Zaragoza
Los muchachos que cargan las cajas, sudan; se han quitado las guerreras y las han dejado junto a los camiones; unos requetés les ayudan.
—¡Ánimo, que son para los navarros…!
El jefe regional de la Comunión Tradicionalista de Aragón, diputado Jesús Comín Sangües, alto, recio, tocado con una boina encamada, dirige personalmente la carga de los camiones. La tarde avanza y desearía que esta noche los seis mil fusiles y la cartuchería correspondiente lleguen a Pamplona. Tiene que recorrer muchos kilómetros de carretera, atravesar las Bárdenas, zona de tradición revolucionaria, y la ribera navarra. Ignora qué dificultades y peligros pueden presentársele en el camino; aunque él y la pequeña escolta que va a acompañarle, están dispuestos a afrontarlas a tiros, si la ocasión lo exige. El jefe de los carlistas aragoneses se comprometió con el general Mola a transportar estos fusiles, que en Pamplona resultan necesarios para armar a los requetés. Mola cuenta con ellos. Esta mañana ha comunicado con el coronel Monasterio, pidiéndoselos, pero en Zaragoza, dadas las circunstancias, existe bastante desorden y se ha hecho imprescindible cumplir pequeños trámites administrativos. También ha tenido que ocuparse de la movilización de los jóvenes y acompañarles al cuartel de Castillejos; no solamente son necesarios para restablecer la tranquilidad en la plaza sino que de Zaragoza ha de salir una columna para atacar Madrid —parece que la mandará el comandante Palacios— y los efectivos del ejército son insuficientes.
—Acomodad bien las cajas, no vayan a ir bailando por el camino…
Los elementos izquierdistas y revolucionarios a pesar de las detenciones que desde el amanecer se vienen practicando, han declarado la huelga general; el paro en la ciudad es casi absoluto. Apenas funcionan los tranvías, ni circulan vehículos; hasta los guardias municipales vacan. El jefe de los municipales, que ayer se permitió repartir armas entre los revolucionarios, ha tenido que suicidarse. En los cuarteles se están presentando bastantes voluntarios civiles; además de los tradicionalistas, mozos de Falange, de la JAP y de Renovación. Gracias a Dios, en la Aljafería, en donde están cargándose los camiones, hay fusiles y munición bastantes para armar a toda la ciudad; y ametralladoras.
—Don Jesús —le dice un oficial—, han detenido al coronel Olivares, a los tenientes coroneles Díaz y Peinado, y a diversos jefes y oficiales desafectos…
—Sí, teniente; no es oro todo lo que reluce.
Jesús Comín recuerda la borrascosa sesión del Congreso, en febrero del año anterior, cuando un grupo de diputados presentaron una proposición al Parlamento pidiendo la incompatibilidad entre la condición de masón y la de militar. De las noticias, embarulladas y no siempre alentadoras, que se están recibiendo del resto de España deduce que no les faltaba razón al formular la denuncia. Mentalmente revisa los nombres de los generales que el diputado Cano López lanzó sobre el hemiciclo, y recuerda que el entonces presidente del Consejo y el ministro de la Guerra, amparándose con diversas excusas, no asistieron a la sesión. Villa-Abrille, Batet, Llano de la Encomienda, Miaja, Molero, Pozas, Martínez Monje, Castelló, Núñez del Prado, Gómez Caminero, Riquelme… ¿Y Cabanellas? Bueno, Cabanellas ha sido la excepción… También Romerales y Gómez Morato, pero a ésos en África no les ha valido el triángulo.
—Don Jesús: ¿Cómo va a trasladarse usted a Pamplona?
—Dispongo de un buen coche; me lo va a prestar Jesús Lacruz, que pertenece a la Comunión…
—¡Ah, bien! Porque, vayan con cuidado, que en Capitanía no hay noticias de los pueblos del camino, aunque se supone que toda Navarra está dominada.
—Los fusiles llegarán a Pamplona.
—¡Que la Virgen del Pilar les proteja…!
Barcelona
Que la suerte les está siendo adversa no necesita que se lo manifiesten abiertamente. Al teniente de navío Lecuona, enviado por el general Goded a Mataró, ni siquiera le ha resultado posible abandonar el edificio; el coche blindado tiene las ruedas reventadas; por otra parte, no hay quien pueda ni asomar la cabeza por la puerta. Muchos de los que están dentro de la división empiezan a desmoralizarse.
El brigada de la sección de destinos, Santiago Álvarez Pastor, observa cuanto puede y no sin cierta inquietud. Ignora los informes que de la lucha en la ciudad pueda tener el general o los miembros del estado mayor, pero advierte que algo no marcha como debiera, y que cada vez les tienen más apretado el cerco. Le preocupa el haber creído descubrir tricornios de la Guardia Civil entre los que les atacan, lo cual confirmaría rumores que se han filtrado de que la Guardia Civil se ha enfrentado en la calle con el ejército. Está convencido de que les han aislado en el edificio de la división. Han vuelto a escucharse cañonazos hacia la plaza de Cataluña; hace rato que han cesado. El hecho de ponerse la aviación en contra ha desmoralizado mucho; a la división no han tirado, pero han dejado caer bombas cerca, en Atarazanas; hay visto a alguno de los aviones ametrallando. Díaz Sandino ha ganado la partida en el Prat; aquí dentro se rumorea que el general Goded ha intentado mandar los hidroplanos a destruir la base militar. No ha resultado posible, cualquiera sabe por qué.
Lo que debieran de haber hecho de entrada, era trincar al general Llano de la Encomienda sin guardarle tantas consideraciones. Hasta que el general Goded se ha presentado no se han atrevido a hacerlo. El general Burriel no es persona para dirigir un pronunciamiento. Los capitanes Lizcano y López Belda, ésos hubieran actuado conforme; pero ya se sabe, donde hay patrón no manda marinero. En su calidad de brigada, lo sabe muy bien. Muchos a estas horas andan mohínos y milagro será que a todos —a los otros y a él— no les vuele la cabeza al final de esta aventura.
Con cuidado de no ser descubierto se asoma a una de las ventanas. Desde otros huecos de la fachada, protegidos por montones de legajos con los cuales han formado parapetos, los soldados que después de tantas horas presentan síntomas de agotamiento, siguen disparando. Los hay de la plantilla de destinos a sus órdenes, y los hay de la compañía de infantería que se ha presentado esta mañana con el capitán López Belda.
Observa inquieto lo que pasa fuera; parece como si los atacantes, guardias y paisanos, se agitasen; desde hace un rato ha disminuido la intensidad del fuego. A lo largo de la cerca del muelle que corre paralela a la fachada, y tras los vagones de mercancías estacionados, se observa movimiento. Algún golpe o astucia están tramando contra ellos.
Los muchachos apenas han comido. Él ha conseguido, en una especie de tregua, que de intendencia le enviaran a media mañana un suministro de pan y latas de sardinas, que le han llegado en un camión. Este camión ha tenido que cruzar la plaza de Antonio López ocupada por los atacantes. Entregado el suministro, el camión ha regresado, no sin que el cabo de intendencia le haya exigido un vale firmado por los ranchos en frío suministrados. Una cosa es la administración y otra los tiros. Los muchachos de intendencia le han contado que ellos estaban con el Gobierno; su jefe, se entiende. Para el almuerzo de los generales y altos jefes, ha convencido al sacristán de la iglesia de la Merced, que linda casi con Capitanía, que ayudado por el cura o por quien fuera, preparara una suculenta paella para doce. Nadie ha tenido ganas de comer; apenas la han probado. Aunque sin demasiado apetito, él ha comido algo; lo peor que le pueda pasar a un militar es perder las fuerzas o que se le debiliten.
Junto al bordillo de la acera del paseo central está el cadáver de un paisano, vestido con camisa blanca, pantalón oscuro y alpargatas. Cayó recostado contra el bordillo al empezar la lucha, y como a su lado había un «Winchester», hacia las ocho de la mañana y aprovechando un momento en que el fuego casi se ha paralizado, ha mandado al cabo López Benet que saliera en una escapada y recuperara el arma. El cabo, en una carrerilla, ha cogido el rifle y ha dado con el pie al hombre para cerciorarse de que estaba muerto; y lo estaba. Resulta desagradable tener constantemente ante los ojos un cadáver; con el sol que le calienta desde hace diez horas debe estar descomponiéndose: seguro que huele mal.
En el interior de la Capitanía les han hecho varios muertos y bastantes heridos. Una de las víctimas es una de las mujeres de la limpieza; la conocía. El capitán médico Montserrat, que se ha presentado de madrugada, es quien se cuida de atender y curar a los heridos.
Apoyado en la ventana contempla el cadáver del hombre de la camisa blanca y las alpargatas. Quizás era un separatista, quizás un anarquista. Ha creído oír un estampido distante; no la explosión de una bomba, más bien como un cañón que disparara… Saltan los cristales en añicos y el edificio se conmueve. Los soldados se sobresaltan; algunos se arrojan al suelo. Humo, polvo y cascotes. Se ha quedado paralizado, mirando por la ventana; moverse ya era inútil. El hombre de la camisa blanca y las alpargatas ha dado un bote inesperado. El proyectil ha explotado contra una de las columnas de la fachada principal; a escasos metros de donde el hombre se hallaba. Ha arrancado a correr a gran velocidad y ha desaparecido de su vista. Capaz ha sido de resistir diez horas fingiéndose muerto, temeroso de que los fusiles que desde las ventanas acechaban pudieran realmente matarle. Gritos de júbilo y manifestaciones de alegría corren, como la electricidad, a lo largo del muro enrejado del puerto. Coge un fusil, apunta y dispara. Los soldados, siguiendo su ejemplo vuelven a abrir fuego.
El capitán Lizcano sube apresuradamente a buscarle.
—Álvarez; volvamos a la ametralladora.
Escucha de nuevo el estampido lejano de salida del proyectil. Explota el cañonazo con rotura de cristales y más caída de cascotes. Otro cañonazo aún; demasiado seguidos para ser disparados por la misma pieza.
—Es desmoralizador, pero menos peligroso de lo que parece.
En la terraza superior, en el ángulo defendido por una de las torrecillas que coronan el edificio, han dejado emplazadas las ametralladoras. Observan con intención de descubrir de dónde pueden proceder los cañonazos; Lizcano apunta la ametralladora en dirección a la plaza de Antonio López y aprieta el gatillo. Consume un peine entero. Suena otro cañonazo; el proyectil da en el edificio de refilón.
—Mi capitán, tiran por elevación, desde allá. Es otra pieza o batería mucho más lejana. Debe estar hacia los baños de San Sebastián.
Observan en esa dilección; nada consiguen descubrir. Es posible que les disparen desde dos puntos distintos.
Grandes humaredas se alzan sobre las azoteas de la ciudad. Uno de las humaredas corresponde a la iglesia de Santa María del Mar, otra, algo más allá, podría ser San Pedro de las Puellas. En la plaza de Antonio López se advierte mucho movimiento; descubren emplazadas algunas piezas. El tiroteo se intensifica. El capitán Lizcano toma la puntería y aprieta el gatillo de la ametralladora.
Está en una sala larga, sórdida, encalada, que da a la calle por unas ventanas defendidas con rejas. A pesar de las rejas, no se trata de la cárcel; le han traído en camilla al Hospital Militar de la calle Tallers, un edificio antiguo y sombrío que él conocía de pasar por delante. Tiene el lado derecho de la cara inflamado; ya no le duele, está como anestesiado. A ratos desvaría como si la cabeza se le fuese, pero se siente tranquilo, relativamente tranquilo. En el hospital hay ajetreo; no caben los heridos y siguen llegando más. Se ven obligados a colocarlos en el suelo, entre las camas, sobre colchones. Hace poco tiempo —¿una hora, dos?— que se halla aquí y este horror le parece normal; incluso a su propia herida se ha acostumbrado. Junto a él jadea un hombre con la cara terrosa y el vientre destrozado, mal cubierto con vendajes ensangrentados. Por los pantalones azul marino, que no le han quitado y que lleva abiertos, se descubre que es un guardia de Asalto. Un enfermero le ha despojado de los leguis; los calcetines rojos agujereados en uno de los dedos dan a los pies apariencia grotesca. El herido ha retirado la sábana y otro guardia, que lleva el brazo en cabestrillo, se ha acercado y ha vuelto a taparle. Intenta hablar, pero no le contesta. Deduce que es de los guardias que han luchado contra ellos; pero acá nadie está enterado a favor de quién luchaba él. Le han tomado por soldado; «un corneta», ha sentenciado uno de los guardias civiles que le han detenido, y él se ha limitado a afirmar. Cuando le han preguntado su nombre, apenas podía pronunciarlo, pues en la boca inflamada la lengua no le obedece. En lugar de Echevarría han anotado Esteve, y al preguntarle si se llamaba así ha afirmado con la cabeza. Lo mejor es que no le identifiquen, porque si se averigua que es falangista pueden fusilarle. Oye las peores amenazas contra militares y falangistas y con él nadie se mete por ahora. Los militares van perdiendo; aquí dan por descontado el triunfo de la Generalidad. De momento, lo importante es salvar la vida; después, quién sabe lo que puede ocurrir. Según le han dado a entender, mientras le hacían precipitadamente la primera cura, parece que la herida no es demasiado grave; él mismo nota que no lo es.
Cuando le han herido en el casino militar ha conseguido llegar hasta la sala de esgrima, y allá, en la ducha, no se explica por qué, se ha desnudado. Ha caído desmayado; después ha tenido la impresión muy vaga de que se estaba desangrando. Los compañeros le han recogido y un médico militar le ha practicado allí mismo una cura dolorosa, que transcurrido un rato le ha aliviado. Le han cubierto con el albornoz de alguno de los socios y le han dejado extendido en un diván. Cerca disparaban con un fusil ametrallador y el ruido le machacaba en la cabeza. Más adelante han anunciado que venía la Guardia Civil y se han puesto muy contentos; él mismo, haciendo un esfuerzo, se ha levantado a verlos. Han entrado en el casino y les han cogido a todos prisioneros. En camilla le trasladaron al hospital militar. Mientras se alejaban, otra vez arreciaba el tiroteo en la plaza de Cataluña.
En la misma sala, al extremo opuesto, está otro falangista, Allegret, uno de los primeros a quienes han alcanzado los disparos en la plaza de la Universidad. Varios paisanos les han tiroteado desde detrás del monumento al doctor Robert y ellos les han replicado; procedían del local del Partido Federal Ibérico. Allegret se ha llevado las manos a la cara y ha empezado a gritar; le habían pegado un tiro en un ojo. La primera herida les ha asustado a todos. Cerca de Allegret están García Ramal y otros falangistas heridos, cuyo nombre no recuerda. Les ha saludado con disimulo; les conviene disimular y tratar de pasar inadvertidos.
Las monjas que prestan servicio en el hospital parecen asustadas; una de ellas se aproxima a la cama del guardia gravemente herido. Le observa, le toma el pulso y sale apresuradamente. El guardia tiene la cara terrosa: no parece el rostro de un hombre, más bien de un muñeco; la expresión de dolor va desdibujándose. Tampoco jadea. Vuelve a entrar la monja; le sigue el teniente coronel médico, el mismo que ha dicho que no es grave su herida. El doctor Aznar se cubre con una bata blanca manchada de sangre. Por detrás se asoma el compañero del guardia que se acercó antes a taparle. El doctor se inclina sobre el guardia; le hace un gesto a la monja. La monja levanta la sábana con la mano izquierda mientras con la derecha traza con disimulo una cruz sobre la frente. El guardia del brazo en cabestrillo se ha quedado plantado ante la cama. La monja cubre el rostro de aspecto terroso con la sábana.
—Se llama Segismundo Tardienta, es cabo del escuadrón…
El doctor Aznar se vuelve hacia el guardia del brazo en cabestrillo, que acaba de hablarle.
—Si usted conoce a la familia, puede avisarla para que venga a hacerse cargo… Puede usted salir, buscar un teléfono… En fin…
Mientras se retira apresuradamente hacia la puerta de la sala, le dice en voz alta a la monja que se ha quedado a los pies del lecho.
—Mande que vengan a llevárselo.
—¡Dios mío! ¡Dios mío!
La monja junta las manos y se aleja con la cabeza baja; cuando pasa cerca de su cama, las faldas mueven un aire agradable que alivia lo insoportable del calor. En la sala, los demás guardan silencio.
Lo importante es salvar el pellejo, y si hasta ahora la suerte le ha acompañado, la suerte puede continuar favoreciéndole. Va calmándosele el miedo; ha habido momentos en que ha estado aterrorizado. No creía escapar con vida. Afortunadamente, ha conseguido despojarse de la guerrera sin que nadie le viera. La guerrera militar ha quedado abandonada en un portal; buen provecho le haga a quien la encuentre.
Cuando huyendo por las calles del Ensanche veía tanta gente armada, tantos coches con los cañones de los fusiles asomándose por las ventanillas, tipos revolucionarios con cascos de los soldados, colchones colocados sobre la capota de los automóviles, banderas, puños en alto y amenazas, le ha entrado pánico. No había para menos, porque José Put, veterano luchador del sindicato libre, de la peña Nos y Ego, del España Club, es demasiado conocido de los sindicalistas, de los separatistas, de cuantos en este momento son amos y señores de la ciudad; y para despachar a un enemigo no necesitan más trámite que disparar contra él.
Lo que lo conviene es acabar de serenarse, esquivar los peligros, mantenerse alerta y procurar pasar inadvertido. A sus treinta años no se infunden tantas sospechas; hoy persiguen y acechan principalmente a los militares, y él no tiene lo que se dice aire marcial, a pesar de que pegue tiros como cualquier profesional. ¿Adónde se dirige? No lo sabe; a su casa no puede ni pensar en acercarse: los vecinos le conocen, está fichado por la policía y, ahora lo recuerda, guarda ocultas unas pistolas; en casa de su novia tampoco se atreve a presentarse: no estaría seguro y la comprometería. Es difícil que por la calle le reconozcan: los viandantes caminan distraídos, asustados, de prisa; y los revolucionarios han requisado los automóviles particulares y corren a demasiada velocidad para fijarse en nadie. Mala suerte sería que algún enemigo le descubriera. Desde luego que la CNT se la tiene jurada; apenas le permiten trabajar en su oficio de cocinero: le boicotean.
Disparaba con un fusil ametrallador desde una de las ventanas de la planta baja de la Universidad; disparaba contra los paisanos que se asomaban por la desembocadura de la calle Pelayo y de la ronda de San Antonio; se le ha encasquillado. En el interior del edificio, los heridos eran numerosos y, después de tantas horas de excitación y lucha, militares y paisanos comenzaban a desanimarse.
Se ha presentado un oficial, a quien él no conocía, diciendo que los voluntarios podían retirarse. «Esto se ha acabado», ha añadido. Comprendiendo que iban a hacerle prisionero, con todas sus consecuencias, ha escapado al jardín; por la parte posterior ha saltado la verja. Unos requetés han hecho lo mismo que él. Al hallarse en la calle ha echado a correr y, en una portería que ha encontrado abierta, se ha quitado la guerrera.
De madrugada han salido del cuartel de Pedralbes muy campechanos, como si se tratara de un paseo militar. En las primeras escaramuzas, la suerte se les ha presentado favorable. Han detenido a diversos paisanos y los han desarmado. Una patrulla ha detenido a Ángel Pestaña y a los que le acompañaban. El comandante le ha entregado un parte para un oficial de los que en la plaza de Cataluña defendían el hotel Colón; por el camino le han tiroteado; ha regresado sin una rozadura. El aspecto de la plaza de Cataluña no le ha complacido. Por asomarse a curiosear a un balcón del hotel por poco le afeitan; ha sentido la bala rozarle la cabellera.
Como al saltar la verja ha tomado instintivamente hacia la derecha, continúa caminando en la misma dirección. Si alguien le detuviera, que ya procurará que no ocurra, pretextará que se encamina a visitar a su madre al hospital de San Pablo. Hoy no perderán el tiempo en hacer comprobaciones rigurosas.
En la calle de Marina, cerca de la de Mallorca, ha cruzado de acera porque ha descubierto hombres armados, coches y animación en el Ateneo Libertario de Poblet. Frente a la Sagrada Familia también hay reunidos coches, faieros y mujeres.
Sigue andando; el cansancio se deja sentir, pero el ánimo se va serenando. Arden iglesias de barrio y conventos y en algunos lugares suenan tiros. Coches con letreros revolucionarios y banderas recorren las calles claxoneando. En numerosas calles transversales levantan barricadas que las cortan y detienen a los que circulan en coche y les exigen la documentación.
Durante los días pasados ha mantenido contactos de enlace con diversos militares y civiles. En la pensión Savoy celebraron una reunión. En general, los militares suponían que los paisanos no debían intervenir, que ellos solos se bastaban. Aceptaron la colaboración de los civiles a última hora y por condescendencia.
Estas calles están menos concurridas; se acerca a la barriada de Horta. Algunos bares han abierto. De buena gana entraría a tomarse un café con leche; pero no se atreve. A la puerta, alrededor de un velador colocado en la acera, unos vecinos juegan al dominó. La radio a todo volumen sigue chillando y tocando himnos catalanistas y revolucionarios.
Pasa junto a una casa en construcción; no ve a nadie por los alrededores; se detiene junto a la puerta y enciende el último cigarrillo que le queda. El guarda debe haber abandonado su puesto para presentarse en su sindicato; será de la CNT o comunista quizá. En un rincón han amontonado unos sacos. Entra en la obra, vigilando que nadie le descubra. Coge unos cuantos sacos. Mañana lunes tampoco acudirán los albañiles al trabajo. Sube por la escalera a medio construir; después se encarama por una escala de madera. Busca un lugar apartado y escondido. Echa los sacos en un rincón y se tumba sobre ellos. Está extenuado. La fatiga es tanta que ha superado el miedo. Dormir es lo importante, descansar y olvidar.
Pueblo cacereño
El día ha sido en extremo caluroso, pero a medida que el sol va cayendo hacia el horizonte remite el calor. Sentado en un sillón de mimbre, abierta la ventana por el lado que da a la carretera, ve proyectarse la sombra de la casa, muy alargada, sobre el reseco jardín.
Abre el ejemplar de El Socialista, que le ha llegado de Madrid. A pesar de que es domingo, el cartero le ha traído a casa el periódico, porque el cartero está afiliado a la Casa del Pueblo y, además, le salvó a una hija que padecía difteria.
Lee los grandes titulares: «Parte del ejército, faltando a su juramento, se ha levantado en armas contra el Estado». Y a continuación: «Pero los rebeldes están localizados, y el pueblo en armas colabora con las tropas leales en defensa de la República. Los mandos militares facciosos han sido destituidos; los soldados de las plazas sublevadas, licenciados, y las unidades de rebeldes, disueltas».
Este movimiento va a quedar reducido a otra sanjurjada; los militares son de mucho ruido y pocas nueces. Podría ser algo más grave que cuando Sanjurjo; tampoco llegará la sangre al río. Los socialistas se han colocado decidida y enérgicamente al lado del Gobierno y nada grave va a suceder. Desde ayer, en los momentos que le han quedado libres, procura escuchar las noticias de Unión Radio Madrid. Nerviosismo hay, se advierte, y malestar en las guarniciones, pero la «acción fervorosa y decidida del proletariado aplastará de una vez para siempre el fantasma del fascismo», como bien dice El Socialista.
El doctor —le llaman doctor, es sólo licenciado— don José García se encuentra en casa esperando la visita de don Gumersindo, propietario, prestamista y agente electorero, que en su última visita a Madrid ha contraído una blenorragia. Como médico de su fracción política y amigo, se ve obligado a curarle en el mayor secreto, dando capa partidista a sus cotidianas visitas. Ni siquiera a su mujer se ha atrevido a confesárselo, porque, como ella es muy religiosa, le acusaría de alcahuete o algo parecido. Su mujer le detesta porque, cuando en tiempo de la Monarquía don Gumersindo trabajaba para los liberales, se apropió de las fincas y de parte de los ganados de un hermano suyo, dejándole en la ruina. Es cierto que su cuñado, ya difunto, era jugador de temperamento y se pasaba las noches naipe en mano en el casino. Don Gumersindo le prestaba dinero y le exigía firmas y firmas que un día presentó al cobro.
