Barcelona

Barcelona

Ordenes oportunas han sido cursadas para conseguir que mañana, martes, funcione el servicio de recogida domiciliaria de basuras en la ciudad y para que los empleados municipales encargados de estos servicios retiren de las calles los mulos y caballos muertos, algunos de los cuales, por iniciativa de cualquiera, han sido rociados de gasolina y quemados, lo que hace que esparzan un olor pestilente en muchos metros a la redonda. Por medio de la apertura de créditos de cinco mil pesetas por distrito, destinadas a la distribución de alimentos básicos —pan, arroz, patatas, bacalao y aceite— entre las personas más necesitadas de cada barriada, se tratará de paliar la situación provocada por la carencia de suministros. Serán tomadas diversas medidas para que los niños de las Colonias escolares, que en estos días han de regresar a la ciudad, lo hagan con la debida seguridad y sean convenientemente atendidos.

La plaza de San Jaime, o de la República, que de ambas maneras se la llama, presenta un aspecto de anormalidad inquietante. Mozos de Escuadra y pelotones de Asalto montan guardia, pero sin la tranquilizadora actitud de los días normales; se les advierte agotados, relajada la disciplina, indiferentes o irritados. Los transeúntes son escasos; quienes pasan por obligación o curiosidad lo hacen atemorizados. Aún se escuchan detonaciones, pero se diría que el ruido de los disparos es normal en la ciudad, hasta tal punto los oídos se han acostumbrado. Coches que llevan pintadas las iniciales de las organizaciones anarcosindicalistas atraviesan la plaza cargados de milicianos armados. Se reciben avisos de que se están levantando nuevas barricadas de adoquines en plazas y calles: en el Paralelo, frente al «Moulin Rouge», una de ellas corta la circulación de tan importante vía; en la Rambla, junto a la calle del Hospital, en los barrios antiguos y en las barriadas obreras, en las entradas a la ciudad. Estas barricadas, controladas por los anarcosindicalistas, y el hecho de que se han apoderado de los fusiles y municiones de la maestranza de San Andrés y de casi la totalidad de los medios de transporte, les dan el dominio sobre la ciudad. Numerosos establecimientos comerciales permanecen cerrados: los proveedores no han acudido al mercado del Borne ni al central de pescado; en el Matadero no han entrado reses; no se ha cocido pan en los hornos y los transportes públicos se hallan paralizados. Concejales y funcionarios van presentándose en el edificio municipal; poco pueden hacer de tantísimo que por hacer hay. A los presos comunes los han soltado y andan desmandados por las calles; los barceloneses no salen de sus casas; muchos balcones, a pesar del calor, permanecen cerrados; en otros se han colgado trapos blancos, cuya significación nadie acaba de comprender.

Don Carlos Pi y Sunyer, vestido con un temo bien cortado y corbata de lazo, está asomado al balcón y observa la plaza de la República; enfrente se halla el palacio de la Generalidad, donde se han reunido, con el presidente, consejeros y personalidades políticas de significación izquierdista o catalanista. El cielo, tan azul y despejado de costumbre, aparece oscurecido y sucio; el humo de numerosos incendios se alza por encima de las azoteas. Don Carlos Pi y Sunyer siente una vaga depresión, casi una congoja: es el alcalde de la ciudad.

Trata de representarse la escena y no lo consigue; no puede comprender que Fernando, que ayer le habló un instante por teléfono, que anteayer la acompañó en el coche y comió con ella, esté muerto. Tiene que ser un error; otro cualquiera puede morir, pero él no. Si fuese cierto que ha muerto, qué extraño resulta que nada note, que ella misma continúe viviendo.

Han llegado visitas, su madre las atiende; María Teresa prefiere permanecer tumbada en la cama, a oscuras, esforzándose por dormir. Nada la consuela; las palabras cariñosas que le prodigan contribuyen a irritarla o entristecerla; la presencia de su hijo Fernandito aviva la impresión de amargura. Quisiera dormir y tardar diez años en despertar, porque la idea de seguir viviendo cada día la horroriza.

Anoche llegó una visita a casa de su madre; oyó cómo la tía María, hermana de su abuelo, cuchicheaba con los visitantes; no entendía las palabras, pero le llenaban de inquietud, presentía que se trataba de una mala nueva. Cuando se quedaron solas, la tía le dijo que se mostrase valerosa, que ocultar la verdad era inútil, y que conviene enfrentarse con los hechos por duros que sean. Comprendía que algo terrible iba a comunicarle, pero hasta que lo oyó confiaba en que el hecho terrible no fuera, por lo menos, irremediable. La tía, cariñosamente, con la dulzura que puede emplearse en casos semejantes, le confesó que le habían contado que en el momento de salir detenidos de Capitanía habían pretendido linchar a Fernando y que éste, en un arranque, se había pegado un tiro. Desde aquel momento no ha tenido descanso, ni desea tener descanso, porque en el dolor hay por lo menos una cierta presencia.

Suena el timbre de la puerta: nadie acude a abrirla. Cuando está tendida en la cama piensa que si se levanta se le aliviará el dolor, y cuando está levantada se acuesta pensando que echada se adormilará y sufrirá menos.

Con los dedos se peina un poco. Abre la puerta. Ante ella aparece un militar con correaje, pistola y gorra, pero vestido con un mono; se echa hacia atrás, casi ha lanzado un grito.

—¡No se asuste! Soy Federico Escofet, amigo de su marido; vengo a darle noticias de Fernando.

—Pero… entonces ¿vive?

Como si el pecho se le abriera y empezara a entrarle aire, vuelve a respirar a placer. Escofet afirma con la cabeza. Pase lo que pase, sea como sea, Fernando está vivo, y ella se siente revivir.

—Entre, por favor, le he dejado en la escalera y es que no sé dónde tengo la cabeza.

Entran a una salita próxima al recibidor. Federico Escofet la contempla gravemente. Ella no sabe qué decir; se le ha enturbiado el entendimiento.

—Está preso en el castillo de Montjuic…

Rompe a llorar; llora con alegría, liberándose de la angustia; llora con ganas de reír.

—Esté usted tranquila; por la mañana he visitado a los detenidos; la entrevista ha resultado violenta para ellos y para mí. Fernando estaba preso; yo lo sabía. Le he preguntado si podía hacer algo por él; me ha contestado que viniera a visitarla a usted. Por eso he venido; usted sabe que somos amigos…

—Sí, me había hablado de usted; pero ¡oiga!, ¿podría verle en Montjuic?

—Hoy no es posible; pero, descuide, que, en cuanto lo sea, yo mismo en persona me encargaré de acompañarla para que lo visite. Quizá podamos mañana o pasado…

Federico Escofet se pone en pie; es de estatura aventajada. A María Teresa, acostumbrada a los uniformes de Fernando, este mono de mecánico, en el cual han cosido apresuradamente insignias y estrellas, le resulta extraño y la atemoriza.

—La dejo a usted; estamos muy ocupados. Ha sido tremendo cuanto ha sucedido.

Acompaña a Escofet hasta la puerta y le estrecha efusivamente la mano.

—Si por casualidad viera a Fernando, dígale que yo…

—No es fácil que le vea hasta que vaya con usted. La avisaré.

—¡Muchas gracias, Escofet!…

Cierra la puerta; otra vez comienza a llorar; pero el llanto la ayuda, la consuela, la suaviza. Fernando está vivo, y eso es lo único importante. ¡Vivo!

