Pamplona
Pamplona
Al general Mola le ha impresionado el desfile de las Juventudes Tradicionalistas, que ha presenciado esta mañana en la plaza del Castillo. Cuando ha comentado que le parecían muchos, el teniente coronel Utrilla, a cuyas órdenes directas están los requetés, le ha precisado que había unos cuatro mil, pero que mañana acudirán a Pamplona otros tantos, de acuerdo con la orden de movilización que ha cursado para toda Navarra. El general Mola no comprende ni cómo van a armarlos convenientemente ni a mantenerlos; los servicios de intendencia resultarán desbordados. «Dios, que los ha traído, proveerá». No es que él no fíe en la Divina Providencia, y menos en día tan señalado como hoy, que tan propicia se le ha mostrado; pero, como prudente que es, ha preferido que por radio se cursen avisos de que por el momento no vengan más. A algunos de los requetés, completamente uniformados, se les advertía instruidos; otros con aspecto campesino, tocados con boinas rojas y vestidos de paisano, más que soldados parecían guerrilleros. Cualquiera que sea militar ha presenciado el espectáculo de los reclutas cuando al ser quintados se incorporan a los cuarteles. Cuestión de uniforme y de marcar el caqui una temporada. En pocos días, esos mismos quintos lucen la marcialidad de los veteranos. A éstos no va a quedar tiempo de instruirlos. Buena parte de ellos saldrán para La Rioja y Madrid esta misma noche, formando parte de la columna que está organizando el coronel García Escámez. Habrá que contar con fuerzas de reserva para enviarlas a la raya de Guipúzcoa por si atacan por allí, cosa más que probable. Los fusiles que deben enviar desde Zaragoza no han llegado, ni se tienen noticias de ellos. También Dios proveerá, sin duda.
Su despacho está lleno de jefes, de oficiales, de tradicionalistas. Los teléfonos no cesan de funcionar y las dificultades se van resolviendo una tras otra. Tiene que transigir con este poco de desorden; él, con sus ayudantes, no podría atender a todo.
—Mi general, ¿qué le contestamos al coronel Aranda?
Acaba de recibir por radiograma la confirmación de que el coronel Aranda se ha sumado al alzamiento. Una baza importante que se ha ganado; un baza de la que más de uno desconfiaba.
—Póngale la siguiente contestación: «Recibido radiograma de V. E., aumenta la emoción patriótica que vengo recibiendo de todas partes y que me alienta. Fuerzas de esta división y millares de voluntarios patriotas en Navarra, Burgos, Logroño y en todas partes se unen al ejército salvador llenos ardimiento para salvar a España. Envío patriótico saludo fuerzas magníficas Asturias y a V. E. apretado abrazo cordialísimo para la Patria».
Mientras dictaba el telegrama se ha presentado un oficial; observa que en voz baja habla con otros de algo que parece preocuparles.
—¿Qué ocurre?
—Mi general… En el balcón central de la Diputación foral ha sido izada la bandera monárquica en medio de delirante entusiasmo…
Se le plantea un serio problema: la enseña oficial es la bandera tricolor de la República. Sus órdenes eran que bajo la bandera nacional se hiciera el alzamiento en toda la Península. Franco en Marruecos ha dispuesto lo mismo. Sus forcejeos con los tradicionalistas durante los últimos días han girado principalmente alrededor de la bandera. Como monárquicos, los carlistas no aceptan otra bandera que la roja y gualda, pero él se resiste a que el movimiento presente exteriormente carácter monárquico y reaccionario. No conseguían acuerdo con Fal Conde y con el príncipe de Borbón Parma; a él se le ocurrió que el general Sanjurjo, como navarro que es y como jefe del nuevo estado, que todos están de acuerdo en reconocerle, sirviera de mediador. El acuerdo a que se ha llegado es que las unidades militares carlistas llevaran su propia bandera, y que cuando alguna unidad tradicionalista estuviera incluida en un batallón del ejército, para evitar dualidades y confusiones, que el batallón prescindiera de bandera. Una fórmula de compromiso. Esta mañana ya ha visto la bandera monárquica en el Círculo carlista de la plaza del Castillo y colgaduras en muchos balcones. En la Comandancia Militar ha hecho ondear la tricolor republicana. La Diputación foral es la más genuina representación de los navarros; la mayoría está formada por carlistas…
Ha quedado callado un instante; está seguro de que no ha podido evitar que un gesto de contrariedad se le asome al semblante. Observa que los demás le observan a él.
—Mi general, salvo mejor parecer de usted, resulta improcedente, aunque sea respetable, naturalmente. Si usted lo manda, podríamos hacerla retirar…
—Yo, mi general —exclama Ortiz de Zárate—, querría recordarle algo: que, en Marruecos, los mejores de nuestros compañeros han muerto en defensa de la Patria bajo los pliegues de nuestra sacrosanta bandera, y que envueltos en ella fueron enterrados.
Primer conflicto: disparidad de opiniones. En Pamplona, el Frente Popular consiguió en las elecciones de febrero seis mil votos. Seis mil enemigos declarados; si la bandera republicana desaparece, las diferencias se ahondarán más. ¿Y qué dirá o qué hará Franco por su parte? Hay algo fuera de dudas: Navarra quiere la bandera monárquica; él no es demócrata, pero la voluntad popular inclina las decisiones. Él está en Navarra y Navarra le apoya. Cuando, más adelante, los mandos se reúnan, decidirán la solución definitiva. Esta gente le va a proporcionar, también, muchos disgustos.
—¡Señores! ¡Hágase la voluntad de Navarra!
Madrid
Mientras las guarniciones de España se están sublevando, puede afirmarse que el Ministerio de la Guerra ha permanecido vacante, o poco menos. El general don Luis Castelló Pantoja, frente ancha, cabeza calva y mirada exaltada, acaba de tomar posesión, sin muchas formalidades y apresuradamente, del Ministerio. Hace escasamente una hora ha llegado de Badajoz, de cuya plaza era comandante militar; venía con el propósito de hacerse cargo de la Primera División Orgánica, para lo cual había sido requerido por el general Miaja, que en esos momentos ocupaba el Ministerio. A su llegada a la capital se ha encontrado con que él era el ministro. Hoy es día de sorpresas: no hay que dejarse impresionar; lo importante es empezar a actuar, poner en claro la situación de España, en primer lugar, para luego adoptar las medidas que tiendan a remediarla.
Ha ordenado que se hiciese salir del Ministerio a los paisanos, fueren quienes fueren, que acudían con exigencias, voceando, metiéndose por los despachos, presionando a tomar decisiones y medidas, solicitando armas, dando consejos, propalando bulos. En el Ministerio de la Guerra no se admite más que a quienes forman parte de la plantilla. Nadie entrará sin un permiso, que será rigurosamente exigido.
