Madrid

Madrid

El tiroteo ha empezado de pronto; nadie podría explicar cómo. Ha disparado su pistola a pesar de que comprende la inutilidad de hacerlo dada la distancia a que se hallan los fuertes muros del cuartel. Disparaban los demás; él ha hecho lo mismo desatendiendo a los oficiales de Asalto que trataban de contenerles.

Un parapeto de sacos torreros le protege. Con él hay numerosos hombres a quienes no conoce; entre el público reunido en la plaza de España sí ha encontrado a diversos amigos, incluso a uno que trabaja en el mismo Banco en la sección de Cuentas Corrientes y del que ignoraba las ideas, pues no cotiza para la UGT.

Millares de personas rodean el edificio del cuartel de la Montaña a lo largo de las calles que desembocan en la de Princesa, por la parte de la Moncloa, del paseo de Rosales y por el terraplén de la estación del Norte. ¿Contra quién disparan? No ve a nadie desde donde está; tampoco distingue en medio de este estruendo qué disparos parten desde dentro del cuartel, pues los del cuartel contestan; ha visto cómo retiraban a unos heridos.

Algunos que habían avanzado corriendo hacia el cuartel protegiéndose en los árboles de la explanada, retroceden en desorden. Unos se parapetan detrás de los árboles, disparan y corren a refugiarse en otro tronco, acercándose a la iglesia de los carmelitas. A un obrero lo traen entre dos en la «sillita de la reina»; los improvisados enfermeros corren despavoridos, girando la cabeza hacia atrás, pues las balas deben silbarles en los oídos. Unos camilleros de la Cruz Roja exhiben entre los árboles una bandera desplegada para que no les disparen.

Se desplaza hacia el centro del parapeto; entre los árboles se descubre a varios heridos en el suelo; algunos parecen muertos. Otros se arrastran: quizá sean heridos, o tiradores que tratan de ofrecer menor blanco al fuego con que les baten.

Un oficial de Asalto vestido con mono azul, subido al parapeto agita los brazos en el aire; cuando grita, el cuello se le contrae. No se oyen, debido al ruido, las órdenes que da.

Un ciudadano con una escopeta de dos cañones, que ocupa su derecha en el parapeto, le ha dicho que vive cerca del Puente de Toledo. Abre el arma, que humea, y saca despacio los cartuchos. Es un hombre calmoso; bajo la chaqueta le rodea la cintura una canana de cazador.

—Compañero, ¿tienes por ahí un pito…? Me he olvidado la petaca en casa con las prisas; y la pólvora reseca el gaznate…

El tiroteo decae; los de la Montaña han cesado de disparar, por lo menos las ametralladoras. Suena potente la voz del teniente de Asalto.

—¡Altoooo el fuego, he dichoooo! ¡Aaltooo el fuego…!

Deja la pistola apoyada sobre uno de los sacos terreros y le alarga la petaca y el librillo de papel de fumar.

—Ése es un tío con pelotas… ¿No le conoces?

—No…

—El teniente Moreno. ¡Hombre!… Máximo Moreno. Hasta ayer no salió de la Dirección General de Seguridad… ¡Cómo que fue uno de los que se cargaron a Calvo Sotelo!

El teniente de Asalto continúa gesticulando; a desgana comienzan a obedecerle y cesan los disparos. En otros sectores va haciéndose igualmente el silencio. Más camilleros de la Cruz Roja salen hacia donde están los heridos o los cadáveres. Un comandante de la Guardia Civil, acompañado de dos oficiales del Cuerpo, se aproxima al parapeto. El teniente, que estaba subido en unos sacos, desciende, se aproxima al comandante de la Guardia Civil y se cuadra ante él. Guardias civiles y de Asalto confundidos con paisanos en mangas de camisa, con militares, con mujeres, les rodean. Cuando traen a los heridos en las camillas se acercan a mirarles. Las ambulancias se alejan tocando la campana.

Entre los que rodean a los oficiales, empuñando un fusil y gesticulando, descubre al «Manías», un muchacho muy popular, vendedor de periódicos comunistas, que padece un tic nervioso. Cuando el buque ruso Komsomol atracó en el puerto de Valencia, el «Manías» se trasladó a pie para ver el barco.

El ciudadano de la escopeta le devuelve la petaca y pasa la lengua por el borde engomado del papel.

—Mi yerno, casado con mi hija la mayor, está enterado de cómo ocurrió lo de Calvo Sotelo. Está destinado en Pontejos. ¡Ahí es nada! Uno de la «motorizada» se sentó en la camioneta detrás y le soltó un tiro en la cabeza. ¡Un fascista menos! Eso sí, iba vestido de uniforme; se lo proporcionaron los compañeros. Un tío con agallas, porque se necesitan agallas… ¡Y tripas!

—Voy para allá a ver qué ocurre…

Calvo Sotelo ha muerto y esta misma mañana está muriendo gente; y es cierto que los fascistas asesinaron al teniente Castillo y al capitán Faraudo, que eran socialistas; pero le repugnan los detalles y la propia materialidad del hecho. No se atreve a confesarlo en esta ocasión: para él, un tipo que le pega a otro por detrás y a traición un tiro en la cabeza no tiene ni agallas ni tripas: es un criminal, por muy de la «motorizada» que sea. El tío de la escopeta, que primero le había caído simpático, de pronto se le convierte en insoportable; le repugna.

Varios compañeros han venido juntos del Centro Socialista del Este, donde han pasado la noche. En la plaza de España se han diseminado. Uno de ellos ha dicho que se iban hacia la calle de Luisa Fernanda, pero como hablaba mientras los altavoces se dirigían a todo volumen a los soldados para incitarles a que abandonaran a los jefes, no le ha entendido bien.

Desiste de aproximarse a donde están reunidos los oficiales; les rodean demasiados curiosos. Pregunta a una mujer.

—¿Qué pasa ahora?

—Nada, que van a mandar un parlamentario para que se rindan.

El «Manías», gesticulando, alegre, grita con voz chillona, que hace reír a los curiosos.

—Si no se rinden les vamos a hacer mierda a cañonazos.

Cerca del monumento a Cervantes, dos cañones apuntan en dirección al cuartel. Un oficial de artillería, varios suboficiales y diversos paisanos permanecen alerta. Hombres y mujeres contemplan los cañones como si asistieran a una exposición de curiosidades.

Dos noches seguidas ha permanecido en la Prosperidad, concentrado en el Centro Socialista del Este. Dos noches de impaciencia y espera. Ayer, su madre empezó a refunfuñar. Supone que ha vuelto a fiarse con la Concha y que ése es el motivo de que falte a casa por las noches. No quiso aclarar a su madre en dónde había estado; se inquietaría más. Ni se acuerda de la Concha; su amor duró tanto como las pesetillas que ganó de comisión cuando vendieron la finca del pueblo. Su madre, claro, ni se enteró siquiera de que él se embolsó el porcentaje aquél.

