Alicante
La suerte de España está decidiéndose. No queda posibilidad de retroceso, y él está aquí, encerrado, pues hasta el momento todos los intentos de fuga han fracasado o han sido desechados por una u otra causa. Llanitos Mora, que esta mañana ha venido a visitarle, le ha comunicado que ella misma ha oído por Radio Melilla que los militares se han apoderado de Marruecos y que el bando de proclamación del estado de guerra lo firmaba Francisco Franco. ¿Estará el general Franco en Marruecos? ¿Cómo habrá llegado? En Alicante, a su alrededor, algo extraño está sucediendo. Ni Carmen, ni Margot han acudido a visitarle a la prisión, ni siquiera la tía «Ma». ¿Obró cuerdamente confiándoles la misión de Alcoy? ¿Les habrá ocurrido algo desagradable? Los militares jóvenes y los falangistas de Alcoy estaban soliviantados y podían cometer una imprudencia. El general Mola es un perfecto organizador; sólo la coherencia, un orden riguroso, el acatamiento al mando pueden ser garantías del éxito en aventura tan arriesgada como una sublevación nacional.
En la prisión se advierte nerviosismo. Algo anormal pasa en Alicante. ¿Vendrán a rescatarle los camaradas? ¿Qué hará el general García Aldave? No es difícil organizar una operación por sorpresa para apoderarse de la cárcel; además, aquí, no se haría demasiada resistencia. Con una compañía bastaría. ¿Una compañía? Unos cuantos camaradas decididos. De ninguna manera puede él permanecer aquí dentro en estos instantes. De resultar cierto que el golpe está preparado y triunfa, él volará a Madrid; allí está su lugar y su puesto de mando. Si en los primeros momentos no se halla presente y vigilante, los militares les desbordarán. Sanjurjo, monárquico, con simpatía personal y amigo del lucimiento; Mola, reservado, autoritario, sin ideas firmes, posiblemente influido por los tradicionalistas; Franco, ¿Franco, qué? Y Goded, culto, flexible, pero ambicioso… Y no digamos, Queipo, una especie de Narváez demagogo. Puede hasta cierto punto confiarse en la oficialidad joven, en aquellos que se han aproximado a la Falange, aunque en el Ejército el espíritu militar pasa delante de las ideas. Y detrás de los generales están los Goicoechea, los Lequerica, los Rodezno, los Vallellano, los March, los Padrera, los Maura (y no don Miguel), los banqueros, los terratenientes, los grandes industriales. Sucesos y circunstancias desbordan al hombre. Él creyó tener las riendas en su mano; nadie aguanta las riendas en la mano, la historia atropella a quienes pretenden escribirla. Si no consiguen ponerle en libertad los camaradas alicantinos o los militares de la guarnición, recluido aquí, incomunicado, los acontecimientos, al precipitarse, le desbordarán. En caso de que en Madrid y en otras capitales el Gobierno se imponga, aunque sea momentáneamente, ¿qué le ocurrirá a la Falange con la Junta Política encarcelada, los jefes territoriales en las cárceles y los provinciales huidos o aprisionados, los cuadros en desorden, y anegados por la avalancha de derechistas que en estos días se han incorporado, aportando su espíritu de señoritos revanchistas?
Se pone en pie y pasea por la estrecha celda, más desesperadamente estrecha que nunca. De buena gana se daría de cabezazos contra la pared; pero hay que conservar lúcida la cabeza y no desesperar. Es el momento de la crisis. A él le incumbe la responsabilidad de haber lanzado a los camaradas a esta tremenda aventura, confían en él, esperan de él, y él está impotente. Le esperan en Madrid, les prometió que, pasara lo que pasara, se pondría al frente cuando sonara la hora. ¿Vendrán a sacarle de esta prisión? Si hoy sábado se levantan las guarniciones, le quedan tres días para actuar; los tres días en que él ha exigido que no se nombren autoridades civiles. Y Mola se ha comprometido a cumplir el plazo. ¿Quién sabe si los militares, una vez proclamado el estado de guerra y con el poder en la mano, un poder omnímodo, cumplirán lo pactado? Los falangistas —son las condiciones acordadas— acudirán a la lucha con los mandos propios, formando unidades y sólo un tercio de sus efectivos podrá ser integrado en unidades militares. Pero en el último momento, ¿qué ocurrirá en cada provincia, en cada ciudad, en cada pueblo? Esto es en verdad una cárcel, más cárcel de lo que él mismo suponía.
Le duele el pecho, parece que le falta el aire; resuelve sentarse en el camastro. Le han incomunicado, no hay duda. Vicente, el guardián, que parece desasosegado, le ha anunciado que piensan trasladarle a la celda 10. ¿Por qué será? Disparos no se oyen. ¿Qué estará sucediendo en Alicante? Quizá sus inquietudes e incertidumbres sean ridículas, y los camaradas estén ya preparados para asaltar la cárcel, y esto sea como una corta pesadilla. ¿Tenía verdaderamente opción ante los hechos, tal como éstos se le han presentado? ¿Podía, de alguna manera, quedarse Falange al margen de este movimiento militar? ¿Cabe en España, en estos agitados días, la actitud de neutralidad? El choque violento puede aclarar o solucionar ciertas situaciones; es imprescindible restablecer el orden, la convivencia, la autoridad. ¿Y si los reaccionarios se «apoderan» del «poder»? ¿No será todavía peor? La perspectiva de una dictadura militar y derechista es gravísima amenaza para el país; sólo puede evitarse lanzándose ellos a la lucha y a la conquista del poder con todo el brío de que son capaces. La Falange, sin mandos, desorganizada, con los cuadros deshechos y desbordados por los adventicios de última hora, ¿se hallará en condiciones de controlar los acontecimientos? Y él aquí, entre cuatro paredes, sin poder ni gritar porque nadie va a oírle, a escucharle. ¡Que vengan pronto!
Aprieta los puños, aprieta las mandíbulas, bate el suelo con la punta del pie. Desesperarse resulta inútil. No le dieron opción; entre rojo y negro, ha tenido que apostar a negro, y jugárselo todo a un golpe de ruleta.
Callosa de Segura
Después de la comida se ha tumbado un momento para descansar, pero se ha quedado adormilado. A través de las persianas entran finos rayos de sol. En la huerta cantan enloquecidas las chicharras. La madre cose a la puerta, protegida por la sombra de la parra. Habla con alguien; no reconoce la voz del recién venido, que deja apoyada la bicicleta en la jamba de la puerta. Se incorpora; el forastero entra en la alcoba.
—¡Rafael! No veo. ¿Estás ahí?
—Sí, entra.
Coge una silla y se sienta frente a él. Habla en voz baja para evitar que la madre, que está fuera, le oiga.
—Me manda Antonio Maciá…
—¿Qué? ¿Ya estamos en marcha?
—Mañana, por la mañana, cuidando de que nadie se dé cuenta, los camaradas de Callosa hemos de concentrarnos en «La Torreta»; vendrán algunos de Rafal. Tenemos que llevar las armas que podamos.
—Tengo la escopeta y cartuchos con postas…
El recién llegado, orgullosamente, saca del bolsillo una pistola Astra, y vigilando la puerta, no vaya a asomarse la madre, se la muestra. Rafael la coge con muestras de admiración y apunta hacia un jarro de loza blanca que está colocado sobre la palangana.
—Por si hay follón en el camino. En Alicante iremos al cuartel y nos darán fusiles, municiones, y hasta creo que una ametralladora.
—¿Y José Antonio?
—Lo sacaremos de la cárcel y se pondrá al frente de la revolución nacional-sindicalista. Ya está enterado de que vamos para allá los de Callosa…
—¿Somos muchos?
—Todos; he visitado a Antonio Grau, a Cañizares, a Aledo, a López Mellado… Están entusiasmados. Ahora voy a ver a Mariano Sánchez, a Marcos y a José Victoria. Seremos más de cincuenta. Vendrán los carlistas de Crevillente, y los camaradas de Orihuela; además, los de la capital.
—¿Y los militares, qué?
—¿No te digo que nos darán armas?… Lo primero, nos presentamos en el cuartel… Proclamarán el estado de guerra Valencia, Alicante, Albacete y Alcoy. En Barcelona y en toda Cataluña se lanzan a la calle…
—Yo iría primero a la cárcel. Si vamos armados con escopetas y pistolas, podemos sacar en seguida a José Antonio y que él mismo nos mande.
—José Antonio tiene que marcharse a Madrid. Allá se pondrá al frente de la sublevación; los militares están de acuerdo.
Le devuelve la pistola con la que ha estado juegueteando.
—¿Quieres un trago?
—No, gracias; me voy a avisar a los demás. Si quieres, mañana te recojo y vamos juntos a «La Torreta». Mejor que lo hagamos en grupo, por si acaso…
—Con armas no le tengo miedo a nadie.
—No digas nada de lo que hemos hablado. Ni a tu madre…
—Descuida.
Al llegar a la puerta, se asoma a vigilar que no le descubra la madre de Rafael; se cuadra y levanta la mano. Se pone en pie y levanta también la mano. Ambos se sonríen.
—¡Arriba España!
—¡Arriba España!
Alza un poco la persiana y le ve marcharse en bicicleta por los estrechos caminos que bordean las acequias a la sombra leve de las palmeras.
Madrid
En la calle de la Montera y en la Puerta del Sol, grupos de gente, principalmente obreros, charlan, comentan, discuten. De los centros políticos y sindicales entran y salen los afiliados. Todo el mundo está nervioso, alarmado; los comentarios varían según la filiación política de quien los hace. Los transeúntes se miran unos a otros con desconfianza. Delante del Ministerio de la Gobernación un retén de Asalto monta guardia, pero grupos de paisanos invaden la amplia acera.
Durante la emisión de la mañana se ha leído un comunicado del Gobierno. Guzmán, que a esas horas dormía, no lo ha oído. Al trasmitirse de boca en boca el texto sufre deformaciones; deduce que lo que viene a decir es que se ha frustrado un criminal intento contra la República y que el Gobierno no ha querido informar hasta tomar las medidas oportunas para su aplastamiento; que una parte del ejército de Marruecos se ha sublevado contra el poder legítimamente constituido; que nadie se les ha sumado en la Península, y que elementos leales resisten en las plazas del Protectorado; que fuerzas de tierra, mar y aire se dirigen a sofocar a los sediciosos, y que el Gobierno, que domina la situación, dará pronto cuenta de que la normalidad ha sido restablecida. Nadie cree lo que el Gobierno declara y corren rumores alarmantes.
Guzmán se encamina a la central telefónica de la Puerta del Sol; los compañeros de prensa, que estarán mejor informados, le aclararán algo.
En Teléfonos se reúnen redactores de distintos diarios, de derechas, de izquierdas y de centro, en sus variados matices. Discuten acaloradamente, pero más que enfrentarse por ideas personales, o por aquellas que defienden los diarios en los cuales prestan sus servicios, lo que en este instante les apasiona son cuestiones informativas, profesionales.
—No hay comunicación telefónica ni con Canarias, ni con Baleares…
—El manifiesto de Radio Tetuán lo firma el general Franco.
—Franco estaba en Canarias; yo mismo he oído por Radio Tenerife una alocución…
—¿Pero tú, conoces su voz?
—¡Ah, no!
—Entonces, podía ser un speaker.
—Tienes razón.
—En una radio extranjera he oído que se combate en Larache, pero que Melilla, Ceuta y Tetuán estaban dominadas por los rebeldes. Se oía tan mal, que tampoco estoy seguro de que dijeran precisamente eso.
—¿Quién hablaba con Pamplona?
—No sé quién sería…
—Para el caso es lo mismo. A quien fuera, le han cortado de golpe la comunicación y no ha habido manera de restablecerla.
A las tres de la tarde el ministro de Gobernación suele recibir a los informadores. Hoy acuden ávidos de noticias, algo tiene que aclararles, si no lo hace, ellos le acosarán a preguntas.
Cruzan la Puerta del Sol, que arde bajo el sol de la tarde: suben al piso principal del Ministerio y entran en el salón llamado «de Canalejas», contiguo al despacho del ministro. Es un salón amplio y lujoso, ligeramente marchito en su decoración fin de siglo. Se asoman al balcón; la Puerta del Sol aparece inusitadamente animada, los tranvías van atestados. Es la hora de salida de algunas oficinas, que por ser sábado hoy se retrasa, el momento en que se retiran a sus casas los que se han entretenido tomando alguna copa con los amigos en bares y tabernas.
Los periodistas siguen comentando; han bajado el tono de voz.
—Me han asegurado que en Barcelona hay fregado en las calles.
—¿Sabes que Núñez del Prado ha marchado a Zaragoza?
—¿Para qué?
—No se fían de Cabanellas…
—¿Cómo? ¡No me digas…!
—Están armando con fusiles a los miembros de las Juventudes Socialistas…
—En la radio del Ministerio de Marina de Ciudad Lineal ha habido esta mañana una ensalada de tiros. Unos me han contado que eran los comunistas y otros que la han asaltado los de Falange.
—Veremos qué nos cuenta hoy el señor ministro…
—Nada que sea verdad; ya has oído el comunicado.
En lugar del ordenanza que suele abrirles la puerta para que pasen al despacho del ministro, se presenta el subsecretario de Gobernación, señor Ossorio Tafall. Es joven, de mediana estatura, ligeramente socarrón, gallego y correligionario de Casares Quiroga. Las derechas le consideran, de alguna forma, complicado en el asesinato de Calvo Sotelo. Hombre de palabra fácil, a pesar de lo dramático de las circunstancias aparece sonriente ante los periodistas.
—El señor ministro les saluda a ustedes; le resulta imposible recibirles como sería su deseo. Se encuentra desbordado por el trabajo. Bien… Ustedes conocen la nota de esta mañana. ¿Cierto? Ahora mismo haré que les repartan una segunda nota con ruego de que la publiquen en los periódicos de la noche… Supongo que todos habrán reservado el espacio… En definitiva nada nuevo; tranquilidad en la Península. En Marruecos la situación continúa incierta. Han salido fuerzas para apoyar a las unidades leales. El Gobierno agradece todas las adhesiones y ofrecimientos que se le han hecho por parte de los partidos y organizaciones sindicales. La mejor y más eficaz manera de colaborar con el Gobierno es apoyándole y garantizando la normalidad de la vida ciudadana. Esa normalidad será un mentís para quienes pretenden crear un clima de confusión. Gracias a las medidas de previsión del Gobierno se ha desarticulado un amplio movimiento de carácter subversivo, principalmente militar. Hemos tomado urgentes y radicales medidas. Se ha detenido a varios generales; al general González de Lara, en Burgos, por ejemplo. Aquí en Madrid, se están practicando detenciones. El Gobierno está sobre aviso. La policía, en Burgos, se ha apoderado de un avión extranjero, que parece que tenía como misión introducir en España a uno de los cabecillas de la rebelión, cuyo nombre, por ahora, no les aclaro, pero que ustedes deben conocer. En fin, la sublevación se limita a Marruecos y dentro de unas horas se anunciará que ha sido sofocada. Una intentona descabellada, que no tendrá repercusiones en ningún punto de la Península.
—¿Ni siquiera en Navarra? —pregunta uno de los informadores.
—¿Por qué, en Navarra?
—Corre el rumor de que el general Mola se ha sublevado con apoyo de los carlistas…
La actitud del subsecretario de Gobernación cambia súbitamente. Al formularle la pregunta se ha puesto en guardia y la semisonrisa se ha borrado de su rostro. Estalla colérico.