Logroño

Logroño

Desde que al amanecer ha entrado en Logroño, procedente de Pamplona, la columna de García Escámez ha quedado detenida. La situación en la capital de la Rioja a su llegada se presentaba un tanto ambigua, pues, aunque se había proclamado el estado de guerra y nombrado nuevas autoridades, las antiguas quedaban en libertad y seguían dando órdenes. Muchos obreros están en huelga y en la Rioja existen núcleos enemigos que no pueden dejarse a retaguardia sin reducir. Alfaro, en donde republicanos y socialistas se han hecho fuertes; Castejón, enlace ferroviario, en que también los socialistas tienen considerable fuerza; Calahorra. Dentro del propio Logroño, sólo hace un rato se ha reducido a cañonazos un grupo que se había atrincherado en el sólido edificio de la fábrica de tabacos.

La causa de esta situación mal definida debe atribuirse a la falta de energía del general Carrasco, gobernador militar de la plaza, cuya actitud no comprende y con el cual ha sostenido una fuerte discusión. No es momento de vacilaciones ni debilidades; ha decidido destituir al general y detenerle junto con el gobernador civil, el alcalde y cuantos cabecillas enemigos encuentre.

García Escámez desea comunicar al general Mola la decisión que acaba de tomar. Convenía cortar por lo sano; nada más peligroso que las situaciones ambiguas. Hay que resolver la situación de la Rioja y continuar sin más interrupciones hacia Soria para ocupar los puertos de Somosierra; y de ahí a Madrid. La columna puede ser reforzada en Logroño con artillería, un par de compañías de voluntarios, más alguna unidad del ejército, ya se decidirá cuál, tan pronto queden solucionados los problemas pendientes. A la compañía de voluntarios falangistas del Batallón de América la ha enviado a Santo Domingo de la Calzada para que traigan custodiadas en convoy las municiones que hay en aquella plaza. Suena el teléfono.

—Mi coronel, voy a ponerle con la comandancia de Pamplona.

—¿El general Mola? Soy el coronel García Escámez…

—¿Qué hay por ahí?

—Mi general, quería darle cuenta de que me he visto obligado a tomar medidas rigurosas. He destituido al general Carrasco y lo tengo preso; también al gobernador Novo, al alcalde, al teniente coronel de la Guardia Civil…

—Muy bien hecho, don Curro. Así se hace; aprobado. Y no se olvide: envíeme a esos señores convenientemente escoltados, como se merecen.

—He nombrado para sustituir a Carrasco al coronel Martínez Zaldívar… ¿Aprueba usted el nombramiento?

—¡Perfecto, don Curro!… Pero ahora no se entretenga; a Somosierra…

—A Madrid, mi general…

De buen humor debe andar el general Mola cuando insiste en llamarle don Curro, aunque el buen humor no indica nada. Mola es hombre difícil de comprender.

Puerto de Leitariegos

Puerto de Leitariegos

A medida que ascienden el puerto de Leitariegos, la niebla se va espesando. Siete entre camiones y autobuses de línea forman la caravana; la expedición de mineros asturianos que permaneció ayer en León hasta el anochecer se ha disuelto. El tren se espera que llegue a Ponferrada; ellos no han querido perder tiempo esperándolo. Tienen prisa por regresar a Asturias para atacar Oviedo. La noticia de la sublevación del coronel Aranda y de la guarnición ovetense les ha llegado a primera hora de la mañana. Estaban perdidos en una tierra que, según los síntomas, les es hostil. En Ponferrada, un auto con ferroviarios socialistas que procedían de León les ha anunciado que en la capital se habían sublevado los tropas y el aeródromo; también en Zamora cunde la rebelión militar.

En Benavente, la Guardia Civil se hallaba acuartelada; los socialistas parecían dueños del pueblo. Les hicieron un entusiasta recibimiento. Hubo quien asaltó los estancos para obsequiarles con tabaco. Los campesinos se mostraban partidarios de atacar el cuartel de la Guardia Civil, tanto para despejar la situación como para apoderarse del armamento de los guardias; los dirigentes recomendaron calma. Ignacio, que en León abandonó el tren y subió en uno de los autobuses que forman la caravana, ha dormido en Benavente, pero de mañana han seguido viaje hasta Ponferrada. En Ponferrada, la Guardia Civil se halla acuartelada; no en actitud de hostilidad, más bien como si no quisiera provocar incidentes o se mantuviera a la expectativa.

A Ignacio, en León, le proporcionaron un fusil y seis peines que ha guardado en los bolsillos de la chaqueta. Les ha entrado el deseo de regresar a Asturias, desentendiéndose de cuanto sucede a su espalda; les espolea el ansia de apoderarse de Oviedo, la ciudad que les ha sido arrebatada a traición.

—Uno de los ferroviarios que venían en el coche me aseguró que en Gijón también se habían sublevado los fascistas.

—Sí, pero lo grave es Oviedo; nuestros compañeros combaten en las calles, los de Asalto se mantienen firmes en diversos puntos.

—¿Qué se habrá hecho de los compañeros que viajaban en el tren?

—O regresan a León a poner orden y escarmentar a los militares, o en Ponferrada tendrán que abandonar el ferrocarril y tomar camiones.

—Que regresen a Asturias; con quienes hay que hacer un escarmiento de los gordos es con los de Oviedo.

El camión se detiene. Conversando, no han advertido que apenas se ve de tanto como ha cerrado la niebla.

Ignacio viaja en uno de los tres coches de línea requisados, que con cuatro camiones más forman la expedición. Aproximadamente la mitad de los que la componen van armados de fusiles; el resto ha tenido que conformarse con armas cortas y algún rifle o escopeta. Son unos doscientos cincuenta; todos ellos empiezan a convencerse de la inutilidad de este viaje, en que no han hecho más que recorrer kilómetros estéril y agotadoramente, mientras en la propia Asturias fascistas y militares, envalentonados por su ausencia, se han apoderado de la capital y quizá de Gijón.

El que conduce el autocar, un mocetón de Candás que se dedica al transporte de pescado, se vuelve hacia ellos.

—Imposible seguir: hemos de esperar que escampe la niebla. Si alguno de vosotros quiere subir al capó y hacerme señales, podríamos intentar pasar el puerto, muy despacio y con precaución.

—¿Qué hacen los demás de la caravana?

—Al que marcha en cabeza le he perdido de vista. Detrás, un camión ha frenado y se ha detenido; lo he oído, pero no lo veo.

—Mal sitio éste en que estamos, ¿no?

Ignacio se ofrece voluntario para guía.

—Me sentaré en el guardabarro del lado de afuera. Tú pones atención a mi mano. Pero no corras: no vayamos a irnos por un despeñadero.

Dispuesto estaba a abandonar el fusil, dejándolo en el asiento, pero le ilusiona notarlo en las manos. Nadie ha de agredirles acá, en plena montaña. Desea convencerse a sí mismo de que pudiera ocurrir y que su misión, aparte de vigilar que el autocar no se salga de la carretera, consiste en prevenir a los compañeros contra cualquier sorpresa de enemigos, que evidentemente existen, y que después de dos días de perseguirlos no ha conseguido ni siquiera ver.

Muy lentamente, el autocar se pone en marcha. La niebla humedece la ropa y agarrota la garganta. Con los ojos muy abiertos, se esfuerza por penetrarla. Algún mojón, el borde del asfaltado, cualquier indicio lo utiliza para averiguar si la dirección en que marchan es la adecuada.

