Las Palmas

Las Palmas

En la Comandancia Militar se advierte mucha agitación. Jefes y oficiales entran y salen; se oye el teclear apresurado de las máquinas de escribir y los timbres inquietantes de los teléfonos.

El zafarrancho ha comenzado hace un par de horas escasamente cuando se ha presentado, vestido de paisano, el general Franco, que ayer llegó de Tenerife para asistir al entierro del general Balines. El general don Francisco Franco, comandante general de las Islas Canarias, ha venido acompañado de su ayudante, teniente coronel Franco Salgado, primo suyo, y de otros militares. Poco a poco han ido presentándose los demás complicados en el alzamiento. El general don Luis Orgaz Yoldi, que ha dirigido la conspiración en Gran Canaria, también acaba de vestirse apresuradamente de uniforme.

Del Hotel Madrid acaban de llegar doña Carmen Polo, esposa del general Franco y su hija Carmencita, todavía con ojos de sueño. Les acompañan el capitán Espejo y el teniente Martín, y pasan a instalarse en las habitaciones del comandante de estado mayor.

El general Franco, correctamente uniformado, con botas altas, ceñido su fajín rojo, disimula una cierta agitación que le conmueve. Sobre la mesa está el telegrama, garrapateado a mano, que ha desencadenado este trajín a hora intempestiva e inesperada. El mecanógrafo aguarda sentado ante la vieja «underwood». Se hace un momento de silencio. El general, vuelve a leer el telegrama: «Jefe circunscripción Melilla a comandante general Canarias. Este ejército levantado en armas se ha apoderado en la tarde de hoy de todos los resortes del mando en este territorio. La tranquilidad es absoluta. ¡Viva España! Coronel Solans».

—Escriba. Diríjalo al comandante general de la circunscripción de África… Circunscripción Oriental —rectifica.

Franco Salgado y el auditor Martínez Fusset permanecen en pie. Detrás del general cubre la pared un pequeño tapiz con escena de caza. Un par de silloncitos forrados de cuero, colocados ante la mesa, permanecen vacíos.

—«Gloria al heroico ejército de África. España sobre todo. Recibid el saludo entusiasta estas guarniciones que se unen a vosotros y demás compañeros Península en estos momentos históricos. Fe ciega en el triunfo». Añada: «Viva España con honor».

Todos están pendientes de la voz del general y del tecleo de la máquina.

—Fírmelo: General Franco.

Consulta el reloj. Los demás hacen lo mismo.

—Féchelo, en Santa Cruz de Tenerife; 18 a las 6 y 10.

El general lee atentamente la hoja que acaba de entregarle el mecanógrafo. Encima de la mesa, un león de bronce sobre peana de azabache negro.

Alarga el telegrama a su ayudante.

—Que se curse en seguida.

Se dirige al auditor militar Martínez Fusset.

—Encárguese de que se redacten telegramas a todas las Divisiones Orgánicas, a la Comandancia de Baleares, al jefe de la División de Caballería, a las bases navales, dándoles cuenta de que hemos cursado este telegrama.

Por el corredor se oyen pasos apresurados.

—¿Da usted su permiso…?

Con la respiración agitada entra un capitán, que se cuadra reglamentariamente.

—Mi general, una compañía ha ocupado Teléfonos, Correos, Telégrafos y la estación de radio. Otra compañía sale para el aeródromo de Gando.

—Bien, capitán. Puede retirarse.

Suena un taconazo. El capitán sale del despacho, saca el pañuelo, se enjuga el sudor, y se desabrocha el cuello de la guerrera que se había abrochado apresuradamente mientras subía las escaleras.

Entra en una de las salas destinadas a oficiales. Algunos oficiales observan desde los balcones el edificio del Gobierno Civil. Numerosos paisanos, obreros en su mayor parte, forman un nutrido grupo ante el balcón principal y solicitan a gritos la presencia del gobernador.

Don Antonio Boix Roig, gobernador civil de Las Palmas, se asoma por fin. Guardias de Asalto y Guardia Civil, custodian el edificio. La manifestación, que engrosa por minutos, es pacífica aunque exaltada. La presencia del gobernador les hace prorrumpir en aplausos. El gobernador habla desde el balcón con ademán tribunicio, como levantino que es. Apenas le distinguen; sólo le ven gesticular a lo lejos.

Entra un comandante en la sala de oficinas. Los oficiales se vuelven hacia él.

—El general ha dado orden de que disuelvan a esa gente.

—Mi comandante —pregunta un teniente—. ¿Es cierto que en el Puerto de la Luz se ha declarado la huelga general?

—Sí, pero les van a dar para el pelo. Los comandantes del Canalejas y del Arcila se han ofrecido al general, y también el capitán de corbeta González Aller de la Comisión Hidrográfica, y han empezado por trincar a unos cuantos sospechosos entre las clases y la marinería de a bordo.

Suenan distantes los aplausos y vítores de los manifestantes.

Proximidades de Alicante

Proximidades de Alicante

—¡Para, para, que nos matarán!

Suena un tercer disparo y aunque ni siquiera oyen silbar el proyectil, igualmente les asusta. El «morris» da un violento frenazo y el «hispano» que les seguía, más veloz, frena junto a ellas. Una pistola les apunta desde la ventanilla, mientras los hombres que ocupan el «hispano» bajan precipitadamente como en las películas de gangsters. Uno de ellos, vestido con mono azul, da muestras de tanto nerviosismo que les atemoriza todavía más.

—¡Las manos arriba…!

—Ustedes dos bajen del coche. ¡En seguida! ¿No oyen?

Tiene que ayudar a descender a la tía María, que es la que, a pesar de su edad, se muestra más serena.

—Y usted —se dirigen a Carmen que es la que conduce—, dé la vuelta al coche.

La pistola del joven nervioso vuelve a encañonarlas.

—¡Las manos en alto!

—Usted, ¿cómo se llama?

Vacila un instante, procura aparentar serenidad y disimular el miedo. ¿Las habrán conocido? ¿Les habrán seguido desde Alcoy, o ha sido casualidad?

—Margarita Larios…

—¿Y usted?

La tía María, tiesa en medio de la carretera, mira a los apresadores con tranquilidad, quizá con una punta de impertinencia.

—¿Yo? María Orbaneja. ¿Qué ocurre?

—Usted, baje también del auto… ¿Cuál es su nombre?

Carmen gana tiempo mientras desciende del «morris» y se acerca a su tía y a su cuñada.

—María Luisa Aramburo…

Menos mal que a Carmen se le ha ocurrido inventar un nombre… Ha dado el de quien figura como propietaria del «morris». No es mala coartada; con tal que ahora las permitan continuar a Alicante. Pero no parece que sea ése su propósito.

—Tú ponte al volante y síguenos —le dicen a uno que va en mangas de camisa—. Y ustedes tres suban con nosotros.

—¿Pero, qué ocurre, a dónde nos llevan? ¿Quiénes son ustedes?

—Menos preguntas y arriba. Ya lo sabrán.

A la tía «Ma» la colocan al fondo, y ellas dos se sientan apretadas contra los milicianos.

El «hispano» corre a gran velocidad por la carretera. Margarita Larios no se atreve a hablar; se ha vuelto para preguntar a la tía si iba bien, pero al hacerlo ha tropezado con la mirada hosca de los hombres sentados a ambos lados de la tía.

Afortunadamente no llevan encima ningún papel comprometedor, porque estos revolucionarios son capaces de registrarlas. El mensaje lo había aprendido de memoria y se lo ha repetido al capitán y al oficial que le acompañaba. El capitán era un tipo espléndido; de estar aquí, de haberlas acompañado no pasarían por este trance; las hubiera defendido como caballero que era. Pero eso son ilusiones. El capitán tenía que quedarse en Alcoy y transmitir el mensaje: «Que esperen órdenes acuartelados, y que no se echen a la calle hasta recibir las órdenes». Los oficiales eran simpáticos y agradables, y parecían tranquilos y seguros. Ahora ellas han caído en la ratonera. De alguna forma saldrán, aunque pudiera ser que estos hombres tengan por misión matarlas y esconder sus cadáveres.

A la entrada de un pueblo, un guardia civil se cruza en medio de la carretera. Distingue el tricornio charolado, el correaje amarillo y el fusil que lleva en la mano. Cerca de él, dos parejas más, y otro guardia.

—Vosotras a callar ¡y quietas!

—¡Qué ninguna se mueva, ni chiste!

El automóvil frena. El guardia civil se aproxima a la ventanilla. Otro de los guardias civiles se acerca también. Dos parejas más cubren el terreno.

—Las hemos detenido; son fascistas que pretendían escapar.

Margarita abre la portezuela de golpe y salta a tierra; el que estaba junto a ella no ha logrado impedirlo.

—Estos hombres nos han disparado. No sé a dónde nos llevan.

Desciende del auto uno de los hombres.

—Están detenidas. Tenemos órdenes…

—Si de verdad estamos detenidas, nosotras iremos con la Guardia Civil, pero con ustedes de ninguna manera, nos negamos.

Carmen también ha bajado del coche forcejeando contra los que pretendían sujetarla.

El cabo de la Guardia Civil que se ha aproximado, discute con los hombres del «hispano». La discusión es agria, pero los guardias civiles insisten.

—Nosotros las llevaremos al gobernador civil, si dicen que es él quien les ha dado a ustedes el mandato.

La tía «Ma» desciende solemnemente. Va vestida de negro y su cabello blanco lo conserva cuidadosamente peinado a pesar de lo accidentado de la noche. No parece ni siquiera fatigada.

—Señor cabo… Con la Guardia Civil vamos a donde se nos mande. Con estos hombres no, nos resistimos.

—Nosotros nos hacemos cargo de estas señoras. No se preocupen. Ahora mismo las conduciremos a Alicante. Este coche, si es de ellas, déjenlo ahí arrimado. Pediremos órdenes al respecto.

—Ustedes, señoras, vengan con nosotros…

—Como ustedes manden…

Alicante

Alicante

Los dos guardias civiles que las han conducido al Gobierno Civil permanecen silenciosos. Carmen está junto a ella, pero no se atreve a hablarla; la tía «Ma», sentada en una butaca, mantiene una actitud grave, como si esperara ser recibida por el gobernador para un asunto cualquiera. Margarita Larios trata de componerse el cabello, lo mejor es causar buen efecto, sea para lo que sea. ¿Estará asustada Carmen?

En todo caso no más que ella. ¿Cómo será el gobernador? Un gobernador, aunque del Frente Popular, siempre será un caballero. No va a insultarlas. La tía «Ma» está enternecedora, levemente ridícula, metida en estas aventuras novelescas. Sus sobrinos la llaman «Pipo», y ayer se reían cariñosamente de ella, pero cuando afirmó que quería ir a Alcoy a llevar el mensaje, tras una resistencia, José Antonio accedió. Debió pensar que, al fin y al cabo, era preferible que una señora acompañara a las jóvenes, por lo que pudiera pasar. Y ya ha pasado. Están presas, o detenidas, que para el caso es lo mismo.

Desde la puerta del despacho del gobernador, un señor les hace un gesto que incluye a ellas y a uno de los guardias civiles.

—Pasen ustedes…

Ellas avanzan hacia la puerta. Pasa primero el guardia, que sostiene la puerta. Ceden el paso a la tía «Ma»; Carmen y ella entran detrás.

El gobernador no tiene aspecto terrible. Es joven; parece algo severo.

—Señor gobernador… —dice el guardia.

El gobernador hace un leve ademán para detenerle. No se ha puesto en pie ni les ha ofrecido asiento, ni siquiera a la tía. ¡Claro, están presas!

—¿Cómo se llama usted?

—María Orbaneja…

—¿Y usted?

—María Luisa Aramburo…

—¿Y usted?

—Margarita Larios…

—Muy bien, de acuerdo. Ustedes son las Primo de Rivera. Olvidan que un gobernador debe saberlo todo.

Están descubiertas. Cuando han atravesado la plaza, entre los grupos ha oído comentarios que indicaban que las reconocían. Se lo han debido de venir a contar al gobernador. Los del «hispano», desde luego, no las han identificado.

—Están ustedes detenidas. Pero no teman. Un policía las acompañará al hotel. No les estará permitido salir de sus habitaciones, allá quedan, por ahora. No se aburrirán, los balcones dan al paseo. Espero que se porten bien; sepan que estarán vigiladas.

—Señor gobernador, ¿por qué nos detienen? ¿Qué hemos hecho?

—De momento no tengo nada que aclararles más que están detenidas. No pueden quejarse, creo yo, de la cárcel que les he buscado.

—Pero, nosotras, ¿por qué…?

—Hagan el favor de esperar ahí fuera… Buenos días, señoras.

Salen acompañadas del guardia y del señor que las introdujo en el despacho del gobernador.

A José Antonio no le gustaba que fueran a Alcoy, pero no tenía con quién enviar a los militares falangistas las órdenes; ellas dos se ofrecieron. Cuando la tía «Ma» dijo que ella iría también, a José Antonio le hizo gracia. Él se resistía a que fueran, pero Carmen, que como hermana le conoce mejor, aclaró después que le notaba que se oponía por cortesía. ¿Qué debe ocurrir? Mal deben andar las cosas para que las detengan. En el hotel no lo pasarán mal, todo el mundo las conoce y son amables; queda además el recurso de las propinas. Pero no podrán visitar a José Antonio ni a Miguel. ¿Les permitirán por lo menos enviarles ropa, algo de comer, tabaco y libros? Ayer José Antonio estaba nervioso y preocupado y Miguel también lo estaba; Dicen que la sublevación es inmediata y en Alcoy, aquel capitán guapo ha asegurado que los de África se han apoderado de todo Marruecos. Y ellos, en la cárcel. ¡Dios mío! ¡Que no le ocurra nada malo a Miguel!

Margarita Larios está recién casada con Miguel Primo de Rivera, que con su hermano José Antonio, jefe nacional de la Falange Española, se halla detenido en la Prisión Provincial de Alicante.

Pamplona

Pamplona

En un viejo caserón que fue palacio de los virreyes de Navarra está instalada la comandancia. Por las ventanas que dan al noroeste se descubre el paseo de la Taconera, tan verde en este comienzo de verano, abajo el valle del Arga, y a lo lejos el monte de San Cristóbal con su castillo. A la entrada de la Comandancia un águila bicéfala preside el escudo imperial de piedra; la iglesia y el convento de las Adoratrices, dan a la placita un aspecto recoleto y apacible.

Don Emilio Mola Vidal, comandante militar de Pamplona, limpia una y otra vez las gafas a pesar de que no están ni sucias ni empañadas. Nota como un tic en el labio superior, un labio grande, con un surco que cae vertical desde la nariz. Instintivamente se lo sujeta con el índice; este ligero tic, que él vigila, nadie lo advierte, pero teme que le denuncie cuando está nervioso o fatigado.

La suerte está echada; va a decidirse en las próximas horas. Durante la noche ha conseguido descansar algunos momentos; debe reservar el máximo de energías pues va a necesitarlas todas y aun algunas más. Ayer, día diecisiete, viernes, le han cortado las comunicaciones telefónicas y telegráficas con el resto de la Península. Le han dejado aislado en este caserón, en esta ciudad, pero la partida ha comenzado. En Pamplona va a desencadenar la tempestad; lo hará en el momento en que él lo desee, cuando le convenga para sus fines.

Las guarniciones de Marruecos se han anticipado a lo previsto, pero allá ellos; es a Franco a quien corresponde solucionar aquella papeleta. Escasas son las noticias pero parece que los acontecimientos se desarrollan favorablemente. Yagüe, Solans, Sáenz de Buruaga, Barrón, Asensio, Beigbeder, Gazapo, Bartomeu, Juan Bautista Sánchez… ¡buenos jefes! Y buenas fuerzas las de África; aguerridas, disciplinadas y pertrechadas. Los militares del mandil, los Romerales, los Buylla, los Morato, ¡bah! En cuanto llegue Franco van a aprender lo que es bueno; no es de los que va a andarse con chiquitas. La escuadra… Ahí está la clave.

No le complace cómo se actúa en Madrid, todo es ir y venir, cabildeos y vacilaciones. Ha faltado un jefe enérgico para ponerse al frente de la guarnición; y se quiera o no, Madrid es el punto decisivo. El Gobierno, por su parte, sigue la táctica del silencio. Las fuerzas de orden público apoyarán al Gobierno en diversos puntos. Aunque son muchos los miembros de la Guardia Civil comprometidos en la sublevación, no puede confiarse demasiado en ellos; pesa y pesará el general Pozas. Sobre la Guardia Civil influye la idea de que hay un Gobierno, más o menos legítimo. Y Fanjul y Villegas; no… Madrid dará un disgusto. Habrá rápidamente que acudir a la capital con fuertes efectivos.

Su antiguo ayudante, el teniente coronel Gabriel Pozas, hermano del inspector general de la Guardia Civil, que es además subsecretario de Gobernación, se le ha presentado hace un par de días trayendo impresiones pesimistas respecto a Madrid, que viene a confirmar las suyas propias. ¡Qué distintos ambos hermanos! Si Gabriel es buen amigo, Sebastián es mal enemigo; la prueba es que ha puesto al frente de la Comandancia de la Guardia Civil de Pamplona a un hombre como Rodríguez Medel, notorio izquierdista que puede llegar a ser una seria dificultad para apoderarse de la ciudad si le enfrenta la Guardia Civil en bloque, y hace indispensable luchar contra ella.

Ramón Mola, su hermano menor, marchó anoche a Barcelona. Llegó por la mañana, de improviso, portador de malos agüeros. Que si hay un complot para asesinarle, que si no es buena oportunidad para sublevarse. Barcelona puede ser otro fracaso, la visita de su hermano se lo ha hecho comprender. Una conspiración dirigida por un comandante y por capitanes, mucho coraje, muchas agallas, pero además ¿qué? Si Goded estuviera en Barcelona las probabilidades de éxito aumentarían. Ni Generalitat, ni «escamots», ni FAI ni la madre que los parió. Goded es hombre capaz, uno de los mejores generales del ejército. El general Legorburo es quien ha enviado a Ramón con alarmismos y desfallecimientos. Si en Barcelona el general Aranguren arrastra a la Guardia Civil y se va con la Generalidad, y Aranguren es capaz de hacerlo porque dicen que está medio gagá… Otro fallo pudiera ser Logroño, a pesar de que las últimas noticias son mejores, y Logroño queda en el camino de Pamplona a Madrid. Zaragoza es ciudad con predominio obrero, ciudad sindicalista; un hueso duro de roer. ¿Y Cabanellas? Podría dársele de lado, pero bueno es que en las divisiones donde sea posible, y Zaragoza es una de las pocas que ofrece esa posibilidad, se ponga al frente el general y sea él, precisamente, quien proclame el estado de guerra. Cabanellas es un viejo masonazo, republicano de la vieja escuela, pero en esta ocasión parece decidido. La caballería se portará bien: Monasterio, Urrutia y una oficialidad con elevado espíritu, lo garantiza.

Saca de un cajón un par de hojas mecanografiadas cogidas con un clip. Se cala las gafas de gruesos cristales y lee con delectación: «Bando». Esta tarde tendrán los ejemplares impresos; están imprimiéndolos en El Diario de Navarra; dentro de veinticuatro horas lo leerán con la debida solemnidad y será fijado en las esquinas de Pamplona; en ese momento empezará la verdadera aventura.

Don Emilio Mola Vidal, general de brigada y jefe de las fuerzas armadas de la provincia de Navarra. Hago saber: Una vez más el Ejército unido a las demás fuerzas armadas de la Nación se ve obligado a recoger el anhelo de la mayoría de los españoles. Se trata de restablecer el imperio del ORDEN, no solamente en sus apariencias externas, sino también en su misma esencia, para ello precisa obrar con JUSTICIA, que no repara en clases ni categorías sociales [esto está muy bien; oportuno] a las que ni se halaga ni se persigue, cesando de estar dividido el país en dos bandos, el de los que disfrutan del poder y el de los que son atropellados en sus derechos [también es oportuna la frase]. La conducta de cada uno guiará la de la AUTORIDAD, otro elemento desaparecido de nuestra nación, y que es indispensable en toda colectividad humana. [¡Sí, señor!]…

Se lo sabe casi de memoria, pero le gusta releerlo; hasta ayer ha ido dándole pequeños retoques. Las palabras destacadas en mayúsculas proporcionan un realce que entra por los ojos.

¿Cuántos voluntarios carlistas se presentarán a la hora de la verdad? De concurrir los que ha prometido Utrilla y la Junta Provincial no va a encontrar con qué armarlos; han de llegarle fusiles de Zaragoza. Mientras puedan pasar por la Ribera, porque allí sí que los hay del colmillo retorcido, aunque como se muevan habrá que hacer con ellos un escarmiento. Una vez proclamado el bando no hay pegas; se coge al que sea, se le fusila… y a otra cosa…

—¿Da usted su permiso?

—Pase…

El comandante Fernández Cordón, uniformado y recién afeitado da al entrar los buenos días. El general don Emilio Mola Vidal se abrocha el último sujetador del cuello de la guerrera que había dejado suelto.

—Mi general, telefonean de Noain que han tomado tierra tres aparatos procedentes de Getafe. Salieron con otros aviones con orden de cargar bombas en los Alcázares para bombardear Sevilla, y estos tres se incorporan a nosotros.

—Serían esos que volaron hace un rato… Pues me dieron un pequeño susto.

—Los aviadores desean presentarse a usted. Llegarán dentro de un rato… Ya tenemos hasta aviación, mi general…

Don Emilio Mola hace una pequeña mueca, casi una sonrisa, y su ayudante continúa.

—El general Núñez del Prado estará que bota.

—Y el teléfono, ¿sigue sin funcionar?

—A primera hora he intentado hablar con Barcelona; imposible. Para mí que es cosa del gobernador o del comandante de la Guardia Civil que nos ha cortado la comunicación.

—Pues que no se anden con bromas.

Al general Mola hay algo que le tranquiliza; desde hace tres días, sus hijos María Consuelo, María Ángela, Emilín y María Dolores, han pasado la frontera, y con su esposa se encuentran en Biarritz. Su anciano padre, en cambio, está en Barcelona; vive con su hermano Ramón y la familia de éste.

Cuatro meses atrás llegó a la estación de Pamplona, para hacerse cargo de la Comandancia Militar; acababan de destituirle de la Alta Comisaría de Marruecos. Hace tres meses, exactamente el 19 de abril, el comandante Fernández Cordón, comisionado por los compañeros de la UME fue a proponerle se pusiera al frente de la conspiración. Mola aceptó. Los demás comprometidos esperaban la respuesta en casa del capitán Moscoso; fue un gran día para todos. Para todos y para España entera. Y no es que el coronel Solchaga hubiese hecho un mal papel, pero Mola es Mola; el jefe indiscutible, un auténtico caudillo.

Ávila

Ávila

Con cuidado de no hacer ruido retiran la reja; es de hierro, pesada. Les cuesta manejarla. Si se les cayera, los guardianes les descubrirían y estarían perdidos.

Llevan trabajando varios días; han socavado el alféizar con las cucharas, turnándose, vigilando. Nadie se ha dado cuenta y ahora van a tener la salida libre. ¿La salida? Bueno, es ahora precisamente cuando se presentarán las mayores dificultades.

Desde que les llegó la noticia de que Calvo Sotelo había sido asesinado, Onésimo Redondo dijo que a ellos iban a matarles también, y que era imprescindible fugarse de la cárcel fuera como fuera.

Consiguen retirar la reja y dejarla apoyada en el grueso muro. Hablan a la sordina. Temen ser descubiertos, están desazonados. La prisión de Ávila es un caserón que se cae de viejo, por eso les ha sido posible descalzar la reja. Al grupo de falangistas les trajeron desde Valladolid, y por el camino les dieron un susto. Creían que se los cargaban.

Cuando Onésimo ha querido evitarlo ya era demasiado tarde, uno de los falangistas se ha encaramado a la ventana libre y está escalando por encima de los retretes y el depósito de agua. González Vicen se asoma. Procuran retener la respiración. Han de procurar no perder la serenidad y obrar con la máxima cautela.

—¡Aaalto! ¡Aaaaltooooo! Las voces resuenan secas, imperativas, en los patios, en las galerías se oye el ruido de los cerrojos de los fusiles.

—¡Maldita sea!

—¡Su padre!

—¡Ya estamos fastidiados! Nos han cazado como a conejos.

Las voces conminatorias y los pasos se aproximan. Desde la ventana, González Vicen ha descubierto a los guardias de Asalto que le apuntaban, y en un movimiento automático ha metido la cabeza. No ha podido reconocer, en la penumbra, al que había saltado fuera, pero ha visto cómo se quedaba paralizado al ser sorprendido.

El director de la prisión y los oficiales se presentan pálidos, iracundos. Cuatro guardias de Asalto aparecen en la puerta fusil en mano.

—¡Venga! ¡Fuera todos! No estamos para chiquilladas.

Onésimo se muerde los labios y se endereza; los demás van recobrando la calma o aparentando, como puede cada uno, que la ha recobrado.

Delante marcha el director de la prisión, a continuación una pareja de Asalto, detrás los falangistas vallisoletanos que, encerrados en la cárcel de Ávila, acaban de ser sorprendidos; cierra una pareja de Asalto con las armas dispuestas.

—¡Hala! A la celda de castigo…

El director de la prisión está furioso. ¿Para qué le habrán enviado a estos dieciocho muchachos? Sólo disgustos pueden buscarle. Podían habérselos quedado en la cárcel vallisoletana. Ahora no tiene más remedio que empapelarlos; entre tanto en África se han sublevado las tropas, y la Falange está con los militares. Si mañana se sublevan en Ávila, éstos serán los amos de la ciudad, y no es bueno tenerlos como enemigos. Pero en esta circunstancia ha de mostrar energía. ¡Qué tiempos! Nadie sabe si al que hoy tienes encerrado en la cárcel mañana le van a hacer gobernador. Antes, por lo menos, cuando metían a un tipo en la cárcel, uno estaba seguro de que podía aplicarle el rigor del reglamento.

—¡Adentro todos, y sin chistar!

Los falangistas, en actitud desafiante, van entrando en las celdas de castigo; no protestan.

—Cierre, cierre…

Los de Asalto se han quedado a ambos lados con las amias prevenidas. Por el pasillo otra pareja trae cogido del brazo al que había conseguido salir de la celda. Mejor que no le hayan maltratado esos brutos. La cosa está que arde. El tinglado gubernamental va a saltar hecho añicos y Onésimo Redondo es de los peces gordos.

—Redondo, han obrado ustedes mal. Aquí se les ha tenido la consideración que merecían. Me veo obligado a sancionarles.

La culpa ha sido de ese maldito chivato, un «chorizo» que les ha estado viendo cómo socavaban la reja. Una vez avisado, él no podía hacer otra cosa que cumplir con su deber. En fin, el reglamento es el reglamento.

Se dirige a uno de los oficiales de prisiones.

—Usted quédese por ahí vigilando, no vayan a armar escándalo.

Y luego al sargento de Asalto.

—Hemos terminado; menos mal que la cosa no ha resultado difícil. Muchas gracias por su cooperación.

—No podían hacer nada; si intentan escapar los freíamos.

Onésimo Redondo, jefe territorial de Castilla, sabe que está a punto de efectuarse el alzamiento, y se ve aquí reducido a la pasividad, en esta celda, encerrado como una fiera, vigilado, impotente. Si en Ávila fracasan los militares y a los camaradas no les resulta posible sacarles de la cárcel, vendrán a matarles como a perros, y lo peor es que ni siquiera podrán defenderse. ¡Maldita sea!

De Pamplona a Barcelona

De Pamplona a Barcelona

Ha pasado la noche al volante; está nervioso y agitado, pero no tiene sueño. Lérida y Cervera han quedado atrás, está a punto de coronar el alto de la Panadella. El sol ilumina oblicuamente viñas, olivares y los trigos recién segados.

Hay problemas que a fuerza de darles vueltas a la cabeza en vez de aclararlos se consigue embarullarlos más todavía. No hay duda de que su hermano Emilio tiene la mente más clara que él. Podría ser también que como maneja los hilos de la conspiración, y considera la situación en su conjunto, pueda permitirse sentir una mayor tranquilidad, o aparentarla. Pamplona, además, no es Barcelona. Salvo el hueso del comandante de la Guardia Civil, existe casi unanimidad entre las fuerzas armadas, y Pamplona no es población con elevado censo obrero a pesar de que las izquierdas obtuvieran un puñado de millares de votos en las últimas elecciones. Asegurada la colaboración de los carlistas, ahora que con Fal Conde se han resuelto las dificultades que se presentaban, contando también con los falangistas que, aunque no tan numerosos como los tradicionalistas, son igualmente decididos, el panorama aparece despejado. Barcelona es distinto. ¿Su hermano Emilio no acaba de comprenderlo? ¿O será que, para Emilio, Barcelona es sólo una baza que aunque se pierda pueda ser compensada ganando en otro punto? ¿No le bastará a su hermano y a los de la Junta con que la guarnición de Barcelona, echando las tropas a la calle, cree un estado de confusión que inutilice y neutralice los recursos de la Generalidad y por ende la fuerza con que el Gobierne de Madrid cuenta en Cataluña? ¿Le habrá expuesto su hermano toda la verdad? ¿Estará la guarnición de Barcelona y los patriotas que salgan a luchar con ella, destinados de antemano al sacrificio? Emilio es su hermano, su hermano mayor, pero es militar ante todo, ¿qué otro consejo que regresar inmediatamente a su puesto podía darle?