—¡Mentira! ¡Nieguen eso; es una falsedad! El general Mola, comandante general de Navarra, es leal a la República. Si alguno de ustedes lo duda, le responderé que hace sólo unas horas ha hablado personalmente con el señor ministro.
Los periodistas se despiden decepcionados. El Gobierno sigue la táctica del avestruz. Bajan discutiendo por la escalera.
—Azaña ha pasado parte de la mañana conversando con Sánchez Román.
—Quizás intenta constituir un gobierno de concentración nacional…
—¡Pues buena se va a armar! Sánchez Román no forma parte del Frente Popular.
—Los socialistas están armados, y no consentirán que se pacte con los fascistas.
—¡Hombre, fascistas! Yo creo que don Felipe es un republicano aunque de tendencia moderada.
Al salir por el portalón del Ministerio de Gobernación, la luz que reverbera sobre el pavimento les obliga a entornar los ojos. Por un instante los comentarios se interrumpen.
Sevilla
El calor es tan fuerte que agota; es preciso sacar fuerzas de reserva para mantener viva la energía y no decaer.
Después de vencer la resistencia inicial, el general Queipo de Llano ha conseguido que el comandante Gutiérrez Pérez se haga cargo del mando del Regimiento de Granada. Cuando ha formado la tropa se ha dado cuenta de que los batallones se hallan en cuadro. Los efectivos presentes no llegan a doscientos hombres. Villa-Abrille y los demás prisioneros están recluidos en una habitación, y por ahora permanecen tranquilos. Como la puerta carecía de llave, ha dado orden al cabo Miguel Prieto y a dos soldados, de que los vigilen estrechamente y que hagan fuego si alguien intenta escapar. Este cabo parece un muchacho resuelto; por otra parte los detenidos están desmoralizados y no son de temer. Habrá que trasladarlos a lugar más seguro antes de que reaccionen.
La situación es sumamente grave; si el enemigo se decide a tomar la iniciativa no podrán hacerle frente. Los guardias de Asalto, numerosos y adiestrados, disponen de tres coches blindados sumamente eficaces para la lucha callejera y capaces de ejercer un efecto desmoralizador. Por el momento al nuevo capitán general de Andalucía no le obedece más que la guardia de Capitanía, reforzada por ordenanzas y escribientes, y los menguados efectivos del Regimiento de Granada. Una compañía mandada por el capitán Rodríguez Tresellas ha salido, apresuradamente, a proclamar el estado de guerra; se hará prescindiendo de solemnidades; lo pegarán a brochazos de engrudo en unas cuantas esquinas. No hay tiempo ni es ocasión de florituras. Mucha suerte será si no se cargan a la compañía.
El comandante Cuesta y algunos jefes y oficiales forman su estado mayor provisional.
—Señores, hemos de obrar con suma urgencia. Lo primero es defendernos porque de un momento a otro podemos ser atacados. Con los hombres de la compañía de destinos, que se ocupen las azoteas, principalmente las de la plaza Gavidia; hay que mantener despejada la plaza y sus alrededores pase lo que pase. En San Hermenegildo se habrán tomado las disposiciones correspondientes, ¿no?
—Sí, mi general; pero le advierto que ausente la compañía del capitán Tresellas quedan unos cuarenta hombres en el cuartel.
—Son suficientes; que no se pierda contacto con ellos, y atención a las callejas… Lo que importa es apoderamos del Gobierno Civil; tan pronto como se proclame el estado de guerra, como general de la división me corresponde hacerme cargo del mando. Que el comandante Núñez reúna fuerzas de intendencia, las que pueda, una compañía, y que se dirija al Gobierno Civil y conmine, en mi nombre, al gobernador a la entrega de poderes. Así, por las buenas.
—Mi general, el comandante Núñez no está avisado ni sabe… Esta mañana con los demás jefes de Cuerpo se ha reunido con el general Villa-Abrille, aquí mismo… Claro que es un buen militar y de derechas.
—Pues ya es suficiente. Usted, capitán Escribano, redacte una orden y mande a un voluntario que se la lleve pitando.
—Mi general, los efectivos del segundo grupo de Intendencia son de 189 individuos de tropa, de los cuales 29 se encuentran destacados en el Parque; hay que descontar además los permisos y si hubiera bajas por enfermedad.
—¡No hacen falta tantos! Una batería de cañones escoltada por otra a pie después de apoderarse de Correos y la Telefónica puede apoyar a los de Intendencia. Y que un escuadrón montado acuda a la plaza Nueva. Allá nos vamos a jugar las castañas. Ya verán ustedes… Coloquen aquí el plano de la ciudad.
Sobre la mesa extienden un plano de Sevilla.
—Mi general, la caballería no parece estar de acuerdo con nosotros.
—Lo estará; telefonearé al coronel Mateo… Y si no se pone a mis órdenes, lo destituyo. ¡La caballería se me va a mí a insubordinar!
Han sido cursadas órdenes para que a estas mismas horas un capitán de Ingenieros se dirija con unos cuantos hombres a reforzar la guardia del Parque y Fábrica de Artillería. El edificio y lo que en él se custodia es de importancia vital; si los de Asalto lo toman antes y distribuyen las armas entre socialistas, afiliados a la CNT y comunistas que andan por la calle o reunidos en los centros, la partida está perdida. La rapidez y la audacia es lo único que puede salvarles.
—¿Cuántas ametralladoras me han dicho que hay en San Hermenegildo?
—Seis, mi general, y un cañón de acompañamiento.
—Perfectamente.
—Mi general, don Ramón Carranza espera ahí fuera.
—¡Qué bien! Ya tenemos alcalde. Que pase en seguida, y si viene don Pedro Parias, que pase también; no podemos gobernar una provincia sin nombrar, inmediatamente, un gobernador civil, porque el que hay ahora va a durar poco.
—Vámonos para casa que esto se va a poner feo. Va a armarse la reoca.
Coge del brazo a su mujer y aprietan el paso. Las voces se acercan «¡Viva España!». «¡Viva el Ejército Español!». Parroquianos y camareros se asoman a la puerta de los bares, los vecinos a los balcones. El comercio, debido a la hora, permanece cerrado.
—En la oficina me han asegurado que se ha sublevado el general Queipo de Llano.
—No corras tanto, que no puedo seguirte con estos tacones.
Por la calle de las Sierpes avanza una manifestación, poco nutrida, formada por un puñado de jóvenes, que gritan y se dirigen al público que les observa con indiferencia o con hostilidad.
Junto al matrimonio, que se ha detenido un instante, un corrillo de obreros comenta.
—¡Ya vienen los señoritos!
—¡Anda, pues que no les van a dar para el pelo!
Delante de los manifestantes corren algunos chiquillos a los que cualquier espectáculo divierte. «¡Arriba España!», gritan levantando el brazo al estilo fascista; los más tímidos, y un reducido número de entusiastas, entre el público de la calle, corresponde a los vivas.
—Van armados…
—Allá, uno ha sacado una pistola.
—Vámonos de prisa a casa. No se organice un tiroteo y nos coja en medio.
—¡Espérate! Deja que los veamos y entendamos lo que gritan.
El grupo va engrosando, pero su actitud despierta escaso eco. Los jóvenes visten bien a pesar de que las corbatas y los cuellos se han desbocado con la agitación. Las chaquetas blancas, veraniegas, desabrochadas, resaltan agitándose bajo la luz cegadora del sol, amortiguada a trechos por los toldos que cubren la calle.
A la puerta de un bar hablan el limpiabotas y uno de los camareros.
—Ése es Leopoldo Parias… Y sus hermanos… Y don Ignacio…
—¿Quién?
—Sí, hombre, don Ignacio Cañal.
—Ahí van don Carlos Llorente y don Alfonso Medina…
—¡Todos los fascistas…!
—Van hacia el Círculo de Labradores.
—Despertarán a los socios… están siempre adormilados…
—Tanto mejor si no despertaran nunca. Cuando abren un ojo es para hacer algún daño, y si abren la boca para arruinar a un cristiano.
Los jóvenes manifestantes se aproximan.
—¡Todos los buenos españoles a la calle! ¡Hacen falta hombres! Va a comenzar el movimiento salvador. ¡Viva España!
—¡Viva!
—¡Viva el Ejército Español!
—¡Viva!
—¡Arriba España!
Empuja ligeramente a su mujer para que se meta dentro del bar.
—Nos tomamos una caña. Estos tíos me van a comprometer; he visto a José Ignacio Benjumea, no quiero que me descubra él a mí.
En el mostrador el camarero está sirviendo a unos clientes que no se han movido a pesar del barullo. La mujer les pregunta.
—¿Qué pasa, lo saben ustedes?
—¡Qué va a pasar! ¡Ya lo ve; los señoritos que se divierten!
El marido le da un tirón disimulado del brazo para que se calle. Ha contestado un hombre de mediana edad, con un cigarrillo a medio apagar entre los labios. Viste una chaqueta holgada, con los bolsillos llenos de papeles y el cuello sudado y no muy limpio.
—Don Federico —le dice otro más joven—, parece que en el cuartel de San Hermenegildo ha habido jaleo.
—Se han creído que los de África van a venir acá y va a ocurrir lo contrario. Mi hijo, que está en Tablada, me ha contado que están llegando aparatos de Madrid y que han bombardeado Tetuán y Melilla, que la Escuadra les hará migas.
—Pero en Tablada ocurrió algo…
—¿Que si pasó? Pues claro; que se cargaron a un fascista que estropeó un avión. Le pegaron cuatro tiros allí mismo, y a otra cosa…
La voces se alejan. Entran el limpiabotas y el camarero.
—Están delante del Círculo de Labradores. Obligan a salir a los socios, no sé para qué. ¡Si ésos del Círculo al primer disparo no podrán ni correr siquiera!
En voz baja le dice a su mujer mientras procura ocultar el número del ABC que lleva en la mano:
—Anda, vámonos.
—¿Sabéis quién está en Sevilla? ¿A qué no? Pues nada menos el célebre Rexach, el mejor aviador que tenemos en España. Ése sí es un tío. Donde pone el ojo pone la bomba. A los de Marruecos se les va a caer el pelo.
—Yo no le conozco…
—¿Que no lo conocéis ustedes? A republicano no hay quien le gane.
—Más que el comandante Ramón Franco no lo será…
—Pues su hermano, el de infantería, se ha sublevado en Canarias. Mi compadre lo ha oído por la radio.
—Amigo, no confundir. Hay hermanos y hermanos…
Delante del Círculo de Labradores se agolpa el público; se dan vivas y mueras.
—Vamos por esa otra calle. Prefiero dar un rodeo. Son unos exaltados. El ordenanza que esta mañana ha pasado por el Pumarejo contaba que los obreros están armados, que ha visto hasta fusiles. Y en Triana ¡no digamos!
—No pasará nada… Si yo fuera hombre, me iba con éstos.
—¡Tú estás loca!
Por la calle de Tetuán desembocan en la plaza de San Fernando. El asfalto despide un calor insoportable. En el centro de la plaza está instalado un cine veraniego. De pronto descubren a unos soldados con la bayoneta calada que observan atentamente hacia las bocacalles y vigilan azoteas y balcones.
—Retrocedamos…
—¡Si no pasa nada!
Un cabo y un soldado pegan un cartel con engrudo en una fachada. Escasean los curiosos, apenas circulan vehículos. Los viandantes apresuran el paso y se enjugan el sudor.
Un capitán y un teniente dirigen la operación; se les advierte intranquilos. Unos pocos curiosos esperan a que se retiren los soldados; tímidamente se aproximan al bando.
—Vamos a ver qué dice.
Tras breve resistencia, él accede; no ocurre nada anormal. A la puerta de la Telefónica un retén de guardias de Asalto se protege del sol. Apresuradamente, para terminar pronto, leen:
Españoles: Las circunstancias extraordinarias y críticas por las que atraviesa España entera; la anarquía, que se ha apoderado de las ciudades y de los campos con riesgo evidente de la Patria, amenazada por el enemigo exterior, hacen imprescindible el que no se pierda un solo momento y que el Ejército, si ha de ser la salvaguarda de la Nación, tome a su cargo la dirección del país, para entregarla más tarde, cuando la tranquilidad y el orden estén restablecidos, a los elementos civiles preparados para ello.
En su virtud, y hecho cargo del Mando de esta División, ordeno y mando:
1.º Queda declarado el estado de guerra en todo el territorio de esta División.
2.º Queda prohibido terminantemente el derecho a la huelga. Serán juzgados en juicio sumarísimo y pasados por las armas los directivos de los sindicatos cuyas organizaciones vayan a la huelga o no se reintegren al trabajo los que se encuentren en tal situación a la hora de entrar el día de mañana.
3.º Todas las armas largas o cortas serán entregadas en el plazo irreducible de cuatro horas en los puestos de la Guardia Civil más próximos. Pasado dicho plazo, serán igualmente juzgados en juicio sumarísimo y pasados por las armas todos los que se encuentren con ellas en su poder o en su domicilio.
4.º Serán juzgados en juicio sumarísimo y pasados por las armas los incendiarios, los que ejecuten atentados por cualquier medio a las vías de comunicación, vidas, propiedades, etc., y cuantos por cualquier medio perturben la vida del territorio de esta División.
5.º Se incorporarán urgentemente a todos los cuerpos de esta División los soldados del capítulo XVII del Reglamento de Reclutamiento (cuotas) de los reemplazos de 1931 al 35, ambos inclusive, y todos los voluntarios de dichos reemplazos que quieran prestar esté servicio a la Patria.
6.º Se prohíbe la circulación de toda clase de personas y de vehículos que no sean de servicio público, desde las nueve de la noche en adelante.
Espero del patriotismo de todos los españoles que no tendré que tomar ninguna de las medidas indicadas en bien de la Patria y de la República. El general de la división, Gonzalo Queipo de Llano.
—Vamos a casa. No me gusta el ambiente; se masca el follón.
—¿Te has fijado? «Para el bien de la República». ¿Qué nos importa a nosotros el bien de la República?
—Queipo de Llano es republicano, todo el mundo lo sabe…
—¿Y por qué no han mandado a Sevilla a otro general que no lo fuera?
—¡Yo qué sé…!
—Me parece que esto va a ser salir de Málaga y entrar en Malagón.
Cuando terminada la lectura atraviesan la plaza, los soldados han desaparecido. En la avenida algunos tranvías han sido abandonados por sus conductores. A la puerta de Correos y Telégrafos, la pareja de civiles de guardia permanece tranquila, como si no afectara cuanto sucede a la rutina del servicio que prestan.
Ciudad castellana
Después de comer toma café en el saloncito de este hotel provinciano. Los muebles de mimbre que pintaron de blanco hace años, amarillean. Grandes macetas metidas en recipientes de latón bruñido sostienen palmeras enanas. Mientras toma café y fuma un faria, aprovecha para pasar en limpio las notas de pedido que los clientes le han hecho esta mañana.
José, el camarero, toma precauciones para que nadie oiga lo que va a decirle.
—Don Jaime, perdóneme que me meta donde no me llaman.
—Diga, José…
—Usted es forastero y no conoce las costumbres de por aquí.
—Algo si las conozco; hace cuatro años que recorro esta zona y dos veces por temporada paso a visitar la clientela.
—Que en Cataluña las cosas son distintas; allá hay más democracia. Ustedes los viajantes, van a lo suyo, pero yo me conozco el percal. Si admite un consejo, ándese con cuidado con el capitán, no discuta con él. ¡Créame, don Jaime!
