Bilbao

Bilbao

El Frente Popular de Vizcaya, de mi mando, con la colaboración del Partido Nacionalista Vasco y Solidaridad de Trabajadores Vascos, ha iniciado también la organización…

Los cuatro se han inclinado sobre el aparato de radio, mientras Antón corre por el pasillo hacia las habitaciones del fondo.

—¡Josechu, ven! El gobernador está hablando…

Una voz soñolienta le contesta desde una de las alcobas.

—¡Que se vaya a la porra! ¡Es un fanfa!

—Hablará algo de la columna que salió ayer…

—Ya me contarás lo que diga: ¡Embustes!

… de la primera columna, que en la noche de ayer salió al límite de la provincia y conjuntamente con la que sale en estos momentos de Éibar y San Sebastián, al mando de fuerzas de Asalto y Guardia Civil y otros leales, formada por voluntarios al servicio de la República, entrarán en. Vitoria en la noche de hoy…

—Sí, hombre, te creemos —exclama Elorrieta con soma.

Zugasti, con ambos codos apoyados en las rodillas y los puños cerrados bajo el mentón, menea ambas pantorrillas y el movimiento se comunica al resto del cuerpo.

—¡Quién sabe! No me gusta esto…

El Gobierno está dispuesto a yugular el movimiento y castigar severamente a los desleales y traidores a la República. Ahora, voluntarios al servicio del Gobierno legalmente constituido, atended lo que el Frente Popular, bajo mi mando, ordena…

—Este tío es un piernas…

Josechu, en mangas de camisa y con el pelo revuelto, se aproxima al aparato de radio. Viene ajustándose el cinturón, del cual cuelga la funda de cuero de la pistola.

A las cuatro de la tarde, los voluntarios con armas largas rayadas estarán concentrados en el edificio del distrito. Los ciudadanos armados con armas cortas o largas sin rayar se presentarán en sus respectivos centros, a fin de recibir instrucciones y estar en todo momento a disposición del gobernador civil…

Estira el dedo medio de la mano derecha mientras contrae el anular y el índice y sacude la mano frente al aparato; los demás se ríen.

… y el incumplimiento de estas órdenes significa el inmediato desarme del desobediente e incluso su prisión. Los servicios de transportes, al objeto de regularizar todos los coches requisados, se presentarán en el Gobierno civil, con la advertencia de que queda prohibida la circulación de aquellos coches requisados que no tengan el volante necesario…

Un sonoro bostezo les hace volverse hacia Zugasti, que se estira ostensiblemente sobre uno de los sillones.

—¡Calla, que no nos dejas escuchar!…

—Estoy que no me tengo en pie. Esto se ha ido a hacer gárgaras. ¡Ojalá que no nos avisen ahora!

El timbre del teléfono está sonando en el despacho contiguo. El ruido de la radio ha hecho que no lo advirtieran; debe sonar hace un instante. Josechu corre hacia el aparato; los demás se miran interrogantes y temerosos. Antón, el de Durango, se dirige maliciosamente a Manolo Zugasti.

—No me extrañaría que fuese la orden de concentración…

—¡Mal momento habrán elegido! Han instalado ametralladoras en los edificios públicos, patrullan por las calles, disponen de armamento.

… que entreguen víveres en el Ayuntamiento y en la Diputación, que son los puntos donde se atiende al avituallamiento de las columnas que se formen…

Con el auricular apretado, Josechu Arana mira impaciente por la ventana: tras los chubascos de ayer noche, el día vuelve a estar claro. La voz desconocida de un hombre que parece mayor ha preguntado por él.

—… no puedo decirle más, ni quién soy; le advierto que antes de diez minutos se presentarán en su casa a detenerle. ¡Escape inmediatamente! Y, lo más rápidamente que pueda, destruya cualquier papel o documento de compromiso que tenga. Imposible añadir nada más. ¡Suerte, amigo!

