Alicante

Alicante

Cuando entra del balcón se siente atrozmente deprimida. En Alicante ha debido de estallar la revolución. Por el paseo desfilaba una columna de camiones con guardias de Asalto y paisanos en mangas de camisa, con mantas, cartucheras y fusiles. Llevaban desplegadas banderas rojas y republicanas y lo que cantaban le ha parecido que era La Internacional. Daban vivas a la República y a la Revolución. ¿A dónde irían? ¿Qué está ocurriendo en Alicante? ¿Y en el resto de España? ¿Qué suerte le espera a Miguel?

Entra angustiada en la alcoba y entorna las persianas. A la tía «Ma», a Carmen Primo de Rivera y a ella, las han reunido en esta alcoba que les sirve de prisión, no demasiado incómoda, pero que las hace sentirse deprimidas, nerviosas y asustadas. Le preocupa la suerte de José Antonio, su cuñado, a quien admira y estima, pero más le preocupa la de Miguel con quien hace poco se ha casado. Encerrado con José Antonio en la cárcel y con el odio que les tienen los izquierdistas, teme por su vida y seguridad personal. La revolución en Alicante parece desencadenada. Los guardias iban destocados, otros con el correaje sobre la camisa, y levantaban el puño, con lo cual ni parecían verdaderos guardias ni daban la sensación de que fueran capaces de mantener el orden ni de garantizar la seguridad de los presos.

La tía «Ma», que es madrugadora, se peina ante el espejo. Ella se ha envuelto en la bata; todavía no se ha lavado. La inquietud la desvela, y como duerme mal y hace calor, siempre anda con sueño. El hecho de no poder abandonar la habitación hace que las horas transcurran de manera desconcertante.

—¿Qué era ese alboroto?

—¡No sé! Camiones con gentuza armada, como si fueran revolucionarios…

—Habla más bajo; Carmen todavía duerme…

Carmen se revuelve bajo la sábana y se incorpora.

—¡Qué voy a dormir!

La camarera que anoche les subió la cena, les dijo muy aprisa y seguramente con miedo, que trajeron presos unos fascistas (la chica les llamaba así) de Callosa de Segura, que habían sorprendido ocultos en los barrancos de Aguas Amargas, y que hubo tiros y muertos. Es horrible; deben ser los camaradas que venían con Maciá con la misión de sacar de la cárcel a José Antonio y a Miguel. Ha debido de fracasar el golpe de mano.

Suenan unos tímidos golpes en la puerta. La tía «Ma», se aproxima. Es muy temprano, y la camarera cuando les sirve el desayuno llama de distinta manera.

—¿Quién es?

Al otro lado de la puerta una voz de hombre, sorda, trata de que no le oigan demasiado en el corredor.

—Un amigo; no se preocupen. Cojan el papel que les paso y léanlo.

Al mismo tiempo, por debajo de la puerta se desliza una hoja de papel escrita a lápiz.

—Hagan el favor de romperlo después, no me comprometan.

No les da tiempo a contestar; oyen los pasos que se alejan nerviosos y precipitados.

De momento, por culpa de la agitación no aciertan a leer. Carmen se ha levantado del lecho; se aproxima al balcón y entreabre una de las persianas. La letra es grande y para ellas desconocida, como desconocida les resultaba la voz.

El general Queipo de Llano habla desde Sevilla por radio. Da buenas nuevas. Asturias, que parecía contraria al movimiento salvador de España, se ha puesto a nuestro lado. El coronel se ha apoderado de Oviedo. En Madrid, el Gobierno ha armado a los extremistas, pero los cerrojos de los fusiles están custodiados en el cuartel de la Montaña, donde los patriotas se han sublevado. En Carabanchel y Getafe se ha alzado la artillería. En Albacete, la Guardia Civil es dueña de la población contra el Gobierno. De Huelva enviaron una columna de guardias civiles contra Sevilla y, al llegar a la capital andaluza, se pusieron a favor de Queipo; una columna de mineros ha volado y les hicieron muertos y prisioneros. El tabor que desembarcó en Algeciras ha ocupado La Línea. Éstas son las últimas noticias; ya deben de saber lo de Navarra, Aragón y Castilla la Vieja. Un amigo.

P. D. Por favor, rompan este papel en cuanto lo lean: podrían comprometerse y comprometerme. Gracias.

Las noticias no son pesimistas; ellas ignoran lo sucedido en Navarra, Aragón y Castilla la Vieja, pero adivinan que por allá las cosas deben presentarse favorables. Margot Larios piensa que si Algeciras y La Línea están dominadas por el ejército, su familia se hallará a salvo, aunque quién sabe lo que ha podido ocurrirles entretanto. Menos mal que su hermano Pepe está en Londres.

Unas a otras se miran. Carmen se coloca una bata y la tía «Ma», que vuelve a peinarse ante el espejo, se encara con Margot.

—Una idea se me ocurre. Hay que procurar que estas novedades lleguen a José Antonio, ¿no os parece? A ti te han autorizado para enviarle a Miguel, jabón, pañuelos, ropa. Escondamos estas noticias; les consolarán.

—Por de pronto habría que copiar esto en un papel de fumar, un papel de fumar se esconde en cualquier parte.

—Lo encontrarán, tía, y será peor.

—Es cuestión de pensar… Yo tengo papel de fumar; lo compré para ellos. Si sacamos una hoja de en medio y volvemos a colocarla en el librillo…

—¿Y si lo notan? Son listos; los carceleros están avezados a esta clase de trucos.

La tía «Ma» da el último retoque al peinado, y se sienta junto al balcón en un silloncito de mimbre. Entorna las persianas bajas para protegerse del sol. Carmen coge su cepillo y el tubo de pasta y empieza a limpiarse los dientes. De pronto escupe la pasta en el lavabo, y muy alegre exclama:

—¡Lo tengo! No lo encontrarán nunca. ¡En el tubo! En el tubo introducimos el papel de fumar enrolladito; metemos luego un poco de pasta de otro tubo para taparlo… Bueno, os lo explico mal, pero me entendéis.

—Con mucho cuidado podemos vaciarlo a medias.

—Tendremos que escribir con letra muy chiquitita.

—¿Pero cómo se dará cuenta Miguel de que dentro va el mensaje?

—En cuanto vea un tubo de pasta notará algo anormal. Hace cuatro días que le mandé uno grande de «listerine» y sospechará; en cuanto aprieten, aparecerá el mensaje.

—Manos a la obra, pues. ¡Ay! Estos chicos en qué líos me meten; a mis años haciendo el papel de espía…

Sevilla

Sevilla

El ruido es intensísimo y el fuselaje del «fokker-F-VII» retiembla. Los nueve legionarios sentados, amontonados, con las cartucheras puestas, las bombas colgadas, los fusiles entre las manos apoyan las espaldas en las mantas dobladas que llevan en bandolera.

El avión ha dado un brinco y gana altura. El teniente Gassols, de la 5.ª bandera, sentado detrás del piloto aviador, observa cómo éste garrapatea unas líneas en un papel. El piloto le entrega el papel; resulta inútil hablar aunque sea a voces.

El teniente Gassols lee el mensaje, que el aviador confirma con gestos. «Hacen fuego muy peligroso ¿Aterrizamos?». Un fuerte contratiempo; el general Queipo de Llano domina la Capitanía de Sevilla, los cuarteles y el centro de la ciudad; las noticias que han llegado a Tetuán es que también dominaba Tablada y ahora por lo visto les tiroteaban desde el aeródromo. Trata de asomarse por una de las ventanillas pero nada distingue ni puede distinguir. El avión sobrevuela a bastante altura el Guadalquivir, que dibuja una amplia curva sobre los campos tranquilos.

La Legión no retrocede, los compañeros le han envidiado esta singular misión, él no regresará rabo entre piernas. Así es que aterrizarán en Tablada; si el enemigo ocupa el aeródromo, con sus nueve hombres entrará en combate. Saca un lápiz y en el mismo papel escribe la contestación: «Aterrice. Por las buenas o en paracaídas». Mientras entrega el papel al piloto le sonríe con su rostro ancho, enseñando los dientes bien alineados. La Legión no se raja, la Aviación tampoco puede rajarse. El aviador hace un gesto afirmativo y levanta la mano derecha en señal de aprobación.

Puede ocurrir que se trate de un error; ninguna señal lleva el aparato que permita identificarlo. En Tetuán, a través de las emisiones de Radio Sevilla se ha sabido que el aeródromo de Tablada ha sido atacado y bombardeado varias veces. Si así fuera, deben andar recelosos. Bien es verdad que si por error les acribillan, de poco les servirá que las balas sean amigas; lo mismo hacen pupa.

Vuelve el rostro hacia el legionario más próximo y le hace seña de que se acerque. Junto a la oreja le grita:

—Disparan de abajo. Es posible que los rojos tengan el aeródromo. Preparad los fusiles y las bombas, y en cuanto aterricemos, mucha atención a mis órdenes. ¡Qué circule la consigna!

El legionario tiene las córneas ligeramente rojas, es flaco y el cabello se le revuelve bajo el gorro muy ladeado sobre la oreja; aprieta los labios, se palpa las bombas colgadas del correaje, y se vuelve hacia su compañero más inmediato a quien repite las palabras del teniente. Los demás tratan de escuchar en vano; uno a uno son advertidos del peligro y enterados de la orden del oficial.

Pierden altura; los legionarios están dispuestos. En el momento de tocar tierra caen en desorden unos sobre otros. El avión se mueve dando saltos; permanecen echados con los fusiles en la mano derecha, en la izquierda aprietan una bomba Laffite. El avión disminuye de velocidad a lo largo de la pista de aterrizaje. Cuando está a punto de detenerse, el piloto hace un gesto al teniente Gassols, que salta sobre la puerta, acciona el mecanismo de apertura y, pistola en mano, se lanza al campo antes de que el aparato haya frenado completamente.

—¡Abajo todos!

Uno a uno saltan al suelo con el fusil presto a disparar y la bomba dispuesta.

—¡Desplegad! ¡Y que ninguno dispare sin orden mía!

Por el momento nadie les ataca ni hostiliza. Un grupo de pilotos militares avanza hacia ellos desde los hangares. Vienen a paso rápido; no se les descubren armas.

El teniente Gassols se adelanta hacia los oficiales de Tablada. Empuña la pistola; hace un gesto a los legionarios para que se tranquilicen y depongan las armas.

—¡Viva la Legión!

Los aviadores del grupo que se aproxima, oyen el grito y, agitando las manos, responden:

—¡Viva!

El equívoco se ha deshecho; estos oficiales no pueden, ni en supuesto caso de mala fe, tenderles una trampa; estarían en desventaja. El teniente Gassols, va a su encuentro, y se cuadra ante un comandante uniformado de blanco.

—A sus órdenes; el teniente Gassols, de la 5.ª bandera de la Legión.

El comandante le estrecha la mano, los demás oficiales también.

—Soy el comandante Azaola; bienvenido, teniente.

Los oficiales bromean con el teniente legionario.

—Creíamos que se trataba de una nueva incursión del enemigo; os hemos zumbado.

—¡Caray, que si zumbabais!

—Esta mañana, a primera hora, nos ha visitado un «douglas» y nos ha planchado. Pero apenas ha causado daños y ninguna víctima; nos ha fastidiado el desayuno.

—Mi comandante. Vea ese trimotor que se aproxima; que no le disparen, sobre todo. Son diez legionarios más con un sargento. Como verá usted, toda la legión está llegando a Sevilla.

—Vamos para allá; lo primero que hemos de hacer es telefonear al general. Se va a poner contento porque no le sobran efectivos.

—El comandante Castejón vendrá hoy mismo con más legionarios.

—Lo primero es comunicárselo al general. La situación no es tan optimista como él declara por el micrófono.

—Tomaremos medidas para que los demás aterrizajes se realicen sin dificultad.

Las contraventanas entornadas mantienen la sala en fresca penumbra. Sentado en una butaca ha estirado las piernas abandonándose al descanso. Desearía quedarse aquí, junto a su madre, en casa; dormiría en esta misma butaca sin descalzarse, sin quitarse la ropa, entre estas paredes y estos muebles. Le rodean los retratos del bisabuelo, el fanal con la Virgen y su manto azul celeste bordado de oro, la lucecilla que perpetuamente alumbra la imagen bailando en el aceite de la lamparilla, el espejo con marco dorado, la caja adornada con corales y caracolas, la panoplia sobre cuyo paño rojo cuelgan los sables, pistolas y charreteras del abuelo, el piano, los dorados candelabros, la marina que representa veleros desarbolados por el temporal, las paredes empapeladas imitando damasco, salpicadas de miniaturas ovaladas de tíos y tías, viejos todos aunque las imágenes pertenezcan a jóvenes, tíos muertos o muy ancianos, irreconocibles. Y su fusil que todavía suelta grasa y que ha dejado apoyado en la pared con cuidado de no manchar la tapicería del sofá. Su fusil aparece insólito en este cuadro familiar; lo contempla como instrumento extraño a pesar de que hace veinticuatro horas que se lo entregaron y es suyo; él responde de esta arma que corresponde a un número que anotó el brigada cuidadosamente. Esta noche ha disparado, tendrá que irse acostumbrando a su presencia, pero al descubrirlo en la sala familiar se le aparece como objeto extravagante que ni siquiera hace juego con las armas del abuelo que desde muchos años atrás han adquirido inofensiva calidad de panoplia.

Amortiguados por los edificios que se interponen, se oyen disparos por la parte del Guadalquivir. Un cabo de la Guardia Civil que manda el pelotón de voluntarios, que parapetados entre las vías de los muelles disparan hacia Triaría y vigilan el puente, le ha dado permiso para que venga a desayunar a su casa a condición de que la ausencia no se prolongue más de media hora. Como no tardará ni tres minutos si aprieta el paso, agota los instantes esperando que el reloj de la media, una campanada suave, la intimidad de cuyo sonido le es bien conocida. Su madre se ha empeñado en prepararle una tortilla y un filete empanado porque anoche se quedó sin cenar, salvo un bocadillo que fueron a buscar a una taberna; le ha puesto entre las provisiones dos botellas de tinto manchego para que invite a los compañeros. Su madre pretendía que Flora, la criada, vaya a acompañarle llevándole la cesta con las provisiones. Se ha negado, no quiere que se rían los compañeros y tampoco quiere llevar él la cesta. Bonita pinta haría con fusil y cesta al brazo. Le pondrá todo en un paquete.

—Ya está dispuesto.

La madre es joven, viste de verano, escotada. Peinada y compuesta aparenta ser más joven de lo que es. Sus amigos le dicen que es hermosa y a él le desagrada que sus amigos hablen de su madre como de una mujer; es decir, que les guste como mujer, pues es su madre.

—¡Cómo va a sentir tu padre no verte! Ha ido a presentarse a Capitanía.

La sirvienta entra en la sala con un paquete cuidadosamente atado con bramante.

—Señorito; puedo acompañarle hasta el paseo…

—Gracias, Flora; es que disparan y resulta peligroso.

—No tengo miedo de los disparos. También le pueden dar a usted y bien va.

—No, Flora, es distinto, yo…

Coge él paquete. Su madre le abraza y le besa. Su perfume y una blandura femenina le rodean. Su madre está emocionada, si bien la desesperación de ayer, gracias a Dios, no se reproduce; a él le dan ganas de llorar.

Atraviesa el patio, oloroso de flores, blanco, verde, rosa y rojo; sale a la calle en donde el sol luce con intensidad cegadora. Cuelga el fusil al hombro y sujeta el paquete bajo el brazo izquierdo. Los disparos suenan más próximos, más secos y amenazadores bajo el sol que en la oscuridad de la noche. Aprieta el paso; como alfilerazos, se oyen tiros de pistola, es lo que el cabo de la Guardia Civil califica de «paqueo»; anarquistas y comunistas que acechan ocultos en las azoteas.

A la carrera cruza el paseo. Humean las iglesias de Triana. En los muelles los compañeros se protegen tras una barricada formada con montones de mercancías de un barco de cabotaje atracado algo más lejos.

—Tú, por lo menos, has debido desayunar como corresponde.

Deja el paquete en el interior de la casilla que hay junto a la barricada. Los compañeros lo observan pero nada comentan. El cabo de la Guardia Civil ha apoyado el fusil contra unos sacos de algarrobas y observa con fijeza una ventana a la orilla opuesta del Guadalquivir. Se ha despojado del tricornio; da calor y con su brillo ofrece demasiado blanco al enemigo. Está tenso, al acecho, como el cazador en su puesto.

—Hemos ido por tumos a la taberna; no tenían más que café solo y pan duro. Hoy no han trabajado los panaderos.

—Como se empeñen en hacer huelga les huele la cabeza a pólvora. ¿Oísteis lo que les advirtió el general anoche por la radio?

—Podrían traernos chuscos los de intendencia. ¿Somos soldados o no lo somos?

Protegidos del fuego de la orilla opuesta por el casco del barco, una pareja de hombre mayores, con chaquetas de dril blanco, brazaletes verdes y gorro militar, montan guardia. Pertenecen a unas milicias ciudadanas recién creadas.

La detonación les asusta; estaban distraídos.

—Le cacé; estoy seguro que me lo he cargado.

El cabo de la Guardia Civil acciona el cerrojo; salta el casquillo del máuser y tintinea sobre los adoquines.

—Como un tonto estaba asomado a la ventana; la camisa blanca le delataba. Tenía tomada la puntería. Os apuesto lo que queráis a que ése no se asoma más. Me parece que le di en mitad de la frente.

Desde la otra orilla del río contestan con descargas. El cabo se sienta protegido por los sacos, y se abanica con el tricornio.

—Ahora, que los compañeros del difunto se desbraven.

Las balas saltan sobre el empedrado; algunas que pegan en los raíles, los hacen sonar como campanas rotas.

—¿Alguno de ustedes tiene un pito? Creo que me lo he ganado.

Su madre le ha llenado los bolsillos de cajetillas «Gener» de las que guarda en reserva su padre. Abre una y le ofrece al guardia civil.

—Puede quedarse con la cajetilla; tengo más.

Desde el parapeto observa con precaución la ventana de la casa situada al otro lado del río que ha señalado el cabo de la Guardia Civil. No se distingue a nadie en ella.

Suenan detrás disparos de pistola; uno de los paisanos militarizados que estaban en el muelle junto al barco comienza a gritar y se desploma. Su compañero inicia una carrera; pero se detiene desconcertado.

El cabo de la Guardia Civil se pone en pie y le grita con rabia:

—¿A dónde va usted, desgraciado?

El que corría se aproxima al compañero caído cuya americana blanca se mancha rápidamente de sangre.

El cabo, con el fusil en la mano, protegido por la esquina de la caseta, comienza a observar una por una las casas del paseo y de las callejas que desembocan cerca.

—¡Vaya usted y entre los dos tráiganse al herido! Le han disparado desde ahí. Me jugaría la paga de un mes a que en esa casa baja hay escondido un paco.

Él sale corriendo, agachado; sus compañeros, por orden del guardia, disparan en dirección a la casa en donde supone se oculta el paco.

No acierta a coger al herido que se queja; tiene un balazo en la espalda. El compañero del brazalete verde está descompuesto, no puede ni hablar. Ha dejado abandonado el fusil en mitad del suelo.

Cuando consiguen levantarle, el herido se queja terriblemente; aprietan a correr conduciéndolo en volandas sin demasiadas consideraciones al dolor que le causan. Dos proyectiles les silban cerca; les disparan ahora desde la orilla opuesta. El terreno descubierto es corto; ya están amparados por la barricada.

Uno de los voluntarios falangistas, que estudia segundo de Medicina en Cádiz se aproxima al herido y le levanta la americana. El herido gimotea; el muchacho apenas sabe qué hacer. El cabo de la Guardia Civil se vuelve hacia ellos.

—Hemos de ir a por ese paco; si no, se nos va a cargar uno a uno. Usted trate de cruzar con la obligada precaución al café, y telefonee que envíen una ambulancia.