—Si es hablar por hablar. Cada cual tiene sus ideas y usted sabe que yo…
—¿Qué me ha de contar? No se fie, que corre muy mala leche por ahí y que no está el horno para bollos. Van a sublevarse y están viniendo fascistas de la provincia.
—Bueno, pero a mí…
—Que no se fie don Jaime, que al capitán le conozco mejor que usted. Anduvo por Asturias después de la revolución, y mientras les sirvo a la mese le he oído contar cosas que ponen los pelos de punta. Y a usted le tiene entre los ojos. No puede tragar a los catalanes desde lo del Estatuto. ¡Créame!
—Oiga, José, me parece que usted exagera. He discutido sin faltar a nadie… Yo no defiendo que hayan matado a Calvo Sotelo, pero, francamente, no me resultaba simpático
—Mejor que se lo calle. Usted no conoce a la gente de esta ciudad. Si les dejan la mano libre ¡Dios no coja confesados! Usted es forastero y nadie necesita enterarse de si usted piensa blanco o negro. Lo malo es los que somos de aquí. A mí o me perdonan que pertenezca a la Casa del Pueblo. Y yo, pobre de mí, no me meto con nadie, pero cada cual tiene derecho a sus ideas. Yo estoy con don Indalecio Prieto que es un tío de talento. En cambio, mi hermano pequeño, ya ve usted, es de la Falange. Que cada cual haga lo que quiera, eso digo yo. Esta ciudad es imposible. Sin ir más lejos, el otro día, don Manuel hablaba de usted con el capitán, antes de comer —oiga, se lo cuento con mucha reserva, no me comprometa por lo que más quiera— y oí que decía: «Ése es un escamot, seguro; ¿no se ha fijado usted el acento catalán que tiene?, ni siquiera lo disimula…», y don Abilio va y contesta: «Pues que no se me ponga por delante». Claro que son habladurías, pero mejor es andar prevenido.
—Vivimos en un país libre…
—No sé lo que será su tierra, don Jaime, pero lo que es aquí estamos rodeados de carcas de la peor especie.
—Yo bien he hablado de política con don Ramón, el de Novedades a Precios Fijos, y no me ha parecido nada carca.
—¡Toma, como que es de los de Martínez Barrio!
—Mire, José, en cambio, cuando lo del Estatuto me dejó de comprar, García, don Guillermo, ya sabe usted. Al año siguiente volvimos a entrar en relaciones comerciales. No es por decirlo, pero llevo el mejor género…
—Don Guillermo es de los de Gil Robles, pero no es mala persona.
—Nunca he discutido con él de política. Yo, en cuanto entro en una tienda y veo un Sagrado Corazón, o algo parecido, pues me callo. Me gusta respetar las ideas de los demás. El viajante ha de transigir con el cliente. José, no voy a engañarle, soy de la Esquerra…
—No lo diga por ahí, créame. Ahora no se trata de perder un cliente. Están a punto de sublevarse. No se repita lo que en Asturias. Y vaya con cuidado con el capitán y los de su mesa.
—No llegará la sangre al río… De todas maneras, gracias, José.
Tras una vacilación, don Jaime saca un faria del bolsillo y se lo alarga a José, camarero del hotel.
Sevilla
Comienzan a oírse disparos, no muy nutridos pero que atemorizan; a algún lado irán a parar las balas, y al que le cojan por medio está listo. ¿Quién dispara y contra quién? Nadie es capaz de contestar a esta doble pregunta sin riesgo de equivocarse.
Enrique Cerezo, soldado de cuota, cumple su servicio militar destinado en el Grupo de Intendencia. Esta mañana, como de costumbre, se ha presentado en el cuartel; al mediodía no le han permitido salir a comer con su familia. Ahora se encuentra en la plaza de San Francisco, frente al edificio de la Audiencia, en posición de «en su lugar descanso», en alineación un tanto relajada, formando parte de una compañía incompleta, mandada nada menos que por un comandante. Otra de las secciones se ampara tras el edificio del Ayuntamiento, y un compañero que ha venido adonde están ellos, les ha contado que se ha asomado por el Arquillo y que la Telefónica la ocupa un retén de guardias de Asalto y que le parece haber visto ametralladoras. Los soldados, a los cuales no se les han dado explicaciones de por qué se les ha traído aquí pertrechados, hacen conjeturas. Afirman que a la compañía de Intendencia se le mandará entrar por la fuerza en la Telefónica. Añaden que vendrán nuevos efectivos y atacarán, por las buenas o las malas, el edificio del Gobierno Civil que está detrás del Hotel Inglaterra, al otro lado de la plaza San Fernando.
A los soldados les inquieta permanecer a pie firme y en descubierto sabiendo que en el Ayuntamiento están reunidos los concejales del Frente Popular, y que desde dentro del edificio los guardias municipales pueden dispararles a mansalva.
Hace aproximadamente una hora han sufrido una penosa experiencia. En el cuartel se ha presentado un paisano que ha hablado con el comandante Núñez. Entre suboficiales y soldados se rumoreaba que se trataba de un capitán de caballería retirado que se llama Parladé. Con cierta precipitación les han mandado formar con armas, correaje y dotación de munición completa, les han hecho subir en camiones y conducido hasta el Gobierno Civil. Un piquete de guardias de Asalto les ha dado el alto encañonándolos. El comandante y un teniente que iban con ellos en los camiones han hablado con el oficial que mandaba a los guardias, y el comandante se ha metido en el Gobierno Civil. Los guardias de Asalto les miraban en actitud amenazadora y algunos para asustarles les apuntaban con las armas; hasta les han dirigido palabras injuriosas, calificándoles de fascistas. Los soldados, ignorantes de cuanto sucedía, estaban desconcertados y atemorizados.
Enrique Cerezo cotiza para Falange Española pero nunca se lo ha tomado demasiado en serio. Ahora que Joaquín Miranda, Jiménez, los hermanos Vázquez y otros muchos están encarcelados, la Falange en Sevilla apenas puede decirse que exista, y menos para él que está cumpliendo su servicio militar.
Entre los soldados se murmura que la compañía está sublevada como los de África, y que en Sevilla manda Queipo de Llano. Pero son rumores. También se dice que el general Mola ha salido de Pamplona para atacar Madrid, que la caballería se ha sublevado en Valencia y que de Tablada se han apoderado los comunistas y despegan aviones para bombardear Melilla.
Frente al Gobierno Civil han pasado un mal rato. Uno de los guardias ha dicho, dirigiéndose a ellos, que los fascistas eran unos hijos de puta. Como el guardia, ignoraba que él cotiza para Falange, el insulto no le alcanza, a pesar de que algunos compañeros sí están enterados. Él mismo ignora si debe o no considerarse afiliado y si le afecta la disciplina del partido o si el hecho de hacer el servicio militar le excluye de cualquier obediencia ajena al Ejército. A fin de cuentas no está seguro de si debe darse por insultado o no, por las soeces palabras del cochino guardia de Asalto que, además, empuñaba una pistola ametralladora que utilizaba para reforzar su chulería.
Al cabo de un rato el comandante ha salido del Gobierno Civil, ha subido a uno de los camiones y han arrancado. Los soldados correspondían con escaso entusiasmo a los ¡Viva la República!, que lanzaban los de Asalto, y no por falta de simpatía a la República por parte de muchos soldados, sino por el tono agresivo y de «trágala» con que lo gritaban los de Asalto, que son unos matones. Varios levantaban el puño cerrado, pero hasta ese extremo no han llegado los soldados. Los tres camiones han conseguido escapar, porque escapar era lo que hacían, y a los soldados les han conducido al cuartel de San Hermenegildo. El comandante Núñez y los oficiales han pasado al edificio de la división, donde, todo el mundo rumorea, que está el general Queipo de Llano que, destituido Villa-Abrille, se ha hecho cargo del mando.
Esta mañana, durante la instrucción, les han enseñado a cargar y descargar los mosquetones; como bisoños que son, pues hace una docena de días que se han incorporado a filas, ninguno ha disparado un tiro. Salvo alguno que pueda ser cazador, las armas les son totalmente extrañas.
Formando parte de un pelotón con el fusil en mano y el machete a guisa de bayoneta, despliegan y avanzan lentamente hacia el edificio de la Telefónica. El teniente Antonio Santa Ana de la Rosa les manda y conduce. Los guardias de Asalto inician la retirada hacia el interior. Hace un calor intenso y a Cerezo le resbala el sudor por el cuello y la espalda. El edificio de la Telefónica es alto; la fachada de piedra combinada con ladrillo rojo le recuerda otros edificios que se levantaron cuando la Exposición Ibero-Americana, que se inauguró cuando él era todavía niño. En algunas ventanas descubre sacos terreros y cañones de armas que se asoman sobre los improvisados parapetos. Los uniformes azul marino de los guardias de Asalto le parecen amenazadores, impresión que viene agravada por el incidente que les acaba de ocurrir frente al Gobierno Civil.
Suena un disparo cuyo estampido conmueve toda la plaza. Los pies se le paralizan un instante; supone que su parálisis es la parálisis de los pies de todos los soldados de la compañía de intendencia. Suenan nuevos disparos y, de pronto, rompen en descargas cerradas. Los proyectiles silban sobre su cabeza, pasan junto a sus oídos, chocan contra el empedrado. Los soldados despliegan. Con la confusión producida por las descargas y el estruendo, le parece haber oído la voz de: «¡Cuerpo a tierra!». No sabe dónde echarse. Un árbol le proporciona menguada e insuficiente protección. El alcorque es refugio incómodo y escaso. Se arroja al suelo; nota, aunque indoloro, el golpe en codos y rodillas. «¡Fuego, a discreción!». Muy próximos suenan disparos que le aturden y ensordecen. Intenta cargar el fusil pero no se atreve a moverse por temor a que la cabeza le quede al descubierto. Silban los proyectiles por todos sitios, las hojas de los árboles se rasgan y caen. Sus compañeros se han diseminado; uno de ellos se parapeta en el ángulo del Ayuntamiento, se asoma, dispara rodilla en tierra, y vuelve a esconderse; la bala pasa por encima de Cerezo y la explosión del fusil le conmueve. Un sargento grita: «¡Eh, muchachos! Traedle acá, ¿no veis que está herido?». Se da cuenta de que desde hace un instante oía unos quejidos.
Ha conseguido cargar el fusil. Con cuidado va cambiando de posición hasta que logra disparar en dirección a la Telefónica sin apuntar apenas. El retroceso le desconcierta y el estampido le ensordece. Huele a pólvora y la sed le seca la garganta que empieza a picarle.
Agachados, muy cerca de él pasan dos soldados; cogiéndole uno de las piernas y otro de los brazos trasladan al soldado herido que va cubierto de sangre. No se atreve a cambiar de postura y no puede observarles bien; le ha parecido que se trata de uno que se llama Solaño.
De nuevo dispara, esforzándose por acomodar mejor la culata del fusil al hombro. Esta vez, aunque sólo fugazmente, ha llegado a ver el edificio de la Telefónica. La tarde transcurre pesada, calurosa; por este ángulo de la plaza hay bastante humo. Los soldados disparan desordenadamente. Desde la Telefónica los guardias de Asalto replican también sin ton ni son a sus disparos.
La manifestación obrera, que procede de Triana, avanza siguiendo la orilla del Guadalquivir. No son muchos los manifestantes y marchan en formación abierta y actitud recelosa.
—¿No te lo decía yo? Éstos son comunistas; escucha cómo van cantando la Internacional.
—Por mí pueden cantar misa, que no he de acompañarles.
—Le dije a Andrés que nos dejáramos de monsergas y que los confederales actuáramos por nuestra cuenta. Gallego, ese metalúrgico de la UGT que mandaron de Madrid, asegura que ellos tenían ya dispuesto el asalto del Parque de Artillería. Total, que los socialistas y los comunistas se quedarán con las armas.
—No será tanto, que los compañeros que vamos acá tampoco somos mancos.
—Mejor íbamos solos los de la CNT.
—Tú no digas nada; estoy de acuerdo con muchos compañeros de Triana para que si agarramos las armas, sin decir a nadie ni pío, telefonearles y que se presenten en el Parque de Artillería con camiones y con gente armada. Cargaremos las ametralladoras por narices y las llevaremos a nuestros sindicatos; a ver qué guapo nos las quita después.
Por la orilla del río se oyen disparos aislados. Hacia el centro de Sevilla el tiroteo es más intenso; de cuando en cuando destacan las series de una ametralladora. A mucha altura vuelan palomas y golondrinas. Los manifestantes van cantando la Internacional, y levantan el puño. A su paso, salvo algunos obreros que les demuestran su simpatía y mujeres del pueblo que les animan, se cierran balcones y ventanas.
Pasan ante la plaza de toros de la Maestranza y siguen por el paseo de Colón casi desierto. Del Guadalquivir sube una calina adormecedora. Tienen que entornar los párpados a la luz que les ciega.
Las puertas del Parque de Artillería están cerradas; los manifestantes se disponen a forzarlas.
—Esos cabrones están dentro; los huelo. Vente y pongámonos a reparo. No me gusta esta manera de atacar al descubierto.
Sacan las pistolas y se arriman al quicio de una puerta. Los que forman el grupo más numeroso, al compás de los gritos de ¡UHP! ¡UHP!, se aproximan al Parque con desconfianza. Por las ventanas del piso bajo han visto cruzar algunos soldados. Unos tiros de pistola son disparados contra el edificio; arrecia el griterío. Asoman los cañones de unos fusiles apoyados en los repechos, y se oye la voz de mando: «¡Fuego!». La calle se llena de humo y estruendo. Algunos manifestantes caen al suelo, y los demás corren en medio de una gran confusión; en seguida suena otra descarga. Los atacantes se dispersan; sólo unos pocos disparan sus pistolas mientras se retiran.
Ellos están desenfilados, pero no suficientemente ocultos en caso de que alguien se asome a las ventanas del Parque, pues el quicio que les protege es poco profundo. Genaro, el más joven de los dos, aprieta la espalda contra la puerta cerrada, mientras el «Zancudo» con la pistola que ha sacado del bolsillo, una «star» del 9 largo, comienza a disparar rabiosamente contra las ventanas del edificio militar.
Suenan voces de auxilio y blasfemias. Con dificultades retiran a alguno de los heridos. Otros no se mueven, parecen muertos. Con el rostro terroso, sujetándose el vientre con ambas manos, la camisa y los dedos ensangrentados viene hacia ellos Pepe Izquierdo, un muchacho panadero de las Juventudes Socialistas que vive en Triana. Busca su protección; los ojos le bailan aterrorizados.
—Voy herido, ayudadme…
El «Zancudo» le coge por el brazo y le arrima a la pared cubriéndole con su propio cuerpo.
—¡Ahora veréis, bandidos!
Coloca otro cargador en la pistola, y de nuevo lo vacía con rabia.
Espaciados y amedrentadores contestan los fusiles. La calle va quedándose desierta.
—¡Me muero! ¡Me parece que me muero! —grita el herido.
Genaro le sostiene; los casquillos de la «star» rebotan contra el suelo, las jambas y la puerta. Uno de los casquillos le ha asustado al rozarle en un hombro.
—Genaro —dice el «Zancudo»—, me marcho de Sevilla; voy a recorrer la provincia; traeré acá miles de peones, y verás cómo acabamos con esta canalla.
