Guarnición provinciana
Ha aprovechado este momento de calma para tratar de oír en el aparato de radio de su pabellón, único lujo que le permite su sueldo de teniente coronel con cinco hijos, las estaciones de radio de Marruecos y Canarias, que son las que dan noticias que a él puedan interesarle. También ha conseguido escuchar Sevilla, pero le molesta la manera chabacana con que se expresa Queipo de Llano, le parece impropia de un militar.
Cuando oye que la estación de Río Martín, de la Guardia Civil de Tetuán, va a emitir un comunicado, presta la máxima atención y se inclina sobre el aparato. Está tan intranquilo estos días, que el cigarrillo le resulta insípido y el ardor de estómago no le deja vivir. Entre unos y otros le traen a mal traer. Si todos se inclinaran al mismo bando —¡qué más da el Gobierno o eso que llaman Movimiento salvador de España!— él seguiría la suerte de sus compañeros y que fuera lo que Dios quisiera.
La voz llega clara aunque débil desde el fondo del sutil tejido, dorado y verde, que cubre el altavoz.
Divisiones de España. Estaciones de África. Del Sahara. Bases de la Marina española. Fuerzas de la Guardia Civil, Seguridad y Asalto:
Al tomar en Tetuán el mando de este glorioso Ejército, envío a las guarniciones leales para con su Patria el más entusiasta de mis saludos. España se ha salvado. Podéis enorgulleceros de ser españoles, pues ya no caben en nuestro solar los traidores. Andalucía, Castilla, Galicia, Navarra, Aragón, Canarias, Baleares, con sus guarniciones y fuerzas de orden público, están estrechamente unidas con nosotros. Sólo queda en la capital un Gobierno aterrado, pidiendo auxilio a las masas revolucionarias y lanzando sus aviones a bombardear poblaciones civiles indefensas, habiendo causado víctimas inocentes de mujeres y niños, ni una sola de militar. Desmanes éstos que no quedarán sin enérgico castigo.
Si algunos, por ignorancia, se mantienen alejados del Movimiento salvador poco les queda para entrar en el camino de la Patria. Elegid bien el momento y podréis aliviar la ausencia anterior. Al final exigiremos cuenta estrecha de las conductas dudosas o traidoras y expulsaremos de las filas del Ejército e Institutos armados a cuantos no sientan a España y hagan armas contra los buenos españoles.
Fe ciega, no dudar nunca, firme energía sin vacilaciones, pues la Patria lo exige. El Movimiento es arrollador y ya no hay fuerza humana para contenerlo.
El abrazo más fuerte y el más grande. ¡Viva España! del General Franco.
Cuando la alocución leída por el speaker termina, conecta con radio Tánger que por lo menos da música. Vuelve a encender el cigarrillo apagado, querría pensar, que le dieran tiempo para pensar, para decidir. ¿Por qué tiene él ahora, a sus años, que decidir? No tiene más que obedecer a sus jefes, así le enseñaron que era su deber. Él es militar para luchar contra los enemigos de su patria, sus enemigos en el exterior. Luchó contra los moros porque era su deber y a eso se había comprometido, pero en cuestiones de política no quiere meterse. Comienza a envejecer, si asciende a coronel no pasará de ahí, se casó siendo ya mayor y sus hijos están en plenos estudios.
El comandante Rodríguez hace tiempo que viene tanteándole. Por lo que deduce debe estar afiliado a la UME. Una tarde, en el casino estuvo hablándole de la conspiración, y como no le veía muy decidido, le leyó unas instrucciones que le pusieron los pelos de punta, venían a ser una advertencia para los «tímidos y vacilantes» y decían que el que no estaba con ellos estaba contra ellos y que sería tratado como enemigo y terminaba «para los compañeros que no son compañeros el movimiento triunfante será inexorable». El general Franco, aunque con palabra más medida, viene a dar a entender algo parecido. Por su parte, el Gobierno amenaza y no sin razón a quienes se subleven, y de fracasar el golpe los comprometidos serán fusilados o por lo menos expulsados del Ejército. ¿Qué hará él, adónde irá si le expulsan, unos u otros? ¿Quién mantendrá a su mujer y a sus hijos? Monárquicos, republicanos, socialistas, a él le dejan frío, tan malos son unos como otros y la milicia debe ser, por principio, apolítica. Si la guarnición decide sublevarse y el movimiento fracasa, el comandante Rodríguez es rico y está casado con mujer rica; puestos en el peor de los casos, que un Consejo de Guerra le condenara a muerte y le fusilaran, su familia no sufrirá estrecheces, pero ¿y él, en caso parecido? Por otra parte el comandante es hombre de ideas, él no lo es; su única idea es la disciplina, el cumplimiento del deber, la lealtad. ¿La lealtad, a quién? En la Academia Militar no le enseñaron punto tan principal y en las numerosas guarniciones en donde ha ido gastando botas y botas, tampoco ha conseguido aprenderlo. Lealtad a la Patria; la cosa estaba clara en Marruecos, por ejemplo, o si España, como algunos pretendían y deseaban, hubiese entrado en la guerra europea, contra alemanes o contra aliados, la lealtad a la Patria aparecía clara, pero ahora… El comandante le ha hablado de lealtad, pero también lo ha hecho el coronel, un hombre digno, con un historial magnífico, masón como todo el mundo sabe, aunque eso no significa gran cosa, y que cree que las izquierdas regenerarán la nación. Uno habla de lealtad y el otro también, dándole significados opuestos. Ambos tienen razón y ninguno de los dos tienen toda la razón.
Los capitanes parecen unánimes en su deseo de sublevarse; entre los tenientes está Martínez, que es socialista, y al cual dejan de lado como si estuviese apestado; a Alfonso parece que le tienen convencido o atemorizado; en cuanto al comandante mayor le temen, saben que conoce sus maquinaciones y que está en tratos con el jefe de la Guardia de Asalto y con los políticos que han armado a su gente, y lo que es más grave, que puede llevar al regimiento a una situación revolucionaria asistido por algunos suboficiales y clases de tropa de ideas extremistas.