Se echa el fusil a la cara y efectúa unos disparos contra una azotea adornada con macetas de geranios. El herido continúa quejándose; nadie acierta a aliviarle; le han apretado un pañuelo contra la herida. Se fija en el rostro del compañero de la chaqueta de hilo que formaba pareja con el herido; ha adquirido un color ocre; el hombre suda copiosamente. Con ambas manos se sujeta el vientre. Huele mal. El voluntario mira aterrorizado hacia los lados y se desabrocha precipitadamente el cinturón. El cabo de la Guardia Civil se ha vuelto hacia él y le observa con desaprobación; le dice agriamente.

—Aléjese usted hacia detrás de esos toneles. No tenga miedo, que el paco por ahora no va a disparar; se ha escondido. Pero no se nos cague aquí, amigo, que luego no hay quien soporte el perfume.

El del brazalete verde, que ahora ha empalidecido, sale corriendo hacia los toneles alineados en el muelle. El mal olor persiste todavía un instante. El estudiante de Medicina que ha ido a telefonear al café, atraviesa en cuatro zancadas la zona batida, y se coloca junto a ellos.

—Mandarán la ambulancia.

Trata de comunicárselo a voces al herido, que no parece enterarse; la hemorragia ha cedido.

—Esperaremos la ambulancia. Usted, vigíleme esa terraza a ver si observa algo anormal. Ustedes dos seguirán aquí, con el otro, si es que se le arregla el vientre. Los demás, conmigo, vamos a cruzar para allá. Al hijoputa ése le vamos a cazar; ya he estudiado el procedimiento.

El fusil del herido y el de su compañero han quedado abandonados en el suelo, en el lugar del muelle donde la pareja estaba haciendo guardia. El cabo de la Guardia Civil se dirige en voz alta hacia el que está detrás de los toneles.

—Y usted, amigo, cuando termine, vaya a recoger los fusiles y tráigalos; no se abandonan las armas, nunca, pase lo que pase. Y esto que le advierto, no lo olvide usted. Por ser la primera vez, vaya y pase, pero que no se repita o daré de usted un parte por escrito como corresponde.

—Escuche, Cuesta; se me ha ocurrido una idea. Hemos de levantar el ánimo de los sevillanos que por ahora no demuestran estar muy en forma.

El general Queipo de Llano, que viste americana blanca de paisano y lleva la camisa abierta y desprovista del cuello postizo, está sentado en su despacho del edificio de la Capitanía frente al comandante de Estado Mayor.

—En cuanto lleguen esos legionarios, que no son más que veinte y un teniente, usted me organiza un carrusel. Me los distribuye en tres o cuatro camiones, en cada camión que suban además unos soldados, guardias civiles y algún paisano de los uniformados. ¿Usted sabe lo que hacen con los comparsas en las zarzuelas? Pues igual vamos a hacer nosotros. Anunciamos que ha llegado a Sevilla la Legión: los camiones, ligeramente distanciados se lían a dar vueltas a la máxima velocidad, los muchachos van cantando y dando voces; y el público, que los ve pasar varias veces, se cree que son muy numerosos, se enardece y los aplaude. Y vuelta a empezar.

—Buena idea, mi general.

—Usted piense un itinerario relativamente corto; que desfilen por la Campana, por la calle Tetuán, que den vuelta por la entrada de la calle de las Sierpes…

—Eso lo organizamos en un momento.

—A las diez hablaré por radio. Voy a anunciar a los sevillanos que la columna de Mola llega a Madrid, eso les animará. Al fin y al cabo un día u otro llegará; tengo derecho a anticipar las buenas noticias. ¡Ah! Voy a dar un toque de atención a los empleados de Ferrocarriles. Pienso concederles un plazo de dos horas para que se presenten en sus destinos, al que no lo haga se le aplicará con todo rigor el código de justicia militar; ellos saben lo que eso significa. A esos tipos no se les puede tratar con guante blanco, están demostrando su mala condición.

Parapetado en la esquina, está con el fusil dispuesto. Dos compañeros, voluntarios como él, saltan por el tejado. El cabo de la Guardia Civil, con otros dos, con las armas aprestadas han subido escaleras arriba, y junto a la cancela ha quedado uno para vigilarla. Las mujeres que han encontrado en la casa, y que parecen sirvientas, están en el patio de cara a la pared y con las manos en alto. Los tres voluntarios restantes rodean el edificio con cautela. El paco no tiene escape; conviene estar prevenido, pues va armado y puede tener cómplices en otros edificios de los contornos.

Por la parte trasera de la casa se oyen gritos y dos disparos de fusil. Un hombre viejo, flaco, en mangas de camisa y calzado con alpargatas, aparece corriendo por la esquina a pocos metros de él. Varios proyectiles se estrellan contra la pared produciendo desconchados. «¡A ése…!, ¡a ése!». El hombre le mira aterrorizado; se detiene, da media vuelta y sale a todo correr en dirección contraria. Él, se ha llevado un susto, reacciona y se echa el fusil a la cara. Por el punto de mira le apunta a la cabeza; el hombre corre en línea recta, gritando algo que no le entiende. Dispara, el retroceso casi le tira de espaldas. El hombre ha caído de golpe en medio del arroyo. Resollando se presenta el cabo de la Guardia Civil y los falangistas que rodeaban la casa. Todos se acercan al hombre tumbado sobre los adoquines. Los otros voluntarios van saliendo de la casa. Algunos vecinos, tímidamente, se asoman tras las celosías o a las ventanas.

El cabo de la Guardia Civil le aparta un poco con el pie; no ofrece resistencia, es una masa inerte.

—Éste no ha necesitado confesión.

Está desconcertado; se aproxima poco a poco. No podrá escaparse de verlo, no querría verlo a ningún precio. Ha apuntado cuidadosamente pero ni pensó en que pudiera acertarle; él no sabe disparar; le da miedo la detonación.

—¡Muchacho! Eso es puntería.

—¡Caray, y decía que no sabía tirar!

Le felicitan, le dan golpecitos en la espalda. El hombre está de bruces contra el adoquinado. El cogote cubierto por una sangre oscura que se mezcla con la cabellera mal cortada. Alrededor de la cabeza se extiende un charco. Él se siente enfermo; no sabe qué decir y sonríe haciendo un tremendo esfuerzo.

—El tío iba jurando que no era él quien disparaba.

—Pero ustedes —pregunta el guardia civil a los que rodeaban el edificio—, ¿le vieron salir?

—Yo salir no le vi; le sorprendimos junto a una ventana abierta y apretó a correr en cuanto le encañonamos. El tío corría que se las pelaba.

—Muchachos, éste no hará más daño a nadie.

Uno de los falangistas, monosabio en la plaza de toros, le levanta la cabeza. Está a punto de gritar de espanto; en la frente se abre un enorme boquete y el rostro está cubierto de sangre. A la boca muy abierta asoman los dientes como si sonriera.

—Buen trabajo, amigo.

—Vámonos ya; vendrán a recogerle.

De las casas próximas han salido algunos vecinos que se aproximan al cadáver. El monosabio, que ha registrado los bolsillos del muerto, enseña un carnet.

—Armas no llevaba, ni munición tampoco. Pero esto es un carnet de afiliado a la UGT.

—Pues ¿te parece poco?

Regresan en grupo hacia la posición del muelle. Al atravesar el paseo de Colón les tiran desde la orilla opuesta; las balas deben pasar distantes, ni las oyen silbar.

El voluntario del brazalete verde, se ha desabotonado el cuello de la camisa y se ha aflojado la corbata. Está muy pálido y la frente se le ha cubierto de gotitas de sudor. Al herido lo ha evacuado una ambulancia de la Cruz Roja. Los dos fusiles están apoyados en unas cajas de mercancías. Al acercarse al voluntario el mal olor le rechaza, pero le mira con tal expresión de vergüenza y súplica, que disimula y se abstiene de cualquier comentario.

Dentro de la caseta, deshace el paquete que le ha preparado su madre. Descorcha una botella de vino tinto, y metiéndose en la boca el gollete, bebe la mitad. ¿Cómo puede contarle a su madre que acaba de matar a un hombre? Le tiemblan las manos y le cuesta trabajo respirar. No se ha acordado de quitar el casquillo de la recámara del fusil. Cuando salta el cartucho al suelo, suena como una campanita de juguete.

Los compañeros efectúan algunos disparos contra las casas de Triana. El cabo de la Guardia Civil se abanica con el tricornio y se pasa un pañuelo por la frente y el cogote. El voluntario se mantiene alejado lo más posible; la mancha oscura en la trasera de los pantalones trata de cubrírsela tirando de los faldones de la americana blanca.

Desde un ventanillo situado al fondo de la caseta, ve un grupo de gente en la esquina de la calle en que él ha disparado. Unos tiros que proceden de la parte del río, obligan a la gente a dispersarse. Al cabo de un momento se presenta una ambulancia que poco después se aleja sonando una sirena. De nuevo los vecinos han rehecho el grupo. No quiere salir de la caseta; le avergüenzan las miradas de sus compañeros y los comentarios despiadados del cabo de la Guardia Civil.

Un paisano, bien trajeado, con sombrero flexible de paja, cruza el paseo, salta las vías y se aproxima al cabo de la Guardia Civil. Comprende que comentan lo sucedido con el paco. Procurando que no descubran su presencia, se aproxima a la puerta y afina el oído. Las palabras llegan claras hasta él.

—… ¿Y qué le vamos a hacer? Que no hubiera salido corriendo. Le advierto que se le ha encontrado un carnet comunista.

—Los vecinos dicen que de donde tiraban era de la manzana de al lado…

—Dígale a la mujer que lo siento, y que a lo hecho pecho. Se le dieron los tres altos reglamentarios. Su obligación era levantar las manos y quedarse quieto…

No quiere oír más, piensa en su madre y le entran ganas de llorar. Agarra la botella y acaba de beberse el vino que quedaba. Coge el fusil y sale a reunirse con los compañeros.

La Coruña

La Coruña

Después de dos noches sin dormir, se había retirado a descansar cuando le han despertado. Apresuradamente se ha presentado en su despacho. Continúan congregados los miembros del Comité que representa a los partidos del Frente Popular y a las organizaciones obreras, comité que fue constituido el sábado.

El gobernador de La Coruña, Francisco Pérez Carballo, abogado, profesor auxiliar de Derecho Romano en la Universidad de Madrid, de veintisiete años de edad, antiguo militante de la FUE, ha permanecido atento a cuanto sucede en La Coruña y en el resto de España, y ha procurado mantener relación directa con el Gobierno de Madrid, especialmente mientras ocupó la Presidencia del mismo el señor Casares Quiroga, amigo personal suyo.

La causa por la cual le han hecho comparecer en su despacho, es un telegrama que se ha interceptado, dirigido por el jefe del estado mayor de la División, teniente coronel don Luis Tovar, a las guarniciones de Lugo, Orense, Pontevedra, Santiago y Vigo, anunciándoles que a las catorce horas se declarará el estado de guerra en La Coruña, cabeza de la 8.ª Región Militar. Proclamar el estado de guerra significa sumarse a la rebelión. Don Enrique Salcedo, general en jefe de la División, hombre de ideas conservadoras y derechistas, se mantiene fiel al Gobierno de la República, y el general don Caridad Pita Romero, gobernador militar de la plaza, ha reiterado con insistencia su adhesión y la de la guarnición entera. El general Pita, convencido antifascista, es persona que merece absoluta confianza.

En el Gobierno Civil se dispone de informaciones procedentes de diversas fuentes, que coinciden en destacar la actitud insurgente de ciertos militares, entre ellos del propio teniente coronel Tovar, del coronel que manda el Regimiento de Infantería núm. 8, y de diversos jefes y oficiales del 16 Ligero de Artillería, en contra de la posición leal de su coronel don Adolfo Torrado. En combinación y de acuerdo con los representantes de los partidos políticos y de las organizaciones sindicales, así como del jefe de los guardias de Asalto, señor Quesada del Moral, han tomado medidas tanto para la eventual defensa del edificio del Gobierno Civil, como para movilizar fuerzas ciudadanas en caso de que tuvieran que oponerse a un levantamiento militar. La Guardia Civil parece que se pondrá al lado del Gobierno, tanto por las noticias que él tiene de aquí, como por las que le han sido transmitidas desde Madrid de parte del general Pozas, director general de la Guardia Civil y desde ayer ministro de la Gobernación.

El capitán de Asalto, Tejero, y el de la Guardia Civil, Ríos, asisten a la reunión. Al primero se le encomienda, si la temida ocasión se presenta, la defensa del edificio.

—Yo, don Francisco, colocaría sin más tardanza en ventanas y balcones los sacos terreros que tenemos preparados. Emplazaría una ametralladora encima del Salón París para cortar las calles Riego del Agua y Bailón.

—Nosotros —dice Ramón Maseda Reinante, presidente de la Agrupación Socialista— tenemos a la gente en la calle y dispuesta. Nuevamente insisto en que lo único que necesitamos son armas. En la estación de mercancías hay un vagón precintado que contiene armamento y munición.

Francisco Mazariegos, que representa a la UGT en el comité; Eladio Muiño, de oficio tranviario, que representa a la CNT; Jacinto Méndez Esporrín, por la FAI, y el doctor Rodríguez Bilbao, que habla en nombre de los comunistas, se muestran de acuerdo con Maseda.

Basta con que suenen las sirenas de los barcos pesqueros para que los militantes obreros, ya advertidos, se lancen a la calle, como lo han demostrado por dos veces en estos días cuando se ha dado la señal de alarma. Todos están dispuestos a la lucha, y en la Casa del Pueblo y en las demás sindicales, se mantienen retenes. Escasean las armas; algunas pistolas, los rifles que fueron cogidos en el vapor Magallanes, cierto número de escopetas de caza, y otras armas que con apuros se han ido proporcionando, resultan insuficientes para enfrentarse con una situación de verdadera gravedad.

Sobre la conveniencia de armar a los obreros, no todos están de acuerdo; ni siquiera el propio gobernador desea hacerlo. Supone dar una fuerza enorme a las organizaciones extremistas que, una vez armadas, se harán dueñas de la ciudad.

En el edificio del Gobierno Civil existe cierto desorden; son muchas las personas que se han presentado y que permanecen, bien en el despacho reunidos con el gobernador, bien en la antesala. Los guardias de Asalto, ayudados por algunos paisanos, construyen parapetos de emergencia. Cuentan con ametralladoras, morteros, municiones en abundancia. Continuamente acuden gentes con noticias alarmantes. El jefe de policía y varios inspectores, en periódicas salidas, recorren la población para comprobar si los obreros, muchos de las barriadas extremas y aun de los pueblos próximos que se han concentrado en La Coruña, promueven incidentes. Les han denunciado que grupos incontrolados hacen registros en los domicilios de personas derechistas con el pretexto de que esconden armas. Dentro de la incertidumbre y el desconcierto la ciudad desarrolla sus actividades sin graves incidentes. Una armería ha sido asaltada, pero nada más.

En la antesala, el alcalde, señor Suárez Ferrín, conversa con el concejal Martín Ferrero. A causa de las obras que el Ayuntamiento está efectuando en el parque Joaquín Costa, dispone de cierta cantidad de dinamita. El concejal, acompañado de una brigada de obreros municipales ha recogido las cajas de explosivos y las han depositado en el propio edificio del Gobierno. Por un lado se evita que los extremistas puedan apoderarse de los explosivos; están muy excitados y son capaces de cometer una barbaridad; por otra parte la dinamita puede en un momento resultar útil para la defensa del edificio.

A Suárez Ferrín le preocupa la manera como los acontecimientos se desarrollan.

—Nos encontramos ante un dilema, entre la espada y la pared. Si armamos al pueblo, ¿quién es capaz de contenerle? Si no le armamos, ¿qué va a ser de la República? Cada acción, cada medida que uno toma implica el planteamiento de un caso de conciencia.

—Señor alcalde, yo quisiera manifestarle algo al respecto. Usted tiene explosivos en el laboratorio, ¿no es eso?

—Sí, ¿por qué lo pregunta?

—Median avisado que grupos de obreros se los están llevando.

La noticia impresiona al alcalde, que es además propietario de unos laboratorios. Desea que el orden sea mantenido por quienes están encargados de hacerlo; por las legítimas autoridades.

—¿Está usted seguro?

—No podía detenerme porque transportaba las cajas; la noticia es cierta…

—Entonces tengo que marcharme; no puedo tolerar que caigan en manos irresponsables. Podrían producir mucho mal a la ciudad.

—Que llegue usted a tiempo, señor alcalde.

Un oficial de ingenieros se presenta en el Gobierno Civil. Le hacen pasar inmediatamente a presencia del gobernador. Están en el despacho los diputados Somoza, Guzmán y Joaquín Maurín, que ha venido a Galicia procedente de Barcelona para pronunciar unas conferencias, casi todos los representantes del Comité, y Francisco Prego, Joaquín Martín, secretario del Ayuntamiento, Leovigildo Taboada y otras personas afectas. La entrada del militar provoca expectación.

—La sublevación en La Coruña es un hecho, señor gobernador. El general Caridad Pita acaba de ser detenido en el cuartel de infantería. En la División ha sido destituido y apresado el general Salcedo. El hombre no ha opuesto resistencia. Quien dirige el complot es el coronel Martín Alonso; pero por ser el jefe más antiguo, se ha hecho nominalmente cargo del mando el coronel Cánovas Lacruz. Van a proclamar el estado de guerra.

—Entonces, usted supone que la cosa no tiene remedio…

—Señor gobernador, he venido a informarle porque creo que ése es mi deber.

—Ya lo han oído; tenemos que disponernos a hacer frente a los acontecimientos.

Las voces suenan confundiéndose; algunas apasionadas, otras temerosas, las más resueltas.

—¡Qué toquen las sirenas!

—Que se repartan todas las armas de que se dispone.

—Capitán Tejero; los guardias que ocupen sus puestos y mantengan la vigilancia.

—Como dije oportunamente, era partidario de tomar la iniciativa y haber atacado los cuarteles cuando todavía les cogíamos desprevenidos. Ellos se nos van a adelantar.

El diputado de Izquierda Republicana, Manuel Guzmán, se coloca ante la mesa del gobernador.

—Si no te parece mal, voy a telefonear a los alcaldes de los pueblos para que envíen las fuerzas de que dispongan y estén dispuestas a defender la República.

—Que requisen los camiones que sean necesarios; hemos de dar sensación de fuerza y de energía.

Muchos de los reunidos salen del despacho para dar órdenes, tomar medidas, ponerse en contacto con las fuerzas que están en condiciones de movilizar. Montando guardia junto al gobernador quedan unos cuantos. Pérez Carballo siente una aguda inquietud; suponía que la rebelión no podría llevarse a efecto, confiaba en los generales. El cuartel de artillería también va a sublevarse; el coronel no será capaz de impedirlo.

—Que se repartan las armas disponibles. Por mi parte voy a dirigirme por radio al pueblo coruñés. Los efectivos de la guarnición son escasos como ustedes saben. Disponemos de las fuerzas de orden público y, con armas o sin ellas, el pueblo está en la calle y el pueblo es invencible.

Oviedo

Oviedo

Los compases un poco jaraneros del himno de Riego, himno oficial de la República Española, suenan en La Escandalera, encrucijada y centro de la ciudad. Formada con bandera y música, una compañía del Regimiento de Milán presenta armas. Por las calles no circula mucho público; los sucesos de ayer y de esta noche han hecho que numerosos ovetenses, por precaución, se hayan abstenido de salir. Otros, obreros principalmente, escaparon ayer al monte. Los servicios públicos se hallan desatendidos. Sin embargo, la mayor parte de los comercios han abierto tímidamente sus puertas. Miedo, expectación y perplejidad, son las sensaciones que dominan en la capital de Asturias.