—¿Todos ésos… estarán… muertos?
—Pues claro, ¿qué te crees, que tiran con caramelos?
Pepe Izquierdo da una arcada y empieza a arrojar sangre por la boca. Los mira asustadísimo, implorando ayuda, pidiéndoles que le digan que sus heridas no son graves, que no va a morirse. El rostro se le ha quedado blanco.
—¿Qué hacemos con éste?
El «Zancudo» carga de nuevo la pistola y se la coloca en el pantalón, sujetándosela con el cinto.
—Cógele bien y vamos a llevarle donde podamos; hay que sacarle de aquí.
—No, no… ¡ay… ay…!
Desoyendo sus quejidos, pasan los brazos del herido sobre los hombros de ellos y sujetándole como pueden, corren para ganar el paseo de Colón y desenfilarse del fuego de los soldados que defienden el Parque.
Parado junto a una esquina hay un automóvil en el cual están metiendo a tres heridos. Pepe Izquierdo gimotea débilmente. Al retirar las manos del vientre, le ha salido el paquete intestinal que cuelga sanguinolento. Cuando llegan, el automóvil se ha marchado al hospital.
—Compañeros, ¡echadnos una mano…!
Uno de los que acuden a ayudarles empuña todavía la pistola.
—¿Dónde podemos llevar a éste? Va malherido.
El de la pistola, le coge por los cabellos y le echa hacia atrás la cabeza. Guarda el arma en el bolsillo y con el pulgar y el índice le separa los párpados.
—¿Malherido? ¡Ya está difunto…!
Le arriman a la pared y le colocan en el suelo con cuidado; el pantalón deshecho por los balazos se le ha caído de la cintura. Los intestinos le cuelgan. Una mujer que, con precauciones, sale de una casa, al verle vuelve a entrar, y en seguida se aproxima con un trapo blanco. Pepe Izquierdo, panadero de Triana, afiliado a las Juventudes Socialistas, tiene cara de niño; de niño muerto. La mujer se santigua y le cubre el rostro con el paño blanco.
—¡Pobrecillo!
El «Zancudo» empieza a proferir blasfemias y amenazas, parece haber enloquecido. Un viejo herido en un brazo se acerca a ellos. Ha perdido una de las alpargatas y cojea. Intenta bromear por la pérdida de la alpargata, pero el dolor le contrae la boca y acaba haciendo una mueca.
—¡Pobrecillo! Venga acá, que sangra demasiado.
La misma mujer se acerca al herido y le acompaña hacia su casa. El viejo, un obrero portuario a quien Genaro conoce, al pasar le dice:
—Más de diez muertos, he contado… ¡Es horrible! Menos mal que me han cascado en el brazo izquierdo si me aciertan en el derecho, me quedo sin pistola… igual que he perdido la alpargata.
El «Zancudo» arranca a correr en dirección al Parque. Genaro no puede retenerle y le sigue a cierta distancia, procurando no quedar al descubierto.
—¿Adónde vas? ¡Qué te van a arrear!
Le ve desmedrado, grotesco. Los pantalones, que le quedan anchos se los sujeta con un cinto de cuero gastado; los brazos flacos cubiertos de vello gris, la cabeza angulosa y semicalva; tiene los hombros estrechos, huesudos, y la piel morena y reseca del campesino viejo. Pistola en mano se coloca plantado, abierto de piernas, frente al edificio del Parque de Artillería. Comienza a vaciar el cargador; los disparos suenan escuetos en la tarde. Los que estaban recogiendo a los heridos o pretendían levantar a los muertos se retiran apresurados a refugiarse en esquinas y portales.
—¡Hijos de perra, traidores! ¡Bajad a la calle, si sois hombres!
Estira ambos brazos; en la mano derecha esgrime agresivamente la pistola. Suena un disparo; el «Zancudo» cae hacia atrás dando un bote. El choque de su cuerpo contra el pavimento resuena. Queda boca arriba, con los ojos abiertos; la pistola se le escapa a varios metros de distancia. En el suelo se forma un charco de sangre que crece muy de prisa.
—«¡Zancudo!». «¡Zancudo!».
A Genaro le da miedo acercarse. Lo contempla desde un lugar desenfilado. Tiene un orificio pequeño en mitad de la frente y el cabello empapado en sangre. Un muchacho arranca a correr ágilmente; recoge las pistola y regresa a toda velocidad, a guarecerse.
—Compañeros, regresemos a Triana; en la Torre del Oro hay soldados también. Cuidado con ellos y con sus fusiles.
Permanece un instante mirando al «Zancudo». Está muerto, nada puede hacerse por él. Lo mejor es regresar a Triana. No se oye ningún disparo por los alrededores, y se ve poca gente; empiezan a salir a la calle algunos vecinos. Dos hombres fornidos llevan en la «sillita de la reina» a un obrero herido en la pierna. El herido sostiene en la mano una pistola. Un señor, bien vestido, con chaqueta de hilo blanco y corbata se les acerca.
—¡A ver, tú! Trae esa pistola… No sé cómo son ustedes así. ¡Qué catástrofe! Ocurrírseles atacar al Ejército…
Le quita la pistola. El herido no opone resistencia. El señor de la americana blanca se la guarda en el bolsillo tras de examinarla con golosa curiosidad.
Por el paseo de Colón se oye la campana de una ambulancia que pasa a todo correr en dirección al Parque de Artillería. Un momento después pasa otra ambulancia. Sobre el blanco de las carrocerías destaca el rojo vivo de las cruces.
Genaro, que camina de prisa, nota una angustia viva en el pecho; se siente zarandeado y conmovido. Nadie le ve; se arrima a una pared y se pone a sollozar, a golpes, sin poder contenerse.
Barcelona
Fernando se ha presentado a comer más tarde de lo que había prometido cuando ha telefoneado desde la división. Lo importante es que haya venido. También ha comido en casa Rafael Quiroga, teniente de caballería, casado con su hermana Pilar. Los dos hombres han hablado de sus asuntos con apasionamiento y preocupación; sólo después les han hecho caso a ellas. Su hermana espera un niño; Fernando y María Teresa tienen un pequeño de dos años.
El «studebaker» sube por la calle de Balines; acaban de cruzar la Diagonal. Fernando, que conduce con una sola mano, la lleva abrazada, y la mira de cuando en cuando con ternura. Es rubio; sus ojos, de un azul verdoso, cuando se encoleriza oscurecen. Van a su casa en la calle de Balmes, más arriba de la plaza Molina; Fernando, que tiene que regresar en seguida a su servicio en la división —se ha escapado una hora para verles a ella y al niño— desea que recoja las joyas y algunos objetos de valor y que regrese de nuevo a casa de la familia pues en Barcelona pueden producirse sucesos en que se verán mezclados.
María Teresa le mira con temor o incertidumbre. Finge hallarse despreocupado, pero ella sabe que está inquieto, y mucho, y que como nota que en este momento le observa, simula para tranquilizarla.
—Tengo miedo, Fernando, ¿qué puede ocurrir?
La mira y sonríe; esa sonrisa la tranquiliza momentáneamente.
—No seas tonta, no te asustes. Ya sabes que he pasado momentos difíciles, esta vez será igual. En agosto haremos un viaje al Norte, a casa de los Quiroga, con Rafael y con tu hermana. Nos divertiremos y entonces ni nos acordaremos de todo esto. ¿Ves como es una bobada preocuparse ahora?
Han atravesado la plaza de Molina. A la derecha en una estación de servicio hay unos hombres parados.
—¿Ves ese grupo? Vienen a por mí. Pararé un instante, saltas del coche y te metes en el portal; en casa recoges lo que sea y te vuelves en taxi a casa de Pilín. No puedo detenerme.
Frente al portal el coche, que había acelerado, da un frenazo. Ella abre la portezuela.
—¿Cuándo me llamarás?
—Así que pueda…
Nota el brazo de él que la rodea mientras la besa. La punzada de miedo que segundos antes la paralizó, ha desaparecido. El abrazo se afloja.
—Baja rápido…
—Ten cuidado. No te expongas demasiado.
—Ya sabes que las balas me conocen…
El «studebaker» arranca y desaparece Balmes arriba. Asustada entra corriendo en el portal. Se detiene abrumada por una congoja que la conturba el ánimo. Se ha marchado; ella está sola, ¿qué pasará?
La cabina del ascensor le parece terriblemente pequeña. Saca el pañuelo del monedero y se enjuga las manos y la frente. Cuando se acuerda de los hombres apostados en la estación de servicio, se apresura a pulsar el botón como si tratara de escapar de ellos.
Madrid
En la logia Matritense, instalada en el número 12 de la calle del Príncipe, se hallan reunidos algunos militares pertenecientes a la UMRA; los hay afiliados a diversos partidos y algunos apolíticos. Unos visten de uniforme, sea del Ejército o de los guardias de Asalto, otros de paisano.
—Acabo de hablar con Díaz Tendero, en el Ministerio, y me asegura que Queipo de Llano se ha sublevado en Sevilla; se lucha en las calles y los obreros son dueños de los barrios.
—Mi mujer ha telefoneado a su hermana, y resulta que a mi cuñado, que ya sabéis que es comandante, le han detenido. No se ha atrevido a darle demasiados detalles por si alguien escuchaba; la caballería se mantiene leal.
—Está allá de coronel Mateo…
—A los de Seguridad y Asalto les manda Loureiro. Darán su guerra, porque no es de los que se achanta.
—Ya sabéis cómo son los sevillanos… Y los que destinan allá, por lo visto, se contagian. Queipo, a quien conozco muy bien de cuando lo de Cuatro Vientos, es un megalómano. Salta como la pólvora y es audaz hasta lo increíble pero se arrugará, ya lo veréis. ¿Cómo va a entenderse con las derechas de Andalucía, las más retrógradas de toda España? Que ya es decir.
—Desconfía de Queipo; si le saben adular transigirá con lo que sea, y si le conviene se hará monárquico.
—Está muy desacreditado.
—El capitán Díaz Tendero me ha informado de que el gobernador civil resiste, pero que da la sensación de hallarse acobardado.
—Lo que tendría que hacer es armar a los socialistas.
—Yo, si fuera el gobernador, entregaría fusiles a los anarquistas y verían la que se armaba. A los señoritos sevillanos les iría de perlas un escarmiento.
—Se rumorea que han detenido a López Viota; no me lo explico; es un derechista… Yo, por lo menos, le tengo conceptuado como un meapilas a juzgar por lo que mi cuñado me ha contado.
—En Sevilla ocurrirá igual que cuando la sanjurjada. No os preocupéis, mucho ruido y pocas nueces. ¿Y qué me decís de Cabanellas?
—Ya debe estar allá el general Núñez del Prado; le hará entrar en razón.
—¿Qué se sabe de Barcelona?
—Llano de la Encomienda es republicano, pero la opinión general es que habrá pronunciamiento.
—He hablado personalmente con Pozas y con el ministro de Gobernación, les hemos ido a ver para un asunto. El general Pozas cree que en Cataluña la Guardia Civil se mantendrá fiel al Gobierno en caso de pronunciamiento; además están los de Asalto…
—Hay ahora buena oficialidad; han tenido que hacer algunos traslados pero las dificultades se han salvado.
—¿Y los asturianos, qué?
—Un tren de mineros viene hacia Madrid, ¿no lo sabéis? Asturias, en caso de que el follón se generalizara, será uno de los bastiones más firmes de la República…
—¿De la República? Vosotros jugáis con las palabras. Yo entiendo por República la de los republicanos. No estoy de acuerdo con vosotros.
—¿De qué republicanos me hablas? ¿De Queipo? ¿De Cabanellas? ¿De Lerroux y los suyos? No, amigo, prefiero a los mineros asturianos, a los obreros catalanes y vascos, a los campesinos andaluces, a los militantes de las Casas del Pueblo, desde luego. Y si me apuras, a los comunistas, a los anarquistas…
—Para hacer abortar cualquier intentona sediciosa en Asturias, no hacen falta mineros revoltosos. Se basta Aranda.
—¡Hombre, ése sí! Oviedo, por lo menos, lo tenemos seguro, pero ¿y Gijón?
—Aranda, si llega el momento, se impondrá en Asturias. Su presencia es una garantía para la República y para nosotros, una doble garantía.
—Pozas, por lo que hace a Pamplona sólo confía en el comandante de la Guardia Civil.
—¿Quién es?
—Un tal Rodríguez Medel. No le conozco. Si la situación en Pamplona se pone fea —de Mola no se fía nadie, ni el propio Batet— se replegará con los guardias de la comandancia de Navarra a Tafalla; allí consolidará un núcleo de resistencia.
—No está mal pensado, hay que asegurar la retaguardia y en la ribera navarra hay un plantel de republicanos…
—Y socialistas…
—Según Pozas, en Pamplona hay escasez de fusiles. Para el caso de sublevación, conviene aislar Navarra de Aragón, pues en el Parque de Zaragoza se guardan no sé cuántos miles de fusiles.
—En Zaragoza está Núñez del Prado… Y de gobernador Vera Coronel, un chico de Elda, fabricante de zapatos, que vale mucho, además… para nosotros es de confianza.
—Ya que habláis de fusiles, ¿qué ocurre en Madrid?
—Que en la Montaña están acuartelados…
—Sublevados diría yo. Es un semillero de fascistas. Casares Quiroga vive en la luna, vaya…
—Pues que se subleven, les daremos para el pelo.
—¿Sabéis lo que os digo? Que lo mejor es que todos los fascistas y monárquicos se sublevaran de una puñetera vez; así quedaría limpio el Ejército. Cabría la posibilidad de organizar un ejército republicano de verdad, que es lo que el país necesita.
—Pero ¿estamos nosotros, quiero decir, el Gobierno, en condiciones de hacer frente a una sublevación generalizada?
—Por supuesto que no. De la Guardia Civil, gran parte se sublevará también.
—Nosotros contamos con un apoyo más poderoso; el pueblo. El pueblo vencerá, no lo dudéis; nadie es capaz de avasallarle, y al pueblo español menos.
—Oye, no nos largues un mitin…
—El pueblo no necesita más que armas y que se encuadre el paisanaje con una oficialidad sana y leal. Se forman unos batallones, y ya pueden salir los fascistas de los cuarteles que en la calle se les batirá. Y si se meten en los cuarteles, pues peor para ellos.
—Nosotros estamos desde esta mañana intentando hacernos con las municiones del polvorín de Retamares, antes de que los fascistas se apoderen de ellas. Pero nos hacen ir de Herodes a Pilatos.
—¿Habéis estado en la división?
—Sí. Venimos de allá…
—¿Y qué dice Miaja…?
—Yo me armo un lío. En la división ocurre algo anormal. Hemos hablado con el coronel Peñamaría que se ha mostrado descortés y amenazador…
—Como fascista que es…
—Pero es que Miaja… No sé… no querría…
—¿No irás a decir que Miaja… también…?
—Desde luego que no… Pero hace aguas… ¡Yo no sé! En la división el ambiente está enrarecido. Hemos tenido una bronca. Me da la sensación de que entre el coronel y dos capitanes que están allá, Jover Luque y ese otro… Oye, tú, ¿cómo has dicho que se llamaba el otro de artillería?
—Julián Peña…
—¡Ah sí! Pues que tienen a Miaja acorralado. Apenas nos lo han dejado ver; actúan ellos en su nombre.
—Lo que hemos de hacer es mantener contacto con los mandos de confianza, y con el Ministerio de la Guerra.
