerta del despacho del general de la división ha quedado abierta después de entrar el general Saliquet. Los demás, que permanecen en la antesala, se muestran inquietos y procuran escuchar el diálogo que ambos generales sostienen dentro. Algunos se han aproximado descaradamente a la puerta; él, como civil, no se atreve a tanto, no le parece correcto. Una dependencia militar es lugar en que se siente extraño e intimidado. Si el golpe fracasa y le detienen, ¿cómo justificará su presencia aquí, armado además? Los generales discuten. Se aproxima a un capitán.
—¿Qué pasa, mi capitán?
—Que el movimiento militar se extiende por toda España y Valladolid es nuestro. Le dice que se sume. Y el general Molero le contesta que cuenta con fuerzas leales y que no traicionarán su juramento a la República.
—¡Para juramentos estamos ahora!
A la antesala llega la voz del general Molero, a quien sólo conoce por haberle visto presidiendo actos oficiales.
—… Lo que me pides es muy grave; tengo que consultar primero con el ministro de la Guerra.
El general Ponte y los militares agrupados a la puerta, se impacientan.
La voz de Saliquet se oye más confusa, como si al hablar expulsara aire.
—… no podemos perder tiempo.
Los militares han irrumpido en el despacho; por otra puerta, han entrado dos ayudantes del general Molero. Uno de ellos se llama Rioboo, le conoce de vista, siempre le ha chocado el nombre. Los militares discuten entre sí; él se queda en la antesala, para discutir no sirve y los militares no le escucharían. Preferiría andar por las calles a tiros con los socialistas, que no estar aquí, encerrado, pisando alfombras y en este ambiente que se le cae encima, presenciando cómo unos caballeros de uniforme se disputan el mando de la VII Región Militar.
La discusión sube de tono; el general Saliquet le advierte al general Molero que le va a detener. Molero pulsa un timbre; requiere a la guardia. Disputan a voces; uno de los ayudantes apoya a Molero. Estefanía ha penetrado en el despacho con los militares. Él mete la mano en el bolsillo y empuña la pistola, por si acaso. Suenan disparos. Cuando avanza hacia la puerta, un cuerpo se le viene encima. Estefanía se desploma en sus brazos, suenan gritos y más disparos y el despacho se llena de humo de pólvora. Deja estirado a Estefanía sobre la alfombra de la antesala. Parece muerto; un balazo en mitad del pecho. Del despacho llegan quejidos, insultos, imprecaciones, vivas. Entra con la pistola amartillada. Dos hombres ensangrentados están en el suelo, uno de ellos apoyado en un sofá. El teniente coronel Uzquiano se ha sentado y sangra por la rodilla. Huele a pólvora.
—¡Abran los balcones! —ordena el general Saliquet.
Entra un aire nuevo que empieza a despejar el humo. Todos se agitan desconcertados. El capitán general está herido. Uno de los militares que le ha disparado, se acerca respetuosamente, casi cariñosamente.
—Mi general, ¿cómo se encuentra usted?
Rioboo y el otro ayudante de Molero, yacen malheridos. Uno de los que han entrado con Saliquet, arrodillado, les examina las heridas y hace gestos de impotencia.
Guarda la pistola y se dirige al general Saliquet.
—Mi general, el señor Estefanía me parece que está muerto, lo he dejado en la antesala.
—¡Vaya por Dios…!
Apresuradamente se presentan en el despacho un general y un coronel. Al asomarse a la puerta se detienen un instante como asustados. Avanzan y se cuadran ante el general Saliquet, que ha recobrado su aplomo.
—A sus órdenes, mi general.
—Que se convoque a los jefes de cuerpo. Hemos de tomar urgentemente las medidas necesarias y proclamar el estado de guerra.
En la antesala, sin atreverse a entrar, se asoman unos soldados de la guardia y un sargento, que han acudido al ruido de los disparos.
—Hay que evacuar a estos hombres, en seguida, que se les conduzca al hospital. Tú, Molero, quedas además detenido; lo siento de veras, pero ya ves la que se ha organizado…
—El señor Estefanía, ¿está muerto?