Han colgado el aparato. Palpa la pistola que lleva en el costado derecho; le correspondió entre las que distribuía Ignacio Olañeta, de Ermúa. Nubes blancas desfilan por el cielo. En su casa están concentrados cinco compañeros del requeté, esperando la orden de presentarse en los cuarteles; la orden debe proceder del mando, concretamente de Pedro María de Gaviria, su jefe. Llevan treinta y tantas horas esperándola.

Por la puerta de la sala, que ha quedado entreabierta, penetra la voz del gobernador de Vizcaya, señor Echevarría Novoa.

… lugares ya mencionados. Y nada más por ahora. ¡Gora Euzkadi! ¡Viva la República! ¡Viva el Gobierno legítimo!

Madrid

Madrid

Con su hermana Rosa cogida al brazo caminan despacio hacia la salida entre una doble fila de cadáveres de los muchos que están expuestos en el depósito judicial. Apenas una hora habría transcurrido desde que el teniente Orad, rendido por el cansancio, se había acostado cuando han telefoneado para comunicarle que su hermano Manuel, ingeniero del Canal de Isabel II, y Jorge, su hijo, han sido muertos de un cañonazo en Carabanchel mientras atacaban los cuarteles. Su sobrino pertenecía a las Juventudes Socialistas, tenía quince años; su hermano Manuel militaba en el Partido Socialista.

Acaban de pasar por el dolorosísimo trance de la identificación; se encaminan a las oficinas del hospital para enterarse de qué providencias deben ser tomadas para el entierro y evitar que en la confusión del momento sean arrojados a la fosa común. El olor es irrespirable; está casi mareado. Prescindiendo de la aflicción personal, el espectáculo resulta espeluznante y desolador. Los cadáveres se amontonan en todos los lugares; como no se dispone de espacio suficiente, les han distribuido en camillas o colocado en el suelo, tirados en las más diversas posturas, que de no ser trágicas resultarían grotescas; los hay con heridas, con mutilaciones, con expresiones en el rostro que van desde el espanto hasta la risa. El calor agrava lo agobiante y doloroso del lugar.

Se detiene ante un militar con la guerrera desabrochada y un tiro en mitad del cuello, los pies abiertos en postura antirreglamentaria de dejadez y abandono. Juntos estudiaron en la Academia de Segovia; era bromista, risueño, bebedor, buen artillero. Estaba destinado en Carabanchel.

A su hermana, que se le ha adelantado, se le acerca una muchacha bien vestida, con el rostro dolorido y asustado.

—Usted perdone. Sabe…, ¿sabe si los del cuartel de la Montaña están…?

—Hacia allí; había muchos, mi hermano me lo ha dicho…

La muchacha le mira. En el mono, insignias y correaje descubren su condición de militar antifascista. Vuelve a hablarle a la hermana.

—Es que yo… me refiero… a los otros.

—Aquí están reunidos. No deseo ser indiscreta, pero ¿a quién busca?

—A mi hermano.

—¿Militar?

La muchacha niega con la cabeza; luego, como si tratara de que él no lo oyera, exclama, bajando la voz:

—Paisano… falangista…

Rosa coge a la muchacha suavemente por el brazo. Él no acierta a comprender qué actitud debe adoptar. Lo que ocurre es alucinante, una situación totalmente inesperada; no existen reglas ni legales ni morales para comportarse con lógica, serenidad y equidad.

—¡Estoy tan desconcertada! Mi madre quería venir cuando se ha enterado de la desgracia; no se lo he permitido. Esto es espantoso; no lo resistiría. Yo estoy a punto de marearme.

—Si quiere, la acompaño.

También desearía acompañar él a esta muchacha que le mira con recelo, pero sin rencor, quizá porque no le conoce. Siente deseos de acompañarla, le duele pensar que el hermano de esta muchacha haya muerto precisamente a causa de un proyectil de artillería.

—¿Y por qué cree usted que su hermano pueda estar aquí?

—No sé si hago bien contándoselo… Los guardias civiles que llevaban detenido a mi primo le han permitido telefonearnos y nos ha dicho… que seguramente le encontraríamos aquí.