Aparece ante ellos una mole oscura; descubre unas figuras que se mueven. De momento se alarma; cuando ya están encima advierte que es otro de los autocares de la caravana que se ha detenido. Los mineros han descendido; mientras unos fuman o estiran las piernas, otros aprovechan el alto para orinar. Ha hecho un ademán al chófer, que ya había advertido la presencia del autocar y que se ha desviado del centro de la carretera. No se detienen; al pasar, los que permanecen dentro se asoman a las ventanillas y los que están en tierra les saludan; dos o tres levantan el puño.

—¡No os quedéis a dormir! Que cuando lleguéis a Oviedo será nuestra.

—¡Adelante! ¡Pasad primero si tanta prisa tenéis!

—¿Qué hacéis aquí? ¿Esperáis que salga el sol?

El autocar continúa su marcha. Ignacio descubre un gran mojón: «Provincia de Oviedo». Jubilosamente empieza a agitar los brazos para atraer la atención de los compañeros. Es como si hiciera mucho tiempo que hubiera abandonado su tierra y se reintegrara a ella. Los miedos, el cansancio, la inconsecuencia de marchar de un lado a otro recibiendo noticias adversas, sintiéndose amenazados, pisando terrenos desconocidos, ha terminado. La carretera es idéntica y la niebla no ha decrecido. De hallarse el cielo despejado, el paisaje no sufriría alteración, y resultaría imposible descubrir a través de prados y montes la línea fronteriza. Regresa; Sama se halla del lado de allá de este mojón. También del lado de allá de este mojón está Oviedo. Capaces se sienten de combatir y asaltar Oviedo; no sabían cómo hubiesen combatido en los llanos y trigales de Valladolid.

El chófer, confundido por las señas que le hace y temiendo la aparición de algún peligro, ha frenado. Saca la cabeza por la ventanilla.

—¿Qué pasa ahora?

—Que ya estamos en Asturias. ¿No viste el mojón?

—¿Y eso qué importa? No me hagas más señas si no ocurre nada importante.

Los de dentro del autocar se animan al enterarse de que están en su tierra. Uno de ellos saca del macuto una botella de tinto leonés, le da un trago y la pasa a los compañeros. Los que iban en la parte zaguera del vehículo, medio dormidos, se espabilan y arrancan a cantar:

Asturias, patria querida…

Asturias de mis amores.

Quien estuviera en Asturias

en algunas ocasiones.

Almería

Almería

La situación empeora por momentos y la actitud que Gabriel Pradal suponía iban a adoptar los militares se confirma. En el cuartel de Carabineros ha ocurrido un violento incidente, pues su jefe, el coronel Toribio Crespo, se ha quitado la careta, en vista de lo cual el teniente coronel Llopis ha abandonado el cuartel seguido de varios números y se ha presentado en la Casa del Pueblo. El teniente coronel Llopis, que es amigo personal suyo, ha contribuido a la organización de los paisanos que han sido distribuidos para vigilar el cuartel de Infantería, el de la Guardia Civil, la estación militar de radio de la Alcazaba y el puerto, donde hay un destacamento de carabineros mandados por un oficial fascista.

El viernes ancló en el puerto el destructor Lepanto que procedente de Cartagena se dirigía a Marruecos con órdenes del Gobierno. Ha oído decir que el navío lo manda un capitán de fragata llamado don Valentín Fuentes ¿será el mismo Valentín Fuentes a quien él conoció cuando ambos eran muchachos? En todo caso ni siquiera sabe que fuera marino; las últimas noticias que tuvo de él es que se preparaba para ingeniero geográfico. El hecho de que el Lepanto fondeara en Almería y la proximidad de Cartagena en cuya base naval, según las últimas noticias, ha sido reducido un conato de sublevación en el Arsenal y se mantiene así como la ciudad fiel al Gobierno, le hace concebir una idea, pues está firmemente decidido a que Almería y su provincia no se sumen al movimiento militar; solicitar del Gobierno un buque de guerra, que pueda decidir a la guarnición a no romper el fuego, o en caso de hacerlo, sea capaz de contrarrestarlo y que mediante intimidación o bombardeo reduzca la radio de la Alcazaba y deje incomunicados a los militares.

Conoce personalmente a don José Giral, nuevo jefe del Gobierno y ministro de Marina y ha solicitado una conferencia telefónica para exponerle la situación.

—¡Señor presidente! Ante todo le felicito a usted por su nombramiento y todos confiamos en que su gestión será decisiva en horas tan difíciles…

—Gracias, amigo Pradal…

—Yo le llamo como a ministro de Marina; la situación en Almería es delicada, salvo la Guardia de Asalto, las fuerzas armadas se mantienen acuarteladas, en actitud hostil y estamos convencidos de que tan pronto como reciban la orden van a sublevarse. ¡Necesito un barco…!

—¡Hombre, un barco…!

—No lo pido para mí; es para salvar a Almería…

—Amigo Pradal, por el momento me es imposible atender a su petición. Marruecos atrae toda nuestra atención y por otra parte en la escuadra se están produciendo algunas vacilaciones… Va usted a hacer una cosa. En caso de sublevación, telefonee de mi parte al comandante don Juan Ortiz, de la base de los Alcáceres, y él le enviará algún auxilio aéreo. Téngame informado de lo que ocurre ahí.

No se ha conseguido un buque de guerra, quizás era mucho pedir; sin embargo, alguna asistencia recibirá de fuera. En el edificio del Gobierno Civil se han tomado toda clase de precauciones. No les sorprenderá el enemigo. Cuenta con catorce guardias de Asalto de plena confianza, pero a algunos otros les ve fríos.

—¡Don Gabriel! ¡Don Gabriel!

El telefonista de la centralilla entra precipitadamente.

—Llama, preguntando por usted, el alcalde de Adra; dice que es un asunto urgente, importantísimo.

Corre hacia la centralilla.

—¡Dígame!

—Tenemos cortada y vigilada la carretera y hemos interceptado el paso a dos camiones con soldados de aviación que vienen armados. Les manda un brigada, y les acompaña un capitán médico; se dicen leales al Gobierno. Han escapado del aeródromo de Armilla, en Granada y quieren dirigirse a Almería por si ahí les necesitan ustedes.

—A usted ¿qué le parece? ¿No se tratará de una estratagema, y esas fuerzas estarán sublevadas y pretenderán reforzar a la guarnición de aquí que está acuartelada?

—Don Gabriel, es difícil en estos momentos responder por nadie, pero a mí me parece que estos soldados, igual que los suboficiales y el capitán Bort, son convencidos antifascistas por la forma en que se expresan. Llevan además una ametralladora.

Gabriel Pradal reflexiona un momento. Una ametralladora es un excelente refuerzo; merece la pena arriesgarse.

—¿Cuántos son?

—Unos sesenta. Perfectamente armados.

—Que pasen; aquí vamos a necesitarles.

San Sebastián

San Sebastián

A través de las persianas pintadas de blanco, que permanecen entreabiertas, descubre la bahía. El monte Igueldo se alza verde, fresco, tocado por el sol, que inicia el declive. La isla de Santa Clara se tiñe de bellos matices. En el cielo se agrupan algunas nubes que podrían acabar descargando.

Tomará otra copa de «martel»; la cuarta o la quinta. Esta tarde, el coñac ha perdido su sabor, por lo menos su aroma. Sólo el perfume del cigarrillo «camel» le consuela. Una tristeza total y absorbente le domina y abate. Cuando esto termine tendrá que visitar de nuevo al médico. El estado de enervación en que se halla es excesivo, anormal; una enfermedad sin nombre y sin medida.