Salvo que el coronel decida unirse al movimiento, él no lo hará. Si los demás se insubordinan contra la autoridad del coronel y pretenden que él se haga cargo del mando del Regimiento, se negará y se constituirá arrestado si conviene y están dispuestos a llevar las cosas tan lejos. Si por lo menos estuviese enfermo, enfermo grave, se entiende.
El asistente, un hijo de la criada que tenían en Huesca, entra en la habitación.
—Don Ramón, del cuartel avisan que el coronel desea verle…
La radio estaba dando música de «La del Soto del Parral». Cierra el conmutador. El coronel le dijo un día secretamente que sólo se decidiría a declarar el estado de guerra, y eso en último extremo, en caso de que el cuartel fuese atacado por las turbas.
Se levanta y se sacude la ceniza del uniforme. Se mira los pantalones; la tela, rozada y brillante, forma rodilleras; en la entrepierna su mujer ha tenido que hacerle unos zurcidos disimulados. Si todo esto pasara como un mal sueño, tendrá que pensar en hacerse un uniforme nuevo.
—Dile a la señora que vendré a la hora de comer. Tú, puedes irte a paseo esta tarde, pero mejor te vistes de paisano; si algún oficial te llamara la atención, le dices que yo te lo he recomendado. La situación está fea. Mañana ven temprano para acompañar a las niñas al colegio.
Sevilla
Al llegar a la Puerta de la Macarena, ha abandonado el coche junto a la barricada. De milagro ha salido ileso del tiroteo. Al conductor, un chófer de la Lusiana a quien no conoce, le han llevado a curar al Hospicio.
Eulogio González se trasladó el viernes a Écija; ha luchado dentro y fuera de la ciudad hasta que se ha visto obligado a retirarse. El ejército y la Guardia Civil unidos, se han hecho amos de la situación; por carencia de armas y de organización no ha podido articularse la defensa. Las noticias, inconcretas y bastante fantásticas que llegaban de Sevilla le han alarmado, y más que nada las palabras del general Queipo que ha escuchado por la radio a pesar de que los compañeros afirmaban que se trata de burdas patrañas. En Carmona se han producido escaramuzas con elementos derechistas a quienes se ha conseguido reducir. La carretera queda libre hasta Sevilla. De Córdoba llegan pésimas noticias; el desastre.
A primera hora de la mañana ha decidido regresar a Sevilla; por el camino les han tiroteado desde lejos; poco ha faltado para que dejaran los huesos en la carretera. Deben destacarse patrullas a que la vigilen mejor y la limpien de fascistas. Hacia el extremo sudeste de la ciudad, más allá de Triana, unas grandes explosiones le han sorprendido. Nadie ha sabido aclararle de dónde procedían. En cuanto ha descendido del coche le han informado de la marcha de los acontecimientos en Sevilla. Triana se mantiene; se está organizando la resistencia; y en caso de que lleguen refuerzos de los mineros de Riotinto podrá pasarse al ataque. Las autoridades de poco sirven, lo nulo de su eficacia queda confirmado; en unas horas se han dejado apresar. Eulogio González no es partidario de extremismos; las autoridades, sin meterse en nada pero manteniéndolas como mito, representaban una garantía para los timoratos. La peor pérdida ha sido la emisora de radio. ¿Cómo habrán permitido que se la arrebaten? Queipo maneja un instrumento eficacísimo, no sólo en el área de la ciudad sino en el cuadro general de la nación. En Carmona ha conseguido oír Radio Unión de Madrid. La capital se mantiene firme y leal mientras la rebelión se ha extendido por la Península; y si es cierto que hay que atender primordialmente a lo inmediato, tampoco conviene perder de vista el conjunto. Ha tratado de comunicar telefónicamente con Largo Caballero para darle cuenta de la situación y pedirle instrucciones; las comunicaciones entre Carmona y Madrid estaban cortadas.
Estos barrios —La Macarena, San Julián, Feria, San Bernardo— protegidos por barricadas, defendidos por la propia configuración de sus calles, constituyen un sólido fortín.
No les será fácil penetrar. Dado lo extenso del área que domina el pueblo, no han de faltar víveres ni se sufrirán escaseces desmoralizadoras.
El hombre que le escolta y guía se detiene junto a la cancela de una casa humilde. Lleva fusil en bandolera y cartuchera sobre la camisa desabotonada hasta la cintura.
—Aquí es, camarada.
La pequeña habitación comunica con el patio; una ventana da a la calle. Saturnino Barneto está sentado con dos desconocidos; ante ellos aparece extendido un plano de la ciudad. A la puerta monta guardia un hombre con pañuelo rojo al cuello y pistola al cinto.
—Salud…
—¿Qué cuentas, Eulogio?
—De Écija, malas noticias. Se ha perdido; hemos peleado de firme. Carmona se mantiene, la carretera es nuestra a pesar de que nos han tiroteado y herido al chófer. Convendría dar una batida o que salieran patrullas a vigilarla y despejarla.
—Bastante trabajo tenemos dentro.
—Por lo que me han contado la situación no es desesperada. Si por el momento no podemos atacar, tampoco ellos pueden hacerlo.
—Desde Madrid van a enviar aviones a bombardear a los rebeldes. Tablada se ha rendido.
—Y Rexach, ¿no estaba en Tablada?
—No se sabe; debió de escapar, porque si Queipo llega a echarle mano, con lo bocazas que es, ya hubiera empezado a cacarearlo por la radio.
—Si Rexach ha llegado a Madrid, como allá sobran aparatos, confiemos que no tardará en venir. La aviación les desmoralizaría y a los nuestros les dará coraje.
—Coraje no nos falta; armas y un poco de disciplina…
—Tendríamos que imponerla nosotros mismos; como sea. En lugar de quemar iglesias hay que organizar milicias; ésa es mi opinión.
—El entusiasmo les desborda y una rabia inconsciente les domina. La verdad es que estamos a la defensiva. En las barricadas se mantienen las guardias y desde las azoteas se les hostiga. Hemos intentado atacar el cuartel de la Puerta de la Carne; nos han hecho muchas bajas. Pero ellos, también están a la defensiva y son pocos.