—Pero tengamos preparados a hombres que llegado el momento estén dispuestos a luchar contra quien sea. Mangada está reclutando gente. En el Parque les darán fusiles; hay cinco mil con los correspondientes cerrojos.
—Como que en el Cuartel de la Montaña guardan el resto de los cerrojos. Hasta cincuenta mil, nada menos.
—No me digáis que en España no ocurren cosas extraordinarias. Los fusiles almacenados en el Parque; y un coronel cualquiera controla los cerrojos.
—A mí, Mangada no me merece confianza. Es un chalado…
—Es hombre leal y valiente…
—Un chalado que sólo disgustos puede darle al Gobierno. ¿Quién le manda a él organizar milicias? Y además, un tipo vegetariano, esperantista, espiritista, etc., no me digáis que no está como una cabra…
—A veces un loco soluciona una situación que un cuerdo no es capaz de resolver.
—Otra cosa: ¿no sabéis que el ministro ha enviado a su ayudante…?
—¿Quién es?
—El comandante Díaz Varela…
—Buen elemento…
—… al Cuartel de la Montaña a reclamar los cerrojos. Y el coronel Serra se ha negado…
—¿Así, en redondo?
—Dándole largas; que si el honor militar, que si con esos fusiles se armará a los comunistas y servirán para que combatan al Ejército… ¡En fin! Lo de siempre, ya sabéis.
—¡Vaya con don Moisés Serra, que se nos sube al Sinaí!
—Hay mucho follón; Casares Quiroga, ahora, empieza a sospechar de los del Cuartel de la Montaña…
—¡Caramba con el señor ministro, tiene olfato de Sherlock Holmes…!
—Ya era hora; a ver de una vez si demuestra energía…
—A mí me recuerda al sacristán de Écija, que a los cuarenta años ya se refocilaba con las mujeres como un hombrecito…
Sevilla
Han instalado dos ametralladoras «hotchkiss» en los ángulos del Ayuntamiento, y una tercera en la parte central de la plaza Nueva. Al disparar producen un estruendo, entrecortado, que apaga el estampido de los fusiles. El comandante Núñez ha recorrido los puestos de los tiradores para animarles y darles instrucciones; que dejen de disparar al tuntún y procuren economizar las municiones; que presten atención a los balcones del Hotel Inglaterra y que no hagan fuego más que cuando descubran al enemigo; que vigilen, por si aparecieran guardias de Asalto por la desembocadura de la calle de Bilbao, o por la de Madrid, pues están en el Gobierno Civil y tratarán de hostilizar a la tropa. Cuando Cerezo le ha confesado que es la primera vez que maneja el fusil, se ha sonreído y le ha preguntado: «¿Y todavía no has aprendido?». No sabe qué hora es, ni cuánto tiempo ha transcurrido desde que tratándose de proteger en el alcorque de un árbol ha hecho su primer disparo contra el edificio de la Telefónica. La Telefónica se ha rendido después de un breve cañoneo, y unos cuantos soldados han ocupado las azoteas. En este momento se trata de apoderarse del Hotel Inglaterra que cubre el edificio del Gobierno Civil, lugar este último en donde se halla el gobernador y los jefes del Frente Popular.
En los balcones del Hotel Inglaterra no se descubre alma viviente aunque, de cuando en cuando, una ligera humareda hace suponer que alguien dispara. Las ametralladoras producen enormes desconchados en la severa fachada de piedra gris. Este furioso batir de las máquinas debe tener por objeto impedirles que descubran que están instalando dos piezas de artillería, en el centro de la plaza, disimulándolas detrás de la estatua de Fernando el Santo y de las instalaciones provisionales del cine veraniego. A Claudette Colbert, vestida de Cleopatra, las balas le han agujereado el escote.
Cerca de ellos se abre un balcón; un señor calvo que lleva puesta una chaqueta de pijama a rayas azules, grita dirigiéndose a los soldados:
—¡Viva España! ¡Viva el glorioso Ejército Español!
No sabe qué hacer; levanta el brazo en señal de saludo. El señor del pijama y una rubia que se asoma tímidamente tras él, les aplauden, pero el ruido de sus aplausos apenas se oye entre el estruendo de las máquinas. Cuando se hace el silencio los aplausos alborotan la plaza.
—Ya le daría yo a ése de los vivas… ¡Qué baje, si le gusta esto! ¡Valiente cabrón!
El cabo Juanillo, que es partidario de las izquierdas, está peleando valerosamente. Ha sido de los primeros que ha entrado en la Telefónica, y antes, durante el asedio, ha estado disparando cuerpo a tierra casi al descubierto. Con mucho más entusiasmo y coraje que él, que al fin y al cabo cotiza para la Falange…
Los concejales izquierdistas del Ayuntamiento, que estaban reunidos en sesión se han rendido al comandante Núñez, y los guardias municipales han sido desarmados sin oponer resistencia. El alcalde y los concejales izquierdistas están prisioneros dentro del edificio. La verdad es que si se defienden y disparan contra la tropa les acribillan; afortunadamente la fuerza municipal no se ha mostrado belicosa.
Desde hace rato no ha vuelto a hacer aparición el carro blindado de los guardias de Asalto; ése sí que les metía miedo. La situación ha mejorado; se han presentado a apoyarles unos cuantos guardias civiles, soldados de ingenieros y los artilleros con sus piezas.
Oye el silbido de una bala; instintivamente se protege tras la esquina, acciona el cerrojo, apunta hacia una de las ventanas y dispara. Suenan descargas de fusilería y se reanuda el tableteo de una de las ametralladoras. Del hotel comienzan a hacerles fuego y el tiroteo se generaliza. Pasado un instante vuelve a ceder; ya sólo se oyen disparos aislados, y detonaciones que llegan de lejos, de cualquier punto de la ciudad.
Otro susto se lo ha dado un taxi. De improviso ha aparecido por detrás de ellos, echándoseles encima. Apenas ha tenido tiempo de darse cuenta de lo que ocurría. Era el momento en que la situación estaba más comprometida y no le resultaba fácil cubrirse del fuego adversario Guardias civiles y soldados han disparado contra el coche que asomaba por las ventanillas un trapo rojo a manera de bandera y los cañones de unos fusiles que no han tenido ni tiempo ni ocasión de utilizar. A los ocupantes del taxi les han acribillado. El vehículo ha hecho una falsa maniobra y ha ido a detenerse junto al arquillo renacentista del Ayuntamiento. Es un taxi de color verde con la capota negra. La matrícula la distingue desde aquí: SE-6406. Resulta fácil confundirse, muchos taxis se parecen entre sí y Cerezo tiene la cabeza espesa. Cuando le sorprendía la madrugada en casa de «La Mora», para regresar a su domicilio cogía un taxi que le parece que es este mismo. El taxista, simpático y dicharachero, solía detenerse en el bar de cerca de «La Mora»; él tenía que esperar a que el chófer terminara la partida de dominó, y entretanto solía invitarle a una copa. Por curiosidad se ha acercado a ver los cadáveres, pero ha retrocedido espantado. Al abrir la portezuela el conductor ha quedado colgando, tenía la cara deshecha y cubierta de sangre. Imposible reconocerle. El que estaba sentado junto al chófer, en cambio, parecía un muñeco de cera; los ojos abiertos y un agujero en mitad del cuello. En la mano sostenía un mosquetón. Unos guardias civiles les quitaban las armas a los cadáveres.
El primer cañonazo, le coge desprevenido y le sobresalta. La plaza Nueva entera ha retumbado y han oído estrépito de cristales rotos.
El cabo Juanillo se burla de Cerezo.
—Menudo susto te han dado…
—¿Susto? Que me han pillado desprevenido.
Cada vez que suena un disparo parece que va a hundirse el mundo. Grandes boquetes se abren en la parte derecha de la fachada del Hotel Inglaterra. Saltan cascotes entre polvo y humo. La plaza huele a pólvora y parece que la luz del sol disminuya de intensidad. El tiroteo arrecia. Los soldados y los oficiales se mueven más confiadamente; el enemigo no replica, o lo hace con poquísima eficacia.
Van y vienen rumores que los enlaces se encargan de difundir.
—La caballería está con nosotros, acaba de salir un escuadrón.
—Esta noche llegará a Sevilla el Tercio…
—España entera ha caído en poder del Ejército…
—¿Pero, a quién defendemos? —pregunta el cabo Juanillo.
Un sargento rechoncho, que apunta cuidadosamente el fusil y se dispone a hacer fuego, le contesta:
—A la República, muchacho; no a la del Frente Popular, desde luego. Estamos a la orden del general Queipo de Llano, un verdadero republicano si los hay.
—¡Ah, bueno! Es que hasta ahora no me había ni enterado; y si me arrean un tiro en el coco tengo derecho por lo menos a saber por qué me lo pegan.
—Pues a mí, defender a la República no me hace demasiada gracia, aunque sea esa República de orden que venga a dar su merecido a todo bicho viviente —exclama un soldado de cuota, hijo de un terrateniente.
Llega corriendo un oficial que empuña una pistola. Le siguen algunos soldados y tres o cuatro guardias civiles.
—¡Muchachos, a por ellos! ¡Vamos allá, que son nuestros!
Los artilleros se afanan adelantando las piezas. Ellos corren detrás del oficial. La plaza ha quedado en silencio; el sol ilumina la parte alta de los edificios; comienza a declinar la tarde. Por la calle de Méndez Núñez suenan disparos y algunos soldados se detienen y buscan reparo en los entrantes de las fachadas. El oficial se vuelve.
—No es nada, ¡coño! ¡Vamos a por ellos! ¡Seguidme!
Se inicia un movimiento general de las tropas que ocupan la plaza en dirección al Gobierno Civil cuyo edificio queda oculto y protegido por el Hotel Inglaterra. El comandante Núñez se pone en cabeza acompañado de algunos oficiales.
En la esquina de la calle de Bilbao se detienen. Frente al Gobierno Civil se hallan aparcados dos de los coches blindados que utilizaban contra ellos los guardias de Asalto; parecen abandonados, inofensivos. El suelo está cubierto de cascotes. No se ve a nadie y la calle presenta un aspecto medroso. En el balcón del Gobierno Civil atada a un palo cuelga flácida una sábana blanca.
Briviesca
Su tío José está preso en Burgos, pero asegura que hoy mismo le sacarán de la cárcel porque los falangistas y los militares se sublevarán. Los camaradas de la provincia están alertados, son numerosos y resueltos; campesinos, hijos de comerciantes, estudiantes. Los hay entre los diecisiete y los treinta años. Su tío José es de los mayores, por algo es el jefe. Antonia cumple los encargos de su tío que la ha nombrado jefa de la Sección Femenina. Le lleva a Burgos las listas de los afiliados de la provincia, pues esta misma noche tienen que salir enlaces a convocar a los militantes de las JONS locales. El sello provincial, lo ha envuelto cuidadosamente entre la ropa, y también oculta la camisa de su tío con los distintivos del mando. Lo más peligroso es la pistola; si se la encuentran, la detendrán, y si por detenerla la policía se apodera de las listas habrá mucho lío y puede fracasar la movilización.
Así mismo su tío ha mandado que trasladen a Burgos a los dos niños. Desea tenerlos cerca por lo que pueda suceder y porque si en Briviesca ocurriera algo malo, no fueran a ejercer represalias sobre los pequeños. A su tío se la tienen jurada; una noche, cuando regresaba a Briviesca, le dispararon y tuvo que abrirse paso con una mano al volante y en la otra la pistola. Lo malo es que los dos pequeños están enfermos, tienen fiebre, y a ella no le queda tiempo de consultarle si los traslada o no. Los ha envuelto en una manta, y teniendo en cuenta que a esta hora la temperatura es suave, y que Burgos no dista más que cuarenta kilómetros, les ha metido en el coche.
Humberto conducirá, y ella cuidará de los niños quedándose junto a ellos en el asiento de atrás. Le ha recomendado a Humberto que no corra, por si acaso.
Cuando enfilan hacia la salida del pueblo en el reloj de la Colegiata dan las siete. Los niños acurrucados junto a ella la miran asustados. Se santigua; que todo salga bien y que Dios los proteja.
Su primo Humberto se vuelve alarmado y aminora la velocidad.
—¡Antonia, Antonia! Hay guardias en el fielato. ¿Qué hacemos?
—Adelante. Nos han descubierto y sería peor retroceder. Lo llevo todo bien escondido. Disimulemos.
A marcha lenta se aproximan al fielato en donde están detenidos un camión y dos coches de turismo que circulaban por la carretera general de Irún a Madrid. Parejas de guardias civiles y de Asalto, obligan a descender a los ocupantes de los automóviles, les piden la documentación y registran los vehículos.
—¡Estamos arreglados!
—Para aquí.
Una pareja de la Guardia Civil, con el fusil al hombro y la cogotera del tricornio bajada pues el sol aún se deja sentir, se les acerca.
—Hagan el favor de bajar…
Humberto, tras de accionar el freno de mano, desciende y deja abierta la portezuela. Antonia acomoda a los niños en el asiento.
—Vosotros, quietecitos un momento…
—¿Adónde van ustedes? —pregunta uno de los civiles.
—A Burgos; la señorita… es mi prima… y llevamos…
—Documentación… Y la suya también…
El guardia examina la documentación que le presenta Humberto de la Torre y una vez examinada se la devuelve.
—Su cédula, señorita…
—Es que yo… no la llevo…
—¿Cómo se llama usted?
—Antonia González. En Briviesca me conoce todo el mundo…
—Ustedes las mujeres se creen dispensadas de llevar documentos. Sepa usted que la cédula personal es obligatoria para todos los españoles mayores de dieciséis años, hombres y mujeres indistintamente…
—Sí, señor. Es que, como viajo con mi primo, creía que no… y tenemos prisa porque acompañamos a dos niños enfermos…
Uno de los guardias ha abierto la portezuela; se ha acercado también un cabo de Asalto, que introduce la mano en las bolsas de la portezuela delantera y hurga en el paquete de las herramientas. El guardia civil, que tiene el ceño adusto y usa el bigote de los veteranos, observa a los niños que le miran intimidados. Les da un suave pellizco en la mejilla y les dedica un gesto cariñoso y bonachón que tranquiliza a los pequeños. Cierra la portezuela; al pasar junto al de Asalto le pregunta.
—¿Hay algo sospechoso?
El cabo de Asalto le contesta con signos negativos.
—Pueden seguir.
—Gracias… Pero ¿es que ocurre algo?
—Sigan y no pregunten tanto…
Humberto tarda un momento en conseguir que arranque el coche. Antonia se sienta entre los dos pequeños y les abraza como para protegerles. Los guardias hacen señas a un camión que viene por la carretera para que Se detenga.
Cuando se han alejado del fielato, Antonia mete la mano entre el asiento y el respaldo. Palpa un objeto frío y suspira aliviada.
—Vamos de prisa, Humberto, hasta que lleguemos a Burgos no estaré tranquila. ¡Qué susto me han dado!
—Pero, oye, ¿la Guardia Civil estará con nosotros, supongo?
—Cualquiera sabe. Los jefes parece que no. Los demás, o por lo menos la gran mayoría, sí. Eso cree el tío José, que aunque me cuenta bastantes detalles ya sabes que es reservado.
—Por el momento no parecen estar a favor de nadie. Me temo que si encuentran lo que va escondido nos meten en la cárcel.
—¡Ah, desde luego! Mañana será otro día.