Unos militares que pasaban por la calle Uría, al escuchar el himno, se han cuadrado reglamentariamente. Los escasos paisanos que usan sombrero en esta época del año, se han descubierto. Él es uno de ellos, aunque monárquico, se cree obligado a acatar las leyes y descubrirse si tocan el himno nacional. Una novedad sorprende; algunos jóvenes escuchan el himno con el brazo en alto, saludando al estilo fascista. De haberlo hecho hace dos días, hubiesen sido linchados o detenidos. Algo ha cambiado en Oviedo.

Un capitán de facciones fuertes y enérgicas, sostiene en la mano un largo papel. Cuando termina el himno de Riego suena un toque de atención. A los balcones se asoman los vecinos; en estas calles del centro han aplaudido a la compañía, a la cual seguían paisanos y chiquillería. Se aproxima para escuchar el texto del bando; resulta curioso que él, un monárquico, se sienta desde ayer tarde identificado con un coronel como Aranda, reputado como republicano acérrimo. Los ovetenses han de agradecerle que haya despejado la ciudad de la canalla que la invadía y mancillaba, y que esté dispuesto a poner su uniforme y su autoridad al servicio superior de la Patria común. Observa al abanderado, un teniente que se mantiene en posición de firmes; lamenta que estos soldados sirvan bajo la bandera tricolor, con franja morada en lugar de la auténtica y tradicional bandera española, la roja y gualda, la única desde tiempos inmemoriales, la del Dos de Mayo, la de Lepanto y Otumba.

Don Antonio Aranda Mata, coronel de Estado Mayor, comandante militar de Asturias, hago saber:

Que, vista la dejación de la autoridad ante los manejos de los enemigos de la República y de España para apoderarse de los resortes del mando, he resuelto asumir el de esta provincia, y, por tanto,

Ordeno y mando:

Artículo l.º Queda declarado el estado de guerra en toda la provincia de Asturias.

Artículo 2.º Conmino a todos los que tengan armas y explosivos los entreguen, en el improrrogable plazo de veinticuatro horas, en los cuarteles de Pelayo o de Santa Clara, o en el Gobierno Civil, bien entendido que, pasado dicho plazo, a quienes se les encuentren armas o explosivos se les aplicará la pena de muerte.

Artículo 3.º Toda agresión a fuerzas del Ejército, Guardia Civil, Carabineros, Seguridad, Asalto y fuerzas militarizadas, cualquiera que sea el arma o medio empleado, se castigará con pena de muerte.

La voz del capitán suena fuerte, resulta mejor decir amenazadora; así ha de sonar la voz de la autoridad, con mayor motivo en una ciudad como ésta, en que la chusma se ha ensoberbecido, donde no se respeta a las personas honorables, donde desde hace años los sembradores de doctrinas disolventes han subvertido los valores tradicionales en que reposa la Religión y se asienta la Patria, donde el mito de la igualdad ha traído la anarquía y el libertinaje. Hace años que en esta noble ciudad, en la cual la sombra de Pelayo debería ser altísimo ejemplo, no sonaba, apoyada por la razón y la fuerza de las bayonetas, una voz autorizada. Lo único que siente es que sea un coronel republicano quien haya dado el alerta, y que esta solemne ceremonia pierda nobleza y categoría presidida por la enseña republicana, corta de aliento patriótico, y por culpa del bullanguero himno de Riego, suplantando la solemne Marcha Real, que enciende y anima los corazones de los españoles patriotas.

Artículo 13.º La difusión de cualquier rumor o alarma que tienda a producir quebranto en el espíritu público será considerada como sedición y juzgada con arreglo a los preceptos del Código de Justicia Militar.

Artículo 14.º La declaración de cualquier huelga ilícita que se declare a partir de las ocho horas de hoy será considerada como un delito de sedición. Los que den la orden serán considerados como promotores y jefes de la misma e incurrirán en la pena de muerte. Y los que secunden sus órdenes sufrirán las que se establecen en el repetido Código de Justicia Militar.

Espero del patriotismo y sensatez del pueblo asturiano que, con su conducta leal y sensata y obediente, evitará el empleo de las rigurosas medidas que anteceden y que dicto para la seguridad de las personas honradas y salvación de la República, y en cuya aplicación seré inexorable. — Oviedo, 20 de julio de 1936. — El coronel comandante militar, Antonio Aranda.

Cuando el capitán da fin a la lectura, y mientras un cabo y unos soldados que llevan un bote de engrudo pegan en la pared una copia impresa del bando, la música vuelve a tocar el himno de Riego. Terminada la música, desde algunos balcones aplauden; en la calle se dan vivas a España. Los pocos obreros que se han detenido a escuchar la lectura del bando se alejan con gesto hosco, si bien se abstienen de hacer comentarios.

España es así cómo ha de gobernarse; a estacazo y tente tieso. Y, desde luego, justicia igual para todos, y que cada cual ocupe el lugar que le corresponde en la sociedad, sin envidias y sin injusticias. Así hizo Dios las cosas, a unos les dio fortuna, a otros acomodo, y a los demás, pobreza; a unos les hizo señores y a otros pobres diablos, a unos talentudos y a otros ignorantes. A todos Dios les concedió un alma igual; en la otra vida es donde hallarán según sus merecimientos la verdadera igualdad. Pretender otra cosa es ofender a Dios.

El público se disuelve mientras la compañía se aleja a tambor batiente. Al final de la calle de Uría se alza la silueta del monte Naranco. Se cubre con su jipijapa y se dirige hacia el café Peñalba. A esta hora no encontrará a los conocidos, pero a él, que es rentista de profesión, le agrada sentarse en una mesa junto a los ventanales y observar a la gente que pasa, principalmente a las mujeres, que en esta ciudad tienen merecida fama de hermosas.

Un camión con guardias civiles, corre hacia la estación de los ferrocarriles «vascos»; muy distantes se oyen disparos. Si los signos no engañan, el orden en Oviedo, el orden que Dios ha establecido, el orden de la tradición cristiana y española, va a restablecerlo un republicano, según rumores sospechoso de masón. Y es que los caminos del Señor son inescrutables.

La situación comienza a estabilizarse. Durante la noche ha mandado que algunas fuerzas ocupen las posiciones previstas de antemano; y así se ha hecho. Le llegan noticias de escaramuzas, que no son sino tanteos, encuentros previos al establecimiento de unas líneas. No ha empezado el ataque; hay que contar que lo llevarán a cabo en los próximos días, y con violencia. No se resignarán a la pérdida de Oviedo, la ciudad santa de la Revolución de Octubre. La carencia de armas y lo inesperado del golpe habrá causado cierto desorden en las filas revolucionarias; vendrán a la carga, ¡y con qué ímpetu! Disponiendo de fuerzas escasas tendrá que hacer frente a una avalancha, y situado en el interior de una ciudad cuya población en su mayor parte estará colocada sentimental y activamente, si la ocasión les es propicia, en favor del enemigo.

El coronel Aranda, sentado ante la mesa de su despacho de la Comandancia Militar de Asturias, examina el plano de la ciudad y sus alrededores. Hace dos meses que estudia la defensa de la ciudad.

—¿Da usted su permiso?

—Pase usted…

—Mi coronel, hasta el momento se han presentado ochocientos cuarenta y seis voluntarios, principalmente en los cuarteles de Pelayo, Artillería y Santa Clara. Más de seiscientos de ellos son falangistas.

—No es mucho; menos de mil hombres…

—Mi coronel, esta mañana están compareciendo más que anoche. Se les arma y se les instruye. La mayor parte son muy jóvenes, no han servido en filas.

Cuenta con unos dos mil quinientos hombres, y salvo que pueda enlazar con Gijón, tendrá que resistir un auténtico asedio; le sitiarán. Las líneas defensivas, pues, tendrán que ser cortas; el casco de la ciudad y algunas posiciones avanzadas. Se verá forzado a prescindir de pasar la línea defensiva por la cumbre del monte Naranco.

Hasta el momento las operaciones se van cumpliendo con precisión de la cual no puede quejarse; si es cierto que muchos aspectos estaban planeados de antemano, otros ha habido que improvisarlos sobre la marcha.

La concentración en Oviedo de la Guardia Civil de la provincia ha sido un éxito; le proporciona un importante núcleo de defensores organizados, disciplinados y eficaces en el combate. Faltan noticias de dónde pueda hallarse la Guardia Civil de Sama de Langreo; y por lo que respecta a la de Avilés, anoche, cuando llegaba a Oviedo, y debido a la oscuridad, al desconcierto y al nerviosismo, se produjo un choque con los que empezaban a establecer avanzadillas en los lugares previstos. Hubo alguna baja, y si bien es verdad que cierto número de guardias de Avilés se han incorporado a la guarnición de Oviedo, otros retrocedieron y nada se sabe de ellos.

El comandante Caballero, que había mandado el grupo de Asalto y se hallaba retirado, le ha prestado muy útiles servicios. Ayer, en afortunado golpe de audacia, se adueñó del cuartel de Santa Clara. Se habían reunido allí bastantes elementos revolucionarios y el comandante Ros y otros oficiales izquierdistas pretendían entregarles armas. Por minutos les ganó la mano. De un momento a otro espera que le comuniquen que el comandante Ros y los guardias y paisanos que resisten a la desesperada en el almacén, se han entregado. Les tienen vigilados y cercados; no tienen salvación. De todas maneras conviene liquidar rápidamente esos focos de resistencia que en un momento de crisis o desorden pueden extenderse y resultar peligrosos.

La guarnición de Gijón no responde como él hubiese deseado. El coronel Pinilla debió de haber proclamado el estado de guerra y sacado las tropas a la calle cuando se lo mandó. Gijón es ciudad con alto censo proletario, predominantemente anarcosindicalista. Si la guarnición de Gijón consiguiera dominar la ciudad y el puerto del Musel, y si lograran enlazar con Oviedo, conseguirían un área operativa importante. Numéricamente en cualquier caso quedarán sumergidos; habrá que esperar los acontecimientos porque quizá la mejor defensa consista en reducir las líneas, en crear algo así como un blocao en cada ciudad.

La Telefónica fue ocupada sin dificultad; ni siquiera en el Gobierno Civil hubo resistencia. El propio comandante Caballero se encargó de resolver la papeleta.

La defensa de la ciudad de Oviedo transformada en blocao puede prolongarse tal vez un mes o más, hasta que de León, Madrid, Navarra, de donde sea, acudan columnas a romper el cerco. En Oviedo dispone de numerosos fusiles y ametralladoras, y de gran cantidad de munición. Cuenta también con abundantísimas provisiones; las suficientes para hacer frente a un auténtico cerco. Los almacenes de comestibles están abastecidos de conservas, legumbres, arroz, bacalao, vinos, harinas. Le falta artillería; dispone de pocos cañones, y la actitud del coronel de la fábrica de Trubia no está clara. No le ha enviado los cerrojos de las piezas como le tenía mandado, con lo cual el riesgo que corren en este momento, no sólo es de quedarse sin artillería para la defensa de la ciudad, sino que el enemigo pueda contar con los cañones de Trubia.

—¿Da usted su permiso?

—Adelante.

—Mi coronel, le traigo este telegrama que acaba de recibirse.

El coronel toma entre sus manos gruesas el papel azul, y lo lee calmosamente:

Acuso recibo su telegrama, felicitándole como a las tropas por brillante actuación, teniendo la seguridad de que ante tal jefe y tan brillantes tropas se han de estrellar esfuerzos de rebeldía. Un apretado abrazo y un enorme Viva España. General Francisco Franco.

Una vez leído el telegrama lo coloca sobre un extremo de la mesa, sobre otro telegrama que ha recibido del general Mola.

—Mi coronel, si me permite, querría decirle…

—Diga, diga…

—Acaban de notificarme que al diputado socialista Graciano Antufia, secretario del Sindicato Carbonero, acaban de detenerle.

—Bien, gracias…

Situación singular, España dividida por un alzamiento militar contra un gobierno tambaleante que no ha sabido imponerse ni ofrecer garantías suficientes a los ciudadanos. Esta situación, que por ahora es difícil de precisar por lo incompleto e inexacto de los informes que se reciben, puede degenerar en guerra civil. En Oviedo ya se han producido muertos; la cárcel está repleta. Él mismo ha estampado su firma al pie de un bando en que la pena de muerte aparece a lo largo de todos sus párrafos. Singular situación la de Oviedo, la ciudad roja por excelencia, de la cual él, con un puñado de hombres decididos, se ha apoderado en unas horas. Singular situación la suya, el coronel republicano a quien acaban de comunicar que son precisamente los muchachos fascistas los únicos que le apoyan. Él defenderá siempre el orden contra el desorden, la autoridad contra la anarquía. Mientras tenga gente que le obedezca, mientras no le falten armas ni municiones, Oviedo no padecerá un segundo Octubre. El coronel Aranda se ha sublevado contra el legítimo Gobierno de la República, y forma un apretado frente con monárquicos, con fascistas, con reaccionarios. Un vago malestar le conmueve; sabe que no puede perder el tiempo en lucubraciones inútiles, que tiene que obstinarse en hacer frente a cuantos problemas se le están presentando y que en las próximas horas van a agudizarse. Baja la mirada hasta fijarla sobre el plano que tiene extendido ante él.

Repasa mentalmente nombres, edificios, lomas, accidentes diversos, barrios, líneas de comunicación; lo que él ha recorrido, estudiado. Conoce el sistema defensivo de la ciudad que él manda y se dispone a defender a cualquier precio. La Argañosa, Los Arcos, Pando, manicomio de la Cadellada, Tenderina Baja, el cementerio, San Lázaro, el depósito de aguas, Buenavista…

Alrededores de Oviedo

Alrededores de Oviedo

Hasta ayer mismo Javier Bueno era director del diario Avance, órgano del Partido Socialista asturiano y de la Unión General de Trabajadores. Ayer tarde tuvo que abandonar el periódico a uña de caballo. Ha escapado con lo puesto, con papeles que no desearía cayesen en poder de la policía al servicio de los fascistas (muchos papeles, demasiados, han quedado en la ciudad), las armas que guardaban en Avance y el dinero. La noche la ha pasado al aire libre con algunos redactores que le han acompañado, con obreros de los talleres, con militantes socialistas que se han venido con él. Para descansar se ha metido en casa de un paisano que le ofrecía, en cuanto le ha conocido, su propio lecho de matrimonio. Agradeciéndole el gesto, no ha aceptado la cama; hasta que reconquisten Oviedo, nadie tiene derecho a dormir en cama, a comer en manteles, a descansar, a respirar siquiera. Junto a él está el fiel Jesús Ibáñez, que fue lazarillo de su padre ciego, y se formó a sí mismo en dura lucha; Jesús Ibáñez, que confía en él, sin saber que, como todos, está terriblemente desconcertado.

La carretera la han interceptado con piedras, han hecho una pequeña trinchera y han establecido unas guardias. Por sacudirse la rabia, más que por sus efectos prácticos, han efectuado unas descargas simbólicas contra la ciudad que les han arrebatado. Las han hecho por encima del barrio de San Lázaro, en donde todos son amigos. Siguen llegando, huidos, muchachos de los arrabales extremos, mineros de la cuenca que ayer acudieron ilusionados a la capital, militantes obreros. Vienen huyendo, pero dispuestos a apoderarse de Oviedo, a entrar por la fuerza en la ciudad. Por el momento se carece de armas, de efectivos. González Peña está en Sama. Ambrona, el comunista, ha ido a Trubia; todos se movilizan para traer gente, para hallar armas, para organizar fuerzas. Él no; se quedará aquí, en esta posición, primera que se establece para ponerle cerco a la ciudad maldita.

Se nota febril, desasosegado. Para sí se ha reservado uno de los fusiles; esta madrugada ha disparado contra unos guardias de Asalto que ha divisado por un camino, entre los árboles; ni siquiera le han contestado, sospecha que se han establecido en una casilla respaldada por una fuerte cerca de piedra. Por la carretera ha marchado una patrulla de descubierta; a nadie han encontrado, pero al llegar cerca del fielato les han recibido a tiros y han tenido que escapar. Imposible les ha resultado después precisar desde dónde les disparaban.

Los que escapan de la ciudad aseguran que mataron a muchos compañeros en el cuartel de Santa Clara, y que la cárcel la están llenando con los mejores oficiales de Asalto, militantes socialistas y republicanos; y que los señoritos fascistas y monárquicos se presentan en los cuarteles donde les arman y equipan, pues los soldados se niegan a hacer armas contra el pueblo.

Aranda lo pagará; él nunca confió en Aranda, «el militar de la República». A los hombres se les conoció en Octubre, en aquella ocasión cada cual demostró quién era, y la medida válida de su amor al pueblo. El coronel Aranda pagará su engaño, su traición, y Oviedo recibirá su castigo, el que merece.

Belarmino anda también por ahí reclutando gente. Caerán sobre Oviedo los cargadores de Musel, los hombres de las minas, los paisanos del campo, los metalúrgicos, los ferroviarios. Los de Sama y La Felguera, los de Mieres, los de Ujo y Olloniego, los marineros y pescadores de Pravia, de Candás, de Ribadesella; vendrán los de Turón, los de la fábrica de Arnao, los de Llanes; la Asturias proletaria y campesina caerá sobre la capital y la dinamita volverá a ser, como en las gloriosas jornadas de Octubre, arma de guerra y castigo.

Descubre la parte superior del edificio socialista donde tenía instalada la imprenta y la redacción Avance, donde él mismo vivía. Le parece lejano también en el tiempo. Ocho linotipias, una rotativa, una estereotipia, el servicio de fotograbado. Excelente botín para los fascistas; pero no podrán disfrutarlo mucho tiempo y responderán con su cabeza del mal que hayan podido ocasionar a sus máquinas. Los fascistas, oscurantistas y enemigos de todas las formas de cultura son capaces de destrozarle la imprenta; odian la lectura, odian la prensa, odian cualquier medio que contribuya a que la verdad se abra paso. Avance, su periódico, era paladín de la verdad.

Sobre los tejados antiguos de un rojizo desteñido se alza la empinada torre de la Catedral que da personalidad al perfil urbano. Oviedo no es la capital roja, no es la ciudad socialista que creían; al primer envite se ha hundido como castillo de papel. Oviedo es la ciudad levítica, hipócrita, reaccionaria, ése es su auténtico fermento; ésa es la verdadera característica de la ciudad que ayer resucitó de su podrida fosa. Habrá que hacer un escarmiento, y los mineros, los obreros, los campesinos, los pescadores lo harán.

Barcelona

Barcelona

A cierta distancia de la ventana, amparándose en la penumbra de esta dependencia del convento de las padres carmelitas, descubre buen trecho de la Vía Diagonal y de la calle Lauria. El convento está rodeado. ¿Cuántos forman este cerco que desde la mañana de ayer se prolonga? Muchos, muchísimos. Por rutina sus hombres disparan para evitar que los atacantes se aproximen demasiado al edificio. De noche, amparados por la oscuridad y por culpa de la relajación de algún centinela, les han colado bombas de mano por las ventanas bajas y les han causado más heridos. En el interior del edificio hay varios muertos y muchos heridos. A algunos de los que cayeron en la calle, ni siquiera han podido recogerlos. Desde que ayer al amanecer fueron agredidos por sorpresa cuando por la calle de Córcega estaban a punto de desembocar en el llamado Cinco de Oros, la suerte les ha sido adversa. Fueron replegándose y en este convento, en donde los padres carmelitas les acogieron fraternalmente, instaló su puesto de mando, y su hospital. Dejó unos pelotones en el exterior pero se vio forzado a mandarles replegar también; desde que se encerraron, la lucha se prolonga sin esperanzas. El comandante Recas y el capitán Pin, haciendo honor a su palabra, se les han incorporado con seis números más de la Guardia Civil; seis solamente. Un gesto con valor de tal, pero que como auxilio efectivo poco cuenta.

De madrugada se ha presentado a parlamentar un oficial de Asalto. Le conminaba a rendirse asegurando que al general Goded le tenían prisionero y que el ejército sublevado había sido derrotado en Barcelona y en el resto de España. La respuesta al parlamentario ha sido negativa; su deber es resistir; pero ¿tiene eficacia, ni siquiera sentido, una defensa numantina?

