La Coruña
A Juanita Capdevilla, esposa del gobernador Pérez Carballo, hace un momento que el alcalde Suárez Ferrín la ha sacado del edificio del Gobierno Civil y la ha dejado refugiada en una farmacia próxima. En el edificio no queda más mujer que esta abnegada y esforzada Pepiña, que desde que ha comenzado el ataque se afana por auxiliar a los heridos.
En el momento en que la artillería ha empezado a disparar desde lo alto del Parrote ha comprendido que la resistencia va a hacerse difícil. Un proyectil le ha destrozado el despacho; por fortuna, no se hallaban reunidos allí. La mayor parte de los diputados, miembros del Comité de representantes del Frente Popular y las sindicales obreras, políticos, correligionarios y oficiales de orden público se muestran partidarios de continuar resistiendo; sin embargo, le parece advertir que se expresan en esos términos más por compromiso, por aguantar el tipo, que por convicción y que sobre el resultado final se muestran pesimistas. Los guardias de Asalto, principales defensores del edificio, dan señales de desfallecimiento, de escaso entusiasmo; se han filtrado rumores de que algunos se han entregado en la calle a los rebeldes sin oponerles resistencia. En el propio Gobierno Civil se ha producido una situación confusa, y hasta que el capitán Tejero no lo ha ordenado de manera tajante, los guardias no han disparado ni con los fusiles ni con los morteros de que disponen.
Las malas noticias han ido sucediéndose sin descanso. Correos y Telégrafos, la Telefónica, la Emisora de Radio, han caído en manos de los rebeldes. Lo más grave es que, tras un fuerte tiroteo, que no sabían cómo interpretar, les han informado de que la Guardia Civil atacaba a los sindicatos, y en seguida se ha iniciado el ataque contra el Gobierno Civil, que queda aislado al ser atrapado entre dos fuegos.
Francisco Pérez Carballo, gobernador civil de La Coruña, está convencido de que nadie puede venir en su auxilio, de que nadie vendrá en su auxilio. Los militares sublevados comienzan a dominar las calles; poca oposición pueden hacerles los ciudadanos, los obreros, los pescadores, los campesinos que acuden de pueblos y aldeas, los mineros que confiaban en el poder de la dinamita. La partida se ha perdido. Las actitudes numantinas no tienen otro valor que el que pueda atribuirse a los gestos destinados a la exaltación de temperamentos románticos. Para que las actitudes numantinas puedan cumplirse, y no degeneren en tragedia bufa, es imprescindible que todos, unánime y espontáneamente, estén dispuestos a secundarlas.
Lo difícil es tomar determinaciones; averiguar cuál es el momento preciso de tomarlas y ponerlas en práctica. ¿No extremarán el rigor los vencedores cuanto más larga y sangrienta sea la resistencia? ¿Cuál será la medida que aplicarán los vencedores y cuál el grado de rigor que se atribuyen el derecho de aplicar? ¿Y por qué han de usar rigor con quien, de acuerdo con las leyes y con las obligaciones que le impone su cargo, ha cumplido con su deber?
Los interrogantes se encadenan; Francisco Pérez Carballo no acierta a responderse a sí mismo satisfactoriamente. Está convencido de que sus respuestas no coincidirán con la realidad de los hechos que está viviendo. Lo urgente es tomar una decisión, aunque desea consultarla con los demás. Ha llegado el momento de rendirse, de resignar el mando; la fuerza es la más poderosa de las razones, o de las sinrazones.
Desde el Parrote, la artillería continúa disparando con lenta y obstinada regularidad.
El Ferrol
Los buques de guerra surtos en la dársena de El Ferrol han arbolado bandera de combate. En el Arsenal, el caos es tan completo que nadie tiene clara noción de lo que está ocurriendo. La marinería, apoyada por muchos de los oficiales auxiliares y subalternos, se ha insubordinado y amotinado contra los jefes y oficiales del Cuerpo General y contra quienes les apoyan, que desean por su parte proclamar el estado de guerra y sacar fuerzas del Arsenal para unirse al ejército que se ha sublevado contra el Gobierno. ¿Quiénes son, pues, rebeldes? ¿Quién se halla dentro de la legalidad? ¿A quién corresponde obedecer si se desea cumplir con la disciplina y con la ley?
