Vigo
Cumpliendo las órdenes que han recibido, una vez declarado el estado de guerra los falangistas vigueses, que no son muy numerosos, van presentándose en el cuartel de la calle del Príncipe, en el batallón del Regimiento de Mérida, que manda el comandante Sánchez Rodríguez.
Ramón Núñez Saavedra ha abandonado su casa en Lavadores; allá han quedado sus padres y dos hermanos. Le acongoja cierta intranquilidad; le han dicho que algunos de los revolucionarios, a quienes la actitud del ejército y de las fuerzas de orden público, que se han puesto a favor del ejército, han desconcertado, se proponen concentrarse en Lavadores precisamente. Lavadores es barrio de fuerte densidad proletaria y, por tanto, de carácter predominantemente marxista. Su familia es allá conocida; no han de faltarles enemigos políticos y personales.
A la entrada del cuartel saluda brazo en alto; el cabo de guardia le hace señas de que entre.
En el patio descubre a varios de sus camaradas; unos visten camisa azul, otros de paisano. El señor o camarada Pasaván, que el sábado le citó en el hotel Moderno y después se entrevistó con ellos en el Derby, el mismo que acompañó a los padres capuchinos, está hablando con Rodríguez Tajuelo y con el capitán José Pavón, ayudante del comandante militar.
Cuando Pasaván ve que se acerca, le sonríe. Ambos se saludan brazo en alto. Pasaván le dice amablemente:
—Soy Manuel Hedilla…
—¡Y nosotros que desconfiábamos!
—Habéis obrado cuerdamente no fiándoos ni siquiera de mí.
Almería
Si los militares y los derechistas se sublevan, se les dará la oportuna réplica. Gabriel Pradal, arquitecto, diputado por Almería del Partido Socialista Obrero Español, recibió ayer una importante confidencia. Bajo palabra de honor de no revelar a nadie su nombre, un suboficial le aseguró que la guarnición de Almería, incluyendo la Guardia Civil y las fuerzas de Carabineros, estaban prácticamente sublevadas y sólo esperaban el momento oportuno para sacar las tropas, proclamar el estado de guerra y apoderarse de los edificios públicos, empezando por el Gobierno Civil. Hoy por la noche en el cuartel de la Guardia Civil se celebrará una última reunión convocada por el gobernador militar y jefe del Batallón de Ametralladoras número 2.
Desde hace un par de días y por iniciativa propia están presentándose en la capital gentes de la provincia, pero ayer, después de oír al suboficial y en vista de la inminencia del alzamiento y previa reunión con Bartolomé Montañés, Pedro Moreno, Cayetano Martínez, Rafael García y Joaquín Alonso, ingeniero geógrafo y comandante de estado mayor supernumerario y excandidato socialista a diputado, decidieron convocar a los mineros y campesinos de Serón, Gádor, Purchena, Benalux, Pechina, Rioja y otros pueblos, de ideas socialistas arraigadas y dispuestos a la acción. Los mineros son gente bronca, práctica en el manejo de la dinamita, avezados al riesgo; están en la Casa del Pueblo fabricando bombas rudimentarias, introduciendo los explosivos que se han traído en tubos, cerrándolos por uno de los extremos y colocando al otro unos pasadores metálicos. Los mineros son una fuerza combatiente de primer orden; han venido provistos de hondas de esparto para arrojar las bombas; además ha podido armárseles con algunas escopetas y pistolas y los guardias de Asalto les proporcionarán, llegado el caso, unos cuantos fusiles. A la fuerza de los militares, Pradal está dispuesto a oponer la fuerza revolucionaria de los militantes socialistas y de los demás proletarios que quieran colaborar con ellos.