Numerosos paisanos, guardias y hasta algún soldado rondan por las esquinas, a prudente distancia, extremando cada vez menos las precauciones, lo cual indica que se mueven con seguridad. Coches con banderas, con paisanos y guardias de Asalto que alzan el puño circulan por la Diagonal. Descubre indicios inequívocos del descalabro del ejército. Los paisanos, incluso mujeres, exhiben cartucheras, cascos y mosquetones que pertenecen a la tropa. Los guardias de Asalto dan muestras de indisciplina; se advierte en ellos la alegría de los triunfadores. Hasta los guardias civiles, poco numerosos pero presentes, no se dan de menos en confraternizar con los revolucionarios. Desde ayer no ha vuelto a sonar el cañón y salvo los pequeños tiroteos que ellos sostienen, en el resto de la ciudad se ha hecho el silencio. Los que les asedian poseen muchas ametralladoras, tantas que resulta imposible intentar silenciarlas.

El coronel Lacasa, del Regimiento de Caballería de Santiago, ha confesado esta mañana con uno de los padres de la comunidad. Los carmelitas, que posiblemente están asustados, como humanos que son, se portan caballerosamente con ellos, les ayudan a cuidar a los heridos y les han auxiliado material y espiritualmente.

Nota un desfallecimiento físico producido por el cansancio de estas cuarenta y ocho horas de inquietud e insomnio. No siente miedo, a despecho de que la actitud del paisanaje que les rodea sea intranquilizadora, y la de los guardias venga a agravarla, pues la fuerza pública no aparece como mantenedora del orden, sino que hace causa común con los revolucionarios de la ciudad. La derrota está a la vista; ha fracasado él, su regimiento, el ejército español. Nadie ha acudido a auxiliarles, nadie ha dado señal que les permita concebir esperanza. El sentimiento que le domina es la melancolía; salió a la cabeza de sus hombres, muchos de ellos han muerto, otros están heridos. ¿Qué suerte les espera a los demás?

Unos pasos se aproximan por el corredor. La calzada central de la Diagonal va siendo ocupada por paisanos con arreos militares, armados de mosquetones que avanzan desconfiados, en actitud expectante. Centenares, miles quizá rodean el convento. Guardias, mujeres, personas en actitud pacífica, meros espectadores posiblemente.

—Mi coronel, abajo, frente a la puerta de la iglesia se ha presentado un coronel de la Guardia Civil con bandera blanca, que desea parlamentar con usted.

El oficial tiene el semblante fatigado, la barba crecida, lleva el uniforme reglamentariamente abrochado, las botas limpias, el correaje en su sitio. Le contempla con cariño; estos hombres merecían otra suerte; nada tan amargo como la derrota.

—Que espere; ahora bajaré.

Hubiese preferido que esta absurda situación se prolongara, que no tuviera fin, que los relojes del mundo entero se hubiesen paralizado, saltar de esta celda a la eternidad.

Sanjoderse cayó en lunes y en la función de hoy no se salva ni el apuntador. Los curas han salido corriendo y les han dejado encerrados en el coro. La iglesia va a arder por los cuatro costados y a ellos les van a achicharrar dentro. Por haberse metido en camisa de once varas, por haberse jugado el tipo en defensa de Dios, de la Patria, del Ejército y de lo que se tercie.

Apoyado contra la pared mira cómo los compañeros tratan a empujones de forzar la puerta. Le han pegado un par de tiros y al caer se ha roto además la muñeca. Le duele tanto el cuerpo, que ya no le duele el dolor. Bonita hazaña la del guardia civil que ha tirado al blanco sobre él. Premio para el caballero. Desde la espalda al pecho le ha atravesado, y una pierna por añadidura. El tercer disparo, el muy hijoputa lo ha errado. Iba dirigido a la cabeza. La hemorragia se ha detenido un poco, pero no puede menear la mano izquierda y si camina es gracias a que la bala no ha debido alcanzarle el hueso.

Cuando ayer tarde se rendía la División, ellos tres habían pasado haciendo equilibrios sobre unos tablones de las obras de reparación del puente que comunica la Capitanía General con la iglesia de la Merced. Por el puente donde los capitanes generales de la muy gloriosa Monarquía española iban a oír solemne y devotamente sus misas en los tiempos en que el capitán general no era un Llano de la Encomienda cualquiera, los curas no escapaban rabo entre piernas dejando indefensos a quienes les han defendido a tiro limpio, y los guardias civiles no se aliaban con los anarquistas y tiraban al blanco sobre los patriotas indefensos, preguntándoles antes si están armados para que la impunidad quede garantizada. El guardia y los bandidos que le acompañaban, han pasado desde Capitanía por el mismo puente de tablas que ellos improvisaron ayer, y cumplida la hazaña de disparar a un hombre que estaba desarmado y con las manos en alto, se han vuelto satisfechos por el mismo camino. Ayudado por sus compañeros ha conseguido alcanzar esta puerta, que si logran derribar antes de que lo rocíen todo con gasolina y les conviertan en Juanasdearco, se les ofrecerá a sus ojos el espectáculo de la gentuza que ahí fuera vocifera, blasfema, insulta. Pueden confiar en que les harán un excelente recibimiento. El recibimiento que por tontos y quijotes se merecen.

Consiguen con apuros pasar a través de la puerta rota; ambas hojas de la gran puerta que da a la calle están abiertas. Su aparición provoca un movimiento de expectación y estupor; la chusma reacciona y se lanza sobre ellos.

—¡Aquí la palmamos…!

A sus compañeros les sacan a empellones y culatazos; él se desploma a la primera acometida.

—… ¡Un cura! ¡Un cura, de los que disparaban contra el pueblo escondidos en el campanario!

—¡Dejadlo dentro! ¡Quememos de una vez la iglesia con los curas dentro!

—¿A qué esperáis? Pegadle ahí mismo cuatro tiros…

Le golpean, lo arrastran, le han sacado a la calle, a la plazuela que hay ante la iglesia. Ni un rostro amigo, ni una mueca de compasión. Tiene el pecho cubierto de sangre, el brazo le cuelga. Han debido de tirar de él, pues ahora está en pie. Nota el aliento homicida de quienes le rodean. Los compañeros han desaparecido; se los han llevado. Tiros no ha oído; por lo menos sabe que a tiros no les han matado. Los cañones de fusil y de pistola apuntados hacia él han dejado de asustarle; como las heridas han dejado de dolerle.

—¡Tú eres un maldito cura!

—No soy ningún cura…

—¡No lo niegues, cabrón!

Con la mano derecha, esforzándose, saca la cartera del bolsillo zaguero del pantalón. La abre; su mujer y sus hijas le miran desde el retrato. La cédula personal dice «Comerciante». No es ningún cura, aunque ellos, enfurecidos, se nieguen a creerlo. En la cartera guarda doscientas cincuenta pesetas en billetes de banco.

—Si yo fuera cura, no estaría casado…

—Los curas como tú, tienen mujeres e hijos; eso no nos prueba nada.

Un tipo con mono caqui y fusil al hombro le echa mano a la cartera y se la arrebata. Los demás le insultan y amenazan; él insiste con débil terquedad.

—No soy cura… no lo soy.

El hombre del mono caqui registra la cartera; simula leer con atención la cédula y un recibo del inquilinato. Coge los billetes y se los guarda bonitamente. Le devuelve la cartera.

—¡Camaradas! Este hombre tiene razón. No es tal cura…

—¿Por qué? ¿Cómo lo sabes?

El del mono caqui vocifera y se indigna; a empujones separa a los que están más próximos al herido.

—Os lo digo yo, y ¡basta!

Le arrastran; el tipo trata de protegerle. Le conducen hasta un automóvil lujoso. Un joven en camiseta se coloca al volante. A empujones le meten dentro. De nuevo le duele horriblemente la herida del pecho, o de la espalda, que es la misma herida. Desea que acaben pronto porque la cabeza anda confusa.

Se sienta a su lado un viejo con pistola al cinto, y al lado opuesto, una mujer con correaje militar.

—No temáis, que no se nos escapa.

—Hay que llevarle a la casa de socorro —dice aún el del mono caqui.

—¡Qué reviente!

El coche se pone en marcha. La mujer huele a sudor.

—Te llevaremos al Morrot; allá te vamos a limpiar los forros. Porque si no eres cura, entonces eres fascista, que tan malo es lo uno como lo otro.

Desearía tener la cabeza despejada para inventar una mentira que justificara los motivos por los cuales estaba dentro de la iglesia de la Merced. ¡Si supieran que ayer bajó desde el cuartel de Pedralbes con la compañía de López Belda hasta la División! Menos mal que no le entregaron pantalones de soldado; si se los llegan a dar, ahora no tendría salvación. A sus cuarenta y tres años, difícil le resultaría convencerles de que era un soldado del reemplazo y que le obligaron a salir los militares sublevados.

Cuando el automóvil tuerce por la calle de la Unión comprende que le conducen a la casa de socorro. Algo le aliviarán si le curan, y si pensaran de verdad matarle, no le curarían antes.

El olor os lo que más le molesta; olor a sala de curas, a desinfectantes, a cloroformo, a lo que sea; olor a heridos, a muertos, a enfermos. Le han tumbado sobre la mesa de curas. Le rodean otros heridos; un guardia, paisanos; uno de ellos va vendado y las vendas rezuman sangre fresca.

Un anciano con gafas y bata blanca se inclina sobre él.

—¿Cómo se llama? Necesito anotar su nombre en el registro.

La lengua le trabaja con dificultad; pronuncia su nombre y sus dos apellidos como cuando pasaban lista en el colegio, igual.

El anciano de la bata blanca se echa hacia atrás y le observa a través de los gruesos cristales de sus gafas.

—¡Tú eres Enriquet!

Cree reconocerle; es el doctor Doménech, el antiguo médico de la familia. Era titular de esta casa de socorro. El anciano se vuelve y empieza a gritar a los que andan por la sala de curas.

—¡Fuera, fuera! ¡Despejen la sala! En estas condiciones me resulta imposible trabajar. ¡Fuera!

La mujer del correaje, que ha entrado para vigilarle, se resiste a salir y forcejea con el médico.

—Doctor, ¡es un capellán!

—¡Calle! ¡Qué va a ser un capellán! Le conozco desde niño. Tan cura es él como usted y como yo.

Tiene que empujar a la mujer. Cierra la puerta, se aproxima, le da un golpecillo cariñoso en la mejilla.

—Enriquet, has tenido suerte; no te había reconocido. Llevo aquí destinado muchos años y conozco a la gente del barrio. Buscaré un par de anarquistas de confianza y les mandaré que te conduzcan al hospital. Te arreglaré los papeles como si te hubieran herido en la calle, por casualidad.

—Es que yo…

—No me expliques nada; prefiero no saberlo…

Le hace la primera cura; los dolores se renuevan.

—Has tenido suerte, mucha suerte en todo. Dos bonitos balazos; pero curarás…

Le meten en otro coche; continúan las discusiones a la puerta. El doctor Doménech les increpa; a dos amigos suyos de los que llevan armas les ha recomendado que si alguien trata de atacarle que disparen. Que él responde por el herido, y basta. Al doctor Doménech le respetan en el barrio; la mujer del correaje protesta, insistiendo en que está convencida de que es un cura.

El automóvil sube, claxonando, Rambla arriba, por en medio del paseo reservado a los peatones. A su lado, los dos milicianos armados le vigilan o le protegen. Uno de ellos le ha metido un cigarrillo entre los labios y se lo ha encendido. Si tuviera aún las doscientas cincuenta pesetas aquéllas, de buena gana se las regalaría para que se las repartieran.

Le vence el sueño y el cansancio le inhibe. El tabaco sabe bien y le afirma en la idea de que está vivo.

El «Gravat» se encasquetó ayer un gorro de soldado que se dejó olvidado su hijo, que sirve en África, cuando estuvo de permiso; y se anudó al cuello un pañuelo rojinegro. Su rostro oscuro, picado de viruelas y malicioso, le ha hecho popular en la barriada de Sans.

Cada vez que recuerda que ayer, cuando estaba en la calle de Cruz Cubierta, haciendo frente a los soldados de caballería que ocupaban la plaza de España, un obús vino a explotar en una barricada que él mismo había construido, y que los sesos de una mujer le fueron a parar al rostro, le dan ganas de arrojar. Ocho muertos contaron y muchos heridos. El «Gravat» no figuró entre ellos porque se había retirado en aquel instante; la metralla le respetó. Una esquirla de adoquín le hirió levemente en el muslo.

En el asalto al cuartel de Montesa, en la calle Tarragona, consiguió un cinturón con tahalí y funda para machete y un mosquetón; le resultó imposible hacerse con un machete. A su casa se llevó medio saco de garbanzos y latas de conserva del almacén y se calzó las botas que luce; pero como el cuero es basto y el calor aprieta, le molestan y le hacen sudar los pies.

Por la noche estaba cansado y, como además se emborrachó para celebrar el triunfo del pueblo, se acostó a dormir, y cuando esta mañana se ha enterado en el barrio de que en este convento de la Diagonal estaban encerrados militares de caballería y frailes, se ha venido para aquí. No tiene cartucheras ni munición; no puede disparar. Lo que busca con mayor ahínco es un machete. ¡Con el tahalí y la funda vacíos comprende que hace el ridículo!

Su propósito era hacer un escarmiento con los militares sublevados, pero los del cuartel se rindieron a la Guardia Civil y les condujeron custodiados. Perramón, que aunque anarquista fue sargento en la Legión, les convenció de que había que respetar a los prisioneros y que sólo los fusilarían después de pasar por consejos de guerra. Perramón, en el fondo, es un sargento, por muy anarquista que sea. Él no ha hecho el servicio militar; es de la quinta del trece; libró por hijo de viuda.

Entre los que rodean el convento descubre a un muchacho con un machete al cinto; un mozalbete que no pasará de los catorce años.

—¡Eh, tú! ¿Qué haces con eso?…

—¡Es mío!…

—Entrégame ahora mismo ese arma… Está prohibida la tenencia de armas.

Pretende asustar al chico, para lo cual descuelga el fusil del hombro.

—¡Es mío! Ayer se lo quité a un soldado que hirieron en aquella esquina.

El «Gravat» ha echado mano al machete y forcejea con el muchacho.

—¡Enséñame tu documentación! Se me hace que tienes cara de fascista.

—¿Yo fascista? Trabajo de aprendiz en una cordelería de Badalona…

—¡Los papeles!…

—No llevo; en Badalona me conocen…

Ha hecho tanta fuerza que el muchacho se ha visto forzado a soltar el machete. El chico se echa a llorar; unas mujeres pretenden intervenir en su favor.

—¡Las armas son para los hombres! No son juguetes, chaval.

Coloca el machete a manera de bayoneta en el cañón de su mosquetón y lo contempla complacido. Mete la mano en el bolsillo, saca un duro y se lo alarga al muchacho.

—Ten y calla… ¡Y lárgate!

El muchacho coge el duro y se aleja refunfuñando.

Una sección de guardias civiles se ha formado a la puerta del convento. Los militares y los frailes se han rendido. Hace rato que no disparan.

—¡Van a abrir la puerta!

—¡Van a salir los presos!

—¡A por ellos!

Centenares de personas, entre las cuales se mezclan combatientes y curiosos, cruzan las amplias calzadas de la Diagonal; se forma un revuelo; gritan mueras e insultos. La puerta se ha abierto; aparecen unos hombres pálidos, en mangas de camisa, uno de ellos herido. La muchedumbre se arremolina, la confusión es total, forcejean los guardias civiles; los prisioneros se ven rodeados, impotentes. El público corre de un lado a otro. Los curiosos, asustados, se retiran.

El «Gravat» corre con los demás hacia donde están los prisioneros; descubre uno alto, ligeramente calvo, que al verse atacado se cubre la cabeza con la guerrera que llevaba en la mano. Caen sobre él, desaparece; los que le rodean se agitan entre gritos e injurias. No consigue acercarse; ve al hombre sangrando en el suelo; todavía trata de cubrirse la cabeza con la guerrera; una mano se la arranca.

Empuñando el fusil con la bayoneta calada corre hacia el convento. Está borracho como si hubiese bebido. Un militar joven, cerca de la puerta, se defiende; ha conseguido, a golpes, abrir un espacio a su alrededor. Usa botas altas, brillantes; es de caballería, como los que disparaban en la plaza de España, como los del cañonazo de los ocho muertos. Un obrero grueso y velludo, con una pistola en la mano, pide a gritos que le hagan un hueco para dispararla contra el militar; los que le acometen no lo permiten disparar. Entonces, el «Gravat» se abre paso apartando a la gente con el fusil.

—¡Dejádmelo a éste!

Primero nota una breve resistencia; después, el machete se hunde y la sangre brota. Tira fuerte del fusil; cuando trata de hundir otra vez el machete, una mujer se ha abalanzado sobre el herido y le golpea con un martillo en la cabeza, mientras otro hombre lo hace con la culata de una escopeta. Consigue clavarle la bayoneta, esta vez en el pecho; pero tropieza con algo duro, no penetra hasta el final.

Con el machete ensangrentado se precipita hacia el interior de la iglesia, donde están los frailes. A la entrada hay atravesado un cadáver, que todos pisotean. A un viejo en mangas de camisa le tiene cogido por el cuello un mocetón rubio y congestionado; le apoya la pistola en la frente y le dispara.

Mucha gente se agita en el interior de la iglesia semioscura. Agachados, rodeando un cadáver extendido en el suelo, varios hombres se ríen. Una mujer joven, con una gorra de oficial sobre la cabellera suelta, les grita:

—El caso es caparlos vivos; después de muertos no tiene gracia.

Braceando, se abre paso un señor con chaqueta y corbata que ostenta un brazal con la bandera catalana; levanta las manos y exclama:

—¡Basta, basta! Se habían rendido…

Le da coraje que defiendan a los militares y a los frailes que han estado asesinando a mansalva al pueblo indefenso.

—¿Y qué, que se hayan rendido? Les vamos a dar caramelos…

Guardias de Asalto con el fusil en la mano se abren paso a empellones y tratan de librar a un militar herido. El del brazalete catalanista intenta ayudarles. El «Gravat» le da un empujón.

—Tú eres un fascista camuflado.

—¡Calla!

—Ayer disparaban desde la plaza de España; una pandilla de asesinos. Les conozco muy bien; tú no l$s conoces porque no estuviste allá dando el pecho…

—¿Tú qué sabes lo que yo hice o dejé de hacer?

—Dispararon un cañonazo y mataron a ocho compañeros, y hasta a una mujer. Éste era uno de ellos. ¡Estoy seguro!

—¿En la plaza de España? ¡Si éstos son los del cuartel de la Travesera!…

—Bueno, ¿y qué? Todos son iguales.

El «Gravat», que trabaja de peón en Fomento de Obras y Construcciones, perteneció desde muy joven a los Sindicatos Únicos. Cuando al advenimiento de la Dictadura las cosas se pusieron feas, el «Gravat», cuyo nombre es Ramón Súñer Expósito, se pasó a los Sindicatos Libres. Perramón no se lo ha perdonado nunca; a pesar de que cuando cayó la Monarquía le readmitieron en la CNT. Ayer, para humillarle, en lugar de entregarle uno de los fusiles que repartía, le obligó a construir una barricada.

Juan Matas tiene veinte años; después de seguir unos cursillos intensivos, patrocinados por la Generalidad de Cataluña, le han otorgado el título de maestro. Es alto, desgarbado, flaco, pecoso. En la Consejería de Cultura, de orden de Ventura Gassol, le han entregado credenciales y oficios autorizándole para salvar los objetos de valor artístico de las iglesias que el populacho está quemando.

Arde el Pino, cuyo magnífico rosetón gótico amenaza con pulverizarse. Arde, desde ayer, San Pedro de las Puellas, la más antigua de las iglesias barcelonesas; arde Belén, en la Rambla, la mejor iglesia barroca de la ciudad. Está ardiendo la Merced; arden casi todas las iglesias de los barrios, incluso, según le han informado, la diminuta joya románica que es San Pablo del Campo. Pero, lo que es más triste, ayer comenzaron a destruir Santa María del Mar, la reina del gótico catalán.