La carretera sigue el curso de un torrente de escaso caudal. Acaba de adelantar a un camión. El sol comienza a calentar pero todavía no molesta, le falta fuerza.

Aparte de la cuestión del atentado que le habían advertido que se preparaba contra su hermano, y que estando ante él y viéndole tan seguro, tan protegido, tan rodeado de leales, casi le ha avergonzado decírselo, le ha expuesto con claridad cuál es, a su entender, la situación de Barcelona. Su hermano le escuchaba mirándole con atención a los ojos. ¿Supondrá que tiene miedo? Su deber era advertirle de que la partida de Barcelona tiene demasiadas probabilidades de perderse. El general Llano de la Encomienda está decididamente en contra de la sublevación, permanecerá fiel al Gobierno. Parece evidente que está conchabado con los separatistas, y en una división el general en jefe cuenta ¡qué caray! Goded tiene que presentarse en Barcelona para ponerse al frente de la guarnición, es lo que se ha decidido en el último momento, pero ¿cuándo llegará Goded? La actitud de la Guardia Civil es una incógnita; los capitanes se comprometieron, y el general Aranguren, jefe de los tercios de Cataluña, ¿qué hará? La Guardia Civil o una parte importante de ella puede mantenerse en la obediencia al Gobierno, es decir, al general y a los coroneles. De éstos, Brotons se sitúa abiertamente en contra de la sublevación militar, y Escobar probablemente también. En unos meses la Generalidad, el Gobierno, quien haya sido, se han dado maña para trasladar y sustituir a los jefes y oficiales de Asalto comprometidos. Y guardias de Asalto en Barcelona hay unos tres mil quinientos. ¿Cuántos de ellos se sumarán al alzamiento cuando llegue el momento de tomar una determinación?

López Varela, Unzúe, Lizcano, López Belda, López Amor, son unos tíos corajudos, no puede negárseles, pero ¿no les ofuscará el recuerdo de la fácil victoria del 6 de octubre de 1934? Entonces las circunstancias eran distintas, los alzados eran los de la Generalidad, que se salían de la ley, ahora los alzados serán ellos, los militares. No hay quien les quite de la cabeza que en cuanto aparezcan en las calles unas compañías y cuatro cañones, los de la Generalidad se meterán debajo de la cama, y «escamots» y demás saldrán arreando y perdiendo el culo. Y no será así; esta vez no ocurrirá así. Intervendrán los de la FAI, que son de pelo en pecho. De esto no se puede hablar en voz alta, les saca de quicio. La otra tarde estaban reunidos en una casa, y un capitán, que parecía hombre agudo y que acaba de incorporarse a la guarnición, les advirtió del peligro que podían representar los anarquistas —porque los anarquistas de Barcelona tienen fama, y a su modo bien ganada— si Companys les arma más de lo que están. Le fulminaron con la mirada. «Al segundo cañonazo no queda uno que haga frente». Como el capitán insistía, alguien le preguntó con intención: «¿Tú, les tienes miedo?». El capitán se encogió de hombros y no volvió a hablar en la reunión; se le notaba molesto. Comandantes y capitanes pueden dar un golpe militar, no dirigirlo. Y ni al general Burriel ni al general Legorburo se les ve emprender nada efectivo, ni parecen personas apropiadas para acción de tanto riesgo y envergadura.

Ha pasado por Jorba; Igualada aparece en lo alto, algunos campesinos en bicicleta se dirigen a sus faenas con sombreros de paja de anchas alas. Si encuentra en Igualada algún bar abierto se detendrá a tomar un café con leche. Desde que anoche salió de Pamplona no se ha detenido un instante.

También le ha advertido a su hermano de que al capitán Pedro Valdés, del Cuerpo de Asalto, y a dos tenientes del mismo Cuerpo, al ser detenidos se les han cogido documentos importantes, que en este momento deben estar en poder del Gobierno. La conspiración se ha llevado imprudentemente, con exceso de confianza en los cuartos de banderas se conspiraba o por lo menos se hacían comentarios en presencia de oficiales tibios o sospechosos de pertenecer a la UMRA. El plan, en líneas generales, parece perfecto; de los cuarteles, situados en la periferia, toda la guarnición convergerá en el centro de la ciudad y se apoderará de los edificios en donde funcionan los principales órganos gubernamentales. ¿Y si la Generalidad conoce sus planes? ¿Y si la Guardia Civil no les secunda? ¿Y si los de Asalto se les enfrentan decididamente? ¿Y si a faieros y cenetistas se les facilita buen armamento, o ellos mismos tienen ocultas más armas de las que se supone?

Hoy sábado, todavía podrían estar a tiempo, la sorpresa es elemento fundamental en cualquier golpe de estado. Su hermano Emilio les ha mandado que no se muevan hasta mañana y mañana puede ser tarde. El presidente Companys no es tonto y, por si fuera poco, está escarmentado de cuando el 6 de octubre. Los demás se hallan igualmente prevenidos. A Federico Escofet, comisario de Orden Público, le conoce bien puesto que le defendió en el consejo de guerra a que fue sometido a raíz del 6 de octubre, y está además el comandante Vicente Guarner y su hermano, el consejero de Defensa, España, y ¿por qué olvidarlo?, el propio general de la división aliado a sus enemigos. Es un error menospreciarlos, un error.

Emilio le ha hablado con calma, como si nada de lo que iba exponiéndole le fuera desconocido, como si la posibilidad de un fracaso en Barcelona entrara en el plan general. «Ramón —le ha dicho con ese tono entre paternal y autoritario que emplea para hablarle—, tu deber está en Barcelona. Yo tengo empeñada mi palabra de honor, y ante el compromiso contraído no retrocederé nunca. La orden de iniciar el movimiento está dada. Así es, que cena y descansa, que bien lo necesitas, y en seguida vuelve a tomar la carretera y vete a Barcelona a cumplir con tu deber, como yo cumplo aquí con el mío». O sea, que cada cual cumpla con su deber, ¿para qué?, ¿para conseguir el triunfo o para morir dejando a salvo el honor militar? No se ha atrevido a preguntárselo; aunque Emilio sea su hermano, en los documentos firma «El Director», y eso impone; y es posible que él tampoco lo sepa. En la guarnición de Barcelona hay decisión y entusiasmo, y, por supuesto, valor. ¿Serán suficientes? Que Dios les ampare a todos.

Como el bar Canaletas de Igualada está abierto, a pesar de lo temprano de la hora, el capitán don Ramón Mola Vidal detiene el coche y desciende a tomar un café, antes de continuar hacia Barcelona.

Barcelona

Barcelona

Federico Escofet, comisario general de Orden Público de la Generalidad de Cataluña, vive unos días de intensa actividad. Problemas y trabajo, a decir verdad, los ha tenido desde que hace unos meses y a petición del Presidente de la Generalidad se hizo cargo de esta Comisaría.

De que se prepara una sublevación militar en toda España, y de que la guarnición de Barcelona está comprometida, tiene desde hace tiempo pruebas irrecusables. En los cajones de su mesa guarda las listas de los comprometidos, los manifiestos, órdenes, planes y consignas, más una serie de informes, más o menos fidedignos, que le han ido facilitando oficiales adheridos a la UMRA. Se esperaba la sublevación para el 16, pero hoy, 18 de julio, está seguro de que es inminente. En África se ha producido el primer estallido, con éxito para los rebeldes por cierto. Según sus noticias sólo Tetuán se mantiene leal, por lo menos el alto comisario Arturo Álvarez Buylla. Parece ser que se combate en las calles de Larache. Se han cursado órdenes a la escuadra de que bombardeen las plazas rebeldes y a la aviación que coopere desde el aire en los ataques. Todo irá bien, salvo si la escuadra y aun algunos aviadores, que se sabe están comprometidos, se sublevan a su vez.

Con el consejero de Gobernación, José María España, y con el comandante Vicente Guarner, jefe de servicios de la comisaría, su colaborador más directo, llevan varios días tomando cuantas medidas están en condiciones de tomar, y planeando la manera de hacer frente a la sublevación militar tan pronto como se produzca.

El general de la división, Llano de la Encomienda, parece ser republicano convencido, y además masón, aunque esto último no signifique gran cosa, pero está desorientado sobre lo que pasa a su alrededor, y debido a un puntillo militar o el temor de irritar más a sus subordinados, no cesa de crearle dificultades y oponerse a las medidas que él desearía tomar, aunque carece de atribuciones suficientes para hacerlo.

Escofet cumple con un servicio civil del Gobierno autónomo de Cataluña, y aunque capitán de caballería, viste de paisano. A raíz de la intentona catalanista del 6 de octubre fue condenado a muerte y expulsado del ejército, y aunque recientemente ha sido, no solamente amnistiado sino readmitido, algunos de sus compañeros de armas, principalmente los componentes de la UME, han hecho toda clase de presiones para evitarlo, y han protestado rabiosamente de su readmisión.

Los conflictos con que se enfrenta el comisario de Orden Público no son solamente los que se derivan de tenerse que oponer a una sublevación militar, sino que los anarquistas de la FAI y los sindicalistas de la CNT, están en conflicto desde hace años con el Gobierno autónomo —con el Gobierno autónomo, con el Gobierno de Madrid, con los socialistas y con todo quisque— a pesar de que, dadas las circunstancias, desde hace unos días se ha formado un comité de coordinación, pues los anarcosindicalistas, como el resto de los partidos u organizaciones antifascistas, fueron convocados por el presidente, en atención a la gravedad de las circunstancias. Lo primero que exigen son armas, y tanto el presidente Companys, como el consejero José María España, como él mismo, saben que si se arma a los cenetistas que son gente arrojada y práctica en la pelea, Cataluña entera va a correr un grave riesgo. Si se produce la sublevación seguida de choque entre las fuerzas de orden público y el ejército, al debilitarse ambos, hará que la ciudad quede desamparada y a merced de los anarcosindicalistas, tan peligrosos o más para la estabilidad política y para la sociedad catalana, como los propios fascistas.

Suena el timbre del teléfono y él mismo coge el aparato.

—Sí, aquí Escofet…

—Bien, espero…

—Buenos días, José María…

—Mira, ya sabía que iban a protestar, no hace falta que me lo digas. También protestarán al presidente, pero no podía obrar de otra manera. Les dejé pistolas, pero si llega a ser por mí, también se las hubiera quitado… Los fusiles me los trajo Guarner…

El comandante Guarner se acerca al teléfono. Sabe que está hablando con el consejero de Gobernación del peligroso incidente que esta misma noche se ha producido con los elementos anarquistas del Sindicato del Transporte, que asaltaron algunos barcos surtos en el puerto y se hicieron con bastantes fusiles y armas cortas.

—En cuanto lo supe, cambiamos impresiones con Guarner, y él en persona, al frente de una compañía de Asalto, se presentó en el sindicato.

—¡Que si se armó! No lo quieras ni saber. Menos mal que la fuerza se les fue en palabras y que la casualidad hizo que nadie le diera al gatillo.

—Sí, Durruti y García Oliver, en persona, se fueron allá para apaciguar los ánimos.

Guarner se inclina sobre Escofet, que al advertir que va a hablarle, cubre el micrófono con la mano.

—Dile que le apuntaron al pecho al propio Durruti… los suyos.

—Me dice Guarner que a Durruti llegaron a encañonarle, pero los suyos, ¿eh? ¡Fíjate cómo andaban los ánimos!

El capitán Escofet, comisario de Orden Público, hace signos afirmativos a cuanto el consejero de Gobernación, señor España, le dice.

Escofet tiene treinta y ocho años; su cabello es negro, ondulado y brillante, y la voz y el ademán enérgicos, arrebatados.

—Tú dile al presidente lo que hay. Si esos tíos se arman, ¡cualquiera les mete después en cintura!

—Ahora mismo lo vamos a hacer…

—Bueno, entonces, ¿de acuerdo?

—Gracias. Ya se lo diré a Guarner. Hasta luego.

Cuelga el teléfono despacio. Guarner, que viste también de paisano, traje azul marino con la americana cruzada, se apoya en la mesa frente a él.

—Dice que hicimos bien…

—Profundamente agradecido… Pero me jugué el tipo.

Guarner se sonríe irónicamente.

—Otra cosa; que le mandemos a Consejería los fusiles esos del somatén. Y, dice España, que si las tropas salen y los de la FAI nos cabrean mucho, que les entreguemos las pistolas que recogimos a los del Sindicato Libre cuando trincamos a Ramón Sales.

—Oye, que me den recibo de los fusiles, ¿no?

—Sí, un recibo en regla. No estoy para cuentos. Y que los trasladen custodiados por los de Asalto. No me fío de los de la FAI; andan enloquecidos detrás de las anuas.

—¿Ha dicho algo más?

—Sí, que parece confirmarse que la sublevación es para mañana…

—¿Sabes qué te digo? Que estoy deseando que explote de una vez, y que sea lo que sea.

Escofet enciende un cigarrillo. Dos ceniceros están llenos de colillas. Guarner, antes de irse, se vuelve hacia él.

—Oye, y de Escobar, ¿qué?, ¿te fías aún?

—Todo lo que uno puede fiarse de un coronel de la Guardia Civil, que además es católico, más católico que Dios… Desde que me he metido a policía me he vuelto sagaz; creo que no nos engaña. Te dije que antes de darme su palabra, antes de decidirse, se lo pensó mucho.

—Y ¿si los otros, los capitanes, los sargentos, los propios guardias no les obedecen? Sabes que los civiles son más carcas que la puñeta, y todos de derechas…

—Pero obedientes y disciplinados. La disciplina no les permite tener ideas propias. Para empezar, tenemos en Madrid al general Pozas, y ése no falla, está a favor del Gobierno. Aquí al general Aranguren, que casi me atrevería a poner la mano en el fuego que no se subleva…

—Otro carcunda, sin embargo.

—Y el coronel Brotons, ése sí es seguro. De ahí para abajo, los hay de todo. El comandante Recas y el capitán Pin desde luego fascistas ¡qué le vamos a hacer!

—Lara y Moreno Suero, con nosotros.

—Sí… Pero, anda, lárgate ya, manda esos dichosos fusiles; mejor quitárnoslos de en medio. Sólo líos pueden traernos.

Mientras se está dando en el cuarto de baño los últimos toques al peinado, oye el timbre del teléfono. Por el pasillo suenan los tacones apresurados de su hermana Pilín, que más madrugadora que ella, corre hacia el aparato.

María Teresa se mira complacida al espejo. Aunque está inquieta, su rostro no acusa esa inquietud; a su edad una noche de sueño borra todas las trazas. Recuerda que anoche trajo a Fernandito a casa de la hermana, y teme que le despierten; se asoma a la puerta del cuarto de baño para recomendar a su hermana que hable en voz baja.

—Es para ti, María Teresa. Fernando te llama. Corre, ven, a ver qué cuenta.

Con el peine en la mano va hacia el aparato; su hermana Pilín, que también está intranquila, pues desde anoche tampoco tiene noticias de su marido, se queda junto a ella.

—¡Femando!, ¡Fernando! ¿Qué pasa?

Desde la división le telefonea su esposo, el capitán Fernando Lizcano de la Rosa. Anoche, mientras estaban en el teatro Barcelona donde se representaba Nuestra Natacha de Alejandro Casona, en compañía de su hermana Pilín y del marido de ésta, el teniente de caballería Rafael Quiroga, vinieron a buscarles, dejándolas a ellas muy inquietas, pues saben que algo se está tramando y que ambos están metidos en lo que sea. Lizcano de la Rosa, hizo que María Teresa y el niño se trasladaran a casa de la hermana; él mismo las acompañó.

—Nada. Que estamos acuartelados, pero no te intranquilices…

—Oye, está acá Pilín, ¿sabes algo de Rafael?

—También está acuartelado …No os preocupéis.

—¿Hay jaleo?

—Me escaparé para ir a comer contigo. Ya hablaremos. Hasta luego, estoy ocupado.

Adiós, Fernando…

No le dirá nada a ella, nunca le cuenta nada. Días atrás, en la verbena del Polo, bailó con un antiguo amigo, que le dijo que se preparaba una insurrección militar y que su marido estaba muy comprometido. También estuvo metido en el lío del 6 de octubre del 34, pero no la cuenta nada. Cuando María Teresa le preguntó, él se limitó a bromear y a asegurar que su amigo era un fantasioso.

Pilín se muestra ansiosa, hace poco tiempo que se ha casado, es muy joven.

—¿Qué ha dicho, qué les ocurre?

—Nada, de verdad, que están acuartelados…

—¿Por qué no me llamará Rafael?

María Teresa regresa al cuarto de baño a terminar su tocado y su hermana la sigue.

—A mí, me dan mucho miedo esas cosas…

—Yo estoy curada de espantos. Femando asegura que es invulnerable. Ya ves; creo que me casé gracias al balazo que le pegaron en África; tuvo que venir a Barcelona a operarse. Si no, por carta, cualquiera sabe…

Las dos hermanas se ríen. Los amores de María Teresa con Fernando fueron un tanto novelescos.

—En cuanto acabe este lío, hemos de hacer que nos lleven otra vez a ver Nuestra Natacha. Me gustaría saber cómo termina.

—Podían haberse esperado hasta que acabara la función. Pero ¡uy!, ya sabes cómo son los militares…

María Teresa, seguida de su hermana Pilín, va a ver a Fernandito que todavía no ha cumplido dos años; anoche, al traerlo, lo instalaron en una cama turca. El niño duerme tranquilamente.

—Señor presidente, el comisario general de Orden Público está aquí.

El despacho es inmenso y suntuoso, los balcones dan a la plaza de la República, la misma que hasta el 14 de abril de 1931 se llamó de San Jaime, aunque antes también se había llamado de la Constitución. Esta plaza, situada en el corazón del barrio antiguo de Barcelona, no lejos de donde hace dieciocho siglos estuvo el foro romano, es el punto de la ciudad donde late más apresuradamente su pulso. Ahí, enfrente, está el Ayuntamiento, desde cuyo balcón el propio Luis Companys, hoy presidente de la Generalidad de Cataluña, proclamó la República, si bien una hora después, el viejo Francisco Maciá, «l’Avi», desde el balcón de este mismo despacho, proclamó a su vez la República Catalana, hecho que dio lugar a no pocos conflictos con el Gobierno provisional de Madrid. Todo, venturosamente fue solucionado, y aunque de aquellos memorables días no han transcurrido más que cinco años, a Luis Companys, a los barceloneses y a los españoles, les parecen historia lejana.

—Que pase…

Luis Companys, presidente de la Generalidad de Cataluña, está desasosegado. Las noticias que se reciben son malas, Marruecos está sublevado, Canarias también lo está y si es cierto que Canarias está muy lejos, en cambio Ceuta y Melilla se hallan muy próximas a Málaga, a Algeciras, a Cádiz. Y el ejército de Marruecos es aguerrido y eficaz, un ejército profesional que está deseando hacer la guerra.

—Buenos días, señor presidente…

—Mira, Escofet, la situación se complica, hemos de andar con pies de plomo, siéntate si quieres; ya sabes que entre amigos no hay protocolo.

El presidente ha observado la seguridad y la arrogancia con que el comisario de Orden Público ha entrado en su despacho, y esa seguridad se le ha comunicado en parte. Escofet es un militar, de caballería nada menos, y Companys no simpatiza con los militares en general, pero bueno es tenerlos a su lado ahora que seguramente van a empezar los tiros, y Federico Escofet es fiel amigo, decidido y más consciente que el comandante Pérez Farras, que es un poco tocacampanas.

—Señor presidente, me he retrasado cinco minutos porque Vicente Guarner ha salido para una diligencia y prefiero que la comisaría no quede sola. En cualquier instante puede producirse el chispazo. Y de Guarner me fío como de mí mismo.

—¿Ha ocurrido algo más?

—Mantenemos los cuarteles vigilados y discretamente a los principales conspiradores. Nada importante. Se han acuartelado, y como usted sabe, los oficiales, aun los libres de servicio, se han estado reuniendo en los cuartos de banderas. Me quejé al general de la división, y me contestó que no se les podía impedir… y fíjese lo que me dijo: «El cuarto de banderas es el hogar del militar…».

El comisario general de Orden Público, al pronunciar esta última frase ha caricaturizado al general Llano de la Encomienda. A pesar de que no tiene ganas de bromear, el presidente Companys sonríe.

—¿No nos estará engañando Llano de la Encomienda y luego será el primero en ponerse frente a nosotros?

—Parece que es un buen republicano…

—¡Coño! También lo era Batet.

Escofet da un pequeño respingo. El 6 de octubre de 1934, desde este mismo balcón, Luis Companys, ya entonces presidente de la Generalidad, instigado por un grupo de catalanistas exaltados, se sublevó contra el Gobierno de la República. El general don Domingo Batet, que era jefe de la división, sacó a la calle algunas tropas, que tras unas cortas escaramuzas con los Mozos de Escuadra y con escasos paisanos, muchachos del «Estat Catalá», de los muchos a los que se había armado con rifles Winchester, que les hicieron frente, cañonearon el edificio de la Generalidad, el mismo donde ahora se hallan, y el Gobierno autónomo tuvo que rendirse. Escofet, que en los últimos momentos y ya sin posibilidades de organizar una resistencia para la cual faltaban medios y espíritu, fue investido por el propio Companys como comisario de Orden Público, el mismo cargo que ahora ostenta, fue condenado a muerte y a punto estuvieron de fusilarle. A Companys le ocurrió otro tanto, aunque su situación no fue tan comprometida a fuer de civil.

—Las noticias procedentes de Madrid no son tranquilizadoras.

Escofet le tiene simpatía y apego al presidente y está dispuesto a defender la posición legal que representa; su representación emana de las leyes y de la voluntad popular, pero en esta ocasión no deja de considerarle con ojo amistosamente irónico.

—A Álvarez Buylla, alto comisario en Marruecos le han hecho prisionero. Parece que aunque se les oponga cierta resistencia en las calles y en algunos barrios se mantengan los obreros, el ejército domina Marruecos. Esta madrugada se ha rendido el aeródromo de Tetuán… Canarias en poder del ejército. La escuadra, más que dudosa. En Pamplona, aunque nada ha sucedido aún, se sospecha que el general Mola está prácticamente sublevado. Los cuarteles de Madrid son una incógnita.

Los ojos del presidente de la Generalidad, llenos de vivacidad y malicia, están hundidos en las cuencas azulencas; las manos apoyadas en los brazos del sillón denotan nerviosismo. Viste un traje claro, las puntas del cuello se le levantan y la corbata está torcida, como de costumbre. Continúa hablando, con su leve acento leridano.

—Casares Quiroga, con quien acabo de hablar, me afirma que no pasa nada. Que el ejército de la Península permanecerá fiel al Gobierno, y que si se produce alguna insurrección será brote aislado fácil de sofocar. Me ha asegurado que esta misma mañana la aviación bombardeará a los rebeldes de África y que la Escuadra hará lo mismo con Melilla y Ceuta y que bloqueará el Estrecho. Pero he conferenciado con Lluhí y con Moles, que como ministro de Gobernación debe hallarse informado, y no se muestran tan optimistas. ¿Qué pasará aquí, en Barcelona?

—Yo no lo sé, me temo que los militares se echen a la calle. Saldrán de los cuarteles hacia el Cinco de Oros, la plaza de Cataluña, y vendrán a atacarnos a la comisaría y… desde luego, a esta plaza. Con la Consejería de Gobernación éstos que le digo son sus principales objetivos. Tengo tomadas las precauciones para cerrarles el paso. A lo largo de los posibles recorridos he situado escuchas que nos advertirán por teléfono de los movimientos y composición de las fuerzas. Los de Seguridad y Asalto permanecen acuartelados. Si la Guardia Civil no nos falla…

—Y el pueblo está con nosotros; los representantes del Frente Popular me han ofrecido su apoyo. Y los de la CNT y la FAI, esta vez, están dispuestos a batirse en nuestro favor.

—Señor presidente… Yo me fío más de las fuerzas armadas. No todos los militares van a sublevarse, contamos con muchos dispuestos a mantenerse leales…

—Pero, ya sabes; se plantea lo del espíritu de cuerpo. ¿Qué ha pasado en Marruecos? No hay noticias de que haya discrepancias. Romerales y Morato se han quedado solos por lo visto.

—Aquél es un ejército colonial…

—¿Y qué puede hacerse?

—Yo, señor presidente, lamento insistir, pero si usted consigue que de Madrid nos autoricen a detener a aquellos que figuran en la lista que le entregué, me comprometo a desarticular la conspiración. Pasemos por encima del general Llano de la Encomienda, que se cierra en banda y dice que le han asegurado los jefes de cuerpo que no habrá pronunciamiento. Consiga usted de Casares, puesto que es ministro de la Guerra y presidente del Gobierno, una autorización, y aquí, en Barcelona, no ocurrirá nada, si les detenemos hoy mismo.

—Casares se muestra muy confiado, y teme que de efectuarse esas detenciones fuesen el chispazo que provocara la sedición.

—Entonces, no hay más que esperar…

—¿Y qué fue lo de anoche en el Sindicato del Transporte? Con los de la CNT conviene contemporizar, son gente resuelta y bregada y están con nosotros…

—Señor presidente. Si a los anarquistas se les arma con fusiles, que es lo que pretenden, no me veo con fuerzas ni ánimos para meterles después en cintura. Tienen pistolas y rifles, me consta, de los que cogieron cuando el 6 de octubre, que después escondieron engrasados. Según confidencias poseen incluso algún fusil… Yo no les armaría más. Imagínese que la sublevación aborta y nosotros mismos les hemos armado. ¿Luego, qué? Y si nos lanzamos a la lucha y enfrentamos al ejército las fuerzas de Orden Público, y nos cascamos unos a otros, ¿quién quedará amo del campo?

—Tienes razón. Pero están en buena disposición. Son exaltados pero no mala gente. Nos apoyan. Evitemos los incidentes.

—No habrá incidentes. Lo de ayer fue… señor presidente, hemos de mantener la autoridad y conservar el control de la ciudad.

—Bien, Escofet. La ley está de nuestra parte y debemos mantenemos en la legalidad: ésa es nuestra fuerza moral. De acuerdo. Lo que necesitaría es tener en mi poder toda la documentación del complot y el «rapport» hecho por vosotros. Quiero entregarlo en mano a alguien para que lo lleve a Madrid para intentar una nueva gestión ante el Gobierno. Lo he comentado con Lluhí, también con Moles; Casares está obcecado. Si desarticulamos el golpe en Barcelona, podemos quedarnos tranquilos; habremos cumplido con nuestro deber.

Francisco Gallardo sale de la clínica de la Merced, situada en la calle Ancha. Don Vicente le ha dado de alta de la lesión que sufrió en un dedo de la mano izquierda mientras trabajaba en los talleres. Como la herida no está totalmente cicatrizada, le ha cambiado el vendaje —lo ha hecho Pardiñas, el practicante— y le ha dicho que no se presente a trabajar hasta el martes. En la clínica ha habido escándalo con varios obreros portuarios. Como están en huelga desde hace días, pretenden cobrar del seguro, y don Vicente les acusa de que ellos mismos se manipulan para que las lesiones no se les curen. Es posible que don Vicente tenga razón. Él ha dejado firmada el alta y se ha marchado. Antes de las doce tiene que pasar por las oficinas de la compañía de seguros, porque antes de pagarle le mandarán a recoger la firma del patrono en los recibos. Quiere que su mujer, con el dinero del semanal, compre provisiones, pan sobre todo, porque murmuran que hoy o mañana se van a sublevar las tropas. Que compre un par de botes de leche condensada para el pequeño, que si empiezan los tiros no van a ser pocos, y los tenderos se asustan y cierran sus establecimientos.

Por detrás, apresurando el paso, le alcanza Perramón, con el brazo en cabestrillo, y se pone a caminar junto a él.

—¿Qué, te dieron el papel?

Gallardo se levanta ligeramente el vendaje y le muestra al compañero la herida casi cicatrizada.

—Para el martes.

—Yo tengo aún para quince días o más. ¡Me han hecho ver las estrellas!

Antes de ir a la compañía de seguros a que le arreglen los papeles, pensaba darse una vuelta por el Sindicato Metalúrgico a cambiar impresiones con los compañeros. Perramón saca del bolsillo Solidaridad Obrera. Lee en voz alta el titular de la primera página. «Contra el fascismo, sí; pero también contra cualquier clase de dictadura; porque la dictadura es también el fascismo, la ejerza quien la ejerza».

—¿Qué te parece? Está bueno, ¿eh?

—No he comprado hoy la Soli.

Cuando termine de leerla te la presto. Esto, me supongo que va por los socialistas y compañía. Fíjate: «El proletariado se batirá contra el fascio pero nunca acatará la dictadura, sea del color que sea».

—¿No será por los de la Generalidad…?

—¡Nada, hombre! Ésos son unos desgraciados… Va por los socialistas, seguro, y por los «camaradas». No vamos a sacarles las castañas del fuego; son de cuidado.

—¿Tú sabes que aún anteayer se cargaron en Madrid a un compañero nuestro por lo de la huelga de la construcción?

—Estos días he salido poco; aunque tengo la mano fastidiada he aprovechado para hacer en casa un gallinero. Lo hemos puesto en la galería del patio. Compras tres o cuatro polluelos y con las sobras y un poco que compres de maíz, los alimentas.

—¡Calla! Que esta Navidad habrá pollos para todos. Lo has de ver…

—Por si acaso…

—Ven, te invito a un vaso.

—No, a esta hora no tengo costumbre, no me caería bien el vino.

—Pues vente conmigo al Sindicato de la Construcción.