Se ha encerrado con su ayudante y con el subsecretario, el general Bernal, recientemente nombrado, pues Cruz Boullosa ya no lo es, y el general Sánchez Ocaña le ha presentado la dimisión nada más hacerse cargo del Ministerio. El desconcierto es mayúsculo, nadie sabe quién es nadie, y salvo en los casos extremos resulta difícil averiguar hacia qué lado se inclinan las simpatías de los que deben ser sus colaboradores en el Ministerio. Sobre la mesa ha extendido un mapa de España; trata de establecer inventario y balance de la situación en estas primeras horas de la tarde del domingo. Un ordenanza les ha traído unas tazas de café.
Sobre la situación de Madrid ha sido cumplidamente informado, si bien cualquier informe debe ser acogido con reservas. La situación de la guarnición es inquietante; los cantones y los cuarteles, principalmente el de la Montaña, mantienen posiciones ambiguas. Hasta el momento no se ha producido ninguna situación irremediable. Por otra parte el problema de la guarnición madrileña le atañe más directamente al general de la Primera División.
Las noticias de máximo interés en este momento y que pueden ser definitivas proceden de Barcelona. A media mañana se ha cortado la comunicación con la división; probablemente se han apoderado de ella los rebeldes. Parece que Llano de la Encomienda ha permanecido leal a la República, y que en las primeras horas ha mantenido contacto con quienes también permanecían leales. Se han sublevado algunos regimientos; parece que a costa de numerosas bajas por ambas partes, la situación tiende a restablecerse. De acuerdo con las noticias que le llegan por intermedio de la Generalidad de Cataluña, y que tampoco son bastante claras, se deduce que entre los efectivos afectos al pronunciamiento y las bajas que se están produciendo, la guarnición de Barcelona va a quedar triturada.
En el resto de Cataluña la situación resulta más confusa. En Gerona, el gobernador militar, general Fernández Ampón, ha proclamado el estado de guerra y domina la ciudad; lo mismo ocurre en Mataró, a veinte kilómetros de la Ciudad Condal, y en Lérida, de cuya oficina de Telégrafos se ha recibido un telegrama. El Regimiento 26 de Infantería, que está allí de guarnición, se ha sublevado. Se desconfía —según informes— del coronel Villalba que manda en Barbastro la media brigada de Montaña, uno de cuyos batallones, el 5.º, guarnece la Seo de Urgel. En Tarragona, parece que el Regimiento de Almansa núm. 18 permanece acuartelado; no se han registrado incidentes graves.
Hasta este momento sólo en Barcelona se está tratando de reducir la sublevación; los facciosos ocupan diversos puntos de la ciudad y se mantienen atrincherados. De Castilla la Vieja y de Aragón, cuyas guarniciones se han alzado salvo excepciones, las novedades que se reciben son desalentadoras; a pesar de que algunas fuerzas de orden público leales al Gobierno o improvisadas milicias populares luchen en las calles, puede considerarse que todo está perdido. Burgos, Valladolid y Zaragoza, así como las comandancias correspondientes a estas divisiones, o han proclamado el estado de guerra o se sospecha lo harán en las próximas horas. Los telegramas, los partes, las noticias recogidas por radio o por otros conductos más o menos solventes, se amontonan en su mesa. En Valladolid, el general Molero ha sido depuesto y muerto o herido; de la división se ha hecho cargo el general Saliquet; en Ávila, Segovia, Soria, Salamanca, se ha proclamado durante la mañana el estado de guerra. Las guarniciones, casi con unanimidad, se han rebelado y suelen ser apoyadas por la Guardia Civil, y en bastantes lugares por la de Asalto. En Zamora, lo mismo; el Regimiento núm. 26 se ha unido a la rebelión. En León no ocurre nada; por fortuna se ha presentado allí el general Gómez Caminero. La actitud del gobernador militar, general Bosch, y del Regimiento de Burgos núm. 36, de guarnición en León y Astorga, no parecía clara. Por añadidura ha llegado a León un tren de mineros asturianos que aseguran la ciudad contra cualquier veleidad subversiva por parte de los fascistas. Gómez Caminero ha informado por la mañana, que el aeródromo también se mantendrá leal, y que ha tomado contacto con elementos de su confianza por si se produjera algún intento de rebeldía.
Por el momento el foco más peligroso de la insurrección parece situarse en Pamplona; las noticias que se captan por radio coinciden con las de los servicios del estado mayor. El plan rebelde consiste en formar una fuerte columna en Navarra, reforzada con unidades de Aragón y Rioja, y avanzar rápidamente sobre Madrid.
El general Cabanellas aunque por su republicanismo y por razones de hermandad se confiaba en que iba a permanecer fiel, ha sublevado la V División. Barruntos existían de que andaba conspirando; la información ha sido deficientemente conducida. Por la amplitud de lo que se tramaba, por el número de comprometidos, por la confusión ideológica con que se producen algunas reacciones, puede aceptarse que no resultase factible deslindar campos, aquilatar informes y en general prever cuanto iba a suceder y está sucediendo.
Miguel Cabanellas es el único de los generales de división que se ha sublevado; teniendo en cuenta la lealtad que hasta el momento mantienen Martínez Monje, en la III División de Valencia y Enrique Salcedo, en Galicia, es posible que Cabanellas constituya la excepción.
Jaca, Huesca y hasta Teruel, con unos cuantos oficinistas de la Caja de Recluta, han proclamado el estado de guerra. El general Pozas le ha comunicado que en Teruel el gobernador civil ha anulado la declaración. Sin embargo, la jugada permanece dudosa.
Si la Generalidad se impone en Barcelona, y a salvo lo que en Gerona pudiera suceder, el Levante por ahora se mantiene leal. Castellón, Valencia, Alicante, aunque de Alicante han llegado confidencias de que García Aldave parece vacilar, Murcia, Cartagena, Almería. En Málaga las tropas que se sublevaron han regresado a los cuarteles; parece que Patxot ha entrado en razón. En Cartagena hay agitación en el Arsenal, pero el aeródromo de los Alcázares se mantiene fiel, y llegan noticias, no confirmadas, de que las fuerzas leales se han apoderado de la base de San Javier, donde existía un foco rebelde. Como contrapartida, Goded se ha sublevado en Palma.
En Sevilla se lucha en las calles; forzoso es reconocer que Queipo se ha alzado con la guarnición y domina el centro de la ciudad y el aeródromo de Tablada, que sólo ayer por la mañana pudo utilizarse en acciones represivas contra Marruecos. Córdoba se halla cercada, y aunque la situación en Granada es incierta se le ha dado órdenes al general Campins para que forme una columna con dos batallones y un grupo artillero y se dirija a Córdoba a batir al regimiento de artillería que se ha sublevado y apoderado de la ciudad.