En la plazuela de Monteada observa revuelo. Queman en mitad del arroyo muebles, libros, papeles, ropas. Alrededor de la hoguera, chiquillos, mujeres, hombres armados, vecinos con expresión de espanto. Algunos protestan débilmente. Asomados a un balcón, unos hombres arrojan más libros, papeles, imágenes, sillas.

—¿Qué pasa?

—¿Qué va a pasar? Que ahí vivía el cura, y suerte ha tenido de escapar a tiempo.

En el paseo del Borne se ha reunido también mucho público. La puerta del ábside de Santa María del Mar está abierta. La pira es mayor. Montones de imágenes, casullas, candelabros, cuadros, bancos, han formado una inmensa hoguera, que recuerda las de San Juan; como alguno de los objetos son de combustión difícil, las llamas no se elevan demasiado.

Junto a un coche de correos volcado, una pareja de la Guardia Civil contempla el incendio. Unas mujeres protestan, otras lloran; a las que lloran, que tienen aspecto de señoras, las insultan, calificándolas de beatas. Un joven de elevada estatura, vestido con el mono blanco de los aviadores, lleva un brazo en cabestrillo; la venda rezuma sangre reciente.

Suenan disparos; miran hacia arriba. Los poseedores de armas las disparan contra los terrados, hacia el cielo, sin saber a dónde. Contestan otras detonaciones; el tiroteo se generaliza en el barrio. Los curiosos corren a refugiarse en los portales o en algunas tiendas que han abierto esta mañana. Las mujeres que forman cola ante la puerta de una panadería aguantan; pero acaban refugiándose donde pueden. Los que disparan se protegen en las esquinas.

Juan Matas se arma de valor y penetra en la iglesia; está convencido de que, frente a los incendiarios, sus oficios y credenciales son papel mojado. El incendio empezó ayer.

La iglesia está oscura, llena de humo; en algunos altares se han encendido hogueras. Disparos efectuados desde el interior han causado desperfectos en las vidrieras policromadas. Varios hombres están dedicados afanosamente a formar altos montones de elementos combustibles, que una vez prendidos harán que arda el órgano, la tribuna real y los altares, en su mayor parte barrocos. Junto a las modestas sillas de madera y enea han arrojado cuadros, imágenes de talla, hermosos libros corales con grandes hojas de pergamino, manuscritos, incunables, legajos y casullas, sobrepellices, damascos, gonfalones, roquetes, estolas. Un hombre de rostro amarillento se ha colocado un bonete y una casulla negra y finge bailar un tango, que termina con acrobáticas zapatetas y cortes de manga que remedan bendiciones. Vasos sagrados, cristos, joyas, relicarios, son amontonados en unos cajones.

Pasan unos hombres semidesnudos que transportan unos cuadros de ornamentado marco; les siguen otros con un par de pequeñas tallas bajo el brazo. Está tan sorprendido, tan desbordado, que no acierta por dónde debe empezar su labor.

—¡Vosotros! Un momento… ¿Quién manda aquí?

—Aquí no manda nadie. ¡Ni Dios!

Para congraciarse con ellos finge celebrar el chiste irreverente. Exhibe con fingida autoridad sus papeles.

—Vengo comisionado por la Consejería de Cultura de la Generalidad, con orden de incautarme de los objetos que tengan valor artístico…

—Todo esto no vale un pito. Cacharros de curas y monjas. Hay que quemarlo.

—Traigo órdenes de Ventura Gassol…

—¡Aquí no hay órdenes que valgan!

El de la casulla y otros se aproximan. Matas, entre tanto, intenta examinar el cuadro que conducían. Tiene mucho interés en salvar las siete pinturas de Viladomat, lo mismo que las de Tramullas y Lorenzale. Sin darse apenas cuenta de lo que hace, les cierra el paso.

—Quita de delante, y no fastidies.

Les muestra los papeles. El de la casulla los coge y los examina con cuidado.

—Este cuadro no se puede quemar; es de mucho valor…

El de la casulla se despoja del bonete y lo lanza por el aire; le devuelve los papeles con una burlona reverencia.

—¿Has leído? Vengo a salvar las obras de arte.

—No me interesan los papeles; además, no sé leer. Ni ganas. Mi oficio es sepulturero. La letra se me atraganta.

Consigue que depositen el cuadro en el suelo. Están coronando a Jesús de espinas; soldados romanos hacen guardia.

—¿Veis la firma? Un pintor importante del siglo diecisiete.

—Cosas de curas…

Se interpone entre los hombres y el cuadro y vuelve a mostrarles los papeles, agitándolos ante sus ojos.

—Yo, con esos papeles me limpio el culo, y si son de la Generalidad, mejor.

—¡Escuchad! El cuadro será llevado al museo para que el pueblo tenga ocasión de verlo cuando le plazca.

Ha llegado un miliciano con un gorro militar bufo hecho con papel de periódico y el fusil en bandolera. Tiene prestigio entre los demás porque se distinguió en el asedio a Capitanía.

—¿Qué ocurre?

—Nada, que este seminarista pretende incautarse de estas porquerías.

—Yo no soy seminarista, ni siquiera católico. Soy maestro y, como tal, defiendo la cultura.

Le enseña los papeles al recién llegado, que los examina con interés; una vez leídos, se los devuelve.

—Bien, ¿y qué quieres?

—Los cuadros como éste, por de pronto. Y cuanto tenga algún valor artístico. La Generalidad desea enriquecer los museos, que son lugares en que el pueblo adquiere cultura y afina el gusto artístico.

—¡Sea! Vosotros, dejad ahí ese cuadro y buscad los que él os señale; que no se quemen.

—¡Gracias! Voy a buscar yo mismo.

—Pero te advierto una cosa, porque pinta de seminarista sí que tienes. Que no trates de salvar más de lo justo, o te puede costar caro por mucho que vengas de parte de la Generalidad.

Dando vueltas por la iglesia, discutiendo, acalorándose, ha conseguido salvar cuatro de los cuadros de Viladomat. Los otros sospecha que han sido quemados en el exterior. Ha salvado esculturas de Amadeu y tallas más antiguas que no consigue identificar. También ha reunido algunas pinturas de autor anónimo que le han gustado. Para no hacerse sospechoso se ve forzado a recurrir a la blasfemia y a la irreverencia. Lo da por bien empleado.

Unos hombres amontonan bidones de gasolina en una de las capillas. El sarcófago que guardaba el cuerpo de San Pancracio lo han profanado. A un Cristo lo han arrancado de la cruz y le han colocado un fusil en una de las manos y un casco en la cabeza.

—El que no quiera morir abrasado que salga inmediatamente de la iglesia. Vamos a pegarla fuego. Hay que purificar el aire: apesta a incienso.

Impotente para trasladar al exterior tantos cuadros, tantas imágenes, recurre a quienes andan por allí.

—¿Me quieres ayudar, camarada, a sacar esto? Traigo órdenes…

—¿Camarada de qué, granuja? No te conozco ni soy camarada tuyo… Y, además, ¿qué haces acá con estos cuadros?

—Represento a la Generalidad de Cataluña…

—¡Anda! ¿Qué estás de coña? ¡Hombre! Te voy a ayudar.

—Gracias. Dejadlos depositados ahí fuera; junto a la droguería de Vidal y Ribas.

—Compañeros, ayudemos a este señor, que representa a la Generalidad y quiere salvar la chatarra…

Unos jóvenes y dos hombres mayores cargan con cuadros e imágenes y los trasladan hacia la puerta que da al paseo del Borne. Juan Matas carga con uno de los cuadros de Viladomat y los sigue.

Antes de llegar a la puerta se le interpone el hombre de la cara pálida, que se ha despojado de la casulla y va en camiseta.

—Oye, tú; a mí no me convences. Continúo creyendo que eres seminarista o que te han pagado los curas. No sé leer, como te he dicho, pero enséñame tu carnet sindical; eso sí que lo conozco.

—Yo soy maestro de la Generalidad; no pertenezco a ningún sindicato.

—Escucha, maestrillo de mierda. Te doy diez minutos de reloj, y si dentro de diez minutos no estás pegando tiros en Atarazanas, en donde quedan fascistas, te voy a hacer el paquete. Conque enterado, ¿eh? Aquí, poca Generalidad, ¿entiendes? Te lo dice «El Alegre Divorciado», católico, apostólico, romano y enterrador, para servirte.

Dejará depositados los cuadros en cualquier almacén de por aquí y regresará después con un camión para cargarlos. Él pretendía venir escoltado por mozos de escuadra, pero en la Generalidad no pueden prescindir de ninguno. En la Generalidad están asustados; por orden del consejero de Cultura custodian la catedral, que por ahora han respetado los incendiarios.

Al salir a la calle le deslumbra el sol. Busca con la vista a los que han colaborado con él para salvar los cuadros. No ve las obras de arte rescatadas en el lugar que les había indicado que las depositaran: en la esquina de la calle Vidriería. De la hoguera sale un humo oscuro y maloliente. Encima de la pira descubre sus cuadros, sus imágenes; los que fingieron ayudarle ríen groseramente al observar su turbación. Agarra el cuadro que había dejado apoyado en el suelo y corre hacia la hoguera.

—¡No tenéis derecho a quemar esos cuadros!

Chamuscándose manos y pestañas, consigue arrancar uno que arde por un extremo. Lo retira del fuego y lo aparta. Salva una cruz de madera convertida en tizón y avanza el pie para tirar de otro de los cuadros, que comienza a arder; pero el marco se engancha en algún lugar y la tela se rasga. Todavía podrá restaurarse. Satisfecho por haber rescatado por lo menos tres de los cuadros, se limpia el sudor y se vuelve. Advierte que de nuevo se mofan de él. Los cuadros han vuelto a la hoguera y arden sin remedio. Agarra con ambas manos el que acaba de salvar, rompe el lienzo de una patada y lo arroja a la hoguera. Da media vuelta y se aleja por la calle Vidriería.

Los chiquillos y los mayores le gritan riendo.

—¡Mestré Titos! ¡Mestré Titéees!

Uno de los espectadores, vecino del barrio, compungido, le dice, solidarizándose con su actitud, que por temor no ha secundado:

—Son como salvajes…

—No se apure… —le consuela otro.

—¡Dios les castigará!… —exclama una señora, levantando los ojos al cielo.

Juan Matas se aleja solo, desconsolado, llorando, hacia la Consejería de Gobernación, en cuyo balcón principal ondea al sol la bandera catalana.

Se ha sentado de tal manera que la baranda de obra de la azotea le proteja y oculte a la vista de los demás. En la mano sostiene la pistola. Cinco balas le quedan; cinco tíos que se llevará por delante si llega el caso. El caliqueño se le ha apagado; no se atreve a encenderlo, no vaya el humo a delatar su presencia. El fuerte y acre sabor que al masticarla deja la colilla le consuela.

Quimet Solé ocultó el rifle en su escondrijo, de donde se ha visto forzado a escapar al ser descubierto desde una casa de enfrente hace una media hora. Saltando de una azotea a otra, ha dado con este nuevo escondrijo, que por ahora le parece seguro. Hasta él llegan voces de sus perseguidores, que dan una batida por los terrados y los pisos altos. Cuando se cansen de la búsqueda aprovechará para descender por la escalera; en la calle se confundirá con los demás. De ser posible, ganará la peluquería de Margot; hará que le prepare en un momento un pañuelo rojo y negro con dos telas cualquiera, se lo pondrá al cuello y se marchará tan tranquilo. El «Gravat», que milita en las filas anarquistas, pero que fue confidente de la policía en tiempos, le proporcionará papeles falsos o le esconderá. Al «Gravat» tendrá que vigilarle, no vaya a eliminarle para borrar una pista de su pasado. No abandonará la pistola, la maneja bien y en cualquier circunstancia es un argumento convincente; el «Gravat» sabe que él no anda con bromas. A Margot no quiere comprometerla; pasados unos días, volverá; ella puede ocultarle hasta que termine este estado de cosas, que no puede prolongarse.

Por encima de la baranda, el sol se ve redondo y mate tras la humareda del incendio de la iglesia. Los faieros han creído desde ayer que les disparaban desde la iglesia y han terminado quemándola. La equivocación que ha provocado él mismo tiene gracia; por una iglesia más o menos no van a arruinarse los curas.

Quimet Solé se incorpora alarmado. Las voces suenan próximas. Después callan; pero les oye avanzar con sigilo. Pueden descubrirle; están muy cerca. Apoya el índice sobre el gatillo. Surge primero el cañón de un fusil, detrás asoma el hombro de alguien que viste de oscuro. Dispara; oye un grito. De un brinco se asoma al terrado. Son cuatro; descarga la pistola rápidamente sobre el más próximo, que trata de retirarse; cae al suelo. El del fusil, que ha arrojado el arma, corre herido aguantándose la sangre que le mana del brazo. Contra él apunta el cañón de un rifle; madruga, y otro que suelta el arma. El tercero se le escapa. Dos balas le quedan. Necesita abandonar inmediatamente este escondite. Un proyectil de pistola, disparado desde otro terrado situado a nivel más bajo, le silba cerca de la cabeza. Desde distintas azoteas, hombres con armas largas o con pistolas avanzan contra Quimet Solé. Retrocede; por lo menos se cubrirá las espaldas. Varios proyectiles se estrellan contra el muro que le respalda.

—¡Alto!

—¡Entrégate, o te mataremos!

Si se entrega, le matarán también. Dos únicas balas le quedan en el cargador. ¡Ha disparado tanto!

—Venid a por mí si tenéis cara. ¡Cobardes!

Les oye cuchichear muy cerca; deben estar urdiendo un plan para atacarle. La sombra delata a uno que va a asomarse, y en la sombra descubre que lleva dispuesta la pistola. Calcula el momento justo en que va a aparecer y hace fuego. La sombra se retira de golpe. Los demás se ríen, probablemente del susto que el compañero ha recibido.

—¡Idiota! Fascista tenías que ser…

Ha llegado el momento. Esta última bala se la va a dedicar al que sea, al primero que asome la nariz o al que él elija porque sí. Quimet Solé es perro viejo; conservará los colmillos hasta el último momento; no lamerá las manos a nadie.

Se desliza hasta la esquina que forma la caja de la escalera; aguanta la respiración. Advierte la presencia de ellos, agazapados a un par de metros escasos de distancia. De un salto se les planta delante; son varios, dispara a quemarropa y uno cae. Arroja la pistola y les acomete; derriba al primero de un cabezazo y trata de arrebatarle el arma. Un culatazo en la cabeza le abate; le dan una fuerte patada en las partes, el dolor le obliga a encogerse, varios brazos le agarran y le inmovilizan; los golpes ya no le duelen. No entiende las palabras, insultos, amenazas; uno dice que se aparten para dispararle a gusto, otro lanza alaridos mientras le patalea el vientre. Le arrastran por el suelo. Unos brazos forzudos le alzan y le apoyan sobre la baranda. Sangra por las cejas, por la frente, apenas puede ver; descubre al fondo, muy distante, la calle y cómo la gente que está abajo se aparta y abre un amplio hueco. Gira violentamente sobre sí mismo, los rechaza, apoya los lomos en la barandilla, lanza una patada y le pega a uno de ellos en la boca. Ante él surge el cañón de una pistola, nota un gran dolor en la oreja. Se lleva la mano: una masa sanguinolenta se escurre dolorosamente entre los dedos. De nuevo le sujetan y le alzan. Agarra convulsivamente el brazo de uno de ellos, se siente suspendido, fuera; la calle está abajo. Los dedos se engarfian asidos a la tela; la manga de una camisa. Le sueltan, la manga arrancada se queda en su mano; siente el vértigo de la caída más fuerte que el dolor.

Cuando asomada al balcón ha oído comentar que habían descubierto al paco ha salido a la calle despavorida. El humo la hace toser. Dan gritos, la gente corre y ella corre detrás sin saber a dónde van. Da la vuelta a la esquina; los que corren se detienen de pronto; se oye un golpetazo como de un muro que se derrumbara. Una mujer se cubre los ojos con la mano y huye gritando aterrorizada. En lo alto de una casa se asoman unos hombres armados; los de la calle miran hacia ellos.

Un trapo blanco, la manga de una camisa, desciende planeando como los aviones de papel que lanzan los niños.

El corro está apretado, pero Margot se abre paso a codazos. Necesita verlo; convencerse de si en verdad es él.

Está tumbado bocabajo, la cabeza destrozada, sanguinolenta. De uno de los brazos rotos, que ha quedado extrañamente doblado, cuelga una mano engarfiada, velluda, sangrante. Un grueso solitario adorna uno de los dedos. Alrededor del cuerpo se forma un charco de sangre, que se extiende por momentos. No se le ve el rostro. Unos pies calzados con alpargatas, de algún curioso, pisan y deshacen la colilla de un caliqueño.

Los comentarios de los que miran hipnotizados el cadáver se superponen.

—Era el cura que disparaba desde la iglesia.

—Mejor hubiese sido atraparlo vivo.

—Tenía puntería el puñetero.

—Éste no molesta más…

—¡La puta que lo parió!

—No diga eso; es un difunto…

—¿Un difunto? Un canalla fascista no merece respeto, y me extraña que lo defienda nadie.

La vista se le nubla; va a derrumbarse. Apoya la mano en el hombro del que está junto a ella; un brazo fuerte la rodea el talle.

—¿Qué le ocurre?

—Abran paso…

—Se ha asustado…

Dos hombres la acompañan hasta un bar próximo.

—Es la peluquera de ahí.

—Pues no está buena la tía, ni nada…

Siente una náusea y una debilidad que la paralizan. La meten en el interior del bar y la sientan en un silloncito de mimbre. Conoce al camarero que le sirve una copa de coñac. Uno de los hombres que la ha acompañado le desabotona el vestido. Su mano áspera le recorre los pechos; carece de fuerzas para protestar.

—¡Tú! Déjala, no la magrees…

—Si era por ver cómo le funcionaba el corazón.

El coñac la reanima. Quiere huir, ocultarse en su casa, que no la vea nadie, llorar, morirse.

—¡Gracias! Me encuentro mejor.

La mano del hombre la palpa ahora por detrás.

—¡Déjeme, tío guarro!

—¡Mira ésta! Todavía que uno la ayuda, aún protesta. ¿Qué se habrá creído?

Desde la puerta, cuando se dispone a salir, oye la voz del dueño del bar:

—No fastidies, que es una vecina.

En el respaldo de una silla cuelga la chaqueta de Quimet. Tendrá que esconderla o destruirla, no vayan a registrarle la casa. Saca la cartera: dos billetes de mil pesetas y cuatro de cien. Encuentra un retrato de Quimet, un retrato de hace años: peinado con raya en medio, sonríe mostrando los dientes. No puede dominar la pena; se sienta, respira anhelosamente.

Tenía que acabar así: Quimet Solé anduvo siempre metido en malos pasos. Margot le quiso porque se portó con ella como un hombre de bien y la sacó de la casa pública. Gracias a Quimet es ahora mujer de provecho. Era un verdadero macho, como hay pocos, como ahora no quedan; lo demostró siempre, lo mismo frente a los hombres que en la cama. Esta misma noche parecía que tuviera veinte años.

Coge un pañuelito y se limpia apresuradamente el rímel. Rompe a llorar mientras estrecha contra su pecho la cartera con las dos mil cuatrocientas pesetas y el retrato de Quimet Solé.