Continúa leyendo los titulares; está cansado, va envejeciendo y las vida en este pueblo cacereño resulta triste y aburrida; embrutecedora. Cayó aquí como podía haber ido a parar a otro lugar; quedaba una plaza vacante. Se casó con una muchacha acomodada, les nacieron hijos. Ya no saldrá de aquí: este pueblo será su sepultura, y a fe que ni como sepultura le complace.
«Los aviadores leales al Gobierno bombardean a los sediciosos de Ceuta y Melilla». La cosa va en serio; abortará la sublevación en Marruecos, pues la Escuadra permanece leal. «Destitución de los generales Franco y Lara», «Nombramiento de los generales Núñez del Prado y Mena». Poco a poco sustituyen a los generales rebeldes por otro leales. «El general Virgilio Cabanellas es destituido del mando de la Primera División…», «En Pamplona, un fascista asesina al comandante de la Guardia Civil», «En Las Palmas, las fuerzas de Asalto y la Guardia Civil se baten contra las tropas insurrectas». Por eso han debido destituir a Franco: habrá intentado sublevarse en Canarias… Cuanto está ocurriendo le desazona y le produce fuerte malestar; la política, en general, le asquea. Detesta a las derechas porque son el camuflaje de los poderosos, que emplean la política para dominar y oprimir al pueblo y mantenerlo en la ignorancia y la miseria; detesta a los militares por su orgullo, su incultura y porque con su fuerza y despotismo apoyan a los grupos más reaccionarios; detesta al clero por su codicia, por su influencia desmedida, conseguida arteramente, porque predica en favor de que los acaudalados se mantengan en el egoísta disfrute de sus bienes y frenan el avance de la humanidad; también detesta a las izquierdas por su incapacidad, por su fantochería, porque piensan en apoderarse de lo que las derechas detentan, por su ridiculez, y también, y eso no se lo confesará a nadie, aborrece a los socialistas, por envidiosos, porque buscan su medro personal, y porque en este pueblo se apoyan en don Gumersindo, y porque él tiene que soportar sus tabarras, sus quimeras, sus mezquindades. Está cansado; hoy ha hecho demasiado calor, y su hijo ha vuelto a escribirle desde Madrid pidiéndole dinero.
Una noticia le llama la atención: aparece en la segunda página, bastante resaltada por titulares y tipo de letra: «El general Queipo de Llano hace traición» — «La caballería entra en Sevilla al grito de ¡Viva la República!». Lee por curiosidad: anoche oyó por radio Sevilla a Queipo, y esta tarde ha vuelto a escucharle. Un fantoche que era republicano. Pronto su efímero virreinato se le acabará; otro Sanjurjo. Y es que los sevillanos son así de fanfarrones y amigos de cuarteladas y se embarcan con cualquier aventurero; el primero que se les presenta. «A las siete y veinte se ha radiado desde Gobernación la siguiente nota oficial (¿habrán cerrado tan tarde la edición, o será una noticia trasnochada, de ayer?): Continúan todas las provincias españolas en absoluta obediencia al Gobierno de la República. Algunos núcleos en donde se iniciaba cierta inquietud han reaccionado rápidamente y se ponen decididamente al lado del Gobierno, que confía en que la subversión quede localizada en sus pequeños focos actuales. En Sevilla, donde se declaró de manera facciosa el estado de guerra por el general Queipo de Llano, se produjeron actos de rebeldía por parte de elementos militares, que fueron repelidos por las fuerzas al servicio del Gobierno. En estos momentos ha entrado ya en la ciudad, como refuerzo, un regimiento de caballería al grito de ¡Viva la República! El resto de España continúa fiel al Gobierno, que domina en absoluto la situación. Desde Huelva y la cuenca minera de Ríotinto marchan hacia Sevilla camiones con trabajadores para combatir junto a las fuerzas leales. El espíritu de los guardias de Asalto y civiles de Sevilla es magnífico. Se baten contra los sediciosos bizarramente y secundados…».
Una polvareda que avanza en dirección a la casa y el ruido de un motor le distraen de la lectura. El automóvil, un «ford» verde oscuro, describe una corta curva frente a su casa y frena de golpe. No conoce al propietario de este coche de la matrícula de Cáceres. Desciende un hombre despeinado y en mangas de camisa. ¡Su hermano Roque! Alguna desgracia puede haberle sucedido. Roque se acerca al ventanal y le grita desde el jardincillo:
—Estamos perdidos, Pepe. ¡Se han apoderado de la capital!…
—¿Qué dices? Anda, pasa…
Roque observa a derecha e izquierda; demuestra estar atemorizado. Con trabajo, pues no es demasiado joven, penetra en la sala saltando por la ventana; se sienta frente a él en una mecedora, respira con dificultad.
—¡El desastre! ¿No sabes? Vengo escapado… Hemos de hacer algo, movilizar a los compañeros… En el último momento he conseguido sacar ocho pistolas de la Casa del Pueblo y tres escopetas más… ¡Ya está allí la fuerza! Tenemos que levantar los pueblos de la provincia y organizar una columna…, o interceptar con barricadas las carreteras. Nos han traicionado, Pepe; nos han traicionado en Cáceres; puedo proclamarlo en voz alta, que me oigan…
Está agitado, crispa las manos cogiéndose a los brazos de la mecedora; las venas se le hinchan, tiene la boca seca.
—Reposa, cálmate; no comprendo bien…
—Nos han traicionado y don Miguel Canales, el gobernador, se ha dejado atrapar como un conejo. Está perdida la ciudad, nos han desbaratado. El que ha podido ha escapado. Yo he cogido este coche, que estaba frente a la iglesia de San Francisco; un compañero llevaba las pistolas en un saco y las escopetas desmontadas. Ha preferido quedarse: es un ferroviario, padre de seis hijos; cree que no ha de ocurrirle nada malo.
El doctor José García se levanta, coge un vaso y lo llena de agua de una alcarraza. Se acerca a su hermano, se lo ofrece. Roque bebe el agua de un trago.
—Le decíamos a don Miguel que nos entregara las armas, y él que no y que no, que la Guardia Civil y la de Asalto permanecerían bajo su obediencia… Ya sabes cómo es don Miguel: un iluso, un conservador. Insistía en que don Manuel Álvarez, el coronel, le había prometido que no pensaba sublevarse… Han salido a la calle hacia las once y media. Desfile con música y tambores y lectura del bando en la plaza; y han instalado una ametralladora. Y todos, todos con ellos: los de Asalto, los civiles… Teléfonos, el Ayuntamiento, Correos… Los presos fascistas, fuera de la cárcel… Y vendrán, vendrán para acá; debemos cerrarles el paso… Ya estaban deteniendo a los más significados… Romero Solano ha escapado al monte.
Puesto en pie se pasea por la habitación, agitando los brazos, golpeándose el pecho.
—¡Vamos a la Casa del Pueblo! Que se armen los compañeros. Hay que cercar el cuartel de la Guardia Civil, detener a todos los carcas, degollarles si es preciso, cortar la carretera…
—¡Cálmate, Roque, cálmate! Pensemos despacio. Acá no pasa nada: todo sigue como siempre. Acabo de recibir El Socialista y la sublevación ha abortado; si los del Regimiento de Argel se han vuelto locos en Cáceres, lo pagarán, no temas. Como nadie te ha visto llegar, que a estas horas están en el casino, vamos a trasladar el auto a la finca de mi mujer y esconderlo allá.
—Los de derechas se están armando y han salido ya en camiones…
—Cáceres está muy lejos y el Gobierno tiene la sartén por el mango. A Queipo no tardarán en derrotarle. En Barcelona se ha sublevado un regimiento y lo han batido. Vienes impresionado. No armemos lío en este pueblo; yo no deseo meterme en nada. Votar, bueno, pero nada más. ¿Tú sabes lo que me ocurrió con el sargento de la Guardia Civil, verdad? Pues no quiero que cumpla su promesa. Cuando redacté el certificado de los huelguistas aquellos que habían apaleado me cogió a solas: «A usted, don José, un día u otro le seguiré las costillas». ¿Y qué pasó, di, cuando fui a Madrid? ¿Qué me dijeron? Me preguntaron que si disponía de testigos; como si el sargento fuera tonto… Como ahora me coja, me he caído con todo el equipo.
Se va otra vez hacia la alcarraza, que está sobre la mesa cubierta con un tapete bordado. Llena el vaso de agua y de la alacena saca un bote de bicarbonato, se sirve con una cucharilla, lo disuelve en el agua y se lo bebe.
—¡Está bien! Haz lo que quieras. Yo me marcho a la Casa del Pueblo.
—Escúchame, Roque. Ya que has escapado con bien de la capital, ¿por qué no haces una cosa? Coge el coche, carga de gasolina en el poste, allá está Luciano que no dirá ni pío, y sigue viaje a Madrid. Esperas que las cosas se arreglen, que no tardarán… Toma por el camino de las eras y rodea… Yo espero a don Gumersindo: tengo que hacerle una cura… Una úlcera en el trasero… ¿Quieres esperarle y le preguntamos lo que más convenga?
—Don Gumersindo es un sinvergüenza, ya lo sabes… Y, además, ¿cuánto tardará?
—Depende; si pierde en el juego, viene en seguida; pero como vaya ganando, se olvida de que estoy aquí esperándole.
Barcelona
La escena, de la cual él es desdichado protagonista, le parece al general Goded que sucediera lejos, como si no participara en ella, como si ocurriera fuera de la realidad inmediata. El cansancio y la tribulación de las últimas horas, la angustia que ha culminado cuando las turbas han irrumpido en el edificio de la división, arrollándolo todo, confundiéndose paisanos con guardias de Asalto en mangas de camisa y guardias civiles que habían perdido compostura y disciplina, le han dejado una sensación de fatiga, un deseo de inhibición, que le obliga a esforzarse para no aparecer desconcertado delante de cuantos le observan y para desentrañar las intenciones del presidente Companys, que pudiera tenderle alguna mala añagaza. Él es militar, no político; y ha sido derrotado. Mejor hubiera sido morir en el combate; morir es relativamente fácil. Le espera un calvario que probablemente también acabará con la muerte. Ha sido humillado, que es lo peor; un general y de uniforme ha sido insultado, befado. Si no se lo impiden, se pega un tiro y acababa con todo; porque van a ocurrir hechos peores y más humillantes. El presidente Companys, que es un político y que en estos momentos se siente feliz, trata de convencerle de que hable por radio para que las fuerzas que aún resisten depongan las armas. En Barcelona están vencidos; aguantarán una hora o una noche, pero resulta inútil la resistencia. ¿Qué sucederá si vienen tropas de Mallorca con la batería del 15? Seguramente, que los revoltosos se apoderarán de ella. ¡La Guardia Civil! Y algunos, con aquella prisa por rendirse como si confiaran en salvarse. ¿Dónde estará su hijo? Pérez Farrás se ha hecho cargo de él, probablemente por orden del propio Companys que se reservaba la baza política. Hablará; están perdidos. Cualquier intento de resistencia se halla condenado al fracaso.
—Catalanes, españoles, el general Goded, jefe de la insurrección en Barcelona, les va a dirigir la palabra, atención, atención. Oigan al general Goded.
Que la voz no se altere; lo importante es medir las palabras. Van a grabarlas en ese disco. Al acercarse al micrófono le obsesiona una idea: medir, una a una, las palabras.
—La suerte me ha sido adversa y he caído prisionero; si queréis evitar el derramamiento de sangre, quedáis desligados del compromiso que teníais conmigo.
Abate la cabeza; nota un dolor profundo, una desilusión que le recorre las venas y le aniquila; y, al mismo tiempo, una sensación de alivio, como si se vaciara de ese mismo dolor. ¿Por qué un hombre, un militar, un general, no puede llorar? Le miran otra vez, le hacen señas; esperan que añada algo más. ¡No! Ha terminado. ¿No ha dicho bastante? ¡Basta! Ha terminado; no tiene nada que añadir.
Companys se aproxima al micrófono; él se retira. Companys empieza a hablar en catalán. Ha ganado; es el vencedor. La voz del presidente es ronca, emocionada, habla pausadamente:
—Catalans! Només unes paraules, perquè aquests són moments de fets i no de mots. Acabeu d’escoltar el general Goded, que dirigía la insurrecció i que demana que s’eviti el vessament de sang. La rebellió ha estat sufocada…
La tarde va cayendo; una luz espesa entra por los ventanales que dan a la plaza de San Jaime; en el mástil ondea la bandera catalana. Le aniquila la fatiga: querría dormir, si dormir fuese posible. Dormir para siempre. Tiene que mantener la compostura, permanecer digno ante el presidente, ante sus vencedores. Aunque derrotado, es un general del ejército español. Las palabras en catalán que pronuncia Companys a su lado, junto al micrófono, suenan lejanas, inútiles.
—… La insurrecció ha estat dominada. Cal que tots continueu a les ordres del Govern de la Generalitat i us atengueu a les seves consignes. No vull acabar sense fer un fervorós elogi de les forces que amb coratge i heroisme han lluitat per la legalitat republicana, ajudant l’autoritat civil. Visca Catalunya! Visca la República!
Madrid
—Escúchelo usted mismo, señor presidente; han debido de grabarlo en disco.
—Pero no creo que sea la auténtica voz del general Goded; será una martingala para desmoralizar a los sublevados.
El presidente de la República acaba de oír por la radio las palabras pronunciadas por el general Goded en Barcelona y la corta alocución del presidente Companys. Cuando se lo han venido a anunciar ha corrido hasta el receptor de radio que conecta la radio barcelonesa.
—Póngame en comunicación con el presidente de la Generalidad. De ser cierta, es una gran noticia, la más sensacional… Barcelona, ¡ahí es nada!
Le alarga el aparato:
—Señor presidente: la Generalidad…
—Oiga, Companys, ¿qué es eso? ¿Es cierto lo que oigo por radio… o es que ustedes…?
…
—¡Es magnífico! Le felicito, amigo Companys; un éxito personal para usted… Seguíamos las noticias de la radio de ahí con cierta preocupación…
…
—¿La Guardia Civil? Claro…, claro. Y el pueblo, también, desde luego. El magnífico y valiente pueblo catalán.
…
—Le felicito, amigo Companys, y me felicito a mí…
…
—… y ¡Viva Cataluña! también.
Cuelga el aparato y se queda un instante en silencio; parpadea tras sus gafas.
—Es cierto, señores: el propio Goded, a quien han hecho prisionero, es quien ha hablado por el micrófono. La sublevación ha sido vencida tras encarnizada lucha en las calles. Quedan tres reductos secundarios, en donde los militares se baten a la defensiva. Los cuarteles se rinden a las fuerzas que han permanecido leales. Y la Guardia Civil, señores, ha luchado contra las tropas rebeldes. Ha habido…, ha habido muchos muertos por ambas partes.
Azaña reflexiona un momento, agacha la cabeza y se remueve en el sillón.
—Pero todo esto ha ocurrido allá, en Barcelona, lejos. En Madrid pueden ocurrir las cosas de muy otra manera, como en Sevilla, en Pamplona, en Valladolid, en Segovia, en Canarias, en Mallorca, en Marruecos…
Llevan horas forcejeando, tratando de entrar en la Maestranza y Parque de Artillería del Pacífico. De los sindicatos les han mandado aquí, porque desde primeras horas de la tarde corre el rumor de que van a repartir fusiles a los afiliados. Hay mujeres, hay niños; discuten acaloradamente. Una compañía de soldados de infantería les impide la entrada. También hay guardias civiles y de Asalto; éstos, que son los más simpáticos, les recomiendan paciencia. Algunos exaltados proponen asaltar el Parque, arrollando a la tropa. Entre el bullicio se advierten idas y venidas de militares que cabildean y discuten entre ellos.
El jefe del Parque, el teniente coronel don Rodrigo Gil, es de ideas izquierdistas. Corre la voz de que está dispuesto a armar al pueblo, pero que no viene la orden del Ministerio de la Guerra, y es que el Gobierno no sabe por dónde anda, de desconcertado que está.
—El teniente Orad, que es de los nuestros, ha mandado que nos retiremos un poco hacia afuera; promete que nos van a repartir quinientos fusiles a los de la UGT.
—Ganas de hablar; vendrán militares a hacerse cargo de los fusiles para los batallones que forman.
—¿Qué forman, dónde?
—¡Anda! ¿No lo sabes? En la Castellana. Y en la Puerta del Ángel; Mangada organiza otro batallón…
—¡Ése sí que es un militar!…
—Acá van a distribuir fusiles; bastará con enseñar el carnet.
Anoche, mientras cenaba, oyó las alocuciones que distintas personalidades políticas y obreras pronunciaban por los micrófonos de Unión Radio. En cuanto terminó de cenar se presentó en la Casa del Pueblo; encontró a varios compañeros, pero había demasiado desorden. Distribuyeron unas pocas armas; a él no le alcanzaron. En una de las dependencias, un teniente enseñaba, a quien quería aprenderlo, el manejo del fusil. Lo conoce de cuando hizo el servicio militar, hace cuatro años; no necesita que nadie se lo enseñe.
Unos camiones que se presentan con gran estruendo son ovacionados por el público. En los camiones llegan unos militares de uniforme y guardias de Asalto; les abren paso, avanzan entre la muchedumbre. Un obrero grita:
—¡Viva el coronel Mangada!
—¡Vivaaaaa! —corean cien voces.
—¡Viva la República!
—¡Viva la Revolución social!
—¡Mueran los fascistas!
—¡Abajo los traidores!
Las verjas del edificio se abren; los soldados ceden. La muchedumbre entra tumultuosamente en el patio. Los guardias tratan de canalizarla. Los camiones avanzan penosamente entre el gentío en movimiento. Los militares sudan embutidos en sus guerreras. Mangada, seco, tostado por el sol, despeinados sus escasos cabellos, con gafas y nervioso, se ha desabrochado la guerrera y ha sacado el cuello de la camisa por fuera en forma antirreglamentaria y deportiva.
Renuncia a entrar; si han de entregar fusiles, ya se los darán. No le gustan los motines; si el proletariado empuña las armas, debe hacerlo de manera seria, consciente; no en plena algarada bullanguera. Tampoco le tienta alistarse en uno de esos «batallones del pueblo». Nada de batallones; él es antimilitarista desde que hace cinco años sirvió en un cuartel de Jaén. Pegará tiros si hace falta y se jugará la vida; está dispuesto a obedecer a jefes, militares o civiles, que sepan más que él; pero no aceptará la disciplina militar: pensar en ella le revuelve las tripas.
Pasan discutiendo unas mujeres; la tez encendida por el calor, por el contacto con la muchedumbre, les da aspecto de perturbadas, que el despeinado acentúa. Una de ellas, mientras camina, se abanica con el propio escote de su vestido veraniego. Los sobacos han dejado dos grandes manchas de humedad en el género de algodón floreado.
—Chica, yo me voy; ahí se ha quedado mi hermano…
—Esas cajas eran las ametralladoras…
—Te digo que a esos chulos les van a dar más que a una estera…
Durante la noche formó parte de una patrulla que recorría los bulevares. Más de la mitad de los que la integraban iban armados de pistolas. Paraban a los automóviles, exigían la documentación a sus ocupantes. Lo mismo hacían con la gente que andaba rezagada y les parecía sospechosa. Los interrogaban. A un joven que les pareció que tenía aspecto de fascista lo retuvieron un rato; por fin le condujeron a la comisaría de Policía. El comisario le puso en libertad por falta de pruebas.
El servicio aquel le desagradaba; antes de amanecer regresó a casa y ha pasado la mañana durmiendo. Cuando se ha despertado, su mujer estaba enfurruñada con él. Desearía que él no se metiera en nada, que los otros le sacaran las castañas del fuego; eso no puede ser. O todos o ninguno.
Para complacerla y desagraviarla se ha quedado en casa escuchando la radio. Hacia las cinco se han presentado su cuñado y el Anastasio, comunicándole que en el Parque repartirían armas; acá se ha venido con ellos. Después se han separado, les ha dejado; son demasiado exaltados los dos, y gritones, que es peor.
Discutiendo en un corro descubre a su cuñado, acompañado de uno que trabaja con él en el metro y que vive en la Guindalera.
—Vente con nosotros, Mariano…
Les sigue; el grupo va engrosando, mientras se dirigen hacia un solar que dista un centenar de metros.
—¿Has traído el carnet, tú?
—Acá lo llevo…
—Hemos hablado con el teniente Vidal. Nos ha recomendado que esperemos ahí. A los miembros del Partido Socialista y a los afiliados a la UGT nos van a proporcionar fusil y munición. Primero cargarán los camiones que han traído los jefazos militares. Cinco batallones se están organizando, ¡chaval!
—Se les va a caer el pelo a esos cabrones…
—Ahí está el capitán Francisco Galán. ¿Le habéis visto?
—Me he enterado de que van a sacar hasta cañones…
—Oficiales fascistas se oponían a que se entregaran las armas al pueblo…
—Ni caso; en el Ministerio de la Guerra están Barceló, Eleuterio Díaz Tendero, el capitán Salinas; la trinca socialista…
—¡A ver!
En el solar van juntándose muchos hombres; han corrido voces de que distribuirán fusiles. El sol desaparece tras las vallas del solar. Desde los balcones, los vecinos contemplan la escena.
—El que los ha puesto sobre la mesa es el teniente coronel Gil…
—¿Quién es ése?
—¿Quién ha de ser? El jefe del Parque…
—Entendámonos; ¿no decían que los cerrojos estaban secuestrados en el cuartel de la Montaña?
—Así es. Pero acá hay cinco mil fusiles completos, gachó, que son muchos fusiles.
—¿Y los otros fusiles? Porque en Madrid, vaya, creo yo, somos más de cinco mil socialistas, y no hablo de los cenetés y de los republicanos, que también los hay…
—¿Los otros? Si los queremos tenemos que ir a buscarlos al cuartel de la Montaña. Los tienen los fascistas…
—¡Coñoooo, no dices tú nada!
En la acera de la iglesia de los carmelitas de la plaza de España monta guardia un retén de guardias de Asalto; les acompañan o refuerzan paisanos armados. Lo mejor es disimular; sea como sea han de ganar la entrada al cuartel de la Montaña, que se alza a escasos metros de distancia. Presenta el aspecto de una fortaleza con su fábrica de piedra y ladrillos, con escalinata, con tres inacabables hileras de ventanas y balcones. Les separa la arboleda, la explanada y estos guardias y paisanos que están vigilando.
—No se puede pasar por aquí. Vayan por aquella acera.
Ni siquiera responden; obedecen en seguida. Que no les corten el paso por la calle Ferraz; una acera u otra les da lo mismo.
Hacia las cuatro de la tarde le han telefoneado con orden de que avisara urgentemente a los camaradas que le fuera posible para que se concentren en el cuartel de la Montaña. Primero ha telefoneado a Gabriel Bustos, a quien a su vez ha encargado que avisara a cinco o seis más. Después de cursados los avisos se han citado en Cibeles y han decidido ir a pie al cuartel. Delante de la Casa del Pueblo había numerosos grupos y bastantes obreros armados; se les advertía también desconcertados, como ellos mismos lo están, ante lo inesperado de la situación.
Con disimulo observan hacia los guardias, que parecen haberse desentendido de ellos. La calle Ferraz y la embocadura del paseo de Rosales están solitarias. En algunos terrados destacan los uniformes azules. Probablemente vigilan el cuartel; como el pelotón de la plaza de España.
—¿Qué hacemos? Por acá nadie nos cortará el paso.
—Pero aquéllos nos ven.
—Es igual, entremos. No creo que vayan a disparar. Aceleremos el paso.
Al hallarse frente a la rampa que da acceso al cuartel descubren la garita y el centinela. Cruzan la calle con el corazón encogido. Cuando alcanzan la garita se consideran salvados, protegidos por la potencia y el prestigio del edificio. Guardias y milicianos deben haberlos visto. El centinela les mira indiferentemente; levantan el brazo y le saludan con la mano extendida.
—¡Arriba España!
Como hace calor, y cómo además han apresurado el paso, están sudorosos. En el zaguán que comunica la puerta con el patio, aprovechando la sombra y el viento que corre, un militar, sentado en una butaca de mimbre y bebiendo una gaseosa, descansa o controla a los que se presentan. Los mira complacido. Repiten el saludo falangista.
—¡Arriba España!
—¡Hola, muchachos! ¿Qué hay de bueno?