—¿Y si les mandan refuerzos de Marruecos?
—Parte de la Escuadra se ha amotinado; nuestras células han funcionado a la perfección. El Estrecho no lo controlan.
—Eso es importante, podría resultar decisivo…
—Aquí, han sacado a los presos de la cárcel, media docena de señoritos fascistas, y los han armado; son cuatro gatos como te digo. No representan gran cosa.
—¿Y Triana?
—No podemos comunicar, imposible cruzar los puentes, los baten con ametralladoras.
—Yo he de ir a Triana, tengo que hablar con Gallego, ya le conoces; vino con instrucciones de Madrid y con Carlos Núñez, el de la Construcción. Trataré de remontar río arriba y encontraré alguna barca que me cruce. Después iré por los campos.
—No te fíes, puede haber parejas de la Guardia Civil, o fascistas emboscados en los cortijos.
—Lo intentaré. Si no iniciamos una acción combinada y atacamos, les permitiremos ir progresando. En caso de que vengan refuerzos de Huelva debemos intentar un golpe.
—La radio, la radio nos pierde… He dado órdenes de requisar los receptores, especialmente de los elementos derechistas. Y estamos deteniendo gente. Ha habido… ha habido algunos muertos. No puede evitarse.
—¿Qué eran aquellas explosiones, hace como media hora?
—No te lo sabría decir. Algún polvorín quizá.
—Me marcho.
—¡Salud! No digas a nadie en dónde estoy; salvo para asuntos importantes, no quiero que me importunen. Espero a Martínez, le he mandado venir a verme aquí; no quiero pasar por el Partido, hay allá demasiado jaleo. ¿No sabes que a Martínez le han matado un hijo?
—Apenas le conozco…
—Era un chaval, de las Juventudes. Llegaron hasta cerca de Capitanía, corriéndose por las azoteas, iba con Castelló.
—Estoy inquieto por los míos; viven cerca del Alcázar y me han dicho que no puedo arriesgarme por allí…
—Desde luego; si te echan mano, te planchan.
Sale a la calle. Su acompañante, un enlace de Barneto, se queda en el interior de la casa.
Desemboca en la calle del Socorro. La iglesia de San Marcos humea. Han incendiado San Gil, han saqueado San Juan de la Palma y otros templos. Por la calle mujeres, chiquillos y hombres armados a la deriva; le desagrada el espectáculo y el aire de revolución verbenera, que ojalá no termine en tragedia.
Los primeros disparos le asustaban; ya se ha acostumbrado a oírlos. Sin embargo, aunque sea por error algún proyectil puede darle; le han contado que hirieron a uno de los muchachos que se han presentado en el cuartel. Disparan al aire para probar el arma, para entretenerse; y como sobre inexpertos son temerarios, hay veces que los fusiles se disparan a destiempo y los proyectiles rebotan en la pared, se incrustan en el marco de las ventanas, o astillan las puertas.
En el cuartel del Duque van presentándose algunos falangistas; los que pueden llegar que no son muchos. Hay barrios bloqueados, otros dominados por las milicias proletarias, que patrullan o cortan las calles con barricadas, exigen la documentación y efectúan registros en las casas de los elementos derechistas. Incluso en las calles del centro, los «pacos» mantienen la alarma y la amenaza. En el cuartel se han presentado requetés, monárquicos y afiliados a la CEDA. En conjunto, los voluntarios civiles no son tan numerosos como se esperaba. El general Queipo de Llano por la emisora ha exhortado a los buenos sevillanos a que se presenten. Hace un momento se han llevado en camión a unos cuantos someramente instruidos y armados. Como distintivo les colocan un brazal con tres flechas cruzadas sobre el yugo, en lugar de las cinco de que se compone la insignia falangista; el jefe territorial, Joaquín Miranda que está en la división con el general, lo ha dispuesto así en previsión que los rojos provoquen confusión ciñéndose también brazaletes.
Un sargento, agitanado y retaco, se acerca al grupo frotándose las manos.
—Muchachos, limpiadme bien esos fusiles.
Acaban de traerlos del Parque de Artillería cubiertos de grasa. Los limpian con trapos y papeles. Nunca había tocado un fusil ni sabía bien cómo era; un arma hermosa y eficaz. Cuanto sabe de guerras, de luchas armadas, lo ha aprendido en el cine y en las novelas de Salgari; y en películas y libros se trataba en especial de combates a la antigua. Viniendo por la calle de Tetuán, los disparos de los «pacos» le daban miedo, y acá en el cuartel cada vez que se dispara un fusil se sobresalta. En cuanto los acaben de limpiar les explicarán en cinco minutos el manejo y les mandarán hacia el río o hacia los barrios; donde hagan más falta. Entonces empezará el cacao en serio; les tirarán a dar y ellos harán lo propio. Se siente ligeramente febril, un poco fuera de sí mismo; hablando con los demás se anima.
—Estábamos ayer reunidos en casa de Pardo, y Luis Mensaque se ha quedado en Triana…
—Como le pesquen, con el cariño que le tienen… ¡Que no es empeñó en ir a su casa a avisar a su mujer para que no se inquietara, conocido ni nada en su barrio!
—Yo le desaconsejé…
—En Triana han ardido las iglesias; desde mi casa se veían las columnas de humo. En el cuartel de la Guardia Civil, resisten. Me he encontrado a José Vázquez. Con Manolo Miranda, Pepillo de las Tejas, Ramón Jiménez y otros querían intentar entrar en Triana.
—No podrán; han levantado barricadas y están bien armados.
—Muchas armas no tendrán…
—El puente no hay quien lo pase.
—Pues habrá que pasarlo.