Don Manuel Irurita Almandoz, de sesenta años de edad, natural de Larrainza, Navarra, desde hace seis años es obispo de Barcelona. Antes de abandonar sus habitaciones particulares, y a despecho de la precipitación con que se ve forzado a hacerlo, se mira al espejo. Nunca ha sido orgulloso; si ha aceptado la pompa externa aneja a su jerarquía, lo ha hecho por acomodarse al mandato de la Iglesia. De haber sentido vanidad de su rango, de las vestiduras episcopales, de bordados, joyas y mitras, en este instante se le hubiera derrumbado como el más deleznable de los castillos en el aire. El espejo le ha devuelto la imagen de un hombre envejecido, más bien grueso, vestido con una bata de las que usan los tenderos y artesanos de estos barrios antiguos que circundan el palacio episcopal. Disimulado en un bolsillo guarda su anillo con gruesa amatista, no por el valor intrínseco de la joya, sino porque, a pesar de su aspecto menestral, no está dispuesto a abdicar de su dignidad episcopal.

Estos pensamientos acuden a su imaginación de manera desordenada, fugaz y confusa, porque don Manuel Irurita, obispo de Barcelona, se dispone a abandonar el palacio episcopal, invadido por las turbas. Tiene ahora que afrontar el mayor peligro entre los muchos que lleva corridos en esta trágica media hora. Más que el peligro, le confunde la zozobra propia de quien en veinticuatro horas ha ido recibiendo, una a una, la noticia de cómo ardían las iglesias de su diócesis y de cómo están siendo sistemáticamente saqueadas y profanadas.

Abre la puerta del archivo y desemboca en el patio. Le ciega la luz del sol y le ensordecen las voces. El desorden que presencia le angustia; las piernas se niegan a avanzar. Hombres y mujeres, muchos de ellos armados, vestidos otros de maneras estrafalarias, han levantado en mitad del patio un montón formado por libros, imágenes, casullas, documentos, muebles, pinturas, objetos de culto, tapicerías, cojines. Descubre un teléfono arrancado, y se horroriza ante un cristo colocado, por escarnio, en lo alto de tan sacrílego calvario. Está a punto de descubrirse al tratar de salvarlo. Recobra conciencia de su situación y trata de ganar la calle. Nadie advierte su presencia, a pesar de que lo limpio y abotonado del guardapolvo caqui le da aspecto de pequeño comerciante conservador o de criado de convento.

Un hombre con los faldones de la camisa al viento, sudoroso y con la cabellera alborotada, sostiene una máquina de escribir en lo alto de la escalera, y grita hacia los que están abajo.

—Compañeros, ¿qué hago con este trasto?

Salta una voz del patio:

—No la tires. Esa máquina, que ha sido instrumento para la propagación de las mentiras oscurantistas, puede resultar útil para demostrar su falsedad en mano de los escritores del pueblo …

Las opiniones se dividen; comienzan a discutir y a mostrar tendencias opuestas.

—¡Tírala! Hay que destruirla. Fabricaremos máquinas de escribir nuevas. ¡Al fuego!

—Si me la entregas a mí, la llevaré al Sindicato… Nos será útil allí.

—¡Fuera! ¡Destruyámoslo todo, compañeros!

—¡Nada queremos de los curas! ¡Está contaminado!

El hombre de la camisa al viento vacila; levanta la máquina con sus brazos nervudos.

—A ver si os ponéis de acuerdo, que este cacharro pesa…

—¡Tírala ya!

—¡Al fuego!

Observa a unos y a otros como tratando de recontar votos; por fin, la arroja. La máquina cae al patio y se estrella contra las losas, produciendo un ruido metálico.

No desea ver más, que Dios se apiade de ellos. Advierte que sus alpargatas están demasiado limpias y que, a pesar de su caracterización precipitada, nadie puede confundirle con estos obreros cuya ira destructora no se satisface. De buena gana se santiguaría; no se atreve a hacerlo. Rezando mentalmente un padrenuestro se dirige hacia la verja, abierta de par en par, que separa el patio de la calle. Tropieza con mujeres, con niños, con hombres sudorosos. Se escurre entre pistolas, fusiles, blasfemias y sacrilegios; nadie advierte el paso de Su Ilustrísima, ninguno le ve, ninguno le mira.

En la calle, que precisamente se llama del Obispo, numerosas personas contemplan desde fuera el espectáculo. Un pelotón de mozos de Escuadra protege el edificio de la Catedral. No sabe qué camino tomar para escapar a este horror. Un hombre le observa; en su mirada no hay odio; comprende que le ha reconocido. Su Ilustrísima suda de calor, de angustia, de miedo, de incertidumbre. El hombre, que no usa corbata, se le acerca, vigilando con desconfianza a su alrededor.

—Ilustrísima…

Inicia una imperceptible reverencia. A punto ha estado de darle a besar la mano, pero se contiene. La mirada dolorida del hombre le emociona y restituye algo de la perdida confianza; no desea disimular más. Ha alcanzado el límite de la resistencia.

—Ilustrísima; soy un católico… Me llamo Francisco Tort y habito aquí cerca, en la calle del Cali. Yo y mi familia nos sentiríamos sumamente honrados si Su Ilustrísima aceptara nuestra hospitalidad…

—¡Hijo, hijo! ¡Es demasiado peligro el que vais a correr!…

—Ilustrísima, más es el peligro para usted si le descubren de la misma manera que yo le he reconocido…

—Dios te ampare y me ampare a mí también. La verdad es que, en esta ciudad, su obispo no sabía a dónde encaminarse.

Echan a andar juntos. Su Ilustrísima camina con pasos cortos y fatigados; sus alpargatas blancas avanzan silenciosas sobre los adoquines de la calle. Tuercen por la bajada de Santa Eulalia, que está menos concurrida.

—¡Qué desgracia, hijo mío! ¡Qué castigo nos ha enviado Dios!

Ciudad castellana

Ciudad castellana

El sargento, un cuarentón de cuello robusto y nariz rojiza, suda a pesar de que se ha desabrochado la guerrera.

—Un, dos; un, dos; un, dos. ¡Oído a la pisada, voluntarios! Sin saber marcar el paso no se puede ir a pegar tiros.

A la sombra está formada una centuria; el jefe provincial, con camisa azul y correaje negro, pasa revista. Junto al jefe, un falangista casi adolescente comprueba uno a uno los nombres en una lista escrita a máquina.

José, el camarero del hotel Moderno, viste la camisa azul que le ha prestado su hermano menor y se ha endilgado unas cartucheras nuevas que le han entregado en el almacén. La cabeza se la cubre con una boina; le han advertido que no es cubrecabezas reglamentario, pero como es calvo, la boina contribuye a desfigurarle; así es menos probable que le reconozcan los enemigos. No le cohíbe que los amigos le vean entre ellos; se han alegrado de que un rojillo se decida a alistarse para la conquista de Madrid. Saben que es socialista de ideas, pero igualmente le aprecian; su hermano es muy estimado entre los falangistas; se habla de hacerle subjefe de una de las centurias que se tratan de organizar.

Descubre a don Julián Rebolledo, que está fumando mientras revisa unos papeles que lleva en la mano. Debe cuadrarse ante él y saludarle brazo en alto; le da vergüenza hacerlo.

—Oiga, don Julián…

—¡Camarada! Debes tutearme…

—Es que así, de pronto, se me hace difícil…

Julián Rebolledo es un abogado joven, hijo del dueño de la fábrica de azúcar de remolacha y jefe de la centuria en que José se ha alistado, la misma a la cual pertenece su hermano menor.

—Quería decirle que ahí está el catalán de que le he hablado: un viajante, hombre de derechas, que desearía alistarse para demostrar su patriotismo.

—José, ¿no me engañas? ¿No será compañero tuyo?… De tu cuerda, quiero decir…

—¡Don Julián! Le conozco del hotel hace años; me consta que es de derechas y buen español. La prueba es que quiere combatir a nuestro lado.

—Tutéame, José, que desde esta mañana somos camaradas…

Rebolledo le mira indulgente, con simpatía. Un militante de la Casa del Pueblo, donde puede estar hoy tranquilo, es alistado entre los voluntarios de Falange. Les ha sido necesario completar centurias con algunos voluntarios dudosos, sin prestar demasiada atención a sus antecedentes políticos.

—Procuraré acostumbrarme.

—Dirígete a tu hermano; que él mismo se encargue del alistamiento.

—¡A tus órdenes…, camarada!

Don Jaime, el viajante, por recomendación suya no ha dormido en el hotel, sino en una pensión modesta próxima a la estación, en donde han quedado como únicos huéspedes unos cómicos de la legua que andaban de gira, porque el tráfico ferroviario está interrumpido. Esta mañana se ha presentado la policía en el hotel Moderno para registrar la habitación que ocupaba don Jaime. En el hotel han declarado que ignoraban a dónde se había marchado, pero suponían que abandonó ayer la ciudad en el último tren. Don Abilio ha debido denunciarle.

El aspecto de don Jaime no es precisamente marcial. En el cuartel existe tanto desorden que nadie presta atención a la presencia un poco inesperada del viajante, que se ha despojado de la corbata y carga con una pequeña maleta en que ha guardado lo que él considera más indispensable para una campaña. El resto del equipaje y el muestrario los ha dejado depositados en casa de José, bajo custodia de su madre. En cuanto termine el jaleo podrá recogerlo y continuar el viaje; don Jaime asegura que se tomará unas vacaciones en Barcelona, o en una playa próxima, para resarcirse de estos sustos y malos tragos.

—Don Jaime, cosa hecha. Está usted admitido.

—Mucha gracia, que digamos, no me hace; mejor estaré aquí que en la cárcel. Confío en que el follón se acabará antes de que peguemos un tiro. Estas algaradas no pueden durar mucho. Usted, José, saldrá fiador de que me alisté voluntario, obligado por las circunstancias…

—Voy a buscar a mi hermano para que le apunte; ya sabe usted que tiene que levantar el brazo y tutear a todos. ¡Ah! Y lo siento: usted y yo tenemos también que tuteamos. Desde este momento le apeo el don.

José, el camarero, se sonríe; está excitado, pero conserva el buen humor. Jaime, el viajante, parece más preocupado.

Celestino, hermano mejor de José, a quien en este momento acaban de proponer como subjefe de la centuria que se está formando, cruza el patio.

—¡Celestino!

—¿Qué hay?

—Ahí está ese amigo mío. Ven que te lo presento. Don Julián ha dicho que te ocupes tú mismo de alistarle; él da su conformidad.

José, sin que su hermano lo advierta, hace señas al viajante para que salude. Jaime lo hace, levantando el brazo con la mano extendida con escasa energía y cierta timidez.

—Escucha, Celestino: aquí, mi amigo, es un catalán, buen español, de derechas de toda la vida…

Celestino le mira; después observa, contrariado, la maleta que ha quedado en el suelo.

—¿Cómo te llamas?

—Jaime Prat Pujol, para servirle.

Saca un bloc del bolsillo delantero de la camisa y un lápiz; se pone a escribir.

—Pu… ¿Cómo se escribe? ¿Con ch?

—No, señor: con j.

—Entonces será Pujol… —pronuncia exagerando la / castellana.

—Sí, señor; es que allá lo pronunciamos así… en catalán.

—Bueno, pero aquí lo pronunciamos en castellano.

—Como usted mande.

—Hemos de tutearnos; somos camaradas. ¿Perteneces a la Falange de Barcelona?

—No; un servidor soy de derechas… Votaba por Cambó y la Lliga.

—Pero ¿ésos no son separatistas?

—No, señor; muy de derechas… Gente más bien de dinero y de misa.

José se impacienta; no querría que su hermano le cogiera antipatía a don Jaime. Interrumpe:

—Mi amigo Jaime, en las elecciones de febrero, votó a los de la CEDA. ¿No es así?

Jaime le mira asustado; la CEDA no tiene partidarios en Barcelona; cree que ni se presentó a las elecciones. Por suerte, Celestino se ha desentendido de la conversación y anota cuidadosamente el nombre en el bloc.

—Anda, José, acompáñale al almacén y que le equipen. Esa maleta me temo que no podrá llevársela.

Le estrecha la mano; Jaime, al retirarse, responde otra vez con timidez al saludo brazo en alto que le hace Celestino, subjefe de su centuria.

—Don Jaime, tiene que prestar más atención a lo que dice. A los de la Liga aquí se les tiene considerados como separatistas; nadie les puede tragar.

—¡Ésta sí que es buena! Allá, en Barcelona, les consideran medio fascistas; son los peores enemigos que tenemos los de la Esquerra.

Celestino se vuelve hacia ellos.

—¿Has servido en el ejército, por lo menos?

—De cuota; en la quinta del veintiocho…

—¿En qué arma serviste?

—Mire, la verdad: estuve de escribiente en la Capitanía; como había hecho la teneduría de libros… Mi familia conocía a un coronel, y ¡claro!…

—Cuando termines en el almacén ven a reunirte conmigo. Estoy ahí dentro. Te nombraremos escribiente de la plana mayor. Creo que lo harás bien; ninguno de los estudiantes que se alistan quiere cubrir la plaza de escribiente.

—Muchas gracias, jefe. Un servidor sí prefiere hacer de escribiente; y entiendo de números.

Vigo

Vigo

—Tendré que darte diez duros de plata; los otros veinte, en un billete.

—No importa; he traído el monedero.

El camarero del bar Derby le entrega un billete de cien pesetas y a continuación, sobre la mano extendida de Victoria Budiño, va depositando los diez duros de plata, mientras los cuenta uno a uno.

De la calle llega mucho ruido, como de una manifestación. En Vigo, estos días la gente anda nerviosa. Algunos parroquianos del Derby se asoman a la puerta. Victoria guarda cuidadosamente su dinero y cierra el bolso, asegurándose de que el cierre funciona normalmente.

Cuando sale a la calle, la gente la rodea y arrastra. Forasteros de los que han llegado de Bouzas, de Redondela, de Calvario, Toural, Laje, Rande, Cabanas, Porriño, Marcosende, o de las aldeas próximas, a causa de la efervescencia política; pescadores, obreros de las conservas de Cangas y Moaña; obreros metalúrgicos, textiles; operarios de las industrias cerámicas, calafates y serradores, forman parte de la manifestación.

Tarda un instante en darse cuenta de que el motivo del jaleo es una sección de soldados del Regimiento de Mérida con bayoneta calada y al mando de un capitán. No comprende lo que ocurre, ni a favor de quién están los soldados. Victoria Carballo Budiño se pasa el día oyendo hablar de política a unos y a otros, pero acostumbra desentenderse. Los manifestantes levantan el puño, un saludo que a ella le disgusta, porque parece una amenaza.

Manifestantes y curiosos andan confundidos con los soldados; algunos de éstos corresponden a los vivas y mueras que lanzan los demás. Le resulta difícil atravesar esta masa humana; se deja conducir estrechando el bolso contra el cuerpo, porque de estas apreturas siempre se aprovecha algún ratero.

El capitán que manda la tropa da la orden de alto; los soldados se detienen y reorganizan las filas. Algún revuelo se produce cuando los soldados rechazan a los que se les están echando encima, empujándoles con los fusiles. Victoria también se retira; sin darse cuenta, ha quedado en primera fila. Detrás de ella, el público está tan apretado que le resulta imposible escapar. Los más exaltados insultan a los soldados; ella advierte que los muchachos se ponen nerviosos. Desearía escapar; lo que está ocurriendo ante sus ojos la disgusta y atemoriza.

Un capitán alto y fornido despliega un papel y se coloca ante la tropa. Suenan gritos de «¡Traidor es!», imprecaciones, vivas a la República. Otros machacan con el «UHP».

No se entiende lo que lee el capitán; la confusión es tremenda. Una piedra lanzada desde detrás de ella rebota contra el hombro de uno de los soldados. El soldado pone cara de dolor; en seguida iba a echarse a la cara el fusil. El capitán, que ha debido de notar lo que ocurre, vuelve los ojos hacia el soldado y le mira con severidad; el muchacho, contrayendo los labios, continúa presentando armas. Un joven que se apellida Lence, a quien Victoria conoce, acompañado de un amigo, se adelanta hacia el capitán, le arrebata el papel y lo rasga. Uno de los soldados le clava la bayoneta en el pecho. Horrorizada, trata de huir; los que están detrás de ella la empujan y pretenden arrojarse contra los soldados. Victoria se debate, forcejea; la voz del capitán la enloquece de terror.

—¡Fuego!

Primero, un pistoletazo; después, una terrible descarga que ensordece. Aprieta el bolso, tropieza, cae sobre un hombre que sangra por la cara. Continúa corriendo como puede; todos se atropellan. Delante corre un capataz, parroquiano de la taberna de su marido, a quien llaman Taboada. Huele a pólvora, se oyen denuestos, súplicas, quejidos, llamadas de auxilio. Un golpe en la cintura la hace caer al suelo. La mano que le queda libre se la lleva a los lomos. Suenan más disparos. Retira la mano cubierta de sangre: está herida; pero apenas le duele. Para ponerse en pie se apoya en un hombre que de rodillas grita, agarrándose el cuello, por donde se desangra. Trata de correr y consigue apenas andar despacio. Un viejo con boina, vestido de azul como los pescadores, ha sacado una pistola y dispara en dirección a los soldados. La Puerta del Sol se va despejando. El bolso se le cae y, al choque, se abre; los duros de plata ruedan. Un mareo, una náusea la derriban. Alguien que pasa corriendo le pisa la mano; la mano no le duele.

Madrid

Madrid

El cuartel de la Montaña no podrá resistir mucho tiempo. Los cañonazos están causando importantes destrozos en la fachada, ocasionan bajas entre los mejores de sus defensores, que son los que ocupan ventanas y tejados, y acaban de desmoralizar a la tropa, que bastante lo estaba de suyo. Paralelamente, la labor que entre soldados y clases desarrollan los numerosos comunistas e izquierdistas que hay en el cuartel, principalmente entre suboficiales, cabos y tropa, se intensifica. La acción de la aviación es desalentadora y eficaz; las bombas, aunque pequeñas, o estallan en los edificios, causando destrozos, o explotan en los patios empedrados, diseminando peligrosamente la metralla. Con fusilería y ametralladoras tienen acribillados a los defensores; algunas máquinas que se hallan emplazadas en terrazas o azoteas dominan el edificio y parte de los patios interiores.

Entre los defensores del cuartel predomina una sensación de desconcierto; la certeza de que los jefes navegan a la deriva empieza a dominarles. El general Fanjul, militar con prestigio, españolista y valiente defensor de sus ideas derechistas, se ha mostrado en todo momento animoso, ha dado impresión de seguridad, ha prometido ayudas: una columna que al mando del general Mola ha llegado a la Sierra y avanza a marchas forzadas sobre Madrid, otra columna con fuerte artillería que viene del Campamento de Carabanchel. Ninguna ayuda ha llegado, ni se han observado siquiera indicios de que se aproxime. A la larga, el optimismo exagerado conduce al desaliento. Han transcurrido cinco horas largas desde que se produjeron las primeras escaramuzas y desde que se inició el cañoneo y el ataque en regla. Las bajas son numerosas; el que a los enemigos se les hayan causado más es débil consuelo, pues esa superioridad en el daño obliga a suponer que se hallará más enfurecido. El número de atacantes no decrece y el empeño con que acometen, tampoco. A quien haya seguido con atención crítica las órdenes que se dan, y no siempre se cumplen, no puede pasarle inadvertido que la iniciativa pertenece al enemigo y que el cuartel se defiende por las buenas, de manera intuitiva e improvisada.

Los primeros disparos de la pieza del quince y medio han causado destrozos de importancia; levemente ha resultado herido el general Fanjul en la cabeza, y el coronel Serra en el brazo. El despacho de este último, donde habían instalado el puesto de mando, ha resultado deshecho. Poco después, unos soldados, cerca de los cuales ha explotado una granada, se han alarmado, suponiendo que les habían gaseado al confundir los efectos de la trilita con los gases asfixiantes.