A Pachín Urízar García, marinero de segunda, le han añadido a un retén que tiene encomendada la guardia de unas instalaciones e impedir el paso de los oficiales del Cuerpo General que con infantes de marina pretenden salir del Arsenal por la puerta del Parque.
Lo que Pachín desearía es no meterse en nada y que alguien le precisara cuál es exactamente su obligación. Antes, los mozos llamados a reemplazo servían al rey; ahora, sirviendo a la República, no se sabe a quién se sirve. Según asegura el cabo que manda el pelotón, ni el vicealmirante jefe de la Base, ni el contraalmirante Azarola, comandante mayor del Arsenal, se han alzado contra el Gobierno: quienes lo han hecho son los jefes y los oficiales; por tanto, la marinería se ha amotinado contra quienes se hallan sublevados. Así lo ha explicado el cabo. Los hechos se han producido de golpe, sin que nadie supiera bien lo que hacía. Han roto la formación, han comenzado a vitorear a la República y al pueblo, y los más exaltados, abalanzándose sobre el oficial, lo han desarmado.
A Pachín le complace mantenerse alejado de los buques, que es donde el jaleo es mayor y donde continúan los tiroteos. Y, más grave aún, en los barcos han resultado muertos en el motín algunos oficiales. El comandante del España se rumorea que es uno de ellos. Nadie sabe quién va a salir triunfante; después, según quien venza, se exigirán responsabilidades. Si el Gobierno triunfa, los oficiales sublevados serán sometidos a consejo de guerra; pero si quien resulta vencedor es el ejército y los jefes y oficiales del Arsenal, y en el resto de España ocurre otro tanto, ellos serán acusados de motín y tratados como rebeldes. Fusilarlos a todos no lo harán, pero la actitud de la marinería va a ser juzgada con sumo rigor. Desea no significarse, obedecer a quien sea; en este momento, al cabo Amoedo, su superior inmediato. Por obedecer, que es lo único que le han enseñado, nadie tiene derecho a castigarle.
El crucero Almirante Cervera, que está en el dique seco, como el acorazado España, carecen de munición porque ambos se hallan en lo que llaman «situación dos». Trabajan para ponerlo a flote y poder utilizar su artillería contra los edificios que ocupan los oficiales y también contra los militares que se han sublevado en El Ferrol.
El motín de la marinería ha comenzado en el acorazado cuando desembarcaba una compañía para intervenir en la lucha que se está sosteniendo en la ciudad. Un tercer oficial de artillería, Dionisio Mouriño, ha preguntado adonde se les llevaba, pues ha comprendido que conducían a la marinería a combatir contra el pueblo y las autoridades ferrolanas. Al producirse el chispazo se han cruzado disparos y ha muerto un teniente de navío, han herido a otro oficial y los demás han quedado prisioneros. Mouriño se ha erigido en jefe; están obligados a acatar su autoridad mientras no se presente quien haya de ejercerla en nombre del Gobierno.
El motín se ha corrido a los demás buques y ha prendido en tierra. En este momento, en el Arsenal, nadie sabe lo que ocurre; se duda de quién se inclina hacia un bando u otro. Salvo los más exaltados entre los marineros, los demás están dispuestos a acatar a quien les mande; lo que desearían es que no les metieran en líos peligrosos. Mejor que en esta zona no haya tiroteos; el cabo Amoedo, que es muy gallito, parece que lo esté deseando, y les obligará a ellos a disparar, con el peligro correspondiente y con las responsabilidades que después les pueden exigir. Por el momento tienen arrinconados a los oficiales y dominada la mayor parte del Arsenal; a la larga, ¿quién sabe lo que puede ocurrir? Un oficial es un oficial, y, salvo unos cuantos revolucionarios, los demás no se atreven a disparar contra los oficiales, por lo menos desde cerca; menos aún osarán ponerles la mano encima, y ni siquiera desobedecerles.