Ayer domingo lo pasó durmiendo; esta madrugada, en cuanto se han enterado que había jaleo en la Montaña, él y cuatro amigos más, dos jóvenes, uno casado y con hijos y otro bastante viejo, chófer de profesión, han agarrado el primer auto que han encontrado y han venido a toda prisa cuando no había empezado a amanecer.

El sábado por la noche, mientras montaban retén en el patio situado detrás del local de la Prosperidad, se presentó un viejo militar, a quien por lo visto expulsaron del ejército por sus ideas socialistas, vistiendo el uniforme del año de Maricastaña: pantalones listados y guerrera azul. Le pareció una máscara, pero a otros se les antojó enternecedora la actitud del pobre anciano. Sólo faltaría que hiciera aquí su aparición con tan estrafalario atuendo.

Observa un movimiento de expectación; se abre el corro. Por la calle de Ferraz en dirección al cuartel de la Montaña avanza un obrero con un trapo blanco desplegado en la punta de un palo. Detrás marchan otros paisanos dándole escolta. Desde el cuartel le han visto y le esperan.

Es un hombre joven, de facciones enérgicas. Viste una camisa veraniega de punto; los pantalones anchos se agitan al caminar. Calza alpargatas valencianas; usa cartucheras, pero no se le ven armas.

Francisco Carmona Martínez asciende la calle Ferraz en dirección al cuartel de la Montaña. Rezagados le dan escolta unos compañeros, pero él se siente solo. Lo que va a decirles a los militares lo ha pensado; no sabe, en cambio, cómo debe presentarse a ellos en circunstancias tan anormales. Carmona es portador de una embajada de las fuerzas que atacan al cuartel; no está seguro de si el mensaje procede del legítimo Gobierno de la República o del pueblo en armas.

El teniente Máximo Moreno acaba de decirle que tiene orden del Ministerio de la Guerra de conminar a la rendición a los sublevados, que éstos deben salir desarmados y brazos en alto dándose como prisioneros, que serán tratados con respeto y juzgados de acuerdo con las leyes vigentes.

Enfrentarse con los militares le intimida un poco. Carmona ha sido testigo de los preparativos para el ataque; los cañones, dos coches blindados, ametralladoras en los tejados, morteros, la aviación que ha hecho su primera pasada lanzando octavillas, los altavoces que se dirigen a los soldados y que socavarán la moral de los que están dentro; ha visto dispuestos a los de Asalto, a la Guardia Civil y a miles de hombres, compañeros de la CNT, socialistas de la UGT, republicanos, comunistas, personas de distintas clases sociales, paisanos y militares, que rodean el cuartel. Sabe que actúa de emisario de un poder considerable.

Atraviesa la explanada y asciende por la escalinata exterior. El edificio es enorme, de color rojizo y cantería gris. Centenares de ojos hostiles le observan, los cañones de las armas enemigas apuntan hacia él, las adivina tras las ventanas protegidas por colchones y sacos terreros, sobre los tejados, en la terraza. Avanza con el trapo blanco en alto; no cree que disparen contra él. Un ligero temor le sobrecoge de cuando en cuando; se ha hecho un grave silencio, del cual él es protagonista. Detrás van sus compañeros, obreros como él mismo, solidarios pero indefensos; no se vuelve a mirarlos, quiere dar a unos y a otros sensación de seguridad, de coraje.

La puerta de la izquierda se ha abierto; aparecen unos militares, aparentemente sin armas. Al asomarse al exterior y darles la luz, les distingue las caras. Con la gorra puesta, el correaje y la actitud normal, le producen el efecto de que hoy sea para ellos un día cualquiera. Le miran; cuando llega a una distancia prudente, se detiene. Los que le acompañan se detienen pocos pasos detrás de él. Carraspea para que la voz no le falle; nota seca la garganta. La bandera blanca la mantiene en alto.

—Deseo hablar con el jefe de ustedes…

—¿Quién es usted? ¿Quién le envía?

—Vengo en representación de las fuerzas militares y civiles que cercan el cuartel. ¿Desean saber mi nombre…?

—No es necesario; entre, pero usted solo.

Da la vuelta y se encara con sus compañeros.

—Vosotros, esperad aquí…

Penetra con los militares en el zaguán; la puerta se cierra tras él. Le examinan con curiosidad, con altivez; no descubre en ellos intenciones hostiles.

—Espere ahí; no se mueva.

Dos de los oficiales desaparecen en el interior del edificio; los demás se quedan cerca de él, aunque sin decirle nada. Fingiendo ignorarle, le observan a hurtadillas, de la misma manera que él les observa a ellos. Nada anormal se advierte en el cuerpo de guardia. Al fondo ve el patio; unos camiones están arrimados a unos arcos. No se oye un disparo, la tregua se respeta. Le sudan las manos; se las limpia disimuladamente en el pantalón. Los militares se muestran tranquilos, van normalmente uniformados, afeitados. Se ve a sí mismo mal vestido y despeinado; es un obrero, un hombre del pueblo de Madrid, y está respaldado por una fuerza considerable que le da autoridad, sea cual sea su aspecto exterior.

Regresan los dos oficiales y se acercan a él. El más alto de ellos sostiene en la mano un trapo blanco.

—Va a recibirle a usted el coronel. Tenemos que vendarle los ojos.

—Sí, sí; como quieran.

Por la memoria le pasa el recuerdo de una fotografía de alguien a quien iban a fusilar; un hombre como él, mal vestido. Militares rígidos y vagamente deferentes le vendaban los ojos. Aguanta la respiración. El nudo aprieta sobre el cogote.

—Venga con nosotros.

Oye los pasos de los oficiales. Uno le sujeta del brazo y le guía. Tras la primera vacilación les sigue confiado. Sus pisadas no suenan: calza alpargatas. Suben una escalera, marchan a lo largo de un corredor. Está seguro de que pasa ante personas que le miran en silencio. Ante una puerta se detienen y le retiran el trapo de los ojos. El despacho está en penumbra; muebles antiguos que le parecen solemnes. Un militar corpulento, rubio, de aspecto bondadoso y paternal, está frente a él; no acierta a distinguir si le observa con benevolencia o con sorna. Es un coronel; en la bocamanga exhibe tres estrellas grandes. El oficial que le ha acompañado permanece apartado; también un comandante asiste a la entrevista.

—Usted dirá…

Vacila; no sabe si ha de saludarles deferentemente o no. Y si ha de darle algún tratamiento. ¿Cuál? ¿Señor o mi coronel?

—Vengo en representación de las fuerzas militares y civiles que han puesto cerco al cuartel. Les transmito, asimismo, las órdenes del Gobierno. Deben ustedes rendirse antes de que transcurran diez minutos. El cuartel se halla rodeado por efectivos muy importantes y con medios poderosos. El pueblo de Madrid está en armas en apoyo del legítimo Gobierno de la República. Apelo a sus sentimientos para evitar el derramamiento de sangre que va a producirse si ustedes resisten, sangre de hermanos que ya ha empezado a derramarse…

La actitud paternal del coronel le desconcierta; no tiene idea de qué va a responderle. Aquí todo respira tranquilidad, como si estuvieran seguros del triunfo. El reloj, cuyo tic-tac llena el despacho, señala las siete menos cinco.