Mientras no les manden a ellos a atravesar el puente de Triana; es de suponer que de ese menester se ocupe el ejército que tiene más experiencia. Quería haberse presentado anoche en el cuartel pero sus padres se opusieron rotundamente a que saliera de casa. Esta mañana su madre le ha hecho una escena que le ha disminuido los pocos ánimos que le quedaban. No todos van a morir. Entre los requetés descubre a Allende, un amigo suyo; le ha gustado que le vieran aquí; ni siquiera debía saber que estaba afiliado a Falange. Le complace que le vean sus amigos; ha saludado a Jacinto, así se lo contará a su hermana. Casi todos los voluntarios son mayores que él y le hacen poco caso o le gastan bromas.
—Cuando el día 9 circuló la contraorden se me cayó el alma a los pies; me había hecho a la idea, y estas situaciones no hay peor que irlas aplazando.
—Si la movilización llega a hacerse el diez, como estaba previsto, seríamos aquí más de un millar; ¡y ya veis! Quedamos cuatro despistados.
—Es que los camaradas de la provincia no han podido presentarse; las carreteras estaban vigiladas y los revolucionarios dominan las entradas de la ciudad.
Un hombre maduro, fornido de cuello y brazos, que viste camisa azul, cuenta cómo les sacaron de la cárcel.
—Después de la comida de ayer, Joaquín Miranda nos reunió; éramos cuarenta y tantos. Nos dijo: «Camaradas, ha empezado en toda España el movimiento libertador, y aquí en Sevilla también» —ya habíamos oído tiros, y teníamos miedo de que fueran a asaltar la cárcel para apiolamos— añadió que era empresa de vida o muerte para la Patria y para la Falange. Y luego mandó que agarráramos lo que fuera para defendemos si nos atacaban, que resistiéramos en cada celda, que mejor héroes que mártires si habíamos de morir. Pero no ocurrió nada, entonces.
—Hacia las seis de la tarde, fue Marcelino Pardo quien propuso iros a sacar de la cárcel. En la división dijeron que había que esperar, que no era buen momento todavía.
—Pues las pasamos negras…
—¿Y cómo acabó?
—Tragamos bastante miedo. Vinieron por nosotros un teniente de la Guardia Civil con un coche blindado, Pardo, Arboleya, Antonio García Carranza y Manuel Parias, Ignacio Cañal, Llorente. Se armó la buena; cantos y gritos. Joaquín Miranda nos pasó revista, subimos en camiones y en seguida empezamos a tiros. Sería como la una de la madrugada. Joaquín Miranda se fue a presentar al general.
—Ignacio Jiménez ya estaba en Capitanía… y Macklean.
—Lo que ocurre es que con tiros por todas partes y este desorden no te enteras de lo que pasa. De madrugada estuve disparando contra el cuartel de Asalto; algunos guardias se resistían atrincherados dentro.
En el cuartel del Duque van presentándose oficiales de complemento y militares retirados por la ley Azaña; les encargan de encuadrar a los paisanos y de formar unidades.
Les han servido un rancho, como a los soldados. El calor aprieta muchísimo; si tiene que salir a pegar tiros prefiere que sea a la caída de la tarde, sin tanto sol que hace las cosas más difíciles todavía. Antes de la noche, irá a dar un abrazo a su madre para tranquilizarla; probablemente no les permitirán quedarse a dormir en casa; si acaso en el cuartel como los soldados.
Barcelona
El Comité Ejecutivo del Partido Obrero de Unificación Marxista, en vista de que las Ramblas se veían amenazadas por los militares sublevados que ocupan el cuartel de Atarazanas y el Gobierno Militar y que en el extremo opuesto pelean en la plaza de Cataluña, ha decidido trasladarse de su local social de la plaza del Teatro a casa de Daniel Rebull, conocido por el pseudónimo de «David Rey», en una de las calles del antiguo Arrabal, que desemboca en la Rambla.
Julián Gorkin, Andrés Nin, Pedro Bonet, Enrique Adroher, José Coll y algunos otros participan en la reunión. El secretario, Joaquín Maurín, se halla en Galicia dando un ciclo de charlas políticas, Juan Andrade está en Madrid. José Rovira, con miembros directivos y más de un centenar de militantes con las armas de que han podido disponer, se ha dirigido hacia la plaza de Cataluña, en donde los afiliados del POUM luchan codo a codo con guardias de Asalto y militantes de la CNT y de las demás organizaciones antifascistas.
Tampoco está con ellos Jordi Arquer; hace un par de días que marchó a la provincia de Tarragona, donde el POUM cuenta con elevado número de militantes; esperan su regreso inmediato pues suponen que por la radio habrá tenido noticias de la lucha en Barcelona y que se presentará tan pronto como le sea factible.
A ciertas dudas que en los primeros momentos se les han planteado sobre el posible resultado de la lucha, sustituye un ligero optimismo; las informaciones que recogen son alentadoras. Las tropas han sido rechazadas en algunos puntos. Contingentes insurrectos han sido fijados y aislados entre sí. La aviación del Prat se ha puesto a favor del pueblo. Por lo que respecta a la Guardia Civil, siempre temible por su disciplina y su capacidad combativa, hasta este instante no se sabe que haya intervenido en la lucha. Desde la estación de Francia les ha telefoneado un militante, para comunicarles que frente a la Consejería de Gobernación, se están concentrando fuerzas de la Guardia Civil. Como no son hostilizadas desde la Consejería, cabe suponer que tampoco se disponen a atacar.
Adroher y Gorkin, director del diario La Batalla, han hecho desesperadas gestiones durante la noche y la madrugada para conseguir armas. Fueron a entrevistarse con dirigentes de la CNT en el Sindicato Metalúrgico; les respondieron que ellos tampoco las tenían y que cuantas podían ir reuniendo las necesitaban para sus propios militantes. Uno les dio una respuesta arrogante que no ha dejado de herirles: «La CNT se basta». Ellos son de la opinión que frente a los facciosos reaccionarios y clericales deben unirse olvidando cualquier rivalidad o rencilla los miembros de todas las organizaciones obreras, los antifascistas sin distinción. Intentaron, aun a sabiendas de que las posibilidades de apoyo eran mínimas, dirigirse a la Unió Socialista de Catalunya. Como ahora los socialistas catalanes andan de acuerdo con los comunistas, se les negó cualquier colaboración. Los mejor armados son los de la pequeña burguesía. Miembros de la Esquerra de Catalunya a quienes la Generalidad ha entregado armamento. Fueron a probar suerte a la Comisaría de Orden Público. Trataron inútilmente de convencer al propio Federico Escofet. Un capitán de Asalto, le ha dicho a Gorkin: «Cuando los sublevados estén en la calle, os las daremos». «Entonces será demasiado tarde», le ha replicado.