El gobernador don Juan Peinado Vallejo, un señorito de Ronda perteneciente a Izquierda Republicana, confía demasiado en que nada va a suceder en Almería, donde el predominio izquierdista es aplastante, la guarnición poco numerosa y los elementos de derecha que pudieran ser de acción han sido desbaratados, perseguidos o encarcelados. Cuenta con la colaboración del teniente coronel de Carabineros Isaac Llopis y con la compañía de Asalto, pero en caso de lucha armada una compañía será insuficiente; el ejército posee ametralladoras y disciplina. Para que la situación sea más desconcertante, Pradal sabe que incluso algunos militares de ideas liberales y hasta masones están dispuestos a unirse a la rebelión de Marruecos y Sevilla.
Gabriel Pradal, que junto con el diputado comunista por Córdoba (cuyo gobernador también se ha dejado sorprender) Romero Cachiñero, y otros elementos afectos, estaban reunidos con Peinado Vallejo, han abandonado la reunión cuando se han presentado de improviso a visitar al gobernador el comandante militar, Juan Huertas Topete, y el de la Guardia Civil, teniente coronel Vázquez Moscardó. ¿Qué querrán decirle al gobernador? ¿Le presentarán un ultimátum? O, por el contrario, ¿formularán nuevas protestas de lealtad al Gobierno? En cualquier caso él sabe a qué atenerse.
Un ordenanza le requiere; el señor gobernador desea hablarle. Gabriel Pradal se dirige a su despacho. Gabriel Pradal es un hombre delgado, de temperamento nervioso y enérgico, pero su carácter trata de templarlo con unas maneras corteses, mientras las circunstancias lo permitan y no exijan lo contrario.
—Amigo Pradal, tengo que hablarle de un asunto delicado. Usted es hombre ponderado y creo sabrá comprenderlo.
Observa que el gobernador se halla preocupado después de recibir la visita de los jefes militares.
—Usted me dirá…
—Tanto el teniente coronel Huertas, como el jefe de la Guardia Civil, que como usted sabe, y en contra de lo que está ocurriendo en muchas otras guarniciones, incluso en la propia Andalucía, permanecen fieles al Gobierno de la República, se muestran sumamente dolidos, indignados diría, a causa de los paisanos armados que patrullan por la ciudad. Se han enterado de que en la Casa del Pueblo se están fabricando bombas caseras… Es necesario, amigo Pradal, que usted se imponga a esas gentes y que les ordene cesar en semejante actitud, incluso le ruego que les haga regresar a sus pueblos, pues su presencia aquí, además de innecesaria, resulta peligrosa; los militares han advertido que no están dispuestos a tolerar semejante situación.
Peinado Vallejo se le queda mirando. Pradal traga saliva; desea reportarse, contestar con mesura.
—Ese hombre ponderado, es quien precisamente ha hecho venir a los mineros, y ese hombre ponderado es quien les ha dado la orden de fabricar las bombas y mantenerse alerta. Me consta, señor gobernador, que los militares van a sublevarse; sólo esperan la oportunidad, y recibir la orden…
Barcelona
Han resuelto dar el asalto final a las Atarazanas y al edificio de Dependencias Militares.
Cautamente, por la Rambla de Santa Mónica abajo, han ido avanzando los anarcosindicalistas, a quienes corresponde la iniciativa de este ataque. Por la Puerta de la Paz forman frente, con los de la CNT, algunas fuerzas de orden público y paisanos de distintas ideologías, agrupados bajo el título de antifascistas.
Con Francisco Ascaso, que empuña una «astra» del 9 largo, en cuyo manejo es sumamente diestro, avanzan, protegiéndose con los corpulentos árboles del paseo, los miembros del Comité de Defensa Confederal: Durruti, Ortiz, Valencia, García Oliver y otros distinguidos militantes obreros: Correa, del ramo de la Construcción; Yoldi, Barón, del Sindicato Metalúrgico; García Ruiz, de los tranviarios, y sus dos hermanos Domingo y Joaquín Ascaso. En un camión, que adelanta con precaución por el centro de la Rambla, han instalado una ametralladora sobre la cabina, a la cual atienden Ricardo Sanz, Aurelio Fernández y Donoso. No son ellos solos: cientos de hombres se han puesto en movimiento, resueltos a librar la batalla definitiva; son lo más escogido de la militancia barcelonesa.