—Somos de la Cuarta Centuria…
—Muy bien, muy bien. Entrad ahí…
Un teniente se hace cargo de ellos y les conduce hacia el cuartel de Alumbrado. El edificio es grande, destartalado, con espaciosos patios, amplias calles, barracones al fondo; el sol ilumina oblicuamente las piedras y las superficies blancas.
Siguen al teniente casi sin hablar. Dos soldados que se cruzan con ellos les examinan con disimulada soma; uno le pregunta al otro:
—Oye, ¿quiénes son esos gachós? ¿Serán quintos?…
El veterano, con aire guasón, les dice, aprovechando que el teniente se ha adelantado unos pasos.
—¿Qué hay, quintos?
Les meten en una compañía; encuentran a muchos camaradas conocidos. Están vistiéndose de soldado mientras bromean unos a costa de los otros.
Encontrarse entre camaradas les reconforta. La visión del interior del cuartel y la broma que les han gastado los veteranos les había impresionado desfavorablemente.
El jefe de la centuria se acerca; resulta extraño encontrarlo aquí, en un ambiente tan ajeno a lo acostumbrado.
—¿Qué, difícil la entrada?
—Hemos pasado bien, con un poquillo de miedo…
—A otros no les ha resultado tan fácil. Incluso les han tiroteado.
—¿Han venido muchos?
—Van viniendo…
Pepe García Noblejas y Gumersindo García visten de oficiales, puesto que lo son de complemento. A García Noblejas le asoma el cuello de la camisa azul sobre la guerrera militar.
—Un sargento os tomará la filiación y os entregará fusil y la dotación de cartuchos; se os proveerá del uniforme.
—Con razón nos han preguntado si éramos quintos.
—¡Mirad, mirad! —exclama uno mientras muestra las mangas de la guerrera tan largas que le cubren las manos.
Los demás se ríen. Otro no puede abotonarse la bragueta; le viene estrecho el pantalón y le han saltado los botones. Se miran unos a otros, se mofan de la rigidez del tejido de los uniformes. Los hay que examinan complacidos los fusiles, accionan el cerrojo, apuntan hacia las ventanas o a la cabeza de los camaradas, guardan los peines en las cartucheras.
—¿Te has fijado que los uniformes no tienen insignias?
—¡Claro! Como que nosotros no somos soldados.
—Ni ganas, camarada, ni ganas. Con las armas y las municiones teníamos bastante; deberíamos haber traído nuestras camisas azules; nuestro único y verdadero uniforme.
—¡Cualquiera se aventura por las calles con camisa azul!…
Valladolid
Los racionalistas pueden creer que el tiempo se mide por los relojes y que la duración de días, horas o minutos es idéntica entre sí. Aunque futuro hombre de ciencia, como estudiante que es del cuarto de medicina, está convencido de que no es cierto, que el tiempo no tiene más que una medida subjetiva, la verdadera; por lo menos, la única válida.
Está anocheciendo; las aguas del Pisuerga se han oscurecido y dan reflejos móviles de plata. Doblan por la plaza de las Tenerías hacia el Paseo de San Lorenzo en este «buick» antiguo que les ha prestado el dueño de una fábrica de harinas amigo de Onésimo Redondo. Aprieta a fondo el acelerador; hoy les está todo permitido. Se complace en el chirrido de las ruedas al dar la curva; parece la carrera de una película de gangsters. Los dos falangistas armados de fusil que ocupan el asiento trasero del coche protestan. Ambos visten camisa azul y usan cartucheras militares; son de los que por la mañana han estado metidos en el fregado. Uno de ellos le ha contado por dos veces cómo el capitán Ganges, asomado al balcón del Ayuntamiento, ha tirado el retrato de Azaña y cómo él y otros lo han pateado y prendido fuego.
El día de hoy parece larguísimo; ha anulado o se ha sobrepuesto al de ayer, anteayer y el anterior. ¿Cuántas horas han transcurrido desde que los guardias les sorprendieron en la cárcel de Ávila cuando habían retirado la reja de la celda y estaban a punto de fugarse? A los falangistas de Valladolid presos en Ávila, Onésimo les decía que iban a matarles y el hecho parecía posible; ahora son los amos de la ciudad. El cambio se ha producido en pocas horas, y, sin embargo, esta sensación de ir armados, de dar órdenes, de disponer con plena autoridad, se diría que fuera privilegio antiguo, como si desde siempre hubieran estado hechos para mandar así, sin que nadie les replique ni les ponga impedimentos. El falaz sistema montado artificiosamente por una burguesía pacata y liberal acaban de derribarlo ellos en un minuto; y también, que no lo olviden, el sistema egoísta y caciquil de la burguesía reaccionaria. En cuanto a socialistas, comunistas y demás ralea, ya han llevado lo suyo; y mucho peor les espera.
El viento les azota los rostros y alborota las cabelleras, ronca el motor; son jóvenes, violentos; ningún obstáculo admitirán que se les ponga por delante. Onésimo Redondo, que les ha reunido en su casa, le ha encomendado que se procure toda la tela de mahón azul que haya en Valladolid; es necesario que esta misma noche se confeccionen camisas. No hay suficientes camisas de uniforme para todos los camaradas; se están presentando numerosos jóvenes en el cuartel que les han cedido a la Falange para alistarse en sus filas. Es posible que acudan hasta algunos rojillos, pero da igual; a quien venga se le admite, se le uniforma y se le encuadra entre los buenos. De su conducta anterior, salvo en casos graves o de probada mala fe, no hay que preocuparse; de la posterior responden con la cabeza. Se ha presentado un chivato derechista a denunciar que uno era comunista; ha resultado que le conocía el jefe de centuria. Lo único que había hecho era votar a las izquierdas, ni siquiera estaba afiliado a la UGT, a pesar de que trabaja en una remolachera; su mismo patrono le ha avalado. El hombre, con «chopo» y cartucheras, está preparado para salir zumbando.
—¿Sabes que han venido a alistarse muchos de la CEDA?…
—Que vengan los que quieran; les convertiremos en falangistas, por las buenas o por narices…
—Hemos de apoderarnos de la ciudad antes que los de derechas, que son un poco perezosos y que esperan que les saquemos las castañas del fuego, se nos adelanten.
—Pues como no corran…
—No me fío demasiado de los militares; históricamente han estado aliados a la extrema derecha. Que no suceda lo mismo en esta ocasión.
—Onésimo no lo consentirá. Hay firmado un pacto entre José Antonio y los jefes militares. Esto, camarada, es la revolución nacional-sindicalista, ya lo estás viendo.
Por la mañana les han sacado de la cárcel de Ávila. Onésimo les hizo formar y les pasó revista. Se juntó gente aclamándoles; cantaron el Cara al Sol. Les facilitaron armas. Oyeron misa en la Catedral, porque Onésimo se pasa de religioso; y con los curas también hay que ir con tiento, igual que los militares se inclinan a la derecha. Formando una caravana de automóviles han venido a Valladolid. ¡Qué distinto camino al que hicieron a la inversa, conducidos presos en las camionetas de los guardias de Asalto! Nadie se ha metido con ellos y, en algunos pueblos, los camaradas de las JONS salían a saludarles brazo en alto. Se han detenido en varios lugares para dar órdenes a los jefes locales. Había quien proponía hacer un escarmiento inmediato con los zurdos, a ver si siguen tan jaques como de costumbre, pero Onésimo tenía prisa y ha dicho que donde convenía poner orden era en Valladolid.
—Por aquí debe de estar esa tienda; gira por esa calle.
Circula poca gente; con los tiros de la mañana, más de uno se ha asustado y se queda metido en casa. A los izquierdistas no les llega la camisa al cuerpo.
—Ahí, donde dice «Tejidos y Novedades», para.
Frenan con brusquedad y saltan a tierra ante una tienda oscura y anticuada. El dueño —¡pero si le conoce de vista!—, atrincherado detrás del mostrador, pone cara de susto.
Al entrar saludan brazo en alto con ademán agresivo.
—¡Arriba España!
El tendero, un hombre de mediana edad, corto de estatura, de tez pálida y fofa, observa los fusiles de los dos camaradas de escolta y su pistola enfundada. Tras de una vacilación, sin entusiasmo levanta la mano, una mano blanda, sin estilo.
—¿Qué desean?
—Venimos del cuartel de milicias de Falange… Usted tiene género azul oscuro.
Mira a un lado y a otro; se frota las manos, sonríe…
—¡Cómo lo siento, señores! ¡Cómo lamento no poder servirles! Tenía, sí, una pieza para confeccionar monos de mecánico. La terminé la semana pasada; hasta que vuelva el viajante no repondré existencias, y con estas cosas que están ocurriendo…
Los de la escolta, con el fusil al hombro, están revisando los géneros apilados en las estanterías. Encuentran piezas del género que buscan, pero en caqui. A uno de ellos se le caen dos piezas al suelo. Le están revolviendo todo, no se fían de este hombre; sospechan que se resiste a venderles. Un camarada les ha asegurado que tiene, por lo menos, tres piezas enteritas.
—¡Cuidado! Les he advertido…
—¡A ver si te callas!
—Pero si les digo…
—¡Basta! ¿Dónde las has escondido?…
El más joven de los dos de la escolta, un ferroviario a quien los de la UGT hacían la vida imposible y que en una ocasión lesionaron de un golpe de matraca a la salida de un mitin, ha amartillado el fusil y apoya el cañón sobre el pecho del pobre hombre. El comerciante abre mucho los ojos, levanta las manos, retrocede hasta la pared.
—Este tío, seguro que es comunista…
—¡Espere! Oiga usted, señor, me parece que… quizá…
Resulta cómico y lamentable el pavor de este desdichado; pero hay que actuar así, con rapidez y energía. Este idioma es el único idioma que entiende mucha gente. Aparta el fusil del escuadrista y disimula la risa que le da.
—Tenemos prisa. ¿En dónde ha escondido usted esas piezas?
El hombre se acerca a la estantería del fondo y retira unos géneros de señora. Como es bajo, no alcanza bien. Disimuladas tras los géneros de señora, aparecen tres piezas de mahón azul, enteras, hinchadas con muchos metros, muchas camisas.
—Les juro que ni me acordaba que estuvieran ahí. Mi señora ha debido guardarlas… Porque mi deseo era servirles…
—¡Menos cuento!
Mete la mano en el bolsillo del pantalón; saca un fajo de billetes de banco que le han entregado como fondos de intendencia.
—Vosotros. Llevad esas piezas al auto. Mirad si queda por ahí escondida alguna más.
Le muestra al comerciante el grueso fajo de billetes. A la vista de tamaña cantidad de dinero, parece que se le alivia el susto. Trata de sonreír.
—Pensaba pagarte, peseta tras peseta, pero me has resultado un falso. No te pago; pediré a la policía tu ficha, a ver si tienes antecedentes; en ese caso se te va a caer el pelo…
El hombre se queda desolado; todavía se atreve a insistir mientras ellos salen, pisoteando las piezas esparcidas por el suelo.
—Siempre he sido de derechas; en el barrio me conocen…
—Mejor para ti. En tal caso puedes estar orgulloso de prestar un servicio a la Patria. Tú no vas a ir a pegar tiros, ¿verdad? Bueno es que contribuyas con lo que puedas.
Les sigue hasta la puerta, quejumbroso.
—Los tiempos son malos, señor; el lunes me vence una letra: el banco ya me ha mandado aviso.
—Si te obstinas en cobrar, pasa por el cuartel: estamos en la Academia de Caballería. Se te pagará hasta el último céntimo, una vez que sepamos de qué pie cojeas.
El coche se pone en marcha; aceleran. Los falangistas se ríen.
—¡Qué tío!
—Para mí que es un comunista… o un judío masón.
—¡No, hombre! ¡Qué va a ser! Un meapilas; le conozco de verle en misa: se propina fuertes golpes de pecho. Seguro que es monárquico y papista.
—Peor para él…
A toda marcha enfilan una calle estrecha. Una vieja que cruzaba con un cacharro de leche da un salto para refugiarse en la acera.
En veinte minutos han cumplido la misión; si las chicas de la Sección Femenina son tan rápidas y expeditivas como ellos, a medianoche tienen una centuria uniformada. Hacia el otro lado del río suenan unos disparos.
—¿Habéis oído? Vamos para allá, que hay follón.
No afloja la marcha y continúa por el centro de la avenida a noventa por hora.
—¡Disciplina, camarada! No vamos a preocuparnos por un par de tiros. Nosotros a nuestra misión; por el momento y hasta que entreguemos estas piezas somos de intendencia.
—¡Vaya una pejiguera!
Les entran ganas de reír y lo hacen a carcajadas, mientras el «buick» descapotado continúa su alocada marcha.
Zaragoza
Nada se ha arreglado; en la cárcel de Zaragoza les han mezclado con los presos comunes. El porvenir, con la ciudad en manos de los rebeldes, se presenta inquietante.
A Juan Casanellas en la Jefatura de Policía le han tratado con consideraciones, incluso le ha dicho el jefe que por orden del general Cabanellas se veía obligado a detenerlo momentáneamente: «Le mandaré a usted a la cárcel, pues no dispongo de otro lugar». Era conocido de Arturo Menéndez, pero de nada le ha servido, pues con él se ha mostrado duro y riguroso. Resultaba indignante contemplar cómo registraban la maleta y las ropas del antiguo director general de Seguridad, las discusiones que se han planteado a propósito de la pistola que le han encontrado, cómo él mismo ha tenido que guardar en la maleta su ropa, que había quedado desparramada; el áspero interrogatorio a que le han sometido. Cuando le han comunicado que se iniciaba inmediatamente un proceso contra él, Arturo Menéndez ha empalidecido.
Lo verdaderamente penoso ha sido la salida; un calvario. Varios oficiales y números de Asalto les esperaban. Arturo Menéndez era el blanco de las iras, aunque las amenazas le alcanzaban a Casanellas como a persona que iba en su compañía. Han llegado a golpearle; si no llega a ser porque los tres policías que les han acompañado desde Calatayud han tomado decididamente su defensa, cualquiera sabe cómo hubiera acabado aquello. Estaban empeñados en meterles en un coche celular y llevárselos. Otros decían que había que fusilarlos rápidamente. Después de lamentables discusiones han vuelto a subir en el mismo coche que les ha traído de Calatayud; con ellos ha subido también un teniente de Asalto, pues manifestaban los guardias que no se fiaban de los policías. Aunque parezca extraño, el ingreso en la prisión ha representado un alivio para ellos; han tenido la sensación de que escapaban de un peligro mayor.
A la cárcel han ido llegando a lo largo de estas horas angustiosas, algunos jefes sindicales y políticos. Militantes de la CNT, socialistas de la UGT, miembros de los partidos republicanos de izquierda. Entre ellos han traído a Vera Coronel, que unas horas antes era gobernador civil y que ha sido depuesto y encarcelado, al exgobernador de Asturias, Bosque, y a otras significadas personalidades. La sensación es de caos, de derrumbe, de justificado temor.
Contempla con cierta tristeza sus ropas —a él le ha complacido y le complace vestir bien— que comienzan a degradarse desde el instante en que por cansancio ha decidido tumbarse en ese camastro, entre un estuprador y un carterista. A nadie puede apelar, nadie puede salir en su defensa, el gobierno y su autoridad están muy distantes; el sistema ha sido trastocado en unas horas. No se desnuda, le deprime esta colchoneta sucia, esta manta astrosa, esta gente que en un malhadado golpe de dados han venido a convertirse en compañeros de infortunio.
Pamplona
La despedida ha sido emocionante. Miles de pamplonicas han acudido a la explanada situada entre el cuartel en donde la columna se ha formado y la estación del Plazaola. El general en persona con cuantas personas militares y civiles componen desde esta mañana su «plana mayor» ha hecho acto de presencia. Las familias, los amigos, las novias de los voluntarios y soldados, los curiosos, los entusiastas, formaban muchedumbre.
La columna que manda el coronel García Escámez consta de ciento cincuenta vehículos, entre camiones, autocares y automóviles. Se han detenido en el pueblo de Cizur, en la carretera que por Estella, Logroño y Soria, va hacia Madrid. Cizur está muy próximo a Pamplona; han hecho alto antes de seguir la marcha para poner orden y dar tiempo a que se incorporen los rezagados.
La columna está compuesta por los siguientes efectivos: un batallón del Regimiento de América formado por una compañía de voluntarios falangistas que manda el capitán Gerardo Diez de Lastra, dos compañías de requetés al mando de los capitanes Moscoso y Vicario, una de tropa al mando del capitán Sabas Navarro y una de ametralladoras también de soldados de reemplazo, a las órdenes del teniente Belzuce. El batallón lo manda el comandante Sotelo. El otro batallón, que manda el teniente coronel Galindo, lo forman cuatro compañías: la primera, del capitán Villas, integrada por soldados; la segunda, de voluntarios de Falange, la manda el capitán Gonzalo Diez de Lastra, la tercera y cuarta, con los capitanes Rubio y Villar, son de requetés, y en la de ametralladoras va el capitán Vizcaíno. Acompañan al coronel el comandante Ibisate y el capitán Barrera. Una fuerza heterogénea en apariencia pero que inspira confianza a su jefe. Los componentes son de distintas edades, condiciones y clases sociales. Entre los voluntarios forma un diputado a Cortes: don Luis Arellano.
Todo ha habido que improvisarlo; aparte de las fuerzas directamente combatientes, a la columna se han incorporado secciones de sanidad e intendencia y una compañía del grupo mixto de ingenieros. En Logroño lo hará un arma imprescindible: la artillería ligera. El problema sigue siendo el de las armas; fusiles y cartuchos principalmente. Hombres no faltan. Los voluntarios dormitan en las butacas de los autocares. Bastantes visten de paisano; los hay hasta con corbata, algún muchacho que por la mañana se arregló para ir a misa. Las mujeres, las madres, las novias les han colocado escapularios y «detente bala», les han llevado comida fiambre como si en lugar de a la guerra fuesen a una jira campestre, les han prodigado cariñosos besos, caricias, recomendaciones; los más de ellos han confesado y comulgado, algunos son tan jóvenes que las compañías parecen bandas de cornetas. Junto a estos tradicionalistas de casta, con ideas y convicciones que mamaron desde niños, junto a estos falangistas nuevos y arriesgados, forman los soldados de reemplazo. ¿No los habrá socialistas, republicanos, comunistas incluso? Esta tropa, aun careciendo de la necesaria instrucción militar, le inspira confianza. Habrá que prestar atención a su comportamiento en el bautismo de fuego y en los primeros combates; cuando estén fogueados, todos serán uno. Conseguirlo es una de las misiones del verdadero jefe.
A la entrada del pueblo se oyen voces, y ruido de motores que se acercan. Avanzan unos faros encendidos; ante los gestos de un sargento que se ha cruzado en la carretera, se apagan. Corriendo llega uno de los tenientes, tocado con boina roja, que va con los voluntarios carlistas. Lentamente se aproxima un coche negro que se detiene.
—Mi coronel; aquí está el jefe regional de los Tradicionalistas aragoneses. ¡Ha traído los fusiles!
La noticia, que ha corrido a lo largo de la columna, provoca comentarios optimistas.
—¡Los fusiles! ¡Los aragoneses nos han mandado fusiles!
Los camiones aparcan a un lado, fuera de la carretera. Un hombre corpulento, tocado con boina roja, se apea del automóvil negro. Cuando llega al coronel García Escámez le abraza.
—¡Coronel! Aquí traigo los fusiles y la munición. No ha sido fácil el transporte. Gran parte del camino puede decirse que estaba en manos del enemigo. Pero aquí estamos.
Le devuelve el abrazo. Como militar conoce la sensación profunda y emotiva que desencadena el compañerismo en el riesgo, la generosidad con que los hombres se encuentran en el peligro y lo arrostran cuando les mueve una misma fe, o han empeñado la palabra. Entonces, aun los más duros experimentan una rara y enternecedora blandura; los brazos, el pecho, la espalda, el cuello, la áspera barba de otro hombre, brinda fugazmente la mejor de las compañías, el más emocionante de los contactos.
—¡Gracias! Confiábamos en los aragoneses.
Bilbao
El timbre de la puerta les ha sobresaltado; una llamada larga, angustiada como voz que pidiera auxilio. Josechu se ha puesto en pie y ha echado mano al bolsillo. Los demás le han visto salir de la sala y perderse pasillo adelante. Joaquín Elorrieta le ha seguido hasta la entrada del recibidor. De los cinco que están reunidos, sólo ellos dos tienen pistola. Miembros de las Juventudes Tradicionalistas se hallan concentrados desde la mañana en espera de que les llamen para acudir a los cuarteles —bien al de la Guardia Civil, bien al de infantería de Garellano— donde les van a entregar fusiles y a encuadrar.
Josechu Arana se dispone a amartillar la pistola antes de abrir la puerta; no lo hace, si vienen a detenerlos resultaría inútil disparar. Con la Gran Vía repleta de enemigos, les despacharían allí mismo. Abre la puerta con precaución.
En el rellano destaca a contraluz su primo Antón. Viste de oscuro y cubre la cabeza, como de costumbre, con boina; la camisa de «sport» abierta le da cierto aire campesino.
—Pasa; estamos ahí dentro.
Antón, que también pertenece a las Juventudes Tradicionalistas, vive en Durango. A Josechu le parece que está asustado, o por lo menos desconcertado.
—Llegué por la tarde; nos dieron orden de presentamos en Bilbao, pero veo que aquí perdemos el tiempo y corremos un peligro tonto. ¿Has visto cuánto jaleo?
—Sí, forman una columna. Han requisado camiones y automóviles. Corre la voz de que Mola con tropas y requetés navarros avanzan sobre Ochandiano.
—¿Y crees que es cierto?
—No; miedo que tienen.
—De nosotros, ¿qué hay?
—Anda, pasa, todos son amigos…
La sala está mal iluminada. No desean demasiadas luces encendidas y que los vecinos descubran reunidos a un grupo de jóvenes. En estos días cualquier reunión resulta sospechosa y los vecinos de las casas de enfrente pueden ser republicanos o nacionalistas.
Jesús Mendiola entra del balcón fumando un cigarrillo; simulaba que tomaba el fresco de la noche para observar el movimiento de la Gran Vía. Frente al macizo edificio de la Diputación se está organizando apresuradamente una columna.
—¿Cómo cuántos son?
—Imposible contarlos; muchos. Tienen hasta fusiles. Hay mujeres también.
—Los nacionalistas ¿van con ellos?
—Desde aquí no distingo.
—¡Claro que irán! Después de la alocución de la radio… —dice Elorrieta.
Antón, el de Durango, ha sido acogido amistosamente por los compañeros y se ha sentado sin más ceremonia. No está enterado de lo que los demás vienen comentando en las catorce horas largas que llevan reunidos.
—Pues, ¿qué fue?
—Una nota del Euzkadi Buru Batzar. Que ante los acontecimientos que se estaban desarrollando en España…
—No decía «en España»; ellos nunca lo dicen… en el Estado español…
—¡Es igual…! Pues que ellos, salvando sus principios, que entre fascismo y monarquía y la República, estaban con la República y la democracia «que fue lo que gobernó a nuestro pueblo en sus siglos de libertad…».
—¿De dónde se lo habrán sacado? —comenta Antón.
—Yo te cuento más o menos lo que dijo la nota radiada. Por otra parte, a nadie le ha extrañado. Los nacionalistas ponen el Estatuto por encima de cualquier otra consideración.
—Pero muchos confiaban en que a última hora demostrarían tener mejor juicio y que no se irían del brazo con comunistas, anarquistas, socialistas y esa gentecilla —dice Manolo Zugasti, el mayor de todos los reunidos.
—Si tuvieran buen juicio, ya no serían nacionalistas, ¿no lo comprendes?
Josechu saca la petaca y la hace correr entre los compañeros. Antón es el que parece más preocupado; los demás han ido quemando la impaciencia a lo largo de la espera; están cansados, decepcionados; el nervioso entusiasmo de las primeras horas se ha ido diluyendo.
—Pero ¿qué hay de lo nuestro, qué se sabe?
—Gaviria nos ha mandado un enlace hacia el mediodía. Que esperemos concentrados, que se nos avisará cuando sea el momento. El enlace, un empleado del Ayuntamiento, cuyo nombre no recuerdo, nos ha contado que ayer Gaviria tenía una cita con el capitán Ramos en La Granja, y que éste no se presentó. Hay un despiste tremendo. También nos ha dicho que se rumorea que anda por Bilbao Álvarez del Vayo, el líder socialista.