—No nos proporcionarán armas a menos que se vean con el agua al cuello. Temen más a la revolución que a los fascistas. Las armas hemos de buscarlas nosotros mismos, arrancárselas a los militares. El asalto a los cuarteles proporcionará armas al proletariado.
—Lo más urgente —dice Julián Gorkin— es que redactemos un manifiesto a los soldados invitándoles a sumarse a la causa del pueblo, instándoles a que no se dejen engañar por unos jefes al servicio del capitalismo y del clero. Tan pronto como los soldados abandonen la lucha, el ejército será derrotado.
—Redáctalo tú mismo; después lo estudiamos entre todos.
—Sí, hazlo tú. Una cosa sencilla, breve; en un momento tiramos unos miles de ejemplares.
Llaman al timbre; «David Rey» abre la puerta. Entra Frey, que lleva un rifle en la mano y pistola al cinto. Viene demacrado, mal afeitado, por la camisa abierta le asoma la pelambrera gris del pecho.
—¡Salud!
—¿Qué hay de nuevo?
—Vengo de la plaza Universidad. Se lucha de firme, compañeros. Los fascistas se han refugiado en el edificio de la Universidad; dominan una parte de la plaza.
—¿Qué hace Germinal Vidal?
Germinal Vidal es secretario general de la Juventud Comunista Ibérica, disidente del Partido Comunista Español; esta mañana ha salido armado hacia los puntos de combate.
—¿Germinal Vidal? ¡Ah! ¿Pero no lo sabéis? Le han dejado seco de una ráfaga de ametralladora en la plaza de la Universidad cerca de los urinarios. Y a Batista que iba con él, también se lo han cargado.
Joaquín Echevarría no entiende lo que pasa ni distingue suficientemente a los amigos de los enemigos. Lo que más le desazona es que no consigue averiguar de dónde proceden los disparos; llegan de cualquier parte. Atrincherado en uno de los balcones del casino militar, tiene que mantenerse muy atento.
Por un momento, los militares se han apoderado de la Telefónica; después los guardias de Asalto han vuelto a hacerse con el edificio. Joaquín Echevarría ha cumplido diecisiete años y es jefe de una escuadra de Falange Española, de la Centuria que manda Fernando García Teresa.
Esta madrugada le han entregado un fusil; es la primera vez que lo dispara contra hombres; prácticas de tiro sí las había hecho. Cuando descubre un uniforme azul de los de Asalto, dispara; su puntería quizá no es eficaz. Tira contra todos los de Asalto, a pesar de que algunos quizá luchen a su favor; desconfía de todos ellos en absoluto. Cuando venían del cuartel de Pedralbes por la calle de las Cortes, han detenido a una camioneta de Asalto repleta de guardias armados; los oficiales que les mandaban se han abrazado con los del ejército y han continuado juntos hasta la plaza de la Universidad en donde había mucho lío. En la plaza algunos de los de Asalto ya se les han puesto en contra. Peor ha sido cuando el teniente Vizán, a Degollada, a un soldado, a un guardia y a él les ha mandado despejar una de las entradas del metro de la plaza de Cataluña desde la cual les hacían fuego unos paisanos. El guardia se les ha adelantado y una vez que ha llegado junto a los paisanos, se ha vuelto a disparar contra ellos. Han tenido que refugiarse aprisa y corriendo. Por eso, en cuanto ve un uniforme azul, dispara.
Ayer por la mañana, comprendió que habría que liarse a tiros; fue a confesarse, por si acaso. Su madre se extrañó de su fervor religioso; se inquietó y se alegró porque en los dos últimos años no lo había hecho, ni siquiera asiste con regularidad a la misa. Al despedirse, la madre le puso una medalla y le entregó un poco de dinero. Debajo de la camisa de paisano se colocó una azul, la que ahora viste, pues como hace tanto calor se ha despojado de la guerrera de uniforme que le han proporcionado en Pedralbes. No quedaba muy marcial con la guerrera, el gorro demasiado pequeño que le apretaba la frente y estos zapatos veraniegos con que salió de casa.
El fuego más peligroso es el que les hacen desde la entrada de la Rambla. Al lado opuesto de la plaza hay un automóvil averiado y los cadáveres de dos paisanos. En el centro han quedado sin recoger varios soldados muertos. Las piezas de artillería han cesado de disparar. Soldados y falangistas han ido refugiándose en el interior de los edificios. La situación no parece que les sea favorable. Durante un rato se ha oído fuerte tiroteo y cañonazos hacia detrás del teatro Novedades, en dirección a las calles de Claris y Diputación; pero ya ha cesado. Corrían rumores de que la artillería de San Andrés venía a reforzarles. No ha llegado; los alarmistas creen que les han triturado. Suenan disparos hacia la Diagonal y en dirección al puerto oyeron cañonazos a primeras horas de la mañana. Permanecen aislados; el tiroteo ha decrecido.
Un avión militar que volaba a escasa altura ametrallándoles les ha desmoralizado. La aviación no se ha sumado al alzamiento y está contra ellos. De la Guardia Civil no se sabe nada; ni a favor ni en contra. Los paisanos que les combaten les acechan por todas partes. Hace mucho calor, demasiado calor y llevan aquí muchas horas; el reloj ha perdido su sentido; ni se molesta en consultarlo. No tiene costumbre de fumar, esta mañana, sin embargo se ha fumado una cajetilla; le calma los nervios.