A medida que se aproximan a los edificios, el avance se hace más difícil y peligroso; los fuegos cruzados de los sublevados, parapetados en ambos fortines, les amenazan. Desde los balcones del Sindicato del Transporte y desde el Centro de Dependientes hay compañeros que hacen fuego, y en avanzadillas improvisadas durante la noche, protegidos por muebles, colchones y bobinas de papel, que han traído del periódico Solidaridad Obrera, militantes armados hostilizan a las fuerzas rebeldes.
Abandonan la protección de los árboles del paseo, y cruzando el arroyo continúan por la acera derecha. La calle de Santa Madrona es ancha y carece de protección; pueden batirles tanto desde Atarazanas como desde Dependencias Militares. Hacen un alto protegidos por las barracas del mercadillo de libros viejos.
Mientras Durruti, García Oliver y los demás aprietan a correr para alcanzar pronto la protección de una pared que cerca la parte del viejo edificio de las Atarazanas que ha sido derribada, Francisco Ascaso ha descubierto que desde una de las ventanas que da a la calle de Santa Madrona, frente a la de Montserrat, un tirador cubre el sector y hace puntería sobre quienes avanzan por la Rambla.
Francisco Ascaso, seguido de Correa y de algunos otros militantes, se desplaza por detrás del mercadillo de libros. Como Durruti y los demás se vuelven hacia él interrogantes, les hace señas de que se desentiendan. Es necesario que haga callar ese fusil ametrallador que dispara desde una ventana. Estudia la situación; casi frente a la ventana queda aparcado un camión. Entre el último barracón del mercadillo y el camión hay un espacio descubierto. Francisco Ascaso está convencido de que, si consigue protegerse con el camión, es capaz de introducir una bala por la ventana que queda a escasa distancia y hacer blanco en el tirador. Con pistola, nadie le gana a puntería.
Agachado, arranca a correr; repetidos impactos en el muro demuestran que el tirador fascista le ha descubierto. Necesita obrar rápidamente; madrugar. Antes de alcanzar la protección del camión apoya la rodilla en tierra, apunta y dispara. Cuando se dispone a alzarse y ganar el camión, un golpe en la frente le derriba.
Los compañeros le han visto levantar ambos brazos y caer contra el suelo, en donde queda bocabajo inmóvil.
En la amplia balconada que hay sobre el porche de Dependencias Militares ha aparecido un trapo blanco a manera de bandera. El teniente de artillería José María Colubi de Chánez, que dirige la defensa de las Atarazanas, ha comprendido que, una vez rendido el edificio de Dependencias, cualquier resistencia por su parte es inútil.
Hace treinta horas que con una sección del Regimiento de Infantería de Badajoz y dieciocho soldados de ingenieros, que ayer por la mañana le cedió de su compañía el capitán Bruses cuando se dirigía a Dependencias Militares, ha defendido los destartalados edificios de los viejos cuarteles, cuya demolición ha comenzado.
Combatido activamente, atacado por la aviación, desde esta mañana está siendo cañoneado. Si los defensores de Dependencias Militares, que con sus fuegos le protegían barriendo la Rambla, se han rendido, él con el corto número de hombres de que dispone no puede continuar la lucha. Que el movimiento ha fracasado en Barcelona se advierte por la proporción en que ha aumentado el número de enemigos, por el armamento de que disponen, por los cascos con que muchos paisanos se cubren, por las intimidaciones que se le hacen por teléfono, porque los atacantes disponen de piezas de artillería y los regimientos de artillería se habían sublevado.
La rendición que se les exige es sin condiciones; han de abandonar las armas y presentarse a la puerta; la única condición aceptada es que se hagan cargo de ellos fuerzas de orden público. A los paisanos les han causado demasiadas bajas. Hasta hace cinco minutos eran enemigos; y en el combate al enemigo se le hacen bajas.