El coronel Serra pugna desde hace una hora por formar compañías, incluso un batallón, para intentar una salida. Cuando las fuerzas están formadas, la metralla las dispersa. Ha intentado una salida por la puerta del cuartel de Zapadores, pero los hombres se han visto forzados a retroceder ante una cortina de balas. El enemigo tiene emplazadas armas automáticas y tomada la puntería; imposible intentar una salida sin arrostrar un enorme número de bajas; además, habría que exigir a la tropa un espíritu de sacrificio heroico. Un oficial le ha propuesto abrirse camino a golpe de bombas de mano; los soldados que se preparaban para salir no saben manejarlas, los granaderos del Regimiento se hallan de permiso, o figuran entre los que, medio amotinados, van de un lado a otro del cuartel o se reúnen con fines subversivos. El altavoz instalado por el enemigo, de una potencia tal que se superpone al ruido de las explosiones, no cesa de machacarles con su propaganda disolvente: «¡Soldados del cuartel de la Montaña! Os engañan los que os mandan, porque no quieren salvar la República, sino hundirla, y, además, porque carecen de mando sobre vosotros…». A voces anuncian el licenciamiento de tropas y tratan de inducir a los soldados a abandonar el cuartel, prometiéndoles que les mandarán licenciados a sus domicilios.

Los destrozos son considerables; cada vez mayores. Algunos muros se cuartean; se han derrumbado tejados, el polvo y los cascotes desparramados causan pésimo efecto. Jefes, oficiales, cadetes, falangistas, se defienden a la desesperada; pero la voluntad de resistencia decrece en la mayoría de los hombres. Bastantes no la han tenido en ningún momento, por ser contrarios a cuanto aquí está ocurriendo.

Error ha sido dejarse arrastrar a tan descabellada aventura, reñida con sus ideas; sin embargo, ¿acaso no debe un militar mantenerse fiel a sus compañeros y obedecer a su coronel? El coronel Serra es una magnífica persona. El general Fanjul se ha nombrado a sí mismo jefe de la división y, por tanto, es un faccioso. Los atacantes actúan en nombre del Gobierno, del ministro de la Guerra, de la legalidad. ¿Cómo podrá él defenderse, si llega a comparecer ante un consejo de guerra? Sus compañeros, los que están convencidos de que luchan por la razón, por la patria, por el orden, por la religión, pueden defenderse y pueden afrontar con altivez y serenidad el pelotón de ejecución. Es cuestión de dominar los nervios un cuarto de hora; no debe resultar demasiado difícil. Pero él, ¿por qué va a morir? Y jurar que le han engañado, con el fin de excusarse ante los jueces, no lo hará.

La compañía que consiguió formarse en el patio se ha disuelto definitivamente. Nadie espera salir de este cuartel; y si nadie piensa en salir, ¿a qué esperan?

Un cabo de su compañía se aproxima; viene sudando, se encamina hacia la puerta de Infantería, cubierta de escombros, con las cartucheras repletas de munición y cuatro paquetes más, que lleva en ambas manos.

—Mi teniente, en el comedor unos soldados con un sargento cantan La Internacional. Aseguran que hay que rendirse, que nos van a matar a todos y que no están dispuestos a tolerarlo. Les he contestado que entregaré el fusil, pero por el cañón, y que si había algún guapo entre ellos que se acercara.

—Bien, muchacho.

Casi sin darse cuenta de lo que hace, sigue al cabo. Avanzan trabajosamente entre los escombros. Un cadete, otro cabo y dos falangistas manejan un fusil ametrallador.

El cabo se arroja sobre los escombros y busca protección tras una piedra de la jamba derribada.

El enemigo avanza; semiocultos por los árboles se descubren tricornios de la Guardia Civil. Unos camilleros de la Cruz Roja están recogiendo heridos y retirándolos hacia la plaza de España.

—Mi teniente, hasta la Guardia Civil se nos ha puesto en contra…

El fuego de los defensores por esta parte del cuartel de Infantería se va debilitando, languideciendo.

Mientras uno de los coches blindados abre fuego desde la estatua del aviador Cassola, el paisanaje se lanza en avalancha contra el cuartel de Infantería. Bastantes han caído; los defensores continúan disparando, aunque cada vez con menos intensidad.

Jesús López, guardia de primera de la Benemérita, con otros guardias de su misma compañía, han avanzado en línea sobre el cuartel. Después de defenderse en la rampa han conseguido alcanzar la maltrecha fachada. El asalto se ha combinado y un teniente coronel, que manda milicias ciudadanas, intentará el asalto por el talud que da a la estación del Norte. Simultáneamente se intensificará el fuego por los demás puntos.

Desenfilados del fuego enemigo, con cautela van tomando posiciones para poder disparar contra los que en el interior del cuartel de Infantería aún se defienden. Por las ventanas rotas, van observando la mejor manera de sorprender a los defensores. En el interior tabletea una máquina, pero la confusión es tanta que resulta imposible averiguar contra quién dispara. A ellos no les llegan las balas.

—López, ¿oyes? Eso que cantan es La Internacional. ¿Qué ocurrirá dentro?

Su compañero, que tenía el fusil a punto de disparar, lo ha levantado y alarga el rostro para prestar mayor atención. Llegan rumor de cantos y vocerío ininteligible. A uno de los balcones laterales se asoman soldados que saludan con el puño cerrado.

—¡El cuartel es nuestro, camaradas!

Algo anormal está ocurriendo en el interior del cuartel, pero los disparos no cesan por completo. El sargento les hace señas con la mano de que adelanten con precaución. Sorteando cascotes, saltando, con los fusiles preparados, atraviesan hasta alcanzar una ventana, por la cual pueden asomarse al patio.

En la galería del primer piso, protegida por un parapeto de colchones, una máquina dispara hacia uno de los ángulos; oficiales y soldados, protegidos detrás de las columnas o echados en el suelo, descargan sus fusiles como si concentraran el fuego en un punto situado a la parte derecha de donde ellos se encuentran.

Los guardias civiles toman posiciones en las ventanas interiores que dan al patio. Por su izquierda avanzan guardias de Asalto al mando del teniente Moreno, y numerosos paisanos, que vitorean a Ricardo Zabalza, diputado socialista, que ha sido el primero en entrar en el recinto del cuartel.

Abren fuego contra los sirvientes de la ametralladora. Por la izquierda del patio desemboca un grupo de soldados con un capitán, destocado, que levanta el puño. Los soldados gritan: «¡Rendición! ¡Rendición!». Como se les ve desarmados, no les disparan. Unos levantan ambas manos; otros, sólo un brazo con el puño cerrado.

De nuevo disparan contra los sirvientes de la ametralladora, que parecen desconcertarse.

Un proyectil va a estrellarse contra el marco de la ventana.

García, su compañero, se agacha protegiéndose; el disparo les ha pillado desprevenidos. Tres balazos más se cuelan por la misma ventana a que ellos están asomados. Corren agachándose a lo largo del muro en busca de lugar más seguro. Casi frente a ellos, en ventanas semejantes a las que ocupan, descubren a unos soldados cuyos fusiles asoman de cuando en cuando y se retiran humeantes.

—Ésos nos disparaban.

García es buen tirador y zorro viejo. Protegiéndose en el ángulo para ofrecer el menor blanco posible, apunta cuidadosamente. Cuando aprieta el gatillo cae uno de los de enfrente. Los que ocupaban las ventanas desaparecen; un minuto después, una descarga silba junto a su cabeza.

El sargento pasa por detrás de ellos; anda recorriendo la línea de guardias civiles.

—Preparados. Vamos a atacarles cruzando el patio. No hay que temer: la resistencia se derrumba.

Voces y disparos se confunden. Milicianos y guardias dé Asalto inician el ataque cruzando el patio, corriendo en diagonal. Los soldados amotinados salen a su encuentro; se abrazan. Por una puerta sacan a unos oficiales con las manos en alto, seguidos por paisanos que les encañonan.

Uno de los sirvientes de la ametralladora la levanta en alto y, arrojándola sobre la barandilla, la estrella contra el patio; a continuación lanza y dispersa los peines de la munición. Algunos de los que estaban con él todavía disparan. En el patio, un oficial con la pistola en la mano se dispone a defenderse de los soldados insubordinados que le acometen. No se decide a disparar; acaban desarmándole.

—¡Adelante!

Ellos dos, con el cabo Manuel Linares, que acaba de unírseles, saltan por la ventana aprovechando el desnivel de una mesa que han arrimado al muro. Con los fusiles apercibidos, treinta guardias avanzan lentamente por el patio confundidos con los paisanos. Efectúan algunos disparos contra el tejado, desde donde parece que les hacen fuego, y contra una de las ventanas del dormitorio de la galería.

Desde lo alto del vecino cuartel de Zapadores se les hostiga; ellos contestan. La ametralladora de Asalto emplazada en mitad del patio les lanza una rociada de balas y los de Zapadores cesan de hostilizarles.

Del cuarto de banderas sacan a empellones a unos oficiales con las manos en alto. Por las galerías corren paisanos armados, se asoman por las ventanas que dan al interior de las compañía y disparan fusiles y pistolas. A la puerta de una de las compañías aparecen soldados dando vivas a la República.

—¡Todos los soldados estáis licenciados; podéis iros a vuestras casas! —les grita un sargento de Asalto.

A través de la puerta principal, semicubierta de escombros y por las ventanas, entran multitud de paisanos, que una vez en el interior persiguen a los militares, les acorralan, encierran e insultan. Otros se abrazan con los soldados, otros se dedican a recoger armas, correajes; las mujeres se apoderan de las gorras de los oficiales y se las colocan torcidas sobre la cabeza.

Un grupo de soldados vitoreando la República y la libertad, y alzando el puño, desgreñados y en mangas de camisa, abandona el cuartel.

Al guardia López se le acerca un soldado muy excitado.

—Camarada guardia: que algunos de ésos no son soldados, que son fascistas de los que vinieron ayer. Hay que detenerlos, hemos de cargárnoslos aquí mismo.

Los militares han obrado ilegalmente al sublevarse contra el Gobierno legítimo, aunque sea un mal Gobierno, como el del Frente Popular; pero él, que les está combatiendo, les tiene mil veces más estima que a este traidorzuelo y chivato que le ha calificado de camarada.

—Camarada guardia, cumple con tu deber, no les permitas escapar…

El soldado, dominado por la excitación, le ha cogido violentamente por el brazo. El guardia López se revuelve contra él y le pega un fuerte culatazo en las costillas.

—Tú me parece que eres el fascista. ¡Cochino soplón!

El soldado, desconcertado, corre palpándose los ijares con expresión dolorida en el rostro.

Se le acerca García, que ha presenciado la escena sin comprender lo que sucede.

—¿Qué ha ocurrido?

—¡Nada! Uno de los facciosos que pretendía darme órdenes. ¡Figúrate! Un simple soldado permitirse darnos órdenes a nosotros. ¡Hasta ahí podían llegar las bromas!

A García no puede contarle la verdad; a pesar de la amistad y compañerismo que les une. Venancio García era ya republicano antes del año 1931.

—Vayan a hacerse cargo de los detenidos; o va a producirse una matanza.

El teniente, que empuña la pistola, pasa dando órdenes a los guardias. Los guardias están rodeados de paisanos, hombres y mujeres de todas las edades, que les aíslan, les cercan, les disminuyen.

En el cuartel de Zapadores arrecia el tiroteo.

A través de la puerta de la sala de suboficiales, en la cual han venido a refugiarse momentáneamente, han presenciado cómo los asaltantes entraban en el patio y han conquistado el cuartel de Infantería. La resistencia continúa en el de Zapadores y en el de Alumbrado; no puede durar mucho, se ha derrumbado.

Estaba convencido de que así iba a suceder; nadie le forzó a adoptar una resolución. Dos días atrás pudo abandonar el cuartel y presentarse al Ministerio de la Guerra; estaría entre los vencedores, no entre los vencidos. Con los asaltantes hay militares, oficiales de Asalto y de infantería; pero eso no es un ejército, más parece partida de facinerosos. Él es republicano, pero ante todo militar.

—No tardarán en venir por nosotros; en cuanto se den cuenta de que estamos aquí.

El teniente que le acaba de hablar se ha quitado la gorra y se enjuga el sudor; ha pasado la mañana en una de las ventanas altas, manejando un fusil ametrallador.

—¡Cuidado! ¡Mirad lo que pasa!

Un grupo de paisanos empuja a unos oficiales y a varios cadetes que avanzan con los brazos levantados hacia un extremo del patio. A su espalda está emplazada una ametralladora, y un guardia de Asalto con la gorra torcida parece disponerse a accionar el gatillo. La ametralladora comienza a trepidar; los militares se desploman. Cesan las ráfagas. A tiros de fusil rematan a algunos heridos que se agitan en el suelo. Los que están en el patio, que se habían alarmado por lo imprevisto de los disparos, se acercan a contemplar los cadáveres.

El guardia de la gorra torcida que ha disparado la ametralladora pide silencio con gestos ampulosos.

Con voz potente grita:

—¡Ésta es, camaradas, la justicia del Pueblo!

Mira al teniente; observa que está pálido y que se retuerce los dedos de las manos. Los demás oficiales se han quedado silenciosos. Uno de ellos, sin convencimiento, dice en voz alta:

—Levantemos una barricada a la puerta y liémonos a tiros contra esa canalla; luego, defendámonos hasta morir.

—Estoy demasiado fatigado —susurra el teniente.

De buena gana abriría la cartera que guarda en el bolsillo de la guerrera y contemplaría el retrato de Eugenia y de sus hijos; no se atreve a hacerlo. Rompería a llorar, y está rodeado de compañeros.

Se abotona la guerrera, se ajusta el correaje. Desenfunda la pistola y la amartilla. Los ojos del teniente le están mirando con suave reproche, con miedo, con angustiado compañerismo. ¿Dónde se da mayor compañerismo que en la áspera vida de las armas? Por compañerismo está aquí entre amigos, como él mismo, condenados a muerte.

—Lo siento; no estoy dispuesto a soportar todo esto; es demasiado desagradable e irremediable.

Bruscamente apunta el cañón de la pistola a la sien y acciona el gatillo mientras cierra con fuerza la boca.

En el cuartel de Zapadores, el desorden es tremendo. Afirman unos que el general Fanjul ha decidido rendirse, otros insisten en que deben resistir hasta el fin. El cuartel de Infantería lo ha tomado la chusma por asalto. Por ventanas y galerías van apareciendo paisanos armados, guardias de Asalto y civiles. Los últimos defensores se baten en retirada; algunos son alcanzados y muertos por disparos a quemarropa.

Corriendo despavorido, con un fusil en la mano, llega otro cadete que estuvo con él a primera hora disparando desde la explanada.

—¡Hemos de escapar! ¡En Infantería, las turbas están ametrallando a los prisioneros!

No se detiene; continúa corriendo en dirección a las compañías; trata de ganar el cuartel del Alumbrado, en donde se resiste.

Milicianos y guardias avanzan por el patio con las armas dispuestas. Del cuarto de banderas sacan a unos oficiales; les empujan, les insultan, les golpean con los fusiles.

Enfunda la pistola y agarra una bomba de mano que había guardado de reserva en el bolsillo del pantalón. Se arrima contra la pared. Un cadete no se rinde; en muchas horas de lucha ha visto caer a compañeros, a jefes, a oficiales, a soldados. No se rendirá; no desea verse humillado; se niega a morir con las manos en alto. Mientras esté vivo nadie le tocará. Ha cumplido dieciocho años; es un hombre.

Arrancan a correr contra él; uno de los que le ataca le dispara el fusil mientras corre. Tira de la anilla y les arroja la bomba; se agacha. Los paisanos retroceden cuando estalla; algunos caen al suelo y él mismo se tambalea. Una bala se estrella junto a su hombro. Retiran a los heridos. Vacía el cargador de la pistola sin apuntar apenas. Un dolor agudo le obliga a llevarse la mano al cuello. Una ráfaga que recibe en el vientre le dobla sobre sí mismo; cae de bruces, golpeando con la frente en las losas.

Los cañonazos han cesado de oírse; por ese sector del cuartel de Alumbrado, el tiroteo durante toda la mañana ha sido más bien escaso. De los voluntarios falangistas ha ido apoderándose una desazón, como si presintieran que está ocurriendo algo irremediable, a pesar de la aparente tranquilidad y de que los aviones no han vuelto a bombardear.

Demudado, llega el jefe de la centuria; la voz le sale enronquecida por efecto de la emoción.

—¡Todo está perdido! Hemos de rendimos.

—Pero ¿qué ocurre?

—Han entrado en Infantería y en el cuartel de Zapadores; no tenemos defensa.

Los falangistas arrojan las armas con rabia. Pepe Otero separa el cerrojo del fusil y lo golpea contra el suelo con intención de inutilizarlo. Bustos le mira interrogante, como si él pudiera darle respuesta o solución válida. Quisiera decirle algo a este muchacho; nada tiene que decirle; siente su mismo miedo, y está convencido de que no podrán escapar a esta sensación de derrota, de incertidumbre.

Los falangistas, sin que nadie se lo mande, se han despojado de las guerreras y en fila se dirigen hacia la entrada que comunica con el cuartel de Zapadores, desandando el camino recorrido quince horas atrás. Pepe Otero reza mentalmente el «Yo pecador»; cree presentir su fin; desea ponerse a bien con Dios, hacer borrón y cuenta nueva, sentir tranquilidad en la conciencia, pues conseguir otra tranquilidad no le resulta posible.

Desembocan en el patio de Zapadores; nadie les presta atención. El patio está cubierto de cadáveres, de muebles rotos, de cajas vacías, de papeles, de cascotes. Mucha gente se mueve y agita en medio del más desordenado barullo; los paisanos se prueban cascos, cartucheras o prendas militares y disputan por apoderarse de un fusil o de unas botas. Pasan por uno de los lados del patio desconcertados. Han levantado las manos en señal de rendición; tienen miedo a que les disparen; les confunde que nadie se ocupe de ellos. Apenas se atreven a volver la cabeza; en el extremo opuesto del patio suenan disparos; los paisanos acosan a alguien que se defiende a la desesperada.

Arredondo, un falangista de su centuria, se tambalea como sonámbulo o borracho por el patio, cogiéndose el costado ensangrentado.

—¡Arredondo!

—Me han herido…

Abandona la fila para acercarse a Arredondo; se dirige a Bustos, que marchaba detrás de él.

—¡Ayúdame!

Arredondo les pasa los brazos por el cuello; se desentienden de los demás; y nadie les dice nada, ni les obligan a continuar en la fila de prisioneros. Conduciendo al herido se abren paso hacia la puerta de salida.

—¡Un herido! ¡Dejadnos pasar!…

Muchos ni les miran y algunos hacen comentarios mientras se apartan; oyen algún insulto y amenazas dirigidas a ellos. Arredondo se queja débilmente. A la puerta del cuartel hay reunido un gentío. Hallarse fuera del cuartel, en la calle, no le produce el alivio que esperaba; todos los rostros son hostiles; el público les chilla e insulta.

—¿Dónde podemos llevar a este herido?

—¡Sois unos fascistas! ¡Canallas! ¡Asesinos!

Una mujer se lanza contra ellos y pretende pegarles. Un miliciano muy bajo, con un máuser casi tan alto como él, intercepta a la mujer y la obliga a retroceder.

—Tú…, ¡atrás!

Otra mujer flaca, que parece horrorizada y se agarra al brazo de su marido, al verles tan jóvenes se compadece.

—Vayan corriendo: en la cuesta de San Vicente hay una pequeña clínica de urgencias. Ya han llevado a otros heridos.

Procuran alejarse, aprovechándose de la barahúnda. La otra mujer sigue insistiendo con voz destemplada:

—Lo que habría que hacer con ellos es pegarles cuatro tiros…

—¡Señora! No ve que uno de ellos es un niño, y los otros dos, casi, casi…

—A mí no me llame usted señora…

Forcejeando contra quienes tratan de agredirle descubren a Pepe García Noblejas, que se desprende de los que le sujetan y viene hacia ellos. Lleva puestos los pantalones militares y el torso completamente desnudo. Un brigada, con la guerrera desabrochada y sin gorra, se les añade. La gente allí reunida les mira, pero nadie les interrumpe. El miliciano de corta estatura, que viste mono azul de mecánico bastante sucio y lleva colgado en bandolera un macuto militar, en cuyo interior tintinean los cartuchos, camina a su lado.