Si la capital se halla un tanto amenazada por el norte —donde la sierra no es flaca defensa— hacia el sur, en que la gran llanura manchega resultaría más vulnerable, se halla por ahora protegida. Sólo de Albacete, ciudad en la cual no existe prácticamente guarnición, han llegado informes alarmantes sobre la actitud de los jefes de la Guardia Civil. Ciudad Real, sin novedad, y en Toledo existe conflicto con el coronel Moscardó, pues el jefe de servicios del Ministerio le ha ordenado que envíe a Madrid un millón de cartuchos que se guardan en la fábrica de armas y la orden no ha sido cumplimentada. El general Pozas, a través de comunicaciones que le llegan a Gobernación, está preocupado por una concentración sospechosa de la Guardia Civil de la provincia que él no ha ordenado; y ha añadido que ayer se produjo un tiroteo en que hubo varias víctimas.
En cuanto Badajoz, de donde el general Castelló acaba de llegar, ha quedado asegurado. A pesar de que el coronel del Regimiento núm. 16 es derechista no parece inclinado a embarcarse en aventuras. De Cáceres se dice, aunque no está confirmado, que han proclamado el estado de guerra; las noticias hasta el momento son embrolladas y contradictorias. Huelva se mantiene leal; y la posible comunicación de Cáceres con Sevilla o Córdoba está cortada.
El mal no está ahí; la situación que el mapa refleja no es desesperada. En caso de que la guarnición de Madrid no se lance a la aventura, puede con más o menos esfuerzo rechazarse cualquier ataque que venga del norte, donde la comandancia de Oviedo y la división de Galicia permanecen leales y amenazan a Castilla la Vieja; también Santander y Bilbao se mantienen leales como León, y aunque Vitoria se ha unido a los navarros, en San Sebastián, por el momento, nada grave se ha producido. El mal está en África, adonde según las últimas noticias ha llegado el general Franco para ponerse al frente del ejército. En Marruecos, la situación se ha resuelto a favor de los rebeldes; allí hay buenas unidades, entrenadas, equipadas y aguerridas.
Noticias llegadas al Ministerio por intermedio del de Marina, señalan que a Cádiz, sublevado por López Pinto y Varela, han llegado esta mañana en el destructor Churruca regulares de Ceuta, y que en Algeciras han desembarcado más fuerzas indígenas, escoltadas por el cañonero Dato. Contra ese peligro hay que luchar; si los sublevados que disponen de una cabeza de puente, consiguen pasar unidades de África a la Península, con Cádiz, Algeciras, Jerez, Sevilla y Córdoba de su parte, va a ser difícil detenerlos antes de llegar a Madrid. Con mayor motivo si en la capital —lo cual puede producirse de un momento a otro— se han alzado los cantones y el cuartel de la Montaña, y Mola, con navarros y castellanos aprieta por el norte en combinación con Saliquet.
La Escuadra tiene la palabra. Las noticias son poco claras y las conjeturas diversas. El Cervantes y el Libertad, afirman en el Ministerio de Marina que navegan por aguas de Cádiz y que tras de bombardear los objetivos bloquearán el Estrecho, junto con el Churruca, cuya marinería, después del traslado de los moros a la Península se ha sublevado contra sus jefes y se ha incorporado a la legalidad. En el Almirante Valdés, el Lepanto y el Sánchez Barcáiztegui, marineros y subalternos se han hecho cargo de las naves cuando han descubierto que los jefes pretendían sumarse al movimiento rebelde. El ministro de Marina dispone, pues, de unidades suficientes sin contar los submarinos y el acorazado Jaime I, que viene a toda máquina de El Ferrol para bloquear el Estrecho. Conviene plantearse una pregunta grave. Si subalternos y marinería se han hecho con el mando de las naves, ¿tendrán éstas eficacia suficiente para la navegación y combate, la eficacia que lo delicado de la situación exige?
Se retira de la mesa y contempla el mapa en el cual ha ido efectuando señales con un grueso lápiz rojo. Quedan algunas zonas, especialmente las rurales, en que la carencia de noticias es casi absoluta, y existen guarniciones cuya actitud, más que leal, resulta equívoca. El general Pozas confía en la Guardia Civil; pero si en Barcelona según las últimas noticias está combatiendo al ejército, en diversos puntos se ha unido a los sublevados; y en los puestos rurales se halla acuartelada en actitud hostil.
La situación es incierta y complicada; no todo está perdido. Puede oponerse resistencia al enemigo y se le opondrá, pero el Gobierno, prescindiendo de las organizaciones obreras, no dispone de medios suficientes. Casares Quiroga ha perdido unas horas preciosas y se ha dejado sorprender por los acontecimientos. Hay que resolverse como sea a actuar.
Dan unos breves golpes a la puerta del despacho; casi sin esperar respuesta entra Vidarte, su sobrino, a quien especialmente ha autorizado para que permanezca en el Ministerio. Es miembro destacado del Partido Socialista, y los del partido disponen de medios de información a veces superiores a los del propio Ministerio.
—¿Qué hay?
—Nos han telefoneado del diario Avance, de Oviedo, que el coronel Aranda se ha sublevado, y que el cuartel de Santa Clara, en donde están los de Asalto y se habían concentrado militantes obreros, lo han atacado a tiros.
—La pelota en el tejado; ya veremos cómo se resuelve.
—Otra cosa; se ha captado un radiograma en el cual Francisco Franco vuelve a declararse jefe del ejército de África, y protesta contra los bombardeos de Tetuán…
—Ya lo sabía… ¿Más noticias de Barcelona?
—Sigue la lucha favorable a la Generalidad; pero de allá no tenemos tan buena información como de otras partes…
—Atención a Barcelona, que es plaza clave. Si la rebelión triunfa en Barcelona, habremos perdido todo Cataluña, y en ese caso, no confío bastante en la lealtad de Martínez Monje.
—Los socialistas de Valencia confían en él; afirman que no se producirá sublevación, que tienen vigilados los cuarteles, y que en Valencia no ocurrirá nada.
—Lo mismo dicen del Ministerio de Gobernación. Era un decir; la guarnición de Barcelona sufrirá su castigo.
Barcelona
Corre la voz de que viene la Guardia Civil; desde el lugar que ocupa Felipe Villaró, junto al chiringuito situado ante el edificio de la Universidad, no se les ve. Por un instante se detiene el tiroteo. El comandante Gibert de la Cuesta está cerca de una ametralladora manejada por un brigada. La expectación y la incertidumbre les domina a todos.