Pachín Urízar nació en Baracaldo. Cumple en el Arsenal del Ferrol el servicio; no desea complicaciones; se propone, durante el servicio, no efectuar más disparos que los correspondientes a la instrucción. Lo mismo le da el Gobierno que hay que cualquier otro; a su padre le ha oído comentar desde niño que todos son igual de malos. ¿Por qué le meten en este lío? ¿Ha de arriesgar su vida porque a unos oficiales se les antoje derribar al Gobierno, o porque Mouriño y otros de izquierda se empeñen en sostenerlo?
En la Marina sirve no por gusto, sino porque le obligan; de buena gana seguiría viviendo y trabajando en Baracaldo. Tiene novia, ha seguido unos cursillos de tornero; su padre trabaja de contramaestre en Altos Hornos, y él estuvo empleado de aprendiz. En la empresa tiene asegurada una plaza conveniente. Una vez en Altos Hornos, si hay que hacerse de la UGT porque todos los obreros deben sindicarse, pues se afilia y a otra cosa.
En el Arsenal ha corrido la sangre, y eso es malo; lo ha oído repetir a los viejos. Al abuelo Antón, que anduvo con los carlistas porque en el valle donde nació todos lo eran, siempre le oyó decir que cuando corre la sangre le cuesta detenerse. Después de lo que ha ocurrido habrá fusilamientos; ya se sabrá a quiénes les toca la china: si a los oficiales sublevados o a los que se han sublevado contra los sublevados. Pachín Urízar cobra cincuenta céntimos diarios, aparte de la manutención; no acepta responsabilidades por tan mísero jornal.
Sevilla
—El avión en que venía de Canarias el general Franco aterrizó ayer hacia las siete de la mañana; yo no estaba en Sania Ramiel, que es el aeródromo de Tetuán, me lo contaron. Nosotros ya nos habíamos trasladado a Ceuta. En la noche del viernes al sábado salimos del Zoco al Arbaa de Beni Hassan. Íbamos en plan de guerra, nos habían anunciado que podía haber barullo. Avanzábamos en columna por la carretera, con la bayoneta calada, dotación completa de campaña y bombas de mano. Estábamos satisfechos de pensar que habría tomate; para eso nos habíamos enganchado en la Legión y muchos de la Bandera no habíamos disparado ni un verdadero tiro, sólo ejercicios de puntería, nada, bagatelas…
—¿Y el general Franco, qué hizo, hijo?
—Le esperaban en las pistas el coronel Sáenz de Buruaga y otros jefes. Cuando aterrizó, fue el delirio. Marruecos entero estaba a esas horas en nuestro poder, sólo restaban operaciones de limpieza que aún no han terminado, pero en África no había un jefe, lo que se dice verdadero jefe. Y ese jefe, todos lo sabíamos, era Franco, el general, el legionario.
Aprovechando una oportunidad, Gerardo García Pérez de la Hermosilla, «caballero legionario», que acaba de llegar a Sevilla formando parte de los escasos efectivos que al mando del comandante Castejón, jefe de la 5.ª bandera del Segundo Tercio, han sido trasladados hoy por el aire desde Tetuán, ha hecho una breve escapada para visitar a su tía abuela, doña Juanita de la Hermosilla, de la cual estaba distanciado desde la desaparición de un valioso pendentif del joyero de la dama, hecho que ocurrió poco antes de que el joven Gerardo, abrumado por deudas de juego, por talones bancarios sin fondos y otras travesuras, decidiera alistarse en el Tercio de Extranjeros. Doña Juanita, que, a pesar de lo ocurrido, quiere mucho a su sobrino, ha recibido tan viva emoción al verle aparecer inesperadamente en su casa, que para reponerse está tomándose una taza de tila. Gerardito ha dicho que prefiere café, pero a manera de complemento se ha servido una copa de coñac, pues ha manifestado que venía desfallecido. Como la botella ha quedado sobre la mesita, se sigue sirviendo copas. Al pendentif no se le ha mencionado.
—El general Franco se dirigió a la Alta Comisaría de Tetuán y allá se reunió con los jefes libres de servicio.
—Entonces, ¿tú crees que Franco es quien manda?