—… en fin, coronel, espero su respuesta…

—Ya que ha venido, voy a pedirle un favor. Usted ha llegado como parlamentario y como a tal se le respeta, a pesar de su condición civil. Dentro de un momento saldrá del cuartel el camión que va a buscar el suministro de pan; hagan el favor de no hostilizarle y permitirle que regrese. En mi nombre y en el de mis oficiales, les doy palabra de que no probaremos ese pan. Como usted sabe, tenemos aquí muchos soldados; no deben quedar privados de su ración. Nosotros, el ejercito, somos la más genuina representación del pueblo; no deseamos enfrentarnos a quienes son tan españoles como nosotros. Los militares amamos al pueblo, más y mejor que unos cuantos dirigentes que lo engañan, que lo azuzan contra nosotros como si fuésemos sus enemigos. Hágame usted ese favor que le pido; le quedaremos agradecidos.

—Entonces, ¿no se rinden ustedes?

—¡Exactamente! Comunique a quien le haya enviado que resistiremos mientras quede un hombre vivo. Si ustedes se empeñan, nos mataremos como hombres.

Cuanto ocurre resulta sorprendente. El aplomo de este militar, su aspecto bondadoso, su pausada manera de expresarse.

—Yo reconozco su valor, pero querría que se diera cuenta de que va a arrastrar a los soldados a una muerte inútil, a un sacrificio…

El coronel, por medio de un ademán, le advierte que la entrevista ha terminado. No le cubren los ojos. Por la galería que da al patio no descubre nada anormal. Recuerda que la enseña de parlamentario quedó apoyada en la pared junto a la puerta de entrada. El oficial camina a su lado silencioso. Desde el otro lado de la galería, unos militares le observan; no hacen comentarios. Habrá que luchar duramente para conquistar este cuartel.

—¡Caaarguen!

Nunca supuso que iba a hacer sus primeros disparos de verdad ante público tan numeroso y entusiasta. Excepto el maestro Capel y otros del CASE, los demás artilleros son aficionados; tampoco los del Cuerpo Auxiliar de Subalternos del Ejército tienen por misión específica el manejo de las piezas. Por ahora no lo han hecho mal; voluntad no les falta.

La expectación que se produce es tanta que comprende se impone pronunciar unas palabras antes de romper el fuego.

—¡Compañeros! Este primer disparo vamos a brindarlo a la memoria del capitán Faraudo, muerto gloriosamente por la República… Primera pieza, ¡fueegoooo!

El estampido retumba en toda la plaza de España. Un brevísimo instante de estupor y todos prorrumpen en vivas y aclamaciones, centenares de puños se levantan. Los mineros venidos de Asturias, y agregados al servicio de la batería, se abrazan gozosos. Los que disparaban desde la barricada, desde las esquinas, desde detrás de los árboles, dejan de hacerlo. En las ventanas, en las azoteas de los áticos, guardias de Asalto saludan con el puño en alto o agitando el fusil.

Vuelve a hacerse el silencio alrededor; el teniente Orad prosigue:

—El segundo disparo lo ofrecemos a la memoria del heroico teniente Castillo, asesinado por los enemigos del pueblo.

Suena un viva unánime; alzando más la voz, da la orden.

—Segunda pieza, ¡fueegooo!

El entusiasmo se reproduce. Para festejarlo, algunos disparan locamente sus armas. Zumban las ametralladoras. Acuden más curiosos al espectáculo de los cañones haciendo fuego.

—¡Carguen!

A las dos piezas las han cambiado de emplazamiento: están al fondo de la plaza, cerca de la calle del Reloj. El comandante Flórez, artillero también, se acerca a ver cómo funcionan las piezas. Orad de la Torre se lleva la mano a la visera y le sonríe.

—Este tercer disparo es para conminarles por última vez a que se rindan. Primera pieza, ¡fueegooo!

De nuevo los gritos y las muestras de alegría. El teniente Orad se vuelve hacia el comandante Flórez; los demás le escuchan.

—Ahora vamos a tirarles en serio; les voy a cascar a base de bien.

Los artilleros esperan órdenes. Se aproxima a una de las piezas. Corrige el alza.

—Tened preparada la munición. Les haremos creer que dispara una batería completa. Cada pieza, dos disparos a toda velocidad. Tenéis que daros maña. Vosotros, los cargadores, tened preparado el proyectil en la mano. ¡Atención al tiraflector! Que nadie se duerma.

Tiene que afinar la puntería; miles de ojos le observan, miles de hombres confían en él y en los dos únicos cañones de que dispone el Gobierno. La artillería produce considerable efecto sobre los combatientes. A los de dentro del cuartel también les hará efecto; les asustará. Pueden los disparos causarles bajas y sembrar el desorden.

—¿Preparados?

Los sirvientes permanecen tensos esperando las órdenes.

—¡Carguen!

Los curiosos se retiran. Suenan disparos de fusil y ametralladora; pero muchos, tanto curiosos como combatientes, están mirando a las piezas.

—Primera pieza, ¡fuego! Segunda pieza, ¡fuego! ¡Carguen! ¡Fuego!

Los estampidos se suceden tan rápidos que cada uno se superpone al anterior antes de que el eco se haya extinguido. Huele a pólvora. El humo de los fogonazos se disipa rápidamente. En la fachada del cuartel saltan cascotes y polvo. Los cristales de algunas ventanas caen destrozados. Examina con los gemelos desde un lugar en que los árboles no le priven de la visibilidad. Entre los atacantes cunde el regocijo. Los cañonazos han pegado en la fachada del cuartel de Infantería. Un proyectil ha arrancado el quicio de una de las ventanas.

—Con la misma alza. ¡Carguen! Preparados los cargadores, atentos… ¡Fuegoooo!

La fachada del cuartel desaparece en gran parte, envuelta en humo y polvo. Las ametralladoras disparan desde las azoteas, desde los parapetos, desde las ventanas. Disparan fusiles, carabinas, pistolas. Los defensores del cuartel contestan, a su vez, con fuego nutrido.

—¡Muy bien, muchachos! ¡Muy bien!…

El tiroteo no les asusta —¿no era precisamente lo que deseaban, lo que han venido a buscar?—; tampoco deja de intranquilizarles. Por el momento, y por la parte del edificio que ellos defienden, los disparos son escasos. La inquietud procede de que no descubren enemigos sobre quienes ejercitar la puntería. A última hora de ayer, un sargento les dio lecciones de manejo de fusil; los primeros disparos que han hecho cada uno les han sobresaltado. No se descubre al enemigo, le presienten acechando; conviene mantenerse ocultos, parapetados tras estos colchones colocados en los balcones.