—Pensaba pasar por el Metalúrgico.

—Vente conmigo. A ver qué nos cuenta Marianet.

Perramón consigue arrastrar a Gallardo al Sindicato de la Construcción que está próximo a la compañía aseguradora en cuyas oficinas debe presentarse. Perramón, que pertenece a los grupos anarquistas de afinidad, está bien relacionado entre ácratas y sindicalistas. Tuercen por la calle de la Carabasa. Comienza a apretar el calor, hay niños jugando por la calle; algunas prostitutas que van a sus compras en bata, despintadas y a la luz del día presentan un lamentable aspecto. Pasa un chico empujando un carretón de mano, y ellos se ven obligados a subirse a la angosta acera.

—Esta mañana, antes de ir a curarme, me han contado lo de anoche. No te puedes fiar de nadie y esos cabrones no juegan limpio. ¡Figúrate! La idea fue de Yagüe, el del Transporte. Oye, lo menos cogieron doscientos fusiles… de los barcos, hombre; asaltaron el Manuel Arnús, el Argentina, Uruguay y Marqués de Comillas. ¿No ves que los fascistas tienen armas por todos los sitios, escondidas y guardadas? Pues nada, que se presenta un tipo de la policía, el jefe, me creo, con unos camiones de Asalto. Y, oye, de pocas se lían a tiros. Lo que pasa es que Durruti y García Oliver se presentaron y pusieron paz. Mira, hay que obedecerles; ellos saben cosas que nosotros ignoramos. Si hemos de andamos ahora peleando, vendrán los fascistas y nos comen vivos. Pero ya les arreglaremos cuentas. Los compañeros se quedaron con algunos fusiles que escondieron, y pistolas, ¡no quieras saber!

—Pero ¿es cierto que hay armas para todos?

—Para todos, no; para muchos, sí.

Le muestra el bulto de una pistola que lleva en el bolsillo, mientras le hace un guiño de complicidad.

Por la calle de Aviñó se encaminan hacia la Vía Layetana; el Sindicato de la Construcción está en la calle Mercaders. La ciudad presenta aspecto normal. Un carro municipal va recogiendo las basuras. Las mujeres bajan a los portales con los cubos y el basurero les gasta las bromas de cada mañana. Pasan junto a una escuela. A través de los balcones abiertos ven a unos pocos niños con delantales listados de azul que cantan la tabla de multiplicar. Los demás están de vacaciones desde los primeros días del mes.

Perramón es un viejo militante; Gallardo siente hacia él cierto respeto, pues le sobrepasa en más de veinte años. Ambos viven en la Barceloneta, de eso se conocen. Perramón tomó parte activa en las luchas obreras de antes de la Dictadura. Estuvo en contra del «Noi del Sucre», a quien consideraba blando, y ahora es enemigo de Pestaña, sindicalista acomodaticio que hasta ha fundado un partido político y es diputado. Cuando nombraron gobernador de Barcelona a Martínez Anido y al general Arlegui jefe de policía, los de los Sindicatos Libres le hicieron la vida tan difícil —a su hermano le aplicaron la ley de fugas— que para salvar el pellejo se alistó en la Legión Extranjera, que acababa de fundarse en Marruecos. Le pegaron un balazo en una pierna y ahora claudica ligeramente al caminar y se ve obligado a calzar botas, que le cuestan caras y en verano le dan demasiado calor. Francisco Gallardo, aunque es joven y los jóvenes van perdiendo las costumbres tradicionales, viste de azul, como metalúrgico que es, y calza alpargatas.

Cruzan la Vía Layetana en las inmediaciones de la catedral. En la plaza donde acaban de edificar el Banco de España y el Fomento del Trabajo Nacional, un charlatán perora rodeado de un grupo de personas que le escuchan. Con palabra habilidosa y torrencial pretende vender a los curiosos unas plumas estilográficas con punta de cristal por el módico precio de seis reales. Perramón se detiene un momento al pasar, pero sigue adelante desentendiéndose de la verborrea comercial.

¿Sabes que las Islas Canarias se han sublevado?

—¿También…?

—Allí está Franco, a ése le conozco. Un tipo de cuidado; no me agradaría que estuviera en Barcelona y tuviéramos que vérnoslas con él. Oye, el tío vale…

—Lo que pasa es que tú eres un militarista…

Gallardo se lo dice bromeando, pero Perramón se pone serio.

—¿Quieres que te confiese una cosa? Ha de haber disciplina. En la lucha, el pueblo pone entusiasmo, pero la disciplina es lo principal. Yo fui cabo, sin presumir, ¿eh?, y si hay un grupo que venga conmigo, yo les diré cómo hemos de actuar. Te voy a dar un consejo, ya ves: a los disparos no hay que temerlos. De cada mil disparos toca uno, y eso nadie lo sabe.

—Si te toca a ti…

—El que lo recibe se jode, naturalmente.

A la puerta del Sindicato de la Construcción los obreros charlan y discuten. Gallardo, que ha visto la hora en el reloj del Banco de España, teme que si entra se le haga tarde. Está sin un céntimo y no desea esperar al lunes para cobrar del seguro.

—Me marcho primero a que me hagan los papeles, y si me queda tiempo pasaré por aquí.

—Entra, hombre, veremos a Marianet, es de lo mejor que tenemos entre los jóvenes. Oye, sin desmerecer a los demás.

—Prefiero que me preparen los papeles; es sábado y habrá muchos a cobrar. Estoy sin un céntimo.

—Como quieras; aquí me encontrarás.

Gallardo regresa hacia la Vía Layetana. A Perramón algunos que le conocen le gastan bromas a causa del brazo en cabestrillo.

—¿Ya te han herido los fascistas?

—Mientras que quede libre la mano derecha…

Se palpa el bolsillo de la chaqueta, les muestra el bulto de la pistola y sonríe enseñando los dientes amarillos.

—Al viejo no le cogerán desprevenido.

—Oye, ¿está arriba Marianet?

—Ha llegado hace un rato. Nos ha contestado, cuando le pedíamos armas, que si las tropas se echan a la calle habrá fusiles.

—Promesas…

—¿Sabéis, muchachos, qué armas tendremos? Las que les arranquemos a los fascistas, y si no se las dejan quitar, las que les cojamos a los «escamots», como cuando Octubre, porque a ésos sí les darán. Bueno, voy para arriba a ver qué hay de nuevo.

El Cuartel de los Docks, en el cual está alojado el Regimiento de Artillería de Montaña núm. 1, ocupa una zona suburbial separada del resto de la ciudad por la estación de Francia y el parque de la Ciudadela. Se comunica, a lo largo de la avenida de Icaria, con la plaza de Palacio, en la cual se halla la Consejería de Gobernación; tampoco está lejos de la Capitanía General, que ahora se llama División Orgánica. Los gasómetros, la estación, y el barrio portuario y marítimo de la Barceloneta, están en sus proximidades. A espaldas del cuartel se extiende una zona industrial que bordea el mar, y la barriada proletaria del Pueblo Nuevo.

Luis López Varela, capitán de la 5.ª Batería, es secretario en Barcelona de la Unión Militar Española. La UME de Barcelona ha sido una de las primeras que se han formado en las distintas guarniciones españolas, y ha funcionado con actividad y eficacia. Ha conseguido agrupar a muchos jefes y oficiales decididos y prontos a la acción. Hace algún tiempo firmaron un documento, en que los representantes de los cuerpos y armas se comprometían a secundar el alzamiento. Mucho ha conspirado la guarnición de Barcelona, pero no ha adoptado suficientes medidas de seguridad y pormenores de la conspiración han ido filtrándose hasta ser conocidos por el enemigo. En el pueblo veraniego de Argentona, en una finca perteneciente al barón de Viver, se reunieron un centenar de conjurados, principalmente militares pero también elementos civiles de los grupos derechistas que se hallan dispuestos a colaborar en el levantamiento, y acudieron representantes de los falangistas. La detención del capitán de los Guardias de Asalto, Pedro Valdés, y de los tenientes del mismo cuerpo, Conrado Romero y Manuel Villanueva, y la ocupación de listas, consignas, teléfonos, y la clave que Valdés tenía en su poder, ha sido un duro golpe. Pero, desde hoy, las tropas permanecen acuarteladas; que vengan y responderán a la fuerza con la fuerza.

Las medidas del Gobierno para contrarrestar la acción a los comprometidos en el alzamiento han sido diversas: cambiar de destino a los oficiales de Asalto sospechosos y sustituirlos por otros adictos, conceder numerosos permisos de verano a la tropa, con lo cual los regimientos han quedado en cuadro. Lo que más temen son las presiones que se están ejerciendo sobre los jefes de la Guardia Civil, y sobre algunos oficiales. Parece ser que al general Aranguren, que manda los tercios de Cataluña, a pesar de que se trata de persona de derechas, le tienen convencido, no sólo para que no se junte a sus hermanos de armas, sino, y eso sería lo más grave, para que se oponga por la fuerza a cualquier intento. En este momento, en el cuartel de la Guardia Civil de la calle Ausias March está celebrándose una reunión de jefes, presidida por los coroneles Escobar y Brotons, para determinar cuál debe ser la posición de la Guardia Civil, si permanecer fiel al Gobierno o sumarse a la causa militar. El acuerdo que se tome en esta reunión pesará mucho en cuanto a decidir la suerte del golpe que va a darse mañana en Barcelona.

Porque la orden de sublevarse mañana domingo 19 de julio, al amanecer, es decir, a las cinco de la mañana, ya ha llegado. A López Varela le han entregado un telegrama: «Mañana recibirá cinco resmas de papel». Y hoy es 18 de julio.

En la sala de estandartes, López Varela se halla reunido con el comandante Fernández Unzúe, que el 6 de octubre cañoneó y asaltó la Generalidad de Cataluña, con el capitán Valero Ocaña, el capitán Sancho Contreras, y algunos otros jefes y oficiales.

López Varela, con cierta emoción disimulada, acaba de leerles a sus compañeros el telegrama que confirma la o den de levantamiento. Todos se han quedado un momento pensativos y en seguida la charla se ha animado, pues este telegrama decisivo ha venido a romper la enervante tensión de la espera. El capitán López Varela es quien lleva la voz cantante.

—¿Qué me decís del coronel?

—No sé, unas veces parece que sí, y otras que no.

—Sospecho que va a inhibirse.

—Sí, ¿pero cómo?

—Rajándose…

—Esta mañana —dice Fernández Unzúe— me ha anunciado que se marchaba a practicar unas diligencias judiciales que le ha ordenado Llano de la Encomienda…

—Lo que hace es quitarse de en medio…

La actitud del coronel del regimiento, Serra Castells, les preocupa, pero sólo hasta cierto punto. No cuentan con él para sacar las baterías a la calle. Están convencidos de que tampoco va a oponerse, por lo menos de manera eficaz.

—Si no toma la iniciativa y el mando, prescindimos de él. ¿Estamos de acuerdo?

Los reunidos asienten. López Varela observa a sus compañeros, les ve resueltos, sabe que van a responder al compromiso, aunque el optimismo de los días pasados ha cedido un poco en vista de los acontecimientos que se vienen produciendo.

—Hay que empezar a actuar. Voy a ponerme en contacto con los jefes de los grupos civiles. En estos días han detenido a muchos paisanos pero conservo los principales enlaces. Me entrevistaré con el comandante Recas, de la Guardia Civil, a ver si nos da buenas noticias de la reunión.

—Eso sería lo mejor…

—Si me permitís —interrumpe un teniente joven— os diré que es lástima esperar a mañana. En Barcelona, convendría actuar por sorpresa. Hay demasiada gente armada, y aunque su combatividad sea dudosa, el número influye. Me han asegurado que la Generalidad está armando a los anarquistas.

Fernández Unzúe le contesta.

—Les tienen más miedo que a nosotros. Armarán otra vez a los «escamots», y con esos me entiendo yo, nos conocemos.

—Sí —dice lentamente López Varela— quizá tienes razón. En nuestros planes estaba previsto que Barcelona se alzara la primera, y apoderarnos de la ciudad y de los centros vitales por sorpresa, después, el general Mola ha dispuesto las cosas de otra manera. Ya veremos qué resulta.

—¡Vaya con el «Director»! Aquí no resultará tan fácil como en Pamplona, Valladolid o Burgos.

—También lo será. En cuanto los cañones comiencen a disparar; no quedará uno. Los de la Generalidad ya han debido preparar por dónde escaparse.

—Que no lo hagan por las alcantarillas, como lo hizo la otra vez Dencás…

—Como le coja a éste, le voy a sentar la mano. No me cae simpático.

—Bien, volvamos a lo nuestro, que cada cual se ocupe de los cometidos que tiene asignados. En general, atención a la tropa, que no se les informe de nada y que en el cuartel procure darse la sensación de normalidad.

Los reunidos se ponen en pie, y los más salen contentos y confiados de la sala de estandartes del Cuartel de los Docks.

Fernández Unzúe se acerca a López Varela.

—¿Has avisado a los demás?

—Sí, lo primero que he hecho ha sido transmitir el telegrama al comandante Mut, y a Lizcano de la Rosa; ellos saben lo que les corresponde hacer.

—¿Y Goded?

—El comandante Mut se ha de encargar de avisar al general…

—¿Cuándo crees que llegará a Barcelona?

—No lo sé. Supongo que primero proclamará el estado de guerra en las Baleares.

—¡Ya debería estar aquí!

En cuanto se abre la puerta uno de los primeros en abandonar la reunión, con el tricornio bajo el brazo y limpiándose el sudor con un pañuelo, es el comandante Recas. Los otros van saliendo detrás, acalorados por efecto de la temperatura y de la discusión. Los más parecen descontentos o decepcionados.

Un oficial, discretamente, se aproxima al comandante Recas. Éste, un poco sorprendido, se detiene. Se quita las gafas y comienza a limpiarlas nerviosamente. Dos oficiales más, de los que estaban fuera, se acercan.

—¿Qué ocurre, mi comandante?

Les observa con sus ojos miopes, tristes, y una chispa entre resignada e iracunda brilla en sus pupilas.

—Todo está perdido… Estos señores tratan de llevarnos al deshonor y a arruinar a la Patria…

El coronel Escobar sale de la sala en compañía del coronel Brotons, que va frotándose las manos. Sus palabras se pierden; a su paso se ha hecho un silencio respetuoso y hostil. Escobar aventaja en estatura a Brotons.

—… Lo contrario sería un disparate…

—Nosotros no podemos mezclarnos en política, nuestro deber es mantener el orden contra quien intente perturbarlo…

Escobar, que parece preocupado y cuyos labios se contraen curvándose ligeramente hacia abajo, observa a su compañero, y calla.

Por delante del cuartel de la Guardia Civil de la calle de Ausias March, en esta calurosa mañana de julio, vecinos y transeúntes pasan sin dar mayor importancia a lo que pueda acontecer en su interior. La Guardia Civil, goza, no precisamente de simpatía, pero sí de prestigio entre los barceloneses y entre los españoles en general. Las amas de casa, entre las cuales se encuentran esposas, hermanas o hijas de los jefes, oficiales y guardias, hacen sus compras en las tiendas de los alrededores, como un sábado cualquiera regatean, comentan, discuten sobre la subida de los precios, sobre los artistas de cine, sobre el calor; sólo muy de pasada algún comerciante aventura una vaga alusión a los rumores que circulan sobre una sublevación del ejército de África. Las familias de la casa-cuartel se muestran a ese respecto reservadas; las mujeres están terriblemente inquietas.

Valencia

Valencia

—Señorita, esa conferencia que tengo pedida con Madrid, es urgente…

—Está sobrecargada la línea, no sé cuándo podré dársela…

—Oiga, ¿está ahí Blanquita?

—¿Blanquita?

—Dígala que se ponga…

A las siete y media, Lucas, de la Federación Socialista valenciana, ha recibido el telegrama que estaba esperando, procedente de Uxda, en el Marruecos francés. «Michèle ingresó clínica, operación difícil, avise papá: Étienne». El telegrama, de acuerdo con la clave convenida, significa que la sublevación en Marruecos se ha producido. Étienne, oficial del ejército francés, miembro de la Comisión de Límites, que pertenece además a los servicios del Deuxième Bureau, se halla en constante relación con los oficiales españoles que le suponen del grupo fascista de Doriot y por tanto simpatizante con ellos. Étienne, es hijo de un socialista español residente en Francia desde hace muchos años. Anteayer, también desde Uxda le advirtió por clave telegráfica que estuvieran alerta pues la sublevación se produciría posiblemente el día 18. Inmediatamente Lucas se trasladó a Madrid para dar cuenta a Largo Caballero y a Wenceslao Carrillo, únicas personas enteradas de sus relaciones con el oficial francés. Largo Caballero, que regresaba de Londres y París, poseía por su parte informaciones al respecto.

—Diga…

—¿Eres Blanquita?

—Sí, ¿qué quieres?

—Aquí Lucas, de la secretaría de la Federación valenciana…

—Dime, dime…

—Necesito hablar inmediatamente con la secretaría general de la UGT de Madrid.

—Te pongo en seguida…

—Gracias…

Ayer, 17, recibió nuevo telegrama de Étienne, confirmándole la fecha, y aunque desde anoche corre el rumor de que las tropas de Marruecos se han sublevado, es ahora cuando tiene confirmación por conducto que sabe infalible.

—Oye, Madrid. ¿Es la secretaría general?

—¿Quién habla?

—Aquí Lucas, quisiera comunicar con…

—Lucas, soy Wenceslao, ¿qué pasa? ¿Querías hablar con «El Viejo»? No ha llegado aún, le estamos esperando; dime…

—Acabo de recibir noticias de Étienne; la cosa está en marcha, del texto deduzco que debe haberse producido una cierta resistencia.

—Aquí también tenemos noticias. Radio Tetuán, la estación militar, ha dejado de emitir hace un momento; ha caído en poder de los facciosos. Parece que Franco ha llegado a Marruecos para ponerse al frente; se han captado noticias de radio Santa Cruz de Tenerife. En Madrid la UGT va a la huelga general, parece que Getafe, Carabanchel y La Montaña están sublevados; se vigilan los cuarteles. Comunicaciones y alimentación continuarán trabajando, nos conviene.

—Acá en Valencia funciona la Alianza Obrera; estamos en buena relación con la CNT y en todo vamos de acuerdo con ellos.

—En Madrid resulta más difícil. La huelga de la construcción les ha enfrentado violentamente con nosotros y la tirantez llegó demasiado lejos… En fin, esperemos que todo marche bien. Yo creo que lo que conviene es que os pongáis de acuerdo con los militares de confianza y que os mantengáis atentos a lo que ocurra en los cuarteles. Cuando venga Caballero, le diré que has llamado y él mismo te telefoneará.

—Aquí espero, en la Regional… Hasta luego, Wenceslao.

—Salud…

El general don Manuel González Carrasco se ha presentado en Valencia hace unas ocho horas procedente de Madrid; la persona que le conducía se equivocó de domicilio, de otra manera se hallaría detenido, como lo fueron anoche, por las fuerzas de Asalto y los agentes de Vigilancia, los capitanes Tió y Latorre.

Desde el amanecer, don Juan Pérez de los Cobos, propietario de la casa en que se ocultan el general y el coronel Barba, que ayer fue conminado por el general de la 3.ª División don Fernando Martínez Monje a que abandonara inmediatamente Valencia, están preocupándose de hallar un nuevo escondite donde todos se sientan más seguros. El coronel don Bartolomé Barba, jefe de la UME, y uno de sus fundadores, se ha trasladado a Valencia desde Madrid.

El día de ayer fue agitado. Dos capitanes de caballería tenían formados en el patio sus respectivos escuadrones con los caballos ensillados con intención de dirigirse a Manises y apoderarse del aeródromo. Tomaron como pretexto hacer ejercicios de tiro; hubo sospechas sobre sus intenciones, y el propio coronel del Regimiento, presionado por militares izquierdistas les obligó a permanecer en el cuartel y reintegrar los caballos a las cuadras. En la plaza de Castelar se formó una ruidosa manifestación del Frente Popular y, en general, en toda la ciudad se respira inquietud y apasionamiento.

La mayoría de la guarnición de Valencia, especialmente la oficialidad joven, está dispuesta a sublevarse. Se cuenta con la colaboración de elementos civiles de la Comunión Tradicionalista, monárquicos, afiliados a la Derecha Regional Valenciana, y falangistas, aunque de éstos, desde que hace una semana asaltaron Radio Valencia, andan muchos encarcelados y otros ocultos.

De acaudillarla sublevación en Valencia iba a encargarse el general Goded, comandante militar de las Islas Baleares, que ha mantenido contacto con la junta de la UME de Valencia.

Considerable ha sido la actividad de los miembros de la junta en lo que va de semana. Primero se trasladaron a Pamplona para entrevistarse con el general Mola y darle un ultimátum de cuarenta y ocho horas. Si en ese plazo el «Director» no iniciaba el alzamiento, la guarnición de Valencia lo haría por su cuenta y riesgo confiando en que las demás guarniciones la secundasen. Grande fue el enojo de Mola ante este conato de insubordinación, pero logró dominarse ante los enviados de la junta valenciana y les mandó que se trasladaran a Madrid a entrevistarse con el coronel Galarza que es quien debía darles las órdenes correspondientes a Valencia. En Madrid, Galarza les comunicó que Marruecos iniciaría la sublevación entre los días 17 y 18 de julio, y que debían mantenerse a la escucha de Radio Tetuán, pero que no perdieran la relación con Barcelona y Cartagena. Otro de los emisarios de la junta ha estado en Barcelona en donde ha averiguado que en el último momento, a petición de las guarniciones catalanas, el Mando ha decidido que el general Goded se haga cargo de la Cuarta División Orgánica, y que el general González Carrasco, que debía dirigir la sublevación en Cataluña, se encargue de la Tercera División, es decir, Valencia. Los emisarios se trasladaron a Palma y se entrevistaron con el propio general Goded, que les confirmó la noticia. Les dijo que se mantendría en contacto con Valencia y que permanecieran a la escucha de Radio Barcelona desde cuyos micrófonos él mismo hablaría. Les recordó sus instrucciones anteriores y se refirió a la posibilidad de una marcha conjunta desde Barcelona y Valencia sobre Madrid.

El teniente coronel Ventura Cabellos, que acababa de llegar de Palma, sin tomarse tiempo para reposar salió en coche para Madrid con el fin de traerse inmediatamente al general González Carrasco, pues las fechas del levantamiento se les estaban echando encima.

Complicados forcejeos le fue necesario sostener con González Carrasco, quien quizá despechado por el cambio de mandos hecho a última hora sin consultárselo, aseguraba que el Gobierno disponía de numerosos aviones concentrados en Getafe y bombardearía a las guarniciones sublevadas y, que en esas condiciones él se negaba a actuar hasta que la artillería de Madrid le anunciara que había neutralizado a la aviación. Los enviados consiguieron que González Carrasco se entrevistara en Madrid con otros conjurados, los generales Fanjul, Saliquet, y García de la Herrán, que acabaron por convencerle de que se trasladase a Valencia, se apoderase de la División, considerando que a Martínez Monje se le tiene por izquierdista y masón, y se ponga al frente de las guarniciones levantinas.

Pérez de los Cobos ha dado con un escondrijo para que se traslade el general y dirija desde allí las operaciones previas a su entrada en la División. Se trata del domicilio de un miembro de la Derecha Regional Valenciana, diputado provincial, don Victoriano Ruiz, exportador de frutas domiciliado en la calle de Caballeros, cerca de la catedral.

El general González Carrasco es andaluz y locuaz; repuesto de la fatiga del viaje y superado el ataque de momentáneo pesimismo que le deprimía, expone animadamente sus planes.

—Me presento en la División acompañado de los coroneles jefes de cuerpo. Ellos se quedan en la antesala; yo entro y le digo, sin más, a Martínez Monje: «Vengo a que me entregues el mando, así lo desean y exigen los jefes de cuerpo. Si lo dudas, sal, están ahí, ellos mismos te convencerán…». La cosa es sencilla, ¿no? ¿Qué va a hacer Martínez Monje si los jefes de los regimientos desacatan su autoridad? Y los del Estado Mayor, ¿están con nosotros? ¿No es así, señores?

El timbre de la puerta ha sonado largo e imperativo. Juan Pérez de los Cobos sale en persona a abrir, la conversación queda en suspenso. Le oyen hablar con alguien, en el recibidor, y comprenden que el emisario es portador de noticias graves.

Se cierra la puerta y Pérez de los Cobos regresa junto a ellos.

—Señores, hemos tenido suerte, pero tenemos que obrar con diligencia. Un policía amigo, corriendo el riesgo que pueden ustedes figurarse, se ha adelantado a prevenirme de que van a presentarse aquí para hacernos un registro. El automóvil en que usted ha venido de Madrid y el trajín de maletas ha llamado la atención y alguien nos ha denunciado. Hemos de marcharnos inmediatamente, es decir, yo me quedaré a fin de dar sensación de normalidad y despistar a la policía.

González Carrasco y el coronel Barba se despiden apresuradamente del señor Cobos, y abandonan la casa. El automóvil que les espera, les conducirá al escondite previsto. Han burlado, por segunda vez, a la policía que marcha sobre sus talones.

Desde el despacho del gobernador civil, puede verse —vigilarse— la División y los cuarteles de la Alameda. El edificio fue convento de la orden del Temple.

Con el gobernador está su hermano y secretario, que ha conseguido desalojar el despacho de los visitantes que lo invadían. A partir de las primeras horas de la mañana ha sido necesario atender a un sinnúmero de personas que venían a dar noticias, a pedirlas, a ofrecer su concurso, a exigir armas y a exponer proyectos para hacer frente a la situación que los alarmistas se complacen en exagerar.

Braulio Solsona permanece tranquilo. Amigo personal y correligionario del jefe del Gobierno y ministro de la Guerra, don Santiago Casares Quiroga, mantiene desde ayer con él frecuentes conversaciones telefónicas y no piensa acatar más órdenes ni atender otras indicaciones que las que reciba directamente del Gobierno. Socialistas y anarcosindicalistas están presionando, casi amenazando, para conseguir que se les entreguen armas. El capitán Uríbarry, que secunda activamente a los extremistas, ha hecho un viaje a Madrid para conseguir del Gobierno la orden de que se arme a las organizaciones obreras UGT y CNT y a los afiliados a partidos del Frente Popular, pero el gobernador le ha frenado con una simple pregunta: «¿Y dónde están las armas?». «En los cuarteles», ha contestado Uríbarry, que es un exaltado. Braulio Solsona, gobernador civil de esta provincia y máxima autoridad dentro de ella, no está dispuesto a tolerar que se ataquen los cuarteles, sería tanto como desencadenar la lucha en Valencia, cosa sumamente arriesgada tal como andan los ánimos entre los elementos más fanáticos de la guarnición.

Casares Quiroga le ha informado de que el Gobierno tiene en su mano los resortes del mando sin dejar de reconocer que el momento es grave. Permanecen leales las guarniciones de la Península y las fuerzas de orden público sin excepción; la escuadra bloquea el Estrecho, y la Aviación, a estas horas, está bombardeando las plazas rebeldes de África.

Por su parte, Solsona le ha dado cuenta de que en Valencia la situación aunque de exagerada tirantez no es en apariencia desesperada, y que las perturbaciones que se están produciendo proceden más de los elementos extremistas de la izquierda que de los de la derecha. Con el general de la División, Martínez Monje, puede contarse, y la mayoría de los coroneles permanecerán leales en caso de que se produjera un conato de sublevación. A través de militares afiliados a la UMRA, y de algunas relaciones personales, él mantiene comunicación con los cuarteles, y se ha informado que si es cierto que existen monárquicos y derechistas en actitud levantisca, hay entre jefes y oficiales, antifascistas convencidos, dispuestos a neutralizarlos. Los falangistas, en Valencia, son escasos; y a raíz del asalto a la emisora de radio, la organización ha sido desmontada y los elementos más peligrosos encarcelados. Don Luis Lucia, jefe de la Derecha Regional Valenciana, es hombre político de actitud templada, contrario a cualquier acción subversiva, y en cuanto a los tradicionalistas carecen en la región valenciana de la fuerza y el vigor que han conservado en otras regiones.

El presidente del Gobierno se ha mostrado de acuerdo con él; mientras no ocurra nada anormal, que se limite a mantener una discreta vigilancia sobre los militares y los derechistas, y que procure tener en mano los resortes del poder, evitando cualquier tipo de incidente con las organizaciones obreras, y que se niegue a proporcionarles armas.

Un ujier entreabre la puerta. En la antesala quedan numerosas personas, incluso militares de uniforme que han venido a ofrecerse y a manifestar su lealtad al Gobierno. Su hermano Jenaro se adelanta hacia el ujier y hablan en voz baja.

Jenaro vuelve junto al gobernador tras de cerrar nuevamente la puerta.

—Está ahí Juan Terradellas, que quiere verte…

—Ése sí, que pase…

Entra sonriente Juan Terradellas alargándole la mano. Solsona se la estrecha amistosamente. Juan Terradellas es un diputado de la Esquerra Catalana; últimamente, con Lluhí Vallescá, actual ministro de Trabajo, dirige en el Parlamento una pequeña minoría que trabaja con independencia de la disciplina de la Esquerra. Se trata de tempestades en un vaso de agua. Braulio Solsona, aunque valenciano de nacimiento, ha vivido gran parte de su vida en Barcelona donde ejercía la profesión de periodista; se considera casi barcelonés.

—Pasaba por Valencia y me ha parecido que debía saludarte y cambiar impresiones.