Un terrible golpe le estalla en la cabeza. Tras un momentáneo atontamiento nota que la mandíbula le arde. Aproxima la mano con cuidado, un dolor vivísimo le obliga a retirarla; está manchada de sangre. El brazo izquierdo se le paraliza pero no le han herido en el brazo izquierdo; es sólo una sensación. Pierde fuerzas, teme desmayarse. Abandona el balcón. Alguien le llama, le pregunta qué le ocurre; arrecia el tiroteo. Ha de descender para que le curen antes de que pierda el conocimiento. No ve a nadie; dando traspiés alcanza la sala de duchas. La sala de duchas, el calor… empieza a desnudarse.
Cae al suelo.
Calatayud-Zaragoza
Escoltados por tres policías marchan por la carretera general en dirección a Zaragoza. En la Almunia se desprende una carretera que puede conducirles por Belchite y Montalbán a Castellón, o por Alcañiz, a Cataluña. Arturo Menéndez, sentado junto a él, va silencioso y preocupado. Los policías son jóvenes y amables; se les advierte también preocupados. Por lo que ha podido deducir, la situación en Calatayud es indecisa. Ni el jefe de policía ni el de la Guardia Civil, deseaban asumir la responsabilidad de su detención; trataban de disimular que se tratara de una verdadera detención. El jefe de policía se limitaba a insistir en que cumplía órdenes del gobernador de la provincia —¿de qué gobernador?—. Juan Casanellas ha expresado su deseo de telefonear a la Dirección General de Seguridad; no se han opuesto; las líneas con Madrid estaban interrumpidas. A la comandancia de la Guardia Civil ha acudido una representación de los partidos del Frente Popular exigiendo entrevistarse con ellos; la entrevista ha sido aplazada para la tarde. Entonces es cuando han telefoneado al general Cabanellas; se ha producido un situación violenta, porque él se ha negado a ponerse al aparato, A raíz de la conversación con el general Cabanellas se ha decidido el traslado a Zaragoza.
Resulta difícil, con los escasos datos de que dispone, hacerse cargo del estado auténtico de la situación. Parece probable que Cabanellas se ha sublevado en Zaragoza, y que a Arturo Menéndez y a él les conducen detenidos; quizás en calidad de rehenes.
Le preocupan los papeles que guarda en el bolsillo interior de la americana que en un momento dado pueden convertirse en altamente comprometedores; más que su calidad de diputado y de subsecretario del Trabajo. Arturo Menéndez, a su vez, es portador de una lista de militares de confianza y de la clave secreta para comunicarse con ellos. Resulta imprescindible deshacerse de estos papeles antes de entrar en Zaragoza; o hay que tratar de no llegar a Zaragoza. Dispone de diez mil pesetas, una suma importante. ¿Por qué no tratar de convencer a estos policías que parecen complacientes y que no aparentan tener convicciones políticas? De aceptar conducirles a Castellón o a Cataluña, él podría discretamente ofrecerles una compensación económica y prometerles que gestionará un ascenso. Aunque metido en política, pertenece por tradición familiar al comercio y las finanzas; la proposición puede plantearse sin herir a nadie en su amor propio, con habilidad mercantil. Lo imprudente es continuar inhibidos. Ignoran qué puede esperarles en Zaragoza; pero no será nada bueno.
—¿No notan ustedes un calor horrible?
—Sí; es la hora más calurosa…
—Me noto mareado; las curvas del Frasno me han descompuesto el cuerpo.
Se enjuga la frente con la mano; en efecto, suda. Exagera un malestar que en cierta medida experimenta.
—Tengo un sudor frío… ¿No les importaría detener el coche un instante?
—De ninguna manera. Llevamos prisa, pero no tanta. No van a cronometrarnos los minutos.
Descienden del coche. Arturo Menéndez se acerca a él. Junto a la carretera comienza una ligera pendiente cubierta de matorrales.
—¿No les importa que vaya…?
Los policías permanecen conversando y liando un cigarrillo en la carretera. Arturo Menéndez y él se alejan más allá de los matorrales.
—Arturo, nuestra posición es delicada. Cabanellas se ha sublevado; somos sus prisioneros. Encima llevo diez mil pesetas; podemos ofrecérselas a los policías y que nos acompañen a Castellón. Les gestiono además un ascenso.
—De ninguna manera. ¿Te has vuelto loco? No cuentes conmigo. Conozco la mentalidad de los policías. Un paso semejante, empeoraría gravemente nuestra situación.
—No te pongas nervioso… Yo sé cómo se tratan este tipo de negocios…
—Si intentas algo en ese sentido, te advierto que me desolidarizo de ti.
Mientras discuten se ha agachado y ha roto en pedazos los documentos; alza una piedra y los oculta debajo. Menéndez se retira como si fuera a hacer sus necesidades, y esconde también los papeles que lleva encima.
Observa hacia donde quedaron los policías. No les prestan atención. Menéndez y Casanellas han discutido vivamente pero lo han hecho en voz baja; los policías no les han oído.
Menéndez vuelve a acercarse, inician el regreso.
—No ocurrirá nada. El que se hayan sublevado en Zaragoza no significa que tengan ganada la partida. Llegarán a un compromiso; en poco días recobraremos la libertad. Tienen que respetarnos; les conviene respetamos.
La actitud de Menéndez es equivocada. Él solo no puede intentar el golpe. Las últimas palabras puede que ni Menéndez mismo las crea; las pronuncia para darse ánimos.
Madrid
En un maletín guarda uniforme e insignias; le han aconsejado que no se exhiba por la ciudad vestido de militar; menos aún siendo conocido y significado como lo es. Principia a desanudarse el nudo, si bien nada aparece suficientemente claro. El general Villegas, presidente de la Junta Militar, le ha contestado que puede instalar el puesto de mando en el cuartel de la Montaña, y que tratará de que el jefe de estado mayor de la división se traslade allí. Al mismo tiempo, le han llegado emisarios del cuartel requiriendo su presencia. El general Fanjul se desplaza al cuartel acompañado del comandante Castillo y de su hijo José Ignacio, que es teniente médico. Un segundo automóvil con varios oficiales, le da escolta. Las calles desiertas no presentan el ambiente propio de un domingo por la mañana. Recelosos y vigilantes pero no agresivos, patrullan paisanos armados. En las inmediaciones del cuartel, guardias de Asalto. Nadie les molesta ni trata de impedirles el paso; pero la amenaza está patente, se masca.