La muchacha comienza a llorar; su hermana Rosa trata de consolarla y a su vez llora.

—Acompáñala, Rosa; yo te espero ahí fuera.

Da media vuelta y se aleja hacia la puerta. Unas mujeres obreras acaban de reconocer a un muchacho que tiene el cráneo deshecho y la masa encefálica sobre el mármol de la mesa. Se abrazan a las piernas, lo mueven, lo tocan, dan terribles alaridos.

Fuera, unos mozos cubiertos con blusas claras, sucias como las de los matarifes municipales, sacan en angarillas ataúdes de madera sin pintar y los van cargando en un camión. Veinte, treinta, cuarenta; muchos. Cuidadosamente los apilan para trasladarlos al cementerio; el calor en Madrid es excesivo y comienzan a descomponerse. Se da primacía a los identificados o a aquéllos que por estar demasiado mutilados no es fácil que lleguen a serlo, que además se hallan más expuestos a una rápida descomposición. Y otra razón decisiva: falta espacio.

Recuerda a su hermano, a su sobrino; anteayer hablaron por teléfono comentando la situación. Parece imposible, como si estuviera ocurriendo en un plano irreal, en una pantalla cinematográfica. ¿Siente con bastante intensidad la muerte de su hermano? ¿O están embrutecidos, con los mejores sentimientos anestesiados, sonámbulos?

Un algodón sanguinolento le cubre la boca y las narices. Ella no se atreve a levantarlo, sospecha que bajo ese algodón debe abrirse un espantoso hueco: la herida mortal. Retirar el algodón no la ayudaría a identificarle. La frente muy blanca y el nacimiento del pelo le recuerda a Mariano, pero el cabello de este hombre, que lleva cinco minutos examinando, ha perdido su calidad, parece una peluca; imposible reconocerlo, aunque sea de color castaño como el de Mariano. Revisa unos zurcidos de la camisa; podrían ser hechos por ella. Las manos aparecen engarfiadas y ennegrecidas. La parte alta de los pómulos que quedan al descubierto y los párpados están tumefactos, desfigurados; nada le dicen. Representa ser algo más bajo que Mariano, pero echado sobre esta mesa de mármol resulta difícil comparar estaturas. Las alpargatas son todas semejantes y están manchadas de sangre.

Varias horas lleva buscando a su marido. Anteanoche estaba cenando mientras ella cosía. Con sacrificios han comprado una radio a plazos. Daban discursos y discursos y órdenes del Gobierno y de los sindicatos y noticias de la sublevación. Entonces se puso a hablar una mujer a quien llaman La Pasionaria. Mariano terminó de cenar, se levantó y dijo que iba a presentarse a la Casa del Pueblo. No apareció en casa hasta la madrugada. Ayer por la tarde vinieron a buscarle su cuñado y un amigo a quien ella no conoce. Tuvieron una pequeña discusión porque ella no quería que se marchara. Se fue enfadado y ni siquiera se despidieron.

A media mañana, Ginés, el tabernero, ha subido y ha llamado a la puerta. Ha presentido inmediatamente la mala noticia. Ginés retorcía el delantal de rayas verdes y negras y se expresaba con torpeza. Ha empezado a contarle que unos compañeros habían avisado para que le advirtiera a ella que a Mariano le habían malherido y que seguramente lo encontraría en el hospital de San Carlos. Ella le ha preguntado si no sería que estaba muerto, pero Ginés ha contestado que no, que el que telefoneaba ha dicho que grave sí lo estaba, pero no muerto; y que había ocurrido en el paseo de Rosales.

Ha tenido que venir a pie; no circulan tranvías. Caminaba sin prestar atención a los disparos; en la plaza de Antón Martín unos hombres la han agarrado del brazo y la han metido en un portal. Han empezado a requebrarla, pero cuando les ha dicho que buscaba a su marido han detenido un automóvil y han hecho que la trajeran hasta el hospital.