Josechu ha podido reunir en su casa a los requetés, aprovechando que su familia la semana pasada marchó a veranear a Lequeitio. Han comprado provisiones, y Manolo Zugasti, que es un cocinero amateur de primer orden, ha improvisado una suculenta comida. Han cenado unos bocadillos, y están dispuestos a quedarse a dormir, aunque sea vestidos, hasta que llegue la orden de presentarse en el cuartel. La calle es de los socialistas, de los nacionalistas, del Gobierno; del enemigo. Y la orden no llega. Si por lo menos fuese cierto que los navarros de Mola avanzan a marchas forzadas hacia Ochandiano…
Zugasti, para distraerse, ha cogido un libro de una estantería; no ha hecho más que ojearlo, está pendiente de la conversación. Menea la pantorrilla izquierda con un tic nervioso mientras con el tacón bate el pavimento, produciendo un ruido acompasado y suave.
—El coronel Piñerúa es una calamidad. De hallarse aquí, como cuando lo de octubre, Ortiz de Zárate, a estas horas ya habíamos formado un batallón, y una o dos compañías añadiendo los de Falange, la JAP y Renovación, más los soldados y la Guardia Civil; les íbamos a dar para el pelo a todos esos que gritan, se envalentonan, y se creen que son los amos de Bilbao.
—Y entre los de Asalto también los hay comprometidos por lo visto; los «miqueletes» se hubieran arrimado al sol que más calienta.
—El peor no es Piñerúa —tercia Elorrieta—, sino el teniente coronel Vidal, que manda el Regimiento de Garellano. El teniente Alfonso del Oso, me ha dicho que Vidal es un izquierdista furibundo y que les vigila.
—De una manera u otra, en cuanto Mola presione desde Pamplona, y si los de San Sebastián se deciden, algo tendrán que decidir a su vez los del Regimiento de Garellano…
—Lo que me intranquiliza es que las calles las tengan ocupadas ellos, que son muchos. Han venido de Bar acaldo, de Luchana, de Sestao, de Portugalete, de las minas. ¿De dónde habrán sacado tantas armas?
—Han traído pistolas de Eibar…
—¿Y los fusiles…?
—¡Cualquiera sabe!
—Y nosotros, desarmados…
—Las armas nos las darán en los cuarteles.
De la Gran Vía llega ruido de motores. El significado de los gritos no puede entenderse desde aquí.
Con precaución, Josechu se asoma al balcón; a lo lejos descubre el movimiento de camiones y el gentío que se mueve y da vivas. Llevan banderas desplegadas: banderas rojas, banderas republicanas, banderas vascas.
—La columna se pone en marcha. Que no vuelvan, eso les deseo.
Zugasti cierra el libro, se pone en pie, coloca el volumen en la estantería; con el pulgar y el índice se retuerce el extremo del bigote.
—¿A ver si resulta verdad lo que me dijeron anoche? Que en el cuartel habían detenido al comandante Fernández Ichaso, al capitán Ramos, el que tenía que entrevistarse con nuestro jefe, y a algún otro oficial. En ese caso, mal se presenta la situación.
—Nosotros hemos de obedecer y esperar; quizás estén pendientes del momento oportuno; por ejemplo, echarnos a la calle al tiempo que en Santander y San Sebastián. El mando tendrá meditados sus proyectos; no van a explicarnos a nosotros los detalles.
Antón, sentado en una butaca, juega con un cortapapeles niquelado como si se tratara de un puñal.
—Oye, Josechu, ¿me puedo quedar a pasar la noche, con vosotros? Si os avisan yo buscaré a los de Durango, y si no los encuentro, me voy adonde os manden; en cualquier lugar haré falta.
Su primo puede quedarse, será uno más. A una hora u otra les avisarán; es preferible afrontar el riesgo que esperar en la ignorancia y en la incertidumbre viendo cómo los enemigos, organizados y numerosos, ocupan las calles de la ciudad. Desalojarlos no será empresa fácil; cuanto antes se lancen, tanto mejor. De no hacerlo pronto, el miedo les irá socavando la moral.
Valladolid
Cuantos por la calle le han reconocido, le saludaban al estilo nacional-sindicalista. A él no le gusta que se califique de «saludo fascista»; fueron los de Mussolini quienes lo inventaron o pusieron en circulación, pero los castellanos le han dado un estilo nuevo, y el estilo es importante en cualquier movimiento político renovador.
Algunos de los que le saludaban, tocados con sombreros burgueses, tenían aire poco jonsista; bueno es que la gente se vaya acostumbrando a las nuevas formas que se impondrán en la vida española, que ya han comenzado a imponerse en Castilla la Vieja. Aprenderán a saludar los fabricantes catalanes, los señoritos de Bilbao, los caciques andaluces, los burócratas de Madrid, los banqueros de donde sean; porque los obreros, una vez superado el rencor sabrán incorporarse al nuevo estilo. Obreros y campesinos son gentes de buena ley. Aprenderán, aunque por el momento haya que recurrir al viejo y riguroso método de enseñanza: «La letra con sangre entra».
A buen paso, sube los escalones del edificio de Radio Valladolid. Le siguen escuadristas de confianza con la pistola al cinto. Desde hoy, desde que ha llegado a su ciudad, no necesitan ni él ni los jonsistas esconder cautamente las armas; pueden exhibirlas. De sus acompañantes alguno parece que le haya tomado demasiado gusto a ostentarlas.
Hace pocas horas que ha llegado a Valladolid; se ha visto forzado a multiplicarse organizando las milicias, reconstruyendo los cuadros; es necesario formar rápidamente una bandera y salir al encuentro de los mineros que vienen de Asturias tan amenazadores y jaques. Los militares se portan bien; los falangistas disponen de un cuartel y les han proporcionado armas. Por su parte ha juntado dinero. Los informes sobre los mineros asturianos no son claros; quien asegura que vienen por ferrocarril, y quien que se trata de una columna de camiones. Han estado detenidos en León donde parece que han achantado a los leoneses. ¡Que vengan a Valladolid!
En la emisora, camaradas uniformados le saludan brazo en alto; él les corresponde. Onésimo Redondo tiene treinta y un años de edad, es de buena estatura, delgado, con la frente despejada y el cabello ondulado. Viste camisa azul cruzada por correaje negro; no ha querido remangarse por dar mayor severidad al uniforme. Del discurso ha preparado la primera parte; expondrá las líneas generales: lo que desde esta misma noche han de saber los vallisoletanos y todos los españoles para evitar confusiones. Sobre la marcha, improvisará el resto. La radio ha anunciado que hablaría a esta hora. Miles de oídos se disponen a escucharle; los camaradas, los amigos verdaderos, que son escasos, los amigos de conveniencia, cuantos de hoy en adelante se harán pasar como tales, que serán numerosos, y los enemigos, de los cuales querría con toda el alma atraerse a los mejores.
Ha de hablar pronto, dar el golpe anticipándose a que las eternas derechas, los reaccionarios, los aprovechados, se apoderen del mando a socaire de las armas del ejército. Empieza a triunfar el nuevo estilo: «directo, ardiente y combativo». El mañana les pertenece.
Se acerca al micrófono: un silencio expectante se extiende por la sala: sabe que se hace un silencio general en la ciudad.
—«¡Atención, atención, atención! Aquí Radio Valladolid al servicio de España y de la Falange. Os va a hablar Onésimo Redondo, caudillo de Castilla. ¡Atención, atención, atención…!».
Afirma los pies en el suelo, alza las manos hasta la altura del codo; a través del cuello, que se le hincha, sale una voz juvenil, vibrante, arrebatada:
Los que me oís tenéis el ánimo en suspenso ante el desarrollo del magnífico drama que hoy vive España. Digo el ánimo suspenso no porque el resultado de la lucha sea dudoso, sino por la inquietud que quiere sembrar la radio de Madrid, a las órdenes todavía de lo que fue Gobierno. Fácil es percatarse del valor de los infundios de aquella emisora con considerar que es una radio al servicio del marxismo. La profesión más constante del marxismo es la mentira. La mentira para los marxistas es como el agua al pez, elemento necesario de vida. Con falsedades han vivido y han dañado; con falsedades mueren los que especulan con la ignorancia del pueblo.
El resultado de la lucha no puede ser incierto: es el ejército el que la conduce, y contra el ejército nadie puede. Locura y necedad es pensar otra cosa. Y al lado del ejército —anotadlo todos, anótenlo sobre todo los que alimentan la esperanza de resurgir— está FE y las JONS. Estas camisas, que se han ofrecido por millares, albergan pechos que ya no se retiran sino con el triunfo o con la muerte. Estamos entregados totalmente a la guerra, y ya no habrá paz mientras el triunfo no sea completo.
Para nosotros, todo reparo y todo freno está desechado. Ya no hay parientes, ya no hay hijos, ni esposa, ni padres. Sólo está la Patria.
Os invito a la reflexión, españoles, porque, sin duda, la emoción, la ansiedad y la alegría de los instantes no os han dado tiempo para las reflexiones políticas, que en la Falange son habituales y que nos acompañan con influjo de absoluta serenidad en estos momentos. Todo ha caído, todo ha sido rectificado y desdicho en el curso de los meses y los años, igual derechas que izquierdas; sólo la Falange permanece invariable; sólo las JONS desde hace cinco años, como guiado su dedo por el de la Providencia, ha señalado justamente lo que eran, han sido, son y serán las cosas de España.
Sabemos exactamente lo que la Patria quiere recobrar en estos instantes, que no es menos que recobrarse a sí misma. Había dejado de existir España y éramos una dependencia humillada de toda la escoria, de toda la escuela de ideologías fracasadas y groseras. Éramos una colonia de Rusia, que es como decir colonia de la barbarie organizada. La gran nación creada por Castilla era, al parecer, un espectáculo de ruinas y de fealdad.
Ahora, el ejército ha salido por España, y del brazo de la Falange, en la lucha civil de estos días, alumbramos al ser una España nueva, en la que habrá de nuevo paz, pan y alegría familiar y cristiana.
No es la inseguridad del triunfo lo que debe ocupar nuestra mente, sino la que esta tarde me manifestaba, lleno de admirable gravedad, un guardia civil: «¿Será esto para siempre?».
He aquí el pensamiento que debe asistir a los que en estos días vivimos el gozo de una victoria segura: que dure para siempre.
La Falange, curtida en el aire de todas las pruebas, espectadora inmóvil de tantos desengaños, se halla presente para que la victoria sea duradera, para conseguir la estabilidad absoluta del estado nuevo.
Para ello llevan impregnadas sus doctrinas y relleno su programa de la preocupación más profunda y extensa: la de redimir al proletariado. Aquí sí que suena bien este concepto y esta gran frase, que sirvió para tanta política, para tanto fraude: redimir al proletariado.
Pero redimirlo es atraerlo al ser íntimo de la Patria, del que se halla ausente. España se halla prácticamente dividida en dos mitades, y ocupa una, de modo casi total, el inmenso ejército de los que sacan su pan cotidiano del trabajo físico de sus manos, y el proletariado, en gran parte, no quiero a España; no tiene alegría de formar parte de esta ilustre nación, la más grande por su historia y sus destinos.
Devolvamos a los obreros este patrimonio espiritual que perdieron, conquistando para ellos, ante todo, la satisfacción y la seguridad del vivir diario: el pan. Volverán a ser españoles y producirán con ello la unidad cierta de la Patria y la estabilidad del Estado cuando tengan la alegría y la paz de un vivir digno, de una existencia familiar segura y numerosa.
En este sentido, España debe proletarizarse. Debe ser pueblo de ancha prole, que se multiplique en honor de la raza y en cumplimiento de sus altos destinos.
Serán traidores a la Patria, miembros indignos del Estado, los capitalistas, los ricos que, asistidos hoy de una euforia fácil, que levantando acaso el brazo como si saludasen el advenimiento de la nueva era social, se ocupan como hasta aquí, con incorregible egoísmo, de su solo interés, sin volver la cabeza a los lados ni atrás, para contemplar la estela de hambre, de escasez y de dolor que les sigue y les cerca.
El nuevo Estado nacionalsindicalista operará con rigor y acabará con las palabras vanas y las promesas nunca cumplidas.
El pan para todos y la justicia para todos es nuestro lema, y será pronto nuestra obra.
¡España, Una! ¡España, Grande! ¡España, Libre! ¡ARRIBA ESPAÑA!
Los falangistas que ocupan el estudio han coreado los gritos; se acercan, le felicitan, le abrazan.
Estoril
Las noticias, tanto las que proceden de Radio Club de Portugal como las que llegan a través de emisoras españoles, no siempre fáciles de oír en Estoril, son confusas. Desde Sevilla, Queipo asegura que un tabor de regulares ha desembarcado en Cádiz y otro en Algeciras y La Línea; también, que el coronel Aranda ha incorporado Oviedo al movimiento. Pero el mismo Queipo lanzó noticias sobre la situación de Madrid que no pueden ser ciertas, pues a su vez la radio madrileña da señales de que el Gobierno domina la situación, aunque se advierte nerviosismo en los locutores. Radio Madrid, afirma que Sevilla está prácticamente dominada por las fuerzas del Gobierno y que un regimiento de caballería ataca a los sublevados. Una serie de amigos, desde distintos puntos de Portugal, y aun desde España, le comunican telefónicamente novedades alentadoras. Resulta difícil separar la verdad de la mentira, lo ponderado de la exageración, la noticia del bulo. Por ejemplo, radio Madrid asegura con insistencia, que el general Goded ha sido derrotado en Barcelona y que los sublevados de la División de Cataluña se han rendido a las fuerzas gubernamentales.
Don José Sanjurjo Sacanell, marqués del Rif, se mantiene a la espera. El general Mola debe indicarle el momento oportuno y la manera de trasladarse a Burgos para ponerse al frente del movimiento militar. El emisario que Mola le envía acreditará su personalidad presentándole la mitad de un recordatorio del funeral de la marquesa de Villapesadilla, cuya otra mitad obra secretamente en su poder. En este chalet de Estoril, rodeado de un grupo de amigos, alguno un tanto pesado a despecho de sus ideales patrióticos, van transcurriendo estas horas de impaciencia y espera. O Seculo esta mañana ha publicado unas declaraciones suyas que están siendo favorablemente comentadas. Aunque el peligro es mínimo, pues en Portugal y en las esferas del Gobierno se considera con simpatía el alzamiento patriótico que se está produciendo en España, en virtud de cierta confidencia policíaca, se le han presentado unos falangistas españoles, que están rodeando el chalet, en servicio de escolta personal.
El chalet es pequeño; esta gente sin duda bienintencionada, lo ha invadido, y si es cierto que uno se siente a gusto acompañado en momentos tan trascendentales también llegan a fastidiar, en particular los aduladores.
José Sanjurjo Sacanell es un viejo soldado gran parte de cuya vida ha transcurrido en los campos de batalla; luchó de joven en Cuba contra Maceo, ha combatido largos años en África contra los rifeños y contra Abd-el-Krim, ha sido herido, posee las más preciadas condecoraciones —dos laureadas de San Fernando— y el título de marqués del Rif. Una historia militar brillante, donde además de los naturales azares y riesgos no han faltado las amarguras; se ha visto también enfrentado con graves decisiones. Cuatro años atrás fue condenado a muerte; amnistiado, cumplió condena en el presidio del Dueso; tras este intermedio conspirativo en Portugal, se halla de nuevo dispuesto a lanzarse a la aventura que le conducirá a los más altos destinos. Fracasó en agosto de 1932, cuando después de apoderarse de Sevilla, ante el derrumbe del levantamiento en el resto de España, parte de la guarnición decidió abandonarle y volver a la obediencia del Gobierno; triunfará ahora, en julio de 1936, pues, dejando de lado rumores y confusiones, resulta demostrado que el movimiento está en marcha y que le acompaña el éxito.
Un revuelo se produce junto a la puerta de entrada. Los que se hallan cerca de la misma se ponen en pie. ¿Será que ha llegado el emisario? El comandante Ansaldo, es quien, en principio, tiene que venir a buscarle; excelente aviador, hombre de acción que en un tiempo organizó las milicias falangistas de Madrid, y las empleó hábilmente en acciones de represalia contra los enemigos del orden y la estabilidad social, contra los enemigos de Dios y de la Patria. Bravo chico.
El comandante Ansaldo entra en el comedor mirándole con sus ojillos grises; alguna frase solemne va a pronunciar delante de esta gente. ¿Qué debe hacer él? ¿Ponerse en pie? Observa a las personas agolpadas en este comedor pequeño-burgués. Para ponerse en pie de prisa, a sus años, necesitará hacer esfuerzos apoyándose en los brazos poco firmes de este estival sillón de mimbre.
Ansaldo da un taconazo. ¡Caray! Sanjurjo adopta una actitud paternal.
—A la orden de Vuecencia. Se presenta el comandante Ansaldo al jefe del Estado Español.
Cunde el entusiasmo en el comedor, en el recibidor y en las demás dependencias de la casa ocupadas por sus parciales.
—¡Viva España!
—¡Viva el invicto Ejército español!
Le hace un gesto para que baje la mano y no permanezca tan tieso mientras coge el recordatorio fúnebre que le tiende a manera de credencial. Es, en efecto, el de la difunta marquesa de Villapesadilla. Se levanta entre amistosas aclamaciones, saluda correspondiendo en plural. La estancia es reducida, el momento tiene una solemnidad cursi, como suele ocurrir en las grandes ocasiones. Estrecha la mano de Ansaldo; a este caballero portugués que no se acuerda cómo se llama, a la condesa. Sucede como en los campos de batalla; los pintores son quienes después se encargan de embellecer la escena. Le aturden un poco. Abraza a su mujer y se reproducen las ovaciones. Él, jefe del Estado Español —¡vaya por Dios!—. Aunque es lo equitativo. ¿Quién si no, podría serlo con mayor justicia?
—¡Viva el general Sanjurjo!
—¡Viva el heroico general Sanjurjoooo! —¡Viva el León del Rif!
Madrid
El paso de la batería por las calles se ha convertido en manifestación popular. Del Pacífico han subido por el paseo del Prado y por Alcalá hasta la Puerta del Sol. La muchedumbre se hacía tan compacta que se han visto obligados a detenerse. Desde el estribo de un automóvil, les ha dirigido la palabra en términos encendidos.
El teniente Urbano Orad de la Torre, por orden del teniente coronel Vidal, manda la media batería que va emplazarse frente al cuartel de la Montaña. Un hijo del teniente coronel, también oficial de artillería, le acompaña. Discusiones y dimes y diretes se han producido antes de sacar los cañones a la calle; el coronel Gil, jefe del Parque, hombre más decidido que ordenancista, se los ha entregado. Desde este momento son soldados del pueblo, pues ni siquiera dispone de verdaderos soldados para manejar las piezas. Como suboficiales trae subalternos del Parque; tendrá que echar mano de quienes, entre el gentío que marcha tras de las piezas, hayan servido en artillería y lo demuestren. Ofertas no le faltan, aunque sospecha que el entusiasmo de estos milicianos les arrastra como si los cañones fueran instrumentos de feria.
Algarabía, bocinazos, ruidos de todas clases han convertido el desplazamiento de unos «schneider» del siete y medio, en marcha triunfal del pueblo madrileño, que amalgama inconscientemente el espíritu del Dos de Mayo con el de Agustina de Aragón.
El teniente Orad de la Torre, moreno, de ojos negros y bigote recortado a la moda, lleva la gorra de uniforme más torcida que lo tolerado por el reglamento. El ruido, la popularidad le tienen un poco embriagado o sonámbulo, pero recuerda muy bien lo que debe hacer cuando llegue frente al cuartel de la Montaña.
La noche anterior fue de mucho ajetreo. En compañía del comandante Flórez, también artillero, y del capitán Núñez, de aviación, estuvieron realizando gestiones para conseguir munición de la que se guarda en el polvorín del Retamares. Se presentaron en la división y observaron que ocurría algo anormal. Con el general Miaja no pudieron entrevistarse, o él se oculta, o lo tienen medio secuestrado elementos fascistas del estado mayor. Tuvieron una escena violenta con el coronel Peñamaría, con los capitanes Julián Peña y Jover Luque. Nada sacaron en claro salvo que se oponen a cualquier medida que tienda a armar al pueblo, es decir, a salvar la República. Por todos los medios a su alcance están favoreciendo a la sublevación que de un momento a otro va a desencadenarse en Madrid. Afortunadamente nadie les hace caso a ellos tampoco; los militares auténticamente antifascistas —los republicanos, los socialistas, los adheridos a las logias, los de la UMRA— comienzan a obrar por su cuenta, y en el Ministerio de la Guerra han conseguido imponerse.
Empieza a verse gente armada. A medida que avanzan por la calle Mayor, los que andan en patrullas y los que salen de los bares, levantan el puño y saludan triunfalmente. Nada impresiona y enardece tanto como los cañones, y cuando se emplazan, se sabe que va a combatirse en serio. La presencia de la artillería demuestra la voluntad de entablar batalla.
Consiguieron que en Gobernación les cedieran unos camiones. En el Parque se disponía de cinco mil fusiles con sus cerrojos, y el coronel Gil estaba dispuesto a entregárselos a las milicias populares que se estaban organizando, principalmente a socialistas, UGT y Juventudes Unificadas. La cartuchería resultaba indispensable y en Retamares la hay abundante. Cuando la noche pasada han invocado la necesidad de la munición para defender la República, de nada ha servido, y lo más asombroso, les han mostrado un telegrama: «Absténgase de entregar municiones al que no lleve una orden escrita y firmada por mí: general Miaja». ¿Qué ocurre? ¿Cuál es el juego que se traen en la división? Miaja firma la orden pero Miaja no recibe —o no le dejan que reciba— a unos militares de limpia ejecutoria antifascista y de probada lealtad a la República.
Cuando de madrugada, en Madrid, les han comunicado que Martínez Barrio había formado Gobierno y que el general Miaja figuraba al frente del Ministerio de la Guerra, han decidido, y él así lo ha hecho, tumbarse a dormir.
Con la formación del gobierno Giral la situación ha cambiado. Ahora está en posesión de dos cañones con su dotación de proyectiles. No podrá hacer un fuego muy seguido, pero con buena puntería —y él la tiene— va a darles un disgusto a los del cuartel de la Montaña como no se entreguen y se sometan a la ley.
La caravana llega a la plaza de España; se detienen. Orad de la Torre desciende del camión. Milicianos armados y numerosos guardias de Asalto ocupan la plaza. Muchos curiosos se aproximan a observar las piezas. Uno de Asalto, vestido con mono proletario aunque con correaje y gorra de oficial, se le acerca; es el teniente Moreno. Se abrazan efusivamente. Los últimos días no se han visto. Máximo Moreno es de los complicados, aunque indirectamente, en la muerte de Calvo Sotelo.
El segundo grupo de Asalto está concentrado en el cuartel de Pontejos, frontero al Ministerio de Gobernación. En el patio del cuartel y en la plazuela de Pontejos, los grandes autocares descubiertos pintados de color gris, permanecen dispuestos con los chóferes junto al volante para trasladarse a donde hagan falta. Los guardias disponen de fusiles, ametralladoras, pistolas ametralladoras, bombas de mano y morteros.
En el despacho del comandante Ricardo Burillo varios oficiales toman café y copa; a pesar de las ventanas abiertas el despacho está lleno de humo.
El coronel José Asensio Torrado, que asiste a la reunión, acaba de llegar de San Rafael, pueblo de la sierra de Guadarrama donde veranea con su familia; se marchó a descansar el sábado suponiendo que el peligro estaba conjurado y que la orden del Gobierno de cesar el acuartelamiento sería cumplida.
—He sido siempre partidario de cortar por lo sano; si me hubieran hecho caso, no nos enfrentaríamos con esta situación. La otra noche, Palacios, Enciso, Galán, Barceló y García Jiménez insistimos. Era tarde y la medida debió haberse tomado con anticipación. ¿Se subleva el ejército? Pues se le disuelve. ¡Zas!, de un plumazo. ¡Fuera ejército! A partir de ahí, con los jefes y oficiales que sabemos positivamente leales —que somos cuatro gatos— y los suboficiales, se organizan y encuadran milicias populares reclutando los magníficos muchachos de las organizaciones sindicales. ¡Qué ejército podría improvisarse! Se les encuadra entre vosotros, porque lo mejor que tenemos en España, lo mejorcito, es la Guardia de Asalto. Conste que no lo digo porque estoy aquí, lo sabes tú, Burillo, es que al cuerpo ha sido destinado lo que en el ejército queda de auténticamente antifascista.