—¡Desde luego…!
—Tú debes estar enterado puesto que estás metido de lleno…
Gerardo no sabe nada. El mismo sábado les llevaron de Tetuán a Ceuta por ferrocarril, allá se disponían a embarcar con la bandera de Vierna y el 3.er tabor de Regulares del comandante Amador de los Ríos para trasladarse a Cádiz o Algeciras. Hicieron preparativos, estaban prontos y pertrechados, se rumoreaba que no había barcos, salvo el Lázaro que carecía de escolta, que los gubernamentales dominaban el Estrecho; el gran despiste. Rumores sí que corrían muchos. Que la escuadra amotinada por los comunistas huía de Melilla, que la aviación había bombardeado Tetuán causando gran mortandad, que los moros se amotinaron, y que gracias al Gran Visir las turbas volvieron a la calma.
—A Franco le vi de muy cerca cuando por la tarde vino a Ceuta; los de la 5.ª le dimos escolta. ¡El despiporren! Nos costó trabajo abrirle camino, la gente gritaba ¡Franco, Franco, Franco! El hombre parecía satisfecho. ¡Un gran recibimiento! Militares, paisanos, cristianos y hebreos, soldados, legionarios. Todos le aclamaban. Tuvo que asomarse al balcón de la Comandancia. El coronel Yagüe estaba a su lado. El despiporren ¡vaya…!
—¿Quién es ese coronel Yagüe?
—¿No le conoces? ¡Ahí es nada! El jefe de la Legión; un tío con un par de… con mucho… con mucho coraje…
—A estos militares de ahora, apenas les conozco. ¿Ves? Franco, por ejemplo, sé quién es. Un hombre famoso ya cuando la guerra de Marruecos, como su hermano el aviador del Plus Ultra… Yo recuerdo a los de mis tiempos: al general Margallo, a Silvestre, al general Cavalcanti que todavía debe ser joven…
—Donde fue el acabóse es cuando se trasladó a Dar Riffien. El general quiso visitar el campamento de la Legión. Le auparon en volandas. Habló a los legionarios como él sabe hacerlo; lo primero fue anunciarles que desde aquel día quedaba la paga aumentada en una peseta para los individuos de tropa. ¡Una peseta más de sobras, no está mal para empezar! La Legión desfiló ante él y ante Yagüe su jefe. Nosotros, los de la 5.ª bandera, no estábamos allí. Luego regresó a Tetuán para condecorar al Visir. Franco va a ponerse al frente del ejército de África y pasaremos todos a la Península. En dos patadas echamos a la gentecilla ésta. Lo que pasa es que no hay barcos suficientes ni de escolta, que es peor, y que los aviones nos joroban.
—¿Habéis tenido buen viaje vosotros? ¿Es muy arriesgado ir por el aire?
—Veníamos como sardinas en lata, pero en avión el viaje se te hace corto. El general Queipo nos necesitaba. Somos cuatro gatos los que hemos venido; nos han paseado por Sevilla como si fuésemos coristas. Vamos ahora a operar en Triana; entraremos a punta de cuchillo. Bandidos y asesinos se han apoderado del barrio; nuestro comandante no es manco. Peco a poco, en avión, pasará toda la bandera, entonces operaremos en la provincia.
—La llegada de la Legión ha causado gran júbilo en Sevilla, hasta a una vieja como yo, que vive retirada, han venido a comunicármelo…
—No somos muchos; cuando esté aquí toda la bandera, verás lo que es bueno.
—Y Franco, ¿cuando viene para aquí?
—Cuestión de horas. Tiene que organizar las columnas para marchar sobre Madrid.
—Por radio han comunicado que el Gobierno había huido de la capital…
—Si no huyen, nosotros les echaremos.
No es mal muchacho, Gerardo. Su padre fue incapaz de educarle como debía; su padre era un hombre vulgar, un comerciante forastero que engatusó a su sobrina, tan fina ella, tan bien criada; tuvo la desgracia de morir joven, y el chico se educó en Madrid, con la familia del padre, unos García cualquiera.
—¿Y has tenido que entrar en fuego?