Comienza a estar cansado y desalentado; las emociones han sido excesivas para un muchacho de su edad. Ha disparado, ha visto caer muertos y heridos a compañeros suyos; a su vez también ellos han matado y herido a numerosos enemigos: paisanos y guardias de Asalto. Por efecto del calor, de que no ha comido y de la emoción, nota un ligero aturdimiento. A primera hora detuvieron a un diputado sindicalista, Pestaña, muy conocido en los medios obreros barceloneses. Le han retenido algún tiempo en el interior de la Universidad, en donde se ha establecido el puesto de mando de este sector; después ha sido enviado al cuartel de Montesa. Requetés de paisano han venido a ofrecerse; les han destacado en la parte trasera del edificio, para que lo defiendan por ese lado.
Está cundiendo el desánimo; advierten que desde hace unas horas se han colocado a la defensiva y que los guardias y los anarquistas se comportan como dueños de la ciudad. Por la parte del casco antiguo, se alzan columnas de humo negro; están quemando las iglesias.
Aparecen los primeros guardias civiles con un jefe al frente. ¿Habrán decidido intervenir a su favor? ¿O vendrán a atacarles? En la aparición de estos guardias, seguros de sí mismos, revestidos del prestigio que el uniforme les da ante la gente de orden, hay como una incitación al fatalismo que anula cualquier decisión de tomar iniciativas. Si se han puesto por fin a favor del ejército, vencerán; si por el contrario vienen a atacarles, resulta inútil resistirse.
La maniobra es rápida, en pocos minutos la plaza se ha llenado de uniformes que han desbordado las primeras líneas de defensa. Imposible contarlos, son muchísimos; ni los soldados ni los oficiales han disparado un tiro.
El jefe, que lleva en la mano un bastón de mando, se aproxima al comandante Gibert de la Cuesta.
—Mi coronel, sin novedad en la plaza de la Universidad.
El coronel que manda a los guardias civiles se le queda mirando con fijeza; no sonríe, no aprueba, no hay en su mirada un destello de camaradería o de solidaridad.
—¿Qué hace usted aquí, comandante, con esta gente? ¿Por orden de quién han disparado ustedes?
El comandante, cuya fatiga se acusa en los trazos del rostro, parece perplejo.
—Por orden del coronel de mi regimiento y al servicio del movimiento salvador de España.
El rostro del coronel de la Guardia Civil se contrae; echa el brazo atrás y en gesto rapidísimo golpea con el pomo del bastón en el estómago del comandante. El dolor le dobla un instante. El coronel de la Guardia Civil se vuelve hacia sus subordinados.
—¡Detenedle, es un rebelde!
Se produce un movimiento de desconcierto. Los guardias apresan al comandante; otros se abalanzan sobre el brigada de la ametralladora y sobre los servidores. Todo ocurre muy aprisa; oye la voz enérgica del coronel.
—¡Todos presos!
Antes de que le echen mano retrocede hacia la Horchatería Valenciana cuya puerta permanece abierta. Varios soldados y voluntarios han hecho lo propio. Unos se despojan de las guerreras, otros abandonan las armas. A oscuras suben corriendo las escaleras. La resistencia ha terminado. De las esquinas, de los jardines, de detrás del monumento al doctor Robert, de los portales de las calles de Pelayo, Tallers y de la Ronda de San Antonio van surgiendo guardias de Asalto y paisanos que corren dando vivas y agitando amenazadoramente las armas.
El cenicero ha vuelto a llenarse de colillas. Se obstina en buscar soluciones sobre el plano de la ciudad, y cada uno de los remedios que arbitra resulta impracticable. En los momentos en que le gana la fatiga mental y el pensamiento le abandona, permanece como hipnotizado con los ojos fijos sobre los trazos del plano con nombres de calles y plazas, que le son desconocidos, pero que tienen el poder de obsesionarle.
Don Manuel Goded Llopis, uno de los más brillantes generales del ejército, tiene las facciones finas, la frente más bien calva y un bigote breve sobre el labio superior. Su mirada es viva, penetrante, y cuando se separa del plano se fija escrutadora en los rostros del comandante Lázaro, su ayudante, que le ha acompañado desde Palma, del coronel Moxó, del comandante Montesino-Espartero, de los demás componentes del estado mayor de la división. Otros militares, ocupados en la defensa efectiva del edificio que es hostilizado, entran y salen del despacho para comunicar novedades o recibir órdenes. Se mantiene una actitud correcta y tranquila en el trato exterior, si bien el general descubre un punto de desesperanza en la actitud de algunos de sus colaboradores. Está convencido de que no les queda más solución que luchar hasta el fin; se ha derramado demasiada sangre sobre las calles. Una aventura como ésta no puede abandonarse frívolamente a causa de riesgos y contratiempos, de la misma manera que tampoco es permisible lanzarse a ella porque sí. Las batallas tienen alternativas; la serenidad, el tesón, y la inteligencia, juegan papel principal en cuanto a posibilidades de inclinarlas en favor propio.
Las noticias adversas han ido golpeándole una tras otra; Goded las encajaba con sólo un ligero plegamiento de la boca. Nada de lamentarse, buscar otra solución, intentarla. Su hijo Manuel y el teniente de navío Lecuona han regresado de la Aeronáutica Naval en el automóvil blindado; les han tiroteado y acosado tanto que el chófer está herido. Los hidros no pueden bombardear el aeródromo militar del Prat; han regresado a Palma en vista de que elementos de la base y la marinería se mostraban hostiles.
El coronel Roldán, del Regimiento de Alcántara, al cual como general y amigo ha telefoneado, le ha prometido ponerse al frente de dos compañías y trasladarse al cuartel de los Docks para dispersar las fuerzas que lo atacan y hostigan, y a continuación con el comandante Unzúe y sus baterías formar una columna y atacar Gobernación. Ninguna noticia se tiene; las horas van transcurriendo y se acentúa lo comprometido de la situación.
En el centro de la ciudad, las fuerzas acosadas y dispersas se muestran incapaces de agruparse. Ha decidido recurrir a las unidades de las plazas más próximas. De nuevo en el coche blindado, convertido en criba, ha mandado al teniente de navío Lecuona que se dirija a Mataró con mensaje personal para el coronel Dafó, del Regimiento 8.º Ligero de Artillería, pidiéndole que avance sobre Barcelona con las fuerzas disponibles.
Telefónicamente no ha conseguido comunicar con Gerona ni con Figueras, cuyas guarniciones están alzadas. Recurre a Palma de Mallorca; en previsión esta mañana antes de partir ha dejado órdenes al respecto.