Concha se ha empeñado en salir a visitar a su madre. Él se ha resistido; la calle está llena de gamberros desatados: socialistas, comunistas, anarquistas; la gentuza anda suelta, impone su ley a la ciudad. Le ha pedido que, por lo menos, averigüe las noticias que circulan, tanto de San Sebastián como del resto de España. En Madrid, acaba de oírlo por radio, los militares han sido derrotados, y el general Fanjul hecho prisionero; otro general ha sido muerto en Carabanchel.

Muebles oscuros, macizos, decoran la estancia; el sillón en que está sentado es cómodo; sin embargo, cambia de postura a cada instante, le duelen los huesos. De las paredes cuelgan cuadros de Zubiaurre, de Echevarría, de Darío Regoyos.

—Señor, su sobrino, el señorito Enrique, está aquí…

Cualquier voz, cualquier movimiento, le sobresaltan, incluso la tan familiar de la camarera. Está asustado, ésa es la verdad que no quiere confesarse; está asustadísimo.

—Tío Iñaqui, vengo a que me prestes veinte duros…, o cuarenta si puedes…

—¿Qué me dices? ¿Para qué quieres dinero precisamente hoy?

—Tío Iñaqui, a ti voy a confesártelo: me escapo a Navarra; no aguanto más aquí. Van a cazamos uno a uno…

—¡Pero, Enrique!…

—¡Qué me voy, tío!

—¿Y por qué no te ha dado dinero tu padre?…

—No se lo he pedido ni le he dicho palabra. Ya sabes cómo es; armará un drama. No pienso ni despedirme. Me marcho ahora; por la noche estaré en Navarra. Me voy con un chófer de la agencia; no me ha dicho por dónde vamos a pasar la raya.

—Os detendrán. Los caminos están vigilados. Gente armada ocupa las carreteras y la Guardia Civil se ha puesto a favor de esta gentuza.

¡Un desastre! La Guardia Civil y los nacionalistas, del brazo con la canalla marxista.

—El chófer está afiliado a la UGT, y tiene los papeles necesarios para circular. Me hará pasar por hijo suyo.

Enrique viste pantalón azul de mecánico, camisa clara remangada y calza alpargatas. Es alto, fuerte, rubio. Desde hace ocho años cursa leyes en Madrid; nadie sabe en qué año de los estudios anda. Es un buen pelotari, excelente nadador, amigo de las faldas, montañero de mérito, futbolista cuando se tercia. Educado en una familia cristiana y pudiente, pertenece al Partido Tradicionalista.

—Escucha, Enrique, las últimas noticias que corren permiten deducir que Vallespín va a sublevarse en Loyola. Con un par de cañonazos bien tirados despeja la situación. Marcharse así, con uno de la UGT por más señas, me parece imprudencia.

—Mira tío, el camionero es de la UGT como pudiera no serlo. Le recomendaron que se afiliara y lo hizo por razones de trabajo. Es navarro; tiene a su mujer allí. Del frontón le conozco… Un zaguero de mérito.

—¿Qué vas a hacer en Navarra?

—Alistarme. ¿No has oído la radio de Pamplona? El general Mola ha enviado una columna hacia Madrid. Dentro de cuatro días, los navarros estarán también en San Sebastián.

—Enrique, mañana parte de aquí una columna para Mondragón. Marcharán en ella los extremistas y los traidores, que también los hay. Entonces, los de Loyola se apoderarán de la ciudad. Los jóvenes haréis falta.

—Estoy harto de esperar. Llevamos dos días esperando órdenes y las órdenes no llegan. En Navarra, ejército y carlistas en pie de guerra están.

—Acabo de oír malas noticias de Madrid. El populacho, en contubernio con los guardias, ha descalabrado al ejército. El Gobierno es dueño de la situación.

—El general Mola envía gente a Madrid. Y si los de Loyola no se deciden, mandará tropas aquí; yo vendré con ellos. No soy bueno para quedarme escondido.

—No es que no se decidan: es que al comandante Carrasco lo tienen preso en el Gobierno Civil. Ya sabes cómo son los militares: si no llegan las órdenes de arriba, pues…

—Tío Iñaqui, estoy decidido. Me espera con el camión dentro de media hora.

La chaqueta cuelga del respaldo de la silla; saca la cartera. Separa dos billetes y se los entrega a su sobrino.

—¡Gracias, tío! Ya te los devolveré. Es que, aunque uno esté de soldado, conviene disponer de algún dinero. Cuando lleguemos a Pamplona, quiero hacerle al chófer un regalo a base de bien.

—No te doy más porque hoy no han abierto los bancos, y si la situación se prolonga, cualquiera sabe cuándo volverán a funcionar. Los descamisados andan sueltos por la ciudad; las personas decentes no nos atrevemos ni a salir de casa. ¡A esto hemos llegado en una ciudad como San Sebastián!

—Me marcho pitando. A mi padre le he dejado una carta cariñosa. Esta noche la encontrará; yo habré cruzado la raya de Navarra.

Cuando consigue levantarse, dispuesto a abrazar a su sobrino, Enrique ha desaparecido de la habitación. Estos jóvenes salvarán a España, aunque sean exaltados, aunque sean tradicionalistas, incluso falangistas. El ejército necesitará hombres, soldados.

Enciende otro cigarrillo. Su primo obró cuerdamente largándose a San Juan de Luz; allá estará tranquilo. Algo debía barruntar cuando decidió escapar con toda la familia; los madrileños suelen estar mejor informados. Y Juan es un zorro de cuidado. Ni a cenar quiso quedarse; llevaba prisa.

Concha le ha dicho que iba a visitar a su madre. ¡Cualquiera sabe a dónde va! A él ha dejado de preocuparle; si le engaña, ¡allá ella y su conciencia! Mientras guarde las apariencias, él no la exigirá cuentas. Lo que no la perdonaría es que le engañara con el mamarracho de Zaldúa; si ha de llevar cuernos, que sea por lo menos de una persona decente, de un hombre cabal, no de un nacionalista de mierda.

Apura de un trago la copa de coñac. Mejor será que se subleven los de Loyola y que los navarros se queden en su tierra, porque los navarros son unos bárbaros y su sobrino Enrique un insensato. ¡Tan bien que se vivía en España hace unos años! ¡Tan contentas como estaban las personas de orden con la Monarquía! ¿Por qué meterse en líos de sublevaciones y de revoluciones, que llevarán al país a la ruina?

Valladolid

Valladolid

Las personas de derechas han reaccionado como Dios manda; el entierro del abogado Estefanía, que murió cuando el general Saliquet se posesionaba de este mismo despacho, ha sido prueba concluyente.

Mientras las fuerzas de orden público, en colaboración con el ejército, dominaban la ciudad y están dominando rápidamente la provincia, las organizaciones civiles han manifestado vitalidad y no se dejan acoquinar. La Falange Española y su jefe, Onésino Redondo, están demostrando ser importantes auxiliares, tanto para mantener la vigilancia y pacificar la ciudad, cuestión prácticamente conseguida, pues salvo los pocos emboscados que hacen fuego, y que cu la estación los ferroviarios se han declarado en huelga, el resto permanece tranquilo y sometido a la autoridad militar. No sólo colabora la Falange, sino también los miembros de la llamada Milicia Ciudadana, a los cuales ha hecho distinguir con un brazalete de aspas verdes.

Considerando que puede contar con la cooperación ciudadana para el restablecimiento del orden en la provincia, ha llegado el momento de organizar la columna militar que debe marchar sobre Madrid, empezando por ocupar el alto del León, en la sierra de Guadarrama.