—¿Vienes o vas?

—Vengo de Madrid, salí de madrugada, continúo viaje a Barcelona…

—Quédate a almorzar conmigo. Aquí no pasa nada.

—¿Has hablado con don Santiago?

—Sí, le advierto muy confiado, casi diría demasiado confiado. En broma, comentó conmigo: «Su paisano está muy asustado», refiriéndose al general Batet…

—¡Ah, Batet! ¿Pues qué le sucede…?

—Que le han destinado a la División de Burgos, ¿te parece poco? Si ha de ocurrir algo, por allá empezará.

—Y hablando de paisanos, ¿estuviste con Moles? Porque supongo que un ministro de la Gobernación es quien debe de estar mejor enterado…

—¿Lo dices en serio? Me pareció algo despistado, porque desde luego las cosas no están como para tranquilizar a nadie. Por eso he dado un rodeo y me he venido por Valencia. Lluhí Vallescá me recomendó que no pasara por Zaragoza, sospecha que el general Cabanellas está comprometido en este lío. Lluhí me pareció ligeramente asustado.

—Es hombre de paz, y ministro de Trabajo…

—Y por aquí, ¿qué…?

—Por el momento no hay problemas. Esta región, tú y lo sabes, se parece a Cataluña. Más me preocupan los de la FAI que los fascistas, porque no los hay apenas, lo mismo que ocurre en Barcelona.

—De los fascistas nada temo; los militares me dan miedo…

Madrid

Madrid

Benjamín Balboa, oficial radiotelegrafista al cuidado de la estación del Ministerio de Marina en la Ciudad Lineal, lleva muchas horas de servicio; el cenicero, sobre la mesa, desborda de colillas. El calor de la mañana comienza a sofocar, pero breves rafaguillas de viento, que rozan las copas de los pinares de Chamartín, traen un perfume y una frescura reconfortantes. Benjamín Balboa para aplacar los nervios lía un nuevo cigarrillo concentrándose en la faena, esforzándose por conseguir una redondez perfecta. De un golpe de lengua, humedece la banda engomada, y con los dedos, amarillos de nicotina, termina la elaboración del cigarrillo.

A la Escuadra se le han dado órdenes de bloquear las plazas sublevadas de Melilla, Larache y Ceuta. De las bases de El Ferrol y Cartagena han zarpado distintas unidades. La Aviación se dispone a bombardear Melilla y Tetuán. La sublevación del ejército de Marruecos puede hacerse abortar; todavía puede ser ahogada. Los jefes más comprometidos escaparán a Tánger y al Marruecos francés; la operación depende de la Escuadra, y lo peligroso es que en los jefes y oficiales no puede confiarse. Casi sin excepción son monárquicos, fascistas, o por lo menos simpatizantes con el movimiento subversivo y por tanto enemigos de la democracia y la República. Es de capital importancia mantener el espíritu vigilante y hacer fracasar cualquier conato de sublevación donde quiera que se presente. Benjamín Balboa ha estado en relación con diversos radiotelegrafistas de las unidades que se dirigen a sofocar el alzamiento rebelde, y hasta el momento en la Armada no se han producido síntomas de sublevación. Los oficiales subalternos, contramaestres, cabos y marinería, mantienen una discreta pero enérgica vigilancia sobre sus jefes y están dispuestos a oponerse y a reprimir, si el caso se presenta, cualquier tentativa facciosa.

España se halla en un momento decisivo, dos fuerzas antagónicas e irreconciliables se hallan enfrentadas, ya ha saltado la chispa; ganarán los más decididos, los más audaces, los más rápidos en tomar decisiones y en ejecutarlas. Benjamín Balboa guarda en el bolsillo una vieja «browning» y tres cargadores, está dispuesto a usarlos si la ocasión lo requiere.

El humo que aspira a pleno pulmón, lejos de calmarle, le excita. Los destructores Almirante Valdés, Lepanto y Sánchez Barcáiztegui, deben hallarse fondeados frente a Melilla, pues han levado anclas en Cartagena con orden de navegar a 30 nudos, y de echar a pique a cualquier buque que se disponga a pasar tropas, a la Península. Pero ¿quién se fía del jefe de la flotilla, el capitán de fragata Bastarreche?

De momento cree que sus oídos le engañan, pero no lo engañan, el texto del mensaje que acaba de trasmitir Cartagena es el siguiente: «Santa Cruz de Tenerife, el 18 a las 7.10. El general comandante militar de las Islas Canarias al almirante jefe de la Base de Cartagena. En radiograma de esta fecha digo al general jefe Circunscripción Oriental de África lo siguiente: Gloria al heroico ejército de África. España sobre todo. Recibid el saludo entusiasta estas guarniciones que se unen a vosotros y demás compañeros Península en estos momentos históricos. Fe ciega en el triunfo. Viva España con honor. Dígolo para conocimiento de V. E. Firmado: Francisco Franco». ¡Ya está! No queda lugar a dudas. El general Franco se ha sublevado en las Canarias y se comunica con los comprometidos en la Península.

—¡Cartagena, Cartagena! Oye, ¿qué es esto? ¿Cómo me pides que lo trasmita? ¿No comprendes…?

—Me limito a cumplir órdenes de la superioridad…

—Cartagena, ¿qué ocurre ahí? ¿Se han sublevado en el arsenal?

La comunicación con Cartagena se ha cortado. Aplasta la colilla contra el cenicero; otras colillas se extienden por la mesa. Benjamín Balboa, se pone en pie. No puede perder un instante, corre hacia el teléfono. Su precipitación es tanta que equivoca el número del Ministerio de la Guerra y tiene que volver a componerlo.

—¿El secretario del señor ministro? Le habla Benjamín Balboa, oficial telegrafista de la estación del Ministerio de Marina de la Ciudad Lineal, comuníquele que es algo importantísimo y de la mayor urgencia, debe informarse inmediatamente al señor ministro…

—Sí, espero…

Tamborilea con los dedos sobre la mesa, se sienta, relee el texto que él mismo ha copiado, vuelve a ponerse en pie.

—Sí, señor. Benjamín Balboa…

—Acaba de recibirse aquí un radiotelegrama firmado por el general Franco desde Tenerife… Le aviso a usted antes de comunicárselo al jefe de la estación, creo que es de la máxima importancia. Lo transmiten desde Cartagena…

—Sí, señor, sí, señor… Se lo leo en seguida.

Mientras lee, procura dar a su voz entonación tranquila. Despacio y claro va pronunciando las palabras. Nota que su propia emoción halla eco al otro extremo del hilo.

—No sé nada más; no creo que en el arsenal se hayan sublevado todavía; el radiotelegrafista se ha mostrado reservado.

—Sí, señor. En seguida… Gracias, gracias…

Benjamín Balboa llama a uno de los ordenanzas y le encarga llevar urgentemente un documento al Ministerio de la Guerra, le manda que busque un automóvil, el que sea; se trata de órdenes personales del señor ministro. Se sienta ante la máquina de escribir y empieza a poner en limpio el texto del telegrama.

Al advertir su agitación, un compañero le pregunta qué ocurre.

—¡Déjame! Ya hablaremos; el general Franco se ha sublevado en Canarias, y en la Península hay guarniciones comprometidas…

Regresa el ordenanza; tras él, precipitadamente entra el jefe de la estación, el capitán de corbeta don Castor Ibáñez, que viene pálido, indignado.

—Un momento, Balboa, ¿por qué se permite usted dar órdenes?

Se vuelve enérgicamente hacia el ordenanza, que se detiene perplejo.

—Usted ¡fuera…! Aquí no se hace nada sin que yo lo mande.

Castor Ibáñez y Benjamín Balboa se quedan frente a frente.

—¡Entrégueme ese papel! Nosotros dependemos del Ministerio de Marina; a quien debemos comunicarle el mensaje, antes que a nadie es al jefe del Estado Mayor del Ministerio, él dispondrá lo que convenga hacer. Ha cometido usted una falta gravísima…

El capitán de corbeta, con el radiotelegrama en la mano, corre hacia una de las cabinas telefónicas.

Balboa se dirige a la centralilla. Él mismo acciona las clavijas ante el estupor del marinero de servicio. El jefe del Estado Mayor, es el almirante Salas, un monárquico convencido. Balboa escucha la conversación. No se equivocaba: el almirante ordena que el mensaje se transmita a todos los buques. La Escuadra va a sublevarse. Balboa se planta decidido frente a la cabina; se palpa el bolsillo.

—Mi capitán, se guardará de cumplimentar la orden del almirante…

—¿Qué dice usted, Balboa? ¿Cómo se atreve?

—Lo que usted oye: se trata de un mensaje faccioso…

—¡Cállese! ¡Queda usted arrestado!

Balboa saca la pistola del bolsillo, la amartilla rápidamente y encañona al oficial.

—En nombre del Gobierno, queda usted detenido.

La pistola le tiembla ligeramente en la mano. El capitán de corbeta Ibáñez mira con furor el cañón de la «browning» dirigido hacia su rostro.

—¡A sus habitaciones…!

El oficial le contempla con ira y desprecio; con rabiosa energía da media vuelta.

Después de encerrarlo, Balboa se guarda la llave y la pistola que conserva amartillada en el bolsillo.

Antes que a nadie, le explica lo ocurrido a Vázquez Seco, jefe de la estación de radiotelegrafistas.

—Los de la guardia, ¿son de confianza?

—Sí, a uno de ellos lo conozco, socialista…

—Bien. Con Gutiérrez también podemos contar…

—Y con Emilio…

—Lo primero que debes hacer es telefonear a la policía y que se lleven detenido al tío ése… ¡Ah!, que el ordenanza o quien sea, vaya inmediatamente con el mensaje al Ministerio de la Guerra; lo están esperando. Encárgate tú, Vázquez, yo voy a intentar establecer comunicación con los barcos. Hablaré con los radiotelegrafistas; que vigilen a los jefes, una cuadrilla de fascistas, que les desobedezcan si es preciso, que les reduzcan, que se los carguen…

El Ministerio de la Guerra ocupa el palacio de Buenavista en la calle de Alcalá esquina a la plaza de la Cibeles y al paseo de Recoletos. Es un gran edificio rodeado de un parque arbolado, y protegido por fuerte verja. Desde el balcón del despacho del ministro se ven el Banco de España, el Ministerio de Marina, la estatua de la Cibeles y el palacio de Comunicaciones. No lejos están el Ministerio de Fomento, el de Instrucción Pública, el de Hacienda y el de Gobernación.

Casares Quiroga, ministro de la Guerra y presidente del Consejo, está sentado en un cómodo butacón con las piernas cruzadas y los brazos apoyados en los del sillón. A pesar del calor, viste americana cruzada de color oscuro. Los ojos negros, vivos, hundidos y febriles, y los párpados que azulean, acentúan su expresión de cansancio.

Frente a él, en otro sillón, uniformado con cuidadosa elegancia militar, don Miguel Núñez del Prado, general de división procedente del arma de Caballería, inspector general de Aeronáutica y director de las plazas del Protectorado. Núñez del Prado es un hombre distinguido cuya energía parece atenuada por sus maneras corteses.

Antes de acudir a la entrevista requerido por el ministro ha tomado, por su parte, las medidas que ha creído necesarias. Durante el día de ayer y tan pronto como le llegaron noticias de la sublevación en África, se ha puesto en comunicación con los jefes de los aeródromos militares para asegurarse su lealtad si la sublevación prende en la Península. El coronel de aviación Ignacio Hidalgo de Cisneros, que por sus ideas políticas goza de su confianza, le ha acompañado a visitar Cuatro Vientos, Getafe y Barajas. De acuerdo con los jefes y aviadores más afectos al gobierno se han tomado las precauciones necesarias. En general, el espíritu de los aviadores es favorable al Gobierno. Esta mañana, y en vista de que el aeródromo de Tetuán ha caído también en poder de los rebeldes, han cursado la orden de que se bombardeen los objetivos de Marruecos. Estos bombardeos no pueden ser eficaces dada la poca idoneidad del material de que se dispone, pero causarán efectos desmoralizadores entre los sublevados, y aún más entre la población indígena. El ejército de Marruecos no dispone de una sola pieza antiaérea, y los pocos «breguet» que hay allí a duras penas pueden volar.

—Lo que debemos procurar, señor ministro, es mantener localizada la sublevación. Si la Escuadra bloquea el Estrecho, con que de cuando en cuando cañonee Melilla, Ceuta y Larache, y la Aviación efectúe algunos raids, con ese castigo, y sabiéndose aislados, caerán en el desánimo y el desconcierto. El que se subleva debe tomar la iniciativa…

—Están llegando al Ministerio malas noticias. El general Franco se ha sublevado en las Canarias, ha lanzado por radio un manifiesto y se ha dirigido a las guarniciones de Marruecos, de la Península, de Baleares.

—En las Baleares está Goded. Mal asunto…

—¿Usted lo cree así, mi general?

—Por favor, continúe, señor ministro; perdóneme que le haya interrumpido…

—También se ha dirigido a las bases navales y a los comandantes de la Escuadra. Acabamos precisamente de interceptar un mensaje… En Barcelona, el presidente Companys y las fuerzas de orden público se mantienen alertas; se sospecha que parte de la guarnición está decidida a sublevarse. En Pamplona, ya lo sabe usted, tenemos a Mola. Al frente de las divisiones de Valladolid y Burgos contamos con dos generales de confianza: Molero y Batet. En Burgos hemos hecho abortar el golpe al detener al general González de Lara. Villa-Abrille, en Sevilla, también nos merece confianza, Madrid no me preocupa demasiado. Galicia, el País Vasco, Murcia y Castilla la Nueva parecen tranquilos. En la guarnición de Valencia se sabe que hay elementos exaltados pertenecientes a la UME, pero he hablado con Braulio Solsona, el gobernador civil, y me ha asegurado que no pasa nada. Zaragoza me inquieta, me consta que Mola se ha entrevistado secretamente con el general Cabanellas aunque el gobernador civil lo niega; Cabanellas es zorro viejo…

—Le conozco bien, no me parece demasiado peligroso… Yo desearía hacerle una observación, señor ministro: usted se refiere a los generales, pero un regimiento quien lo saca a la calle es el coronel, ¿qué se sabe de los coroneles? ¿Y de los comandantes? Le diré más: la compañía obedece a su capitán… Créame, la UME es peligrosa, ha hecho una labor de proselitismo a fondo; la República ha cometido bastantes desaciertos…

—Quizás yo debía haberle consultado a usted, y a algunos generales de probada lealtad. Hace cosa de un mes recibí una carta…

Casares Quiroga se levanta y se dirige a su mesa. Abre uno de los cajones y revuelve papeles.

—… del general Franco, una carta plagada de quejas y sobreentendidos. Me pareció impertinente. Yo, general, no es que sea antimilitarista, pero hay actitudes que me irritan… Quizá debía haberle contestado…

Saca tres folios mecanografiados prendidos con un clip. Se acerca nuevamente al general Núñez del Prado y le entrega la carta.

Mientras el general la lee, Casares Quiroga le observa impacientemente, pero la actitud del general no descubre sus impresiones o sentimientos. Núñez del Prado lee de prisa pero con atención.

Tenerife, 23 de junio de 1936.

Respetado ministro: es tan grave el estado de inquietud que en el ánimo de la oficialidad parecen producir las últimas medidas militares, que contraería una grave responsabilidad y faltaría a la lealtad debida si no le hiciese presente mis impresiones sobre el momento castrense y los peligros que para la disciplina del Ejército tienen la falta de interior satisfacción y el estado de inquietud moral y material que se percibe, sin palmaria exteriorización, en los cuerpos de oficiales y suboficiales. Las recientes disposiciones que reintegran al Ejército a los jefes y oficiales sentenciados en Cataluña y la más moderna de destinos, antes de antigüedad y hoy dejados al arbitrio ministerial, que desde el movimiento militar de junio del 17 no se habían alterado, así como los recientes relevos, han despertado la inquietud de la gran mayoría del Ejército. Las noticias de los incidentes de Alcalá de Henares con sus antecedentes de provocaciones y agresiones por parte de elementos extremistas, concatenados con el cambio de guarniciones, que produce, sin duda, un sentimiento de disgusto, desgraciada y torpemente exteriorizado, en momentos de ofuscación, que, interpretado en forma de delito colectivo, tuvo gravísimas consecuencias para los jefes y oficiales que en tales hechos participaron, ocasionando dolor y sentimiento en la colectividad militar. Todo esto, excelentísimo señor, pone aparentemente de manifiesto la información deficiente que, acaso en este aspecto debe llegar a V. E., o el desconocimiento que los colaboradores militares pueden tener de los problemas íntimos y morales de la colectividad militar. No desearía que esta carta pudiese menoscabar el buen nombre que posean quienes en el orden militar le informen o aconsejen, que pueden pecar por ignorancia; pero sí me permito asegurar, con la responsabilidad de mi empleo y la seriedad de mi historia, que las disposiciones publicadas permiten apreciar que los informes que la motivaron se apartan de la realidad y son algunas veces contrarias a los intereses patrios presentando al Ejército bajo vuestra vista con unas características y vicios alejados de la realidad. Han sido recientemente apartados de sus mandos y destinos jefes, en su mayoría, de historia brillante y de elevado concepto en el Ejército, otorgándose sus puestos, así como aquellos de más distinción y confianza, a quienes, en general, están calificados por el noventa por ciento de sus compañeros como más pobres en virtud. No sienten ni son más leales a las instituciones los que se acercan a adularlas y a cobrar la cuenta de serviles colaboraciones, pues los mismos se destacaron en los años pasados con Dictadura y Monarquía. Faltan a la verdad quienes le presentan al Ejército como desafecto a la República; le engañan quienes simulan complots a la medida de sus turbias pasiones; prestan un desdichado servicio a la Patria quienes disfracen la inquietud, dignidad y patriotismo de la oficialidad haciéndoles aparecer como símbolos de conspiración y desafecto. —De la falta de ecuanimidad y justicia de los poderes públicos en la administración del Ejército en el año 1917, surgieron las Juntas Militares de Defensa. Hoy pudiera decirse, virtualmente, en un plano anímico, que las Juntas Militares están hechas. Los escritos que clandestinamente aparecen con las iniciales de UME y UMR son síntomas fehacientes de su existencia y heraldo de futuras luchas civiles si no se atiende a evitarlo, cosa que considero fácil con medidas de consideración, ecuanimidad y justicia. Aquel movimiento de indisciplina colectivo de 1917 motivado, en gran parte, por el favoritismo y arbitrariedad en la cuestión de destinos, fue producido en condiciones semejantes, aunque en peor grado, que las que hoy se sienten en los cuerpos del Ejército. No le oculto a V. E. el peligro que encierra este estado de conciencia colectivo en los momentos presentes, en que se unen las inquietudes profesionales, con aquellas otras de todo buen español ante los graves problemas de la Patria.

Casares saca una pitillera: se la alarga al general…

—¿Fuma usted?

—No, gracias…

El presidente del Consejo de Ministros y ministro de la Guerra, golpea con el cigarrillo sobre la petaca de plata, se lleva el cigarrillo a la boca y lo enciende. Los dedos de la mano izquierda, que sostienen el cigarrillo, le tiemblan ligeramente.

Apartado muchas millas de la Península no dejan de llegar hasta aquí noticias, por distintos conductos, que acusan que este estado que aquí se aprecia, existe igualmente, tal vez en mayor grado, en las guarniciones peninsulares, e incluso entre todas las fuerzas militares de orden público.

Conocedor de la disciplina, a cuyo estudio me he dedicado muchos años, puedo asegurarle que es tal el espíritu de justicia que impera en los cuadros militares, que cualquiera medida de violencia no justificada, produce efectos contraproducentes en la masa general de las colectividades al sentimos a merced de actuaciones anónimas y de calumniosas delaciones.

Considero un deber hacerle llegar a su conocimiento lo que creo una gravedad grande para la disciplina militar que V. E. puede fácilmente comprobar si personalmente se informa de aquellos generales y jefes de cuerpo que exentos de pasiones políticas, vivan en contacto y se preocupen de los problemas íntimos y del sentir de sus subordinados.

Muy atentamente le saluda, su affmo. y subordinado, Francisco Franco.

Cuando termina la lectura, Núñez del Prado observa al ministro durante un instante; Casares Quiroga se turba.

—Aceptemos los hechos como son: el general Franco se ha sublevado esta mañana. Esta carta no tiene pues contestación. Resulta inútil comentarla; mi opinión es que hubiera sido preferible contestarle algo. Según mis noticias, Franco, que es un hombre muy precavido, no había entrado en la conjura… insisto en que ya es tarde para cualquier deducción o comentario. Guarde esa carta. El descontento de los militares, como clase, como casta que ustedes dicen, es cierto. No voy en este momento a criticar lo que la República ha hecho o ha dejado de hacer.

Núñez del Prado estaba ayer decidido a trasladarse a Marruecos. Conoce el prestigio que tiene dentro del Ejército y al mismo tiempo confía en su capacidad y en sus dotes de mando y persuasión. Comentó con Hidalgo de Cisneros la oportunidad de trasladarse a Marruecos reagrupando allí a los militares leales y con apoyo de elementos civiles de izquierda y las organizaciones obreras, tratar de oponerse activamente a la sublevación antes de que se generalizara; la idea parecía buena y viable. En Cuatro Vientos tiene dispuesto un avión pero al conocerse esta mañana la noticia de que los amotinados se han apoderado del aeródromo de Sania Ramiel, ha tenido que renunciar al vuelo. Se le ocurre tentar parecida suerte en Zaragoza. Cabanellas no es hombre de voluntad, y como masón y republicano, bien puede llegar con él a un acuerdo satisfactorio. Resultará fácil hallar razonamientos que le vuelvan al juicio. En Zaragoza están Monasterio y Urrutia, dos coroneles de Caballería que probablemente van a sublevar el regimiento —buen regimiento el de Castillejos, pero turbulento—. Podría tratar de ponerse al habla con ellos. En el arma de Caballería, Núñez del Prado es conocido y respetado; no van a ser tan locos como para lanzarse a semejante aventura, sin más ni más.

—Señor ministro: podría encargarme de un gestión personal en Zaragoza. Me ha dicho que ha telefoneado a Cabanellas esta mañana y que le parece dispuesto a trasladarse a Madrid a hablar con usted. En Zaragoza cuento con amigos, conozco a Vera Coronel, el gobernador civil; no le considero capaz de tomar medidas capaces de contrarrestar un golpe militar. En conversación con Cabanellas puedo pulsar algunos resortes para convencerle. En el Regimiento de Caballería de Castillejos dispongo de amigos, o de buenos enemigos si usted lo prefiere. Me considero capaz de intentar una gestión; al fin y al cabo no están sublevados.

—Puedo nombrarle por decreto inspector general de la Segunda Zona; de esta manera su visita parecerá normal. Si en el momento de llegar, Cabanellas se hallara ausente de la División por haber emprendido viaje hacia aquí, usted se hace cargo del mando y todo le resultará más hacedero.

—… Puedo estar en Zaragoza a primera hora de la tarde. Tengo dispuesto un aparato; me trasladaré con mi ayudante, el comandante León, y veremos qué es lo que puede hacerse, tanto en el caso de que Cabanellas esté allá como si ha emprendido viaje.

—Si Cabanellas viene a verme, yo le convenzo. Hemos conspirado juntos…

—También conmigo ha conspirado…

El general Núñez del Prado se sonríe, el ministro intenta sonreír sin conseguirlo.

—Yo, señor ministro, juzgo importantísima la baza de Zaragoza. Vamos a suponer que el insensato de Mola se subleve en Navarra, lo considero muy capaz, y que triunfa la sublevación. Mola va a apoyarse en los carlistas, pero en Pamplona apenas hay fusiles, no podrá armar más que a un corto número de paisanos. Si Cataluña se mantiene en la obediencia a la República, y así espero que sea…

—Llano de la Encomienda permanecerá fiel; lo tiene prometido, y el general Pozas asegura que la Guardia Civil de Barcelona tampoco parece dispuesta a meterse en aventuras.

Se hace un corto silencio. El general continúa con voz pausada, reflexionando, como si hablara consigo mismo.

—En Madrid no temo; podría un coronel cometer una tontería, no pasará de cuartelada fácil de sofocar. En Valencia, a Martínez Monje le creo incapaz de dejarse arrastrar a una barbaridad; he hablado con el por teléfono y salvo que algunos oficiales andan soliviantados, el resto de la guarnición permanece tranquila. El recuerdo del 10 de agosto frena muchas impaciencias…

—Sin embargo, mi general, parece que Sanjurjo anda otra vez a la cabeza de la sublevación…

—Sanjurjo no me asusta. Pertenece a la vieja escuela; es lo que ustedes llaman «un militarote», de esos que caricaturiza grotescamente La Traca. Señor ministro, más me preocupan Franco y Goded, y el propio Mola. El general Franco es decidido y cauto en una sola pieza. Que se haya embarcado en esta aventura me da que pensar; medida y combinada debe estar la jugada. Goded es ambicioso —también con Goded he conspirado— e inteligente; buen jefe de Estado Mayor. Mucho me temo que le tengamos en contra; mal enemigo, señor ministro, mal enemigo, créame.

Casares Quiroga enciende nerviosamente otro cigarrillo y se agita en su sillón. A continuación, vuelve a relajarse aunque la pantorrilla izquierda, cruzada sobre la derecha, se agita nerviosamente en el aire.

—En Zaragoza podemos apuntarnos un tanto que les hará vacilar y tentarse la ropa antes de lanzarse a la aventura. Si Mola queda aislado en Navarra, pues Burgos tras de la detención del general González de Lara y de los otros comprometidos parece que está bajo la autoridad de Batet, si la Generalidad y la Cuarta División mantienen el orden de Cataluña, si en Valencia no pasa nada y en Madrid se repite el 10 de agosto, Mola tendrá que replegarse hacia la frontera. Oviedo lo tenemos asegurado con un comandante militar como Aranda; la amenaza de los mineros hará entrar en razón a los alborotadores si los hubiera. En caso de que la sublevación se corriera a la Península, Zaragoza es punto clave. Haré lo que pueda para evitar que el regimiento de caballería se lance a la calle. Cuento dentro del propio regimiento con persona que me pondrá al corriente de lo que ocurre. En el de Infantería de Aragón podemos confiar en el coronel Olivares; menos confianza me inspira el Regimiento 22. En Zaragoza la guarnición pesa…

—Muchos soldados están de permiso…

—Por otro lado la ciudad es hostil; el elemento obrero, muy numeroso, puede servir de contrapeso… En fin…

El general se pone en pie antes de que lo haga el ministro. Casares tiene aún entre las manos la carta del general Franco.

—Le deseo mucha suerte, don Miguel; la República y su Gobierno confían plenamente en usted…

—Gracias, don Santiago, veremos lo que puede hacerse. Quizás, al final, no pase nada. Sublevarse es cosa dura, España es republicana a pesar de que en las elecciones de febrero no podemos negar que las derechas… Bueno, ya no es momento de preocuparse de los votos; ha llegado la ocasión de poner atención a las divisiones orgánicas, a los regimientos, a las compañías…

En la puerta de su despacho, Casares Quiroga despide efusivamente al general que con paso digno atraviesa la antesala, saludando a algunos de los que esperan. Son amigos políticos, diputados, dirigentes de los partidos de izquierda, que vienen a ofrecerse, a inquirir noticias o a darlas.

El ministro habla en voz baja con el ujier, mientras estrecha manos y cruza saludos con unos y otros.

—Si viene el general Riquelme, me avisa en seguida.

Acaba de instalarse en su despacho de la Secretaría general de la Unión general de Trabajadores, situado en la calle Fuencarral. Es también presidente de la casa del Pueblo y de la Agrupación Socialista Madrileña y diputado a cortes por Madrid. Francisco Largo Caballero, uno de los políticos más influyentes y poderosos, es el único que pudiendo movilizar a centenares de miles de trabajadores de las provincias españolas está decidido a hacerlo.

Le acompaña Wenceslao Carrillo, y muchos dirigentes y militantes socialistas están continuamente entrando y saliendo del despacho para comentar la situación, dar noticias, recibir consignas, y procurar por todos los medios conseguir armamento suficiente y eficaz para las milicias socialistas de Madrid. Francisco Largo Caballero no cree en la lealtad de los militares, que insiste en proclamar el presidente del Gobierno y ministro de la Guerra, el republicano Casares Quiroga. Está convencido de que están a punto de sublevarse en la Península, incluso en Madrid. También está convencido de que el Gobierno no dispone de medios suficientes para hacer frente a la sublevación y que de no lanzar a la calle a las milicias socialistas y a las masas obreras, en colaboración con las demás organizaciones izquierdistas, políticas y sindicales, los militares, los monárquicos y los fascistas, se adueñarán del poder. Una lucha a muerte se ha planteado en España; el fracaso de una intentona derechista, la desarticulación del Ejército de clase y de las fuerzas de orden público obedientes a la burguesía y a la reacción, darán ocasión a los obreros de apoderarse de los resortes del mando, o por lo menos de conseguir una posición preponderante en el panorama político español del futuro inmediato. Salvo en Cataluña, Zaragoza, Gijón, quizá Sevilla y en algunos puntos aislados de menor importancia, la Unión General de Trabajadores, es la organización obrera más numerosa, disciplinada y mejor organizada. Desde este despacho puede ordenar su movilización; ya ha comenzado a hacerlo. A pesar de que no sólo en Madrid, sino también en algunas provincias, cuentan con algún armamento, principalmente pistolas, las armas de que disponen son insuficientes para hacer frente a las fuerzas militares, ni siquiera en escaramuzas callejeras y en el interior de las ciudades. Conseguir armas, y mantener alerta en el campo y en las ciudades a los miembros de la UGT, es su labor. El enemigo no es sólo el clero, los militares monárquicos, derechistas o abiertamente fascistas, no son únicamente los falangistas, japistas, carlistas, cedistas y demás, lo son también aquellas fuerzas liberales, republicanos y demócratas que ocupan el Gobierno y que por ceguera, imprevisión o cobardía se niegan a armar al pueblo. Contra ellos ha de librar el primer combate, un combate incruento, político, pero en el cual se verá obligado a volcar coraje y firmeza para reclamar las armas a las que el pueblo tiene derecho. Tendrá que oponerse a las maniobras de los blandos, de los legalistas a ultranza, de los demócratas que temen tanto como a los militares y fascistas, que los socialistas se adueñen de la calle, los verdaderos socialistas… Porque… y ahí está lo que más le preocupa y confunde, entre los militantes socialistas los hay que permanecen ciegos, los hay que creen con ingenuidad culpable que la situación actual puede resolverse políticamente; son quienes desean que nada cambie, los que en definitiva no anhelan en el fondo de su conciencia el verdadero socialismo, el único. Y entre ésos está Indalecio Prieto, que ha conseguido dominar en la ejecutiva del Partido Socialista Obrero Español, y Besteiro, profesor de lógica de la Universidad madrileña. Políticos y no luchadores obreros, son sus más sutiles enemigos.