—¿Sigue funcionando el telégrafo de la división?
—Sí, mi general…
Saca la pluma y escribe sobre un papel: «Envíen barco fuerzas convenidas esta noche, especialmente artillería pesada, acusen recibo: General Goded».
A veces le acomete un movimiento de ira; procura dominársela, resulta inútil dejarse arrastrar por movimientos apasionados. El plan militar se ha hecho sobre bases equivocadas, y la organización política ha sido igualmente errónea. Influidos posiblemente por el recuerdo del fácil triunfo militar del 6 de octubre del 34, han dado como cierto que en sacando los cañones a la calle el enemigo iba a salir corriendo. Y no ha sido así. El valor personal, la abnegación y demás son valores estimables pero insuficientes para acreditar a un buen soldado.
—¿Qué noticias se reciben de la columna de guardias civiles?
—Mi general —responde un oficial de estado mayor— no contestan de la Universidad.
Un intenso y distante tiroteo, como si la batalla se hubiese recrudecido les distrae; el ruido es acallado por el tableteo de la ametralladora que el capitán Lizcano de la Rosa maneja en lo alto del edificio para mantener a raya a los asaltantes.
—¿Disponemos de algún avión o avioneta para mandar un enlace a Gerona?
—No, mi general…
Suena imperativo el timbre del teléfono. Coge el aparato el ayudante.
—Sí… diga…
…
—¿La Guardia Civil?
…
—Imposible, capitán, imposible enviarle refuerzos, no disponemos de ellos.
…
—Resista, capitán, y buena suerte.
—Mi general, la columna de la Guardia Civil se ha apoderado de la plaza Universidad y ataca los reductos de la de Cataluña. El capitán Oller intentará defenderse.
El general Goded alza la cabeza y se queda un momento perplejo, mientras la mano se aplica en estrujar un cigarrillo a medio consumir contra el cenicero. Aranguren y sus coroneles han pasado a la acción. La partida está perdida; pero él no puede abandonarla.
—Pedía… pedía refuerzos, mi general.
Los periodistas alemanes están a punto de agotar sus reservas de carretes fotográficos; por el momento y a pesar de varios intentos no han conseguido reponerlos. Hace un par de horas les han servido en el hotel un discreto refrigerio. Los huéspedes en su mayoría están asustados; muchos han cambiado de habitación. Se comenta que en el Hotel Colón, que ocupa a pocos metros el frente de la plaza, los huéspedes deben de pasarlo peor, pues los oficiales rebeldes lo han convertido en fortín y disparan incluso desde las habitaciones, lo cual hace que el edificio sea batidísimo por los contrarios.
Después de tomarse un descanso han descendido de nuevo a la calle; rodeando por la ronda de San Pedro y plaza Urquinaona, con los brazos en alto y un pañuelo blanco en la mano, han regresado a la plaza por la calle Fontanella. Apenas saben expresarse en español, pero ya conocen a alguno de los oficiales de Asalto, a los cuales han saludado con el puño en alto para darles a entender que están identificados con la causa del pueblo.
Los dos periodistas están sobrecogidos y desconcertados. Por ambos lados de la plaza, masivamente, han desembocado centenares de guardias civiles. Nunca los habían visto más que en fotografías; resultan extravagantes con sus gorros charolados y sus correajes anchos y amarillos.
Se reproduce el tiroteo, los guardias civiles ocupan gran parte de la plaza; advierten confusión en ambos bandos, confusión que ellos no aciertan a interpretar. ¿En favor de qué bando combaten los guardias civiles? ¿O actúan como padres severos que se presentan a poner orden entre dos chiquillos que se pelean?
En un edificio que les han dicho que es el casino o club de los militares, desde dentro del cual disparan soldados y voluntarios, han entrado los guardias sin encontrar oposición. Empiezan a sacar a algunos muchachos, en mangas de camisa y desarmados. Con ellos a un oficial que protesta y les increpa. No comprenden bien. Después observan que les llevan detenidos y que los guardias de Asalto, los de la gorra de plato y uniforme azul marino, se hacen cargo de los prisioneros y les conducen por la calle de Fontanella entre las amenazas y hostilidad del paisanaje.
Desde el Hotel Colón, desde el edificio de la Maison Dorée, y desde otros puntos, rompen fuego contra la guardia civil, contra los de Asalto que surgen de las bocas del metro y de los portales. Los paisanos que se lanzan a la carrera se ven obligados a detenerse y parapetarse.
Aprestan las «leicas» con los últimos carretes y se refugian en un portal. La plaza aparece cubierta de cadáveres de soldados, guardias y paisanos, de caballos muertos, de material abandonado o inutilizado, de hojas y ramas que los disparos han arrancado de los árboles, de automóviles averiados, de cables caídos, de cascotes.
Desde una calle ancha en la cual destaca un edificio con cúpula de unos almacenes, dispara un cañón manejado por un paisano. Los impactos que no son eficaces hacen saltar piedras y atruenan el aire, Se hace fuego desde azoteas, desde ventanas, desde la propia plaza.
Los guardias civiles han desplegado en largas líneas; buscan protección en las sillas metálicas, acá y allá abandonadas, en los parterres y árboles, en las fuentes, bancos de piedra, balaustradas, apoyan una rodilla en tierra, y efectúan una descarga. El coronel marcha a la cabeza con el bastón en la mano, dirigiendo la operación. Los guardias civiles se levantan, con la mano se sacuden el polvo de la rodilla, adelantan unos metros, buscan nuevo amparo, se arrodillan, disparan, se sacuden y vuelven a avanzar. Paisanos y guardias de Asalto, les secundan; el cañón bate la fachada del hotel desde donde los sublevados replican.
—¡Esto sería para sacar un film! ¿Te imaginas qué secuencia formidable? ¡Míralos, míralos!
—¡Lástima no haber traído máquina tomavistas!
—Es como lo de El acorazado Potemkin, pero al contrario, porque los guardias están a favor del pueblo…
—¡Son tan fotogénicos!
Bajo el fuego del enemigo, terca, ordenadamente, la Guardia Civil avanza hacia el Hotel Colón apretándole el cerco.
Uno de los oficiales, a quien sacan los guardias de Asalto del casino militar, se vuelve hacia la Guardia Civil, y grita desaforadamente, aunque sus gritos sólo son oídos por los que le conducen y por los periodistas, que sin entender las palabras comprenden su significado injurioso:
—¡Canallas, traidores…!
Al oficial lo arrastran a empellones hasta una camioneta descubierta aparcada en la esquina de la calle Fontanella. En la camioneta, unos muchachos detenidos también, contemplan tristemente la escena.