Los falangistas de la Cuarta Centuria, distribuidos por los balcones del cuartel de Alumbrado, alejados del patio del cuartel y de la fachada delantera, en donde la lucha se desarrolla con encono a juzgar por los estampidos que de allá proceden y que parecen cañonazos, permanecen un tanto aislados e ignorantes. El rumor de esa lucha contribuye a mantener un cierto nivel de alarma y nerviosismo.

Pepe Otero recuerda nuevamente la broma de los soldados cuando les calificaron de «quintos». Las ropas mal acomodadas a su cuerpo y al de los demás camaradas, y el apresto que las mantiene tiesas, les da aspecto de reclutas, pero la veteranía en la guerra —y que en guerra están lo acreditan los disparos— se gana en unas horas.

La noche ha transcurrido tranquila, si de tranquila puede calificarse la noche en que unos jóvenes se han metido en un cuartel a punto de sublevarse y a sabiendas de que van a luchar contra fuerzas numerosas, decididas y pertrechadas. Han dormido a ratos y a ratos se han desvelado. Unos cuantos camaradas, mandados por oficiales, han salido de patrulla exterior por la parte que el cuartel da sobre la estación del Norte. Han regresado sin ser hostilizados. Al romper el día les han servido café con leche en un plato de aluminio y les han suministrado un chusco por barba. Café con leche es un decir: lo que los militares entienden por café con leche; pero se lo han bebido con gusto. Un oficial les ha arengado brevemente. Comenzaban los tiros y les han distribuido en estos balcones.

—¿Habéis oído lo que ha dicho el militar? Una columna de Ciudad Real viene para acá.

—También han de salir los del Campamento con artillería. Me lo ha contado un teniente a quien conozco; vecino de mi familia.

—Saldrán los del Campamento y los de Getafe, y es posible —lo he oído comentar— que nosotros vayamos a su encuentro.

—Esta noche han corrido voces de que íbamos a la cárcel Modelo a liberar a los camaradas.

—Eso es lo primero que deberíamos haber hecho. Están allá expuestos a que les asesinen.

Unas detonaciones interrumpen el diálogo.

—¡Mira! En aquellas buhardillas se esconden unos de Asalto.

—Ya los veo; y paisanos.

—Pero ¿dónde? ¿Dónde decís?

Disparan sobre una casa lejana. Si hubo en ella enemigos, han desaparecido.

—¿Qué se sabe de la Guardia Civil?

—En el cuartel no hay ni uno de muestra.

—Cuando ayer venía para acá pasaban dos escuadrones del Tercio Móvil a caballo por la calle Ferraz. Los de la guardia y unos oficiales salieron a la puerta y dieron vivas a España. Muchos de los guardias correspondieron; parecía que estaban con nosotros.

—Yo levanté el brazo y les saludé; más de uno, desde el caballo, me contestaron con la mano abierta, igual que yo lo hice.

—Un oficial salió del cuartel y habló con un teniente. No sé qué tratarían. Continuaron por Ferraz hacia Palacio. Aprovechando la confusión, me metí en el cuartel.

—A la Guardia Civil se le ha asignado como misión mantener el orden en la capital; sobre todo en los suburbios.

—¡Pues sí que lo hacen bien! Las Juventudes Socialistas, los anarquistas, los republicanos y los comunistas se exhiben armados, patrullan, registran, se incautan de coches que no les pertenecen. ¡Bonita manera de vigilar!

—Espera que empiecen a zurrarles; ya sabes cómo se las gasta la Guardia Civil.

—Mientras no se pongan a zurrarnos a nosotros…

—¡No fastidies!

En este momento no se oyen disparos; parece haberse tranquilizado la situación, incluso por la fachada principal del cuartel de Infantería, que es donde el combate suena recio. Desentendidos de lo que ocurre al exterior, los falangistas conversan. De pronto, uno que permanecía vigilante les grita:

—¡Eh, mirad, mirad a ése! ¡Un desertor!

El recluta, que ha saltado de una de las ventanas bajas, alcanza la cerca de piedra y se encarama en ella. Disparan apresuradamente y sin afinar la puntería. Las balas provocan minúsculas erupciones sobre el polvo. El soldado, que por un instante les ha mirado con ojos aterrorizados, desaparece; habrá ganado la calle. El tiroteo se reaviva. Los proyectiles enemigos estallan contra el muro, contra el marco de los balcones. Los falangistas disparan, ocultando la cabeza, asomándola y volviendo a meterse.

—¡Canalla!

—¡Sería algún comunista!

—Mejor que haya escapado; que dentro, por lo menos, no haya traidores…

—¡Mejor hubiera sido acertarle en la cabeza!

Decrece el tiroteo; pero a lo lejos zumba un motor, un ruido terco, amenazador, que se aproxima.

—¡Aviación, aviación!

El estruendo crece en intensidad. Sobre sus cabezas pasa un avión a escasa altura. Sin advertirlo, todos se han encogido.

—Es un «newport»…

—¡Qué va! Un «breguet»…

—¡Tú qué sabes!

Llegan órdenes apresuradas de no se sabe dónde ni por qué conducto, pero están dispuestos a admitirlas.

—Si vuelve el avión, hay que dispararle. Es enemigo. Está arrojando sobre el cuartel octavillas revolucionarias con el fin de soliviantar a la tropa. De madrugada hizo otra pasada.

Sobre el tejado vuelve a oírse el ruido. El edificio entero parece temblar. Aprestan los fusiles.

—Disparad delante del motor…

—¡Ojo! Son un par esta vez los aviones…

Dos enormes explosiones les conmueven; en seguida, una tercera. Se arriman a las paredes hasta que comprueban que no estallará una cuarta. En seguida, con rabia, asoman medio cuerpo por el balcón y rompen fuego contra los aviones, que evolucionan a escasa altura sobre los tejados madrileños. El tiroteo, que les ensordece y excita, excluye el miedo.

—¡Economizad munición!

—¡Apuntad a las hélices!

Los aviones se alejan del cuartel y el ruido de los motores se va perdiendo. Cesan de oírse los disparos; sólo algunas voces vienen de la calle, del otro lado de esta alta cerca que les aísla de la ciudad hostil.

Tan pronto como ha oído los cañonazos se ha asomado al balcón. Estaba despierto desde que al amanecer ha entrado la primera luz. Anoche no conseguía dormir; pasó horas y horas antes de lograrlo, dando vueltas en la cama que su prima y la criada han improvisado para él en el sofá del gabinete.

Las detonaciones suenan hacia el cuartel de la Montaña. ¿Quién dispara? Aviones militares han bombardeado; es posible que estén atacando el cuartel. Al atardecer pasó por la calle de la Princesa y la plaza de España hasta la Gran Vía; observó las precauciones tomadas por el Gobierno y cómo se disponían a la defensa o al ataque.

Con estruendo de claxonazos pasa un coche, que desde lo alto parece de juguete; por las ventanillas asoman unos fusiles. En este barrio se ve a poca gente por las calles; cuando ha sonado el estampido de los primeros cañonazos, varios vecinos, en pijama los más, se han asomado asustados a los balcones. En la casa próxima comentaban, de ventana a ventana, que el Gobierno atacaba a los sublevados de la Montaña. Suenan nuevos cañonazos con solemnidad distante.