—No debe resultar tan sencillo disolver el ejército, así de golpe.
—¡Pues claro! Y se achantan. En cuanto ven que la paga les vuela, se achantan; os lo digo yo.
Entra un teniente joven con la guerrera desabotonada y la pistola al cinto. Da un ligero taconazo.
—Mi comandante, ha llegado un guardia de la plaza de España, de parte del capitán Hernández, que no hay novedad, y que se están tomando las debidas precauciones. La batería de Orad de la Torre ha llegado; van a emplazarla.
—Gracias, teniente. ¿Quiere una copa?
El comandante Burillo se vuelve hacia los demás, frotándose las manos.
—La cosa está que arde. Les tenemos apretados. Desde luego al que se asome le cascamos. Disponemos de un par de vehículos blindados. Y como entre los soldados de dentro cunde la desmoralización, van a instalarse unos enormes altavoces. Dentro de un rato se les hablará. Vamos a hacerles saber que están sublevados contra el Gobierno legítimo, que no tienen obligación de obedecer a sus jefes y, sobre todo, que han sido licenciados. Acabarán largándose todos y dejándoles en cuadro.
—¿Es cierto que entraban paisanos en el cuartel?
—Cuatro bobos; monárquicos y pistoleros fascistas. Mejor que se metan dentro; allá les cazaremos como a ratas.
—¿Y cuál es el plan?
—Primero apretarles el cerco, que no salga nadie. Establecer defensas más apartadas; es decir, una segunda línea en que pueden situarse los milicianos peor pertrechados. Después, desde las azoteas cascarles. Con las ametralladoras les dominamos; no podrán ni asomar la nariz por las ventanas. Y para irnos entreteniendo, con morteros y los cañoncitos ésos, lanzarles unas cuantas castañas. La aviación para postre…
—¿Y si salen?
—¡Hombre! En ese caso, causarles el mayor número de bajas, y practicar una defensa elástica. Ir retirando las fuerzas hasta las bocacalles desde las cuales pueda batírseles… Pero no saldrán.
—Pues si no salen, ¿para qué carajo se sublevan?
—¿Sabe usted, comandante, que los altavoces van a jugar un papel importante? Los soldados detestan a sus jefes y les perderán el miedo; y sin miedo, no hay disciplina.
—También hay fascistas entre los soldados… no crean.
—Habría que abrir una brecha con la artillería, morteros y aviación. Concentrar el poder ofensivo en un punto vulnerable. Entonces, guardias y pueblo, lanzarse en tromba y tomarlo por asalto, a puro huevo.
—Tiene usted razón, mi coronel…
—Cuantas menos bajas se produzcan, mejor será. Las fuerzas ofensivas son considerables. La Guardia Civil, que dicho entre nosotros no merece demasiada confianza, mandará medio millar de hombres; añade los del batallón de Ferrocarriles, los milicianos que han formado batallones… Y nosotros.
—La verdad es que estoy deseando que se arme el barullo.
Antes de meterse en casa entra a tomar café en un establecimiento de la calle de Femando VI. Poca gente en el local; el dueño, que sirve en chaleco tras el mostrador, parece asustado. El cerillero está barriendo; no es tarde pero se disponen a cerrar.
Casi dos horas hace que pasea. Ha querido comprobar con sus propios ojos lo que sucede en la calle; en España existen dos lugares en donde puede tomarse la temperatura política al país, las calles madrileñas y su oficina.
El médico le tiene prohibido el café y fumar. A fumar no se atreve, pero cafés toma uno cada día a escondidas de su mujer. Hoy serán dos; tal como los acontecimientos se precipitan, lo mismo dará que a él, Lorenzo Martínez, le acometa o no un patatús. A estas horas muchos habrán caído a juzgar por las noticias que corren; cañonazos, bombardeos, batallas, fusilamientos.
—Póngame una copita de anís…
Su mujer que le espía siempre, no tardará en olerlo y le reñirá como cualquier otro día; hoy no le preocupan los regaños. Los acontecimientos son de tal gravedad que una disputa con la mujer resulta risible.
—Un momento… mejor me pone coñac.
Hace ocho meses que no cata el alcohol; la situación es tan peligrosa que se puede perder la vida en cualquier momento; y tampoco el médico le ha dicho que un café y una copa vayan a fulminarle.
Delante del cine Capítol, se ha armado un fregado, sonaban tiros a derecha e izquierda; que si le coge un proyectil allá le deja. Todo el mundo andaba con armas, guardias y paisanos.
A su lado, en el mostrador, un obrero vestido de mono habla con un matrimonio bien trajeado. El obrero usa boina; de cuando en cuando se rasca a través de ella la cabeza, se la quita un instante descubriendo una calva blanquecina, y vuelve a colocársela. A él le gusta escuchar a unos y a otros. No porque opine que todos tengan razón, sino porque es provechoso informarse.
—No sé quién era, un militar joven con aspecto de señor, de señor de verdad. Y allí subido, nos dijo: «Los militares traidores, creyendo perdidas sus preeminencias, se han sublevado contra una República que nada les quitó, y unidos a los fascistas quieren llevar a España a la ruina…». Porque, sí señor, la verdad es ésa, a ellos les convenía la Monarquía para repartirse los dineros de la nación; vino Azaña que es un tío que vale mucho, las cosas como sean que a mí no me duelen prendas, y les hizo entrar en vereda; ahora unidos a los del ABC, a los del fascio y toda la patulea, quieren matarnos a nosotros, a los obreros. Les digo que era un militar que hablaba como si no lo fuera. Va y nos dice: «Las armas y las municiones que necesitamos para defender a la República están en el cuartel de la Montaña. Vamos a por ellas para armar al pueblo». Y, venga a aplaudirle, y él saluda con el puño así, a lo proletario no crean. Ha añadido que todos los obreros que quieran defender sus derechos, que vayan sin armas o con ellas al cuartel de la Montaña…
—No, si nosotros conocemos a un oficial que a republicano no le gana nadie…
—¿Qué, republicano? Éste, según me contó un gachó que estaba allá junto a mí, es de los buenos; socialista fetén.
—Entre los militares, como en los demás, hay de todo. Los hay buenos y los hay malos. ¿No le parece a usted?
Algunos califican de buenos y malos lo que otros califican de malos y buenos; esta noche lo propio es callarse. Lo que le preocupa es su hija Elvira, que estudia en la Universidad y anda con los de le FUE; no es que la chica sea de izquierdas, descreída, ni mucho menos, pero simpatiza con ellos. Y es que los jóvenes, ya se sabe, no siguen el camino de los padres. Su mujer se desespera, en particular por cuestiones que atañen a la religión; la chica es buena y, aunque moderna, tan decente como la madre, y eso es lo importante en una mujer, que luego cada época tiene sus costumbres. Le inquieta pensar que su hija, a primeros de julio se ha marchado a Navarra con sus primos, a pasar un mes de veraneo, y parece que en Navarra hay jaleo por todo lo alto.
El obrero y el matrimonio abandonan el local.
—Estoy haciendo tiempo, pero aquí donde me ven ustedes, si hay que ir a por los fascistas, pues se va; que a mí me sobra este par de manos y lo que me callo por respeto a la señora…
—Hace usted bien, yo, a mi edad… Y aquí, con la parienta nos retiramos, aunque si la República estuviera en peligro, sería el primero…
Las voces se van perdiendo; el dueño del bar, a quien no conoce porque aunque está cerca de su casa no habrá entrado más que cuatro o cinco veces, le mira y haciendo un gesto alusivo al que se ha marchado, le dice.
—Es de miedo, el tipo…
—Debe ser un extremista…
Mientras lava los vasos vuelve a hablarle como si entre ellos existiera una complicidad política.
—Pues que vayan con ojo, que en una de ésas les van a dar a ellos más que a una estera. Se creen que son los amos de Madrid, pero la pelota todavía anda en el tejado.
Hace vagos gestos afirmativos tratando de no comprometerse demasiado. ¿Cómo sabe este hombre que él es de derechas? Cuando se acerca el cerillero empujando con la escoba serrín, envoltorios de azúcar, colillas y caparazones de gambas, el dueño se calla.
Paga y se marcha. Lo mejor es regresar a casa. Ha visto y oído bastante. En la Glorieta de San Bernardo había una compañía de guardias civiles y en la acera opuesta lo menos un centenar de paisanos armados con fusiles. Ha preguntado discretamente y le han contestado que eran socialistas del centro de la calle Carranza. Paraban a los coches y pedían la documentación. Entonces él ha cruzado. Los guardias civiles no le han preguntado nada. La solución sería que a los guardias se les hincharan las narices y desarmaran a esa gentuza.
Queda poca gente por estas calles; las personas decentes tienen miedo. Nada bueno puede venir de estas revueltas. Le inquieta lo que decía el obrero del bar, un militar de uniforme por lo visto, en mitad de la Puerta del Sol y hablando como un comunista. ¡A dónde va a parar la pobre España! Un gobierno fuerte es lo que el país necesita, un gobierno fuerte que vuelva a poner a cada cual en el sitio que le corresponde; a los de arriba, a los de abajo y a los de en medio.
Muchos van a quedar cesantes de resultas de estos desórdenes. Si triunfan las izquierdas, no está seguro de que no le hagan víctima de alguna jugarreta. No porque sea católico y vote a las derechas, que eso lo saben todos y le respetan y aprecian, sino por la envidia que le tienen algunos, entre ellos don Romualdo, que además de masón y cornudo (que lo es, las cosas como son) desde que le readmitieron cancelado lo de Asturias, se le ha movido la bilis y es capaz de una mala acción, no por masón ni por cornudo, que entre unos y otros se cuentan personas decentes, sino porque es mal nacido y a él no le perdona que al revisarle las cuentas le descubriera el pequeño desfalco.
Provincia de Alicante
Ocultando la cabeza entre las rocas ha encendido un cigarrillo. Lo cubre manteniéndolo encerrado en el hueco de la mano, mientras le da ávidas chupadas. En mangas de camisa tiene frío, y todavía no se ha quitado el susto de encima. Le duelen los pies y la fatiga le vence; se ha sentado al abrigo de estas rocas. No sabe en donde se encuentra. Las estrellas que lucen brillantes, en lugar de orientarle le desconciertan; supone que ha caminado tierra adentro en dirección opuesta al mar; lo quebrado del terreno le ha obligado a dar vueltas y no consigue formarse una idea de en dónde se halla.
Ha apoyado la escopeta en un arbusto; le quedan siete cartuchos. Los demás los ha disparado contra los guardias desde tan lejos que no cree haber tocado a ninguno; indudablemente les ha asustado, pues han abandonado la persecución y se han limitado a dispararle. Gracias a una pequeña vaguada que ha alcanzado a saltos, mientras las balas silbaban y rebotaban a su alrededor, ha conseguido escapar; cuando les ha vuelto a ver, y ellos probablemente a él, estaba tan distante que ni se han molestado en dispararle más.
La expedición de los falangistas de Callosa de Segura ha terminado en descalabro. No comprende qué ha podido suceder ni se ha detenido a pensarlo; su aturdimiento y su espanto eran tan considerables que hasta ahora sólo ha pensado en escapar. Le duelen las piernas; en su huida se ha golpeado con piedras y matorrales. ¿Qué hacer con la escopeta? ¿Dejarla escondida y regresar a buscarla cuando las circunstancias lo permitan? ¿O seguir armado? Si le cogen armado, le pueden matar. Pero el hecho de ir armado puede evitar que le cojan de la misma manera como antes ha ocurrido.
Hacia la derecha, se ve una lucecilla lejana; será alguna alquería. De buena gana se acercaría a pedir que le permitieran pasar la noche a cubierto. ¿Y si vive en ella algún socialista o un hombre de izquierdas y le denuncia? Una casa es un abrigo, si fuesen gentes de derechas, o simplemente buenos, le gustaría acogerse a esa casa, pero no se atreve a intentarlo. Tampoco sabe qué hacer, ni a dónde ir solo y perseguido.
De Callosa han salido en cuatro autocares; han pasado por la costa, por Guardamar y Santa Pola, y se han detenido en el barranco de Aguas Amargas no lejos de la playa. Antonio Maciá y Galiana, les han dejado medio ocultos en las cuevas y en las quebradas y se han marchado a Alicante a indagar la situación antes de entrar la guerrilla en la ciudad. No han regresado. Él se ha quedado adormilado; al despertarse, serían como las siete de la tarde, se ha alejado de los camaradas para hacer una necesidad. Se ha separado bastante hasta encontrar lugar en que no pudieran verle. Llevaba la escopeta porque no quería soltarla. Con sorpresa y espanto, ha advertido que en la carretera estaban estacionadas varias camionetas, y que guardias de Asalto iban rodeándoles a distancia. En ese momento han sonado los primeros disparos. Ha vacilado entre correr a reunirse con los camaradas, o por el contrario escapar del cerco; su posición favorable le permitía intentarlo.
El tiroteo ha durado bastante; las tercerolas de los de Asalto dominaban el estampido familiar de las escopetas de caza, y el sonido de las pistolas falangistas parecía infantil entre aquellos riscos.
Le han descubierto; él ha optado por disparar. Ha mantenido a raya a la pareja que le perseguía porque los guardias tenían que cruzar un terreno descubierto o dar un rodeo demasiado grande. En seguida ha apretado a correr, pero entre tanto ha podido ver cómo hacían prisioneros a muchos compañeros. Apenas tenían munición y bastantes estaban desarmados. En el cuartel iban a entregarles fusiles y ametralladoras. ¿Les habrán traicionado?
Desde una distancia considerable, cuando se ha detenido al amparo de un matorral para tomar aliento, ha visto que metían a los prisioneros en las furgonetas de Asalto; le ha parecido que algunos estaban heridos. Algo resulta evidente puesto que los guardias procedían de Alicante; o el ejército no se ha sublevado, o ha sido vencido.
Da las últimas chupadas al cigarrillo. Nota escalofríos que le recorren la espalda. Sopla una brisa que a través de la camisa le enfría la piel. Podría tumbarse a dormir y esperar que amaneciera; teme al frío y al desamparo en que se encuentra; teme estar próximo a la carretera y que mañana le cacen. Antes de anochecer ha creído divisar parejas de la Guardia Civil recorriendo la carretera en las inmediaciones de donde ha tenido lugar el encuentro. ¡Si supiera quién vive en esa alquería de la lucecilla! Les han detenido a todos; quizá les han matado. Andarán buscándole; no puede regresar a su pueblo, a su casa. Nota en la boca una sensación amarga y acuosa, una sensación que había olvidado; le recuerda su niñez. A estas horas habrá llegado a Callosa la noticia y su madre le supondrá muerto o prisionero. No está muerto ni prisionero: está abandonado en mitad de la noche y del miedo. De poco le sirve la escopeta heredada de su padre, un viejo republicano partidario de Blasco Ibáñez.
Zaragoza
Ha sonado la hora del ¡Sálvese quién pueda! Las calles desiertas resultan sumamente peligrosas; si por acá encuentran a un obrero, sospecharían que procede del Comité Regional. En la noche, los disparos suenan más recios y amedrentan, parece que todos hayan hecho blanco.
Asomado a la bocacalle vigila por si descubre alguna ronda. No se atreve a cruzar el Ebro; tiene la evidencia de que los puentes están vigilados. Si ganara el río se escondería por las orillas y quizá mañana le fuera posible refugiarse en casa de una mujer que en invierno vende castañas; le tuvo escondido en una ocasión en que las cosas se le pusieron mal y la policía le andaba sobre los talones.
Ramón Miralles lleva en el bolsillo la «parabellum» y un cargador entero de repuesto; a esas balas confía su salvación, a esas balas y a la casa de la castañera. Cuarenta y cinco años ha cumplido; hace catorce, cuando aplicaron la ley de fugas a Evelio Boal, a Domínguez y a Feliu, escapó de Barcelona. Era demasiado conocido; salió ileso por casualidad de un atentado que le hicieron los del Sindicato Libre en pleno Paralelo. Es diestro manejando la pistola; de algo tienen que servirle los muchos años que viene haciéndolo. En Barcelona se cargó a un patrono de Pueblo Nuevo, a un somatenista en Sans y a un esquirol; en Zaragoza también mató a un esquirol e hirió de gravedad en combate callejero a un policía. Tirador rápido, a pesar de la edad no ha perdido facultades; le disminuye el hecho de que no puede correr como antes por culpa del asma y la bronquitis. En sus tiempos barceloneses, más de una vez se había salvado gracias a las piernas.
Un pañuelo rojo y negro que llevaba anudado al cuello lo ha abandonado en el local de la plaza San Miguel. Es demasiado conocido; cinco veces encarcelado desde la implantación de la República; las que estuvo preso antes, cuando la Monarquía, ni se molesta en contarlas.
Cruza rápidamente la calle; si consiguiera alcanzar la plaza de las Tenerías, podría ganar las márgenes del Ebro. Estas callejas pueden convertirse en una cárcel.
Le han descubierto; oye voces de «¡Alto, alto!», y los pasos precipitados de los que corren tras de él. Le disparan; no oye silbar la bala; el simple estampido no le asusta. Corre por la calleja; en la travesía duda. Vuelven a dispararle; aparecen corriendo. Un sabor ácido le viene a la boca; la disnea le agobia. Protegido por la esquina abre fuego; les asustará. Los perseguidores se refugian en los quicios. Descargas de fusil retumban en las calles. Apunta con cuidado. Uno de los perseguidores cae gritando en mitad del arroyo; conserva el pulso. Vuelve a apuntar. Si se carga a dos o tres, los demás huirán como conejos.
Cuando se da cuenta es tarde: se le han acercado sigilosamente por la espalda. El cañón le aprieta en los riñones. No le da tiempo a girarse rápidamente y hacer fuego. Ni les ve; son varios. Está acorralado y encañonado. La «parabellum» cae al suelo; se sabe inerme.
—¡Le tenemos aquí! ¡Le hemos cazado!
Suda, jadea; no se atreve a volver el rostro. La amenaza del cañón en los riñones le descompone. El esquirol era un hombre viejo; él le obligó a meterse en el pasaje y le apoyó la pistola en los riñones. «¡No me mates! ¡Es que tengo hijos!». Levantó la pistola y se la descargó en la nuca. Un solo tiro; fue cuando la huelga de La Canadiense. Notará el arma en el cuello; después, nada. El esquirol viejo se derrumbó como si la chaqueta y los pantalones se hubiesen quedado vacíos.
Los del otro grupo han salido a recoger al herido; dos de ellos se lo llevan en volandas. El herido chilla. Un golpe violento le obliga a girarse; de un puñetazo le arriman a la pared. Le sangra el labio, va a limpiarse con el dorso de la mano.
—¡Arriba las manos!
Llegan los compañeros del herido; uno de ellos le pega con el cañón del fusil en el estómago. El más joven se agacha y recoge la «parabellum». Le cachean; no lleva más armas. Accionan el cerrojo de un fusil.
—A este hijoputa hay que pasarle por la piedra.
—Prefiero entregarlo en la comisaría; allá que hagan lo que quieran.
—No perdamos tiempo. ¡Tú! ¡Cara a la pared!
Un rostro se le aproxima y examina a la luz del farol. Los ojos iracundos, la boca le tiembla de rabia; apenas puede hablar. Le ha reconocido. No debió arrojar la pistola: preferible era morir matando.
—Pero ¿no le conocéis?
Con las manos se cubre de los puñetazos; una patada en la rodilla le obliga a doblar las piernas.
—¡Dejádmelo! ¡No me quitéis el gusto…!
Cesan los golpes; el que le ha reconocido se aparta y amartilla la pistola. Las voces de los demás resultan confusas, no las entiende. Una punzada dolorosa en la espalda al mismo tiempo que oye el disparo; se siente clavado por la cintura y cae al suelo; aún oye el segundo disparo.
El tercero se lo pega en la cabeza. El que le ha reconocido se guarda la pistola.
—¿Sabéis quién era? ¡Ramón Miralles y Treserras! Se la tenía jurada. No hará más mal a nadie; era un perfecto asesino.
—¿Os han herido a uno?
—Sí, en el muslo; le ha hecho migas el hueso.
Barcelona
Sobre la mesilla de noche hay una botella de coñac. Se sirve un buen chorro en el vaso y se lo bebe. Enciende el caliqueño que se le había apagado en el cenicero.
La alcoba está casi a oscuras, iluminada sólo por la escasa luz que entra a través del balcón abierto de par en par. Por otra puerta, también abierta, se distinguen los sillones de la peluquería, los secadores y demás enseres. Margot da media vuelta bajo la sábana y finge dormir.
Al anochecer, saltando de un terrado a otro, se ha corrido hasta el correspondiente a la casa de Margot. Después de dejar escondido el rifle en una cornisa ha descendido por la escalera, cuidando de que no le sorprendiera ningún vecino.
Así se hacen las guerras. Uno se harta de pegar tiros, después se acoge a un lugar cómodo, un inocente salón de peluquería de señoras, se atiza una rica cena, se toma su café, y a dormir con una mujer de bandera, porque a Margot, a pesar de que debe andar rondando los cuarenta, no hay pero que ponerle. Si no fuera porque mañana quiere estar en forma y ha de saltar por las azoteas, volvería a empezar dentro de un rato. Quimet Solé comienza a envejecer; le conviene economizar energías.
—Me vas a quemar las sábanas…
Hasta que se ha presentado en su casa con el rifle desmontado, disimulado en una bolsa de papel grande, hacía por lo menos tres años que no la veía. Más de diez se han cumplido desde que rompieron; Margot sigue igual, tan mujer de su casa, tan conservadora. Ya lo era cuando la sacó de la casa pública allá por el año veintitrés. Sí, hacia el veintitrés; la noche en que se cargaron a Evelio Boal; Margot trabajaba en «El Chalet Árabe». Recuerda que cuando los compañeros se despidieron, él estaba nervioso y fue a pasar la noche con ella, que era joven y andaba de costumbre muy solicitada.
—Te compraré otras de seda, mujer.
—Mientras no me busques la ruina… ¿Sabes que han estado registrando en la escalera?
—Pero acá ¿no han entrado?
—No, buscaban en el terrado; en la casa de al lado sí se han metido en los pisos. Querían matar a un viejo jubilado de la Guardia Civil.
—Yo estaba lejos; cuatro o cinco casas más allá. Mira si son idiotas.
—Ellos creen que disparan desde la iglesia. La querían quemar; como las puertas están cerradas, y no han podido forzarlas porque son de hierro, han estado disparando hacia el campanario y las ventanas; han destrozado los cristales.
—Te digo que son idiotas. El cura, que seguro que es de la Lliga, estará escondido debajo de una cama…, o encima. ¡Qué han de disparar los curas!
—No les conozco: sólo de vista. El párroco es viejo y hay otro que me mira con el rabillo del ojo, no te creas. Aunque aquí en el barrio me tienen por una señora, me da vergüenza ir a la iglesia. Si me fuera a vivir a otra ciudad, ¿ves?, sería distinto.
Le apoya la mano en la cadera, una mano peluda que luce un grueso solitario en el anular izquierdo. Como le aprieta, se lo quita y lo deja sobre la mesilla.
—Te dejo acá esto. Que no se me olvide; vale más de dos mil duros.
—Me lo podrías regalar…
—Ahora mismo: es lo que pensaba.
Riéndose le da un azote en el trasero. Las mujeres saben pedir, y ésta no es la excepción. Más le hubiera valido casarse con Margot. No lo hizo porque todos los compañeros habían estado con ella.
—Se me olvidó decirte que el general que lo manda todo se ha rendido. No sé, un nombre raro; ha hablado por radio.
—¡Trucos! Nadie se ha rendido. Que al anochecer ha debido de calmar la pelea, por eso no se oyen tantos tiros.
—He salido a la bacaladería a que me despacharan aceitunas; comentan que los militares pierden.
—Que no ganan parece más cierto, porque si ganaran ya habrían venido a ese Ateneo de mierda y no hubiesen dejado uno vivo. ¡Una cuadrilla de pistoleros! Pero yo hago mi trabajo, no creas. A uno le he herido y otro ha caído también. Les tengo a raya; van a quedarse sin munición. Si todos los tíos cacas que votan las derechas, de escondidas porque son como gallinas, hicieran lo que estoy haciendo, a estas alturas les tendríamos en el bolsillo. Corre mucho miedo, como la otra vez, que si no llega a ser por nosotros, cuatro jóvenes idealistas que éramos, no queda un fabricante vivo. ¿Y cómo nos lo han pagado, di? Diciendo, si a mano viene, que éramos unos criminales.