—Hay que publicar, sin falta, en Claridad un llamamiento a los obreros socialistas para que mañana domingo no abandonen Madrid. Que se abstengan de salir de gira campestre; quiero decir que permanezcan en comunicación con los centros, las agrupaciones, los sindicatos…

—¿Lo publicamos como orden?

—Sí, como orden, y procurando que aparezca también en los demás periódicos. Ese insensato de Casares confía en que no va a ocurrir nada; mis noticias son que van a sublevarse muchas guarniciones, y una militarada se extiende como la pólvora. Los militares izquierdistas no podrán hacer frente a la avalancha, la Guardia Civil se sublevará también; nosotros podemos cerrarles el paso… Y eso sucederá mañana, pasado, en cualquier momento, a menos que no pueda yugularse la intentona de África, que ya empiezo a dudarlo.

—En Tablada hay aviones de bombardeo dispuestos a cruzar el Estrecho, si no lo han hecho ya; la Escuadra se dirige a todo vapor y debe hallarse a estas horas frente a Melilla, Ceuta y Larache.

—¿Y quién se fía de los mandos de la Armada, lo más reaccionario y clasista que hay en el país?

—Pero ahí tenemos infiltrada a nuestra gente más decidida…

—La disciplina cuenta mucho en la Marina… En todo caso, hemos de prevenirnos en todos los lugares; que cada pueblo, que cada ciudad, que cada hombre, estén dispuestos para obedecer y para actuar.

—¿Quiere hablar con Lucas, de Valencia? Demostraba interés en comunicar con usted, y a Valencia debemos cuidarla…

En la provincia de Valencia existen 216 agrupaciones socialistas, algunas tan importantes como las de Alcira, Sueca, Carcagente, Játiva y, desde luego, la capital. En Levante los socialistas son numerosos incluso entre los pequeños propietarios rurales; los antiguos afiliados de la región están asimilando en los últimos años a los decepcionados de aquellos movimientos demagógicos de cepa romántica y pobres de contenido ideológico que alentaron los Soriano y los Blasco Ibáñez.

—Sí, llámeme a Lucas, quiero estar al corriente de lo que ocurre en toda España; de paso le daremos instrucciones y le alentaremos. Si en Zaragoza se sublevan, es importante que Valencia quede nuestra. En Cataluña, nosotros poco podemos hacer, ya se arreglarán los de la Generalidad…

—Si lo hacen como el célebre 6 de Octubre, estamos listos…

—En Barcelona la única fuerza que puede oponérseles a los fascistas son las masas obreras de la CNT. Hemos de ser realistas y plantear las cosas como son. Lo malo es que la Esquerra, partido burgués, el más burgués de los partidos republicanos, les tiene inquina y pánico a los anarquistas.

Francisco Largo Caballero llegó anoche a Madrid procedente de París y Londres en donde asistió a la reunión de la Oficina Internacional del Trabajo. Cuando el tren que le conducía desde la frontera francesa se detuvo en la estación de Villalba, le estaban esperando Carlos Baraibar y algunos militantes de las Juventudes Socialistas Unificadas que le pusieron al corriente de la sublevación militar en Marruecos y de la actitud del Gobierno y dé algunos de los socialistas más influyentes. El Gobierno le pedía que se apeara del tren y se trasladara a Madrid en auto para evitar que, con motivo de su llegada, se organizara una manifestación que diera lugar a desórdenes o incidentes que podían ser fatales dado el nerviosismo existente.

Wenceslao Carrillo le anuncia que van a darle en seguida la conferencia con Valencia, y que ha pedido para después otra conferencia con La Coruña, para que cambie impresiones con el diputado Rufilanchas.

Largo Caballero se ocupa en la redacción de unas notas. Antes de comer quiere entrevistarse con el ministro de la Gobernación, don Juan Moles, diputado y abogado catalán, del cual está convencido no va a conseguir gran apoyo pero a quien se propone intimidar en la medida que le sea posible. A la entrevista asistirá el general Sebastián Pozas, director general de la Guardia Civil, hombre mucho más realista que el ministro y con el cual es fácil entenderse, a pesar de que confía excesivamente en resolver la situación por procedimientos constitucionales.

Suena el timbre del teléfono; Carrillo se pone al aparato.

—¿Es Valencia? ¡Oiga…! ¿La secretaría de la Federación?

—¿Quién llama?

—Wenceslao Carrillo…

—Soy Lucas, ¿algo nuevo?

Caballero se va a poner al aparato…

Largo Caballero alarga la mano y coge el teléfono, su voz es clara y convincente, el tono enérgico y seguro.

—Lucas, ¿todo marcha bien ahí?

—Buenos días, don Francisco… Hace un par de horas he dado cuenta a Carrillo…

—Sí, ya me ha puesto al corriente. Muy bien, ha actuado usted muy bien. Ahora, lo principal es que se pongan en contacto con toda la región, con Alicante, con Castellón, con Albacete. Yo mantengo comunicación directa, pero bueno es que ustedes hagan lo propio. Otra cosa; convendría que se entrevistaran con el general de la División. Le supongo republicano; tantéenle y si les merece confianza su actitud y ven que su posición es firme, obre en consecuencia y de acuerdo con él.

—Algunos regimientos están acuartelados, pero no ocurre nada anormal.

—¿Qué hace el capitán Uríbarry? Dele recuerdos de mi parte… No dejen de movilizar a la gente, estén ustedes encima. Las comunicaciones, mucha atención a las comunicaciones; si los militares se deciden a dar el golpe, que les coja a ustedes prevenidos; perder el control de las comunicaciones sería una catástrofe…

—He hablado con Genovés de Telégrafos, todo está previsto y estaremos encima. La Alianza Obrera funciona en la región. Conmigo están Escandel, Pelufo y Cerezo, de las Juventudes; Parra y Pros, de la CNT, también nos acompañan.

—Bien, Lucas, a ver si la Alianza Obrera funciona verdaderamente como usted y nosotros deseamos…

—Don Francisco, quiero añadir algo más, creo que es importante; un compañero nuestro, capitán de Sanidad, ha sorprendido al salir de una casa, de la casa de un militar monárquico, al general González Carrasco; parece que está aquí para ponerse al frente de los sublevados; ésas son las confidencias que tenemos. Ya está enterado el Comité Militar Republicano y se ha informado al general de la División. La policía le busca y nosotros mantendremos la vigilancia; nos ha parecido muy sospechosa la presencia de semejante elemento. No se tienen confidencias de que se halle en ningún cuartel, y en los hoteles nada saben tampoco.

—Lo principal mientras puedan, es ir de acuerdo con el capitán general de la región. Escuche, Lucas, procure estar al habla con Zaragoza y Barcelona, y también con Cartagena; acabo de hablar con González Mayo y me da seguridades. Confío en ustedes. Salude a todos de mi parte.

—En Valencia nada ha de pasar, estamos prevenidos, aunque no disponemos de los medios necesarios. Se nos niegan…

—Bien, bien. Aquí sucede algo parecido; en el último momento no tendrán más remedio que dárnoslos.

—¡Ojalá sea así…!

—Salud, Lucas y hasta pronto… Muy bien todo…

—Salud…

Francisco Largo Caballero nació en Madrid, en el barrio de Chamberí, el 15 de octubre de 1869, tiene pues en la actualidad sesenta y seis años. Desde niño, se vio obligado a ganarse la vida duramente. En su juventud fue estuquista de oficio; desde el año 1890 pertenece a la Unión General de Trabajadores.

Vigo

Vigo

El viajero lleva como equipaje una pequeña maleta que el botones acaba de cogerle. Cuando en la recepción del Hotel Moderno le preguntan cuál es su nombre, da el de José Pasaván con el cual le inscriben en el registro. El único documento legal de identidad es la cédula personal y no todos los españoles se molestan en procurársela. Como profesión, ha declarado la que puede despertar menos sospechas: viajante de comercio.

El viajero es hombre de aventajada estatura, de aspecto serio, la mirada viva y observadora; viste de oscuro. Cuando le preguntan la edad, sonríe, y declara la verdad. Treinta y dos años; los cumple hoy y le parece de favorable augurio estrenar en estas circunstancias una edad nueva.

—¿Ha preguntado alguien por mí…? Por el señor Pasaván…

—No, nadie… ¿Desea subir a la habitación?

El viajero sube con el botones que le lleva la maleta. Lo primero que ha hecho al llegar a Vigo, ha sido ponerse en contacto con una camarada de la Sección Femenina a quien ha recomendado que procure reunir al mayor número posible de militantes falangistas. Necesita hablar con ellos y transmitirles las órdenes del mando de Madrid de las cuales es portador. Felipe Bárcena, el jefe local, está en la cárcel y con él otros muchos falangistas y son bastantes los que a causa de las persecuciones se ven obligados a permanecer escondidos o han abandonado la ciudad. Algunos, sin embargo, acudirán a la cita; la muchacha se ha puesto inmediatamente en movimiento.

Desde hace algunos días anda recorriendo Galicia con ánimo de reorganizar los cuadros de Falange Española, afirmar los enlaces con los militares comprometidos en el alzamiento y cumplir las órdenes de la Jefatura, que son inducir a los falangistas a secundar el levantamiento tan pronto como se produzca. La señal debe partir de La Coruña, sede de la 8.ª División Orgánica; se proclamará el estado de guerra, cosa que no hará, posiblemente, el capitán general de la región, don Enrique de Salcedo Molinuevo, ni el gobernador militar, general de brigada don Rogelio Caridad Pita, ambos de ideas liberales, sino el coronel don Pablo Martín Alonso, un monárquico sublevado el 10 de agosto de 1932 en Madrid, cuando la «sanjurjada», y que después de sufrir deportación en Villa Cisneros, ha sido amnistiado y repuesto en el escalafón.

Mientras pone en orden sus escasos efectos, el viajero recuerda su llegada a La Coruña hace unos días. No conocía otra persona a quien pudiera dirigirse, que la jefa de la Sección Femenina. Dolores Martínez Romero, y se presentó en su casa. Fue recibido por la madre, quien después de salvada la desconfianza inicial, le confesó que a su hija acababan de detenerla y que estaba en la comisaría de policía. Había que coger el toro por los cuernos, pues estando ausente Canalejo, y desconociendo el paradero del jefe provisional Roldán, sólo Dolores podía ponerle en comunicación con los demás camaradas. Empezó por dirigirse a una bombonería y compró una caja de bombones. En la comisaría alegó que era amigo de Dolores Martínez, que acababa de llegar de viaje y que al enterarse de que se hallaba detenida, le llevaba aquel pequeño obsequio, que de ser posible deseaba entregarle en mano. No tuvieron inconveniente en que se entrevistara con la muchacha, a pesar de que su detención había sido ordenada por Madrid. A Dolores Martínez se presentó con el apellido de Pasaván, pero a medias palabras llegaron a entenderse, y ella le facilitó la dirección de Roldán. Al día siguiente los falangistas coruñeses se reunieron en una buhardilla; allí quedó nombrado nuevo jefe provincial: Raúl Boo Franco.

En El Ferrol y en Santiago de Compostela, ha llevado a cabo gestiones semejantes, eludiendo los peligros que acechaban, pues los falangistas se hallan vigilados en Galicia igual que en el resto de España.

En Vigo va a comenzar la aventura. Vigo es plaza difícil; escasa guarnición militar y densa población obrera, socialista en su mayor parte, con elementos republicanos y galleguistas, e influencias de la masonería. Sin embargo, como en los demás lugares, hay que echarse a la calle y tratar por todos los medios de ganar la partida. La orden del alzamiento no puede demorarse; uno o dos días a lo sumo. En África se ha levantado el Ejército. Aunque los periódicos de la mañana lo silencian, es del dominio público. Por el momento parece que el éxito ha acompañado a la sublevación. El primer round se ha ganado, pues.

Desde el balcón del hotel, al cual se asoma, se descubre la animación de la Puerta del Sol, encrucijada del moderno Vigo, ciudad progresiva y en pleno desarrollo. La mañana está apacible, el cielo despejado, el calor no aprieta todavía.

Por precaución subconsciente se ha cerrado con llave. Suenan dos golpes en la puerta de la habitación; es el mismo botones que le subió la maleta.

—Abajo hay un señor que ha preguntado por usted…

Se pone la americana y se dispone a descender; sin duda es uno de los falangistas que han sido convocados. ¿Y si se tratase de un confidente, dado que la persecución contra la falange gallega ha conseguido descoyuntarla?

El desconocido, un muchacho, pasea por el vestíbulo; parece nervioso. En cuanto le descubre se dirige hacia él sin vacilación.

—¿El señor José Pasaván?

—Sí; soy el camarada José Pasaván.

El viajero ha recalcado la palabra «camarada», al tiempo que miraba a los ojos de su interlocutor.

—Mi hermana me ha avisado de que viniera, que usted quería hablamos…

—Traigo instrucciones del mando; me interesa conocer la situación de los camaradas de Vigo, saber quiénes son los enlaces con el mando militar… Vengo de Lugo, Santiago y La Coruña, donde ya hemos adoptado las medidas oportunas…

—Los camaradas —dice el joven— se reunirán dentro de una hora en el bar Derby. Me han pedido que venga a visitarle a usted… que venga a verte. Me llamo Ramón Núñez Saavedra.

Se miran de nuevo y se sonríen; entonces se estrechan la mano. Núñez Saavedra observa furtivamente hacia la recepción del hotel, y al advertir que nadie le ve, en un movimiento rápido, se cuadra y saluda al viajero con el brazo en alto. Éste contesta con breve ademán.

—¿Puedo decirte una cosa?

—Desde luego…

—He hablado con Tajuelo, con Yáñez y otros camaradas que vendrán al Derby. Tu nombre, no nos aclara nada; es la primera vez que lo oímos, y aquí la policía nos anda sobre los talones.

El viajero sonríe amistosamente al joven falangista.

—Por ahora nada más puedo deciros; me llamaréis Pasaván. Podéis confiar en mí como yo confío en vosotros.

Victoria Carballo Budiño, transporta en una bolsa de lona diez cartones de «lucky strike» que esta mañana le ha entregado un marinero del Northumberland, cliente de la taberna de su marido, próxima a la ribera del Berbés.

Victoria se dirige a su casa; de paso entregará los cartones a un camarero del bar Derby, que se los vende a los señoritos a dos pesetas o a dos cincuenta el paquete, según las mayores o menores facilidades con que puede introducirse el tabaco de contrabando. A ella, en esta sencilla operación, le quedan cien reales, o sea cinco duros de beneficio. Su marido es quien se encarga de tratar con el marinero, un holandés bastante borracho, pues no permite que se entrevisten a solas desde que el marinero se propasó de tal manera que Victoria prefirió confesárselo a su marido, y a pesar de que le quitó mecha a lo ocurrido, la prohibió que continuaran los tratos directos. El marido asiste a la transacción y a solas no les permite ni hablar. Victoria le había consentido tomarse algunas confianzas, pues en esta clase de negocios la familiaridad resulta favorable y porque el marinero, cuyo nombre resulta muy difícil de pronunciar, es alto, fuerte y tiene los dientes muy bonitos. Bebe demasiado aguardiente, sus manos son largas con exceso y, por si fuera poco, es robusto e impetuoso.

La ciudad está animada, circulan camiones cargados de pescado, carros con mercancías diversas, muchos automóviles que claxonan; en los bancos, en las oficinas, en las tiendas entra y sale el público. El sol luce pero el calor no es excesivo. Los hombres la miran, algunos se vuelven a decirle un piropo que a Victoria le complace.

El padre de Victoria, Secundino Carballo, pescador de Bayona, murió ahogado cuando la galerna del dieciséis; apenas recuerda su voz; cuando estaba en casa cantaba, y le han contado que era alegre y vigoroso. Guarda un retrato, una ampliación desvaída, en que su padre, con grandes bigotes, parece un hombre mayor a pesar de que cuando se ahogó era bastante más joven de lo que ahora es su marido.

Al pasar por la calle de Policarpo Sáinz, observa un grupo que comenta apasionadamente un cartel que acaban de fijar en una fachada. Se acerca por curiosidad. El engrudo, todavía fresco, mancha el papel. Es un bando firmado por el alcalde: «La Alcaldía se dirige en estas horas, que la reacción quiere hacer turbias, a la opinión pública…». ¡Bah! Cosas de política. A su alrededor oye comentarios diversos.

—Las tropas amotinadas han atravesado el Estrecho…

—También se han sublevado en Barcelona…

—La escuadra está bombardeando Valencia…

—Mañana, todos a la Casa del Pueblo; en Vigo no triunfará el fascismo…

Lee el final del bando: «… el grito clamoroso que a estas horas vibra en todos los ánimos del país. ¡Viva la República!». Casa Consistorial de Vigo, 18 de julio de 1936.

Victoria sabe leer, pero despacio. Tampoco le parece demasiado interesante lo que pueda anunciar el cartel ése. Esta mañana en la taberna se discutía de política más que otros días. Dicen que en África se han sublevado los soldados, pero África está muy lejos. Un capataz del puerto, que se llama Taboada, y que entiende mucho de política, ha estado comentando que no han de fiarse del jefe de los militares de Vigo, y que deberían de armar al pueblo. A Victoria no le hace gracia; su marido se apuntó a los socialistas y quieren que mañana vaya a un mitin en la Casa del Pueblo; ella no quiere ocuparse los domingos de la taberna y menos a la hora de misa, así es que su marido no podrá ir al mitin y anda enfurruñado. Su marido siente gran respeto por don Apolinar Torres, que manda en la Casa del Pueblo, y que como maestro nacional, es hombre instruido, pero don Apolinar no va a fijarse, entre tantos como habrá en el mitin, si su marido está o no presente. De esos mítines nada bueno puede salir.

—He estado escuchando la radio de Madrid; no ocurre nada grave…

—Pues cuando el propio alcalde confiesa que algo ha sucedido…

—Pero usted, ¿es capaz de entender lo que dice el bando ése?

—Que repartan armas…

—¿Armas? ¿Para qué? ¡Qué tontería!

Una mano la roza el muslo. Junto a ella, un señor con sombrero negro se hace el desentendido pero ha notado que el roce no era casual. El señor del sombrero negro finge leer con interés el bando de la Alcaldía.

Cuando llega al bar Derby descubre a Manuel sentado en uno de los veladores de la terraza. Ésta reunido con un grupo de amigos bebiendo cerveza. Pasa disimulando, pero Manuel, a pesar de que parecía muy interesado en la conversación, la saluda.

—¡Adiós, Victoria…!

No le contesta; Manuel es capaz de contárselo todo a los amigos, porque los señoritos son así, no respetan a las mujeres. Ocurrió poco después de su matrimonio, una tarde que llovía y ella estaba enfadada con su marido porque la noche anterior se presentó en casa borracho. A Manuel le conocía de verle, pero nunca habían hablado. Cuando se ofreció a protegerla de la lluvia con el paraguas, Victoria no malició. En el portal la besó y ella se dejó besar porque Manuel era guapo y cortés y ella estaba enfadada con su marido; pero una mujer, si quiere seguir siendo decente, no debe consentir que la besen demasiado. Aquello fue una equivocación.

Junto al mostrador, leyendo el diario, está el camarero a quien Victoria busca.

—Te traigo diez cartones…

—Dame el paquete, lo vaciaré dentro, que no lo vean los clientes. El dinero no lo tengo ahora, vente mañana y te pagaré los treinta pesos.

* * *

—Oye, ¿la conoces a ésa? Está de miedo…

—Sé cómo se llama…

—Ya me he dado cuenta de que no te contestaba al saludo. Es la mujer de uno que tiene una taberna allá abajo, un tío mal encarado. Con gusto le pondría los cuernos.

Los falangistas, que han sido convocados en el bar Derby, están esperando a un señor, o camarada, llamado Pasaván, que viene de Madrid, según él mismo dice, con órdenes del mando, ¿de qué mando? Porque José Antonio está preso en Alicante, su hermano Femando, Fernández Cuesta y Ruiz de Alda también se hallan encarcelados en Madrid. El nombre de Pasaván nadie lo ha oído pronunciar nunca. ¿Quién puede ser este forastero? Si se tratara de un confidente de la policía no necesitaba rodearse de tanto misterio; en lugar de convocarlos en un café, los detenía como han hecho con otros. Lo mejor es no confiarse demasiado hasta que puedan conseguir informes del forastero, aunque no es mucho lo que saben estos falangistas de Vigo, salvo Enrique Rodríguez Tajuelo, que no ha llegado todavía, y es quien enlaza con los militares.

De todos los reunidos alrededor de una mesa del bar, el único que le ha visto es Moncho Núñez, que le ha visitado en el Hotel Moderno.

—Parece un tío más bien serio, pero me ha caído simpático. Es algo mayor, habla poco.

—¿De dónde será?

—Castellano me pareció, pero no madrileño. No sabría decir; andaluz tampoco lo es.

—Tanto mejor…

—¿Y él se presenta como enviado del jefe, de José Antonio?

—No; aunque sí ha dado a entender que le conoce personalmente. Aludía al «Mando»…

—Yo he estado en Madrid y conozco a muchos de los jefes de vista o de nombre. Pasaván no me suena… Y no puedo creer que a Galicia manden a un escuadrista cualquiera. Por lo menos a algún miembro de la Junta Política.

—¡Hombre! ¡Están presos!

—A mí me ha inspirado confianza… Hablemos, de momento, con prudencia; a él le corresponde poner las cartas boca arriba.

—Dice que viene de Lugo, La Coruña, El Ferrol y Santiago.

—Y hablando de otra cosa, ¿sabéis que el acorazado Jaime I navega hacia Vigo a carbonear?

—¿Cómo lo sabes?

—¡Ah!

—Pues si es cierto, no me da buena espina. Señal que lo mandan a África para atacar a los militares. Sólo falta que todo se venga a tierra…

—¿Y si los marinos se sublevan? Porque los marinos, que son unos caballeros, no van a ponerse a favor de esta gentuza…

—Pues que lo hagan en Vigo, que buenos cañones tiene el Jaime 1.

Cuando el viajero se presenta en la tertulia del Derby, se hace un silencio espectante. Ramón Núñez le presenta a los demás camaradas. No han terminado las presentaciones cuando llega Enrique González Tajuelo. Al camarero, que se aproxima a la mesa, le piden más cervezas; la mañana es calurosa y tienen sed. Uno de ellos le pregunta si tiene tabaco americano de contrabando; el camarero le entrega un paquete de «lucky» con disimulo.

José Pasaván apoya los codos sobre el velador y junta las manos a la altura de la boca, parece que se concentre antes de hablar. Los falangistas están observando.

—Como ya sabéis, vengo de Madrid. La orden que tenemos es colaborar con los militares en cuanto éstos se subleven, que será cuando proclamen el estado de guerra. En Galicia se proclamará primero en La Coruña, en la cabecera de la división, después lo irán haciendo las demás guarniciones. El comandante militar de Vigo…

—Entonces —exclama uno de los falangistas— nuestro papel es de comparsas…

La mirada de Pasaván, penetrante, interrogadora y vagamente irónica se fija en el que acaba de hablar.

—¿Contamos en Vigo con fuerzas suficientes para tomar la iniciativa? ¿Está en Vigo armada y organizada la Falange, como para hacer frente a las fuerzas de orden público, a los partidos de izquierda y a los militantes obreros?

Los falangistas se miran unos a otros en silencio. Pasaván empieza a dominar la situación.

—José Antonio, desde Alicante, ha dado orden de que colaboremos con el alzamiento militar y ha precisado de qué manera deberá hacerse en cada lugar, según la importancia y número de los falangistas que haya. Salvo demostración en contrario, no creo que en Vigo estemos en condiciones de tomar ninguna iniciativa ni de obrar por nuestra cuenta… Vamos a afrontar un momento difícil; es ocasión de colaborar con las fuerzas más o menos afines. Lo que va a plantearse, por el instante, no es nuestra revolución nacional-sindicalista desde luego, pero los momentos que se aproximan son de extrema gravedad y debemos ser realistas.

Desde la muerte de Calvo Sotelo una gran tirantez política domina la ciudad, y esta tirantez se ha intensificado cuando ayer por la tarde empezó a correr la noticia de que las tropas de Marruecos se habían alzado contra el Gobierno. La Alcaldía ha pegado un bando en los principales lugares de la ciudad. Los falangistas reunidos alrededor de un velador de café, toman ciertas precauciones para hablar; los ánimos están excitados y algunos de ellos son conocidos por sus opiniones políticas. La voz de Pasaván es lenta y grave, su actitud prudente. Por la calle pasa un camión con guardias de Seguridad armados de tercerolas. En la mesa contigua, dos señores y un marino mercante discuten de política en tonos escépticos o conciliadores.

Pasaván expone a los reunidos cuál es la situación de la Falange en Galicia, y con cierta discreción les informa de las actividades que le han llevado a Lugo, La Coruña y a otros puntos, y la manera cómo él juzga la situación militar, teniendo en cuenta que Salcedo, general de la División, permanecerá probablemente adicto al Gobierno, y más seguro aún el general Rogelio Caridad Pita, gobernador militar de La Coruña. Por lo que respecta al departamento marítimo, sus informes no son suficientes, pero no hay que perder de vista que los subalternos y la marinería están muy influidos por la propaganda comunista y que las imágenes y aún la lección revolucionaria de El acorazado Potemkin están presentes en la mente de todos.

De Lugo es de donde trae impresión más favorable; salvo contingencias de última hora, cree que la primera línea podrá contribuir con un millar de hombres, que no es poco teniendo en cuenta Jo reducido de la guarnición militar.

En La Coruña han quedado reorganizados los mandos provinciales; en general las falanges gallegas están descoyuntadas, además de los camaradas que se hallan encarcelados, Meleiro está en Portugal y López Suevos retirado en el monasterio de Samos…

—Os agradecería que me informarais sobre la situación local. ¿Cuál es la actitud de la Guardia Civil? ¿Y los de Asalto? Necesito que me digáis quién enlaza con los militares; necesito ponerme en contacto con quien en Vigo esté al frente de la conspiración.

Los falangistas se observan unos a otros con renacida desconfianza. González Tajuelo toma la palabra.

—Así de pronto, no podemos darte muchos datos. Si quieres me pondré en relación y lo consultaré con otros camaradas. Como supondrás, se impone cierta discreción…

—El Ejército está con nosotros —afirma impulsivamente Manuel, que fuma nerviosamente— el comandante Sánchez es un tipo que parece resuelto. Del capitán de Asalto no nos fiamos, y en cuanto a la Guardia Civil la creemos favorable…

—En contra —continúa Yáñez— tenemos a las Juventudes Socialistas, a la CNT, a los comunistas, y también, aunque son menos de temer, a los galleguistas y a los de Izquierda Republicana… Vamos, a casi todos, porque las gentes de derechas, que también las hay en Vigo, no son de acción, ni siquiera los japistas.

—Lo primero que habría que hacer —añade Núñez— es sacar de la cárcel a los falangistas, y conseguir que nos proporcionen fusiles.

Pasaván los observa nuevamente uno a uno: parece que en un instante la desconfianza se esté fundiendo.

—Precisamente es ésa una de las causas por las que necesito ponerme cuanto antes en comunicación con el mando militar; pero debo hacerlo a través de los enlaces de aquí…

González Tajuelo y los otros se miran, como consultándose; la actitud general es de reserva.

—Veremos si consigo averiguar algo. Nosotros no podemos decidir. Los militares son de trato difícil, y estando preso Bárcena…

Después de consultar el reloj de pulsera, Pasaván hace un ademán al camarero.

—Se me está haciendo tarde. Tengo que ir al convento de los padres capuchinos…

—Pero… ¿tú conoces Vigo?

—Pues no. ¿Podéis indicarme, desde aquí, por dónde se va al convento?

Cuando se acerca el camarero, no permiten que pague el forastero. Mientras se levantan de las sillas, Tajuelo se aproxima disimuladamente a Ramón Núñez Saavedra.

—Moncho, ¿por qué no le acompañas tú, y observas?

Despidiéndose de Pasaván, le estrechan uno a uno la mano.