Tendría que estar dentro del cuartel de la Montaña. Debería estar allí con sus camaradas. Es un cobarde; nada puede hacer a estas horas por enmendarlo.

Le advirtieron que permaneciera en casa, que recibiría órdenes. La orden sólo podía ser presentarse en el cuartel en el momento en que fuera a iniciarse la sublevación. En lugar de quedarse en casa, pretextó que tenía que terminar unos trabajos en la oficina y marchó a la calle, advirtiéndole a su madre que, si telefoneaban preguntando por él, averiguara de quién se trataba. En el Palacio de la Prensa proyectaban El ángel de las tinieblas, de Frederich March y Merle Oberon; dos veces seguidas vio el programa, aunque la desazón apenas le permitió enterarse de lo que sucedía en la pantalla.

Los últimos meses han sido terribles; no resistía más. Primero mataron a Pacorro. Más adelante empezaron las detenciones. Precisamente, a él no le ha ocurrido nada, pero desde hace dos meses no consigue dormir una noche seguida, temiendo que se presente en casa la policía; y por la calle, a cada instante cree ser víctima de un atentado súbito. Los camaradas le acusaban de tener miedo, hasta se burlaban de él, porque los hay duros e insensibles. Lo tenía, aunque no se lo pudiera confesar a nadie. Las sensaciones que le acongojaban eran puro miedo; por vergüenza, ni en la mente admitía la palabra, la rechazaba.

Desde el vestíbulo del cine telefoneó a su casa. Deseaba, mientras marcaba el número, que la policía hubiese acudido a detenerle, a registrar; que hubiera sucedido algo, que su ausencia quedara justificada por una casualidad peligrosa. Su madre le comunicó que por tres veces le había telefoneado un amigo llamado Rodríguez, que demostraba vivo interés en verle, pero que se resistió a dejar ningún recado. No existe el tal Rodríguez: se trataba del jefe de centuria. ¿Cómo podía darle el recado a su madre, si se trataba de la orden de presentarse en el cuartel de la Montaña? Sometidos al bombardeo, al cañoneo, allá estarán sus camaradas: Carlos, Manolo, José María, Andrés… ¿Qué comentarios habrán hecho sobre su ausencia? Si murieran todos, nadie sabría nada; si los militares triunfan, si es cierto que avanza una columna del Norte o de Aragón, ¿cómo conseguirá justificar el hecho de no hallarse en casa, sabiendo, como sabía, que iban a transmitirle la orden? Podrá pretextar que la policía fue a buscarle y que él escapó por el patio; en ese caso tendrá que pedir a su madre que mienta, que se convierta en cómplice del engaño y encubridora de su cobardía.

Después de cenar se presentó en casa de su tío; le mintió contándole que le habían avisado de que la policía iría a detenerle a su casa. Le prepararon cama en este gabinete. Sus primos le miraban con disimulada hostilidad; no se meten en política, pero se inclinan hacia las izquierdas; le tienen antipatía desde que se afilió a Falange. Jacinta, su prima, durante la cena se mostró hiriente y agresiva hasta que su padre la obligó a callar. Cuando después de cenar se quedaron solos en el balcón tomando el fresco junto a las macetas de albahaca, Jacinta se arrimó a él y le rozó la mano. Entonces le dijo: «Haces bien; no te metas en líos, que va en serio. Esta vez no terminará como un juego».

Las sábanas han caído al suelo; el terciopelo del sofá es áspero. Un pijama que le ha prestado su tío le deja las pantorrillas y brazos al descubierto.

Se asoma nuevamente al balcón. Los tejados de las casas más bajas y antiguas, constreñidas por edificios recientes, se iluminan con el sol. En el cielo evolucionan dos aparatos. Estampidos de artillería, mucho más potentes que los anteriores, han empezado a resonar. De las iglesias que arden se levantan nubes de humo y el viento trae, según sopla, ráfagas con olor a quemado.

Muchos vecinos, asomados a los balcones, comentan los sucesos. El balcón contiguo, que corresponde a la misma casa, se abre; aparece su tío, despeinado, con unos gemelos colgando del cuello.

—¿Has descansado?

—No muy bien, tío; estaba inquieto.

—Una insensatez encerrarse en un cuartel. Les darán para el pelo. No es época de cuarteladas. El Gobierno dispone de importantes medios de combate. Por si fuera poco, la caballería en la calle no puede maniobrar ni ir a la carga. Lo saben hasta los niños. ¡Ya el pueblo de Madrid derrotó a la caballería de Murat!…

—¿Se ha sublevado la caballería?

—¡Yo qué sé! Pero los militares confían siempre en la caballería, como si fuese el arma por excelencia, y en el interior de las ciudades carecen de espacio para la maniobra. Contra la caballería el pueblo levanta las barricadas…

El tío gesticula, observa por los anteojos hacia los campanarios envueltos en humo, saluda a algunos vecinos, trata de cerrarse el pijama que, carente de botones, se entreabre por la bragueta.

—En caso de que tropas del Campamento, apoyados por artillería y carros de combate, avancen sobre nosotros, sería otra cosa. Si, como se asegura, vienen columnas desde el Norte, Aragón y Levante, una operación militar de tanta envergadura daría distintos resultados. Madrid no está dispuesto para resistir un asedio en forma: carece de fortificaciones idóneas. Pero cuarteladas, no.

Escupe, se rasca, vuelve a observar por los gemelos.

—En Barcelona han aplastado la intentona de esos locos; los catalanes no son pueblo belicoso ni militarista, pero son prácticos en la lucha callejera; se parecen en eso al pueblo madrileño. El general Espartero tuvo que bombardear Barcelona en 1843, o cuando fuera, no me hagas caso…

Jacinta sale al balcón pasando a través del gabinete en donde él ha dormido. Lavada, peinada y arreglada, viste una breve bata de verano sobre la carne.

—Buenos días. ¿Pasa algo?

—Suenan muchos cañonazos y la aviación ha bombardeado…

El cuerpo de Jacinta se ha arrimado al suyo. El tío continúa perorando y observando por los gemelos; trata de seguir el vuelo de los aviones que bajan con el fin de ametrallar. Hacia la parte de atrás de la casa se oyen unos tiros; nadie sabe de dónde proceden. Los vecinos afirman que se trata de «pacos».

La mano de Jacinta se agarra a la suya y tira de él hacia el interior del gabinete.

—Entra; vamos a escuchar la radio. A estas horas podemos coger emisoras extranjeras. O Radio Sevilla, que está en poder de los fascistas. Nos enteraremos de algo.

En el interior del gabinete, que se halla en penumbra, Jacinta se arrima a él y le agarra por los brazos. Se miran a los ojos.

—No tengas miedo. Te quedas aquí, con nosotros. No te pasará nada. Papá siempre fue republicano; y yo tengo muchos amigos. En casa no molestas nada, al contrario…

El cuerpo de ella está rozándose con el suyo. Desnudos bajo la levedad de las ropas, los cuerpos hablan un idioma ajeno a las palabras que pronuncian.