—Hasta ahora, la verdad es que no. A punto sí hemos estado. El sábado, al amanecer, rodeamos la Alta Comisaría, en Tetuán. Si no llegan a rendirse tomamos el edificio por asalto. Acechábamos desplegados por los jardines. Primero salió en coche, la mujer del Alto Comisario. Más tarde él, un capitán masón, a quien Sáenz de Buruaga conducía detenido a la Alcazaba. La Guardia Civil se nos había rendido sin un disparo.
—Hijo… ¿Cómo se vive en el campamento? No comprendo por qué hiciste esa locura.
—La inexperiencia, tía, la inexperiencia. Allá no estoy mal, sólo que la paga, la del legionario raso, se entiende, es corta, y una peseta más al día no nos aliviará gran cosa. En la Legión hay de todo, tía; para un pastor de Extremadura, pongo por caso, para un ferroviario de Venta de Baños, para un destripaterrones gallego, para un obrero sin trabajo, o para un carterista en derrota, es suficiente lo que nos pagan, pero verá, cuando se trata de alguien como yo, que tengo que alternar de vez en cuando, y quedar como un señor…
—Tienes razón, mucha razón: Aunque García sea tu apellido, eres un Pérez de la Hermosilla, y eso obliga.
—Voy a contarte algo para que veas la fuerza de los apellidos. Como en la bandera hay muchos García, y bastantes Pérez, casi todos me llaman Hermosilla…
—Muy bien, hijo. Me pones contenta; en la guerra el militar puede dar lustre a los nombres. Uno de nuestros antepasados, don Ramiro de la Hermosilla y Argüelles, murió en la batalla de Bailén.
A su tía no puede explicarle con qué retintín le llaman Hermosilla; no lo entendería. Tampoco conviene contarle que a más de uno ha tenido que partirle la boca por tal motivo.
Doña Juanita de la Hermosilla le prende a su sobrino en la camisa verde una medalla de la Virgen de la Esperanza y le pone en la mano, con disimulo, unos billetes arrugados, que él desliza en el bolsillo con idéntico disimulo.
—Guapo eres, hijo. ¡Si no hubieses sido tan golfo…!
—En la Legión, tía, no hay pasado, «nada importa tu vida anterior». El valor, el desprecio a la muerte, es la verdadera virtud de los hombres Tu apellido quedará en el lugar que merece; te lo juro por esta medalla que me prendes, y que no me quitaré del pecho ni vivo, ni muerto.
La tía, emocionada, le acompaña hasta la puerta. No ha hecho comentarios sobre un tatuaje, que a pesar de que Gerardo ha tratado de ocultar bajándose la manga, se le descubre en el brazo izquierdo: una mujer que, accionando la musculatura convenientemente, ejecuta movimientos obscenos. La tía no ha conseguido examinarlo con detalle; en ciertos aspectos, tratándose de hombres jóvenes y solteros, se siente bastante tolerante, particularmente con los soldados si llega a haber guerra como puede suceder.
Le besa y abraza repetidamente derramando algunas lágrimas, y cuando Gerardo, a quien se le han humedecido los ojos, atraviesa la cancela, le dice en voz no muy alta, para que la camarera no pueda oírla.
—Para tranquilidad de tu conciencia, te comunico que el pendentif lo recuperé entonces, pagando al prestamista…
Pronunciadas estas palabras de media vuelta y cierra la puerta; desea evitar a su sobrino cualquier motivo de bochorno.
Gerardo, a quien la noticia no le afecta, se mete apresuradamente la mano en el bolsillo. Son tres billetes de a cien. ¡Menudas juergas si hay suerte y los hombres de Castejón se quedan en Sevilla unos días! Se habla de operaciones en la provincia una vez terminada la limpieza de Triana. Mejor que esperaran unos días, porque aunque se disparen tiros por las azoteas, no faltará donde divertirse y gastarse alegremente los sesenta machacantes de la tía Juanita. Acelera el paso, no vaya a ser que le echen en falta y le metan un paquete; corrían voces de que el general Queipo de Llano quería pasarles revista. Desprende la medalla del pecho y utilizando el mismo imperdible se la prende por la parte interior de la verde camisa de legionario.