Las noticias que de Madrid se reciben son pésimas. Por mucho que se asegure que el Gobierno miente, y no cabe duda de que lo hace, el golpe militar en Madrid ha fracasado; parece cierto que a Fanjul le han hecho prisionero y que García de la Herrén ha sido vencido y muerto en Carabanchel. La alternativa se presenta clara: o desde Castilla se va sobre la capital, o los de la capital pasarán los puertos y vendrán sobre Castilla. El adagio «quien da primero da dos veces» es, militarmente, más válido que el de «reirá mejor quien ría el último». En cualquier caso, hay que procurar cumplir con ambos adagios: dar el primero y reír el último.

Si Burgos y Navarra envían gente a Somosierra y Navacerrada, como así parece que se disponen a hacer, y Cabanellas desde Zaragoza puede desplazar tropas a Guadalajara que enlacen con quienes allí y en Alcalá se han alzado, Madrid y su Gobierno van a verse metidos en un aprieto. Según se deduce de los comunicados leídos por las emisoras, la guarnición de Madrid ha quedado pulverizada; escasas son las unidades que han permanecido adictas. Con paisanos, por muy armados que estén, no se defiende una ciudad. Un inconveniente al que hay que prestar atención: parte importante de la aviación se mantiene fiel al Gobierno. Por dos veces, los aviones gubernamentales han sobrevolado Valladolid; se ha visto forzado a montar ametralladoras en la torre de la catedral y en la propia Capitanía. Pero los aviones de que el Gobierno puede disponer son pocos, aunque ellos no cuentan con ninguna arma antiaérea, ni para defender la población y los cuarteles, ni para proteger a las columnas. Habrá que fastidiarse, y si atacan aviones, hacerles frente y hostilizarles con medios improvisados; si no combatirla eficazmente, se logrará reducir su poder destructivo y desmoralizador.

Para organizar la columna, lo primero que necesita es proporcionarse material de transporte: camiones para trasladar los soldados, piezas de artillería y escalones de amunicionamiento, provisiones, la cartuchería. Los falangistas han prometido los hombres que sean precisos, tanto para completar los efectivos de las compañías de infantería como para formar centurias de voluntarios con sus propios mandos.

Por el momento no dispone de bastantes hombres de tropa; las unidades están flojas de efectivos y la situación viene agravada por el considerable número de permisos de verano que se habían otorgado, posiblemente con la malévola intención por parte del Ministerio de disminuir la potencia de cada uno de los regimientos.

La columna contará incluso con transmisiones y sanidad. Para mandarla, nadie tan caracterizado como el general Ponte, tanto por sus dotes de mando como por la sólida preparación militar que le acredita.

De las guarniciones de Levante no se reciben noticias; tampoco de Castilla la Nueva, ni de algunas de Andalucía; pero, poniéndose en el peor de los casos, que esas guarniciones se inclinaran de parte del Gobierno, tampoco es de creer que el esfuerzo que puedan prestar a la defensa de Madrid sea demasiado importante. La acción de las columnas tiene que ser rápida y enérgica; no darle tiempo al Ministerio para llevar a cabo una reorganización de las fuerzas.

Encima del mapa extendido sobre la mesa destacan unas cuartillas en las que ha tomado diversas notas: «Un grupo artillería, transmisiones, un escuadrón de Farnesio con ametralladoras, un batallón de infantería. ¿Qué efectivos se dispone? Intendencia, sanidad, voluntariado: Falange y Juventudes de Acción Popular…».

—¡Comandante! Cíteme para dentro de una hora al general Ponte y a los jefes de Cuerpo.

—Sí, mi general.

—¿Estuvo usted esta mañana en el entierro de Estefanía?

—Aquello no parecía un entierro, mi general, sino una manifestación patriótica. Hacía muchos años que no veíamos algo tan verdaderamente emocionante. En Valladolid puede haber mucha rojez y mucho puño cerrado, pero también hay muchas personas dignas y de un españolismo a toda prueba. Y lo están demostrando.

—Falta que se normalice la vida de la ciudad, que se abran todos los establecimientos y que los obreros se pongan a trabajar como es debido, porque, al que no lo haga, habrá que sentarle la mano.

—Mi general, el bando del señor gobernador ha causado efecto favorable entre los vallisoletanos, y es que, como muy acertadamente se decía en él: «En pocas horas está quedando en España roto el mito y desvanecido el fantasma amenazador del marxismo y los sin patria. Ha bastado el gesto del Ejército español, maravillosamente secundado por grupos patriotas, para lograr tal efecto». Eso es lo que ha ocurrido en esta ciudad.

—Nuestro objetivo ahora es el Alto del León, y después Madrid.

Aranda de Duero

Aranda de Duero

Carlos Miralles, nombrado por el general Mola capitán honorario, regresa a Aranda de Duero con sois camiones, en donde van los componentes de la compañía de voluntarios que ayer domingo salió de Burgos a ocupar el puerto de Somosierra en espera de que llegue la columna militar.

No se siente tan optimista como cuando ayer por la mañana, con una gran bandera monárquica desplegada, recorría esta misma carretera en compañía de sus amigos madrileños de Renovación Española. Además de un camión cargado de armas, municiones y bombas de mano, le acompañaban un grupo de treinta falangistas burgaleses que le cedió el jefe provincial, mandados por el exlegionario Juan Mingo, y una docena de guardias civiles a las órdenes de un cabo. El hecho de llevar desplegada su bandera, la primera que ondeaba en aquel territorio teóricamente republicano, y saber que era precisamente él quien mandaba aquella fuerza, muy a vanguardia de cualquier otra, le hacía sentirse feliz y confiado y respirar a pleno pulmón.

Al pasar por Lerma, camino de la Sierra, un pequeño tiroteo con que fueron hostigados les obligó a entrar desplegados en guerrilla. En Aranda de Duero también cambiaron algunos tiros; aquello les servía para foguearse. En El Milagro se reunieron con su hermano Manuel y los que con él se habían replegado. Le dieron cuenta de la muerte de Villajimena y de cómo los otros habían sido sorprendidos y hechos prisioneros. Antes de amanecer coronaron el puerto y alcanzaron la boca del túnel. El herido enemigo todavía no había expirado; su vista les impresionó desfavorablemente. En otro orden de sentimiento, también les emocionó el cadáver de Villajimena, que fue trasladado a Aranda para ser enterrado con los debidos honores. En cuanto al comunista, o lo que fuera, que parecía próximo a expirar, acordaron dejarlo alojado en una caseta de peones camineros. Desde allí mismo telefoneó al alcalde de Buitrago, avisándole su inmediata llegada. No consiguió comunicar con el jefe de puesto de la Guardia Civil. Telefoneó a Robregordo, al puesto de la Guardia Civil, conminando a su jefe a que se pusiera a sus órdenes en favor del movimiento iniciado para la salvación de España. El hombre vacilaba; acabó diciéndole que él no atendería más que a requerimiento de mandos de la Benemérita o del ejército, no de elementos civiles. De todas maneras, anunció que no les atacaría; pensaba retirarse a Buitrago y a Madrid, de acuerdo con órdenes recibidas de la capital.