Zaragoza
Ha caído en la trampa; cuando se ha dado cuenta era demasiado tarde para evitarlo. A pesar de que en el despacho de don Miguel Cabanellas, general en jefe de la Quinta División, el ambiente y la conversación mantienen apariencias correctas, el general Núñez del Prado advierte que el cerco va apretándose a su alrededor.
No debió de haberse movido del Gobierno Civil; allá estaba el gobernador Vera Coronel, que no le ha parecido hombre con categoría suficiente para enfrentarse con las circunstancias pero que cuenta con elementos para defenderse. Ha venido a meterse en la boca del lobo. El fallo ha consistido en dejarse convencer por el general Álvarez Arenas, que le ha asegurado que Cabanellas y los demás jefes deseaban sostener con él un cambio de impresiones. Algo escurridizo ha percibido en su actitud y ha sospechado. No ha sido su perspicacia la que ha fallado; le ha perdido un exceso de confianza en sí mismo. Debía haberle obligado a Álvarez Arenas a jurar por su honor que no se trataba de una encerrona. Aunque Cabanellas se muestra amable y los otros deferentes, de sobra se da cuenta de que está prisionero de una guarnición sublevada. Estos oficialillos fascistas le detestan, como también le detestan Monasterio y Urrutia. ¿Por qué? ¡Grandeza y servidumbre de las armas! No puede entregarse; estos bárbaros, en cuanto declaren el estado de guerra, son capaces de fusilarle. ¿Por qué? ¡Ah, por lo que sea! Por francmasón, por izquierdista, porque han matado a Calvo Sotelo, cualquier pretexto les parecería suficiente para mandarle al paredón. Necesita mantener la cabeza lúcida y tratar de salir de este atolladero en que cada minuto que transcurre se encuentra más metido.
—Escucha, Miguel: me doy cuenta del estado de ánimo de los oficiales, especialmente de los jóvenes. Tú sabes lo que es el Ejército y nosotros hemos sido también jóvenes; y turbulentos, por cierto. Comprendo la actitud de muchos y te confieso que en cierta medida no dejan de tener razón. La actuación del Ministerio de la Guerra ha sido guiada con los pies. Azaña es un hombre culto, ponderado, buen orador, lo que quieras, pero se atrajo demasiados enemigos, más de los que merecía…
Los ojos del general don Miguel Cabanellas le observan complacientes, distraídos, de vez en cuando, como si meditara, se pasa la mano por las blancas barbas que le dan aspecto apostólico. No le escucha apenas, está preocupado; en dos ocasiones ha salido del despacho para parlamentar con los insurgentes. Los jefes, por su parte, entran en el despacho sin respeto. Cabanellas sabe que no le obedecen, que está desbordado, y ante él se siente ligeramente avergonzado. Si le exigen su cabeza, se la dará. Ni la hermandad que le debe, podrá evitarlo. Una casualidad, un golpe de suerte es lo único que puede salvarle. Este viejo de la barba apostólica y la mirada amistosa, declarará el estado de guerra. Vera Coronel, que es bastante ingenuo, confía en los guardias civiles y en los de Asalto, por lo menos en algunos de ellos, pues otros demuestran hallarse en rebeldía.
—Estoy convencido de que Azaña va a formar nuevo Gobierno. Antes de venir a Zaragoza, he oído por Madrid que Martínez Barrio, ya ves, un hombre de centro y de plena garantía para nosotros… va a presidir un nuevo Gobierno moderado. Es decir, se va a inaugurar una política centrista, y si es necesario se proyecta dar entrada a militares en el Ministerio…
En Zaragoza una fuerza podría enfrentársele el Ejército pero no es posible recurrir a ella; hacerlo es tanto como entregarse. Si se armara a los militantes de la CNT, encuadrados por unos cuantos oficiales leales, unidos a las fuerzas de orden público, más algún batallón o regimiento cuyo jefe pudiera hacerse con el mando y no se plegara a los fascistas, estos desgraciados iban a recibir el palo que se merecen.
Estira las piernas para cambiar de postura. Juguetea con el bastón, golpeándose suavemente en los leguis lustrados. Miguel Cabanellas habla sin concretar. Ninguno de los dos se atreve a plantear la situación tal como la ven.
—Si tú, Miguel, estás dispuesto a trasladarte a Madrid, a parlamentar con el ministro, yo me quedo aquí, en calidad de rehén, si así quieres llamarlo…
—¿Yo, a Madrid? No puedo…
—¿No te dejan…?
—Estoy en malas condiciones físicas… Además, ¿te has dado cuenta de cómo está aquí la guarnición de soliviantada? Mi presencia al frente de la división es indispensable, hoy más que nunca.
No cede, aunque probablemente es demasiado tarde. Si él se pusiera al frente de la división, la guarnición no le obedecería. Quince días atrás, destituyendo por aquí, arrestando por allá, hubiese podido intentarse hacer abortar la conjura. Cabanellas y los suyos deben actuar de acuerdo con Mola. A él le han atrapado; está a merced de unos militares que van a sublevarse; mal asunto. Y si el Gobernador recibe a última hora órdenes de armar a la CNT y se organiza una batalla en las calles, será peor, porque la misma dureza de la lucha justificará los excesos, y en caso de que los de la CNT se apoderen de la ciudad, ¿quién y con qué fuerzas les desalojaría después del Gobierna? No hay salida, entre unos y otros, sin que nadie quede exculpado van a arrastrar a España al más negro de los desastres, y muchos, él sin duda, serán triturados… Pero hay que batallar hasta el último instante, y él no dispone de más armas que la palabra.
—Lo mejor es que regrese a Madrid en el avión y les dé cuenta de cómo andan por aquí los ánimos. Hay que buscar una solución satisfactoria para todos. Nosotros, como generales, debemos estar moralmente al lado de nuestros compañeros de armas…
—Da usted su permiso…
Un capitán de Estado Mayor, entra y se cuadra. Sin apenas prestar atención al general Cabanellas a pesar de que es a él a quien se dirige, mira retador al general Núñez del Prado.
—Mi general, comunican del aeródromo de San Gregorio que varios oficiales y un pelotón de soldados se han apoderado del campo y de sus instalaciones. Comunican también que el aparato «dragón» del general Núñez del Prado, ha sido inutilizado. Mi general, en nombre de todos los compañeros deseo hacerle constar que hace tres horas se ha cursado un telegrama a las demás guarniciones de España comunicándoles que la 5.ª División se suma al alzamiento de África.
Han dejado la pequeña camioneta estacionada en la calle de la Cadena, más disimulada, menos concurrida que la plaza de San Miguel, en la cual radica el Comité Regional de la CNT y el Sindicato de la Construcción en cuyo local se han reunido numerosos militantes. Los confederales han ido a reclamar armas al gobernador; por el momento no les ha ofrecido más que algunas pistolas, que tienen que pasar a recoger nada menos que a la Policía. Como si la Policía, que les conoce, fuese a entregarles armas a los de la CNT.
Pueyo y José suben por la escalera y se dirigen a la puerta de un cuarto, situado al fondo, donde Miralles está de guardia, sentado en un sillón desvencijado. Exhibe ostensiblemente una larga «parabellum» y dos cargadores sujetos en el cinturón. Al cuello se ha anudado un pañuelo rojo y negro. A Miralles, le ha gustado siempre la exhibición. Es un compañero en el que puede confiarse para negocios en que la cabeza no sea indispensable; cualquier diferencia cree que se resuelva con el dedo en el gatillo.
—¿Qué? ¿Están preparadas las cajas? —le pregunta Pueyo.
—Pasad, pero que no os vean ésos; si se enteran de que tenemos acá material, van a asaltar esta pequeña santabárbara…
Les abre la puerta, enciende la luz, una débil bombilla amarillenta, y vuelve a cerrar la puerta. Es un cuarto interior de reducidas dimensiones con toscas estanterías de madera, muebles viejos, unas garrafas polvorientas, banderas enrolladas, y diversos trastos.
Retira unos sacos y descubre las pistolas; son «star» del 9 largo, cuidadosamente engrasadas.
—¿Qué me decís? —pregunta Miralles.
Pueyo se apresura a limpiar una de las pistolas con un trozo de arpillera, mientras la contempla gozosamente.
—Ya empezó el reparto; ésta para mí.
—Son veinte, vosotros haced con ellas lo que queráis. A mí, plin. Tengo aquí a mi compañera —dice Miralles golpeándose en la «parabellum».
—Carguemos rápido; la situación puede complicarse y los compañeros esperan impacientes. En el Coso patrullan parejas de Asalto que me dan mala espina.
Les alarga unas cajas de cartón con etiquetas comerciales, unas cajas de aspecto inocente. Luego les señala un montón de virutas finas arrimadas a un rincón. Miralles tenía que haberse encargado de preparar las cajas, pero ha preferido entregarse a una guardia tan feroche como inútil, que es lo que le agrada hacer. Miralles es catalán; cuando la represión de Martínez Anido en Barcelona cambió de nombre y se vino a Zaragoza donde trabajó algún tiempo en la construcción. Desde entonces, y hace de eso quince años, ha pasado largas temporadas en la cárcel y otras escondido o huido; en el ramo de la construcción, sumándolos todos, no han sido muchos los días que ha trabajado. A Pueyo no le resulta simpático, a José tampoco; es uno de esos elementos imprescindibles en una organización, pero más que luchador de ideas, lo que le pasa es que le gusta darle al dedo. En los medios sindicales de Zaragoza le conocen y le temen; basta que le vean merodeando una obra, si se ha dado la orden de paro, para que los obreros la abandonen. Frente a Miralles no hay esquirol que se atreva. Pero a él, le causa cierta repugnancia.
—Anda, Pueyo, date prisa. Y tú, Miralles, ¡caray!, podrías echarnos una mano…
—Compañero, yo sé lo que tengo que hacer, soy el responsable del armamento.
—No se te caerán los anillos, digo…
—Se me caerá la pija…
—¡Calla, Pueyo! No discutas con éste… ¿Dónde están los cargadores?
—Aquí los tenéis. Y en esa caja balas sueltas. Cargadores me trajeron treinta; proyectiles unos quinientos. Si no los desperdiciáis pueden dar juego. Con buena puntería os podéis cargar a unos cuantos.
—¿Tienes por ahí una cuerda?
Bajan con apuros por la escalera y se cruzan con muchos compañeros. No sospechan lo que transportan en estas cajas porque de sospecharlo se armaría gran revuelo. Procuran disimular su peso para no hacerse notar. Miralles ha cerrado la puerta, ha vuelto a sentarse en el sillón desvencijado; no ha sido capaz de echarles una mano.
Uno de los que suben les detiene; le conocen de las Delicias.
—José, ¿has oído decir que don Manuel Pérez Lizano, ha dado orden de repartir armas en la Diputación?
—¿Cómo os creéis semejantes cuentos? Don Manuel, como el gobernador, como Cabanellas, como el arzobispo son iguales; burgueses de los pies a la cabeza. Lo mismo me dan republicanos que monárquicos. No confío en ellos.
Un viejo con mono azul sube la escalera a toda prisa comentando a voces con los del descansillo.
—Acabo de hablar con el hermano de un brigada de caballería paisano mío; en el cuartel del Torrero están sublevados…
La iglesia de San Miguel destaca su campanario mudéjar. Aprieta el calor a pesar de que el sol está próximo al ocaso. Antes de salir a la plaza dan una mirada. No se descubre gente sospechosa ni uniformes.
—Anda, vamos para la camioneta.
—¿No habrá nadie vigilando?
—Policías y chivatos no faltan en Zaragoza…
—Pues que no nos joroben y nos quiten estas veinte señoritas…
—Muchos tendrían que venir para que yo se las entregara. Llevo la mía amartillada…
—Si quieres, doy algunas vueltas con la camioneta para despistar si alguien nos vigila o pretende seguimos.
—Nada; tú tira por el Coso y que sea lo que sea. Si ves muchos guardias juntos giras por cualquier bocacalle. Lo mejor es simular confianza y tragarse el miedo.
En la calle de la Cadena acomodan las dos cajas de cartón entre unos sacos de algarrobas y procuran disimularlas lo mejor que pueden.
Pueyo se sienta al volante. José saca la pistola del bolsillo y se la mete entre la camisa y la piel. La camioneta arranca. El viejo «renault» no puede correr mucho. Al desembocar en el Coso observan una animación anormal pero no distinguen uniformes azul marino ni los brillantes tricornios de la Guardia Civil.
—Compañero, ha llegado el día. O ellos o nosotros. Nos lo vamos a jugar todo a cara o cruz, pero como la Confederación se lance, ni militares, ni señoritos, ni curas, ni civiles, ni la madre que los parió, podrán con nosotros. La Revolución Social será un hecho.
Sevilla
—Me gustaría saber quién ha dicho antes que los fascistas son unos hijos de puta…
Cerezo empuña el fusil con la bayoneta calada. Los guardias de Asalto, que acaban de rendirse en el Gobierno Civil, depositan fusiles, cartuchos y pistolas y otras armas en un montón, vigilados por soldados de intendencia. A él se le han calmado la rabia y el miedo, tiene la sensación de haber vencido y experimenta una plena seguridad en sí mismo, como nunca le había ocurrido. La rabia le ha desaparecido al ver a los guardias asustados, impotentes, arrojando las armas, descendiendo por las escaleras con los brazos en alto. Pero le complace darle a éste un susto, un escarmiento que le cure del matonismo.
—¿No serías tú quién lo ha dicho? ¡Tú! No te hagas el desentendido…
Le señala con la punta del machete-bayoneta. El guardia, que está despojándose de las cartucheras, le observa de reojo.
—¿Yo? ¿Yo, qué?
—Sí, tú, tú… ¿No eres el que antes, ahí fuera cuando estábamos en el camión has dicho que los falangistas eran unos hijos de puta?
—Yo no he dicho nada de eso; yo estaba en el interior del edificio.
—Si ahora te dijera que soy falangista, ¿qué?
—A mí, ¿qué me cuentas? Yo no sé nada. Me han mandado aquí de servicio; la política no me interesa. Me debes confundir con otro.
—Me alegro de que no hayas sido tú, mejor para ti, créeme…
Le ha metido el miedo en el cuerpo; ya es suficiente. Podría insultarle, pegarle un culatazo si quisiera, escupirle. Los guardias de Asalto nunca le fueron simpáticos desde que al poco de proclamarse la República, cuando hacía el primero de Leyes, los estudiantes organizaron una manifestación pidiendo vacaciones, y de improviso se presentó la camioneta de la Guardia de Asalto, cuerpo que acababa de crearse entonces, y se apearon antes de que pudieran huir. Le acorralaron entre dos guardias y le midieron las costillas con las porras.
Un grupo de prisioneros rodeado de oficiales desciende por la escalera. Algunos militares llevan desenfundadas las pistolas. El comandante Loureiro, jefe de la Guardia de Seguridad y Asalto, viste de uniforme. Los demás de paisano. El cabo Juanillo señala a uno de ellos, bastante joven, que anda con la cabeza gacha.
—Ése, míralo, es el gobernador…
El grupo de prisioneros y los oficiales que les escoltan sale a la calle. Varios coches se ponen en marcha.
—A Capitanía los llevan… Queipo de Llano es un tío; se ha hecho el amo de Sevilla. El Ejército es lo que pita, muchacho. Y Queipo de Llano es un republicano de una sola pieza.
Juanillo, el cabo, se muestra ufano. Está haciendo formar a los guardias prisioneros. Como algunos tardan en obedecer, los músculos de la garganta se le contraen y se le hinchan las venas de tanto como les grita.