Todos los obreros usan pantalones parecidos de mahón azul, pero ella los examina cuidadosamente. Mientras lo hace observa que en una de las perneras, por el lado contrario al que ella ocupa, junto al cadáver de un hombre grueso que tiene tres agujeros en el pecho y una medalla al cuello ennegrecida por el sudor, descubre un trozo de papel prendido con un imperdible. Con dificultad, porque no lee muy bien y está escrito con apresuramiento, deletrea un nombre: Cipriano García Revuelta. No es, pues, Mariano; no es, pues, su marido.

Continúa la búsqueda; uno a uno va mirándolos; le fascinan, le horrorizan, pero no puede dejar de contemplarlos y sabe que las imágenes se le quedarán fijas como si en el interior de la cabeza llevara una máquina fotográfica. Un soldado, con el pelo negro y rizado, se agarra con ambas manos crispadas los lados de la camisa; una herida enorme con los bordes quemados se abre en mitad del pecho; se fija en los pantalones de soldado con su hilera de botones en las polainas; le han quitado las botas. Los ojos están demasiado abiertos, parecen de cristal apagado. Más allá, un hombre que podría haber sido comerciante o sacerdote aparece totalmente desnudo. El rostro tumefacto, azulenco, y una herida profunda en el cuello con la sangre reseca en los bordes. En el vientre obeso, tres incisiones, más profundas y amoratadas; la carne blancuzca se abre como si fuesen labios; las partes se las han cubierto con un enorme algodón; las piernas ligeramente abiertas, fláccidas.

Ha recorrido las salas del hospital en medio del mayor desorden. Todas las camas están ocupadas, hay heridos en el suelo, algunos sobre una manta, otros en camillas; en el patio, un soldado sangrando pedía agua a gritos. Ni médicos ni enfermeras podían atenderle; andaban afanados, enloquecidos. Ha encontrado a un vecino del barrio con quien nunca había hablado; llevaba la cabeza vendada y estaba muy pálido sentado en una silla. Le ha reconocido porque su madre se hallaba sentada junto a él. Al preguntarle por Mariano no le recordaba; repetía monótonamente: «¡Ha sido un estrago, un estrago!». Interrogaba a las Hermanas de la Caridad; de una sala la mandaban a otra. Le han dicho que pudieran haberle conducido al hospital nuevo o a un sanatorio particular. Más de una hora ha pasado vagando de un lugar a otro cuando un señor bien trajeado, después de que ella le ha explicado lo sucedido, con muchos miramientos le ha recomendado que bajara al depósito, porque le ha advertido que están llevándose rápidamente cadáveres al cementerio y que los irán enterrando en la fosa común sin ceremonia.

No se detiene ante los que tienen colocado el letrerillo: ésos se sabe ya quiénes son. A muchos no pueden identificarlos a causa del cráneo destrozado o el rostro deshecho. Uno tiene una mancha roja oscura e informe en el hombro y le falta el brazo entero. Otro está casi partido por la mitad; su carne es de un blanco de sábana, pero en el rostro la expresión parece de reposo. Obreros, militares, guardias, niños, mujeres que parecen impúdicas a causa de las posturas, por el abandono de los cuerpos tumbados, por la posición de las piernas; están todos alineados o amontonados.

Sigue revisando una de las hileras. Dos señoras jóvenes lloran junto al cadáver de un muchacho bien peinado, de manos finas, en mangas de camisa y pantalones de soldado; tres diminutos agujeros le atraviesan el pecho. La más joven de las señoras, que es la que aparece más confundida, le besa desesperadamente la frente. Puede ser su hermana o su novia. Para pasar junto a ellas tiene que retirarse hacia atrás y roza con la espalda las botas de un militar calvo, con el cuerpo curvado y una hendidura en la frente, la guerrera desgarrada y muchas heridas por el pecho y el vientre. La mandíbula rota, colgando, le da una expresión inquietante que la obliga a apartar la vista.

Aquí no está Mariano, ninguno de éstos es Mariano. Quizá no haya muerto, quizás esté grave en algún hospital, en otro lugar cualquiera. Ella le buscará; no sabe dónde.