—Si ganaran los fascistas, también me hubieras escondido en tu casa, ¿verdad?

Empiezan a besarse; descubre en la penumbra el piano y recuerda que ha dejado escondida la pistola en el piano de su casa, bajo la tapa del teclado. Debe telefonear sin pérdida de tiempo a su madre y prevenirla para que se desprenda inmediatamente del arma, que puede comprometerles. Por su parte quemará el carnet de afiliado a Falange…

Iba a separarse de Jacinta para dirigirse al teléfono: no es capaz de hacerlo. Ambos caen sobre el sofá, sobre las sábanas en desorden.

Hacia la plaza de España retumban los cañonazos. Una de las piezas produce un sonido más violento y rotundo. Un cañón mayor, sin duda de efectos más mortíferos.

La pieza del quince y medio que maneja el teniente Vidal está demostrando la eficacia de su calibre. Su formidable estampido enardece a los miles de hombres que acosan el cuartel de la Montaña. Los destrozos en la fachada son muy visibles, y cada cañonazo que dispara, impacto seguro. Al teniente Orad de la Torre le han suministrado más munición. Ha vuelto a cambiar de lugar sus piezas; una de ellas la ha emplazado en la calle de Luisa Fernanda. La aviación está haciendo migas a los sublevados.

—¡Camaradas, el pueblo es invencible! Madrid emula a Leningrado. ¡Viva Rusia! Camaradas…

El «Manías» se siente excitado. El fusil que dispara desde primeras horas del amanecer se lo entregó el propio Pepe Díaz, secretario del Partido Comunista: «Manías —le dijo—, a ver si te luces; esto es un arma mejor que la pistola, camarada». Le conocen todos: es el más entusiasta vendedor y voceador de Mundo Obrero y miembro de las Juventudes Comunistas; ha sido capaz de utilizar la pistola cuando ha sido necesario. Al principio le daba miedo y un tanto de repugnancia; después ha encontrado satisfacción en matar a los enemigos, a los fascistas, a los opresores del pueblo. Su célula ha dado matarile a cuatro; a uno de ellos lo encerraron y le propinaron una fuerte paliza antes de ejecutarlo. Leyeron en los periódicos lo que se contó del suceso; nadie supo quiénes fueron los autores; tomaron cumplidas precauciones.

Del cuartel no escapará nadie vivo. Ni guardias civiles, ni siquiera los de Asalto le merecen confianza; en lugar de atacar decididamente, lo hacen con guante blanco. En el último momento protegerán a sus compañeros de armas, a los militares felones, de la justa ira del pueblo, que quiere darles con las propias manos el castigo que merecen por traidores y por opresores de la clase obrera. Entre los guardias de Asalto hay algún militante del Partido, y bastantes de ideas socialistas o republicanas; pero entre los civiles, ninguno. Colaboran con el pueblo por miedo o por disciplina; de buena gana estarían disparando en favor de los fascistas, y lo harían con mejor voluntad. Tiran con desgana, pero el Gobierno de burgueses no va a durar mucho; el pueblo en armas no va a resignarse a que le arrebaten la victoria.

El «Manías» dispara sin preocuparse de hacer puntería. Un tic nervioso que padece no se lo permite; se emborracha con el olor de la pólvora y con el ruido de los disparos. Hubiera deseado tirar de la cuerdecita de los cañones y se ha acercado a pedir que se lo permitieran. Uno de los sargentos que hay junto a las piezas le ha ahuyentado con malas maneras.

Querría enfrentarse ahora con el melenudo y cegato camarada Jesús Hernández, que le echó un pesado discurso advirtiéndole que el Partido proscribía el atentado personal y amenazándole con expulsarle si con los de su célula seguía entregándose a acciones de represalia por su cuenta e iniciativa. De haber eliminado uno a uno y por la espalda a los fascistas que están atrincherados en el cuartel, no morirían los bravos soldados del pueblo y las armas estarían en poder de quien corresponde: del mismo pueblo, dirigido y encuadrado por el partido de la Revolución, por el único partido auténticamente proletario, el partido de la Revolución Internacional.

—¡Eh! Bandera blanca. ¡Sacan bandera blanca!

—Sí, allí asoma…

—Esos cobardes se rinden… ¡Vamos a hacer un escarmiento!

Un trapo blanco cuelga de una de las ventanas del cuartel, pero el tiroteo no ha cesado. Discuten si es cierto que se rinden o no; hay disparidad de opiniones y desconcierto.

Sí, se rinden, se han rajado; son una partida de cobardes y los cañonazos les han aterrorizado como a mujerzuelas. Hay que correr a darles su merecido, adelantarse a la Guardia Civil, que protegerá a sus compañeros, porque los militares entre sí, aunque parezca lo contrario, se ayudan y se protegen; figurando en ambos bandos terminarán ganando siempre y engañando al pueblo.

El «Manías» se agita, coloca un peine en la recámara del fusil, se dirige a los que le rodean, alguno de ellos camarada de su propia célula.

—¡Vamos para allá! A cascarles, que son unos cagones.

Muchos paisanos, disparando o con los fusiles en alto, han comenzado a correr en dirección al cuartel. Corren también algunas mujeres tras las banderas rojas desplegadas. Los guardias civiles, más cautos, esperan recibir órdenes.

El «Manías» y los más arriesgados emprenden una desatada carrera hacia las escalinatas del cuartel.

—¡Viva Rusia!

—¡UHP!

—¡Ya son nuestros!

—¡A por ellos, camaradas!

—¡Viva la República!

—¿Dónde están los hombres? ¡Maricón quién se quede atrás!

Corre, corre resollando, desea llegar el primero; no permitirá que se le escapen. El pueblo asalta el cuartel baluarte de la reacción, del clericalismo, del fascio criminal, de la burguesía capitalista.

Caen varios hombres; suenan blasfemias y gritos. Las ametralladoras de la Montaña han abierto fuego; desde las ventanas, los fusiles disparan. Los fascistas asoman medio cuerpo para hacer mejor puntería contra los asaltantes.

—¡Traición! ¡Traición!

Al «Manías» se le cae el fusil; continúa corriendo, dando traspiés, con ambas manos extendidas, palpando el aire como un ciego. Se derrumba y queda hecho un ovillo en el suelo. Le agitan unos espasmos; después estira las piernas y se queda quieto, mientras los atacantes retroceden despavoridos.

Desde anteayer, el régimen de los detenidos en la galería de políticos de la cárcel Modelo se ha alterado y endurecido. En los últimos momentos parecía incluso que les iban a dejar salir. Uno de los guardianes, Florencio Batista, les entregó un aparato de radio para que escucharan las noticias de la sublevación. El propio director, Elorza, por intermedio de un emisario, les comunicó que, si llegado el momento salían a la calle, lo hicieran con orden y sin escándalo, y que se abstuvieran de vestir camisas azules.