—¡Alinearse, he dicho! ¡Que no me tenga que poner serio!
Barcelona
Cuando llega al apeadero del paseo de Gracia, sus hermanos están esperándole. Saludan formulariamente al policía de escolta, y juntos se dirigen hacia el andén. Faltan cinco minutos para que pase el exprés de Madrid; ya debe de haber arrancado de la estación de Francia.
Desde que a media mañana ha decidido regresar a Madrid para reintegrarse a su puesto de subsecretario del Trabajo, se diría que está más tranquilo. Viene del Palacio de la Generalidad de Cataluña en donde se ha despedido del presidente Luis Companys y de los demás consejeros que se hallaban reunidos. El presidente le ha abrazado y todos han procurado animarle; sin embargo, uno de ellos al despedirle le ha dicho: «Puede que no nos veamos más», y aunque comprende que es una frase tonta de las que se pronuncian porque sí, no le ha causado demasiada gracia.
En Barcelona se rumorea que el general Cabanellas está dispuesto a sublevarse en la 5.ª Región Militar, o sea, en Zaragoza.
Ha telefoneado al Ministerio de Trabajo y ha conseguido hablar con Lluhí Vallescá, que se ha alegrado al Enterarse de que regresa a Madrid. Le ha comunicado que la capital, hasta el momento, permanece tranquila, pero que circulan los bulos más alarmantes, que se advierte una gran tensión entre los militares reaccionarios y también entre comunistas y socialistas y que, como consecuencia de ello, la inquietud es general.
Siente emoción al despedirse de sus hermanos, como también se ha emocionado al hacerlo de su novia. Juan Casanellas es el diputado más joven de la Esquerra Catalana y uno de los más jóvenes del Parlamento Español.
Su equipaje se reduce a una pequeña maleta y una cartera de mano; hace pocos días que ha venido de Madrid, donde reside desde que ha sido nombrado subsecretario del Trabajo. En la cartera de documentos guarda un abultado sobre y una carta personal que le ha confiado el presidente de la Generalidad pasa ser entregados en mano a don Santiago Casares Quiroga. No ha leído esos documentos; el presidente le ha dicho que se trata de los papeles que la policía barcelonesa ha cogido a uno de los militares complicados en la conjura y que son altamente comprometedores, y, sobre todo, reveladores. La detención de ciertos elementos y el traslado de algunos oficiales de Asalto comprometidos o sospechosos, permiten a los consejeros y al propio presidente confiar en la posibilidad de que en Barcelona y en toda Cataluña aborte la sublevación; aunque nadie está demasiado tranquilo al respecto.
Juan Casanellas bromea con sus hermanos; en los inicios de una carrera política, que promete ser brillante, se enfrenta con una situación inesperada.
—No os inquietéis. Los militares nunca se sublevan antes del amanecer. Es su hora predilecta, reglamentaria diría, y los militares son gente de principios. El expreso pasa por la estación de Zaragoza hacia las tres de la madrugada.
—¿No hubiera sido mejor ir en auto?
—Lo he pensado; como se pasa por muchos pueblos, resulta aún más expuesto. Cualquier jefe de puesto de la Guardia Civil puede sublevarse por su cuenta, y un diputado catalanista, subsecretario del Trabajo por añadidura, es presa codiciable…
—Quizá tengas razón.
El convoy avanza por la zanja de la calle de Aragón; los raíles trepidan. Un señor de poca estatura, correcto, bien trajeado se les acerca. Es Arturo Menéndez, director de Seguridad cuando la sublevación de Sanjurjo, en agosto de 1932, el mismo que empuñando un fusil y al frente de un pelotón de guardias de Asalto salió contra los insurgentes, pero también el mismo a quien se hizo responsable, con gran escándalo en el Parlamento y en la Prensa, de los sucesos de Casas Viejas en los cuales murieron en forma irregular cierto número de anarquistas.
—¿Cómo está usted? No sabía que estuviera en Barcelona…
—¿Y usted, don Arturo? Para Madrid, supongo…
—Sí… si llegamos…
La locomotora les ensordece. El andén se llena de vapor. Seguido de sus hermanos y del policía de escolta buscan el coche-cama. Saca el billete del bolsillo y comprueba si corresponde el número del vagón. Arturo Menéndez, saluda a los hermanos, y le dice:
—Nos veremos en el vagón-restaurante. Tenemos que hablar.
Abraza a sus hermanos. Entrega el billete y la maleta al empleado de «Wagons-Lits». En el tren viajan menos pasajeros que de costumbre. El policía, que ha subido tras él, se aleja por el pasillo adelante. Casanellas se queda en la plataforma. El tren para breves minutos en el apeadero. Suena, agudo, el silbato del jefe de estación. Arranca el convoy.
—Adiós, Juan…
—Que todo te vaya bien…
Agita la mano; con la otra agarra la cartera de documentos de la cual no ha querido desprenderse.
—Todo saldrá bien; acordaos de lo que os he dicho. No pasará nada…
El convoy humeante, dando resoplidos se introduce en la oscura zanja de la calle de Aragón.
Mientras lía un pitillo se ha sentado en el borde de una sepultura. No quiere abandonar el cementerio hasta que anochezca. Escondidas en un nicho guarda un par de tercerolas, una escopeta de caza, un rifle, y seis pistolas. Las meterá en un saco y bajará a la ciudad a entregárselas a los compañeros del Partido Obrero de Unificación Marxista. Una grata sorpresa y un regalo digno de las gloriosas vísperas de la Revolución.
Su oficio, desde hace algún tiempo, es el de sepulturero y su apellido Frey. Con el chisquero enciende el cigarrillo. La tarde declina; el sol se ha ocultado detrás de San Pedro Mártir. Desde acá, no se divisa la ciudad porque los barceloneses no desean, desde la ciudad, ver el cementerio; miedo puro. Algunas barriadas se asoman; Casa Antúnez, la parte extrema de Collblanc que linda con Hospitalet. Por la llanada del Llobregat hay diseminadas industrias que destacan entre las cuidadas huertas.
Antes de la puesta del sol ha cumplido con el último trabajo de la jornada; una mujer de bastante edad; entierro de tercera, una corona. Los hijos sudaban con el cuello apretado por la corbata, con los trajes teñidos apresuradamente de negro. Gente de medio pelo. Dos cochinas pesetas de propina.
En otro nicho tiene guardados sus ahorros; cerca de mil duros. Un nicho es más seguro que el mejor banco. Nadie sospecha de semejante escondite. Igual que las armas. Aquí la policía no viene a meter sus puercas narices.
Se pasa la mano por la mejilla; barba de tres o cuatro días, una barba áspera y entrecana. Escupe y sigue chupando el cigarrillo. Él se quedará con el rifle y con una de las pistolas; no faltaba más. La escopeta de caza para el gato. Y las tercerolas meten demasiado ruido y su retroceso es fuerte. En el rifle se cargan veinte balas. Balas de plomo que se ha preocupado, una a una, pacientemente pues tiene un centenar, de hacerles un par de hendiduras en forma de cruz. Así, cuando chocan con un cuerpo duro, se abren. Al tío que le cogen por medio va listo.
Un compañero se le aproxima; le llaman «el Alegre Divorciado». Quiere desprenderse de él; en cuestiones de armas no puede confiarse en nadie.
—¿Qué, Frey, te vienes para abajo y tomamos un vaso?
—No, me quedo…
—Te invito; he tenido un pez gordo y los herederos, que debían estar contentos, me han soltado un par de pavos de propina. Lo celebraremos.
—Me quedo. Espero a alguien…
—¡Hombre, haberlo dicho!
«El Alegre Divorciado» es un punto gracioso, veterano en este oficio. Está separado de su mujer pero vive con otras dos, madre e hija, ambas de buen ver, que le cuidan de maravilla. Nadie sabe cuál de ambas es su amante o si lo son las dos. Lo único malo es que le pegan, tuvo que confesárselo a los compañeros a la tercera o cuarta vez que vino marcado. Es un hombre muy gracioso; lo que más celebran los compañeros de profesión es la expresión de tristeza que es capaz de poner mientras trabaja en presencia de la familia, que se acentúa en el momento en que, gorra en mano y terminada la faena, se acerca a darles el pésame y a reclamar discretamente le propina. Entonces es troncharse. Y en cuanto la familia da media vuelta y sale de la calle de nichos, «el Alegre Divorciado» da unas zapatetas mientras hace cortes de manga a diestro y siniestro. Frey y él son buenos amigos aunque les distancian cuestiones de creencias, pues «el Alegre Divorciado» cree en Dios aunque no lo tema, desde luego.
Vuelve a encender el cigarrillo que se le ha quedado apagado entre los labios. Guarda el chisquero y se rasca rabiosamente la cadera. Es la cicatriz de uno de los balazos; cuando hace calor y suda, le pica y le pone frenético. Cuatro balazos lleva en el cuerpo; tiene que agradecérselos a la policía. Son cicatrices antiguas, de cuando no militaba en el comunismo disidente, sino que pertenecía a los «Jóvenes Bárbaros», en la época en que Lerroux era Lerroux. Entonces tenía pocos años y Barcelona no era esta ciudad triste que es ahora. A Frey no le dolía el estómago, nunca disponía de una peseta, pero el vino y el aguardiente corrían a chorro abierto, y no le faltaban mujeres ni bríos para disfrutarlas.
Los fascistas, que se han sublevado en África, tienen intención de sublevarse también en Barcelona. Tanto peor para ellos, los «niquelarán» a todos, y si perdonan la vida a alguno, le caparán. ¡Mala raza, mala raza…! Si a él le nombran jefe del cementerio, cargo que no ambiciona, desde luego, abrirá una zanja bien grande, y luego, vengan paletadas de cal viva.
Apoyado en uno de los nichos de la fila inferior, ha dejado un pico y una palanca; en cinco minutos retirará la lápida y cargará con las armas. Un regalo para los camaradas. Bajará a la ciudad, con cuidado de que no le sorprendan los guardias, que aunque digan lo que digan, son fascistas, desde el momento en que son guardias, y distribuirá las armas. Aquí no subirá más, ni aunque le quieran nombrar director del cementerio. Subirá, sí, una vez, a buscar sus ahorros, y con mala suerte, le subirán una segunda con los pies por delante. Frey desea que le entierre, cuando le llegue la hora, «el Alegre Divorciado» que, por lo menos, es un tío con chispa.
Las huertas del Prat y de Gavá, cortadas por la vía férrea, se pierden en el macizo de Garraf, camino de Madrid. Humeando y a mucha velocidad, un tren se aleja. Desde aquí parece un juguete.
Arroja la colilla y se ajusta el cinturón. Mira a su alrededor, calles y calles con altas construcciones de nichos, panteones, tumbas, cruces, muchas cruces, demasiadas cruces. Todo quisque se pone encima una cruz, por si acaso… Y es que cuando le ven los cuernos al toro, a muchos que presumen de incrédulos se les encoge el culo.
Pamplona
Se despoja de las gafas y se aprieta suavemente los gruesos párpados. Un pequeño reposo —un minuto de silencio mental— al cabo de este día tan ajetreado. En el despacho de la Comandancia, están a su lado esperando órdenes, el coronel García Escámez, moreno, con patillas pronunciadas y de complexión recia, su ayudante, comandante Fernández Cordón, el capitán Lastra y el capitán Vicario, que en estos días de conspiración son como su sombra, y los tenientes Dapena y Tomé, los más jóvenes y entusiastas.
No desea que sus subordinados sorprendan en él este gesto de cansancio, aunque sea fugaz. Están viviendo las últimas horas de la desesperante espera; mañana, al amanecer, se proclamará el estado de guerra y todo habrá concluido, o mejor dicho habrá comenzado. Con los campos delimitados, se jugará fuerte pero cara a cara. Ya era hora.
La plaza de Pamplona está asegurada, la tiene en sus manos. Por su despacho, han desfilado para recibir las últimas instrucciones, el coronel Solchaga, que manda el Regimiento de Infantería número 23, el teniente coronel Galindo, jefe del Batallón de Montaña, Ochoa de Zabalegui, comandante de los carabineros, el cuerpo que se supone más izquierdista, el capitán Atauri de la compañía de Asalto, cuerpo que también proporciona dolores de cabeza a los comprometidos en otras guarniciones, el comisario de Policía y hasta el jefe de la Guardia Municipal. Único fallo: el comandante de la Guardia Civil, que se ha negado a secundar los planes de la guarnición y se obstina en permanecer fiel al poder constituido. La entrevista con el jefe de la Guardia Civil ha sido tirante y desagradable, pero él le ha advertido que se atenga a las consecuencias. Salvo dos jefes y un capitán, la Comandancia de la Guardia Civil está dispuesta a sublevarse en pleno.
Del gobernador civil, Menor Poblador, no se preocupa; está reunido con sus secuaces, izquierdistas del Frente Popular, nada, cuatro gatos, a pesar de que en Pamplona hay más zurdos de los que algunos sospechan y en las elecciones quedó demostrado. Le han informado de que han trasladado un par de ametralladoras al Gobierno Civil; no le importa, no tienen defensa posible, mejor que huyan, así le evitarán sentarles la mano con dureza. García Escámez, quería meter un cañón de acompañamiento en una casa próxima el edificio del Gobierno Civil y tenerlo preparado. No hace falta tanto; una ametralladora sí que la han emplazado, en previsión; llegado el caso con unas ráfagas resultará suficiente. Pamplona no es Madrid, ni Barcelona, ni siquiera Zaragoza, y sin necesidad de contar con los elementos civiles dispone de fuerza sobrada para apoderarse de la ciudad, aunque la Guardia Civil se le llegara a poner en contra. Mañana vendrán los requetés; dificultades y politiqueos que se han prolongado hasta última hora han sido superados. Los tradicionalistas se han empeñado, y ¡de qué manera!, en que formarán unidades independientes y en que llevarán bandera monárquica; él ha cedido, al fin y al cabo, no le importa. El movimiento en toda España se hará —y en ese sentido ha cursado órdenes a las guarniciones— bajo bandera republicana, y al grito de ¡Viva la República! La forma de Gobierno es secundaria, el quid está en las personas que gobiernen, y en las leyes por las cuales el país se rija. Una incógnita todavía.
Los tradicionalistas tienen orden de concentrarse mañana en Pamplona; le han prometido seis mil hombres. ¿Cuántos acudirán de verdad? García Escámez saldrá al frente de una columna, hacia Logroño, Soria y Madrid. Antes de que regresara a Zaragoza, esta tarde ha hablado con el jefe de los tradicionalistas aragoneses, Jesús Comín, hombre enérgico que tan pronto como se subleve Cabanellas (Cabanellas está haciendo aguas, menos mal que Monasterio, Urrutia y Álvarez Arenas le están encima) cargará fusiles y cartuchería del Parque de Zaragoza y los traerá a Pamplona. Veremos cómo se las compone el diputado Comín, porque entre Zaragoza y Pamplona quedarán no pocos socialistas sueltos.