Ante la puerta pasea un oficial joven, moreno, vestido con un mono azul, en cuya manga hay cosidas dos estrellas; en el cuello, las bombas de la Artillería. Parece distraído, pensativo o triste. Se acerca a él; debe de ser uno de los militares que han luchado en defensa de la República; lo conoce porque viste el mono y porque, si no fuese así, estaría preso.

—Perdone, busco a mi marido. ¿Usted sabe dónde puedo hallarlo? En el hospital no lo encuentro y nadie me sabe dar cuenta de él. Pero aquí abajo tampoco lo he encontrado. He mirado a todos, uno por uno…

El militar la mira con ojos compasivos; bajo los ojos tiene dos ojeras azules, profundas, dolorosas. Le apoya una mano en el hombro; ella no hubiese tolerado que ningún hombre le apoyara la mano en el hombro, pero este militar le inspira confianza; se abandona a él.

—Venga conmigo a las oficinas, buscaremos a alguien que pueda informarnos. Aquí se ha formado mucho desconcierto.

—Me dijeron que estaba gravo; puede ser que aún esté vivo.

—¡Claro que lo estará! ¿Por qué no iba a estarlo? Las heridas, aun las más graves, se curan. Vamos a ver si nos informan.

—Es que nadie me ha sabido dar razón.

—A mí me harán más caso. Ya lo verá usted. Yo también tengo que hacer preguntas; hemos de averiguar qué debemos hacer para enterrar a mi hermano y a mi sobrino, que están ahí dentro.

El despacho del ministro de la Guerra, general Castelló, está silencioso. Los balcones que dan sobre el jardín permanecen entornados; a pesar de ello, la luz es violenta. Hace mucho calor en estas primeras horas de la tarde. El general Riquelme recuerda que dos días atrás estuvo en este mismo despacho con Casares Quiroga; hace sólo dos días, podría hacer mucho más tiempo, si bien desde entonces ha dormido, o dormitado, breves horas.

—Pase, Riquelme; me alegro de que haya venido. No podemos tomarnos ni un minuto de descanso; los sucesos se encadenan y debemos acudir a todas partes con diligencia.

El general Castelló tiene la frente surcada de arrugas, la cabeza calva, el mirar inquieto.

—Me han comunicado que quería verme…

—Siéntese; no gaste cumplidos. Le explicaré en un momento. Necesitamos multiplicarnos, atender a todo, y no disponemos de gente. El ejército está triturado; hemos de reconstruirlo como sea y mantener la iniciativa, a pesar del recelo con que se nos mira por determinados sectores políticos y por parte de quienes deberían apoyamos.

El general Riquelme agradece la blandura del sillón en que se hunde. El cuerpo descansa; ha de esforzarse por mantener lúcida la cabeza. La molicie y el calor invitan al sueño. Endereza la espalda para no adormilarse.

—Andamos mal de municiones y, por otra parte, las noticias que nos llegan de Toledo son alarmantes. Desde ayer se está insistiendo cerca del comandante militar de la plaza, coronel Moscardó, para que nos envíe la mayor cantidad de municiones de la fábrica de armas y de los talleres de recarga. Sin negarse abiertamente a cumplir la orden, se resiste. Por su parte, Pozas se muestra inquieto por la situación de Toledo. El gobernador civil parece que no demuestra suficiente energía y hay dificultades políticas en la ciudad. Anteayer se produjo un choque en pleno Zocodover entre guardias civiles y paisanos armados; tres guardias resultaron heridos y seis paisanos muertos. También a Gobernación han llegado noticias de que los guardias civiles de los puestos de la provincia se están concentrando en la capital; y del Ministerio no ha partido orden en tal sentido.