Somosierra
El conde de Villajimena, José Garret, ha quedado con el rifle bajo el brazo montando guardia en la carretera.
Los demás buscan afanosamente a los cuatro compañeros que quedaron de guardia en la boca del túnel de Somosierra y que han desaparecido. Salvo uno de los fusiles que falta, los otros tres los han encontrado en el improvisado cuerpo de guardia que montaron en el túnel. Les han llamado a voces, les han buscado por los alrededores; cabe pensar que hayan sido sorprendidos y secuestrados. Amigos y patriotas como son, no puede admitirse la posibilidad ni remota de una deserción.
Salieron de Madrid el viernes. Forman una guerrilla de jóvenes monárquicos afiliados a Renovación Española, pertenecientes a familias próceres, que al mando de Luis Miralles de Aymerich, con riesgo y aventura, pretenden cortar el paso a las fuerzas que partiendo de la capital suponen van a tratar de dirigirse a Castilla la Vieja, por el puerto de Somosierra. Luis Miralles con otros compañeros se han trasladado en automóvil a Burgos en busca de refuerzos.
El conde de Villajimena, exoficial de la Legión, da la voz de alarma. Dos automóviles se aproximan con precauciones.
Los del grupo aprestan las armas y se disponen a cerrarles el camino, situándose a ambos lados de la carretera. José Garret se adelanta; le sigue a cierta distancia Manuel Miralles, hermano de Luis.
—¡Altooo!
El conde de Villajimena mantiene el dedo sobre el gatillo de su rifle encarado al automóvil. Un hombre, que va sentado junto al conductor, levanta la mano armada de una pistola y dispara sobre él. Simultáneamente suena una detonación de rifle, y a continuación se inicia un tiroteo rápido y enérgico. Manuel Miralles se repliega a protegerse tras una peña y dispara a su vez.
Los del segundo vehículo se han detenido antes de alcanzar la curva. Salen de su escondite los monárquicos. El conde de Villajimena yace en la carretera con un tiro en mitad de la frente; está muerto. En el automóvil, dos heridos alzan las manos entregándose. Se aproximan al vehículo; un coche grande de color oscuro. El conductor también está herido; el que va sentado a su lado y disparó le cuelga el brazo fuera del vehículo; la pistola le ha resbalado de la mano. A pesar de que ha recibido un balazo en plena cabeza aún alienta, aunque se le advierte moribundo. A los heridos, que no lo son de gravedad, les hacen prisioneros. Se retiran conduciéndolos hacia el túnel.
Los ocupantes del segundo coche se han diseminado por el monte y les hostilizan con pistolas y escopetas de caza. Interrogan a los heridos.
—Somos de Buitrago…
—¿Qué hicisteis ayer con nuestros compañeros?
—Les sorprendimos y los aprisionamos; fueron conducidos a Madrid bajo custodia…
—¡Ya os voy a dar yo la custodia, granujas!
—¡No les hicimos ningún daño!
En un anticuado «renault» se presenta el médico de Boceguillas; le identifican tras de haberle detenido encañonándole. Le conocen; durante la noche los que no estaban de guardia han dormido en Boceguillas, y como el médico es persona de derechas han comentado con él que se proponen conservar el dominio del paso de Somosierra hasta que las columnas navarras lo ocupen militarmente.
—Llega muy a punto, doctor…
—Oí disparos y supuse necesitarían de mis servicios.
—Nuestro compañero ya no le necesita…
Se aproximan al cadáver de Garret; el médico se arrodilla y lo examina. Levanta la cabeza, les mira y hace un gesto.
—Podríamos apartarlo de la carretera… Ha muerto instantáneamente.
Mientras lo retiran, reconoce al que disparó desde el automóvil. Jadea trabajosamente; la herida, examinada a simple vista, denota que cualquier intento de cura resultará inútil.
—No tiene remedio.
Atiende a los otros heridos que le miran hostilmente. Trasladan al moribundo a la entrada del túnel y lo colocan cerca del cadáver de Garret. Se han matado mutuamente; están en paz.
Desde el monte, siguen hostilizándoles; la guardia que han dejado hace frente a los del segundo vehículo, que acaban retirándose. Les disparan con intención de alejarles lo más posible.
Se reúnen en consejo; han recogido como botín las armas de los atacantes; disponen de su coche, del «renault» del médico, y del «ford» de Miralles.
—Esos tipos van en busca de refuerzos, y aquí no podemos aguantarles.
—Nuestra arma principal era la sorpresa; dar el primer golpe.
—Pues abandonemos esto, y vayamos hacia atrás, a Burgos si hace falta a buscar a mi hermano Luis que ya debe haber conseguido refuerzos suficientes. Entonces ocupamos de verdad Somosierra. Quedamos sólo siete. La guerrilla ha sufrido cinco bajas; demasiadas.
Vigo
De lo que ocurre en la pantalla no se está enterando de gran cosa; el antiguo novio regresa de la guerra y la situación se complica. Manuel no la deja tranquila, y esa mano bajo sus faldas, que continuamente tiene que vigilar para que no avance demasiado, la perturba y complace. Su amiga Rosa, sentada junto a ella en la butaca opuesta a Manuel, aunque parece interesada en la película, puede observarla; está convencida de que cuando ha permitido que Manuel la besara, Rosa ha tenido que darse cuenta. Su amiga Rosa no contará nada a nadie; si lo hiciera, ella podría hablar. Más vale que callen; la una por la otra.
El marido de Victoria Carballo Boudiño, esta mañana ha abandonado el mostrador de la taberna y se ha marchado a la reunión de la Casa del Pueblo; todo por culpa de don Apolinar Torres a quien tanto admira su marido y porque anoche le mandaron recado de Ramón González Brunet, que es el secretario. Por culpa de su marido, ella ha tenido que despachar en la taberna y le ha molestado mucho. No ha podido oír misa, ni tampoco pasar a cobrar los cartones de «lucky» que entregó ayer al camarero del Derby. A cobrar del camarero irá mañana.
En revancha ha decidido venir al cine, para lo cual se ha puesto de acuerdo con su amiga y vecina, Rosa, que está siempre disponible porque su novio navega.
Manuel, que ayer en la terraza del Derby tomaba el vermut con otros señoritos y que la vio pasar, ha debido de seguirla esta tarde, porque es mucha casualidad que hayan coincidido en el mismo cine. Con maliciosa habilidad ha maniobrado hasta sentarse a su lado, a pesar de que el cine está casi lleno. Victoria primero ha intentado hacerse la disimulada pero Manuel se ha puesto a hablarla en voz baja y a recordarle aquel día que la acompañó, y a gastarle bromas sobre las cosas que pasaron en el portal. Para que se mantuviera en calma, ha preferido dejarse coger una mano, pero Manuel a cada momento se muestra más audaz. Y a Victoria este chico le gusta. ¡Que vaya su marido marchándose a los mítines! ¡Verá lo que va a pasarle!