Cuando el automóvil sube por la calle Ferraz, el edificio del cuartel de la Montaña se presenta imponente, altanero; infunde seguridad. A pesar de las casas de vecinos que se han construido, la gran explanada y la situación ventajosa, hacen de este enorme cuartel lugar excelente para los fines que se propone.
El centinela se cuadra. Cuando el general Fanjul entra en el patio unos oficiales le estrechan calurosamente la mano. La situación se advierte tensa. Necesita infundirles confianza a todos; a los resueltos y a los vacilantes, que también los habrá. El sol cae sobre los adoquines del patio bordeado de arcos blanqueados. No hay que confiarse excesivamente; procede estudiar con detenimiento las posibilidades del edificio. Consulta el reloj; las doce y media.
Los soldados que le reconocen se cuadran a su paso. ¿Estarán informados de que va a erigirse en jefe? Los patios presentan el aspecto de un domingo cualquiera; la vida cuartelera se desliza monótona.
Rodeado de oficiales avanza hacia Fanjul, corpulento y risueño, el coronel Serra, que manda el Regimiento de Infantería. Moisés Serra, un buenazo, antiguo compañero de las campañas de África, el mismo que ayer se negó a permitir que los cerrojos salieran del cuartel y se colocó en cierta forma en posición de rebeldía y frente al Gobierno.
—¡Joaquín! ¡Cuánto me alegro de que hayas llegado!
—¡Moisés! Aquí me tienes…
Nota el corpachón grande, sudoroso, amigo, cordial; le gana la emoción, una breve brisa de ternura antigua le conmueve. Moisés Serra Bartolomé, compañero de promoción en Toledo, muchísimos años atrás, ahora entre sus brazos.
—¡Señores! Acá tenernos al general Fanjul; todo está pues resuelto.
—Voy a vestirme el uniforme, uno no puede dar órdenes de paisano. Soy el general en jefe de la Primera División desde este mismo instante.
Barcelona
—No estaba en nuestro ánimo luchar contra la Guardia Civil, pero llegado el caso lo haremos. Y usted será el responsable.
El general Goded cuelga enérgicamente el teléfono. Alentado por la posición de inhibición que hasta el momento ha mantenido la Guardia Civil, confiaba, no sin reservas, en convencer a su jefe, el general José Aranguren. Durante diez minutos ha intentado hacerlo, presionar sobre su ánimo, ha apelado a cuantos argumentos podrían influirle. Nada ha conseguido. ¿Saldrá la Guardia Civil a batirse contra el Ejército? Los efectivos de la comandancia de Barcelona suman unos ochocientos hombres, los del 19 Tercio, millar y medio. En su mayor parte están concentrados en la ciudad. Deben sumárseles los escuadrones de caballería… Queda una esperanza; que jefes, oficiales, suboficiales y números, desobedezcan a los mandos superiores. De las fuerzas del cuerpo que han sido enviadas a combatir al regimiento de Caballería de Santiago, unos pocos se les han incorporado y los demás se han retirado sin haberles combatido.
El general Goded examina el plano de la ciudad; le rodean jefes del estado mayor y otros oficiales. Los partes que se reciben en Capitanía son confusos y decepcionantes. De las unidades que luchan y de los cuarteles, llegan algunas llamadas telefónicas; incluso enlaces sorteando peligros han conseguido entrar en la división. Solicitan refuerzos, piden ayuda y denuncian situaciones insostenibles, que de no recibir apoyos eficaces no podrán mantenerse mucho tiempo.
El planteamiento ha sido defectuoso. Resulta evidente que se ha obrado con imprevisión, valorando con inexactitud y menosprecio la potencia enemiga; y se han producido defecciones o tibiezas. Los paisanos que han acudido a los cuarteles lo han hecho en número inferior al que se esperaba. ¿Qué ha ocurrido? Las fuerzas del Gobierno han reaccionado con energía y las organizaciones obreras se han lanzado a la calle, en masa. Sea cual sea su armamento y su eficiencia ofensiva, sumando su número a las fuerzas de orden público han logrado aislar a los combatientes del ejército, desconcertarles, y les han empujado a posiciones defensivas.
Al llegar al edificio de Capitanía, lo que no ha conseguido sin cierto riesgo, pues el coche ha sido tiroteado durante el trayecto entre la Aeronáutica Naval y la Capitanía General, lo primero que se ha visto forzado a hacer, ha sido destituir y arrestar al general Llano de la Encomienda. Resulta incomprensible que se le haya permitido seguir actuando y trasmitiendo órdenes desde su despacho, y que algunos de los que estaban a su lado colaboraran abiertamente con él. Más que incomprensible, grotesco; en el mismo despacho ambos bandos conviviendo casi pacíficamente, correctamente. El general Burriel no era persona indicada para dirigir una sublevación. Los más decididos son los capitanes de infantería, pero lógicamente resultan incapaces para dirigir. Encerrado en este edificio, asediado, se enfrenta con un fracaso que difícilmente va a conseguir remediar.
El hecho de que no se hubiesen apoderado de la emisora de Radio Associació, que era desde donde debían haberle avisado a Palma para emprender el vuelo —cosa que tampoco le hubiera sido posible efectuar antes, porque los hidros no habían llegado de la base de Mahón— le ha producido pésimo efecto. La radio es un arma poderosa para la lucha; ningún esfuerzo se ha hecho para conseguirla. En los primeros momentos, aprovechando la sorpresa y sirviéndose de hombres arrojados, que no faltan ciertamente entre estos oficiales, debieron asaltarla. Sobrevolando la ciudad ha deducido una impresión pesimista. La guardia de la Aeronáutica Naval y una sección de zapadores, le han rendido honores en el muelle, unos pocos oficiales de la marina y del ejército han acudido a recibirle. Pero los muelles, y la ciudad que se descubría a lo lejos se presentían hostiles. Uno de los oficiales de caballería llevaba el uniforme cubierto por la sangre de un compañero caído en plena calle. Le han informado apresuradamente; se advertía en ellos desconcierto, y la necesidad de un jefe. Empieza a sospechar que el jefe les ha llegado tarde. Su ayudante, el comandante Lázaro, se ha aproximado a él y le ha dicho: «Mi general, creo que nos metemos en una ratonera». La actitud de la marinería era recelosa. ¿Contra quién disparaban las ametralladoras?