Poco después hicieron prisionero a un motorista de la Guardia de Asalto; probablemente un enlace. Dos más consiguieron escapar. Al interrogatorio contestó que, por la mañana, los cuarteles de Madrid estaban cercados y eran atacados con artillería y aviación y que su asalto o rendición eran inminentes. En ese preciso momento ha comenzado a fracasar la expedición. El cabo de la Guardia Civil se ha descompuesto y ha desmoralizado a otros guardias, comentando con acento derrotista que los de Madrid atacarían con fuerzas importantes y que era suicida permanecer allí con efectivos tan reducidos, sin apoyo de artillería ni disponer siquiera de ametralladoras. Los falangistas burgaleses, salvo Mingo y algunos otros, también daban muestras de desasosiego e indisciplina. La idea de ser atacados por fuerzas organizadas les inquietaba. Es posible que se hayan mezclado puntillos de índole política y que incluso desconfiaran de sus dotes de mando, y que aquella soledad, en tierra de nadie, les impusiera. Ha decidido retroceder hasta Aranda de Duero o hasta donde encuentre la columna militar que viene a las órdenes del coronel del Regimiento de San Marcial, José Gistau. Reorganizará su compañía con bases más sólidas; el coronel no dudará en proporcionarle los elementos necesarios, puesto que, en definitiva, va a ser vanguardia destinada a sacarle del fuego las peores castañas.

El automóvil de Carlos Miralles marcha delante de los demás. Al doblar una curva de la carretera, un soldado con el arma al brazo les hace señas de que se detengan. Frena en seco y levanta la mano para indicar a los camiones de la columna que frenen a su vez. Una escuadra, que debía montar guardia, despliega con las bombas de mano prevenidas, pero la bandera monárquica y los tricornios de los guardias parecen tranquilizar al cabo, que recomienda a los soldados que se mantengan en calma.

—Soy Carlos Miralles, capitán de esta compañía de voluntarios. Deseo entrevistarme con el coronel Gistau. Supongo que ésta es la avanzadilla de su columna.

—Sí, señor; pero el grueso queda en Aranda de Duero. Ayer fuimos atacados por un avión y ametrallados; el coronel ha decidido no continuar el avance hasta que anochezca.

—¿Dónde podremos encontrar al coronel?

—No se lo puedo decir. Sigan por la carretera hasta Aranda.

Continúan a poca velocidad; descubren una compañía camuflada bajo los árboles; al pasar, unos y otros se saludan y cruzan algunos vivas.

Junto a Carlos Miralles, que conduce el automóvil, va sentado Juan Satrústegui.

—Es absurdo que una columna, motorizada además, marche con semejante lentitud porque un solo avión les haya ametrallado. A este paso pierden un día entero; podrían hallarse en lo alto y haberse apoderado de esos pueblos; la Guardia Civil del puesto de Robregordo y de otros se quedaría, en lugar de replegarse hacia Madrid. Una columna y su coronel tienen autoridad suficiente para que los jefes de puesto les obedezcan.

—Quedarnos nosotros allá era inútil. La mayor parte de nuestros hombres, por unas u otras causas, van desmoralizados; y de un soldado desmoralizado es mejor deshacerse.

—Pienso pedir al coronel Gistau que me proporcione una sección, por lo menos, de ametralladoras. Y que me autorice a licenciar al que, por lo que sea, no desee venir conmigo. Ese cabo de la Guardia Civil no me gusta cómo se comporta. O manda él, o mando yo. Los que por cuestiones políticas no quieran sumarse a nuestra compañía y luchar bajo nuestra bandera que se queden encuadrados en la columna; en ella pueden representar un buen papel.

—Mingo me parece buen elemento; algunos de los falangistas, también. ¡Pero los otros!…

—Ésa es la pega cuando los voluntarios se señalan a dedo.

Al entrar en Aranda ven establecidas guardias; aflojan la marcha. Ante un centinela detienen el automóvil.

—Soy el capitán Miralles; deseo presentarme al coronel Gistau.

El soldado requiere al cabo de guardia, que se aproxima al coche, les observa y se cuadra sin convicción.

—Mejor es que les acompañe a ustedes un enlace.

Un soldado en mangas de camisa, que sube en el estribo del coche, les mira un poco extrañados. Carlos hace señas a los camiones de que se coloquen en lugares que resulten poco visibles para el caso de que volviera a atacar la aviación. Cuando el automóvil arranca, el soldado se inclina hacia él.

—Tome por esa calle; luego tuerza a la derecha.

Barcelona

Barcelona

El trayecto que separa el Sindicato de la Construcción, donde acaba de celebrarse la reunión del Comité Regional, del Palacio de la Generalidad de Cataluña es muy corto, pero los miembros del Comité de Defensa han decidido recorrerlo en automóvil. A los coches que ocupan les sigue una pequeña caravana a manera de escolta. Los del Comité y los que les escoltan, armados con toda clase de armas, fusiles, pistolas ametralladoras, pistolas y hasta bombas de mano, desean hacer un alarde de fuerza y al mismo tiempo precaverse —¿por qué no?— contra una improbable pero posible encerrona.

Buenaventura Durruti, a pesar de que en innumerables mítines en los cuales ha tenido que intervenir ha usado con soltura la palabra, se considera fundamentalmente hombre de acción. Fía en su palabra, pero más confía en la pistola que lleva al cinto y en el fusil sujeto entre las rodillas.

Los miembros del Comité de Defensa se sienten hermanados de antiguo, pero su hermandad ha quedado definitivamente sellada en estos tres días de lucha, riesgo, fatiga y gloria. En estos tres días han jugado fuerte y han ganado más de lo que esperaban, porque la ciudad les pertenece. Falta uno de ellos, su camarada más querido: Francisco Ascaso. Durruti no suponía que pudiera amarse tanto a un compañero. Juntos vivieron una existencia azarosa de peligro y acción, en España —Zaragoza, Gijón, León y otras ciudades— y en París, Argentina, Uruguay, Paraguay, Cuba, Chile, Méjico, compartieron las mayores aventuras y sortearon los mayores peligros, testimoniando con su mutuo compañerismo, con su decisión y coraje en pro de la causa del anarquismo. Y ahora Ascaso ha muerto. Sustituyéndole les acompaña su hermano Joaquín. Buenaventura Durruti, que desde siempre se ha jugado la vida y que ha sabido matar con pulso firme, al recordar a su compañero vuelven a llenársele los ojos de lágrimas.

Cualquier pasión de orden sentimental debe ser desterrada; hay que luchar contra ella; los momentos son decisivos: la CNT y la FAI son dueños de Barcelona y de Cataluña entera. Ha sonado la hora del anarquismo. Companys, honorable presidente de la Generalidad de Cataluña, desea hablar con ellos. ¿Qué pretenderá? ¿Qué proposiciones va a hacerles a los de la CNT y la FAI, a los perseguidos, a los que gobernadores de su camarilla, agentes de su policía, guardias a sus órdenes han estado machacando implacablemente; a quienes ayer aún les negaba o regateaba las armas cuando se trataba de luchar contra enemigo común? Ellos van a mostrarse firmes y a exigir lo que en derecho y por la fuerza les corresponde: la facultad de llevar adelante la revolución obrera, la única, la que no admite politiquerías ni mixtificaciones. Ellos no aspiran a gobernar, pero la posición conquistada por la revolución anarcosindicalista no piensan dejársela arrebatar: la defenderán con la palabra y empuñando las armas. Nadie es más fuerte que ellos. La Guardia Civil tardíamente ha tomado partido por el Gobierno y ha luchado a su lado; a estas horas, los números están desconcertados y han perdido su eficacia como cuerpo de represión. De los de Asalto muchos se sienten de corazón con el pueblo. El ejército queda triturado; las pocas unidades que no se han sublevado y los jefes y oficiales antifascistas no serán capaces de reorganizarlo eficazmente. Los Mozos de Escuadra son escasos; nada más que una guardia presidencial. En cuanto a los paisanos catalanistas y de partidos pequeñoburgueses que pretendieran enfrentarse con ellos, no les causan el menor miedo. No es únicamente en la debilidad del enemigo donde se forja el origen de su confianza, sino en el poder propio. El proletariado barcelonés alzado en armas, se mantiene vigilante; se han improvisado barricadas, se han fortificado centros y sindicatos. Los militantes están dispuestos a no dejarse arrebatar por políticos burgueses la victoria tan difícilmente conquistada.