La chica de la película a quien amaba de verdad se ve que era a su novio; y menudo beso se están dando, y cuando el otro, el de los automóviles de carreras, espera que se case con él, ella, que es fiel al amor, no lo aceptará. En la taberna los hombres discuten de política; aseguran que se va a desencadenar la revolución. Su marido que no se meta, que el negocio de la taberna marcha viento en popa y a ellos les basta con lo que ganan y hasta han comprado una radio y una máquina de coser. El antiguo novio, aunque usa muletas, podrá curarse; cuando antes ha estado en el hospital, Victoria no ha podido enterarse de lo que el médico ha dicho; era el momento en que se besaba con Manuel, y ha perdido un poco la cabeza.
—Victoria —Manuel habla en voz muy baja—, deja a tu amiga y vente conmigo. En mi casa no hay nadie…
—¡Estás loco! ¿Yo, voy a ir a tu casa…?
—No hay nadie, te digo…
—No, ¡que no! Si quieres, mañana nos vemos un rato, pero en la calle. Como si nos encontráramos de casualidad.
—Mañana no puedo. Ahora tiene que ser.
—¿Por quién me tomas, tú? Ya te he dicho, mañana y en la calle…
—Mañana, andaremos a tiros; ya lo verás…
—¿También tú estás con ésas? Y deja la mano quieta, que no me has de convencer.
Su amiga Rosa ha debido notar algo. A la salida le contará que es un parroquiano de la taberna, que discutían de una cuenta pendiente o que comentaban la película. Los hombres hablan de armas y de mítines, y de que los militares se han revolucionado en África. ¿Conocerá Manuel a su marido? A ella se le hace que Manuel, tal como va vestido, y siendo señorito, más debe ser de los de Gil Robles o de los monárquicos.
Resulta que el novio le confiesa a la chica que no se curará nunca de la pierna, pero ella le jura que siempre le amará y que no se casará con el rico de las carreras de automóviles.
Barcelona
Está sofocado, un poco borracho, aunque no ha bebido más que una cerveza. Orgullosamente luce el mosquetón colgado al hombro; del grupo es el único que posee mosquetón; los demás llevan pistolas y sólo uno dispone de rifle.
Cinco compañeros estaban a la puerta del bar Costa Brava, junto al cine Marina; dos son del Vulcano, otro del puerto, el cuarto un cartagenero a quien no conoce. Han venido a recordarles la consigna que han hecho circular Ascaso y Durruti, y ahora se disponen a cumplirla.
Estaba cansado y tenía ganas de ver a su mujer después de tantas emociones. El pequeño dormía mientras le contaba a su mujer cómo se lanzaron contra los soldados en la avenida de Icaria y cómo le arrancó a uno el fusil; se ha fijado en que ella andaba un poco escotada y ha recordado que desde que nació el niño, y por culpa de la cuarentena, no habían estado juntos. A Francisco Gallardo, su mujer —«compañera» cuando la nombra delante de amigos, pero es su mujer legítima que se casaron por lo civil, no por la Iglesia como ella pretendía, porque él está contra la reacción y el oscurantismo— es de todas la que más le gusta, no le sucede como a muchos que a la primera ocasión cambian de compañera. Fingiendo que era por despedirse se ha puesto a besarla; sabía lo que vendría después, y ella también lo estaba deseando, se lo ha descubierto en los ojos. Su mujer estaba enterada de que él por la mañana había peleado como un valiente; se lo habían venido a contar las vecinas, y estaba orgullosa de su hombre. Con el gusto recibido, teniéndola al lado, y por culpa del cansancio, se ha quedado dormido lo menos una hora.
Cuando en la Barceloneta han derrotado a los militares se han trasladado a la Consejería de Gobernación. En el exterior del edificio había muchos guardias civiles formados; decían que se pondrían a favor del pueblo. Con un grupo de metalúrgicos ha ido por la calle de Escudillers, porque en el paseo de Colón están los fascistas, hasta la plaza del Teatro; llevaban como trofeo una ametralladora de las que han cogido a los militares. Buenaventura Durruti se ha quedado con ella, por si los de la plaza de Cataluña pretenden juntarse con los de Atarazanas. Han levantado barricadas a la entrada de muchas calles; los militantes creen que el pueblo triunfará de sus peores enemigos.
Con Durruti, se han juntado Francisco Ascaso, García Oliver, Ricardo Sanz y lo mejor de la militancia, y han acordado ir a combatir a los fascistas que resisten en el Paralelo frente al Moulin Rouge. Ascaso ha tirado por la calle Conde del Asalto y García Oliver mandando otro grupo por la de San Pablo. A ellos les han enviado al cuartel de San Andrés, que es donde están guardados los fusiles, las ametralladoras y los cartuchos de los militares; entonces es cuando ha decidido ver primero a su mujer.
Uno que trabaja en su taller y que vive en la calle Mediana de San Pedro, frente a la casa de Vivancos, le contó que a reunirse con los compañeros acudía un oficial de la aviación, muy izquierdista, que le conocía de cuando era soldado especialista en el aeródromo del Prat. Le contó que una tarde se lo encontró en la calle; hasta le saludó; y que otro día vio a Durruti y a Aurelio Fernández. No acabó de creérselo porque muchos explican mentiras para hacerse los enterados. Debía ser verdad que allá planeaban el asalto a la Maestranza en combinación con los aviones. Durruti les ha mandado que se mantengan alerta, que hostiguen el cuartel y que en cuanto les resulte posible se cuelen dentro; que las armas que allá se guardan han de ser para la Confederación.
El cuartel a estas horas debe seguir aún en manos de los fascistas. Después de lo que ha luchado desde el amanecer, tenía derecho a comer un bocado, echar una siesta y acostarse con su mujer.
Cortando el puente de la Marina encuentran una barricada. Cuando se aproximan a ella, un hombre patizambo, en camiseta, les encañona con una pistola.
—¿Quiénes sois vosotros?
—¿Quién eres tú? Nosotros venimos de luchar, somos los que hemos dado la cara. ¿Y tú?
—¡Del Comité del Clot! ¿Pasa algo?
De detrás de la barricada salen dos hombres más. Uno de ellos, que usa corbata y calza sandalias, increpa ásperamente al patizambo de la camiseta.
—Tú, cállate y déjales pasar, ¡pareces idiota!, ¿no ves que son compañeros?