Cascaes
Está nervioso; las más pequeñas contrariedades le irritan. Se ha visto obligado a andar de un lado a otro resolviendo las dificultades que se presentan para despegar de un aeródromo portugués y trasladar a Burgos al jefe del Estado nacional español: el general don José Sanjurjo. Lo que le hubiese agradado verdaderamente al comandante Ansaldo es permanecer, hasta el momento del despegue, haciéndole compañía al general, formando parte del grupo de leales, verdadera corte que alrededor del ilustre personaje se ha formado en Estoril.
El comandante Juan Antonio Ansaldo, que aterrizó ayer en Lisboa, ha vivido durante los dos últimos días una auténtica aventura; lo que más le complace, dado su temperamento inquieto y arriesgado.
Las noticias que en Lisboa y Estoril le han dado son contrapuestas. Enterarse que el general Franco se ha puesto al frente del ejército de Marruecos resulta tranquilizador. Pero le han informado al mismo tiempo de que numerosas unidades de la Escuadra, en las cuales marineros y suboficiales se han amotinado y dominado a los jefes, bloquean el Estrecho. Podrían los españoles estar viviendo el principio de una guerra civil de tres o cuatro meses de duración, en vez de un golpe militar que va a resolverse en pocas horas, como creen los patriotas refugiados en Portugal.
El avión, un «Puss Moth» deportivo, ha tomado tierra, aunque el campo de aviación, que llaman de la «Marinha», no es tal campo, sino hipódromo.
Conduce el aparato hasta situarlo frente a una especie de tribuna donde están reunidos los españoles y portugueses amigos, que le saludan y aplauden.
Desciende de un salto, avanza hacia la tribuna; se cuadra. Procura dar cierta solemnidad a estos actos, que después la historia se encarga de inmortalizar.
—¡A las órdenes de Vuecencia! Presto para partir.
Inician las despedidas, desbordan los comentarios entusiastas. Las señoras se muestran emocionadas. Al aviador le presentan unas damas; se inclina a besarles la mano. Después del general, Ansaldo es el héroe de la jornada.
En la cabina se disponen a cargar una maleta de tamaño grande que, a juzgar por el esfuerzo que requiere su manejo, debe ser pesada. El campo no es apropiado para el despegue y viene a empeorarlo la dirección del viento, que le forzará a hacerlo bruscamente por la parte en que se alzan unos árboles. Obligado a cargar a tope los depósitos de combustible en previsión de que hubiera que alargar el trayecto, de acuerdo con lo que el general Mola le advirtió en Pamplona, el avión ha de soportar mucho peso.
—¡Oigan!… ¿Esa maleta? No es recomendable cargar tanto el aparato…
—Comandante; son los uniformes de Su Excelencia. No va a presentarse en Burgos sin nada que ponerse en vísperas de su entrada triunfal en Madrid…
Tantas veces ha despegado y en tan difíciles condiciones que por una maleta más o menos no va a provocar una cuestión, y más teniendo en cuenta que un jefe de Estado conviene que se presente con cierta pompa externa.
Mientras el general Sanjurjo, después de abrazar a su esposa, sube al avión, los reunidos lanzan vítores entusiásticos, a los que el general corresponde con la mano.
—¡Viva España, señores!
El «Puss Moth» rueda por el campo hasta situarse en el extremo opuesto al viento. Los de la tribuna aplauden; el general vuelve a saludar agitando la mano.
—Mi general, tendrá que hacerme el favor de alzarse un poco del asiento hasta que hayamos despegado. Es para que la cola levante mejor.
—Como usted diga, Ansaldo. En el avión, usted es quien manda.