—Oye, ¿y para qué tienes que ir a un convento? ¿No nos harás creer que los frailes guardan las armas?

—Moncho va acompañarte…

—Se trata de una visita particular; me gustaría saludar a uno de los padres que es amigo mío. No me perdonaría si se enterara de que habiendo estado en Vigo no le había visitado…

—Moncho, ¿vas a volver aquí? Nosotros nos quedamos un rato más, es temprano todavía y la mañana está perdida.

González Tajuelo se dirige a Ramón Núñez, le hace señas expresivas, y en un momento, que Pasaván no les oye, añade en voz baja:

—Observa con atención; a ver qué averiguas de éste…

Madrid

Madrid

El ministro de la Guerra se pasa la mano por el rostro; se nota febril y empieza a ganarle la fatiga. Sentado ante su enorme mesa, en este suntuoso despacho, se siente empequeñecido. Las nuevas que se reciben de África son poco tranquilizadoras; la resistencia está siendo dominada y los militares son dueños de las plazas de soberanía y de todo el Protectorado. Aunque los partes son confusos y contradictorios, parece ser que algunos aviones leales han bombardeado Tetuán, pero no se observan reacciones de carácter negativo entre los rebeldes. Las radios, en poder de los sublevados, emiten noticias desconcertantes. En la Península, hasta el momento no ocurre nada, pero todo el mundo está intranquilo como si viviera sobre un volcán. Del Ministerio de Gobernación le han comunicado que de Pamplona se reciben confidencias alarmantes. El comandante de la Guardia Civil, por orden del general Pozas se dispone a concentrar en la capital a los guardias del norte de la provincia y junto con los de la capital van a trasladarse a Tafalla, pues da por seguro que el general Mola, apoyado por los carlistas, se halla presto a sublevarse. Núñez del Prado ha salido en avión para Zaragoza, a ver si pone en claro la actitud del general Cabanellas, que por los informes que se reciben de Zaragoza, también es sospechosa. Tratará de que Cabanellas venga a Madrid, pues el general es persona influenciable. Casares Quiroga está esperando que le pongan en comunicación telefónica con el gobernador civil de La Coruña, Pérez Carballo, amigo personal suyo, un muchacho de la FUE muy inteligente, en cuya competencia y lealtad confía. Casares Quiroga es coruñés y conoce a su gente; lo más probable es que en La Coruña no se altere el orden. Las sublevaciones militares se producen en Cataluña, en Valencia, en Andalucía, acaso en Castilla, pero Galicia no es tradicionalmente sediciosa.

Ha convocado al general Riquelme, que ocupa un cargo en el Ministerio; desea tantearle y estudiar con él, qué podría hacerse en caso de que en Madrid prendiera la sublevación en algunos cuarteles. Le han anunciado que Riquelme está Esperando en la antesala pero desea primero hablar con Pérez Carballo.

Suena el timbre del teléfono.

—Señor ministro, La Coruña al habla…

—¿Es usted, Pérez Carballo?…

—Sí, don Santiago, ¿qué manda usted?

—¿Cómo está ahí la situación?

—Por ahora, tranquilidad. Anoche se hizo un ensayo de movilización popular; sonaron las sirenas del puerto y la gente se echó a la calle…

—¿Dio usted la orden de que se hiciera?

—La verdad que no fui yo, don Santiago, la idea vino de los del Frente Único Antifascista; no me pareció prudente oponerme. Me presionan pidiéndome armas y a eso sí me he resistido. Prefiero que no haya excesiva tirantez. Se han declarado en huelga los metalúrgicos y los estibadores del muelle, pero no se han producido desórdenes. Para la una de la tarde, los sindicatos de la CNT han convocado a un mitin en la plaza de toros.

—Procure usted que no se produzcan desórdenes y que no se hostilice a los militares…

—Mantengo patrullando a los guardias de Asalto; los del Frente Popular, especialmente las milicias socialistas también patrullan, pero su actitud es prudente. Esta tarde pienso convocar a los representantes de los partidos y de las organizaciones obreras para que nombren un comité que mantenga enlace permanente conmigo…

—Procure tener usted la situación en la mano, evite que le desborden.

—Señor ministro, ¿puede darme algunas noticias del resto de España? Aquí corren bulos alarmantes…

—La situación es muy tensa, pero estamos en condiciones de hacer frente a cualquier emergencia que se produzca, donde sea. El Gobierno ha tomado las medidas oportunas, estoy en comunicación constante con los gobernadores civiles y con los generales de las divisiones orgánicas. Hasta el momento todos ellos acatan las órdenes del Gobierno. En Madrid se observa malestar en algunos cuarteles, pero las fuerzas de orden público se mantienen fieles a sus jefes. ¿Qué opina usted de la guarnición de ahí, y en general de la Octava División…?

—Según mis informes, el más peligroso es el coronel del Regimiento de Zamora, un tal Martín Alonso que estuvo deportado en Villa Cisneros cuando lo de Sanjurjo; es un monárquico delirante, creo que hasta fue ayudante de Alfonso XIII.

—He tenido un cambio de impresiones con el general Caridad Pita y me da seguridades de que ahí no se moverá nadie…

—También yo he hablado con él; afortunadamente está influyendo sobre su jefe, que a mi modo de ver es monárquico. Me aseguran los que le conocen que es hombre acomodaticio y poco dado a conspiraciones. Es viejo… A mí, señor ministro, me dan más miedo los de El Ferrol. Estamos bajo el fuego de los cañones de su base naval.

—No lo ponga tan grave; los ferrolanos dispararían a gusto contra La Coruña, pero no les vamos a dar ocasión… Escuche, Carballo, si se produce algo nuevo, póngase en comunicación conmigo. Procure, discretamente, estar al habla con el general Caridad Pita, y con aquellos militares que sean de su confianza. Y sobre todo, evite los incidentes, contróleme a los socialistas, y a los anarquistas, que no me hagan barbaridades ni provoquen a los militares. Que se mantengan en guardia, que den sensación de solidaridad con el Gobierno, pero nada más… Y buena suerte…

—A sus órdenes, don Santiago…

—Salude a su esposa…

A don Santiago Casares Quiroga le tranquiliza saber que su ciudad se mantiene en orden y confía en la capacidad y juventud de su gobernador civil, que él mismo ha nombrado.

Pulsa un timbre, acude el ordenanza.

—Que pase el general Riquelme…

Cuando el general entra, el ministro se pone en pie. El general Riquelme, que es de corta estatura, avanza erguido y con cierta solemnidad; la gorra en forma reglamentaria colocada sobre el antebrazo izquierdo. Usa leguis muy lustrados. Se estrechan la mano y el ministro le muestra un sillón colocado ante su mesa.

—Mi general, le he mandado llamar para cambiar impresiones con usted, que es el único general de división destinado en el Ministerio.

—Usted dirá, señor ministro…

—¿Qué opina de la situación desde el punto de vista militar?

—Señor ministro, usted debe tener referencias más amplias y seguras que las mías. Por lo demás, salvo excepciones, no tengo mucho trato con mis compañeros de guarnición. Mi puesto en el Consejo de Órdenes Militares me mantiene apartado…

—La situación en algunos cuarteles es equívoca. En caso de producirse una sublevación en el cuartel de la Montaña y en los Cantones, ¿cómo actuaría usted para hacerles frente?

—Señor ministro, lo principal es impedir que saquen las tropas a la calle; por mucho que se subleven, si se quedan en los cuarteles, están perdidos. De disponer de artillería lo mejor es cañonearlos; los cañonazos ejercen una influencia desmoralizadora.

—Supongamos que la artillería se subleva también.

—¿Con qué fuerza contamos, entonces? Habría que recurrir a la Guardia Civil y a la de Asalto. Yo, en su caso, señor ministro, y anticipándome a que las tropas salgan a la calle y ocupen los lugares estratégicos y los nudos de comunicaciones, pues si tal sucede el Gobierno tiene la partida perdida, armaría unos batallones de voluntarios, voluntarios que deberían proceder y ser garantizados por los partidos y organizaciones del Frente Popular. A estos voluntarios los encuadraría con oficiales leales, y les daría como mandos a jefes de probada fidelidad a la República…

—De producirse la rebelión, prefiero aplastarla con los medios normales, sin recurrir a los paisanos y sin armarles. Aceptaría su colaboración como meros auxiliares, con las armas de que ellos mismos dispongan, que créame, mi general, no son pocas, desgraciadamente… Sí armamos a los paisanos, se erigirán en amos de la calle y después emplearán las mismas armas para la acción revolucionaria.

—Con franqueza, señor ministro, usted no tiene más que dos opciones, o aumentar sus efectivos con la recluta de voluntarios, que no escasearán, y a los cuales puede armarse con los fusiles que hay en el Parque…, o… esperar los acontecimientos.

—Mi general, gracias por la franqueza con que me ha dado su consejo, le agradecería que se mantenga en relación con el Ministerio; en cualquier momento podemos necesitarle. Por lo que se refiere a la formación de batallones de paisanos voluntarios, y aunque en principio soy contrario a la idea, la expondré a mis compañeros de gabinete y a los dirigentes de los partidos políticos. Únicamente en último extremo echaría mano de tan peligroso recurso.

—Puede usted contar conmigo para lo que sea, estoy a sus órdenes. Me quedaré en el Ministerio y, si me ausento, dejaré mi teléfono a su ayudante. En cualquier momento puede presentarse una situación violenta. Me han informado de que la señal de la sublevación en Madrid, será el estampido de un cañonazo que se disparará desde el Campamento…

—No lo sé, mi general; ojalá no oigamos ese cañonazo…

En la puerta se estrechan la mano y el general Riquelme abandona el despacho del ministro de la Guerra.

Vigo

Vigo

Los falangistas, reunidos alrededor de un velador del bar Derby, han pedido al camarero una nueva ronda de cervezas. Manuel se desentiende de los camaradas que hacen comentarios sobre la visita que acaban de recibir esta mañana y que les inquieta. No conocen al emisario de Madrid: puede tratarse de un agente provocador. González Tajuelo se ha resistido a confesarle que es él, personalmente, quien mantiene el enlace con los militares. La pretensión de Pasaván de ponerse en contacto con quienes dirigen la conspiración en Vigo les ha obligado a desconfiar. De tratarse de un enviado del Gobierno, cualquier imprudencia podría dar al traste con todo. Pasaván parece enterado de cuanto se refiere a la Falange; se ha referido con conocimiento a algunos de los jefes de Madrid; está al corriente de las interioridades y de las órdenes que se han cursado reservadamente. Claro que, después de las detenciones y registros practicados en estos últimos tiempos, la policía debe de estar tan al corriente como ellos mismos de los pormenores de la organización.

Por la acera, Moncho Núñez Saavedra se acerca a ellos sonriente.

—¡Todo aclarado…! —exclama mientras se sienta.

—¿Quién es?

—¡Ah! Eso lo ignoro, pero los capuchinos le han recibido con los brazos abiertos. Al llegar preguntó por el padre Solórzano, con quien por lo visto le une gran amistad.

—¡Eso es satisfactorio! —exclama Juan Yáñez.

—Yo puedo hablar con el capitán Pavón, ahora que el misterio está próximo a aclararse. Supongo que de tratarse de un socialista, o un comunista no le hubiesen recibido tan calurosamente los capuchinos… De todas maneras no nos confiemos más que por etapas y andemos con pies de plomo. Hablaré con Pavón. Tú, Moncho, puedes prevenir en el hotel a Pasaván de que le pasaremos recado.

Burgos

Burgos

El «dodge», matrícula de Madrid, cargado de maletas, envueltas sobre el techo en una lona verdosa, ha cruzado Sarracín espantando caballerías y perros, provocando revoloteo de gallinas, y está alcanzando las primeras casas de Burgos.

El pequeño, que iba adormilado, acaba de despertarse. Están cansados de la alocada carrera que emprendieron cuando a primeras horas de la mañana abandonaron Madrid, carrera que no han interrumpido un instante.

—Aquí sí que hemos de detenemos. No puedo más de pis… Nos conviene tomar algo caliente, y yo necesito telefonear a Nicanora por lo de los canarios.

—Os avisé que aquí nos detendríamos un momento…

—¡Dios mío! ¡Ni que nos persiguieran!

—No nos persiguen, que yo sepa; pero hasta que pasemos la frontera ignoramos lo que puede ocurrir. Tú, que creías que tener siempre el pasaporte en regla era una bobada, ¿qué me dices ahora?

—Me acuerdo del pobre Miguel, ¡hijo mío! ¿Qué hará, encerrado entre ladrones y criminales?

—¡Mamá, mamá! ¿Eso es la catedral de Burgos?

—Sí. ¿Es hermosa, verdad?

Don Juan, con trabajos, corre el cristal para hablarle al chófer.

—Cruzas el puente donde está el arco de Santa María, tuerces a la derecha hacia el Espolón y te detienes en el primer poste de gasolina. Llenas el depósito. Nosotros iremos a cualquier café a tomar algo caliente y un bocadillo.

—Usted, Enriqueta, baje también con nosotros. Tendrá ganas de hacer pis… —dice a la doncella doña María de la Encarnación.

—Cuando termine se reúne con nosotros. No quiero detenerme más de veinte minutos. Procure en el poste de gasolina enterarse de algo; me lo contará luego. Por ahora esto parece tranquilo, ¿verdad?

—Sí, señor, parece tranquilo.

Mientras el automóvil queda repostando, se sientan en un bar; la criada coloca la silla algo retirada.

No es la hora del paseo, sin embargo, bajo los árboles algunos burgaleses deambulan y forman grupos. Junto al puente monta guardia una pareja de Asalto con tercerola. El aspecto de la ciudad es normal; unos obreros que pasan atraen la atención de don Juan; podrían regresar del trabajo.

Algunas mesas están ocupadas por señores de edad que toman su café con leche y no aparentan la menor inquietud.

—Voy a Teléfonos, quiero llamar… Cuando termine de hablar con Nicanora entraré en la catedral a rezar un padrenuestro…

—Anda, vete aprisa, y no te demores. Si no te dan la conferencia inmediatamente, no esperes, telefoneas desde San Sebastián. Y que sea sólo un padrenuestro lo que reces, que lo importante no es la cantidad sino la devoción.

—Enriqueta, ¿dónde está mi mantilla? ¡Ay, Dios!, ¿dónde la habré metido?

De una mesa próxima se levanta un caballero vestido de negro y se les aproxima. Antes de que llegue a ellos, le ha reconocido. Es Gómez, un abogado que le llevó unos asuntos de desahucio; se lo recomendó Hermida, debe ser pues de confianza.

—Don Juan. ¿Usted por aquí? Me alegro de encontrarle.

—¿Qué hay Gómez? ¡Siéntese! Estoy de paso, marchamos a veranear con la familia. ¡Siéntese! Y… cuénteme. Salí esta mañana de Madrid…

La muchacha con el niño se retira prudentemente.

—Enriqueta, vaya a dar una vuelta con el chico. Conviene que estiren las piernas.

—Pues, ¿qué hay por Madrid, don Juan?

—¿Por Madrid? Nada. Que van a sublevarse pero no lo veo claro. Por el momento la chusma se ha adueñado de la calle. El Gobierno asegura que no pasa nada, como siempre; el Tercio se ha adueñado de Marruecos.

—¿Y de Barcelona, se sabe algo?

—Nada concreto. Me dijeron que el Ejército salió a la calle y barrió de dos cañonazos a los de la Generalidad, que salieron corriendo, pero la noticia, desgraciadamente, no está confirmada. Por Madrid corren demasiados bulos; para todos los gustos. ¿Y aquí, qué hay?

—Aquí, todo bien… Ya sabe usted que están en Burgos don Antonio Goicoechea, el conde de Vallellano, Rodezno, en fin, la gente que cuenta en este desdichado país.

—¡Hombre! Me hubiese gustado ver a don Antonio. Pero no puedo detenerme; viajo con la familia.

—Y el general Dávila…

—¡Qué me dice!

—Esta noche ha sido muy agitada. Ahora mismo nos lo estaba contando en esa mesa, un amigo, hermano de un militar metido en el jaleo. Ayer se presentó en Burgos ese desgraciado de Alonso Mallol…

—¿Quién es?

—El director general de Seguridad…

—¡Valiente canalla! ¿Y a qué vino?

—¡Ah! ¿Pero no lo sabe? ¡Menudo revuelo se ha armado! Le mandaba el propio ministro, Moles, ese catalán izquierdoso de las barbas de chivo. Detuvo al general González Lara y a otros militares, a la flor y nata, como quien dice, y los encerró en el cuartel de la Guardia Civil…

—Si están en el cuartel de la Guardia Civil, no hay cuidado…

—Ya se los han llevado… No sabemos adónde. El teniente coronel de la Guardia Civil, un tal Dasca, es un republicano de cuidado.

—Entonces, la cosa está que bufa…

—Espere que le contaré… La desgracia que tenemos aquí es el general Batet, un separatista, se lo aseguro… ¡Imagínese en Burgos un separatista de capitán general!

—¿Separatista? Pero si en Barcelona el 6 de octubre cascó a los separatistas de la Generalidad…

—No pudo evitarlo; y no les disparó más que cuatro cochinos cañonazos, y envueltos en algodón. Yo no estoy seguro de que sea separatista, pero masón y republicano sí que debe serlo. Una calamidad y una vergüenza.

—Los militares son nuestra única esperanza, pero la mayor parte se han vuelto republicanos; los hay acomodaticios. Ellos, a hacer carrera, y no se preocupan más que del escalafón.

—Pero espere, que falta lo mejor; lo sé de buena tinta. A media noche se reúnen con el coronel Gistau en el cuarto de banderas de San Marcial, Cebollino, de caballería, no le digo nada, Gavilán, el coronel de artillería que no me acuerdo ahora cómo se llama, y algunos otros, todos ellos de aúpa, y mandan un par de compañías al cuartel de la Guardia Civil, dispuestos a lo que sea; el teniente coronel de los civiles se achica —aparte de él, la Guardia Civil es de confianza, claro— y entran a ver a los detenidos. Pero, González de Lara, que es un caballero, el comandante Porto y unos capitanes, que son los que estaban detenidos, les dicen que es mejor no armar el lío, que es preferible no ponerse enfrente del Gobierno en acto de insubordinación, que conviene esperar las órdenes del general Mola, que es quien desde Pamplona ha de darlas a toda la Península… Total, que el incidente acaba ahí. González de Lara es un caballero, con mucha visión política. Sacarlos por fuerza era tanto como sublevarse en Burgos, y es momento de andar con sumo tiento.

—Sí, claro… ¿Y para cuándo se espera la orden?

—No sabemos, quizá mañana, según corre el rumor… Alguien me ha asegurado que van a concentrarse en Burgos falangistas de la provincia…

—Pero aquí, ¿también hay falangistas?

—Más bien en la provincia. Les manda un tal Andino, de Briviesca; está en la cárcel con otros. Gentes en general de poca categoría social, pero que con un fusil en la mano pueden ser útiles y dar guerra.

—¿No sabe usted, Gómez? A mi hijo Miguel le han metido en la cárcel… No sé si le han enredado en sus líos los de la Falange. Mi hijo es un exaltado. No estoy tranquilo, no crea…

—Si a usted le parece que puedo intentar algo…

—Se lo agradezco, he dejado encargado a mi primo Enrique, usted le conoció, creo. Está bien relacionado; se trata con todo el mundo, es medio bohemio. Le he entregado cinco mil pesetas, y confío en que pueda sacarlo. Ya sabe usted, Gómez, con dinero todo se consigue.

Esta mañana ha convocado a los distintos jefes de Cuerpo, y ni siquiera se le han presentado. Las tropas, acuarteladas, apenas le obedecen. La situación en Burgos es grave, pero con serlo, más le preocupa la de Pamplona, donde según los informes el comandante militar de la plaza, general Mola, va a sublevarse de un momento a otro con el apoyo de los tradicionalistas. Él no dispone de fuerzas para dominar la insurrección; apenas con un puñado de oficiales leales, que de ninguna manera podrán oponerse con eficacia. En un cuartel, en un regimiento, quien manda es el coronel, y los coroneles están insubordinados contra su autoridad de jefe de la 6.ª División. Anoche requirió al teniente coronel López Bravo para que se encargara de instruir las diligencias contra el general González de Lara y los demás detenidos, y López Bravo, casi abiertamente, declaró que estaba a favor de sus compañeros, que se solidarizaba con ellos. Moreno Calderón, su jefe de Estado Mayor, también se muestra de acuerdo con los insurgentes. A él mismo le han insinuado que subleve la división y proclame el estado de guerra. No lo hará; este movimiento es insensato; prometió fidelidad a la República y esta conspiración huele a monárquica, o por lo menos los monárquicos son quienes demuestran mayor entusiasmo. Nadie se decide a hablarle claro, y aquí, en su despacho de la división, está como aislado. Fidel Dávila —¡otro que tal!— también parece que anda complicado. Por el momento, con la detención y alejamiento de Burgos del general González Lara, del comandante Porto, y de los capitanes Murga y Moral, el ambiente se ha despejado un tanto. Los han conducido a Guadalajara y la maniobra, por lo rápida e inesperada, ha debido deconcertar a los conjurados. El gobernador civil, Fagoaga, es una persona honesta pero ¿hasta qué punto le obedecerá la Guardia Civil y la de Asalto?

Hace poco tiempo que el general don Domingo Batet Mestres fue destinado a mandar la 6.ª División Orgánica, y si aceptó el destino cuando el ministro de la Guerra se lo propuso, fue por espíritu de disciplina. Burgos es una ciudad imposible; está rodeado de enemigos por todas partes. Casares Quiroga se mostraba optimista; «Usted arreglará la situación e impondrá el sentido de la legalidad republicana…». Confidencialmente le han manifestado que el ministro le había ofrecido primero a Riquelme el mando de la 6.ª División, y que éste se excusó. Riquelme, aceptó un destino en el Ministerio de la Guerra, de esos que no comprometen, y él, en cambio, está metido en este lío, en abierto conflicto con sus propios subordinados…

—Mi general, está al teléfono el señor gobernador civil de Pamplona; desea hablar personalmente con usted.

—Póngame la comunicación… Gracias, puede usted retirarse.

—A sus órdenes.

Mientras coge el aparato piensa que algo grave ha debido suceder en Pamplona, algo relacionado con el general Mola, cuando el gobernador civil quiere hablarle personalmente.

—¿Hablo con el general don Domingo Batet?

—Sí, señor, dígame usted…

—Mi general, no le llamo para discutir cuestiones de puntillo, pero aquí están sucediendo graves anormalidades. Esta mañana, el general Mola ha citado en su despacho al comandante Rodríguez Medel de la Guardia Civil, y sin ambages le ha manifestado que él y la guarnición van a sublevarse para salvar a España. Le ha propuesto que se subleve y el comandante se ha negado, naturalmente. Entonces, le ha dicho que lamentaría enfrentar las tropas con los guardias… en fin, ha sido una entrevista sumamente violenta; para mí muy significativa.

—Señor gobernador, la actitud del general Mola me parece vidriosa, a pesar de que me ha dado palabra de que no piensa sublevarse. Por mi parte, no dispongo de medios…

—Mi general, yo desearía que usted hablara con el general Mola, puesto que como a superior jerárquico le debe obediencia. Insisto en lo que le advertí al principio, que no se trata de una cuestión de puntillo o protocolo, ajena a mi manera de ser y ridícula en los momentos graves en que nos encontramos… pero en mi calidad de gobernador civil he llamado al general Mola y le he rogado que se presentara en mi despacho, para plantear claramente la situación y forzarle a definirse, pero el general se niega a acudir al Gobierno Civil pretextando que está muy ocupado. Como usted sabe, mi general, no estando proclamado el estado de guerra, el gobernador es la máxima autoridad de la provincia y es el comandante militar quien debe acudir a mi despacho…

—Sí, señor. Tiene usted razón…

—No se lo tome a mal, pero me sobran motivos para no acudir a la Comandancia. Aquí la situación es confusa y la actitud del general Mola no me inspira confianza.

—Yo hablaré con él y le ordenaré que acuda a visitarle. Haga el favor de comunicarme lo que resulte de la entrevista.

—Mi general, desearía informarle de algo anormal que ha ocurrido en Pamplona, aunque no sea de su incumbencia. Esta mañana han aterrizado en Noain tres aparatos de la base de Getafe; según mis informes tenían órdenes de dirigirse a Los Alcázares a cargar bombas para bombardear las plazas sublevadas de África. He mandado a un capitán de la Guardia Civil a detener a los aviadores y a inutilizar los aparatos porque todo esto me parece más que sospechoso. Hasta el momento todo sigue oscuro; ignoro si mis órdenes se han cumplido. Parece ser que las hélices están en algún cuartel.

—Aquí, en Gamonal, han detenido también a los tripulantes de una avioneta que procedía de Francia. Están ocurriendo sucesos anormales; hemos de confiar en el Gobierno.

—Sí, mi general. Muchas gracias.

—Daré las órdenes oportunas al general Mola; hemos de cumplir todos con la ley, sólo así saldremos adelante de esta situación difícil y comprometida. Adiós, señor gobernador.

—A sus órdenes, mi general.

Le invade la fatiga y la decepción. De un momento a otro, si Dios no hace un milagro, van a sublevarse muchas guarniciones de la Península. Que cada cual cumpla con su deber y obre de acuerdo con su conciencia. Y que Dios les juzgue a todos. Sin colgar el aparato, da orden de que le pongan en comunicación con la Comandancia Militar de Pamplona.

—Aquí el jefe de la 6.ª División; deseo hablar con el comandante militar.

—A sus órdenes, mi general…

—Me comunica el gobernador civil que se ha negado usted a visitarle.

—Mi general, no es que me haya negado, es que me es imposible salir.

—No olvide usted, Mola, que no estando declarado el estado de guerra, el gobernador civil es la única autoridad a quien debe obedecer.

—Le guardo el debido respeto y reconozco su autoridad; pero no puedo abandonar mis ocupaciones. Si a él le urge la entrevista, estoy dispuesto a recibirle aquí.

—Insisto en que es usted quien debe ir a verle…

—Pero, mi general, ¿quiere usted que me maten?

—No dramatice, el señor Menor Poblador es un caballero, le creo incapaz…

—Está muy envenenado el ambiente; créame que no puedo fiarme.

—Mi orden ya la conoce usted, más no puedo decirle; como amigo también le pido que procure suavizar las diferencias.

—Bien, mi general. Adiós.

Podría haberle dicho lo que Menor Poblador acababa de contarle sobre la conversación con el comandante de la Guardia Civil, pero una discusión por teléfono resultaría inútil. Mola puede contestarle dos cosas: sostener que es mentira o insubordinarse abiertamente. En este último caso cualquier comunicación queda rota, y así todavía se mantiene una remota esperanza. Que Mola no le obedece ni obedece al gobernador civil ha quedado demostrado.

El general don Domingo Batet se contempla la laureada de San Fernando que luce sobre el pecho y una gran tristeza se apodera de su ánimo.

Las noticias de que dispone son confusas e inquietantes. La sublevación en África no cabe duda de que, por lo menos en su fase inicial, ha triunfado. Allí está Yagüe, el que en Asturias se mostró tan capaz para operar con sus tropas, allá hay buenos coroneles y un ejército disciplinado. Los generales Romerales y Gómez Morato han sido arrollados. La República, y particularmente este Gobierno del Frente Popular, se ha mostrado impolítico con respecto a los militares, no ha sabido tratarles, darles satisfacciones; claro que son difíciles de tratar, imposibles de satisfacer. Franco está al frente de las fuerzas de Marruecos. Por culpa de unos y otros, la nación camina hacia el desastre, a la guerra civil, porque las izquierdas, y especialmente comunistas, anarquistas y socialistas, se lanzarán a la calle y armas no les faltan. Todo hace crisis, el edificio se cuartea, la disciplina en el Ejército se ha quebrado, los capitanes desobedecen, los coroneles desobedecen, un general no manda a nadie, ni siquiera a los soldados. Aunque se le subleve la división entera él no lo hará. Los militares sirven a la nación y obedecen al poder constituido. Un militar debe colocarse frente a quienes se sublevan, y eso en cualquier circunstancia. Cuando el 6 de octubre de 1934 el Gobierno de la Generalidad de Cataluña se salió de la legalidad, él cumplió con su deber. Companys, que era su amigo, pasó a ser su prisionero. Ahora, hará lo mismo; obedecer al Gobierno, sea éste el que sea. No es quien un general de división para juzgarlo.

Discretamente se asoma Hernando, su ayudante, que al verle meditabundo y distraído, vacila un momento. Por fin, avanza hacia el general.

—Mi general, en la antesala está esperando para ser recibido, el general don Julio Mena que acaba de llegar de Madrid…

—¿Ya está aquí? No le esperaba hasta mañana. Que pase en seguida, no faltaba más.

El general don Julio Mena Zueco, que fue subsecretario del Ministerio de la Guerra, ha sido enviado a Burgos para ponerse al mando de la brigada de infantería en sustitución del general Gonzalo González Lara, detenido ayer y trasladado a Guadalajara.

Cuando entra en el despacho se estrechan la mano. Batet, tras sus gafas, permanece serio, grave; Mena, aparenta estar contrariado.

—He venido por disciplina y porque en estos momentos no nos toca otro remedio que obedecer, pero opino que el Gobierno ha cometido un error, y personalmente, la idea de sustituir a un compañero que ha sido destituido y encarcelado, no me seduce.