Los falangistas se han impuesto una especie de uniforme carcelario: mono azul marino y alpargatas. También se han impuesto un reglamento personal en el cual entra el fútbol, la discusión política, el ajedrez y la lectura; y una limpieza personal exagerada que garantiza al preso la conservación de una moral elevada.

Raimundo Fernández Cuesta es secretario general de Falange Española y notario de Cifuentes. En marzo, cuando el frustrado atentado contra Jiménez de Asúa, fue encarcelado; había conseguido, más adelante, que le pusieran en libertad provisional a causa de una otitis que padece y él exageró ante el médico. La noche en que mataron al teniente Castillo le convocaron en la Dirección General de Seguridad; de allí le mandaron nuevamente a la cárcel.

Hay que reconocer que la galería de políticos es un lugar privilegiado; en España, siempre han sido necesarias estas celdas, relativamente cómodas; por ejemplo, hace cinco años, de estas celdas salió el Gobierno Provisional de la República para ocupar los Ministerios.

Desde la noche del sábado les tratan con mayor severidad, como si hubiesen recibido órdenes al respecto; y les retiraron el aparato de radio. Noticias contradictorias se filtran a través de los presos y los guardianes. Cada cual opina lo que está más de acuerdo con sus tendencias políticas. Mientras unos afirman que el Gobierno domina la situación, que se ha apoderado de Sevilla y bloquea Marruecos con la Escuadra, otros dicen que el general Mola está en la Sierra, a las puertas de Madrid, y que Franco, al mando de las fuerzas de Marruecos, ha pasado Despeñaperros.

Que en Madrid se lucha es evidente; desde la cárcel se oyen los estampidos del cañón y el tableteo de las ametralladoras. Pero ¿qué ocurre? Los guardianes parecen desconfiados o recelosos. Se ha sublevado el cuartel de la Montaña, pero ¿quién utiliza la artillería? ¿Y las fuerzas del Campamento? Desde las ventanas ha visto aviones y ha escuchado los bombazos. ¿Contra quién los descargaban? ¿Contra los militares? ¿Contra el Ministerio de la Guerra?

Ayer se presentaron en la cárcel unos anarquistas y sacaron a los que estaban presos. De las noticias se enteraron a medias palabras y de manera confusa; no sucede como en días anteriores, en que los propios guardianes les informaban libremente.

Aún no les han abierto las celdas; se sienta en el catre. La soledad martiriza la fantasía. Desea cambiar impresiones con Fernando Primo de Rivera, con Víctor Salazar, con Julio Ruiz de Alda, con Manolo Valdés; pudiera ser que uno u otro tuvieran noticias o que, analizando juntos la situación, llegaran a conclusiones lógicas. La lucha se prolonga desde hace por lo menos dos horas; esta falta de noticias es enervante e irritante.

Mientras disfrutaba de libertad provisional visitó a Barrado en la calle de Fuencarral; le aseguraba éste que Fernando Primo de Rivera, con el coronel Muñoz Grandes y con Álvarez Rementería, iban a movilizar en Madrid tres mil falangistas, que se contaría con unos mil quinientos requetés y con bastantes monárquicos. Fernando no se muestra ahora tan optimista con respecto a la movilización. En la segunda galería se encuentran detenidos unos quinientos escuadristas, y entre ellos muchos de los mejores y más decididos, y otros muchos se han visto forzados a ocultarse para no caer en manos de la policía.

Nota apetito. ¿Qué ocurrirá hoy con la comida? Tuvieron ayer que contentarse con el infecto rancho; falló el suministro de la taberna de Ananías Calzón. Es curioso que en ocasiones como la presente se experimente, por ejemplo, hambre; la inquietud se disfraza y adquiere a veces apariencias físicas.

A media semana consiguió enviar a sus hijas y a su suegra a Santiesteban, en Navarra. Allá estarán tranquilas. Aunque Mola se haya alzado en Pamplona, en los pueblos navarros nada ocurrirá. Su mujer ha preferido quedarse en Madrid para atenderle; que Dios les proteja a los dos.

Se entretiene en repasar los lomos de los libros Años decisivos, de Oswald Spengler; Los nueve puñales, de Ximénez de Sandoval; El conde-duque de Olivares, de Marañón. Los ha leído y, aunque así no fuera, tampoco en este momento tiene ganas de leer; no podría concentrar la atención.

José Antonio escribió en una carta que llegaría al parque del Oeste, desde Alicante, en una avioneta. ¿Respondería a un plan bien urdido, o se trata de una fantasía o un deseo? Han corrido rumores de que desde el cuartel de la Montaña saldrían a liberarlos de la cárcel. Ayer cambiaron la guardia exterior; la hacen los del regimiento de Wad-Ras, que son los más adictos al Gobierno.

Miembros de la junta política de Falange Española ocupan estas celdas, situadas a poco más de un kilómetro de donde se desarrolla la batalla. Fernando Primo de Rivera, hermano menor de José Antonio, que ejerce la jefatura en ausencia de su hermano, es uno de los presos de la galería de políticos.

Los cañonazos, que se repiten con machacona insistencia, carecen de firma.

A la entrada del Ministerio de Fomento, llamado ahora de Obras Públicas, monta guardia un piquete de la Guardia Civil. Julio Just, director general de Obras Públicas y Puertos, ha pasado la noche en el Ministerio de Marina. Con el nuevo presidente del Gobierno y ministro de Marina, don José Giral, un grupo de significados republicanos y socialistas, Indalecio Prieto, el doctor Negrín, el ministro de Justicia, Blasco Garzón, el de Trabajo, Lluhí Vallescá, el de Estado, Augusto Barcia, Carlos Esplá y algunos más, han permanecido reunidos prestándole colaboración en estas horas difíciles y demostrándole solidaridad.

Ahora que la batalla ha comenzado en Madrid; ahora que se está luchando en el cuartel de la Montaña y se han sublevado los Cantones, Julio Just acude al Ministerio de Fomento, pues ignora qué puede ocurrir si se sublevan más cuarteles o los elementos derechistas irrumpen armados en la calle.

La situación en España es más que caótica; si en la propia capital no resulta clara para nadie, más difícil se hace concretar qué ocurre en el resto de la Península. En el Ministerio de Marina, sobre el mapa, han tratado de ir señalando las provincias controladas por los militares sublevados; poco o nada se sabe de los pueblos y las ciudades pequeñas. Las noticias más importantes que se están recibiendo, se refieren a la escuadra. La flotilla de destructores de Cartagena, formada por el Lepanto, Sánchez Barcáiztegui y Almirante Valdés, se han puesto abiertamente en favor del Gobierno, adueñándose del mando los subalternos en vista de la posición facciosa de la oficialidad, salvo en el Lepanto, que continúa a las órdenes de don Valentín Fuentes. Algo ha ocurrido en el Churruca, Cervantes y Libertad. Los informes de lo ocurrido son más bien confusos, pero el control de la escuadra permitirá establecer una eficaz barrera entre Marruecos y la Península, impidiendo el traslado de efectivos.