Arranca el aparato; rueda sobre el campo, acelera la velocidad. Fija los ojos en el cuentaquilómetros; no quiere elevarse hasta que la aguja señale diez o quince kilómetros más de la velocidad de sustentación. Los árboles del fondo se aproximan con increíble rapidez. Siente un golpe y una fuerte trepidación. ¿Una piedra, una rueda rota?… En Burgos aterrizará como sea, sobre una sola rueda si es preciso, y que allá compongan la avería. Roza los árboles; la trepidación se acentúa, la velocidad disminuye…
El pastor Pires ha oído cómo roncaba el motor de un avión en la «Marinha». Desentendiéndose de las ovejas que pastan, observa hacia lo alto y ve cómo se acerca una avioneta a escasa velocidad, metiendo un ruido extraño, irregular, como a sacudidas. La marcha se hace tan lenta que el aparato pierde altura. Comienza a caer; como sigue una trayectoria que lo aparta de donde él está, no existe peligro inmediato para las ovejas.
La avioneta desciende planeando; probablemente intenta aterrizar en un campo; una cerca de piedra le intercepta la trayectoria. El choque es violento; el aparato queda montado sobre la cerca a medio derruir. Corre hacia el lugar del accidente para prestar auxilios al aviador, pues el golpe ha sido violento y el aparato ha sufrido importantes desperfectos. Comienza a humear. El aviador salta de la cabina y cae al suelo. Se levanta, trata de aproximarse al aparato humeante. Aumenta el vigor del fuego y crecen las llamas. Pires llega sin resuello. El aviador, con el mono chamuscado, se aparta.
—¡Eh! ¡Eh!
Parece mareado; se tambalea y cae. En el interior de la cabina ha quedado un señor con bigote que tras el cristal de la ventanilla parece sonreír, desentendiéndose de lo que está sucediendo, del gravísimo peligro que corre. Llamas largas comienzan a salir del aparato. Intenta aproximarse; le resulta imposible alcanzar la portezuela. Arde la gasolina, se produce una explosión; el fuego rodea el avión. Al señor del bigote no podrá salvarle; le ve inmóvil como si fuese una estatua, como si el calor no le afectara; como si estuviera muerto. Lo extraño es que sonría. El aviador tiene el mono quemado y sangra; las llamas se le acercan y el humo le envuelve. El calor es fortísimo. Lo retira de la proximidad del aparato, arrastrándolo sobre la hierba. Suenan unos cláxones anhelantes, apresurados: varios automóviles se aproximan velozmente. A través de los campos, hombres y señoras corren gritando horrorizados. Los coches dan bruscos frenazos; bajan muchos señores con cara de espanto. Unos se dirigen a auxiliar al aviador herido, otros intentan con los extintores de los automóviles atajar el fuego; el aparato se ha convertido en una antorcha.
—¡Qué horror!
—¡Qué horror!
—¡Dios mío!
A una señora que se desmaya se la llevan a uno de los automóviles.
Le interrogan precipitadamente; apenas les entiende en español cómo hablan. Un oficial portugués que va con ellos le pregunta:
—¿Y el otro señor que iba dentro, dónde está?
—Ardía el aparato y él estaba quieto, sin moverse, como si sonriera. No he llegado a tiempo de salvarle; yo estaba allá con las ovejas y he acudido corriendo, pero ya ardía la gasolina; ni acercarme he podido. Ver, sí lo vi bien; el aviador trató de sacarlo de dentro, pero tampoco lo consiguió. Creo que el aviador está herido; se le han quemado las mangas.
El oficial se desentiende del pastor Pires y se vuelve hacia los demás, que han formado un semicírculo alrededor de la fogata, tratando de mirar entre los restos.
—El general Sanjurjo, señores, no ha podido ser salvado.
Las señoras lloran, llevándose los pañuelos a los ojos. Los presentes están consternados; uno de ellos, histéricamente, grita.
—¿Es que no puede hacerse nada? ¿Hemos de contemplar inactivos cómo se abrasa?
Señores bien trajeados, tocados con sombreros de fina paja y bastón en la mano, y señoras perfumadas, le preguntan medio en portugués medio en español; Pires, una y otra vez, repite lo mismo: lo que ha visto.
Al aviador le conducen a uno de los coches para trasladarle al hospital de Cascaes.
Por lo que llega a comprender resulta que el que ha quedado dentro abrasado es un general español muy importante, y la señora que se desmayó, su esposa. De haber apacentado el ganado un poco más cerca, quizás hubiera podido salvarlo; le hubiesen dado una recompensa y una cruz.