El cigarrillo le deja en la boca un sabor amargo. La sensación que le domina es la de cansancio, una fatiga depresiva; la fatiga correspondiente a dos días enteros de tensión que han culminado en la desesperada defensa a que se han visto forzados esta mañana. Los hombres están deshechos; han combatido con coraje, con abnegación. Cuesta darse cuenta de que las cosas han terminado así y que en los próximos minutos tendrán que afrontar una situación humillante, peligrosa y nueva.
Ayer por la mañana fue sorprendido y apresado cuando menos lo esperaba; algunos suboficiales, cabos y soldados se insubordinaron contra él y le capturaron junto con el alférez Alpiste, momentos después de haber hecho otro tanto con varios oficiales de la plana mayor de la brigada de artillería. Mientras le sacaban del edificio, disparos efectuados desde Dependencias Militares desbarataron el grupo insurgente; logró escapar y regresó al interior del edificio de las Atarazanas.
Los soldados se van reuniendo; han abandonado los fusiles; le miran como si él pudiera darles una solución. El oficial, una vez depuestas las armas, no puede hacer nada por su gente; es uno más entre ellos. No podrá defenderlos; en cuanto salgan por esa puerta habrá perdido toda autoridad, será el último, el más indigno. Le acompañan el teniente de Oficinas Militares Caldero y los sargentos Arroyuelos y Girón. Si no le miraran, si no le interrogaran sin hablarle, si no esperaran aún sus órdenes, se derrumbaría. Treinta horas de lucha son muchas horas para proclamar su inutilidad; él les ha dado órdenes, él les ha animado, él ha dirigido la más desventurada de las aventuras.
Un cabo que vigilaba asomado a una de las ventanas viene corriendo despavorido.
—Mi teniente, al salir los prisioneros de Dependencias Militares se ha armado revuelo, han sonado tiros, el populacho se arremolinaba. Algo horrible ocurre; me temo que les están linchando.
—No será tanto; hemos luchado limpiamente, deben respetarnos… Las leyes de guerra nos protegen.
Se oyen gritos que proceden del patio. Un soldado que conserva el fusil en la mano, corre hacia ellos.
—¡Los anarquistas han entrado! ¡Han saltado los muros! ¡Están dentro del patio!
El momento ha llegado; hay que afrontarlo; no por cumplir con un gesto valeroso, sino porque no queda otra salida.
—Abran las puertas. Vamos a salir… ¡Ánimo todos!
Querría dar solemnidad al momento, mantener la compostura. El griterío denota que son muchos los que les esperan. Les ve; son ellos, los paisanos mal vestidos, calzados con alpargatas, sin afeitar, empuñando de cualquier manera armas que no les pertenecen, indisciplinados, vengativos. Les reconoce: son los mismos contra quienes han disparado dos días seguidos. Los cañones de los fusiles se levantan, las pistolas apuntan. Él es el protagonista, el capitán; aprieta los puños y los dientes; se alza ligeramente sobre las puntas de los pies. El humo le nubla la vista, las detonaciones le retumban en el interior del cráneo; nota como si le empujaran con palos puntiagudos en el pecho, en las rodillas, en el vientre.
Las palabras —injurias, amenazas apresuradas, insultos— no las ha oído o no las ha escuchado: no podían herirle; se ha rendido, está desarmado y, por tanto, inmunizado contra las palabras.
—¡Viva la FAI!
—¡Viva la Anarquía!
—¡Viva la CNT!
—¡Compañeros! ¡Hemos triunfado, hemos derrotado al fascismo; el pueblo de Barcelona, los militantes obreros, hemos vencido al ejército!…
—¡Viva la República!
—Sí… ¡Viva también la República!
La lucha en Barcelona ha terminado. Dependencias Militares ha capitulado; poco después, el cuartel de Atarazanas ha sido asaltado y se ha rendido. Sudorosos, riendo, gritando, roncos, los combatientes del pueblo se abrazan unos a otros. Alzan las armas, alzan los puños, vitorean a los líderes.