—¿Y no podrías dejarlo ya? A tu edad… Que lo hagan otros.
—Mira, Margot; ellos, todos esos fabricantes y tenderos, se cagaban de miedo entonces. Después se pusieron a favor de la Dictadura, de la Monarquía, de la República; españolistas, catalanistas, lo que quieras, que así son. Cuando un hombre tiene ideas, lucha por ellas; y es que las ideas, Margot, se llevan en la sangre.
Con rabia da las últimas chupadas al caliqueño, que se le apaga, dejándole un sabor fuerte en la boca. Lo aplasta contra el cenicero. La chaqueta cuelga del respaldo de la butaca. En un bolsillo guarda la pistola con un cargador de los largos. Mañana volverá a su escondite y volverá locos a todos esos anarquistas del Ateneo Libertario. No lucha por dinero, sino por ideas. Es propietario de un negocio saneado que le permite vivir desahogadamente; podría quedarse en casa y no andarse jugando el pellejo por las azoteas. Puede caerse al saltar un patio interior y dejarse allá los sesos, o pueden descubrirle y acribillarle a tiros; y si lo cogen vivo le harán picadillo.
La mano blanda y perfumada de Margot le acaricia el vello del pecho; siente deseos de abandonarse a la caricia.
Resistir aquí es de locos y rendirse será aún mayor locura. Ramón Mola ha oído por radio la voz del general Goded; desde las ventanas de Dependencias Militares ha visto a unos tipos zarrapastrosos con los cascos de los soldados, los fusiles y las cartucheras, que confraternizaban con guardias de Asalto y hasta con civiles. Se han apoderado de los cañones, puesto que por la tarde han cañoneado la división. Todo ha terminado, pues, aunque aquí las noticias, por incoherentes, más pueden calificarse de rumores. En la plaza de Cataluña han sido vencidos y la artillería derrotada. Se sabe que los cuarteles se van entregando uno a uno. No hay engaño; para comprobar el desastre basta con asomarse al balcón. Ya lo sabía él; se lo anunció a su hermano Emilio: en Barcelona no triunfaremos. «Que cada uno cumpla con su deber». Bien. Su hermano es general y es quien dirigía todo este movimiento; ahora no puede preguntarle cuál es «su deber». Guardias civiles indisciplinados mezclados con mujerzuelas que se han vestido, mancillándolas, guerreras militares; gentuza, guardias de Asalto, anarquistas, separatistas, comunistas, juntos festejan el triunfo y afilan los machetes y los dientes. Sólo ellos resisten en Barcelona —resistirán hasta que les ataquen en regla— y, enfrente, los de Atarazanas. ¿Cuánto resistirán? Hasta la madrugada, o quizá menos; la iniciativa la tiene el enemigo, y de aquí no hay manera de escapar. Todo se hizo mal y Goded ha llegado tarde. Ha corrido demasiada sangre y no hay lugar a capitulación; las turbas no sólo les matarán, les arrastrarán. Él no tolera ni el insulto ni la humillación, y lo único que pueden esperar como prólogo de una muerte segura son insultos, humillaciones y martirios físicos y morales. Cada cual que haga lo que quiera, cada cual que obre de acuerdo con su conciencia. Su hermano Emilio —a sus órdenes, mi general— le recomendó que regresara a Barcelona, en donde estaba su puesto, y que cumpliera con su deber. Lo sabía y pensaba hacerlo así, no de otra manera.
Se oyen pocos disparos; no se percibe la calma propia de la noche, sino el acecho de las fieras que se regodean pensando en la sangre de sus víctimas. Un gran cansancio, una gran depresión, le van ganando el ánimo. La ciudad ha debido de convertirse en circo romano; a ellos les toca representar el papel de víctimas. No, no lo será; él es capitán del ejército, no cristiano primitivo; carece de vocación de mártir; quienes suponen que van a salvarse son unos ilusos. No les llegarán refuerzos de ningún sitio; la función, pues, ha terminado. ¿Perdón? Ni lo pedirá ni lo desea; ha jugado y ha perdido; eso es todo. Y, además, lo ha hecho a sabiendas. Durante un rato ha estado paseando por la amplia terraza situada sobre el pórtico del edificio. La Puerta de la Paz está a oscuras y la Rambla también. Se ha asomado; ha procurado no pensar en que cualquier tirador invisible le estaría siguiendo por el punto de mira, porque precisamente lo que deseaba, lo que buscaba, era que ese tirador invisible apretara el gatillo y que el disparo fuese certero. ¿No le han visto? ¿Esperan atraparlos vivos?
Ramón Mola entra en su despacho del Juzgado de Causas.
El ordenanza y un teniente vienen a buscarle y le hacen señas de que desean hablarle a solas. Les ve demudados. Ignora qué mala noticia pueden aún darle. Se las han dado todas.
—Don Silverio…
El coronel don Silverio Cañadas manda estas fuerzas heterogéneas —jueces militares, jefes de servicio, oficiales, soldados de infantería y de ingenieros, falangistas— que en el edificio de Dependencias Militares permanecen asediados, esperando el ataque que saben no podrán resistir.
—¿Qué ocurre?
—El capitán Mola se ha suicidado.
—¿Cómo dice, teniente? ¿Está usted seguro?
—El ordenanza ha venido a buscarme. Ha muerto de un pistoletazo, mi coronel. ¿Qué hacemos?
—¿Dónde…, dónde lo ha hecho?
—En su despacho, mi coronel. Ha quedado recostado sobre la mesa… Pero lo he comprobado: está muerto; empuña su propia pistola. Venga usted, mi coronel, lo verá…
—No necesito verlo. Usted, ordenanza, guarde el secreto; se lo mando y se lo ruego. Y usted, teniente, vaya con él, cierren la puerta con llave y me la traen. No quiero que se entere nadie; ustedes no se lo cuenten a los demás. La situación está fea, y esta triste noticia no tendería a mejorarla en absoluto.
—Descuide, mi coronel…
—Vayan y cumplan lo que les he mandado. El capitán Mola era un caballero. No puedo aprobar lo que ha hecho, pero… tampoco lo desapruebo…
Pamplona
La columna de García Escámez, con ciento cincuenta vehículos, ha salido camino de Madrid, es decir, de Logroño y Soria. Han llegado de Zaragoza armas y municiones. El diputado a Cortes y jefe de los tradicionalistas aragoneses, Jesús Comín, regresará mañana a Zaragoza para emprender un segundo viaje con más armamento. Entretanto, van a salir fuerzas de Estella para reducir a los revolucionarios que pueda haber en la Ribera, a fin de que el convoy no sea interceptado.
En Pamplona mismo, los elementos de izquierdas, que durante el día han estado desconcertados, cuando han comprobado que marchaba la columna parecen haber revivido, y en algunos barrios obreros se han producido tiroteos. El general Mola se desentiende de eso; a Beorlegui le ha nombrado jefe de Orden Público y le ha dado carta blanca. Que aplique la mano dura; los artículos del bando son suficientemente explícitos.
—Mi general; al teléfono otra vez don Joaquín Baleztena.
Tras de su mesa, en la pared está instalado el aparato telefónico. También cuelga del muro empapelado un termómetro-barómetro. En esta habitación, todo es sencillo, sobrio, impersonal. El general Mola coge el aparato que le da su ayudante. Don Joaquín Baleztena telefonea desde su casa solariega de Leiza, que desde esta mañana se ha convertido en puesto de mando del primer frente de guerra navarro, en la raya misma de Guipúzcoa. Han venido milicianos de Tolosa, y existe la amenaza de que una columna enemiga avance utilizando el ferrocarril del Plazaola. Don Joaquín, exdiputado y actualmente presidente de la Junta Foral Carlista de Navarra, auxiliado por algunos vecinos del pueblo, ha dispuesto la defensa. El comandante Tutor, de la guarnición de Valencia, que se hallaba en Pamplona con licencia, ha improvisado una pequeña columna de requetés y se ha trasladado a Leiza, por si el ataque fuera importante, evitar que los guipuzcoanos, republicanos, comunistas, nacionalistas, lo que sean, que poco se sabe, se cuelen en Navarra.
—Dígame, don Joaquín, ¿qué hay por ahí? ¿Ha llegado el comandante Tutor?
—Sí, don Emilio. Quería decirle que los rojillos y los separatistas vascos ya han llegado. Se han apoderado del cuartelillo de los Forales de Urto, a tres kilómetros escasos de aquí, y de un molino que hay. Don Venancio Tutor quería atacar y perseguirles hasta Tolosa, pero yo, que conozco el terreno y sé cómo se las gastan los tolosanos, le he aconsejado que esperemos a que amanezca. Ha montado una guardia de cuarenta hombres a la entrada del pueblo por si se decidieran a atacar ellos, que no lo creo.
—¿Está ahí el comandante?
—Ha quedado en la avanzada que le digo; el resto de la gente va a recogerse a descansar en mi casa para que mañana estén mejor dispuestos.
—Muy bien, don Joaquín; no dejen ustedes pasar a esos canallas.
—Descuide usted, mi general.
—Pues mucha suerte.
De Estella han salido fuerzas para Alsasua, nudo ferroviario con fuerte población proletaria; si el resultado de las elecciones puede utilizarse como estadística de posiciones políticas, el Frente Popular tuvo mil votos en Alsasua.
Un ordenanza se presenta y entrega un radio al comandante Fernández Cordón, que lo lee y se lo pasa al general.
Mola lee con atención; lo envía desde Sevilla el general Queipo de Llano: «Informan de Barcelona que desde azoteas hay tiroteos. Han disparado unos cañonazos. Se ataca al Gobierno Civil. Se oyen tiroteos de ametralladoras…».
Queipo de Llano es un optimista empecatado, o pretende darle ánimos suponiendo que los necesita. Las noticias que se tienen de Barcelona, desgraciadamente, son pesimistas. Por radio han escuchado la voz del general Goded; los términos en que se ha manifestado no dejan lugar a esperanzas. Su hermano tenía razón. En Barcelona está Ramón; habrá cumplido con su deber, como él le mandó que hiciera. ¿Adónde le habrá conducido el deber? En Barcelona también viven su padre, su cuñada y su sobrina. En la guerra como en la guerra.
—¡Este Queipo!
El fracaso de Barcelona, de conocerse, va a causar una impresión deprimente. Hasta el momento lo saben, o lo sospechan, quienes hayan estado a la escucha de la radio barcelonesa; no serán muchos. Conviene radiar desde Pamplona una noticia que, de empezar a correr rumores, los contrarreste.
—Que venga un escribiente; redactaremos un comunicado para que se difunda por radio inmediatamente.
Medita un instante; cuando al fin se sepa que Barcelona está perdida se habrán conseguido éxitos que compensarán la adversidad que ese fracaso representa. Y aún, ¿quién sabe lo que puede ocurrir en las próximas horas? No hay informes de Lérida, Gerona, Figueras, Mataró, Tarragona, Seo de Urgel. Podría enderezarse la situación.
El escribiente se ha presentado, papel y lápiz en mano.
—A ver, escriba: «En contraposición a la noticia completamente falsa transmitida por la emisora Radio España, según la cual el general Goded, que había desembarcado con tropas de Baleares, se había rendido a la Generalidad y hasta transmitido por radio un mensaje invitando a las demás guarniciones de España a cesar en el alzamiento, la Comandancia Militar de Navarra comunica a todos los españoles la noticia fidedigna, y recibida por conducto oficial, de que el general Goded se halla establecido con sus fuerzas en Montjuic. Y desde allí está bombardeando durante toda la tarde de hoy determinados puntos de Barcelona».
No sólo a tiro limpio se ganan las batallas; la astucia también cuenta, y el fin justifica los medios. ¡No faltaba más!
—¿Ha terminado de copiar? Que se radie por la emisora. No hemos de tolerar que las patrañas del enemigo queden sin respuesta adecuada.
—¿Manda usted algo más, mi general?
—Puede retirarse…
—A sus órdenes.
Sevilla
Mientras en zapatillas y en pijama se mantiene junto al aparato de radio en espera de noticias, su mujer, tumbada en la cama, lee una novela. Han desplazado el lecho, separándolo del balcón, porque, igual que ocurrió la noche pasada, se oyen disparos; no fuera a ser que entrara un proyectil.
Acaban de tocar el pasodoble España cañí; suena un toque de atención. Algún comunicado van a dar. Aumenta ligeramente el volumen para enterarse bien; escucha la voz del speaker:
¡Sevillanos! El ejército español, fiel depositario de las virtudes de la raza, ha triunfado rotundamente. Mas la victoria no ha de detener la labor depuradora que el país necesita, y por ello el general Queipo de Llano dicta el siguiente
BANDO
Primero. Toda persona que posea armas ha de entregarlas inmediatamente en la Jefatura de la División, en las Comandancias de la Guardia Civil, puestos de dicho Instituto o cuartel de la Alameda. Se hace la advertencia formal de que el que sea portador de un arma sin permiso de la autoridad militar podrá ser fusilado si infundiera sospecha de utilizarla en agresiones.
Segundo. Para poder distinguir a las personas de orden y amantes de la verdadera justicia, todos los que por tal se tengan deben presentarse al Gobierno civil o Jefatura de la División a ofrecer el concurso que su conciencia les dicte.
Tercero. Para facilitar la labor del ejército, se previene a todo el vecindario levante las persianas de los balcones, a fin de no dar sospecha a que de tal forma puedan encubrirse los agresores, advirtiéndoles que, de no observarse esta indicación, pueden sufrirse consecuencias desagradables.
Declarado el estado de guerra en el territorio de esta División, quedan en suspenso los permisos de verano concedidos a los señores jefes y oficiales, suboficiales y tropa, los que se incorporarán a sus destinos en el plazo más breve y por el medio de locomoción más rápido, exigiéndoseles responsabilidad a los que no lo efectúen.
¡Sevillanos! ¡Viva España republicana!
Noticias particulares aseguran que el general Mola ha entrado en Madrid, de donde había desaparecido el Gobierno.
¡Sevillanos honrados! A cuantos habéis cooperado en estos días, un abrazo.
¡Españoles! Volvamos a serlo con toda dignidad.
¡Viva España!
Cuando comienzan a sonar las notas del himno de Riego acciona el conmutador y cierra la radio. Desde la alcoba, su mujer le habla en voz alta:
—¡Qué lata! Eso ya lo habían dicho antes.
—Es para los que no lo hayan oído.
—Vuelvo a insistir en que deberías haberte presentado; los hombres han de dar la cara.
—No creas que me asustan los tiros… Aunque confieso que gracia tampoco me hacen. No deseo arriesgar la vida por una causa que no es la mía. Ya lo oyes, el himno de Riego. Queipo es republicano, lo sabemos, y aunque está llevando a cabo una labor patriótica y dando pruebas de mucho coraje, yo… la verdad… por el momento. Mañana veremos; antes de decidir sobre asunto tan grave he de cambiar impresiones con algunos amigos.
—Bien han acudido Barrau y los requetés…
—Los requetés son carlistas; que hagan lo que quieran. A mí me cuesta olvidar que Queipo se puso en contra de don Alfonso XIII.
—Lo que estás esperando tú es a que la situación se aclare.
—Y aunque así fuera, ¿qué? Los militares cobran para estos casos, son ellos quienes deben defender la patria cuando está en apuros. O va a reducirse su labor a pavonearse con el uniforme. Yo soy abogado, un hombre civil. Si creo que la patria me necesita, o que con las armas puedo servir a don Alfonso, no dudaré en alistarme. Entretanto, prefiero dar tiempo al tiempo. La bandera republicana no es mi bandera, no es la verdadera bandera española.
—Ahí llevas razón. Pero tal como está la situación, si Queipo pierde y los comunistas de las barriadas asaltan el centro, todo lo quemarán, como ya han quemado las iglesias, y a nosotras las señoras, ¿qué crees que harán con nosotras? Pues ya te lo puedes imaginar…
—No hables de eso, sabes que me disgusta.
—Son los hombres quienes han de defender la honra de sus mujeres cuando llega la ocasión. Y yo, te lo juro, si hubiera sido hombre, ayer por la mañana me voy con los Parias, Ignacio Cañal y aquellos que lanzaban gritos patrióticos. Yo no sé; tú eres demasiado prudente.
—En el café han dicho que a Chacho Benjumea le mataron ayer, conque ya ves…
—¡Qué tiene eso que ver! A las mujeres nos gusta que nuestros maridos sean… no sé como decirte… nos halaga.
Vuelve a conectar la radio; terminado el himno de Riego suenan los acordes de Mi Jaca. Por los balcones abiertos de par en par y con las persianas levantadas por dar cumplimiento a las órdenes, entran bocanadas de calor. Está sudando y se siente desvelado. La situación no se presenta demasiado clara. Escuchando a Queipo todo son victorias, y hasta asegura que el Gobierno ha huido de Madrid. Aprovechando que al atardecer no se oían disparos por las inmediaciones, ha bajado a la calle y como el café estaba abierto se ha quedado charlando con los camareros y los escasos parroquianos. Cada uno opina de distinta manera; pero los que escuchan Radio Madrid aseguran que el Gobierno se mantiene firme. Y así debe ser porque a primeras horas de la noche han bombardeado Tablada los aviones del Gobierno. Les han dado un susto terrible; temblaban los cristales y parecía que la casa se venía abajo. ¿Qué ocurrirá cuando las bombas caigan sobre Sevilla? Queipo no dispone de aviones ni medio para combatir los del enemigo. Un camarero cuyo hermano habita en el barrio de San Gil y que le ha telefoneado, cuenta que han matado a un cura y que lo han arrojado a la hoguera; han asesinado a otras personas de derechas. No le contará a su esposa que corre el rumor de que en Triana han violado a unas mujeres. Quizá no sea verdad; la gente se complace en hablar de violaciones, les excita. La voz de la radio le distrae.
—¡Atención, atención, sevillanos! ¡Atención, españoles!, les va a hablar el general jefe de la Segunda División, don Gonzalo Queipo de Llano. ¡Atención!
—Vuelve a hablar Queipo; algo interesante tendrá que comunicar.
La mujer abandona la novela y se incorpora en la cama apoyando el codo en la almohada.
¡Sevillanos! Soy un hombre que amo y ama sinceramente al pueblo y quiero hacerle hoy una advertencia para que no se deje seducir por aquellos que lo utilizan como instrumento de sus inconfesables apetitos.
Se me dice que los obreros de Sevilla han acordado la huelga general para mañana, lunes, y, como estoy encargado de mantener el orden a toda costa, me dispongo a combatir esa huelga general con la máxima energía. Si el derecho a la holganza puede ser sagrado individualmente, de ninguna manera es tolerable de forma colectiva y con fines político-revolucionarios de arruinar la economía del país. He dicho que estoy dispuesto a emplear las máximas energías para combatir esa huelga general, y a tal fin advierto que, en caso de que estalle, consideraré a sus organizadores incursos en el delito de rebeldía y, como a tales rebeldes, se les aplicará el castigo que marca la ley con el máximo rigor.
Caso de no ser habidos los responsables directos de la huelga general, serán pasados por las armas los comités directivos de todos los oficios que se sumen al paro.
Sevillanos: Ruego a todos que creáis en la sinceridad de mi advertencia. No soy hombre a quien le guste decir bravatas. ¡Pero soy hombre que nunca dejaré de cumplir aquello que dije! Por lo tanto, con estas palabras quedan seriamente advertidos todos los comités de los distintos oficios de Sevilla sobre la penalidad que les amenaza si secundan el criminal intento de huelga.
Ahora voy a dar otro consejo a otra clase de sevillanos. Aludo a quienes muestran su impaciencia porque no han llegado todavía las tropas de Marruecos, de que yo hablé en una de mis charlas anteriores. Cálmense los impacientes, tengan tranquilidad y prudencia. La deserción de algunos barcos de la Escuadra ha impedido el transporte de varias unidades, pero pronto se unirán a las fuerzas desembarcadas en Cádiz otras que están en camino y que llegarán mañana temprano.
Finalmente, comunico a los radioescuchas que, con objeto de dar descanso a mi garganta y para que no tengan que estar pendientes de mis emisiones sin horario fijo, en lo sucesivo hablaré tan sólo tres veces al día: a las 10 de la mañana, a las 3 de la tarde y a las 10 de la noche.
Como veis, la situación mejora por momentos, y pronto, muy pronto, será restablecida la paz en Sevilla y en toda Andalucía. ¡Viva España!
Al terminar la alocución se quedan un instante en silencio; él desconecta el aparato.
—Éste es un tío con agallas. Nada de contemplaciones con esa gentuza. Cuanto más se les da, más exigen. A ver quién es el guapo que hace huelga.
—Lo importante es restablecer el orden en la ciudad.
Oviedo
Fusil en mano hacen guardia en las galerías del cuartel que fue convento de Santa Clara. Los que con el comandante Alfonso Ros se han refugiado en el pabellón de Repuestos donde guardan las municiones y lo que es peor muchas bombas de mano, no ha podido averiguar cuántos son exactamente. Unos dicen más y otros menos. Dentro hay oficiales, guardias y también paisanos; desde hace un rato han dejado de disparar.
Por precaución y también por comodidad, se mantiene apoyado en una columna del que fue claustro del convento sin perder de vista las puertas y ventanas del pabellón protegidas por dentro con ruedas de autos y camiones. Si intentaran una salida desesperada que no le coja desprevenido. No les queda escapatoria, les tienen acorralados. Una ametralladora servida por guardias, enfila la puerta.
Junto a la puerta del almacén queda el cadáver de un guardia, que por su situación no ha sido posible retirar; lo han matado desde dentro. Dicen sus compañeros que se apellidaba Fonseca. Como el uniforme es tan oscuro y la luz escasa, apenas se le distingue, pero el cadáver produce cierta impresión, impone.
Como continuamente están entrando y saliendo del cuartel camaradas, le han ido llegando novedades de lo que ocurre en el resto de la ciudad. El comandante Caballero se ha presentado en el Gobierno Civil, ha destituido al gobernador y le ha detenido; no ha hecho resistencia. Los guardias encargados de proteger el edificio, se han entregado sin disparar. La Guardia Civil se ha apoderado de la Telefónica. En el cuartel de Infantería están presentándose voluntarios falangistas y de derechas; los militares han establecido una posición con ametralladoras en la loma de Pando.
Con los camaradas de su escuadra se reunían las noches pasadas en espera de órdenes y a comentar los sucesos en un almacén de la calle Independencia. Nada ocurría en la ciudad y el coronel Aranda les tenía desconcertados. Menos mal que se ha decidido porque más de uno empezaba a recelar de él porque se le considera republicano acérrimo. Republicano o no, ha sabido apoderarse de la ciudad y ahuyentar a los enemigos. Esta misma tarde obreros con camisas rojas, con pañuelos al cuello, con camisas azul celeste, todavía se permitían alardear. Los que vienen al cuartel de Santa Clara aseguran que se han esfumado y que si descubren a alguno tienen orden de dispararle. Se acabó la mascarada, La Internacional y el UHP.
Confía en que mañana acudan más voluntarios; pocos son los que se han presentado en una ciudad como Oviedo, tan castigada el año 34; a los ovetenses no les queda más opción que jugarse la vida a cara o cruz. Se habla de sacar de la cárcel a los presos, pero la cárcel está en un barrio apartado. Detenidos están Cienfuegos y otros camaradas.
Protegiéndose en las columnas del antiguo claustro distingue a sus amigos Luis Castañón y Femando Alberti. Tenían ganas de que empezaran los tiros, más cuando se enteraron que en África había comenzado el movimiento salvador. Desde que captaron por radio, un poco por casualidad, la conversación que sostuvo el radiotelegrafista de la Alta Comisaría de Tetuán con el general Pozas que estaba en Madrid, en el Ministerio de Gobernación, la impaciencia les comía.