Personalmente ha conseguido comunicación telefónica con Barbastro y ha hablado con el coronel Villalba, jefe de su guarnición, sobre cuya lealtad se hacían conjeturas poco halagüeñas. Villalba es un hombre emotivo; Just ha llegado a la conclusión de que no está decidido a sublevarse; con mayor causa habiendo llegado informes a la Presidencia de que en Lérida, que durante ayer domingo se mantuvo sublevada, está restableciéndose la situación en favor de la legalidad, hecho que no puede dejar de influir en el ánimo del coronel Villalba. Con el triunfo de la Generalidad, la incógnita se despeja en Cataluña; Barbastro es una cuña metida en Aragón que apunta hacia Zaragoza, Huesca y Jaca, ciudades donde se han sublevado las respectivas guarniciones.

El alcance de este complot es mucho más importante e imprevisible de cuanto habían supuesto los más pesimistas. Y nadie está en condiciones de prever qué coletazos dará. En Valencia mismo, en su tierra, se están produciendo anormalidades en la guarnición, cuya actitud es dudosa. Martínez Barrio, fracasado el intento de formar Gobierno, se ha trasladado a Valencia, y Martínez Barrio puede ejercer en Levante presiones no sólo sobre el general Martínez Monje, sino sobre otros militares, aunque no hay que confiar demasiado, porque en estas circunstancias cualquier tipo de presiones o influencias pueden fracasar.

El despacho del ministro de Obras Públicas permanece vacío. Nadie sabe dar cuenta de dónde se halla el titular de la cartera, ni siquiera si existe ministro de Obras Públicas. Julio Just ha decidido instalarse en su despacho con el fin de dar la máxima sensación de normalidad. Mientras, tomará algunas providencias para asegurar la defensa del edificio por si fuera atacado, cosa no improbable, pues en este barrio se están produciendo tiroteos aislados, sobre cuya significación y alcance resulta difícil hacer cábalas.

Su amigo y exdiputado Osorio le ha ofrecido esta noche facilitarle un servicio que puede resultar útil al Gobierno y ayudar a que se completen las informaciones que el colapso de algunos medios de comunicación hace dificultosas; se trata de utilizar la red telefónica de los ferrocarriles. En este momento, Julio Just desea comunicar con el gobernador de León, amigo suyo, para comprobar cuál es la situación en aquella zona, en donde ayer estaba el general Gómez Caminero, inspector del ejército, hombre de prestigio y energía y probado antifascista. León es plaza importante; respaldará al resto de Asturias contra los sublevados de Oviedo, aislándolos de los de Valladolid, Burgos y demás poblaciones castellanas en franca rebeldía. León enlaza con Bilbao por el ferrocarril minero de La Robla.

La sublevación militar se ha corrido por Castilla la Vieja; recuerda que ayer, domingo, él debía haber presidido en Medina del Campo un congreso de regantes del Duero. Fue el propio Indalecio Prieto quien le aconsejó no moverse de Madrid al tiempo que le anunciaba la sublevación en África. Se hubiera metido en la boca del lobo.

Las gestiones del amigo Osorio dan resultado; la red de estos teléfonos puede conectarse con la red general, como ahora acaban de hacerlo.

—Don Julio, tiene al aparato el Gobierno Civil de León…

Se pasa la mano por el cabello para alisarlo y se apoya en la mesa. La fatiga le rinde; trata de no abandonarse para evitar el mal ejemplo. A pesar del calor que hace, no se quita la americana, y antes de salir del Ministerio de Marina se ha rehecho cuidadosamente el lazo de la corbata.

—¡Oiga!… ¡Oiga!… Francés…, ¿es usted?

—¿Quién habla?

—Soy Julio Just; le llamo desde Madrid, desde el Ministerio. ¿Cómo van las cosas ahí? Hemos estado reunidos esta noche con algunos ministros y con Indalecio Prieto y se ha comentado que en el aeródromo habían ocurrido incidentes… Y los mineros asturianos, ¿qué hacen?

—Salieron ayer noche hacia Zamora; se les proporcionaron algunos fusiles; no muchos. Hubo cierta resistencia por parte de los militares. Yo no intervine; estaban en León el general Gómez Caminero y el general Ramírez.

—¿Y la situación en la ciudad?

—Excelente; la presencia de los mineros representaba un alarde de fuerza y un aviso para la guarnición y para los carcas de acá. Los socialistas han declarado la huelga general; en mi opinión, resultaba superfluo, aunque bueno es que los enemigos encubiertos se sientan amenazados.

—Y Caminero, ¿sigue ahí?

—Pues no sé. Acaban de informarme de que se ha marchado; y me extraña. Pero oiga, Julio, dígame ahora a mí: ¿qué hay por Madrid?

—Perfectamente; el Gobierno controla la situación. A los del cuartel de la Montaña, que hacían el tonto, se les ha conminado a que se rindieran. No lo han hecho y se les cañonea y ataca por aire. No tienen escapatoria. En Carabanchel hay un poco de fregado. Pero el Gobierno está firmemente mantenido por parte del ejército, por las fuerzas de orden público y por las organizaciones obreras, que están mostrándose sumamente eficaces en su apoyo.

—Le tendré a usted al corriente…

—Hágame el favor. Personalmente le voy a comunicar al señor Giral lo que me ha contado.

—Hasta luego, Just…

—Hasta luego.

La provincia de León, que se mantiene leal, domina en Astorga la carretera general de Galicia y la línea férrea. En cuanto a los mineros asturianos, pueden constituir una fuerza que obligue a entrar en razón a los militares y a los fascistas de Valladolid.

Cada vez resulta más incomprensible la inconsciencia en que vivía Casares Quiroga, más aún considerando que en el Ministerio de la Guerra disponía de las claves de la información. No hace muchos días fue a visitarle a la Presidencia del Gobierno. Como amigos, se tratan con confianza, pero a él siempre le gusta mantener una actitud respetuosa. Le manifestó que, a través de un militar valenciano amigo suyo, poseía noticias de que la conspiración era vasta e importante. Casares se indignó y llegó a rozar la grosería.

—¿Cuál es su cargo?

—Director de Obras…

—Pues, amigo Julito, siga siéndolo; y yo, presidente del Gobierno y ministro de la Guerra.

Viose forzado, ante tan descomedida frase, a contestarle que dimitía de su cargo, pero que continuaba siendo diputado, condición ésta que le permitía hablar con libertad. Acabaron haciendo las paces; pero, como a los demás que le traían noticias relacionadas con la conjura, tampoco le prestó oídos.

Julio Just se recuesta en el sillón; no permitirá que le derrumbe el cansancio; debe mantenerse vigilante, como el resto de los españoles. No obstante, se pregunta cuál es exactamente la misión y las funciones de un director general de Obras Hidráulicas y Puertos, metido en un Ministerio tan desierto que carece de ministro y subsecretario, en un momento en que los cañonazos retumban por la ciudad y sus alrededores y media España está sublevada contra su Gobierno legítimo.