Rotos, deshechos, ennegrecidos, en mangas de camisa, con las manos en alto y el susto en los ojos, rodeados de armas amenazadoras, de insultos, de pasión, caminan los prisioneros de Atarazanas. Nadie sabe adonde van; ni ellos ni quienes les conducen. García Ruiz, un tranviario, se dirige a Juan García Oliver.
—¿Qué hacemos con éstos?
Han triunfado; los pobres, los perseguidos, los que nada podían, los que tenían que vivir ocultos y acorralados, los despreciados, los de abajo, han triunfado, son los amos, acaban de demostrar su fuerza, su omnipotencia. Ni guardias civiles, ni guardias de Asalto, ni políticos, ni policía, ni nadie da aquí órdenes. Los de los uniformes orgullosos, los de las voces de mando, los de los pompones, las medallas, las charreteras y los sables, los poderosos, los arrogantes, están ahí: vencidos.
—¡Llévalos al Sindicato de Transportes y que queden presos! Veremos luego qué se decide.
Durruti ha contraído las cejas, se han abrazado, se han besado, juntando hermanados jadeo y sudor, empuñando las armas todavía calientes. A Durruti se le llenan los ojos de lágrimas. Jover guarda silencio. Querrían decir algo, la alegría ha cedido para dar un salto atrás. Francisco Ascaso, el compañero de tantos años de lucha, el compañero aún más hermanado en este larguísimo día que comenzó el viernes, un día larguísimo, alucinante, un día único en la historia, acaba de morir; no saben si murió hace un instante o hace años.
—¡Pobre Paco!
No hay que dejarse vencer por la melancolía, por el dolor, ni por la nostalgia. Sobre muertos se han abierto camino. No es hora de sentimentalismos: es hora de acción. Empieza en este momento el porvenir. Jover, Ortiz, Valencia, permanecen silenciosos.
—¡Vamos ya! —dice García Oliver—. Esto se ha acabado. ¡Hemos triunfado!
El general Aranguren, que por orden del Ministerio de la Guerra ha asumido el mando de la 4.ª Región Militar, le ha encargado que busque, por los procedimientos que sea y en donde se hallen, alimentos para los jefes y oficiales de la guarnición de Barcelona que en número difícil de establecer, pues continuamente va en aumento, pero que no baja de los doscientos, se hallan detenidos en la Consejería de Gobernación. La mayor parte de ellos llevan más de treinta horas sin comer.
La 4.ª Región Militar no existe; desde ayer se trata de reconstruirla con los escasos elementos de que se dispone. Con el general de la Guardia Civil colaboran los coroneles Brotons y Escobar, los tenientes coroneles Lara y Suero, todos ellos de la Benemérita; el comandante de intendencia Sanz Neira, que ha tomado parte activa en la lucha contra los sublevados, el oficial de aviación Servando Meana y algunos más que se han ido presentando. El general Aranguren le ha pedido a él, primer oficial de complemento que se presentó ayer por la tarde, atendiendo al requerimiento que se hizo por radio, que se quede formando parte de este pequeño grupo, núcleo de la desorganizada 4.ª División Orgánica.
Ha conseguido un camión y que le acompañen o escolten un pelotón de soldados de intendencia. Para estar a tono con las circunstancias y evitar equívocos, se ha vestido con un mono azul, en cuyo cuello ha prendido las insignias del arma de caballería, a la cual pertenece, y se ha ceñido el correaje y la pistola reglamentarios.
La situación en la ciudad es caótica. Por todas partes detonaciones; se ignora quién inicia los disparos; se asegura que son elementos fascistas que tratan de atemorizar a la ciudad mediante el paqueo. Lo cierto es que los guardias que patrullan de manera un tanto indisciplinada y que los paisanos poderosamente armados con las armas que han sacado de los cuarteles, y principalmente del Parque de San Andrés, responden a los supuestos pacos con un volumen de fuego desordenado y desproporcionado; quizá lo hacen por el simple afán de disparar. Las calles resultan peligrosas; dominan la ciudad tipos totalmente revolucionarios, deseosos de darle gusto al gatillo, si es posible disparando contra carne humana.