—¿Tenemos cara de fascistas? —pregunta al pasar el cartagenero.
—Pertenecemos al Sindicato Metalúrgico.
—¡Caray! ¿De dónde has sacado ese mosquetón?
Gallardo se esponja, le satisface poseer un arma que codician los demás.
—Se lo arranqué a un soldado en la avenida de Icaria, luchando cuerpo a cuerpo. Vamos hacia San Andrés; Durruti y Ascaso nos han dicho que es donde hacemos falta.
En dirección al mar, se levanta a considerable altura una columna de humo oscuro.
—¿Qué es ese incendio?
El joven de la corbata, que lleva una pistola al cinto, contesta:
—La iglesia del Pueblo Nuevo. Los curas disparaban contra mujeres y niños. Vamos a hacer un escarmiento con esa gentuza.
Una mujer gruesa, con escopeta al hombro y vestida con un mono, y otra más joven y de mejor aspecto, se les aproximan.
—¿Están las armas en San Andrés?
—Eso ha dicho Durruti.
—Pues nos vamos con vosotros, compañeros; las mujeres libertarias reclamamos armas. ¡Cómo los hombres!
A la comisaría general de orden público han conducido detenidos a numerosos militares. Unos llevan desabrochado el cuello de la guerrera, otros están levemente heridos, los hay que a pesar de la fatiga y lo comprometido del trance se mantienen erguidos, orgullosos, contrastando con quienes parecen apesadumbrados.
Federico Escofet regresa del palacio de la Generalidad adonde ha ido a acompañar al presidente Companys. Al recibir la noticia de que las fuerzas de la Guardia Civil, apoyadas por las de Asalto han conquistado la plaza de Cataluña, apoderándose del hotel Colón y los demás edificios que ocupaban los rebeldes, le ha dicho a Luis Companys: «Presidente, la rebelión está vencida». «Gracias», le ha contestado el presidente mientras le abrazaba. Entonces han decidido que podía trasladarse a ocupar su puesto en el palacio de la Generalidad.
En la Vía Layetana, frente a la comisaría, se hallan reunidas numerosas personas: guardias, paisanos de los diversos partidos políticos y organizaciones obreras. Cañones que a lo largo del día le han sido arrebatados al ejército, se alinean junto a la puerta. Uno lo han traído a rastras un grupo de obreros, ebrios de entusiasmo, seguidos de mujeres, de chiquillos; le han recordado estampas de la revolución francesa. Bastantes focos quedan por reducir; noticias recibidas en el último momento anuncian que en el Paralelo las fuerzas de caballería de Montesa que aguantaban desde el amanecer han sido dispersadas o apresadas, y que como resultado de la persecución o como represalia, arden las Escuelas Pías de San Antonio con peligro para el vecindario de la populosa barriada.
Conoce personalmente a bastantes de los oficiales que han traído detenidos; la situación resulta embarazosa, pues ante ellos, parte de la rabia que le ha dominado durante estas horas de lucha, decae.
Un brigada se aproxima y le dice:
—Estos canallas me han engañado diciendo que salíamos a defender la República.
La mirada de desprecio que dirigen al brigada los oficiales prisioneros le hace vacilar, aunque Federico Escofet tampoco pensaba contestarle ni mostrarse amable con el brigada.
—Ya veremos…
Descubre al capitán Reinlein, del Séptimo Ligero de Artillería. Es alto y usa gafas; le consta que es un republicano convencido.
—¿Tú, también aquí?
—En el regimiento se ha sometido el caso a votación; ha habido unanimidad. He querido seguir la suerte de mis compañeros.
Observa la expresión dolorida y descubre manchas de sangre en la guerrera; recuerda que alguien le había informado de que Reinlein se batía en la calle de Claris, en donde ha resistido hasta el último momento. Como cualquiera de las noticias que no afectaban directamente a la lucha, la ha eliminado de la memoria sin prestarla atención.
—Estás herido… Haré que te conduzcan al hospital militar; han de curarte…
Desde su despacho telefonea a la división.
—Necesitamos una ambulancia para evacuar a un oficial herido…
Le contesta una voz fatigada, casi indiferente.
—Imposible, no podemos disponer de ninguna ambulancia.
—¡Cómo! Comprendo que no hayan podido sofocar la revuelta, pero que no puedan facilitamos una ambulancia para un oficial herido… Eso no es una división; ¡es una mierda! Que se ponga ahora mismo el general…
—¿Qué general?
—¿Cómo?
La voz que no se había inmutado al contestar, ahora se excita.
—Oiga, ¿quién habla ahí?
—La comisaría general de orden público…
En la división le cuelgan el teléfono. «¿Qué general?». Luego hay más de un general. ¡Goded! Sólo puede tratarse de Goded. Esta mañana, de la Consejería de Gobernación le han informado del amaraje de unos hidros, y que a los pasajeros les habían ido a recibir militares y una sección de zapadores. Si el general Goded se encuentra en Barcelona, las cosas cambian.
Agarra el teléfono y vuelve a llamar a la división.
—Necesito hablar con el jefe de estado mayor, coronel Moxó…
Tardan un momento en contestarle.
—Coronel Moxó, aquí el comisario general de orden público, diga al general Goded que se ponga al aparato.
—¿El general Goded?… No… no está aquí…
—Tengo entendido que está en Barcelona…
—En Barcelona, es posible… Pero aquí, no está ahora presente.
—Dígale que se rinda; si no lo hace doy orden de cañonear el edificio de la división.
Sin esperar contestación cuelga el aparato. La presencia del general Goded en Barcelona le obliga a recapacitar; quizá la lucha no esté tan terminada como pensaba. Goded es hombre de talento y de recursos. Puede disponer de reservas que aún no haya utilizado, y a ellos en cambio se les agotan. Los guardias de Asalto y Seguridad llevan demasiadas horas de combate, han sufrido numerosas bajas y las compañías se encuentran deshechas; la noche entera la han pasado en vela, y aun las noches anteriores. Los núcleos militares que resisten le obligan a fijar las fuerzas disponibles, y han entrado en combate la totalidad de las reservas. El paisanaje, aun reconociendo que ha jugado excelente papel durante la jornada, como fuerza combatiente es indisciplinado y no puede confiarse en su eficacia. Las comunicaciones empiezan a fallarle; tal vez el enemigo las conserve. Llama a Vicente Guarner y a Jesús Pérez Salas que también está presente en la Comisaría.
—¡Goded está aquí!
—¡Caray!
—Hemos de tomar prontas medidas…
—Sí, Goded es peligroso.
—¡Me marcho a Gobernación! Quiero cambiar impresiones con José María España y con el general Aranguren. Es necesario atacar inmediatamente a la división.