—Mire usted, la situación está muy complicada, más de lo que supone. El amigo González de Lara, conspiraba… La guarnición conspira. A usted se le presenta una papeleta. Yo creo que, dada la situación, lo mejor es que no espere a mañana. Esta misma tarde debe usted tomar posesión del mando. Y trate de meterles en vereda, porque de otra manera, no sé adonde vamos a parar. Ayer estuvo aquí el director general de Seguridad. Los informes del Gobierno son pesimistas, pero en caso de producirse una rebelión en la Península están dispuestos a combatirla con todos los medios.

—En Madrid domina el nerviosismo. Corren bulos a cual más alarmante; la Escuadra navega a toda máquina hacia Marruecos, a cortar el Estrecho. ¿Sabe lo de Franco?

—Sí, eso sí. ¿Pero dónde está? ¿En Marruecos? ¿Es él quien ha proclamado el estado de guerra allí?

—El Ministerio de la Guerra parece una olla de grillos. En Madrid aseguran que Carabanchel está sublevado. Hasta el momento, lo cierto es que no ha ocurrido nada. Nervios.

—Anoche se produjo aquí un conato violento. Salieron a la calle dos compañías.

—¡Caray!

—Sublevadas, si hemos de llamar a las cosas por su nombre.

El general Batet revuelve unos papeles que tiene sobre la mesa y coge un oficio que le muestra a Mena.

—Hubo un soldado muerto, por accidente; se le disparó el fusil. Querían liberar a González de Lara y a los otros arrestados. Menos mal que él se portó juiciosamente y se negó a salir…

—Todo esto es insensato. Estamos sobre un volcán; el Gobierno no se da cuenta del descontento general y aún se diría que atiza el fuego.

—¿Quiere creerme? La muerte de este soldado me ha entristecido. Tenía diecinueve años, pertenecía al Sexto Grupo de Intendencia…

El general Batet mira atentamente el oficio separándoselo un poco de los ojos.

—… Se llamaba Abilio Ramos Fuentes, era natural de Vado de Cervera, provincia de Palencia. ¡Ojalá que oficios como éste no haya que firmarlos a centenares, a miles!

Frontera portuguesa

Frontera portuguesa

Han terminado las formalidades aduaneras, que no han sido cortas. Les falta trasponer la barrera, pintada de rojo, amarillo y morado, que a un centenar de metros corta la carretera. Un poco más lejos está la barrera portuguesa.

El coche arranca en dirección a la raya fronteriza.

—¡Qué pesado resulta todo esto!

—Algo ocurre, don Alejandro… Su amigo tenía razón. Aquí en la frontera, precauciones; en el cruce de Ciudad Rodrigo había carabineros, civiles y policía, ¿no se ha dado cuenta de que estaban nerviosos? Y ¿al salir de Salamanca, el guardia aquél, que nos pregunta si veníamos de Madrid? Quizás a estas horas ha estallado ya la sublevación…

—No te digo que no, Mariano… o estará a punto. Lo que más me ha extrañado son aquellas parejas de carabineros a caballo que andaban por los caminos. Parecía que se fueran a concentrar a algún punto de la carretera…

La barrera pintada con los colores republicanos se alza ante ellos. Saluda formulariamente la pareja de carabineros que la acciona y vigila; mío de ellos se agacha a mirarlos.

—Hemos salido de España.

Vuelve a accionar la barrera para hacerla descender. El automóvil, levantando polvo, ha entrado en territorio portugués. El carabinero saca la petaca y le ofrece tabaco a su compañero. Hace un calor pegajoso.

—¿Sabes quién iba en ese coche? No lo dirías nunca…

—¿Quién?

—Don Alejandro Lerroux…

—¡No fastidies!

—Te lo aseguro; le he visto bien… ¿qué te apuestas?

—No me apuesto nada, pero cuando nos releven, por gusto se lo preguntaremos a los compañeros del puesto. Allá ha estado parado un buen rato; habrá presentado el pasaporte.

—Te digo que lo era…

—Pues si ése se larga es señal que va a armarse la gorda.

—Te voy a dar un consejo; lo mejor es no hablar ni palabra de política, no sabemos de qué lado van a caer las cosas.

—Yo, por mi parte, punto en boca.

Las Palmas

Las Palmas

Motoristas, ostensiblemente armados, marchan delante; tras ellos el automóvil a toda velocidad. De trecho en trecho algunos militares apostados vigilan la carretera; el coche aminora la marcha sin detenerse, y a una seña, vuelve a acelerar. El mediodía es caluroso. El capitán Beeb está desconcertado. Los oficiales españoles que le acompañan no son habladores, y desde que ha llegado a las Islas Canarias le rodean los más novelescos misterios.

Cuando hace diez días fue contratado para este viaje, suponía que se metía en una aventura al estilo Pierre Benoit, pero todavía no ha logrado averiguar en qué va a consistir tan apasionante aventura ni cuál pueda ser su riesgo y desenlace. Conducido a tanta velocidad, escoltado por motoristas, acompañado de estos oficiales españoles, tensos y enigmáticos, se siente un poco prisionero. Beeb es un profesional y ha aceptado el riesgo; su misión es «conducir a Tetuán a cierta persona». La cumplirá.

El día 11 despegaron de Croydon, con un tal señor Bolín que fue quien hizo el contrato con la Olley Air Service Company a cuyo servicio trabaja Beeb. Le recomendaron encarecidamente que no aterrizara en territorio español. Entre los escasos pasajeros volaban dos bellas muchachas, lo cual hizo que el viaje resultara más agradable. Se proponía, los días que permaneciera en Canarias, gozar de un clima soportable y del ambiente exótico de las islas, y de la compañía de Diana, la hija de Mr. Pollard, pasajero en este extraño viaje, o de Dorothy Watson, una americana, amiga al parecer de Diana, y que ignora qué papel juega en este enredo. Pero a Beeb le han tenido prácticamente escondido. Visitas misteriosas, traslados, sobresaltos, citas; se ha entrevistado con un general, y sigue sin saber qué ocurre. El señor Bolín se quedó en Casablanca, y las chicas andan divirtiéndose por Las Palmas con dos militares.

El aeródromo es destartalado. En las pistas y el hangar han montado vigilancia algunos soldados. El capitán Beeb está convencido de que se trata de una conspiración, probablemente una sublevación militar, pero no posee suficiente información sobre política española como para averiguar cuál pueda ser el carácter de esta sublevación. La República en España tiene tendencias marcadamente izquierdistas, y por lo que sospecha, por las personas que en Inglaterra han intervenido, y por los demás síntomas que aquí y allá se le manifiestan, debe tratarse de un golpe para derribar a la República, o por lo menos al Gobierno izquierdista. A él no le parece mal, pero su colaboración es puramente profesional: trasladar a Tetuán «a determinada persona». ¿Pero, a quién y por qué causa?

En el campo de aviación, dispuesto para el despegue, está su biplano Dragón Rapide. Ha sonado la hora de comenzar la aventura.

El frenazo del coche les lanza hacia adelante. Los militares, por primera vez, sonríen. Los motoristas se han apartado y echado pie a tierra. Las precauciones parecen exageradas. El mar está brillante, excitado por la brisa del mediodía.

Examina los mandos, las hélices, el motor…

—¿Están llenos los depósitos?

Un mecánico español le dice:

—Todo está listo, nosotros mismos lo hemos preparado.

En efecto, se advierte que el Dragón Rapide está dispuesto para emprender el vuelo. Sólo falta el pasajero. ¿Quién puede ser el misterioso pasajero que mueve tan formidable aparato y del cual todos están pendientes?, todos, incluso el capitán Beeb, piloto profesional y amigo de las aventuras a lo Pierre Benoit.

En la Comandancia Militar se ha recibido el siguiente telegrama: «Coronel Sáenz de Buruaga, jefe ejército África, al general Franco. Dueños absolutos de todas las plazas de Marruecos, agradecemos de corazón el entusiasta saludo, anhelando pronta llegada ponernos sus órdenes. Puede tomar tierra en Tetuán o Larache sin consecuencias. Conviene avise salida y esperamos noticias. ¡Viva España!».

La situación en Las Palmas ha entrado en vías de solución. El gobernador civil continúa encerrado en el edificio; por el momento no es imprescindible asaltarlo o cañonearlo. Lo primordial es apoderarse de la ciudad y de los resortes que la dominan. Después, no tendrá más remedio que rendirse. La proclamación del estado de guerra, que ya se ha hecho, da el mando legal al Ejército y pone en sus manos los medios coercitivos necesarios para meter a la gente en cintura aplicándoles la ley marcial.

Como las noticias que se están recibiendo en la Comandancia señalan que algunos paisanos armados andan patrullando y se ha declarado la huelga general en Puerto de la Luz, así como que hay agitación en Telde provocada por socialistas, comunistas y demás, resulta arriesgado trasladarse por carretera al aeródromo de Gando. Por lo tanto, ha dado órdenes oportunas para que un remolcador le traslade desde el muelle de San Telmo, medio abandonado y poco concurrido, hasta la playa de Gando.

Un oficial del cañonero Canalejas le avisa de que el remolcador España está listo al pie de las escalinatas de San Telmo. Ha llegado el momento de partir. La antesala está llena de jefes y oficiales. Hernández Francés, Fontán, Martínez Fusset y el capitán. García de la Peña le acompañarán. Por tierra una compañía de escolta se traslada a Gando para evitar sorpresas y proteger el aeródromo de posibles agresiones.

En el momento de salir recuerda que su esposa y su hija están en el mismo edificio. ¿Debe o no despedirse de ellas en el instante en que se lanza a tan arriesgada aventura? Un guardia civil, Miró Mestres, le ha servido estos días de escolta personal.

—Suba y diga a la señora que voy a dar una vuelta por ahí, que regresaré pronto.

A la puerta de la Comandancia espera el automóvil. Se coloca al volante un oficial de confianza: Álvaro Martín Bencomo. Un nutrido grupo de jefes y oficiales le rodean; algunos curiosos se mantienen observando a cierta distancia. Los soldados que montan la guardia y vigilan el Gobierno Civil, también observan la escena, los que están más cerca se cuadran. Sube al auto y se pone en pie, tras de él suben los dos ayudantes.

—Nosotros no vamos a luchar por ningún partido político. Nuestra misión, la única, será labrar una nueva España frente a la anarquía, el caos, el desorden y el crimen.

Los reunidos aplauden y el coche arranca. Cuando se aleja, los militares vuelven a entrar en la Comandancia entre animados comentarios.

La inmensa plaza queda casi desierta; sólo algunos transeúntes, curiosos, la cruzan sin detenerse. Los guardias vigilan y los soldados hacen guardia apartados del Gobierno Civil, prácticamente cercado y en la Comandancia. En los mástiles de ambos edificios, a la luz del sol, las banderas ondean bajo el suave viento.

El guardia civil Miró, acaba de decirle a doña Carmen Polo de Franco, que su esposo «ha salido, por ahí», vagamente, y ella siente el ramalazo de la inquietud. Carmencita no ha dormido a pesar de las recomendaciones que le ha hecho.

—¿Adónde se ha ido?

Advierte el desconcierto, la turbación del mensajero. Hace un rato, para despejar la manifestación, los soldados han hecho allí cerca algunos disparos. La agitación es grande en la Comandancia, y aunque los que han subido a visitarla parecen aparentar tranquilidad, descubre cierto nerviosismo que se le ha comunicado.

—¿Va mal la cosa?

El comandante García González entra en aquel momento.

—El general sale ahora mismo para el aeródromo donde tomará un avión que le llevará a Marruecos. Si se asoma puede verle. Va a embarcar en un remolcador en San Telmo.

Se asoma a la ventana, Carmencita se arrima a ella. No se ha despedido. Oye unos aplausos y ve el coche que arranca. El grupo de militares que salieron a acompañarle entra en la Comandancia charlando animadamente.

Está sentado frente a la amplia ventana encarada al mar. Al agitar el vaso casi inconscientemente, tintinea el hielo. Bebe whisky por rutina y porque esta mañana siente un decaimiento que le inquieta. No se trata de ninguna enfermedad con nombre; lo que le está ocurriendo es de origen psíquico, moral. Si alguien afirmara que lo que siente es miedo, lo aceptaría aunque su miedo no es el típico de los cobardes sino un sentimiento difuso, lacerante, melancólico, un miedo entreverado de pereza.

Ante él, al alcance de la mano, un receptor de radio de formas vagamente ojivales. A primera hora de la mañana ha escuchado por la radio el llamamiento lanzado por el general Franco, que por lo visto está en Las Palmas y ha proclamado el estado de guerra. Por inercia, ha oído repetir en cuatro idiomas distintos las mismas frases. Palabrería decimonónica, que apenas ha escuchado. Le agradaría saber qué hay detrás de cuanto ocurre. ¿Una simple militarada? En la Península hasta ahora no parece que suceda nada. Las radios extranjeras han hecho breves comentarios; pero algo grave está sucediendo, y él lo presiente, lo sabe. El bando de Marruecos lo firma también Franco, y sin embargo, esta mañana estaba en la Comandancia de Las Palmas, según se lo ha comunicado por teléfono un amigo que está muy alarmado. Lejos, no sabe dónde, se han escuchado algunos disparos. La criada le ha dicho que en Puerto de la Luz han declarado la huelga general y que los socialistas patrullan por las calles. El amigo que le ha telefoneado dice que a la madrugada se ha entrevistado con el diputado Suárez Morales, quien se muestra partidario de presentar batalla en la calle antes de que los militares se apoderen de la isla.

Vuelve a conmutar el aparato por si Radio Club de Tenerife da alguna noticia. Transmiten los últimos compases del pasodoble Los Voluntarios. Una voz vibrante exclama: «Aquí la Estación EAJ 43, Radio Club de Tenerife, al servicio de España y de la causa que acaudilla el general Franco». Y en seguida, otra vez: «Vamos a dar lectura al bando de proclamación del estado de guerra, que rige para las Islas Canarias desde las cinco horas de la mañana de hoy 18 de julio de 1936». Un toque de clarín le obliga a disminuir el volumen.

Don Francisco Franco Bahamonde, general de división, comandante militar de las Islas Canarias, hago saber:

Que de conformidad con lo prevenido en el artículo 36 y sus concordantes, 7, núm. 12; 9, núm. 3 y 171 del Código de justicia Militar, declaro el estado de guerra en todo el Archipiélago, y en su virtud, ordeno y mando:

Art. l.º Se prohíbe la formación y circulación de grupos de tres o más personas. Los que se constituyan serán disueltos inmediatamente por la fuerza, si desobedecieran o resistieran la primera intimación.

Art. 2.º Queda terminantemente prohibido aproximarse, sin causa justificada, a las líneas de energía eléctrica, conducciones de agua, gas, estaciones telefónicas, cuarteles, polvorines, dependencias militares, establecimientos fabriles e industriales, bancos, hospitales, asilos y cualquier edificio público. Los que lo hicieren lo verificarán individualmente, y si no justificasen la causa de su presencia, serán detenidos en el acto.

Art. 3.º No podrán celebrarse reuniones, manifestaciones, conferencias, espectáculos o cuantos actos supongan reunión pública de personas en número superior a tres, sin permiso previo de mi Autoridad.

Art. 4.º Serán sometidos a mi previa censura, y como requisito indispensable para circular, tres ejemplares de cualquier impreso o documento destinado a publicidad.

Art. 5.º Quedan destituidos los gobernadores civiles y delegados del Gobierno, Ayuntamientos, Cabildos, Mancomunidades interinsulares y cuantas Juntas de cualquier clase dependan de dichas Corporaciones. Los destituidos integrantes de ellas se abstendrán en el desempeño de su cometido a partir del instante de la publicación de este Bando, y la contravención del mismo en este sentido se reputará como suficiente para considerarles incursos en el delito de rebelión.

Con objeto de no dejar desatendidos los servicios y finalidades de aquellos organismos, los Secretarios de ellos conservarán su documentación, atendiendo las necesidades de carácter urgente, hasta tanto se personen ante ellos los representantes de mi Autoridad, quienes lo harán acompañados de las correspondientes instrucciones, a fin de normalizar con toda urgencia y personal civil la vida de dichas entidades.

Art. 6.º Queda prohibido terminantemente el cierre de establecimientos, fábricas, talleres, oficinas y cualquier otra manifestación de actividad. La cesación de ella, la rebaja de salarios concedidos, los pactos que impliquen disminución de los otorgados, la alteración de bases de trabajo, los despidos sin justificación y cualesquiera otras contravenciones, se estimarán como actos sediciosos, ya lo sean aislada o conjuntamente cometidos, y sus autores sometidos a juicio sumarísimo. Del mismo modo se apreciarán las declaraciones de huelga, abandono de trabajo, incitación a aquéllas o a éste, realización de paros y cualesquiera otras actitudes que entorpezcan las jornadas obreras. La comisión de los hechos antes enunciados, motivará el inmediato encarcelamiento de sus autores, juntas directivas, comités y demás personas que, aun sin relieve corporativo, pudieran considerarse como provocadores del movimiento, así como la clausura de las Asociaciones patronales u obreras causantes de tales actos.

Art. 7.º En el plazo de doce horas, a partir de la publicación de este Bando, los tenedores de armas cortas y largas de fuego, sustancias explosivas, armas blancas de usos distintos a los domésticos, agrícolas e industriales, estén o no provistos de licencia, deberán entregarlas en los puestos de la Guardia Civil del domicilio del poseedor, por cuyos comandantes se les refrendará la documentación o les será expedida, en su caso, de acuerdo con las instrucciones que tienen recibidas, procediendo a la recogida, reseña o inventario de las que ocuparan. Pasado este plazo, los tenedores de armas de fuego dentro o fuera del domicilio, serán considerados como rebeldes, y en igual forma los que lo fueren de sustancias explosivas, incendiarias o corrosivas.

Art. 8.º Quedan sometidos a la jurisdicción de guerra y juzgados en procedimiento sumarísimo, todos los autores, cómplices o encubridores de cuantos delitos se previenen contra el orden público en los Códigos Penal Ordinario, de Justicia Militar y Ley de julio de 1933.

Art. 9.º Quedarán a mi disposición, y a mis inmediatas órdenes o a la de los comandantes militares de las Plazas en su caso, todas las fuerzas armadas que dependan de otras Autoridades, teniendo desde este momento las que tuvieran con anterioridad la consideración de fuerza armada. Los funcionarios públicos y demás corporaciones civiles que no presten el inmediato auxilio que mis subordinados les reclamaran para el establecimiento del orden, serán suspendidos en el acto de empleo, cargo y sueldos o gratificaciones anexos, sin perjuicio de las responsabilidades en que incurrieren.

Art. 10.º Serán consideradas como presuntos reos de sedición o rebelión, las personas que se encuentren o hubieren estado en sitio de combate, y asimismo aquellos que fueren aprehendidos huyendo o escondidos, después de haber estado con los estimados como rebeldes o sediciosos y cuantos propalen noticias o informaciones tendenciosas.

Art. 11.º Hasta nueva orden queda prohibido el tráfico por carretera y en el interior de las poblaciones por medio de vehículos de tracción mecánica o animal, ya sean de propiedad particular o de servicio público, excepción hecha de los autobuses, tanto urbanos como interurbanos y tranvías. Los automóviles, motocicletas, bicicletas y demás medios de locomoción que precisaren circular, lo harán previa autorización, que se les será expedida en las respectivas Comandancias Militares.

A los efectos de términos legales, se hace la publicación de este Bando, a las cinco horas del día de hoy.

Las Palmas, 18 de julio de 1936.

Conviene poner mayor atención a este bando; es el instrumento legal por el cual llegará la amenaza, por el cual ha llegado la amenaza. A todos se les tratará como rebeldes.

Días atrás regresó de Madrid. En la capital parecen enloquecidos. Su corresponsal, que es socialista moderado, ha perdido los estribos. Se empeñó en llevarle al cementerio cuando el entierro del teniente Castillo, asesinado por los falangistas. Aquello le pareció trágico. La tormenta ha descargado; no puede jugarse con fuego. Él se quedó un poco apartado, no le gusta tomar parte en actos políticos y menos de naturaleza subversiva, porque aquello también era subversivo. Las Juventudes Socialistas Unificadas, dominadas por los comunistas, desfilaron uniformadas, militarmente, puño en alto al estilo ruso. Estaban Prieto, Lamoneda, el gordo Pedro Rico, alcalde de Madrid, el hermano de Fermín Galán, oficiales de Asalto y guardias, el teniente coronel Mangada y otros muchos. Subversión: las autoridades republicanas han perdido la brújula, se les escapa la autoridad, zarandeados por unos y otros, y eso es gravísimo. Ya se verá en qué para esto. Por la tarde un amigo, también canario, le informó sobre la otra cara de la moneda, el entierro de Calvo Sotelo. El asesinato de Calvo Sotelo, si como afirman los reaccionarios lo mandó alguien desde el Gobierno, fue un error. La vida de un hombre vale poco, y Calvo Sotelo y su política no eran particularmente simpáticos, pero su muerte fue gravísimo disparate, y si ocurrió, como parece más cierto, porque los compañeros de Castillo se desmandaron, también ha existido un fallo por parte de la Autoridad. Los falangistas viven como fieras acosadas: otra fuerza turbia, ilegal, a la que hay que reducir. ¿Hay? Hubiera habido… El que se lo contó no es persona sospechosa de simpatizar con el fascismo. Cuando, a la salida del cementerio, los manifestantes llegaron a la calle Alcalá, esquina a Pardiñas, los guardias de Asalto, que ocupaban una camioneta, echaron pie a tierra y dispararon a mansalva; tres muertos y numerosos heridos. Los mismos periódicos lo confesaron. No es que estos bárbaros tengan razón, pero muchos, muchos españoles se alegrarán oyendo el tremendo articulado del bando, y creerán que a palo limpio se restablecerá el orden.

Tras la música vuelve a leerse la proclama. Podría ser que entre líneas consiguiera sacar algo en claro:

¡ESPAÑOLES!

A cuantos sentís el santo amor a España, a los que en las filas del Ejército y la Armada habéis hecho profesión de fe en el servicio de la Patria, a los que jurasteis defenderla de sus enemigos hasta perder la vida, la Nación os llama en su defensa.

La situación de España es cada día que pasa más crítica; la anarquía reina en la mayoría de sus campos y pueblos; autoridades de nombramiento gubernativo presiden, cuando no fomentan, las revueltas. A tiros de pistola y ametralladoras se dirimen las diferencias entre los bandos de ciudadanos, que, alevosa y traidoramente, se asesinan sin que los poderes públicos impongan la paz y la justicia.

Huelgas revolucionarias de todo orden paralizan la vida de la Nación arruinando y destruyendo sus fuentes de riqueza y creando una situación de hambre que lanzará a la desesperación a los hombres trabajadores.

Los monumentos y tesoros artísticos son objeto de los más enconados ataques de las hordas revolucionarias obedeciendo a las consignas que reciben de las directivas extranjeras, que cuentan con la complicidad o negligencia de gobernadores y monterillas.

Los más graves delitos se cometen en las ciudades y en los campos, mientras las fuerzas de orden público permanecen acuarteladas, corroídas por la desesperación que provoca una obediencia ciega a gobernantes que intentan deshonrarlas. El Ejército, la Marina y demás Institutos armados, son blanco de los más soeces y calumniosos ataques precisamente por parte de aquellos que debían velar por su prestigio.

Los estados de excepción y alarma sólo sirven para amordazar al pueblo y que España ignore lo que sucede fuera de las puertas de sus villas y ciudades, así como para encarcelar a los pretendidos adversarios políticos.

La Constitución, por todos suspendida y vulnerada, sufre un eclipse total; ni igualdad ante la Ley, ni libertad, aherrojada por la tiranía, ni fraternidad cuando el odio y el crimen han sustituido al mutuo respeto, ni unidad de la Patria, amenazada por el desgarramiento territorial más que por regionalismo, que los propios poderes fomentan, ni integridad y defensa de nuestras fronteras cuando en el corazón de España se escuchan las emisoras extranjeras que predican la destrucción y reparto de nuestro suelo.

La Magistratura, cuya independencia garantiza la Constitución, sufre igualmente persecuciones que la enervan o mediatizan y recibe los más duros ataques a su independencia.

Pactos electorales hechos a costa de la integridad de la propia Patria, unidos a los asaltos a Gobiernos Civiles y cajas fuertes para falsear las actas, formaron la máscara de legalidad que nos preside. Nada contuvo la apetencia de poder, destitución ilegal del moderador, glorificación de las revoluciones de Asturias y catalana, una y otra quebrantadoras de la Constitución que, en nombre del pueblo, era el Código fundamental de nuestras instituciones.

Al espíritu revolucionario e inconsciente de las masas engañadas y explotadas por los agentes soviéticos, que ocultan la sangrienta realidad de aquel régimen, que sacrificó para su existencia veinticinco millones de personas, se unen la malicia y negligencia de Autoridades de todo orden que amparadas en un poder claudicante, carecen de autoridad y prestigio para imponer el orden y el imperio de la libertad y la justicia.

¿Es que se puede consentir un día más el vergonzoso espectáculo que estamos dando al mundo?

¿Es que podemos abandonar a España a los enemigos de la Patria, con un proceder cobarde y traidor entregándola sin lucha y sin resistencia?

¡¡Eso no!! Que lo hagan los traidores, pero no lo haremos quienes juramos defenderla.

Justicia e igualdad ante la Ley os ofrecemos. Paz y amor entre los españoles. Libertad y fraternidad exentas de libertinaje y tiranía. Trabajo para todos. Justicia social, llevada a cabo sin enconos ni violencias y una equitativa y progresiva distribución de riqueza sin destruir ni poner en peligro la economía española.

Pero, frente a eso, una guerra sin cuartel a los explotadores de la política, a los engañadores del obrero honrado, a los extranjeros y a los extranjerizantes, que directa o solapadamente intentan destruir a España.

En estos momentos es España entera la que se levanta pidiendo paz, fraternidad y justicia; en todas las regiones, el Ejército, la Marina y fuerzas de orden público se lanzan a defender la Patria. La energía en el sostenimiento del orden estará en proporción a la magnitud de las resistencias que se ofrezcan.

Nuestro impulso no se determina por la defensa de unos intereses bastardos, ni por el deseo de retroceder en el camino de la Historia, porque las Instituciones, sean cuales fueren, deben garantizar un mínimum de convivencia entre los ciudadanos que, no obstante las ilusiones puestas por tantos españoles, se han visto defraudados, pese a la transigencia y comprensión de todos los organismos nacionales, con una respuesta anárquica cuya realidad es imponderable.

Como la pureza de nuestras intenciones nos impide el yugular aquellas conquistas que representan un avance en el mejoramiento político-social, y el espíritu de odio y venganza no tiene albergue en nuestros pechos, del forzoso naufragio que sufrirán algunos ensayos legislativos, sabremos salvar cuanto sea compatible con la paz interior de España y su anhelada grandeza, haciendo reales en nuestra Patria, por primera vez, y por este orden la trilogía FRATERNIDAD, LIBERTAD E IGUALDAD.

Españoles: ¡¡¡VIVA ESPAÑA!!!

¡¡¡VIVA EL HONRADO PUEBLO ESPAÑOL!!!

Enciende un largo cigarro y aspira el humo. El tabaco le sabe amargo como si el perfume se hubiese evaporado. Apura de un solo trago el vaso de whisky. Le ha parecido oír, a lo lejos, el tableteo de una ametralladora. Quizá sus sentidos empiecen a engañarle.

Gando

Gando

Un remolcador se aproxima a la playa. La mar está encalmada, la suave brisa apenas consigue rizarla. Los militares que esperan en el aeródromo se agitan emocionados.

—¡Ahí están…!

El capitán Beeb comprende que ha llegado el momento, todo está a punto. Las precauciones que observa en el aeródromo si por un lado le tranquilizan, en cierta medida también le inquietan. Desea levantar el vuelo de una vez.

Un bote a remos vara en la playa. Descienden unos marineros con los pantalones remangados. A las espaldas de unos de ellos, se encarama un hombre vestido de oscuro. Los militares que le acompañan desembarcan a la espalda de otros marineros. No quieren mojarse y la barca, debido al escaso fondo de la playa, no ha podido varar en seco.

Al tomar pie sobre la arena seca, el hombre vestido de oscuro se arregla la ropa y avanza decidido. Los militares le siguen; los que llegaron con Beeb se adelantan y se cuadran. Es un señor joven, de cabello oscuro y rizoso, no muy alto de estatura y enérgico de movimientos. Viste de gris, muy oscuro, con americana cruzada. Estrecha las manos de algunos de los militares que le esperaban. Uno de ellos le dice:

—Mi general, el aviador…

El hombre vestido de oscuro se adelanta hacia Beeb, mirándole a los ojos, y resueltamente le estrecha la mano.

—Soy el general Franco.

Todo sucede muy aprisa. Juntos se dirigen al aparato. Le presentan a un aviador español, Villalobos, que les acompañará. Sube el general a la cabina con una pequeña maleta; detrás lo hace su ayudante, que venía en el remolcador. Los demás, agrupados, se hacen a un lado. El general dice algo a los del grupo que le vitorean. La hélice se pone en marcha; detrás de él, una voz le dice:

—En marcha hacia Casablanca.

El funcionamiento es perfecto. El reloj de a bordo marca las dos y diez minutos.

El biplano despega sin dificultad y se aleja mar adentro.

Sevilla

Sevilla

En la plaza de Ponce de León, junto a Santa Catalina, una patrulla de paisanos monta guardia.

—¿Sabéis si está Martínez en el Centro?

—Sí; desde ayer no se ha movido… Y ¿qué hay por Triana?

—Allá bien, ¿y por aquí?