Lo difícil para él es averiguar dónde puede hallar algo que puedan comer los oficiales presos; empresa difícil, pues para acabarlo de complicar en la Consejería de Gobernación no existen cocinas apropiadas, ni hay cocinero, ni orden, ni platos y cucharas para servir las raciones. A pesar de todo, debe cumplir con la orden del general, tanto por sentido de disciplina como por elementales razones de humanidad.
El mercado del Borne permanece cerrado; ni verdura, ni fruta, ni ningún género comestible; desde el sábado no han acudido los proveedores. Aparte de las dificultades que pudiese acarrear su condimentación, no puede pensarse en carne ni en pescado; el matadero ha permanecido inactivo y los pescadores de la Barceloneta no han salido al mar; en cuanto a los camiones que llegan del Cantábrico no lo han hecho, dadas las condiciones en que se encuentra España entera. Algunas tiendas de comestibles han abierto sus puertas por la mañana; han despachado poco y casi exclusivamente a sus parroquianos. Como se han producido algunos saqueos por parte de elementos armados e incontrolados, que se han convertido en amos de la ciudad, los comerciantes se han apresurado a cerrar, o se han quedado sin género. Los panaderos no han hecho hornada en los dos últimos días; si alguno se ha decidido a trabajar será con ánimo de atender a su clientela y habrá agotado las existencias.
Mientras, a la buena de Dios, sentado junto al chófer que conduce el camión, por si descubre algo, alguna idea útil le acude a la cabeza, o tropieza con quien pueda orientarle, pasea por esta ciudad que es la suya y que le parece desconocida. Si alguien circula por las calles desiertas lo hace atemorizado, con las manos en alto y un pañuelo blanco colgando de una de ellas. Por contraste, otras calles están invadidas por los habitantes de los suburbios, mujeres desgreñadas, hombres descamisados con fusiles o pistolas que visten absurdas prendas militares, exhibidas más a manera de trofeos que como signos de uniforme. Circulan automóviles requisados o camiones, cubiertos con colchones a guisa de elemental blindaje, con arrogante y amenazadora exhibición de toda clase de armas, apuntando a los balcones, en cuyas barandas han colgado trapos blancos de significado un tanto ambiguo. Las iglesias, los conventos, los oratorios, salvo contadas excepciones, arden. Muchas calles están interrumpidas por barricadas de adoquines; montan guardia paisanos que exigen la documentación a los escasos viandantes, a quienes dirigen preguntas que denotan, más que prudencia vigilante, desconfianza. Cables del tranvía caídos, edificios cañoneados, banderas rojas y negras, letreros de CNT-FAI, POUM, escritos a brochazos; banderas catalanas y republicanas las hay en los edificios oficiales; parece que cuelgan flácidas, languideciendo con timidez, sumergidas por la ola revolucionaria que domina la calle.
En la plaza de Cataluña, en la calle Diputación y en otros lugares, cadáveres de caballos y mulos comienzan a pudrirse bajo el violento sol. En la ciudad huele a humo, a sangre y a muerte.
Descubre unos grupos de personas, entre las cuales bastantes mujeres, que saquean unos importantes almacenes establecidos junto a la plaza de Cataluña. En la acera, varios autos aparcados; hombres armados aparecen con máquinas fotográficas, artículos sanitarios o del hogar, embutidos, latas de conserva, botellas de champaña, géneros de perfumería y muy diversos objetos. Recuerda que en estos almacenes existe una bien surtida sección de comestibles; manda detenerse el camión. Las puertas metálicas han sido reventadas. Los saqueadores ni advierten su presencia o no les preocupa. Ha de tomar una resolución y tratar de imponer un mínimo de orden y de respeto; ni siquiera la revolución puede significar el saqueo y el despojo en beneficio personal de nadie.