Desconfiaban de Aranda, afirmando que era amigo de Prieto, y que simpatizaba con los socialistas. Al coronel Aranda le encontró hace unos días frente a la taquilla del cine Toreno; él, que como periodista es indiscreto, tratando de sonsacarle le preguntó qué podía ocurrir como consecuencia del asesinato de Calvo Sotelo. Aranda, cuyo rostro es impenetrable pero la mirada expresiva y maliciosa, le contestó «Usted, Ricardo, vaya donde yo esté». Y así lo ha hecho; ha abandonado sus tareas en el periódico y aquí está, fusil al brazo, un flamante fusil de la fábrica de la Vega, montando guardia en el interior de este cuartel donde por la tarde se ha producido el primer choque sangriento. Ha disparado algunos tiros; después, en vista de que los hombres refugiados con el comandante Ros han cesado de hacer fuego, les han ordenado que tampoco disparen, y se mantengan al acecho.
Madrid
Para escribir las octavillas se han encerrado en el despacho del director de El Socialista.
El propio Indalecio Prieto les ha mandado que las redactaran y las imprimieran rápidamente en la imprenta del periódico. Tienen intención de arrojarlas al amanecer sobre el cuartel de la Montaña.
Julián Zugazagoitia, director de El Socialista, se ha sentado ante una de las máquinas de escribir; están con él dos redactores, Albar, miembro de la Ejecutiva, y Velázquez. Redactar una octavilla dirigida a los soldados, otra a los ciudadanos en general y una tercera a los trabajadores, aunque parezca quehacer sencillo para periodistas de pluma fácil, les resulta sumamente arduo, dadas las circunstancias y el estado de ánimo en que se hallan tanto ellos como el resto de los españoles.
El humo flota en el despacho. Teclea la máquina; se oye la repetición insistente de uno de los tipos efectuando una tachadura. Los que redactan a mano sobre cuartillas corrigen a su vez.
—¿Qué os parece esto?
¡Soldados! En curso de extinción el criminal intento de la parte fascistizada del ejército, el Frente Popular, que está en un todo identificado con la República y su Gobierno, apela a vosotros para que reforcéis con vuestros cuerpos y fusiles la autoridad legítima de la República, cooperando con las fuerzas populares, que están en pie de guerra y no tienen otra divisa que la clásica: «Vivir libres, o morir». Vosotros, soldados, sois carne y sangre del pueblo. De él venís y a él será forzoso que volváis. Pensad en vuestro mañana, soldados, si consentís o cooperáis a que el pueblo sea sumido en las más negras de las servidumbres. Se juega ahora una batalla decisiva para la libertad de España. Vuestros fusiles, soldados, pueden contribuir a romper los dogales que el fascismo está forjando para vuestros padres y para vuestros hermanos, que vencieron el 16 de febrero, y cuya victoria estáis en el deber de defender.
Soldados: ¡Ayudadnos en estas horas decisivas y sumad vuestros esfuerzos a los del Frente Popular, a los de la República, a los de España! —El Comité de Vigilancia del Frente Popular.
—No sé; es la primera vez que oigo una proclama semejante. ¿No debería de hablarse más claro? Lo que se pretende es que los soldados se subleven contra sus jefes…
—¡Naturalmente! Pero hay que emplear un lenguaje moderado, no se tomen el rábano por las hojas. Advierte que deben sublevarse únicamente en caso de que los jefes se pongan al lado de los fascistas.
—Es cierto; hay regimientos que permanecen leales. No pudiendo dar instrucciones concretas, resulta peligroso.
Por los balcones abiertos penetra el estruendo de una descarga seguida de algunos disparos. Abandonan el trabajo y se asoman al balcón. Nada de particular se observa; el bulevar, desierto, aparece iluminado por cuatro hileras de faroles. Un centinela con fusil que monta guardia a la puerta de la sede del Partido Socialista, se adelanta hasta el centro de la calle con el arma dispuesta. Cuando regresa a su puesto, Julián Zugazagoitia, le pregunta desde el balcón:
—¿Se ve algo?
—No, nada. Ha sido ahí cerca.
Suenan nuevas descargas que la noche y el eco multiplican.
—¡Zambomba!
Entran del balcón. Zugazagoitia encarga a un redactor que se llegue a la Glorieta de San Bernardo, donde un centenar —una compañía— de milicianos socialistas están destacados al mando del redactor Angulo, junto a otra compañía de guardias civiles. Le recomienda que trate de averiguar cuál es la actitud de la Guardia Civil; sienten hacia el Cuerpo natural recelo.
Continúan redactando las cuartillas; una onda de pesimismo ha cruzado por el despacho del director de El Socialista. Albar parece preocupado; se levanta y se aproxima a la mesa de Julián Zugazagoitia.
—El Gobierno se dispone a mover la aviación; lo que a estas horas ignora el Gobierno es qué harán los aviadores; si arrojarán las bombas sobre el cuartel de la Montaña o fuera de él, sobre los asediadores. La duda, desgraciadamente, parece estar bastante justificada.
Zugazagoitia le mira a través de sus gruesos cristales de miope. Albar, ha estado reunido con la ejecutiva del Partido y por tanto con Indalecio Prieto, que pasa por ser el hombre mejor informado de España. Todo pende de un hilo, la falla de cualquier resorte puede conducirles a la catástrofe.
Sobre las cuartillas vuelve a correr la pluma.
Ciudadanos: Una nueva intentona fascista, y esta vez con todas las agravantes y la máxima copia de recursos, se ha producido contra vosotros. Que ninguna consideración especiosa deforme vuestro juicio. El hecho es éste: los fascistas, auxiliados por una parte del ejército que España mantiene para que guarde sus instituciones, no para que las ataque por la espalda, se han alzado contra la República. La finalidad era sencillísima: extinguir el régimen de democracia y de convivencia civil y montar sobre vuestras cabezas el tinglado monstruoso de una dictadura de señoritos y de milites desleales. Históricamente, la traición recibirá los más acres calificativos. Porque en ella culmina, sobre una falta de sentido del deber, una ausencia morbosa de amor a la Patria dolorida. Dos conductas ruines os darán, ciudadanos, la medida del grave delito de lesa Patria: Una, insurreccionarse frente a los indígenas, en una tierra de protectorado que Europa nos ha confiado para civilizarla; la otra, lanzar a las fuerzas regulares y del tercio contra la población pacífica de las plazas de África y pretender dirigirlas a la Península para que empleen su mercenaria ferocidad en vuestros hogares de hombres libres, como en Asturias hicieron.
Ciudadanos: No hay motivos para perder la serenidad. El Gobierno, que os representa legítimamente, tiene en sus manos los nudos de la acción de castigo, y con la ayuda magnífica de vosotros mismos está dominando, uno a uno, los focos de la rebeldía. La Escuadra, con la marinería tremante de pasión republicana, ha aislado a África y se dispone a bombardear los puertos en que se resistan los facciosos. Toda España hierve de entusiasmo civil y los ciudadanos se alistan a las milicias para imponer el orden y la ley. Vuestra ley y vuestro orden, que los traidores han querido aniquilar en aras del fascismo, que es la guerra civil, la indignidad y la muerte de vuestras viejas y hermosas libertades.
Ciudadanos: Con el corazón fuerte y la cabeza clara, defendamos el honor de España. Que no desmaye vuestra fe. El fascismo, de esta hecha, quedará aniquilado bajo la voluntad de nuestra Patria libre, de nuestra querida tierra, ensangrentada por la traición. Saldrá la República depurada de sus infortunios gracias a una ciudadanía que sólo anhela trabajar por su engrandecimiento, trabajar en paz y fecundamente. — El Comité de Vigilancia del Frente Popular.
Julián Zugazagoitia no consigue dominar la inquietud; las noticias que se reciben en la redacción no son optimistas, salvo las de Barcelona. Ayer, él mismo publicó que en Sevilla las tropas rebeldes estaban casi derrotadas; no es cierto. A primera hora de esta noche aviones leales han bombardeado el aeródromo de Tablada, pero su eficacia es relativa. En Madrid, nadie sabe lo que va a ocurrir si los militares actúan con energía y unidad. Cualquier conspiración tiene la ventaja del secreto; se desconocen los planes del enemigo y la fuerza con que cuentan. Si del Norte y de Castilla envían columnas sobre Madrid… Que el coronel Aranda se ha sublevado en Oviedo está confirmado, a pesar de las seguridades que daba el gobernador Liarte. ¡Qué tremendo fracaso el de estos gobernadores demócratas que impuso Casares!
Se entreabre la puerta; levanta la cabeza.
—¡Zuga! ¿Puedo pasar?
El redactor que ha enviado a la Glorieta de San Bernardo está de regreso.
—He hablado con Angulo; tranquilidad en aquel frente. Los compañeros siguen sin municiones, pero armados con excelentes fusiles.
—¿Qué eran esas descargas?
—Nadie lo sabe. Angulo me ha contado que mientras sonaban y a ellos les parecía que disparaban allí mismo, los guardias civiles permanecían impasibles sin volver siquiera la cabeza, y que los oficiales charlaban y fumaban como si no oyeran los disparos.
—¡No me digáis! Los civiles son cojonudos… De todas maneras, buen indicio… Por un momento temí que fueran ellos quienes disparaban contra nuestra milicia.
—¡Ah! Y el capitán «Kalaka» me ha recomendado que te dijera, que «siempre a tus órdenes»; se le contagia la jerga militar. Angulo es un militarista solapado.
La noticia le alivia; nada ocurre por ahora y la noche avanza. El Gobierno va extremando las precauciones, las milicias populares toman posiciones alrededor de los cuarteles. En todo caso habrá lucha, una lucha sangrienta, porque esta vez el pueblo de Madrid está dispuesto a luchar.
Coge el montoncillo de cuartillas y lee:
Trabajadores: Atenta a la voz de los organismos responsables, consciente además de sus deberes en las circunstancias actuales, la clase obrera española, sin distinción de matices, se ha puesto bravamente en pie para hacer frente con las armas a la traición de los militares que, pisoteando su juramento de honor, han querido ahogar en sangre a la República para sumimos en la dictadura ignominiosa del fascismo. El ejemplo de la clase obrera, magnífica en su espíritu combativo, es la mejor garantía de que el fascismo, pese a todas las brutalidades puestas en juego, no pasará. No pasará, porque la clase obrera le opone una barrera infranqueable, que ningún peligro hará flaquear. Contra el fascismo, camaradas, nos lo jugamos todo sin vacilaciones de ninguna clase. Un vacilante es, en los momentos actuales, un inservible. Un cobarde, por añadidura, un traidor a su propio interés y, por consecuencia, al interés de todos, que es el que, contra todo y por encima de todo, estamos obligados a defender. A costa de lo que fuere, la victoria de la República y de la clase obrera se impondrá plenamente. ¡Camaradas! Aprestaos no a la defensa, sino a la ofensiva. Contra el fascismo no cañen blanduras. Por el triunfo de la clase obrera y de la República, cada militante necesita convertirse en un combatiente resuelto a vencer a todo trance. Corazón firme y cabeza serena. ¡Adelante, trabajadores!
Madrid, julio de 1936. — El Comité de Vigilancia del Frente Popular.
Julián Zugazagoitia ha añadido algunas comas a medida que leía. El encargo que le han hecho, queda cumplido; se dispone a enviar las cuartillas a la sala de máquinas. Debería estar satisfecho. Un secreto malestar le acongoja, se esforzará por disimularlo. Abate la cabeza, un minuto de calma, un minuto de silencio.
El teniente Orad de la Torre, miembro del Partido Socialista Español, a pesar de que como militar su nombre no figure oficialmente inscrito, ha instalado su media batería, dos piezas del siete y medio, en el centro de la plaza de España cerca del monumento a Cervantes. Don Quijote y Sancho Panza desde sus esculturas de bronce, parece que asistan a las maniobras. Sancho, pueblo, testigo mudo, y don Quijote levantando la mano, no se sabe si dando órdenes o protestando, pues es de suponer que no sea saludo fascista lo que hace, si bien ¡vaya usted a saber!
El cuartel de la Montaña, a un par de centenares de metros, presenta aspecto de fortaleza. No se descubre luz en las ventanas: ¿qué se maquina ahí dentro? ¿Cuáles pueden ser las intenciones de sus jefes? Algo cierto; están acuartelados y no acatan las órdenes del Gobierno. Al amanecer, de no entregarse los sublevados, se iniciará el ataque. Estas dos piezas, las únicas de que por ahora dispone el Gobierno, tendrán que rendirlos o abrir brecha para el asalto.
El teniente coronel Vidal y su hijo andan gestionando unas piezas del quince que, de conseguirlas, emplazarán junto a la iglesia de los carmelitas.
El aspecto de la plaza de España es tan animado como un día de fiesta; aunque de distinto signo; los guardias de Asalto han tomado posiciones en las azoteas próximas; con ametralladoras y mosquetones batirán las aberturas del cuartel; de otra forma si los rebeldes abren fuego bien dirigido las piezas no podrán mantenerse en el lugar que ocupan. Por precaución están levantándose barricadas. ¿Quién y de qué manera puede mandar esta fuerza entusiasta e indisciplinada? Se ignora quién dirigirá el ataque; se habla de un comandante de la Guardia Civil, se habla del teniente coronel Asensio, algunos suponen que la dirección de las operaciones la llevará el general Riquelme.
La media batería la mandará él; para evitar confusiones, no se aparta de las piezas. Desde hace un rato al teniente Orad le ha asaltado una inquietud. ¿Qué piensan los mandos de la Montaña? ¿Cuáles son sus propósitos? Quedarse dentro y permitir que alrededor se establezca un cerco en regla equivale al fracaso a corto o largo plazo; cualquier militar y cualquier civil lo saben. Han de intentar una salida. ¿Cómo, con qué medios y en qué momento? Es lo que desearía saber. En el cuartel han entrado voluntarios y de armamento no carecen; pueden efectuar una salida rápida y violenta protegida por fuego de morteros. ¿Qué ocurrirá entre los asediantes, fuerzas diversas, indisciplinadas, entre cuyos efectivos predomina un paisanaje probablemente valeroso, pero no fogueado?
En Madrid la lucha va a plantearse en dos puntos distintos; en el cuartel de la Montaña y en los Cantones; debe evitarse que las fuerzas de ambos núcleos lleguen a juntarse. En eso consiste el plan. Si en una salida audaz los de la Montaña se apoderan de las piezas, contarán desde ese momento con un elemento del cual ahora carecen: artillería.
Al servicio de los cañones, para ayudarle en lo que convenga y como prácticos que son en el manejo de explosivos, han adscrito a la batería a unos cuantos mineros asturianos de los que esta tarde llegaron a Madrid.
—¡A ver, vosotros! Deseo que me preparéis un dispositivo por medio del cual, en un momento de apuro, supongamos que hicieran una salida esos tíos y no pudiéramos detenerles, podamos volar las dos piezas. ¿Resulta fácil preparar eso?
El más viejo, antes de contestar, examina los cerrojos de los cañones; observa el centenar de proyectiles, unos alineados y dispuestos, otros en sus cajas.
—Sí, camarada teniente. Podemos prepararlo en un momento. Nosotros tenemos mecha y dinamita. De paso se puede hacer volar, siempre que convenga, la munición, no fuera a ser que la cogieran los fascistas.
—Pues manos a la obra; pero, entendido, pase lo que pase, que nadie encienda la mecha hasta que yo lo mande.
En Vallecas, junto a la Casa del Pueblo, se organiza un batallón de milicias integrado por socialistas y comunistas. Miembros de la CNT se han presentado a reclamar fusiles; tras algunas discusiones el teniente coronel Víctor Lacalle, encargado de formar el batallón y de mandarlo, les ha cedido veinticinco, y a pesar de que han seguido protestando, han acabado por marcharse.
Los directivos de la Casa del Pueblo son los encargados de la distribución, previa presentación del carnet sindical. Disponen además de cuatro ametralladoras. En Vallecas se está procediendo a una activa requisa de coches y camiones, pues necesitan elementos móviles para trasladar el batallón a donde convenga. En principio, se les ha señalado como objetivo el cuartel de artillería de Vicálvaro. Por lo menos se impone neutralizarlo, impidiendo que en caso de que salieran las tropas puedan enlazar con los sublevados de Getafe; o cerrarles el paso a Madrid, si es eso lo que pretenden. Constantino del Moral, un suboficial que encontró en el Ministerio cuando empezaron a realizarse las gestiones, se ha convertido en su mano derecha. El entusiasmo y capacidad que Constantino pone en la organización compensa la dificultad que representa formar una unidad militar con estos militantes socialistas y comunistas.
Arengas, .sugerencias, alborotos, atruenan el ambiente. Se instruye con rapidez a los paisanos; pero al mismo tiempo ha resultado necesario organizar guardias y patrullas para asegurarse contra un posible ataque por sorpresa de los rebeldes. El batallón, mejor o peor, va formándose; todos son voluntarios y entusiastas, están resueltos a combatir, muestran deseos de hacerlo. Lo harán tan pronto como se les presente la ocasión.
El teniente coronel Víctor Lacalle, se ha quedado ronco. Las órdenes, sólo a medias obedecidas; han de darse a gritos.
La formación no es marcial en apariencia. Los milicianos fuman y charlan; más que compañías o secciones, forman corros. Algunos, regularmente veteranos del ejército o de espíritu más disciplinado, se ponen firmes a su paso en forma reglamentaria, o le saludan levantando el puño, un nuevo saludo militar recién inventado; el saludo del pueblo en armas.
—A fin de que las ametralladoras estén abastecidas, de momento, no se os proporcionará más que un par de peines por cada fusil. Por tanto, tenéis que economizar la munición y no disparar más que sobre blanco seguro. Cada disparo un fascista; ésta es la consigna.
A la luz de un farol el suboficial alecciona al «pelotón de los torpes».
—Supongamos que el blanco está a quinientos metros… ¿Qué tenéis que hacer?
En la Casa de Campo, el coronel Mangada prepara otro batallón. Su prestigio personal entre militantes obreros y afiliados a los partidos de izquierda hace que aumente continuamente el número de los alistados. En otros lugares de Madrid, el teniente coronel Marina y los comandantes Fernández Navarro y Aparicio, asistidos por oficiales y suboficiales republicanos, socialistas y comunistas, improvisan batallones. En el centro de Madrid y en sus barrios, miles de paisanos ¿veinte, treinta, cuarenta?, a estas horas de noche, bien, regular o mal armados, incluso sin ningún arma, se disponen a la pelea. Y entre esos ciudadanos no faltan las mujeres, algunas de las cuales por su cuenta o recurriendo a amistades personales o a influencias políticas, también se han proporcionado armas.
Lo más importante para que el prestigio de un jefe se mantenga intacto es dar sensación de seguridad a sus subordinados; aunque él no la tenga. El general Fanjul lleva varias horas dentro del cuartel de la Montaña, y está convencido de que se encuentra aislado. Las últimas noticias traídas por el capitán Betancourt, que ha salido y entrado varias veces en misión de enlace, son que el Gobierno con las fuerzas de que dispone, apoyadas por el populacho armado, establece un cerco en regla. Probablemente a estas horas, nadie puede salir del cuartel ni entrar en él, ni siquiera amparado en la oscuridad. Si las luces del cuartel se han apagado por precaución, los asediadores han hecho otro tanto con el alumbrado público.
Para establecer un plan y para llevarlo adelante lo primero es conocer con qué fuerzas se cuenta, y si resulta factible, tener idea aproximada de las del enemigo. Nada de eso es posible. Durante la tarde han salido con gran riesgo distintos enlaces; las noticias con que han regresado no son alentadoras. El capitán Querejeta, acompañado por un cadete, ha recibido una negativa rotunda por parte del coronel del Regimiento núm. 2 de Infantería, y el capitán Alcántara también se ha estrellado en el Regimiento de Carros de Combate. No están dispuestos a sublevarse; por consecuencia, no reconocen su autoridad sobre la guarnición de Madrid, sino la del ministro de la Guerra y la del general de la división, que ni se sabe a estas horas quiénes son. El peor golpe ha sido la defección, que ya parece irremediable, de la Guardia Civil; según le aseguran estaban comprometidos. Es posible que en las conspiraciones, los más exaltados o entusiastas cometan un error; hablar en nombre de todo un cuerpo o unidad. Y lo que resulta más trágico es que inducen a error, al grave error de contar con fuerzas que luego no apoyan y aun que se ponen en contra.
Con Getafe, con Vicálvaro, con Carabanchel, no ha podido comunicar durante la tarde; aprovechando las últimas luces ha intentado vanamente hacerlo por medio del heliógrafo. Cuando ya desesperaba, hace un par de horas ha conseguido establecer comunicación telefónica con el campamento. Ha hablado con el general García de la Herrán. Hacia las cuatro de la madrugada saldrá el regimiento de Artillería a caballo y del cuartel de la Montaña saldrá a su vez una columna a su encuentro. No se han tratado los pormenores que se dejan para el último momento; y ahora, el general Fanjul, se pregunta si el proyecto es viable. Con las fuerzas de que dispone en el cuartel ¿puede pensar en una salida rodeados como están de ametralladoras, dos coches blindados acechándoles, y miles de paisanos que abrirán fuego contra ellos apoyados por guardias de Asalto y probablemente civiles?
Lo que cuesta es decidirse; lo cauto es hacerlo de acuerdo con las circunstancias que se den en el momento oportuno; al cuartel de la Montaña podría estarle reservado otro papel importante. Resistir, fijar fuerzas enemigas, dar lugar a que la columna del campamento avanzara sobre al ciudad y se apoderase de ella. Mientras, de Getafe y Vicálvaro se cañoneaban los aeródromos que apoyan al Gobierno. Él nada sabe, nadie le ha informado como debieran haberlo hecho, pero es de suponer que han salido hacia Madrid columnas de Burgos, Zaragoza y Pamplona, en cuyo caso la distracción de fuerzas enemigas equivaldría a abrir a esas columnas las puertas de Madrid. Para ello bastaría mantenerse a la defensiva en el interior del cuartel.
Medidas encaminadas a la defensa del edificio han sido tomadas; se han subido ametralladoras a los tejados que dominan una zona más amplia y ofrecen parapeto natural; se han protegido las aberturas con colchones y chapas metálicas; las guardias oportunas están establecidas.
La guarnición de Madrid debió haberse lanzado sobre la ciudad ayer por la mañana; ésa es la verdad. Desde los balcones no se descubre porque la oscuridad es total; pero sí se oye el rumor de una muchedumbre que rodea el cuartel. En las azoteas, en las esquinas, en las calles que afluyen, en la plaza de España, se presienten multitud de enemigos.
Tomadas las precauciones y manteniéndose alerta para lanzarse sobre cualquier oportunidad favorable que pueda producirse, lo único que puede hacer el general Fanjul es permanecer sereno, o aparentarlo.
Al volante de su coche, por la calle de Alcalá arriba tuerce hacia la Gran Vía, que aparece iluminada y desierta.
El comandante Hidalgo de Cisneros acaba de salir del Ministerio de la Guerra, en donde ha estado dando órdenes a los aviadores de Getafe precisándoles los objetivos que deben bombardear y hora en que deben iniciar el ataque. En un sobre lleva a la plaza de España las órdenes para que el ataque por tierra se combine con el aéreo, y para que conozcan los pormenores de cómo se efectuarán las incursiones de los aviadores.
Cuando su automóvil asciende por la Gran Vía iluminada y solitaria hacia la Red de San Luis, una patrulla de hombres armados se le cruza en la calzada cerrándole el paso. Da un frenazo corto. Uno de los paisanos, un obrero, abre la portezuela y le apoya en el costado una pistola ametralladora. Los otros, armados de pistolas, han rodeado el vehículo. Por los pañuelos rojinegros les identifica como anarcosindicalistas.
—¡Venga! Tú, abajo.
Con satisfacción se dirige a los demás de la patrulla.
—Ya tenemos uno.
Desciende del vehículo; es mejor no oponer resistencia. El elegante uniforme y su bigote recortado, le dan el aspecto de los militares de casta, que hace dos días se están sublevando en toda España, de aquellos a quienes el pueblo y como pueblo que son, estos anarquistas están dispuestos a aplastar. El carnet militar no le sirve para demostrar nada; de ser uno de los rebeldes llevaría idéntico documento. No posee ningún carnet político puesto que como militar, no figura afiliado a ningún partido. Sin embargo, tiene que salir de la peligrosa situación en que se halla.
—Os felicito por lo bien montado que tenéis el servicio de vigilancia; no permitáis que pase nadie sin averiguar quién es y cuáles son sus intenciones.
Procura mantener la serenidad, cualquier error puede costarle caro; están resueltos a disparar contra él.