—Tranquilos…

—Salud…

En la calle de Santiago la gente habla de balcón a balcón, de puerta a puerta. La de López Pinto es una plazuela cerrada por tres de sus lados. Formando grupos charlan numerosos obreros; muchos de ellos están en paro forzoso. Van pobremente vestidos y calzan alpargatas. En la parte derecha de la plazuela, una antigua casa de aspecto señorial alberga la sede del Partido Comunista. Una bandera roja de pequeño tamaño cuelga del mástil.

En el zaguán un joven sentado en una silla de enea monta guardia con un rifle entre las piernas.

—¡Eh! ¿Adónde vas?

Al volver el rostro, le reconoce.

—¡Ah! Eres tú… pasa.

—¿Está arriba Martínez?

—Sí, puedes entrar.

La puerta está abierta. Martínez, sentado tras una mesa entrega montones de octavillas a los camaradas que le rodean. Algunos salen precipitadamente de la habitación. Echa la silla hacia atrás y la apoya en la pared blanqueada de la cual cuelgan un retrato de Lenin y otro de Stalin.

—¿Qué hay?

—Vengo de Triana.

—Siéntate.

Le ofrece la petaca y ambos lían un cigarrillo. En un sofá, cuya tapicería está más que raída, se sienta un hombre en mangas de camisa con correaje militar. Sobre una mesa lateral, tres rifles «Winchester».

—¿Qué te trae?

—No me fío del teléfono… Hay mucha agitación en Capitanía; están presentándose jefes y oficiales. Tengo a dos hombres de confianza destacados en el Petit Café, y han observado el jaleo, también han recibido informes del cuartel de San Hermenegildo; están acuartelados y nerviosos.

—Nosotros, prevenidos.

—Bueno, no venía a eso. Como de camino hacia aquí me acerqué al Petit Café, los camaradas me pidieron que te previniese.

—El general Villa-Abrille es antifascista…

—En San Sebastián sacó las tropas contra el pueblo…

—No es que me fíe de él, por no fiarme te diré que ni siquiera de los guardias de Asalto, excepto de los que son camaradas nuestros.

—En Triana no tenemos fusiles; si ellos atacan, con pistolas no haremos nada de provecho.

—Por lo menos seis fusiles los tenéis. Y los rifles, ¿qué?

—Necesitamos más armas. Ni pistolas tengo apenas.

—Por ahora arreglaros como podáis. Si ocurre algo, un oficial de Asalto nos ha ofrecido fusiles. ¿Cuánta gente tenéis?

—Yo, personalmente, cincuenta; cincuenta de los buenos. Gente, gente, la que quieras. No pienso dar armas más que a los camaradas, los demás que se las compongan.

—¿Está por allá un tal Gallego, de la UGT, que ha venido de Madrid?

—Sí, un socialista. Nos hemos puesto de acuerdo. Buen elemento, me parece. Hemos nombrado un comité de enlace.

—¿Tienen armas ellos?

—¡Psé! Tampoco muchas que me parezca. Claro que ésos son muy cucos y a lo mejor las guardan escondidas… Pistolas sí les he visto. «Parabellum» y «star».

—Seguro que también mosquetones…

—Si pasa algo levantaremos barricadas y cerraremos el puente; está previsto.

—Cuidado con el teléfono, no os fiéis demasiado. Puede haber fascistas escuchando.

—¿De Madrid, qué se sabe?

El que estaba sentado en el sofá sale de la habitación. En la sala contigua se oyen voces y conversaciones. Martínez grita…

—¿Qué pasa ahí, no podéis callar?

—Ha llegado Angulo, de Tablada…

—¡Qué espere!

Martínez aplasta la colilla contra el cenicero repleto.

—¿De Madrid? La cosa está que arde. He hablado con José Díaz, y no creas que me ha sido fácil. En Madrid están preparados. Las células de los cuarteles comunican que los jefes están prontos a sublevarse. El Gobierno se mantiene firme. Los de Asalto y la Guardia Civil parece que defenderán la República. Las órdenes son de colaborar con las fuerzas gubernamentales y con los socialistas, también con la CNT. Pero que procuremos hacernos con armas, y conservarlas. En Asalto hay un teniente que nos las facilitará, pero a nosotros.

—¿Y de por ahí, qué se sabe?

—Malas noticias. Díaz me ha dicho que la Escuadra está dudosa. Que si los marinos se sublevan, nuestras células, apoyadas por republicanos y demás, tratarán de apoderarse de los barcos. Me ha advertido que estemos alerta. Si la Escuadra no bloquea a los fascistas de Marruecos, tratarán de desembarcar en Cádiz o Algeciras, y el camino hacia Madrid pasa por Sevilla. Cree que los militares sevillanos intentarán dar el golpe, y dice que los obreros hemos de apoderarnos de la calle y sitiarlos en los cuarteles.

En la habitación contigua siguen gritando.

—¡Anda! Dile a ése que pase de una vez.

Entra un cabo con uniforme de aviación, seguido de varios obreros y de un guardia de Asalto en mangas de camisa y con la gorra puesta.

—¿Qué hay?

—Que en Tablada hemos herido a un fascista. Un teniente fascista, que ha inutilizado uno de los aparatos…

—¿Cómo?

—Ha disparado sobre el motor con un «máuser»… Nos lo queríamos cargar, pero el coronel, que también debe ser fascista no le dejó a uno de los oficiales madrileños cuando iba a dispararle.

—Eso no importa. ¿Qué hay por allá?

—Salieron a bombardear Marruecos.

Un frenazo que se oye en la placita les hace asomar a la ventana.

—¿Qué pasa?

Desde arriba ven a un taxista acompañado de un campesino. Los que estaban en la plaza, se arremolinan y observan por las ventanillas del taxi recién llegado.

—Eh, vosotros, ¿qué pasa?

—Traemos siete «chopos». Los tenía escondidos éste…

El campesino levanta el rostro y sonríe maliciosamente.

—¿Están en buen estado?

—Los tenía envueltos y esta mañana me he entretenido en limpiarlos.

—¡Subidlos acá!

El taxista y el campesino, que lleva los fusiles como si se tratara de un niño en pañales, entran en la habitación, que se ha llenado de curiosos. El guardia de Asalto, que va en mangas de camisa, examina los fusiles accionando los cerrojos.

—Están bien…

El que ha llegado de Triana se acerca a Martínez…

—Un par de ellos me podrías dar por lo menos. Municiones tenemos.

—Anda, llévatelos y déjame en paz. Quiero tener acá las armas; así es que no me fastidies más.

Se acerca al taxista:

—Camarada, tendrías que hacerme un favor. Voy a llevarme un par de mosquetones. A los camaradas de Triana nos hacen mucha falta. No puedo transportarlos por la calle. Un paquete de forma tan alargada se haría sospechoso. Si tú me quisieras acompañar…

—Pues no faltaría más, tratándose de un camarada.

—¡Oye, Martínez! Me quedo con este par de mosquetones.

Los que ha elegido se los enseña al guardia de Asalto.

—¿Estarán bien?

El guardia les quita el cerrojo y observa la espiral del alma del cañón apuntando hacia la ventana.

—Ni pintados…

El campesino sonríe halagado.

—Los tenía envueltos, y esta mañana los limpiamos…

—Anda, vamos ya. En Triana no tenemos armas apenas. Unas pistolas. Los socialistas sí deben disponer de fusiles.

—Para ir más tranquilos, los esconderemos bajo la alfombrilla. ¿No te parece? Aunque no creo que la policía vaya a pararnos.

—No esperaba conseguir nada. He tenido suerte; prefiero dos chopos que media docena de pistolas. Si quisieran pasar el puente, defendiéndolo con un par de fusiles no hay bicho viviente que lo cruce…

—¿Por qué no me invitas a una copa, ahí en El Rinconcillo? En un periquete te llevo a Triana.

Descienden por la escalera. Una mujer que sube apresuradamente casi topa con ellos.

—¿Adónde vas, Carmela?

La mujer, que subía con la cabeza gacha, se sorprende al oír la voz y como hay poca luz y llega deslumbrada, tarda un instante en reconocerle.

—¡Qué guapa estás, Carmela!

—Tú siempre bromista; si te gusto se lo cuentas a mi marido.

—¿A qué vienes?

—Me manda él, que de uniforme no se atreve a que le vean por aquí. Quiero hablar con Martínez.

—¿Qué le quieres?

—Me ha dicho mi marido que os deis prisa, que en el Parque hay cuarenta mil fusiles y munición a porrillo. Él está de acuerdo con obreros que trabajan en la fábrica de artillería. Si asaltáis aquello, los operarios y algunos soldados os ayudarán. Dice que es la mejor ocasión, que no os la perdáis.

—¡Cuarenta mil fusiles…!

—Dice mi marido que apenas hay protección, que es fácil sorprender a la guardia.

—Anda, sube a Martínez. Hay mucha gente, pero tú pasa. Dile, si quieres, que has hablado conmigo. Que si necesita gente que me telefonee a Triana, yo llegaré en seguida. Tengo cincuenta hombres fetén.

Cuando la mujer se cruza con él, le da una palmada en las nalgas. Carmela se vuelve fingiendo enojo.

—Se lo he de contar a mi marido; te lo juro que se lo contaré.

Los hombres siguen escaleras abajo; el taxista se ríe.

—¿Quién es ésa? ¡Cuarenta mil fusiles! Ahí es nada. No tenemos tanta gente en todo Sevilla…

—Es la gachí de un sargento, buena hembra, ¿eh?

—¿Pero crees que será verdad?

—Más vale pájaro en mano. Anda, llevemos estos dos para Triana; los cuarenta mil no los tenemos aún trincados, éstos sí.

Para que el taxi pueda maniobrar en la pequeña plaza, los militantes del Partido Comunista sevillano y los curiosos que están allí reunidos, se apartan hacia las paredes. El taxi va pintado de color verde oscuro; la capota es negra. Lleva el número 6406-SE de matrícula.

En el Hotel Simón se ha vestido el uniforme y se ha ceñido a la cintura el rojo fajín de general. Instalado en esta calurosa habitación del piso alto del edificio de la Capitanía, espera la señal. Unas horas antes ha llegado de Huelva en donde se ha visto obligado a despistar al gobernador civil, Jiménez Castellanos. En Sevilla parecen acobardados; se acuerdan del fracaso del 10 de agosto de 1932. Y ahora las circunstancias son distintas. En toda España van a producirse levantamientos; no todos van a fracasar. Le ha correspondido un cometido difícil; sublevar la plaza de Sevilla en donde los jefes de los regimientos, salvo el de artillería, no parecen decididos, en donde la Guardia de Asalto les saldrá a combatir, y la caballería se muestra contraria al movimiento, donde hay cincuenta mil, o los que sean, militantes socialistas, comunistas, anarquistas, republicanos y la Biblia en verso. El torero Pepe el Algabeño, que es un salado, asegura que mil quinientos falangistas están dispuestos a colaborar con el Ejército, y un tal Barrau habla de movilizar requetés; lo cierto es que no puede confiar en los paisanos… ni en los militares. Menos mal que entre éstos cuenta con un núcleo de incondicionales, gente joven que si no se le echan atrás —y no se echarán porque están pringados hasta las cejas— pueden dar mucho juego. El general de la 2.ª División, Villa-Abrille, es un desgraciado, pero tratará de convencerle de que sea él quien proclame el estado de guerra, aunque después se le arrincone. No será capaz de arriesgarse; empezará a poner pegas legalistas. Que si la República, que si tal. ¿Qué tiene que ver la República con cuatro indocumentados que se han apoderado del Gobierno? Empezando por Azaña, ¡vaya uno! El calor se hace insoportable. Se entretiene examinando su pistola, montándola, desmontándola. Por fin le mete el cargador y se la guarda en el bolsillo del pantalón. Su ayudante, el comandante César López Guerrero, aguanta junto a él la impaciencia de la espera.

—César, por si la necesitamos usar…

—Nosotros ya estamos preparados…

Escribano, Lapatza y Arjona, se sonríen. El timbre del teléfono les sobresalta; Simón Lapatza coge el aparato.

—¿Qué hay?

—Soy Gutiérrez Flores. Dile al general que baje en seguida.

—Ahora se lo digo.

Con cierta solemnidad, casi cuadrado, el capitán Lapatza se dirige al general Queipo de Llano.

—Mi general, que baje en seguida.

El general se pone en pie, los oficiales desenfundan sus pistolas y las amartillan.

—Andando, señores…

Seguido de los oficiales, el general don Gonzalo Queipo de Llano sale a la galería que contorna el patio de la Capitanía General de Andalucía. A través de la cristalera se filtra una luz pálida, ligeramente tamizada; las paredes están teñidas de un blanco rabioso del que destacan, brillantes y multicolores, los azulejos del zócalo. Desciende por la escalera bordeada de balaustres de mármol.

En el patio, en cuyo centro crece una palmera y algunas plantas, están reunidos con el general de la división, don José Fernández de Villa-Abrille, el general López Viota, y sus ayudantes; también el comandante Cuesta, el capitán de Estado Mayor Gutiérrez Flores y otros militares. El general Queipo de Llano, mientras pasa junto al segundo de los faroles de cinco brazos que jalonan la escalinata, mide la escena con la mirada. Alguien, tras él, grita ¡Viva España!, y otra voz: ¡Viva nuestro general!

Villa-Abrille le descubre cuando desemboca en el patio. Los que ignoraban su presencia en Sevilla, se le quedan mirando un tanto sorprendidos; quienes, por el contrario, le esperan, le acogen confiadamente. Queipo de Llano, que les aventaja en estatura, se une al grupo en actitud decidida. Villa-Abrille, es el primero que habla.

—¿Qué vienes tú a hacer aquí?

—Vengo a decirte que es la última ocasión que te doy; o con tus compañeros o con el Gobierno que está arruinando a la Patria…

—Déjate de historias, Gonzalo… Yo estoy siempre con la legalidad, con el Gobierno…

Hay que dominar la situación. O Villa-Abrille se pliega, o tiene que apoderarse por la fuerza de Capitanía. Se aproxima mucho y le mira a los ojos con energía.

—Escúchame… Traigo orden de la Junta del Ejército de levantarte la tapa de los sesos… Pero no tengas miedo… Como soy buen amigo tuyo no voy a recurrir a la violencia… Confío aún en que abomines de tus errores.

Los demás se mantienen tensos, pendientes del enfrentamiento de los dos generales.

—Te aseguro que no me asustan tus bromas. Estoy y estaré con el Gobierno, ése es mi deber.

Queipo de Llano da un paso atrás, se yergue, mira alrededor como tomando a los demás por testigos de que ha hecho cuanto podía.

—Lo siento por ti… No me quedan más que dos recursos, matarte o encerrarte… Te encerraré… Anda, pasa a tu despacho.

Los oficiales armados que apoyan a Queipo de Llano inician un paso adelante. Villa-Abrille advierte lo comprometido de su situación.

—Pasaré… Pero conste, y ustedes son testigos —dice dirigiéndose al general López Viota y a los de su Estado Mayor— que cedo ante la violencia.

—Sí, hombre, sí… ante la violencia… no te quepa duda.

El general Villa-Abrille se ve acorralado, sus acompañantes han adoptado una actitud pasiva.

Queipo de Llano se ha distendido, se siente casi bromista; la situación se ha resuelto con facilidad, nadie ha insinuado el más pequeño ademán de sacar una pistola, ni de requerir el auxilio de la guardia. Coloca una mano amistosamente sobre el hombro de Villa-Abrille y le empuja hacia su despacho.

—Ya te hemos oído lo de la violencia, pero anda pasa a tu despacho.

Detrás de los dos generales entran los demás militares.

—¿Es tu última palabra?

—Yo soy fiel a la palabra que di…

—Entonces ¡quedas detenido!

Villa-Abrille se sienta en un sillón. El general López Viota se coloca frente a Queipo de Llano.

—Yo también quiero quedar preso.

—Muy bien, pues queda usted preso…

—Y yo…

Algunos miembros del Estado Mayor del jefe de la división, se solidarizan con su general…

Del patio entra el comandante Cuesta, que conduce al comandante Hidalgo.

—Pues tú también, dentro, detenido con los generales.

Queipo está tranquilo. Todo ha sucedido en escasísimos minutos y sin dificultades. No se había trazado ningún plan; ahora es dueño de la Capitanía General de Sevilla, es decir de la 2.ª División Orgánica. Por el momento, domina el interior del edificio; ya es algo.

Avanzan a paso vivo por la calle de Canalejas en dirección a la de San Eloy. En la Casa del Pueblo están citados con Pepe Gallego, un metalúrgico madrileño de la UGT.

Andrés, obrero del ramo de la madera, perteneciente a la Secretaría Regional de la CNT, acaba de llegar de Cádiz adonde ha ido en representación del Comité Regional; se ha entrevistado con Aurelio Delgado y con Pulido; asistían también a la reunión Manuel Viñas, de Algeciras, que ha acudido con otro compañero de la Línea, con Mayo y con Vicente Ballester, de Cádiz. Ha hecho esfuerzos por convencerles de la necesidad de reforzar la Alianza Obrera, y marchar de acuerdo con socialistas y comunistas para coordinar una acción común dejando de lado viejos rencores y rivalidades. Han intercambiado sus respectivos puntos de vista. La situación es difícil; en Marruecos, según se rumorea, los compañeros son perseguidos como alimañas, se habla de fusilamientos en masa. Y lo que es peor, se tiene la evidencia de que las tropas van a desembarcar sea en Cádiz, sea en Algeciras, con complicidad de los militares. En Cádiz se han hecho gestiones cerca del Gobierno Civil, pero el gobernador se muestra confiado, asegura que no pasará nada y que en todo caso el Gobierno dispondrá de fuerzas suficientes para hacer frente a los acontecimientos. Presta atención a los del Frente Popular y se desentiende de los anarcosindicalistas, a los cuales nunca vio con simpatía porque es tan burgués como los mismos fascistas. Ha estado presente un representante de Jerez, un maestro a quien no conoce y que esta mañana a primera hora ha logrado hablar por teléfono con un miembro del Comité Nacional, que de parte de David Antona, que está detenido, les ha recomendado que prescindan de las autoridades republicanas y organicen la defensa de acuerdo con los compañeros de la UGT, socialistas y comunistas, pero que hagan valer su propia decisión y la autoridad que les confiere su número. Vicente Ballester ha declarado que en Cádiz están dispuestos a ir a la huelga general, tanto en la ciudad como en el puerto y en el campo, y que los compañeros se consideran movilizados. Han acordado que si militares y señoritos fascistas se sublevan, se echarán decididamente a la calle; los compañeros de las ciudades levantarán barricadas y las defenderán con las armas que tengan. De ser posible, se han de asaltar los cuarteles con la colaboración de los compañeros soldados y de aquellos suboficiales que pertenezcan a la CNT o sean simpatizantes. Es posible que los guardias de Asalto faciliten algún armamento, pero será en el último momento y lo confiarán preferentemente a los republicanos y socialistas; los de la Confederación tendrán que mantenerse atentos y procurarse por su cuenta el mayor número de armas y municiones, y luego no soltarlas bajo ningún pretexto. En los pueblos, los militantes cortarán las carreteras…

—Andrés, en resumen, ¿qué es lo que vamos a decirles a los de la UGT?

—Que hemos de mantener enlaces, y nombrar un comité de coordinación, si hace falta… Y después, lo de las armas.

—No sé para qué necesitamos a los socialistas; van a querernos mangonear.

—Compañero, los momentos son demasiado graves para mantener ninguna rivalidad.

Andrés sabe que José González, a quien llaman «el Zancudo», es de la vieja cepa, al padre lo fusilaron cuando lo de «la Mano Negra», y él ha envejecido sin adaptarse al momento, ni comprender la realidad de los problemas que hoy se le plantean al proletariado. Le respeta porque es un luchador veterano, que ha sufrido mucho, que nunca se ha doblegado y que goza de antiguo y general prestigio entre los peones del campo.

—Para mí, creo que unos cuantos compañeros escogidos y bien armados, por sorpresa podríamos asaltar el Parque, cargar los fusiles en unos camiones, y llevárnoslos. Una vez guardados y custodiados, nosotros los repartiríamos primero a nuestros militantes de la provincia y después a los de toda Andalucía. Si acaso, les dábamos unos cuantos a los de la UGT y otros pocos a los comunistas. A los demás, nada, que se los busquen ellos.

—Y los de Asalto, ¿crees que no intervendrían?

—Si los fusiles eran nuestros y armábamos a la gente, no me dan miedo los de Asalto.

—En la carretera de Dos Hermanas, tienen emplazada una ametralladora —dice Genaro, el más joven de los cuatro.

—Por si se sublevan los de artillería, no por nosotros.

«El Pineda» marcha tras ellos en silencio. Les acompaña por si tuvieran algún mal encuentro. «El Pineda», que es de complexión atlética, ha servido de modelo para un Cristo que ha esculpido Agustín Sánchez. Eso ha hecho que los compañeros bromearan a su costa.

—Tú, González, tienes tus ideas, pero el Comité Regional está de acuerdo en que hemos de obrar juntos con los compañeros de la UGT. Asaltar el Parque y la fábrica de artillería es una operación difícil y arriesgada. Los militares montan guardia y no resultará sencillo sacar las armas antes de que les lleguen refuerzos. He hablado por teléfono con Gallego; tenemos que planearlo despacio, estudiar el golpe y buscar el momento adecuado.

—También hay ametralladoras, me lo dijo un cabo.

—Quiero advertiros una cosa, y a ti, «Pineda», más que a ninguno. Que de esto no se hable con nadie. Hay por ahí mucho chivato suelto, y si ellos se previenen, fracasaremos y nos achicharrarán. Tampoco tiene que enterarse el gobernador, ni los de Asalto, porque están en contra de que se arme al pueblo.

—¡Calla! Si esos tíos nos tienen más miedo que a los fascistas.

—Cuando los fusiles estén en nuestras manos, ya hablaremos…

—¡Lástima que tengamos que repartirlos con los socialistas…!

—Guardia. ¡A formar!

La voz enérgica del teniente José Tormo Lobera sobresalta a los soldados que semidormitan en el cuerpo de guardia del cuartel de San Hermenegildo, en donde se aloja el Regimiento de Infantería núm. 6, llamado de Granada.

Corren los soldados a formar mientras que el corneta da los toques reglamentarios que anuncian la llegada del general de la división al cuartel.

El teniente Tormo se cuadra, consciente de la responsabilidad que contrae al rendir tales honores al general Queipo de Llano.

Don Gonzalo Queipo de Llano, que desde hace unos minutos es, por su propia voluntad y la de los demás sublevados, general jefe de la 2.ª División Orgánica, entra a pasos largos y decididos en el cuartel de San Hermenegildo. Le sigue el comandante César López Guerrero Portocarrero.

El general Queipo de Llano, que hasta hace unos minutos era director general de Carabineros, aventajado de estatura y de aspecto gallardo e imponente, devuelve el saludo al teniente de guardia y penetra hasta el patio del cuartel. El coronel del regimiento, don Manuel Allanegui, hace escasamente un par de horas ha estado reunido con los demás jefes de cuerpo en el despacho del general Villa-Abrille, quien les ha dado orden de permanecer acuartelados. Soldados, jefes y oficiales están en el patio cuando se presenta, anunciado por el toque de corneta, el general Queipo de Llano.

El coronel Allanegui que mandá este regimiento desde hace un mes, no conoce personalmente al general Queipo de Llano, pero le reconoce mientras se le acerca resueltamente y le estrecha la mano al tiempo que sonríe a los demás jefes y oficiales.

—Buenos días, señores.

Queipo de Llano, por su parte, es la primera vez que ve a este coronel, que goza de cierto prestigio dentro del Ejército. Al preguntarles al comandante Cuesta, que dirige en Sevilla los hilos de la conspiración, y a los demás militares que estaban en Capitanía una vez detenidos Villa-Abrille y López Viota, se ha enterado de que a Allanegui nadie le ha hablado dé lo que se estaba preparando. No quedaba otra solución que obrar con celeridad. El cuartel de infantería de San Hermenegildo está situado junto a la Capitanía General, en la cual y aparte de los escasos jefes y oficiales pronunciados, no ha conseguido reunir más efectivos que unos treinta hombres, entre ordenanzas, oficinistas y demás, a los cuales acaba de hacer armar convenientemente y ha arengado para levantarles la moral, sin preocuparse de averiguar cuáles puedan ser sus ideas políticas.

—Coronel, vengo a saludarle y a felicitarle por su actitud de solidaridad con nuestros compañeros de África, en estos momentos decisivos.

Allanegui, que le estrecha fríamente la mano, se pone en guardia. El nombre de Queipo de Llano es muy popular, no sólo en el Ejército, sino entre el común de los españoles. Está considerado hombre vehemente, audaz, republicano y turbulento; entre los militares se rumorea que, tras la deposición de su consuegro don Niceto Alcalá Zamora, presidente de la República, está indignado contra el Gobierno, y particularmente contra el nuevo presidente, don Manuel Azaña, a quien detesta.

—Yo estoy dispuesto a sostener al Gobierno.

—Mande usted formar al regimiento que vamos a proclamar el estado de guerra.

—No obedezco más órdenes que las del general de la División.

—El general de la División soy yo.

—Me refiero al general Villa-Abrille.

Queipo de Llano cuenta solamente con el apoyo de su ayudante. Los jefes y oficiales del Regimiento de Infantería núm. 6 parecen sorprendidos, si bien se solidarizan con su jefe. Suboficiales y soldados asisten como espectadores a esta discusión que, aparte de ser de incierto resultado, puede minar la disciplina que en este momento, más que nunca, interesa conservar intacta. Descubre una puerta abierta, que corresponde a la sala de suboficiales.

—¿Le importa, coronel, que continuemos la conversación ahí dentro?

Excepto algún teniente que se queda con la tropa, los demás entran en la sala de suboficiales. Queipo de Llano queda en el centro del grupo, los otros le rodean. Nuevamente se encara con el coronel.

—¿De manera que usted se coloca al lado de un Gobierno que arrastra a la ruina al país y que está vejando al Ejército como lo hace?

—Le repito que no puedo acatar más órdenes que las del general Villa-Abrille.

—Me obliga a quitarle a usted el mando del Regimiento.

Se vuelve hacia el teniente coronel.

—Desde este momento tome usted el mando del Regimiento…

—Mi general; yo estoy al lado de mi coronel.

—¿Ah, sí? Pues en ese caso, ¿a ver, quién es el comandante más antiguo?

La negativa de los jefes, que se solidarizan con el coronel Allanegui, hace la situación insostenible. Está solo y aunque la pistola que oculta en el bolsillo del pantalón, y la actitud hasta el momento pacífica de los que le rodean, no le hace desesperar, comprende que necesita algún refuerzo, y que se impone cambiar de táctica. Queipo de Llano, que es hombre franco y simpático, adopta un tono jovial, y se dirige a su ayudante.

—César, vamos a ver, llégate a Capitanía y dile al comandante Cuesta que venga; de alguna manera hemos de entendernos con estos señores. Creo que hay que poner algunas cosas en claro.

Cuando se ausenta el ayudante, Queipo se queda solo con los jefes y oficiales del Regimiento; no está seguro —y ellos también lo ignoran— si en calidad de guardián o prisionero.

Entonces se inicia una conversación amistosa. Algunos de los presentes se muestran de acuerdo con los propósitos que animan a sus compañeros de Marruecos, pero la guarnición de Sevilla, que se sublevó el 10 de agosto de 1932 a las órdenes del general Sanjurjo, sufrió las consecuencias del fracaso y está escarmentada. Argumenta el general que se trata de un caso distinto, y que, en este instante, se están alzando las guarniciones de la Península.

El comandante Cuesta se presenta acompañado del ayudante de general Queipo.

—Comandante Cuesta, ¿no me aseguró usted, que llegado el momento el coronel Allanegui y todo el Regimiento estarían con nosotros?

—Yo me mantengo fiel al Gobierno… —insiste el coronel.

El comandante Cuesta habla con el general, que se mantiene erguido y continúa dominando la situación, pero refiriéndose al coronel Allanegui.

—Nosotros, por su brillante historia militar, siempre supusimos lo contrario.

A los requerimientos del comandante Cuesta, los demás jefes se reiteran en su negativa a secundarles.

Tras las gafas del capitán Fernández de Córdoba, Queipo de Llano ha observado una mirada de simpatía.

—Capitán, ¿es usted capaz de ponerse al frente del Regimiento?

Fernández de Córdoba se cuadra.

—Sí, mi general.

—Pues haga usted tocar a escuadra.

El capitán sale al patio; en la sala de suboficiales se produce un momento de confusión. El coronel Allanegui intenta salir también, pero Queipo de Llano se interpone.

—¿Adónde va usted?

—A hablar a la tropa.

Allanegui echa mano a la pistola. Queipo de Llano le traba fuertemente con la mano izquierda mientras saca la suya que lleva amartillada en el bolsillo del pantalón.

—¡Se acabó! ¿Cree usted que no estoy decidido a matarle?

Se hallan muy cerca uno de otro; le mira rabiosamente a los ojos. Luego, sin dejar de esgrimir la pistola, aunque sin apuntar a ninguno de los presentes, se aparta ligeramente y les grita con energía:

—¡Todos presos! ¡Y síganme!

A pasos largos y decididos vuelve a cruzar la calle, acompañado de su ayudante y del comandante Cuesta, y conduciendo arrestados al coronel y a varios jefes y oficiales del Regimiento de Granada. Al salir del cuartel de San Hermenegildo ha guardado la pistola en el bolsillo.