De buena gana mandaría que despejaran el despacho y le dejaran solo con su ayudante, pero le resulta imposible atender a todo, tal es la maraña que en estas horas decisivas le envuelve. Los teléfonos no paran de sonar desde que la comunicación se ha restablecido. Le traen descifrado un lacónico telegrama de San Sebastián, lo firman los tenientes García Benítez y Leoz; «Saldremos sea como sea, pero saldremos». No parece muy optimista el comunicado; en San Sebastián hay hombres resueltos. Otro telegrama cifrado procedente de Bilbao: «Jefes en contra, saldremos mañana». Y los nacionalistas, ¿qué harán? ¿Cuál será finalmente su actitud cuando se hallen ante hechos consumados? El teniente coronel Muga, que fue a Soria, ha regresado: Soria está a punto. El capitán de aviación Atauri ha salido para Logroño. El último enlace enviado a Madrid también ha regresado después de entregar a Rafael Galcerán la orden para los falangistas, y a Serrano Súñer el mensaje de Franco: Franco… ¿Dónde estará Franco? Desde Pamplona resulta imposible oír Radio Tenerife; se ha recibido el telegrama. ¿Habrá llegado a Marruecos? ¿Y el loco de Ansaldo, irá a Lisboa a traer a Sanjurjo? Mañana le espera en Pamplona.
Esta misma noche han de presentarse en la Comandancia los primeros requetés armados. Como fuerza combatiente son una incógnita. Sus abuelos se batieron con coraje, y sus bisabuelos; pero estos jóvenes, ¿serán buenos soldados? Entrenados sí lo están. Seis mil hombres es una cifra respetable, y si llegan los fusiles de Zaragoza tanto mejor. En los batallones, junto a los soldados de reemplazo, causarán efecto; entre la tropa predominan los asturianos, y no escasean los militantes de partidos u organizaciones extremistas. Si a alguno le acudiera una mala idea la proximidad de los requetés le servirá de freno.
El coronel García Escámez se ha ausentado del despacho. A media noche telefoneará al general de la IV División, al dichoso Llano de la Encomienda, duro de pelar con su trasnochado legalismo. ¿Quién ha dicho que pretenden derribar la República? Si Llano se decidiera a alzarse con la división de Cataluña, el general Aranguren no se le enfrentaría con la Guardia Civil y la baza de Barcelona podría ganarse. Su hermano Ramón, ha regresado muy decaído a Barcelona. ¿Qué podía decirle? Las noticias de Sevilla son confusas; Queipo para pronunciamientos se las pinta solo. Saldrá adelante, es un audaz. También parece que Córdoba ha secundado a Queipo.
En el patio de la propia Comandancia, se gritan mueras confusos: «¡Abajo los traidores!». «¡Mueran!». Pronuncian su nombre; es demasiado el barullo para comprender qué sucede. Suben por las escaleras. ¿Qué puede ocurrir? ¿Se tratará de un motín provocado por un grupo de irresponsables? Se crispa por un instante. ¿No se tratará de un atentado contra él…?
—Comandante, salga a ver qué pasa ahí fuera.
Advierte movimiento en la antesala. Fernández Cordón cierra tras él la puerta. Se domina; hay que estar tranquilo, o aparentarlo; pase lo que pase.
—Mi general… Un brigada de la Guardia Civil y algunos números desean hablarle… Han matado al comandante Rodríguez Medel…
—¿Cómo?
—Sí, ahora mismo…
—Hágales pasar…
—A sus órdenes mi general, se presenta el brigada…
—Díganme, ¿qué ha ocurrido?
Tanto el brigada de la Guardia Civil como los números que le acompañan están visiblemente excitados; uno de ellos, tan pálido que parece que vaya a desmayarse. El general Mola les mira a través de los cristales de sus gafas; lo hace afablemente, para que no se sientan violentos ni intimidados.
—Hable usted, brigada…
—Mi general… El comandante Rodríguez Medel, obedeciendo las órdenes del Frente Popular, nos ha hecho formar en la explanada del cuartel. Había dispuesto camiones y hecho cargar en ellos cuatro ametralladoras, bastantes pistolas ametralladoras «máuser», muchos cartuchos y la Caja de la Comandancia. Mi general, ¡querían trasladarnos fuera de Pamplona, a combatirles a ustedes! Nosotros nos habíamos juramentado para no hacer armas contra nuestros compañeros, nuestros hermanos del Ejército…
—Bien. ¿Qué ha ocurrido entonces?
—El comandante, apoyado por el comandante Friara y por el capitán Fresno, se negaba a decirnos adonde se nos llevaba. Entonces, mi general, se ha armado barullo, un compañero ha hablado en nombre de los demás, el comandante ha sacado la pistola, se han cruzado algunos disparos, un compañero ha sido herido y el comandante, que escapaba, ha caído a la puerta… ¡muerto! Nosotros hemos venido a decirle, mi general, que estamos a sus órdenes para que nos mande…
Los demás guardias prorrumpen a hablar, dando cada uno interpretaciones personales del suceso. El general Mola les corta la palabra y se pone en pie. Un hecho grave; la Guardia Civil amotinada, aunque sea a su favor.
—Vamos para allá, hay que poner orden en el cuartel.
Se dirige a uno de sus ayudantes.
—Me voy al cuartel. Busquen al coronel Beorlegui, y que se presente inmediatamente en la Comandancia de la Guardia Civil para hacerse cargo del mando. Luego veremos.
El general Mola abandona su despacho seguido de su ayudante y de los guardias civiles.
San Sebastián
—¿Por qué no os quedáis a comer?
—Imposible, deseo cruzar la frontera esta misma noche y dormir en San Juan de Luz.
—Encarnita y el chico pueden cenar en casa, a Concha le encantará y el servicio que se quede también en casa, en un momento se les prepara algo. Tú y yo, con cualquier pretexto, podríamos irnos a una tasca; hablaríamos largo y tendido, acabas de confesarme que habéis comido de bocadillos, unas «kokochas» por ejemplo, no te sentarían nada mal…
—No insistas; me excusas con tu mujer. Necesito marchar en seguida. Encarna ha ido a rezar al Buen Pastor; al chico le he mandado con la camarera a ver al «aña» que vive en el Antiguo.
Del Urumea vienen unas rafaguillas frescas y húmedas. La terraza del Café de Madrid está concurrida; en las mesas se habla de política y se comenta apasionadamente la situación.
Don Juan García de la Concha y Eguiloz de los Cobos ha llegado procedente de Madrid, de donde ha salido a primeras horas de la mañana con su familia. En Burgos ha recibido informes optimistas de la situación; desea confirmarlos en San Sebastián, para lo cual se ha citado por teléfono con Iñaqui, primo segundo suyo, en la terraza del Café de Madrid. Iñaqui, que viste americana gris perla y pantalón blanco de franela, le ofrece un cigarrillo «camel» que él rechaza cortésmente porque fuma picadura de habano que le enrollan a máquina en papel grabado con sus iniciales.
—¿Qué noticias traes tú, que vienes de Madrid?
—Háblame primero de San Sebastián…
—Lo de aquí es demasiado complicado; hablaremos después. Empieza tú.
—Muy sencillo; la chusma es dueña de la calle, el Gobierno no sólo lo tolera, lo alienta. Pero se les va a acabar pronto la chulería, en cuanto salgan unas parejas de la Guardia Civil a caballo y repartan cuatro cintarazos. Si no les basta, las tropas, que están acuarteladas, les darán para el pelo. ¿Quieren sangre? Sangre tendrán. Azaña, Prieto, Largo y compañía, ya tienen preparadas las maletas. Puede ocurrir que en Madrid haya jaleo por todo lo alto; en Burgos están prevenidos. Don Antonio, don Pedro Sáinz Rodríguez y otros muchos se han reunido allá. Rumores corren de que se espera a don José…
—¿Qué don José?
—¿Quién iba a ser? Don José Sanjurjo… Me lo han comunicado con el mayor sigilo gente que puede estar enterada.
—Aquí la situación es confusa; las personas sensatas, las que tenemos algo que perder, empezamos a estar asustadas. Por confidencias, sé que entre los jefes militares no hay acuerdo. El comandante militar de la plaza es don León Carrasco, excelente persona, amigo personal de don Alfonso, no te digo más… Hay rivalidad con el jefe de ingenieros el teniente coronel Vallespín. Las órdenes han de llegar de Pamplona; en el último momento los tradicionalistas han dado la conformidad al movimiento. En Guipúzcoa quienes lo estropean todo son los nacionalistas: Irujo, Leizaola y demás.
—¡Nada más nefasto que los separatismos! ¿No hay en España una capital? ¡Madrid! ¿Entonces, qué quieren? ¿No hay un idioma? El español, como su nombre indica. ¿A qué tanto cacarear en dialecto?
—¡Hombre! No hay que llevar las cosas tan lejos. Los nacionalistas, al fin y al cabo, son gentes de posición, personas que tienen qué perder; después de las elecciones se trató de formar un frente único con los partidos de orden, dejando a un lado diferencias; se invitó a los nacionalistas y acudieron. Después… Para mí, que Prieto les ha convencido con la pejiguera del Estatuto.
—Que no anden jugando; se sabe de buena tinta que socialistas y comunistas están preparados para implantar en España los soviets…
—Oye, entre nosotros, ¿qué son en realidad los soviets?
—De fijo no lo sé; pero ¡ya puedes figurarte! Largo Caballero ha estado en Rusia. Moscú le ha proporcionado los fondos necesarios para financiar la revolución en toda España.
—A mí, me preocupan los nacionalistas, como personas de peso y católicos que son. En las elecciones consiguieron cincuenta mil votos. Me preocupan, claro, los anarquistas, los comunistas, los socialistas que son muchos y que en la provincia, en los centros obreros, gozan de poderosa influencia, y disponen de armas… Los nacionalistas se han reunido esta mañana en el Gipuzko Buru Batzar. Una vergüenza que sacerdotes como don Policarpo o el padre Aristimuño estén a favor de un gobierno de laicos, masones e incendiarios de conventos.
—No comprendo cómo el Papa no interviene…
—Buena medida sería ésa… pero Roma está muy lejos, allá están tranquilos; tienen a Mussolini.
—¿Y las fuerzas de orden público?
—Ahí está mi inquietud. El jefe de la Guardia Civil, un tan Bengoa, es de la situación. Carabineros hay más de quinientos en Guipúzcoa; conque no te digo, con ésos no se puede ni contar…
—Estarán diseminados por la costa y puestos fronterizos.
—¡Tanto peor!
—La guarnición decidirá. En cuanto oigan cuatro tiros saldrán como conejos.
—¿Qué se dice de África, tú que tienes noticias frescas?
—El general Franco se ha puesto al frente de la Legión y se dispone a cruzar el Estrecho; son las últimas noticias que me ha dado en Vitoria un amigo.
—En Guipúzcoa son muchos los izquierdistas, y el número también cuenta. En apoyo de la guarnición están, sin embargo, los jóvenes; la juventud sana donostiarra, los hijos de las buenas familias, se hallan dispuestos a colaborar con las tropas.
—¿Sabes que a mi hijo Miguel le han encarcelado?
—¡Qué me dices!
—Sí, se ha metido con los falangistas. No me hace gracia, es un romántico, un exaltado; le han llenado la cabeza de aire. Pienso que la cárcel será lugar más seguro que la calle.
—¿Por qué no os quedáis a cenar? Se os está haciendo tarde.
—Te lo agradezco, pero no insistas; en cuanto Encarna venga de sus devociones, pasaremos a recoger al pequeño y salimos zumbando. Mi madre política nos espera en San Juan de Luz. Con Encama vendremos durante la Semana Grande; entonces nos invitas…
—Voy a comunicarte algo importante, pero reservadísimo. Las tropas están acuarteladas; ahora mismo hay reunión en los cuarteles de Loyola. No me extrañaría que mañana por la mañana se proclame el estado de guerra.
—¿Y te lo llevas callado? Ahora me marcho tranquilo, sé que no hago falta; porque te confieso que me iba con un pequeño resquemor, no fuera a parecerle a nadie que lo del veraneo era pretexto para hunde la quema.
Pamplona
De dos en dos sube los escalones. Carlista, hijo de carlista y nieto de carlista, Jaime del Burgo, jefe del Tercio de Requetés de Pamplona, tiene veintitrés años. La orden de sublevación acaba de serle comunicada y es consecuencia de la que a su vez ha cursado el príncipe Javier de Borbón Parma, en nombre y como regente de su tío el rey, que reside en Viena, y don Manuel Fal Conde, a quien se espera en Pamplona de un momento a otro: «La Comunión Tradicionalista» se suma con todas sus fuerzas, en toda España, al movimiento militar para la salvación de la Patria, supuesto que el Excmo. señor general director acepte como programa de Gobierno el que en líneas generales se contiene en la carta dirigida al mismo por el Excmo. señor general Sanjurjo de fecha 9 último. Lo que firmamos con la representación que nos compete. Con impaciencia, con verdadero anhelo esperaba la orden del alzamiento, no podían esperar más, de no haber llegado, él mismo hubiese sacado a la calle a los requetés de Pamplona que se consumen en idéntica impaciencia.
En el comedor familiar sus padres, hermanos y hermanas rezan el rosario. Jaime, que es el primogénito, cruza una mirada de inteligencia con el segundo, Antonio, que tiene el grado de sargento en la organización militar carlista. El padre le hace un signo disimulado de que se acerque. Está apoyado en el aparador; a su espalda el reloj con su tic-tac acompaña la monótona sucesión de avemarías, y un retrato de don Carlos VII preside la estancia. Nota la mirada interrogante del padre, y en voz baja, apenas balbucea:
—Sí, es hoy…
El padre observa de soslayo a la madre y a los siete hijos que rezan; el menor tiene sólo cuatro años, apagando la voz, le dice:
—Yo también iré…
La mirada entre interrogante y severa de la madre corta el murmullo. Jaime del Burgo intenta rezar y no lo consigue; años hace que espera este momento; desde muy joven él y sus compañeros se han estado preparando; ejercicios en las sierras de Andía y Urbasa, en Belzunegui y Maquirrain, instrucción militar y manejo de armas en Italia. Y la orden de movilización ha llegado; mañana saldrá al mando del Tercio de Pamplona. Observa a su padre; le ha tocado vivir una época oscura para la causa del carlismo, su padre fue un luchador que sufrió persecuciones y detenciones pero su momento ha pasado.
—Santo Dios, Santo Fuerte, Santo inmortal —invoca la madre.
—Líbranos, Señor, de todo mal —responden los demás.
Largo y laborioso ha sido el forcejeo sostenido entre el general Mola y Fal Conde, aquél pretendiendo que, para atraerse el mayor número de colaboraciones dentro del Ejército el alzamiento se hiciera respetando la bandera republicana, incluso no planteando problemas de forma de Gobierno, y Fal Conde exigiendo la bandera roja y gualda. A fuerza de tirantez llegaron a romperse las relaciones: afortunadamente en el último momento han logrado un acuerdo, impuesto por el general Sanjurjo, navarro él, que será jefe del futuro Estado a título provisional. Los requetés lucharán bajo su propia bandera y las unidades militares que tengan encuadradas compañías de requetés no usarán ninguna bandera.
—Ahora un padrenuestro por el triunfo de nuestra Santa Causa…
—Padre nuestro que estás en los cielos…
La oración toma el ritmo acelerado que le imprimen los hombres, que esta noche están deseando acabar pronto con el rezo.
—¡Amén!
Todavía los pequeños arrastran el amén cuando el padre se encara decididamente con el hijo.
—Yo voy con vosotros…
Jaime del Burgo, montañero curtido en ascensiones a las sierras, en las escaladas, en el rigor militar que ha impuesto clandestinamente a su vida de paisano, observa a su padre desde sus veintitrés años.
—Papá… eres un poco viejo…