—En una palabra: que se teme que Toledo esté a punto de sublevarse…

—O que esté ya sublevado. Anoche, desde aquí mismo, telefoneó Hernández Sarabia al coronel Moscardó y volvió a exigirle el envío de las municiones, a lo que contestó con nuevas evasivas y dilaciones. Como usted sabe, Toledo es ciudad de fácil defensa y, a pesar de que la guarnición es escasa, pueden incorporársele los guardias, personas de derechas y fascistas. Sarabia se dirigió entonces al coronel Hernández Soto, de la fábrica de armas, y le mandó que requisara los camiones necesarios y que enviara para aquí la munición custodiada por doscientos guardias civiles. Con eso no solamente dispondremos de abundante cartuchería, sino que les privamos a ellos de munición y de posibles auxiliares si decidieran sublevarse. Ni las municiones han llegado ni tenemos noticias de que estén en camino.

—¿Y qué puedo hacer yo?

—Organizar una columna y estar dispuesto para marchar sobre Toledo en caso de que el comandante militar no modifique inmediatamente su actitud…

—¿De qué fuerzas puedo disponer?

—De las que usted consiga, Riquelme. Conoce tan bien como yo la situación en que nos hallamos. Déjenos usted en Madrid suficientes guardias para mantener el orden público, que está seriamente amenazado; reúna unos centenares de milicianos, si puede ser encuadrados por mandos leales; movilice los restos del Batallón de Ferrocarriles, busque camiones, llévese medio centenar de guardias civiles. Llegado el caso, procuraríamos conseguir que la aviación lo apoyara.

—La gente está exhausta, pero lo intentaré.

—Tendrá usted todo el apoyo que necesite y le pueda ser prestado por parte del Ministerio de la Guerra. Es posible, y así lo deseo, que no sea necesario entrar en combate; las noticias de Madrid y el anuncio de que sale una columna contra Toledo pueden hacer entrar en razón al coronel Moscardó y a los que le secundan.

El general Riquelme se pone en pie. Buscará la manera de reunir fuerzas, hombres, armamento, intendencia; no va a resultar sencillo. El coronel Mangada ha empezado a organizar una columna para dirigirse a la Sierra y cortarles el paso a los facciosos que vienen de Castilla al mando del general Mola en persona. Madrid puede ofrecer hombres y entusiasmo; no organización ni efectivos suficientes.

—A sus órdenes. Voy a ponerme en campaña; le informaré de lo que consigo.

—A las suyas, Riquelme. Confío en que me resolverá la papeleta de Toledo.

En esta calle poco concurrida ha encontrado abierto un café. Los cierres metálicos estaban a medio echar; sirven un camarero y el dueño, que atiende a la cafetera exprés y a la caja.

Escasea el público; una pareja de enamorados de edad madura se arrulla con las manos cogidas y se besan con disimulo cuando suponen que nadie los ve; un hombre sin corbata, con expresión de susto, que observa a los demás con desconfianza y fuma sin descanso, y una mesa ocupada por un señor con chalina, con la pluma estilográfica en la mano y las cuartillas ante él. El camarero, cuando no sirve, se queda a darle conversación. En el extremo opuesto, una dama pintarrajeada, con el pelo teñido, las piernas cruzadas, que parece suripanta venida a menos desde antiguos esplendores, lee los periódicos del sábado, como si nada importante hubiese sucedido desde entonces.

Elige una mesa cercana a la que ocupa el escritor de la chalina; está más próxima a la calle y corre un leve viento que alivia del calor. El camarero le sirve un café con leche; se observa el calzado: está sucio.

—¿Anda por ahí el limpia?

—Señor; el limpiabotas de la casa está luchando por la causa del pueblo…

El camarero, de unos cincuenta años, tieso, calvo, flaco, con el cuello de la camisa bastante sucio y el lacillo negro caído, se expresa con seriedad, pero cree percibir un tono de burlona ironía en su palabra y actitud.

—¡Gran pueblo el de Madrid! Gran pueblo éste en que hasta los limpiabotas truecan el cepillo de sus humillaciones por el fusil, que les devuelve el pleno sentido de su dignidad —exclama el de la chalina.

—Lleva usted razón, don Luis —dice con prosopopeya el camarero.