—Ahora os ruego que no me hagáis perder tiempo; soy uno de los jefes del aeródromo de Getafe, voy hacia la plaza de España con instrucciones del Ministerio para dirigir el bombardeo aéreo contra los rebeldes.
—¿Qué documentos llevas? ¿Cómo sabemos si lo que cuentas es cierto y no eres un fascista?
—Acompañadme un par de vosotros. Allá os convenceréis; los jefes leales me conocen.
Se le quedan observando; aún desconfían. Cuando el de la pistola ametralladora baja el arma, los demás dejan de apuntarle.
—Tú, ¿qué hacemos?
Tiene prisa por salir de esta situación. Aprovechando que los anarquistas vacilan, sube al coche y pone en marcha el motor.
—Lo siento, voy en comisión de servicio; no me está permitido entretenerme. ¿Subís o no?
No se mueven, tampoco se oponen a su marcha. Cierra la portezuela y arranca. Los anarquistas se retiran y le dejan partir; les observa inquieto por el espejo retrovisor.
Aprieta el acelerador, el motor ronca por la Gran Vía arriba hasta que corona la Red de San Luis. Más allá del Capitol, las luces apagadas dan a este sector de Madrid un aspecto de ciudad en guerra.
El barrio ha quedado a oscuras; resuenan las pisadas de los de Asalto que patrullan por las aceras. Están poniéndole cerco al cuartel de la Montaña.
Mariano García, secretario administrativo de Falange Española, y Manuel Mateo, delegado nacional de las CONS, se encontraron hace unos días en la Gran Vía. Como ambos andan perseguidos y no pueden presentarse en sus domicilios, se han acogido a la hospitalidad que les han ofrecido los dueños de esta imprenta, situada en la calle Ventura Rodríguez casi junto a Ferraz.
Ayudados por algunos familiares y obreros de confianza, y fuera de las horas de trabajo, han tirado el número 4 de la revista No importa. Han dejado un espacio en blanco, pues José Antonio desde Alicante ha prometido una colaboración relacionada con la muerte de Calvo Sotelo, y ha mandado a Mariano García que espere antes de lanzar el número a la calle. Los acontecimientos se han precipitado; en las últimas horas, cumpliendo una nueva orden del jefe nacional transmitida por Galcerán, han impreso setenta mil octavillas con un manifiesto redactado en la prisión de Alicante, octavillas que deben lanzar sobre Madrid y otras ciudades, si conviene, algunos aviadores comprometidos.
Manuel Mateo, navarro de nacimiento, de treinta años de edad, fue secretario de las Juventudes Comunistas; hace un par de años se afilió a Falange y actualmente dirige sus sindicatos obreros. Amigo e ideológicamente próximo a Ramiro Ledesma Ramos, estuvo a punto de aliarse con él cuando el intento de escisión que terminó con la expulsión de Ramiro. Pertenece al ala izquierda y revolucionaria de Falange, pero en aquella ocasión creyó que cualquier escisión sería contraproducente y decidió permanecer fiel a José Antonio Primo de Rivera. Como su oficio es el de tipógrafo ha colaborado en la impresión de los manifiestos con los dueños del taller.
A media tarde otro falangista se ha presentado con ánimo de refugiarse en la imprenta, Vicente Gaceo, colaborador de Arriba, que ha intentado introducirse en el cuartel de la Montaña sin conseguirlo.
Fresca la tinta, los setenta mil manifiestos están amontonados. ¿Quién va a venir a recogerlos, rodeados como están por fuerzas hostiles? Han decidido disimularlos en espera de ver cómo se desarrollan los acontecimientos. Los guardarán amontonados en distintos puntos cubriéndolos con impresos comerciales del mismo tamaño y con los cuadernillos de una biblia protestante que tienen en la imprenta pendientes de encuadernación.
Resulta difícil desde el interior del almacén averiguar de dónde proceden unos disparos que acaban de oír; cualquier ruido parece muy próximo en el silencio que domina este barrio.
A Manuel Mateo no le complace el tono en que está redactado el manifiesto. Como si José Antonio hubiese perdido el pulso, la fibra revolucionaria, que a pesar de su origen social es capaz de imprimir a sus discursos y a sus escritos. Ojea uno de los manifiestos; alguno de los párrafos le sobra.
… Si aspirásemos a reemplazar un partido por otro, una tiranía por otra, nos faltaría el valor —prenda de almas limpias— para lanzarnos al riesgo de esta decisión suprema. No habría tampoco entre nosotros hombres que visten uniformes gloriosos del Ejército, de la Marina, de la Aviación, de la Guardia Civil. Ellos saben que sus armas no pueden emplearse al servicio de un bando, sino al de la permanencia de España, que es lo que está en peligro. Nuestro triunfo no será el de un grupo reaccionario, ni representará para el pueblo la pérdida de ninguna ventaja…
Manuel Mateo detesta y teme a los reaccionarios, a los derechistas blandos, y desconfía del ejército. Derrotar al Frente Popular tiene una justificación: sustituirlo para implantar la revolución nacional-sindicalista. El Punto veintisiete de la Falange es sagrado; se lo sabe de memoria:
Nos afanaremos por triunfar en la lucha con sólo las fuerzas sujetas a nuestra disciplina. Pactaremos muy poco. Sólo en el empuje final por la conquista del Estado gestionará el mando las colaboraciones necesarias, siempre que esté asegurado nuestro predominio.
¿Ha llegado la lucha final? ¿Está realmente asegurado el predominio falangista? El manifiesto está fechado en la prisión de Alicante hace sólo tres días. Fuerza es obedecer. Pero sospecha que esta sublevación militar no es la revolución nacional-sindicalista por la que se comprometió a luchar. Obedece, eso es todo, y se traga las reservas mentales.
—Dígame, Mariano, ¿quién va a venir a buscar estas octavillas? ¿Y cómo las sacamos de aquí si estamos rodeados?
—Lo veo un poco difícil… por el momento. Los del cuartel algo tienen que intentar; la situación puede resolverse en cinco minutos. Los impresos, según me dijo Galcerán, hemos de entregárselos a quien se presente con un billete de cinco duros que corresponda con la numeración que tengo apuntada.
Mariano García, único falangista a quien los camaradas llaman de usted, saca del bolsillo un papel y les enseña el número que debe corresponder con el del billete del Banco de España.
En la calle suenan pisadas que se aproximan; golpean la puerta de la imprenta.
—¿Quién hay ahí?
—¡Abran a la autoridad…!
Unos a otros se miran asustados. Las miradas se dirigen a los montones de octavillas, mejor o peor disimulados, pero vulnerables a un registro.
—¡Abran!
González, uno de los dueños de la imprenta, se dirige a la puerta. Entran dos parejas de guardias de Asalto; el primero que lo hace les encañona con la tercerola.
—Han disparado desde esta casa. ¿Quién vive en los pisos?
—Soy el dueño de la imprenta y respondo de los que están aquí conmigo; terminamos un trabajo urgente.
—De la azotea, o de uno de los pisos altos, han hecho fuego…
—Comprenderán que no hemos podido ser nosotros. Si alguien ha disparado desde lo alto, arriba estará.
—¿Responde usted de los vecinos?
—Responder, sólo respondo de los presentes. No creo, sin embargo, a los vecinos de esta casa capaces de tirar contra nadie.
Mientras el cabo interroga al dueño de la imprenta, los guardias empiezan a registrar el local.
—¡Oiga, cabo! Le agradeceré que sus guardias no me desordenen los papeles…
Uno de los guardias, despechugado y con la gorra inclinada sobre la nuca, agarra uno de los cuadernillos de la Biblia y lo agita burlonamente.
—¡Anda la hostia! Si es una imprenta de libros religiosos…
—Trabajamos en los encargos que se nos hacen. Se trata de una Biblia protestante, para que vean…
El cabo se vuelve hacia los números que registran revolviendo papeles:
—Vosotros, mirad si hay armas escondidas; lo que impriman estos señores, no nos importa, ni es de nuestra incumbencia. Además, si la Biblia es protestante…
Después de registrar armarios y rincones y al no encontrar las armas que buscan, deciden retirarse.
—Nada, señores, sigan con su trabajo; cuidado si salen a la calle.
Les oyen subir por las escaleras arriba. Se sienten aliviados. Los setenta mil manifiestos comprometedores han estado a punto de ser descubiertos. Por esta vez se han salvado.
Apenas han transcurrido cinco minutos, cuando los guardias descienden apresuradamente por la escalera; comentan algo y ríen y bromean en voz alta. ¿Habrán detenido al que disparaba?
Golpean en la puerta; de nuevo se sobresaltan. El cabo asoma la cabeza sin tratar de entrar; se ríe complacido.
—¡El despiste! ¡El puro despiste! Resulta que arriba monta guardia una pareja de la tercera compañía; son ellos quienes han hecho fuego porque han descubierto que los fascistas del cuartel emplazaban una ametralladora en el tejado.
Cierra la puerta; fuera se oyen las risas de los guardias.
—Pues es como para estar tranquilos aquí dentro; hasta en la azotea tenemos enemigos.
—Estamos en una plaza sitiada…
Manuel Mateo sabe que, en la calle, sus excamaradas, los comunistas, están armados. Todos le conocen y le detestan. Si el movimiento fracasa, de los que aquí están alguno podrá salvarse; él no. Morirá; de mala muerte le matarán. Conoce a sus excamaradas.
Carabanchel
Reunidos en corro los oficiales fuman y comentan la situación; las informaciones que se filtran son vagas, en ocasiones contradictorias; algunos jefes se cierran en el mutismo mientras que otros se muestran comunicativos y parecen hermanados con ellos en esta aventura a la que juntos van a lanzarse.
Tres baterías, con sus piezas, armones y munición están formadas. Los artilleros cuidan de las caballerías y la impedimenta; superada la emoción de los primeros momentos parecen más bien aburridos. Los oficiales, de cuando en cuando dan un paseo a lo largo de sus respectivas baterías; conviene vigilar discretamente las conversaciones; entre los artilleros los hay de filiación izquierdista, y entre los suboficiales más aún, y éstos últimos pueden resultan peligrosos. Procuran que no puedan hablar libremente entre sí, conspirar, ni forjar planes subversivos que en un momento de indisciplina pudieran frustrar las operaciones que se preparan.
Lo que más ha alarmado y desazonado a jefes, oficiales y tropa han sido las explosiones de las bombas arrojadas por los aviones. La aviación militar de Cuatro Vientos, como ya se temía, está en contra. Mientras el general García de la Herrán visitaba el Grupo de Información y Topografía han bombardeado y un oficial ha resultado muerto.
El batallón de zapadores se halla también dispuesto con las ametralladoras y la tropa encima de los camiones. Uno de los oficiales de zapadores abandona la formación para venir a reunirse con ellos.
—¿Habéis visto al general?
—No…
—Está de regreso con el coronel Cañedo y otros jefes. Parece que cambiamos los planes, que se deshace la columna…
—¡No fastidies!…
La columna formada por el batallón de zapadores y las tres baterías, está preparada para salir hacia Madrid con el fin de unirse a los sublevados de allá, principalmente a los del cuartel de la Montaña, y apoderarse al amanecer de los puntos vitales de la capital. Estos oficiales están esperando con impaciencia que llegue el momento de ponerse en marcha. La artillería de Getafe, la de Vicálvaro, el Regimiento de Transmisiones han aceptado al general García de la Herrán como jefe de los Cantones militares de Madrid. Corren voces de que el mando supremo de la División lo ejerce el general Fanjul, que se halla en el cuartel de la Montaña en espera de apoderarse del edificio de la División en el cual, sin embargo, se mantiene por orden de la Junta el jefe de Estado Mayor coronel Peñamaría. Está esperándose la adhesión al movimiento del Regimiento de Ferrocarriles de Leganés, unidad en la cual se han producido algunas vacilaciones. En los regimientos de Madrid tampoco existe unanimidad. Nadie supone que salgan a combatir a sus compañeros de armas en favor del Gobierno; en todo caso mantendrán una neutralidad expectante hasta que el golpe se resuelva.
—El teniente coronel Álvarez Rementería ha ido a reunirse con García de la Herrán.
—A pesar de todo, deberíamos avanzar sobre Madrid. La aviación no es tan terrible. Si ahora mismo dan orden de marcha a la columna, los aviones de noche no pueden combatimos con eficacia.
—¿No estaba convenido que la artillería de Getafe abriría fuego contra el aeródromo de allá, y que aquí lo haríamos contra el de Cuatro Vientos? ¿A qué esperan para dar la orden?
—Eso se rumoreaba, y que los de Vicálvaro se apoderarían de Barajas por si han cargado bombas en los aviones civiles de la LAPE…
—Lo que hay es un gran despiste…
—En estas empresas lo peor es acojonarse. Hay que pegar pronto y fuerte. ¿Estamos sublevados? Pues ¿a qué tanta espera? Nos liamos a cañonazos con los aeródromos, y nosotros salimos zumbando sobre Madrid. ¡Veréis cómo corren los tíos de las escopetas y el puño cerrado!
—Yo, no es que esté asustado, pero he hablado por teléfono con mi mujer y me ha dicho que las calles de Madrid están llenas de tipos armados, que han repartido fusiles y ametralladoras a los socialistas y que los guardias de Asalto patrullan con ellos de un lado a otro.
—Espera que empecemos a cañonazos…
—Lo primero que habría que tomar es la Radio y la Telefónica. En seguida Gobernación y el Ministerio de la Guerra…
—Ya estarán los planes hechos; cada unidad tendrá, desde hace días, señalados sus objetivos.
—El general Villegas es quien ha hecho el plan; él sabrá cómo lo ha hecho.
—Los de Asalto, antes de atacarnos se tentarán la ropa. En cuanto se proclama el estado de guerra, pasan a depender del ejército.
El grupo se disuelve; cada oficial se reintegra a su puesto en las baterías. El de zapadores echa una carrera hasta los camiones; los artilleros permanecen en sus puestos.
García de la Herrán con los demás jefes ha salido al patio y pasa revista a la columna formada. Por medio de gestos ha indicado que no se diera la voz de «firmes». Los jefes hablan entre ellos, parecen preocupados. Requieren a los capitanes para que se presenten a dar la novedad.
El general García de la Herrán viste una guerrera de soldado sobre la cual ha improvisado un fajín de general. Ayer se presentó en el cuartel en el camión que lleva el rancho al destacamento de Retamares; lo hizo vestido de paisano y fingiéndose cocinero. La actitud agresiva de la aviación y el hecho de carecer la columna de cualquier tipo de defensa contra un ataque aéreo, le ha decidido a cambiar los planes. Tampoco ha conseguido comunicar con el cuartel de la Montaña para iniciar una acción conjunta antes de amanecer. En este caso es preferible mantenerse a la defensiva en los cuarteles y sacar un par de piezas a la carretera para empezar a batir el aeródromo, sus aparatos y las instalaciones. Si los de Getafe se deciden a hacer lo mismo, en dos o tres horas la aviación queda fuera de combate. Entonces será el momento de rehacer las columnas y de que las fuerzas de los cantones avancen sobre Madrid. Tiene advertido al teniente coronel León Trejo, que si no resigna el mando y cede el aeródromo de Cuatro Vientos a oficiales que merezcan confianza, le cañoneará sin descanso. La respuesta ha sido el bombardeo desde el aire; no ha de advertirle más a Trejo; ordenará el cañoneo.
Los capitanes saludan y regresan a sus puestos respectivos en las baterías. Los oficiales, llenos de curiosidad, se acercan a ellos.
—¿Qué sucede ahora?
—Nada, orden de disolver la columna. No avanzamos sobre Madrid…
—¿Cómo? ¿Pues qué ocurre?
—No vamos a Madrid… por ahora; más tarde veremos. La orden es de desenganchar.
—Esto es el puro despiste…
—Dos piezas se emplazarán en la carretera. En la explanada la primera batería emplazará un obús del quince y medio y otro del diez y medio. Van a planchar Cuatro Vientos.
—¡Ah, menos mal!
—El capitán López Varela ha tenido suerte. La primera batería por lo menos, va a darse el gustazo.
—Pues con esto perderemos otro día.
—¡Lo que sea será! Dad la orden a los artilleros de desenganchar.
—¡A sus órdenes!
—Yo, la verdad, no entiendo nada.
—Ni yo, pero…
Madrid
Los compañeros comentan con entusiasmo cuanto está sucediendo, o con fingido entusiasmo porque han de darse cuenta de que en el cuartel de la Montaña nadie tiene un plan organizado. Prefiere mantenerse en silencio, no está de acuerdo con ellos y ellos lo saben aunque nadie le demuestre hostilidad.
En el cuarto de banderas del Regimiento de Infantería núm. 31, están tomando café un grupo de oficiales y algunos jefes. Le ha mandado al ordenanza que le sirva un doble de coñac en un vaso. Necesita beber; lo que le convendría es coger una regular borrachera. Su situación es absurda y se ha dejado atrapar en ella. Ayer, o anteayer debió de haber tomado una decisión; abandonar el cuartel y presentarse en el Ministerio de la Guerra a ofrecer sus servicios. El compañerismo tiene límites y esta aventura de la sublevación es un desatino.
—De ser cierto que la columna del campamento avanza sobre Madrid oiríamos los disparos, porque no creo que la dejen avanzar por las buenas…
—Acá nadie sabe nada de nada…
Al batallón lo han tenido formado en el patio con el propósito de hacerle salir al encuentro de la columna de Carabanchel; después, las compañías han roto filas. Los soldados se muestran descontentos; muchos socialistas o de ideas izquierdistas cuchichean. A él se le ha presentado uno que le recomendaron unos parientes y le ha preguntado a quemarropa si es cierto que estaban sublevados contra el Gobierno. Avergonzado, no ha sabido qué contestarle; al muchacho le consta que es republicano convencido y que se significó en el ejército cuando la frustrada intentona de Jaca. Le ha contestado con vaguedades.
—Tampoco se sabe nada de la columna que avanza desde el Norte.
—Al anochecer debíamos haber salido a la calle. Ponerse a la defensiva es darse por vencidos.
—Saldremos antes del amanecer…
—Pues no sé qué esperan.
—Estamos rodeados; han emplazado ametralladoras apuntándonos desde todos los ángulos.
—Nos abriremos paso a tiro limpio.
Durante la tarde han ido presentándose falangistas en el cuartel. Se han hartado de dar vivas. Esto es un golpe fascista se diga lo que se diga. Un pronunciamiento reaccionario del más puro estilo. Aseguran que se incorporarán elementos tradicionalistas; lo que faltaba. Y lo manda el general Fanjul, cuyas ideas cavernícolas son conocidas.
Sorbe el café y se encara con los compañeros.
—No será tan fácil. Guardia Civil y de Asalto se están concentrando en la plaza de España y han armado a las milicias socialistas…
—La Guardia Civil no hará armas contra nosotros.
—Los paisanos no cuentan; ruido y humo.
—Olvidáis que han pasado por los cuarteles y que nosotros mismos les hemos enseñado a manejar las armas.
—Sin mandos militares resultarán ineficaces.
—Tendrán mandos. Muchos militares permanecerán leales al Gobierno. Ayer se rumoreaba que organizan batallones.
—Cuatro traidores; los de siempre, que están deshonrando el uniforme…
—Yo no discuto eso…
Está convencido de que no lo dicen por herirle; conocen sus sentimientos y también saben que lealtad y compañerismo lo pone por encima de los demás valores. Está con sus compañeros a pesar de que esta historia de la sublevación, por lo menos en Madrid, le parezca descabellada; los hechos comienzan a darle razón. Tiene que evitar los comentarios; los que le salgan espontáneamente serán agrios. A uno de los capitanes, Sebastián Martínez, le han arrestado los propios compañeros. Es posible que le hayan hecho un favor, porque como entren en el cuartel los socialistas y la «chusma» como dicen, no va a quedar uno vivo; les van a arrastrar, y a él como los demás. ¿No está acaso sublevado en favor de los fascistas de la Falange, y a las órdenes del reaccionario Fanjul?
Cuando el ordenanza le acerca la bandeja con el vaso de coñac, lo coge, y dominando el deseo de bebérselo de un trago, lo hace a sorbos aparentando tranquilidad para evitar comentarios maliciosos de los compañeros.
—El jefe de los falangistas ha propuesto al general que formara una columna y que sacara de la cárcel Modelo a los falangistas que hay presos y se les trajera aquí para armarlos.
—Lo menos son quinientos.
—Pues eso no resultaría difícil. A la cárcel Modelo se llega en diez minutos; no creo que la guardia exterior opusiera resistencia.
En el cuartel debían presentarse dos mil falangistas. De meterse en el fregado, dos mil hombres encuadrados y dispuestos a luchar, eran apoyo importante. Aquí no son oficiales lo que faltan, incluso podría utilizarse a los cadetes. Entre los soldados del reemplazo no sólo no hay entusiasmo, sino por lo general hostilidad más o menos encubierta. En cuanto les han anunciado que el que quisiera pedir baja por enfermo podía hacerlo, muchos se han apresurado a presentarse a reconocimiento. De Falange han entrado al cuartel unos doscientos. Si deciden sublevarse por lo menos que lo hagan bien; quien crea que esto es un juego se equivoca; les va la vida.
—Le han propuesto al general que quemara los cerrojos aprovechando la grasa en que están envueltos. Fanjul ha replicado que lo que hay que hacer es defenderlos; las primeras columnas que lleguen a Madrid hallarán armamento en abundancia.
—¿Tú crees que el general Mola vendrá?
—Desde luego; aunque les zurremos, no somos aquí suficientes para dominar la ciudad y los barrios. La lucha seguirá unos días.
—Mola puede movilizar un par de quintas…
—Vendrá con requetés navarros.
Un general reaccionario, requetés, falangistas. ¡La reoca! Y él en medio confundido con ellos; él que se entusiasmaba con «la sagrada sangre de Galán y García Hernández mártires de Jaca». Al fin y al cabo don Alfonso XIII era un rey constitucional; en aquella época, por lo menos.
Eugenia estará satisfecha de verle en semejante compañía. Eugenia le ha acusado siempre de descreído, de revolucionario, de irrespetuoso hacia las personas, ideas y medios sociales que según ella merecen reverencia y acato de los bienpensantes.
Apura el coñac. Los compañeros siguen explicando los incidentes de la jornada de ayer; cómo los cadetes en formación, mandados por el capitán Grifoll, bajaron a la misa de los carmelitas, y cómo los guardias de Asalto que vigilaban el cuartel les abrieron paso sin rechistar. Cuentan que una madre ha acompañado hasta la rampa a sus dos hijos falangistas, que otro falangista de los que trataban de alcanzar el cuartel a última hora de la tarde, ha quedado muerto en la calle de Evaristo San Miguel. Explican el tiroteo sostenido por la guardia del cuartel de Alumbrado con una camioneta de las que hacen el servicio a la «playa» de Madrid. Son los primeros muertos y heridos que se han producido; los muertos eran paisanos revolucionarios. Dos más de ellos, uno herido, se hallan en los calabozos. El capitán Arsenio Fernández ha quedado herido y un cadete ha recibido un proyectil en plena cara.
No se despidió de Eugenia; acababa de salir a visitar a su madre y él no pudo esperarla. Creyó que podría hacer una nueva escapada desde el cuartel y no le ha resultado posible. A su hijo mayor sí pudo besarle, pero el pequeñín dormía y prefirió que no se despertara. A su casa volverá o no volverá; si lo hace, todo habrá cambiado, todo será diferente. Si estos locos tienen éxito, ¿qué va a suceder? Hablan de Sanjurjo, de Mola, de Franco, de Goded, del propio Fanjul. En el caso de que fracasen habrá que pegarse un tiro, si es que queda tiempo. Hubiese sido preferible presentarse en el Ministerio de la Guerra en lugar de permanecer pasivamente entre los sublevados. Ya está jugado; es tarde para lamentarse, está con los compañeros y correrá su misma suerte; el compañerismo es una de las formas más hermosas y limpias de la lealtad. La República y su Gobierno no están guiando a España por caminos muy brillantes. Como un César cualquiera, a nivel de capitán, y disfrutando de la menguada paga con que la Patria le exige el sacrificio de su vida, podría exclamar aquella frase que aprendió en el libro de Historia de segundo año de Bachillerato. «¡Alea jacta est!». ¡Qué bien suenan las frases en latín!
—Esperar me pone nervioso. Lo único que espero con impaciencia es salir pegando tiros contra toda esa canalla.