—¡Muchachos, atentos! Hemos de expulsar a toda esta gente; por las buenas o por las malas.
Con ademán decidido va contra uno que sale por la puerta del establecimiento con una caja de pastillas de jabón y le detiene por el brazo.
—¿Quién te autoriza a llevarte esto?
—¡Suéltame! Aquí no manda nadie, y tú menos.
Dos soldados acuden en auxilio del teniente y arrebatan la caja al díscolo. Una pareja, apuntando con el fusil, se aproxima al automóvil.
—¡Largo de aquí!
Seguido de los soldados se mete en el interior. Mujeres encaramadas en el mostrador se apoderan de máquinas fotográficas de una estantería alta, que desvalijan por completo.
—¡Todo el mundo fuera de aquí!
Los soldados comienzan a expulsar violentamente a los saqueadores. Algunos protestan y se resisten; uno de ellos, amenazador, les planta cara. El cabo, que es un veterano madurado a fuerza de reenganches, le larga un culatazo; el otro hace ademán de sacar la pistola. Él mismo le detiene el brazo mientras el cabo le pega un segundo culatazo. Gritan las mujeres, les califican de fascistas y les lanzan otros insultos que no escuchan.
—Como alguien se resista, le pego aquí mismo un tiro. Esto es un robo, y ¡se acabó!
Los soldados empujan a los que se niegan a abandonar el local, se producen choques que se resuelven a golpes. Escapan con los objetos que tenían en la mano, y otros, al escapar, agarran de paso cualquier cosa: un cubo, un farol, una herramienta.
—¡Fuera de aquí! ¡Fuera!
Un hombre con gafas de concha, de mediana edad, que no lleva corbata porque se ha despojado de ella para disimular su condición mesocrática, se adelanta hacia él. Está sudando, desconsolado, con el rostro descompuesto por el miedo y el sufrimiento.
—Gracias, señor teniente. Esos desalmados se lo llevaban todo. Soy uno de los encargados de esta casa; he acudido tan pronto como ha acabado la lucha para comprobar si el establecimiento estaba en orden. ¡Ya ve lo que me ha ocurrido! Pistola en mano me han amenazado. Que desde ahora imperarán en la ciudad los métodos revolucionarios, me decían, y hasta me han levantado la mano porque un servidor protestaba.
—Ve usted que mientras nos sea posible lo evitaremos.
—Pero dígame, teniente: ¿quiénes son ustedes, a qué bando…?
—Pertenecemos al ejército de la República…
—¡Ah! Es que, verá usted, hay tanta confusión que, la verdad, uno no entiende…
—Quiero advertirle que la misión que me trae, además de poner orden cuando sea preciso, es conseguir suministro para los militares que están prisioneros y que no han comido desde ayer o anteayer…
—Lo que usted mande; puede disponer, no faltaba más. Tenemos garbanzos, alubias, pasta…
—Por el momento no podré pagarle. Haremos una lista por duplicado, se la firmaré y en el momento oportuno se les avisará a dónde deben pasar a percibir el importe… Todo anda un poco desorganizado; lo principal y urgente es dar de comer a esos hombres.
—Como usted diga; en las circunstancias por que atravesamos debemos contribuir…
—Necesito otro tipo de alimentos que no requieran ser cocinados; algo así como galletas, miel, conservas…
—De todo eso tenemos, teniente. Venga conmigo.
Ayudados por el encargado de los almacenes, los soldados van metiendo en sacos cajas de galletas, botes de mermelada, latas de melocotón en almíbar, tarros de miel, salchichones, sardinas en aceite, espárragos en conserva.
—Será una comida un tanto extraña, pero creo que mejor es esto que nada. No hallo manera de hacer un verdadero rancho.
—El género de la casa es de buena calidad, teniente; ha de gustarles a esos señores.