—Usted Uzquiano, vaya al hospital a que le curen…
—Mi general, no es nada. Si me lo permite me quedo con usted.
—Como usted quiera, Uzquiano, necesitarles les necesito a todos.
Extrae el proyectil de la recámara. No sabe qué hacer allí, sobra; ni siquiera ha disparado. Pasa a la antesala. Urge liberar a los camaradas de la cárcel. Si el golpe fracasa, les matarán; la jugada ha sido fuerte, de momento han ganado.
El general Saliquet pregunta algo en voz baja a uno de los ordenanzas que ha acudido, y se dirige por el pasillo a la derecha.
El cadáver de Estefanía va empalideciendo. Un grupo de militares y soldados, le contemplan. Uno de ellos, que le conocía, comenta:
—¿Sabéis que tenía que casarse mañana?
En este instante se da cuenta de que las piernas le tiemblan ligeramente. En la calle se está combatiendo y su puesto está en la calle. Su misión en Capitanía ha terminado. Siente unas enormes ganas de orinar. Busca el retrete. Está ocupado; oye un pedo. La puerta se abre violentamente. Queda un momento embarazado. Levanta la mano y saluda.
—A sus órdenes…
Madrid
—¡Armas, armas, armas…!
El grito acompasado, se ha convertido en música elemental cantada por millares de voces. Las calles y callejas que rodean la Casa del Pueblo están abarrotadas de gente, obreros en su mayoría. De todo Madrid están acudiendo afiliados al local de la calle de Piamonte, atendiendo unos a los requerimientos de la radio, otros por iniciativa propia. Hombres y mujeres de Cuatro Caminos y Tetuán de las Victorias, ferroviarios, metalúrgicos de Vallecas, albañiles y peones de la construcción empujados a la miseria por la prolongada huelga, proletarios de los Barrios Bajos, del Pacífico, los que trabajan la madera, el vidrio, el cuero, el papel, los productos químicos, empleados y dependientes que se han quitado la corbata para estar a tono en esta noche proletaria, artesanos que han cerrado a media tarde los talleres, miembros uniformados de las Juventudes Socialistas, hombres de la Guindalera, de Chamberí, camareros que abandonaron el servicio, tranviarios, los del cerro de la Plata, fontaneros, vendedores ambulantes, mozos, picapedreros, peones de obras públicas, electricistas, impresores, herreros, los de la fábrica del gas, los poceros, chóferes, carreteros, madrileños todos de] centro, de los barrios, del suburbio, han improvisado este monótono y elocuente orfeón.
—¡Armas, armas, armas…!
Corre la voz de que están sublevados en el Cuartel de la Montaña y en el campamento de Carabanchel, y en Getafe, y en Alcalá. En Sevilla se han sublevado y en Córdoba, Cádiz y Algeciras también; y en Marruecos y en Canarias, y se sublevarán en Pamplona, en Burgos, en Valladolid. Ha sonado la hora del pueblo, su hora, la que esperaban hace años, la que les han prometido sus líderes, la hora esperada desde hace siglos. El entusiasmo es contagioso. Lo arriesgarán todo, y vencerán.
Ellos no han arrojado la primera piedra, no han disparado el primer tiro, no han derramado la primera sangre.
—¡Armas, armas, armas…!
Defenderán a la República, que se tambalea y derrotarán a sus peores enemigos, a los militares, a los curas, a los ricos, a los burgueses, a los fascistas. Cuando les hayan barrido, llegará el momento de la revolución proletaria que se les tiene prometida. Nada ni nadie podrá oponerse al arrollador ejército del pueblo. Y ellos, ellos serán el ejército del pueblo. El gobierno de burgueses liberales, se opone a que se les entreguen armas; las irán a buscar allá en donde estén. Necesitan jefes que les conduzcan, militares del pueblo que les encuadren y guíen. La victoria la ganarán luchando, como se consiguen las verdaderas victorias.
—¡Armas, armas, armas…!