Mientras se hallaban reunidos en el Sindicato de la Construcción, convertido en un blocao y cuartel general, con Marianet, Santillán, Souchy y con otros militantes, ha sonado una llamada telefónica. Marianet Vázquez ha cogido el aparato; ha puesto cara de sorpresa: «Sí, aquí el secretario del Comité Regional». Con los ojos iluminados por la alegría, pero con expresión zumbona, ha seguido: «Sí… sí… sí, muy bien. Vamos a estudiarlo ahora mismo». Se les ha quedado mirando uno por uno; y lentamente les ha comunicado: «Companys ruega que una delegación del Comité Regional acuda a entrevistarse con él». La sorpresa ha sido mayúscula. Antes de que nadie tomara la palabra, el propio Mariano Vázquez, que es templado cuando el momento lo requiere, ha dicho: «Compañeros, se reúne el Comité Regional con asistencia de todos los componentes del Comité Confederal de Defensa, aquí presentes».

La reunión ha sido larga y agitada. Nadie estaba de acuerdo con los demás, todos discutían; proponían unos no acudir, a varios les parecía que era buena ocasión para destituir al presidente de la Generalidad y proclamar en Cataluña el comunismo libertario, recelaban otros que se tratara de una emboscada. Con la voz enronquecida, los reunidos se sostenían a fuerza de nervios, de tabaco y de café.

La caravana armada asciende por la calle de Jaime I camino del palacio de la Generalidad; han acordado acudir a la entrevista. Aunque no ha resultado factible aunar las posiciones, se ha impuesto un criterio moderado. García Oliver ha planteado el dilema: o colaboración, o dictadura anarquista. Lo que se proponen es averiguar la actitud de Companys; han decidido permitirle hablar sin dejarse envolver ni intimidar. Antes que aceptar acuerdos precipitados es preferible escudarse en que a las organizaciones les corresponde decidir. Conviene desde el primer momento dejar constancia ante Companys de que la fuerza está en manos anarcosindicalistas, y que se harán respetar en cuanto a su derecho de avanzar sin descanso por las vías de la revolución. Con esa condición y colaborando con quien sea para proseguir la lucha antifascista hasta la total derrota del enemigo, pueden entenderse en la base. Los hombres necesitan un descanso, un brevísimo descanso, el justo para recuperar fuerzas; es un deber ineludible acordarse de los compañeros de Zaragoza, sorprendidos y atrapados por el golpe de audacia fascista. Rápidamente hay que disponerse a ayudarles; a vengarles si resulta tarde para la ayuda. Los confederales deben formar columnas para acudir a Aragón; a quienes se titulan Gobierno, compete facilitar los elementos necesarios, muchos de los cuales se hallan en su poder.

Los automóviles frenan en medio de la plaza de la República. En el balcón principal de la Generalidad ondea una gran bandera catalana. Un retén de Mozos de Escuadra vigila la puerta. Las bocacalles aparecen tomadas por guardias de Asalto y paisanos con brazaletes de los colores catalanes.

Los representantes de la CNT y la FAI, formidablemente armados, descienden de los coches; los Mozos de Escuadra permanecen tranquilos. Un comandante, que debe ser su jefe, se adelanta hacia el grupo que a la misma puerta han formado Durruti, García Oliver, Joaquín Ascaso, Ricardo Sanz, Aurelio Fernández, Gregorio Jover, Antonio Ortiz, y «Valencia».

—Somos los representantes de la CNT y la FAI; Companys nos ha llamado y aquí estamos. Ésos que nos acompañan son nuestra escolta.

Madrid

Madrid

Don Manuel Azaña Díaz, presidente de la República Española, ha aprovechado un momento de calma para retirarse a sus habitaciones; se ha despojado de los zapatos, de la americana, se ha quitado el cuello y la corbata y se ha tumbado sobre el lecho. Se siente aniquilado, en el límite mismo de sus fuerzas físicas. Una opresión dolorosa le martiriza en el lado izquierdo del pecho; y aunque la siente hueca y como desequilibrada, sólo la cabeza se mantiene lúcida. Pero tampoco puede fiarse de ella si no se recuperara con el descanso; alucinaciones, ideas, imágenes, recuerdos, fantasías, se cabalgan unas sobre otras, se atropellan, amenazan con confundirse en el caos. Una actividad mental irritativa, que apenas puede controlar, le produce temor, casi vértigo. Desearía dormir, más que nada dormir, para descansar, para calmarse, para restablecer el equilibrio amenazado, para olvidar, para escapar siquiera por unas horas de esta realidad que le acongoja y amedrenta. De las últimas sesenta horas apenas ha dormido cuatro, y estas sesenta horas han sido las más dramáticas, intensas y peligrosas que ha vivido en su larga y experimentada existencia, y han sido peligrosas, intensas y dramáticas, porque se ha visto obligado a tomar decisiones gravísimas, frente a su conciencia y frente a su responsabilidad de jefe de Estado, decisiones que influirán en la historia de España; y no siempre las resoluciones que ha adoptado estaban de acuerdo con su libre voluntad ni con lo que a su conciencia le parecía mejor. Ha decidido acuciado por presiones externas, arrollado por las circunstancias, influido por el apremio, tratando de elegir, no el bien sino el mal menor, porque las puertas del bien, de lo mejor, se le habían cerrado a machamartillo, y entre dos males se ha visto obligado, sin tiempo siquiera para meditar serenamente, a escoger el que ha creído menos millo.