—El pueblo de Madrid está dando al mundo un altísimo ejemplo, sólo comparable al de los ciudadanos de París cuando la toma de la Bastilla, o a los obreros y soldados de San Petersburgo…

Se cree obligado a intervenir; republicano de toda la vida como es, no desearía que le tomaran ahora por un carca.

—Usted me disculpará, señor; pero Madrid ha sido siempre un pueblo heroico; lo demostró el Dos de Mayo cuando hizo morder el polvo a la caballería de Murat, a los mamelucos, que se creían invencibles.

Entre ambos se interpone el camarero, que tercia en la conversación.

—Tiene usted pero que mucha razón. El pueblo de Madrid es invencible. A pecho descubierto, el 14 de abril proclama la República y con las armas en la mano derrota a los cincuenta mil hombres de la guarnición.

—¡Hombre! ¡Cincuenta mil! No serían tantos; pero muchos sí eran.

Ante la puerta, un automóvil da un frenazo violento. Las portezuelas se abren; descienden siete hombres armados. Entran precipitadamente en el café y se alinean ante el mostrador.

—¡Eh, tú! ¡Ponnos unas cañas de cerveza!

Uno de ellos usa canana y un revólver al cinto, como en las películas del Oeste; otro, con pañuelo rojo al cuello y gorra torcida a la manera de los antiguos organilleros, empuña un fusil ametrallador pequeño. Los demás van con fusiles o pistolas.

—¡Anda, tú, que llevamos prisa!

Les miran con miedo, salvo el poeta, que les contempla con orgullo, y el camarero, que lo hace con severidad, con la boca contraída, avanzando el labio inferior, que le tiembla.

El cliente de la actitud medrosa se levanta con precipitación y se dirige hacia los servicios; al hacerlo tropieza con una silla.

Los del automóvil hablan a voces, turbando la tranquilidad de este café de barrio.

—Tenemos que dar con ese coche; el tío niega, pero estoy seguro que lo guarda escondido. Le he dado así, un revés; pero jura que lo dejó metido en el garaje.

—Es que si disponemos de otro coche iremos más cómodos y cumpliremos mejor nuestro cometido.

—Hay que registrar casa por casa. Fascistas emboscados son los que disparan. Nada de miramientos con ellos; y, sobre todo, nada de entregarles a la policía. Les encerramos y, por la noche, les llevamos a dar un paseo.

No comprende bien el sentido de la frase; pero la actitud de estos hombres le espanta y desagrada. Recuerda que a su casa ha venido a esconderse su sobrino, afiliado a Falange Española, a quien la policía persigue. Si estos hombres le encuentran, algo grave les ocurriría a todos. Y estos hombres van haciendo registros por las casas. Su sobrino ha quedado durmiendo la siesta porque no se atreve a salir a la calle; él ha aprovechado para venirse a tomar un café: en casa pega demasiado el calor. Su hija Jacinta se ha quedado también a escuchar la radio; conoce el aparato y consigue captar noticias de distintas emisoras que ni sabía que existieran. A sus hijos no les ve desde la madrugada, en que se han marchado; a sus hijos no les resulta simpático el primo fascista y Jacinta tampoco le puede tragar; durante el almuerzo ni le ha dirigido la palabra. Este chico tendrá que buscar la manera de ausentarse de Madrid por algún tiempo; en una casa como la suya puede convertirse en un peligro.

—¿Cuánto se debe, camarada?

El dueño les mira por encima de sus gafas; está pálido y los labios le tiemblan al hablar.

—Nada, camaradas; la casa se complace en invitarles.

—Gracias, y ¡salud!

—¡Salud!

Salen levantando el puño; uno de ellos, después de saludar, se limpia la espuma de la cerveza con el dorso.

—¡He aquí los salvadores de Madrid, los verdaderos héroes de la jornada, la flor y nata del pueblo español! —exclama el camarero.

El señor que escribe en la mesa observa al camarero con desconfianza, pero el otro permanece imperturbable. Hace una leve afirmación con la cabeza, se inhibe de los demás y continúa escribiendo sobre las cuartillas.