—Vosotros no me engañáis; sois fascistas…

—¿No ves que llevamos a un herido?

—También fascista; yo os acompaño, no creáis que vais a escapar.

No hay odio en la actitud ni en las palabras del miliciano; sólo una obstinada voluntad de cumplir con su deber. Camina junto a ellos casi deferente. Les cede el paso para descender la cuesta que entre pinos desemboca en el paseo de San Vicente.

El brigada y García Noblejas se detienen a hablar con unas mujeres que les señalan la casa de una comadrona que podría curarles las heridas. García Noblejas les hace un leve gesto para despedirse. En su rostro hay un expresión dolorosa y una exhortación al ¡sálvese quién pueda!

Cuando desembocan en el paseo vuelven a oírse disparos en el cuartel. Curiosos, personas de condición modesta, se acercan a ellos.

—Nos han dicho que hay por aquí una clínica de urgencia…

—Pero ¡si son fascistas!…

—¡Míralos!… ¡Granujas! ¡Señoritos!

Se le ocurre señalarles a manera de excusa al miliciano que les acompaña y que no pronuncia palabra. Sin embargo, los que les increpaban, al comprobar la presencia del hombre del mono azul y sugestionados por la autoridad que le confiere la posesión de un fusil, callan y les abren paso.

Cuando los tres entran en la sala de curas, el silencio y la fresca blancura de las paredes les alivian. El miliciano cierra la puerta tras él.

—Ustedes no se muevan de aquí mientras voy a telefonear. Están detenidos.

El médico hace que se desnude Arredondo y le examina la herida. Arredondo se muerde los labios para no chillar. Bustos está asustado; se sienta en un taburete metálico y se enjuga el sudor con la manga. Hace mucho calor; hasta este momento no lo había advertido.

—Verá, doctor, estamos en un apuro…

—Ya lo comprendo. No sé qué podremos hacer. Ya ven ustedes la gente arremolinada a la puerta. Son como fieras. Me encargaré personalmente del herido.

El miliciano vuelve a entrar tímidamente después de avisar con los nudillos.

—Usted perdone, doctor, pero a estos dos he de llevármelos.

—El herido tiene que quedarse acá; ha recibido un balazo y está grave.

—Lo que usted diga, doctor.

Se aproxima a Arredondo, que le mira con expresión de dolor y susto.

—Adiós…

Bustos sale detrás de él. A la puerta les espera un automóvil de color claro, que está rodeado de gentes excitadas. Con el del mono azul ha venido otro miliciano en mangas de camisa, con brazalete rojo, mosquetón y cartucheras negras de las que usan los guardias de Seguridad y Asalto.

—¡Canallas!

—¡Hay que acabar con todos los fascistas!

Recibe algunos golpes; y, sin volver la cabeza, adivina que Bustos lleva la peor parte. El miliciano de poca estatura empuja a los que se arremolinan y abre la portezuela del coche.

—¡A este crío habría que matarle!

—¡Déjele ya! ¡No le maltrate!

Suben al coche; junto al conductor se coloca el de las cartucheras negras. El miliciano de corta estatura se sienta a su lado. Bustos queda junto a la ventanilla. Al coche le cuesta arrancar.

—¡Asesinos!

—¡Bandidos!

Una mujer mete el puño por la ventanilla y golpea a Bustos en la cabeza. El coche arranca; el público tiene que apartarse. El que va al volante vuelve el rostro.

—¿Adónde los llevamos?

—¡Pues no sé! No sé dónde hay que entregar los detenidos.

—A la cárcel será…

El coche sube por la cuesta de San Vicente hacia la plaza de España. El chófer y los dos milicianos discuten. No saben qué hacer con ellos.

Lo mejor es poner fin a esta situación antes de que se complique más. Si se atreviera, les pediría que les dejaran marchar a su casa. Pero este hombre pequeño, obstinado y serio, no lo tolerará. Investido de autoridad, busca a tientas cómo y de qué manera ha de cumplir su deber. En la calle de Leganitos hay una Comisaría de Policía; que les dejen allá de una vez y que sea lo que Dios quiera. Han perdido; les han hecho prisioneros, hay que aceptar las leyes del juego.

—Oiga, aquí cerca, en Leganitos, hay una Comisaría de Policía. Digo yo que sería buen lugar, si les parece a ustedes.

—Tiene razón el chico. Les llevamos a Leganitos y que la policía se las componga con ellos. La policía sabrá lo que le corresponde hacer. Nosotros, con entregarlos, hemos cumplido.

Vuelve a tirar de la cadena del water, pero el agua sale precipitadamente y rebasa la taza; los papeles sucios y mojados se han convertido en un amasijo que gira con el remolino del agua. Se consume de impaciencia esperando a que vuelva a llenarse el depósito. Corre a la cocina, coge un cubo y lo llena en la fregadera. Lo arroja con fuerza en la taza. Algunos de los papeles rotos han pasado y el agua corre al fin. Son muchos setenta mil manifiestos para ser destruidos sin que nadie lo advierta.

Manuel Mateo pasa su mano húmeda alisándose el pelo rizado, que por efecto del sudor se le ensortija cada vez más. Tratan por todos los medios de destruir los manifiestos firmados por José Antonio Primo de Rivera, que han tirado clandestinamente en esta imprenta de la calle de Ventura Rodríguez. Coge otro montón; por cuadernillos los va rasgando y arrojando al water. El retrete que hay en las oficinas está definitivamente atascado; el agua ha inundado el despacho y da un olor pestilente.

El dueño de la imprenta y Mariano García han encendido la cocina económica y se apresuran a quemar manifiestos. La chimenea se ha puesto al rojo vivo y todavía quedan montones y montones de impresos.

Toda la mañana han estado oyendo los cañonazos, el bombardeo de la aviación. Uno de los cañones ha debido de estar emplazado muy cerca. Cada vez que hacía fuego retemblaba el establecimiento y parecía que iban a saltar hechos añicos los cristales. Frecuentemente se asomaban para inquirir noticias, pero éstas eran desastrosas. Los del cuartel no han conseguido salir; han perdido la iniciativa. Así, las fuerzas del Gobierno y las milicias populares han conseguido machacarles. Mateo no puede ni asomarse a la calle; en el ataque habrán participado los afiliados al Partido; a él le conocen demasiado. Gaceo se ha marchado al amanecer. Ocultos tras las ventanas han visto salir diversos prisioneros. A dos de ellos los han fusilado en la calle. La misma suerte le espera a él en cuanto le cojan; y si se contentan con fusilarle, les quedará agradecido.

Después de reintegrar las piezas al Parque de Artillería, el teniente Orad de la Torre se ha trasladado en auto al cuartel de la Montaña. Animadas manifestaciones recorren las calles, proclamando con júbilo la victoria popular sobre los insurgentes. Muchos balcones, sin embargo, permanecen con las persianas entornadas: nadie se asoma a ellos.

Aparca el coche junto a la rampa. Milicianos y mujeres le reconocen y aclaman. Cruza la explanada y entra por el cuartel de Infantería. El efecto del bombardeo ha sido eficaz: paredes cuarteadas, brechas, ventanas destrozadas. Un hormiguero humano se agita; hombres y mujeres, con insignias de organizaciones sindicales o de partidos políticos, entran y salen, se reparten armas y municiones, gesticulan y vocean. Parecen ebrios. Han sido retirados los muertos y heridos del asalto. El cuartel de la Montaña ha cambiado de fisonomía; ha sido él quien lo ha hecho cambiar. Más que los destrozos de la fachada, lo que modifica el aspecto del edificio es que ha perdido su austera solemnidad, su empaque orgulloso de reducto de casta. El verdadero cambio que se observa es la invasión por el pueblo del caserón y la evidencia de la derrota, del cambio que en breves horas se ha operado en la marcha de la historia de la nación.

Para llegar al patio pasa junto a la sala de suboficiales; una relativa oscuridad le alivia la vista de la luz cegadora de la calle. Distraído, al pasar ha creído ver a algunos militares sentados en extrañas posturas y otros caídos en el suelo. Retrocede y entra decidido. Cadáveres en mangas de camisa o con uniforme están amontonados en un rincón. Les han agrupado y ametrallado por la espalda, obligándoles a arrimarse a la pared. Huele a sangre, huele como en una carnicería, como huelen las naves de un matadero. Los cadáveres en distintas posturas, acribillados, carecen de solemnidad. Uno de ellos tiene la camisa chamuscada por el fogonazo y un amplio agujero sanguinolento en el centro del pecho.

Los ojos se acostumbran a la penumbra; entre esta concurrencia espantosa no hay ni un solo vivo; nadie siquiera se asoma a contemplar este horror, a reconocerse en este horror. Sobre la mesa descansa el torso de un comandante, como si se hubiese dormido, ha caído de bruces sobre ella. Un agujero en la sien y lo natural de la postura indican que se ha suicidado. En una silla, junto al comandante, un teniente con la guerrera abrochada y el correaje ajustado presenta también un agujero en la sien; la sangre, que le ha resbalado desde la mejilla al pecho, aparece negruzca, coagulada. Un cadete con rostro de niño, enseña los dientes, parece que sonríe: se ha disparado en el corazón. Después de muertos, a manera de único responso, les han quitado las armas y registrado los bolsillos.

Vuelve a observar el rostro del teniente. Le conocía; se casó muy joven. Hace tiempo que no se veían; supo que tenía dos hijos. Era republicano convencido; cuando la sublevación de Jaca se puso en evidencia ante sus jefes monárquicos; no recataba sus ideas. Le palpa el bolsillo, del cual ha saltado el botón, por si halla algún documento o carta hacerla llegar a su destino: está vacío. Al arrimarse advierte que en los pies sólo lleva los calcetines, uno de ellos presenta un largo zurcido. También le han robado las botas.

Junto a un armero vacío están tirados en el suelo tres cadáveres más; uno de ellos de un muchacho muy joven con la cabeza rota por la nuca, otro con el pecho abierto por varios disparos.

Antes de que el mareo le domine sale al patio. Nunca había visto tantos cadáveres; aparecen extendidos a todo lo largo del patio, bajo la luz implacable del sol. Echados en el suelo, bocarriba o bocabajo; hay jefes, capitanes, tenientes, suboficiales, soldados, en las más variadas posturas; es como un muestrario del horror a pleno sol. Entre los muertos, sorteándolos para no tropezar con ellos, andan los curiosos; unos apenas les prestan atención; otros les examinan como si trataran de identificarlos. Bajo los arcos, a la sombra, descubre paisanos armados, guardias civiles, soldados del batallón de Ferrocarriles que charlan y descansan.

Oye gritos, vivas, cantos. Unos treinta soldados precedidos de un capitán con la guerrera desabrochada, que lleva en alto, desplegada como trofeo, la bandera del Regimiento de Infantería número 31, entonan La Internacional. Con el puño en alto, seguidos de milicianos y de unos cuantos guardias de Asalto con las guerreras abiertas o en mangas de camisa, desfilan hacia la puerta del cuartel. Pasan sobre los cadáveres, saltando, sorteándolos, dándoles de lado.

—¡Viva la República!

—¡Viva la Libertad!

—¡Abajo los tiranos!

—¡Mueran los traidores!

Los que no se incorporan a la manifestación saludan puño en alto a la bandera y a los héroes de la jornada, a los paisanos armados que han asaltado el cuartel, a los guardias, a los soldados que se resistieron a combatir contra sus hermanos y se amotinaron contra los jefes, en quienes se ha hecho tan terrible escarmiento.

—¿Adónde vais?

—A que todo el pueblo de Madrid sepa que hemos vencido a los fascistas.

—Llevamos esta bandera al Ministerio de Gobernación.

—¡Viva la República!

Cuando pasa la manifestación por delante de él, Urbano Orad de la Torre no siente deseos de levantar el puño; lo ha levantado demasiadas veces desde ayer por la tarde. Intenta contar los muertos. Cuarenta, cincuenta, ochenta… Comprende que en los demás patios, en otras dependencias de este enorme cuartel, debe de haber muchos más. Son —eran— militares como él, aunque estuvieran en desacuerdo político. Fueron compañeros de academia, de guarnición, vestían su mismo uniforme. Han peleado contra él; él mismo les ha lanzado ciento ochenta cañonazos, pero le causa un agudo malestar verles ahora como les ve, despojados de solemnidad, muertos.

Hace tanto calor y la luz es tan viva que el espectáculo parece irreal. Antes de echarse a llorar da media vuelta y escapa del cuartel; necesita refugiarse en su casa, con su mujer, con su familia; olvidar que lo que está viendo es cierto.

A su amigo el teniente Máximo Moreno, al teniente coronel Moriones, a Zabalza, al escultor Quintanilla no les ha saludado: también escapa de ellos; no desea abrazarles ni ser abrazado. Prefiere no hablar del triunfo que esta mañana han obtenido juntos porque, en presencia de estos cadáveres, la alegría se le hiela.

A la puerta de la Comisaría de Leganitos, un viejo guardia de Seguridad, de los pocos que quedan de la época de la Monarquía, está de puesto con la tercerola al hombro.

En el interior, el calor aprieta y el comisario les hace esperar; han deducido que está acostado. Un policía en mangas de camisa copia en un grueso registro datos que saca de un montón de oficios apilados sobre la mesa. Los milicianos y ellos dos han quedado al lado de fuera del mostrador, sentados en un banco que corre a lo largo de la pared. Pepe Otero y Gabriel Bustos, juntos, y en ángulo con ellos los dos milicianos, que sostienen los fusiles. Ni a Bustos ni al miliciano del mono azul y el macuto repleto de cartuchos les llegan los pies al suelo; uno y otro los balancean. Pero mientras que Gabriel tiene catorce años, el miliciano habrá cumplido los cuarenta.

Los dos detenidos no se atreven a moverse ni a hablarse. Pepe procura no pensar en nada: observa las paredes desnudas, manchadas, sórdidas. En un cuadro, colgado al fondo sobre una puerta, una matrona con gorro frigio sobre la melena suelta y uno de los pechos al aire representa la República. El policía se ha desentendido de ellos; se acerca los papeles a los ojos porque, además de ser corto de vista, la luz que penetra por una ventana que da a un patio es escasa.

Otero recuerda que guarda una cajetilla de tabaco en el bolsillo del pantalón; cigarrillos que compró el sábado. Apenas fuma, pero creyó que la ocasión sería oportuna para hacerlo. Fumó un cigarrillo ayer y dos esta mañana, mientras guardaba una de las ventanas del cuartel. ¿Qué debe hacer en estas circunstancias? ¿Cuál es su relación personal con los dos hombres que les custodian?

—¿Quieren fumar ustedes?

El miliciano bajo alarga la mano y coge el cigarrillo. Saca una caja de cerillas y le ofrece fuego a Pepe Otero. Éste, que se ha levantado, regresa al banco y con la punta del cigarrillo le enciende el suyo a Bustos.

—Tú, peque, no deberías fumar… —le dice paternalmente el del mono azul.

Bustos, como si le hubieran sorprendido en falta, retira el cigarrillo de la boca e insinúa un ademán de arrojarlo al suelo.

—Por mí haz lo que quieras… Lo decía por…

El muchacho sigue fumando con avidez; cuando tiene la boca llena de humo lo arroja de un soplido.

Desde el despacho del fondo, una voz requiere al funcionario. El policía se levanta calmosamente y desaparece tras la puerta entornada. Instantes después vuelve a salir, se aproxima al mostrador y levanta la trampa que cubre la abertura de comunicación con el vestíbulo donde ellos están esperando.

—Vosotros, los detenidos, pasad aquí dentro con el señor comisario. Y ustedes dos, como no han traído ningún oficio, no puedo extenderles recibo de los detenidos; pueden marcharse.

Los cuatro se levantan cohibidos. Se miran; de nuevo, duda sobre lo que procede hacer. No le guarda rencor a este hombre, que por la edad podría ser su padre; a este miliciano bajo de mirada ingenua, vestido con un mono sucio, armado de un fusil demasiado largo y el macuto tintineante. Se ha familiarizado con él, conoce sus facciones, sus gestos, sus reacciones. Le mira sin antipatía, casi como a un amigo de quien tuviera que despedirse. El miliciano avanza hacia él un poco avergonzado, excusándose con la mirada de haberlos detenido, de haberlos traído aquí. Se estrechan la mano; los otros hacen lo mismo.

—… Que todo les salga a ustedes lo mejor posible…

—Adiós; y, en fin, si nos encontráramos en otra ocasión, que fuera para bien.

El funcionario se impacienta ante la despedida, que le parece inoportuna.

—Pasen, que el señor comisario les está esperando. Por ahí…

El comisario tiene la barba crecida; ha debido pasar aquí muchas horas y se habría propuesto descansar. Hoy no se cometen delitos en la capital; el concepto delito ha sido modificado. A los presos políticos les conducen directamente a la Dirección General de Seguridad, a la cárcel, a Prisiones Militares; o les matan.

—¿Qué ha ocurrido? Cuéntenme la verdad… En buen lío se han metido. Y tú, chaval, ¿crees que a tu edad?…

Parece agotado, no les amenaza; les reprende sin acrimonia. Anota su filiación; les toma declaración con cansancio formulario. Bustos a hurtadillas observa interrogante a su compañero; no era esto lo que esperaban cuando han escapado del cuartel. ¿Qué suerte habrá corrido García Noblejas, y Cogorro, y los demás? ¿Y Arredondo? La herida era fea, pero no parecía profunda, y el médico ha prometido ocuparse personalmente de él.

—Muchachos. Tenéis que ingresar en el calabozo. No estaréis del todo mal; por lo menos, hoy está vacío. Os encontráis metidos en un mal paso; os prometo que procuraré que vuestra ficha no salga de aquí. Escribiré en ella lo que han dicho esos tipos que os han traído: «Detenidos en los alrededores del cuartel de la Montaña». De lo demás que me habéis explicado no tengo obligación de hacer uso. Me limito a consignar lo que han manifestado quienes os han conducido hasta aquí, lo que han manifestado los nuevos representantes de la autoridad, o los representantes de la nueva autoridad, que no me han comunicado oficialmente lo que son.

La noticia del asalto y conquista del cuartel de la Montaña ha producido en el ánimo de Julio Just, director general de Obras Hidráulicas y Puertos, un considerable alivio. A la tensión insostenible de la noche y la mañana ha sucedido una relajación placentera. En Madrid, los militares están perdiendo una tras otra todas las jugadas; no es fácil que los fascistas y demás elementos de derecha intenten un golpe por su cuenta. El Gobierno, los partidos políticos y las organizaciones obreras han sido dotados de medios suficientes para aplastar cualquier tentativa facciosa.

Las novedades se han ido sucediendo, traídas por personas que llegaban al Ministerio o que las comunicaban por teléfono. De común acuerdo con el hijo del general Vedia, jefe de la Sección Motorista del Ayuntamiento, han convertido el sólido edificio del Ministerio de Fomento en fortín, por si se vieran en la necesidad de defenderlo.

Recuerda que a primera hora de la mañana ha acordado con su amigo el gobernador de León que se pondría en contacto con él. Desea darle noticia del triunfo que el Gobierno y el pueblo de Madrid acaban de obtener contra los facciosos. Pide la comunicación. Suena el timbre y coge él mismo el aparato.

—Aquí el Ministerio de Obras Públicas; deseo hablar con el señor gobernador…

—Aquí no hay ningún gobernador. Aquí quien manda es el general Bosch…

—No le conozco a ese señor, ni reconozco más autoridad que la legítima; y le digo, además: ¡Viva la República!

—Y yo le contesto: ¡Me cago en la República!

—¡Usted es un traidor!…

—¡Y usted un mamarracho!

Cuelga violentamente el aparato. Los fascistas se han apoderado de León; no cabe duda. Recuerda mentalmente el mapa que estudiaban esta noche en el despacho que ocupa don José Giral, presidente del Consejo, en el Ministerio de Marina. Una banderita más que colocarán; otra plaza perdida. Esto puede desembocar en una auténtica guerra civil.