Quiere dormir, desea dormir, se esfuerza por dormir, pero la voluntad se le disuelve; mentalmente repasa los acontecimientos de estos tres días, que no sabe si ha sido un solo día, un día terrible, largo, oscuro, como será el del juicio final. Después, cuando el vértigo le domina, cuando cree notar que la cabeza no descansa sobre la almohada y le parece que el cerebro «va a estallar», pues no halla mejor expresión que la trillada frase hecha, trata de relajarse, de borrar el pensamiento como quien pasa un trapo por la pizarra escolar, pero tan pronto como se inicia un pequeño alivio, la actividad mental se desencadena irrefrenable. Ni él mismo es capaz de reconstruir los hechos tal como se han ido produciendo. Las noticias del levantamiento en África, primero confusas, como carentes de trascendencia, después afianzándose en su importancia cuando la Alta Comisaría y los resortes del mando pasaban a manos rebeldes. Más adelante, rumores, adopción de medidas, la rebelión de Queipo de Llano, donde menos se esperaba, coronada por un éxito inicial, y Franco en Canarias, que al proclamarse jefe del movimiento africano daba la medida de la extensión del golpe militar. La tensión en Pamplona y en Burgos, las presiones políticas para armar al pueblo, las dudas sobre la lealtad de los mandos militares, sobre la disciplina de las fuerzas de orden público, la desconfianza irrumpiendo por doquier, filtrándose como elemento disolvente. Valladolid, otra plaza que se pierde, y Zaragoza, a despecho de la gestión de Núñez del Prado en que confiaba Casares. Casares Quiroga primero tan seguro y a medida que transcurren las horas van dominándole los nervios, la irritación, para acabar destruido, desfondado. Y de nuevo los interrogantes: ¿qué es en realidad la conspiración? ¿Quiénes son los comprometidos? Presidente de una República en crisis total, terrible y nunca prevista crisis, lo ignora todo porque no halla informador objetivo y cada cual le aconseja o trata de influir de acuerdo con sus previas posiciones políticas. Parece que puede conjurarse la sublevación, que pueda pactarse. Se busca a Sánchez Román; Miguel Maura reclama una autoridad para propugnar soluciones que Largo Caballero y los partidos obreros se niegan a concederle, ni siquiera aceptan colaborar con él. La República se tambalea entre dos amenazas; dictadura militar y revolución. Diego Martínez Barrio aporta toda su influencia personal dispuesto a jugar las importantes cartas que tiene en sus manos; los republicanos le apoyan, no muy convencidos, bastante atemorizados. La calle presiona, la Casa del Pueblo amenaza, los rebeldes no admiten tregua ni diálogo previo. El general Mola se subleva en Pamplona. Martínez Barrio fracasa y abandona decepcionado. La sangre ha empezado a correr. Desembarcan moros en Cádiz y Algeciras, los facciosos se apoderan de Córdoba. Indalecio Prieto renuncia a su postura de templanza. Las consultas resultan agobiantes; él se esfuerza por mantener la legalidad. Madrid vive bajo la impresión de que es inminente que las tropas amotinadas pasen al ataque; ni siquiera el Palacio de Oriente está seguro, se halla a tiro de cañón del cuartel de la Montaña. En lo personal y en lo político, Madrid es la pieza maestra. Resulta difícil hacerse cargo de la situación; crisis de gobierno, crisis de autoridad, crisis de confianza, la verdad está en crisis, los acontecimientos se precipitan, cuando llega una información y se comprueba su veracidad, ya ha venido corregida por distintas circunstancias que le dan nuevo valor o la despojan de su validez. Giral forma gobierno con hombres republicanos de buena voluntad, cuenta con el apoyo de los socialistas, que tras las disensiones internas del partido, parecen haberse puesto de acuerdo, tácita o expresamente. Además de Indalecio Prieto, por la ejecutiva del Partido Socialista, ha creído indispensable consultar con Largo Caballero como representante de la UGT, consulta insólita dentro de las normas constitucionales, pero que la ocasión hacía indispensable. Y las noticias siguen precipitándose, martilleando con la lógica de los hechos cumplidos: la guarnición de Barcelona se apodera del centro de la ciudad, las fuerzas de orden público y el pueblo catalán presentan batalla. Sublevación en Asturias, en Málaga, en Granada, en Cáceres, en Zamora, en Salamanca, Ávila, Segovia… De nuevo se plantea agudizada la cuestión de las armas y la formación de batallones de voluntarios socialistas. A media tarde, la noticia más esperanzadora; el general Goded hecho prisionero en Barcelona se ha rendido; sólo algunos núcleos rebeldes desmoralizados se mantienen a la defensiva. Con el hundimiento de la rebelión en Barcelona, la capital arrastra a Cataluña entera. Ha recibido la visita de los artilleros que se disponían a cañonear el cuartel de la Montaña, ha recibido a un soldado que desertó del cuartel, ha oído los cañonazos, los bombardeos, las detonaciones ininterrumpidas desde el amanecer hasta la hora del almuerzo, ha visto el humo de los incendios de las iglesias, ha sufrido la amenaza de las tropas de Carabanchel, ha recibido comunicados, sobre nuevos pronunciamientos en Galicia, de que la situación se complica en Levante, del alzamiento en Albacete, de que Toledo amenaza. Los nacionalistas vascos apoyan al gobierno, pero en San Sebastián se acuartela la guarnición. A su alrededor ha percibido confianza, indecisión, miedo, arrojo. No puede ignorar que su autoridad se ha debilitado, que la República pasa a convertirse en símbolo y nombre, que puños en alto y banderas rojas dominan, que la Escuadra en poder de subalternos y marineros amotinados que remedan la revolución soviética ha perdido eficiencia combativa. Muertos y muertos, y amenaza de más muertes; se han apoderado de la fuerza quienes no les importa que se derrame sangre.

Se incorpora y toma una segunda pastilla; es necesario que duerma, que descanse, no puede quedarse en la cuneta; está en el baile y ha de bailar a pesar de que no tenga ganas ni sepa llevar el ritmo. ¿Qué se ha hecho de los miles de cerrojos custodiados en el cuartel de la Montaña? ¿Quiénes se armarán con ellos? Milicianos y militares reunidos salen para la Sierra y en dirección a Alcalá y Guadalajara; a Riquelme le han mandado organizar una columna para atacar Toledo. El enemigo está a las mismas puertas de Madrid, y aun dentro de Madrid puesto que el tiroteo envuelve a la capital en una red peligrosa. Ha firmado decretos y decretos; nombramientos, destituciones, leyes. Los soldados han sido licenciados, pero ¿no será una medida contraproducente que privará de ejército regular a la República? Los soldados encuadrados en las unidades rebeldes, no se aprovecharán del licenciamiento en zonas en que la República es desacatada; los militares saben mantener la disciplina. España partida, España dividida. Fascistas, requetés, militares, socialistas, comunistas, anarquistas, y un Gobierno de republicanos. España es todavía una República y él, Manuel Azaña su presidente, aunque sobre el mapa y con las dudas consiguientes a una información defectuosa, parece perfilarse que sólo es presidente de una mitad; y aún en esa mitad, y en zonas donde se debate la suerte, su autoridad ha quedado sumamente limitada. Le están arrinconando, le arrinconarán, le dejarán como símbolo para cuando les convenga utilizarlo.

¿Quién tiene enfrente? Manuel Goded ha sido hecho prisionero, informes de última hora, transmitidos desde Lisboa, anuncian la muerte de Sanjurjo; en el Ministerio de la Guerra informan que Mola encabezaba la conspiración, pero el general Franco se ha puesto al frente del ejército más temible y dirige manifiestos a los militares y a la nación entera; incluso ha enviado un radiograma al presidente del Consejo protestando por el bombardeo aéreo de Tetuán, amenazando con exigir responsabilidades e intimidándole a la entrega del mando. ¿Quién tiene enfrente? ¿Está España entrando en el horror de una guerra civil? Lo que ocurre desde hace tres días, ¿es el planteamiento de una guerra civil? ¿Qué sucederá en tal caso? ¿Podrá resolverse el conflicto, atajarse el daño? ¿Cómo? ¿Quién es capaz de ponerle el cascabel al gato? ¿Predominará la voluntad de acometida, de homicidio, de lucha, que hoy parece plebiscito adónde han acudido a depositar fratricidamente su voto los españoles? Manuel Azaña, Presidente de la República Española, no sabe darse contestación a estas preguntas que le conmueven, turban y espantan.

Los pensamientos van perdiendo intensidad, dejan de dolerle, comienzan a confundirse, a debilitarse; la segunda pastilla se muestra eficaz. Manuel Azaña, se adormece.

Sobre los tejados madrileños suenan detonaciones aisladas. Las golondrinas vuelan altas sobre la plaza de Oriente, sobre el Campo del Moro, sobre la Casa de Campo. Por encima de la capital, el humo de los incendios pone una nota inquietante en la tranquilidad indiferente del crepúsculo.