Mirando hacia el mostrador y la puerta con desconfianza sale de los servicios el hombre que no usa corbata.

El coche arranca precipitadamente; los estampidos del escape de gases se pierden a lo lejos.

La suripanta pintarrajeada, que luce en el cuello y en los dedos joyas de bisutería chillona, requiere al camarero con desmayado ademán.

—¿Tienen el ABC?

—Doña Anita, el ABC es un diario faccioso; en esta casa jamás ha tenido entrada y, si la tuvo, desde hoy no la tendrá más.

En el mostrador, el dueño se sirve una copa de coñac y se la bebe de un trago.

De buena gana regresaría a su casa, porque la ciudad presenta un aspecto desagradable; no puede andarse por la calle sin peligro, debido a los tiroteos que hay por todos sitios. Pero aquí, en esta semipenumbra, se está fresco, y en su casa el sobrino estará durmiendo la siesta, y con su hija tampoco podrá hablar porque nunca le hace caso. Sus hijos acudirán a la hora que les dé la gana, y tampoco le prestan atención. Desde que murió su esposa se encuentra solo. Lo que ocurre desde ayer le inquieta y desazona; le asusta. Él ha sido siempre republicano, pero ama el orden, la compostura, la justicia y que cada cual se mantenga en el lugar que le corresponde. Políticamente simpatiza con don Melquíades Álvarez. ¿Qué pensará don Melquíades de cuanto está ocurriendo en Madrid?

Ha tomado un café puro para no abandonarse al sueño. Desea dejar terminadas «las coplas del día» para acostarse tranquilo. Pasada la medianoche se presentará en la redacción de La Libertad; allí se informará de las noticias y entregará las «coplas» al director. Mañana, sus rimas causarán efecto; le han salido bordadas. Madrid entero está pendiente de sus coplas, que glosan la actualidad con sentido popular, no exento de belleza. Es el poeta del pueblo, porque está junto a él; no es de esos pelmazos vanguardistas que se titulan poetas del pueblo y sólo son leídos por cuatro amigotes que ni les entienden, porque además no tienen nada que entender: no dicen más que bobadas.

Con algunas correcciones, el poema puede darse por terminado. Lo repasa con complacencia. De buena gana lo leería en voz alta a este caballero que ha dicho, y con acierto, que el pueblo madrileño había derrotado a la caballería de Murat como hoy ha vencido a los facciosos del cuartel de la Montaña, situado en el mismo lugar en que los franceses fusilaron a los patriotas, la Montaña del Príncipe Pío, inmortalizada en su célebre cuadro por el genial pintor demócrata don Francisco Goya. Trata de establecer un paralelo mental, pero fracasa. En rigor, no puede afirmarse que los soldados de Napoleón representaran al oscurantismo y la reacción, ni que los patriotas madrileños defendieran la Libertad, tal como modernamente se interpreta; lo que defendieron, más bien, fue a los infantes de la Casa de Borbón… Mejor no «meneallo»; aunque, sea cual sea la verdad histórica, los soldados napoleónicos parecen encarnar el más detestable espíritu reaccionario, por lo menos en el cuadro del Museo del Prado.

A esa suripanta de las joyas falsas no le leería sus poemas; acaba de pedir el ABC, periodicucho que nunca más volverá a publicarse.

Llena la copa de agua y se la bebe: «Ni el faccioso capitán, / ni el regular musulmán, / ni el que paquea en desván, / ni el señorito holgazán, / ni el banquero gavilán, / ni el mitrado, ni el deán, / ni el cura, ni el sacristán, / ni los que con ellos van: / No pasarán». Suena bien; lo de gavilán es un poco ripioso, pero el ripio es válido si se pone al servicio de la idea. «… Pueblo, ¡a luchar con afán! / ¡Y alerta! ¡No pasarán!».

Dobla las cuartillas y se las mete en el bolsillo. Sobre el velador deja una peseta con veinte céntimos. Se levanta.

—Salud, señores… y ¡Viva la República!