Cambia de lugar el cenicero desplazándolo sobre el plano de la ciudad. Busca hacia el norte. Están señalados unos grandes edificios: los cuarteles de San Andrés que albergan la Maestranza y el 7.º Ligero de Artillería.
—¿Aquí están bombardeando los aviones?
—Sí, mi general; y la chusma rodea los cuarteles.
—La base aérea del Prat, ¿está decididamente en contra?
—Desde primera hora los aviones nos hostilizan por todos los medios. Contábamos con elementos de confianza entre la oficialidad… pero el teniente coronel Díaz Sandino, el capitán Bayo y otros se han hecho amos de la situación.
—¿De qué efectivos disponen?
—Cuatro «breguet».
—Hay que neutralizarlos, atacarlos inmediatamente…
—¿Y la batería del Séptimo Ligero que ha salido a la calle?
—Las informaciones son confusas; no han alcanzado su objetivo, la comisaría; tampoco han podido enlazar con los del regimiento de Badajoz. Luchaban en la calle, hacia aquí, más o menos. La situación era desesperada… Los cañones, sin suficiente protección de hombres, han sido cercados.
—¡La artillería no debía haber salido en esas condiciones! También ha sido batida la de Montaña. ¿Dónde?
—Aquí, mi general. Estaban a punto de tener a tiro la Consejería de Gobernación.
Con curiosidad y desencanto se inclina sobre el mapa. En efecto, la distancia que les separaba de la Consejería es insignificante.
—¿Han conseguido replegarse al cuartel?
—Mi general, han sufrido muchas bajas, y han perdido las piezas de una batería.
—Tienen que volver a salir, sea como sea. ¿Esto son los cuarteles de Alcántara, no? Desde aquí han de salir un par de compañías a protegerles; después, juntos, atacar la Consejería.
Con el lápiz traza unas aspas sobre el edificio de la Consejería de Gobernación.
—Capitán Valenzuela, ¿cuál era la situación del escuadrón que se batía en el Paralelo?
—Mi general, hace casi tres horas que les dejé; quedaba al mando del capitán Darnell, de Asalto, que se nos incorporó. Nos habíamos apoderado del Sindicato de la Madera, y batíamos con las máquinas esta zona. Nos hostilizaban desde diversos puntos y nos han causado bastantes bajas.
—¿Cree usted que resistirá el escuadrón?
—Así lo espero, mi general; los soldados luchaban con patriotismo y con brío, al descubierto.
La situación en la plaza de Cataluña es indecisa; no han conseguido dominarla, y la Generalidad mantiene en su poder la Telefónica.
—¿Enlazamos con la plaza Universidad?
—Sí, mi general, pero con dificultad… disparan.
—¿Qué noticias hay de la caballería de Santiago?
—Pocas y no buenas. Refugiados en el Convento de los carmelitas se mantienen a la defensiva con algunos elementos de la Guardia Civil que se les han unido. Han sufrido muchas bajas; les atacaron por sorpresa.
—¿La plaza de España se mantiene firme?
—Sí, mi general; dos escuadrones y un par de piezas de montaña mantienen a raya a los revolucionarios de las barriadas extremas. Les han cerrado la entrada a la ciudad.
—¿Y el cuartel de Asalto de la plaza de España?
—Teníamos noticias de que permanecían a la expectativa. Sin embargo, algunos nos combaten.
Observa la parte inferior del plano; el puerto, el edificio de la división en donde se encuentran, la Puerta de la Paz a trescientos metros escasos de distancia, el edificio de Dependencias Militares, sólido y bien defendido; el viejo cuartel de Atarazanas con fuerzas escasas pero que resisten. Fija la atención en el cuartel y comandancia de carabineros de la calle San Pablo, a retaguardia de las Atarazanas y no lejos de donde resiste el escuadrón de Montesa.
—¿Qué hay de los carabineros?
—No puede confiarse en los números. Los que estaban en la Aduana nos combaten. La comandancia permanece neutral.
El balance es desolador. El ejército ha perdido la iniciativa; la artillería ha fracasado en la lucha callejera. Los cuarteles están asediados. Ninguno de los objetivos clave ha sido logrado. La Generalidad, la Consejería, la comisaría de Orden Público, las comisarías de distrito, la radio, Correos, Telégrafos, las estaciones, los accesos a la ciudad, el aeródromo; todo en manos enemigas.
—¿Y el castillo de Montjuic?
—La guarnición es escasa; está con nosotros…
—Bien.
No ha podido disimular un gesto de contrariedad. Cuantos le rodean, esperan de él un milagro, le han acogido victoriosamente, pero la situación es crítica y él no puede hacer milagros. Luchará para enderezar la situación; la calle, la ciudad y sus resortes pertenecen al enemigo. Debió formarse una fuerte columna, y con ella ir asaltando ordenadamente los distintos objetivos. A estas horas estarían en poder del ejército y la batalla de Barcelona decidida a su favor.
Sin perder un minuto hay que organizar un plan. No desea hacer reproches a nadie; es tarde y resultaría contraproducente. Junto a él está su hijo a quien ha embarcado en esta aventura que por momentos toma mal cariz. Desde las ventanas del edificio, soldados y oficiales disparan; la división es un puesto de mando cercado.
Empezarán por combatir el aeródromo del Prat. Cabe intentar una manera de hacerlo. Toma un papel con membrete del jefe de la división y escribe: «General Goded a jefe base aeronaval: Me urge que los cuatro hidros que han venido conmigo se eleven rápidamente y destruyan bombardeándolos, los aparatos de aviación militar que están en el aeródromo del Prat».
—Teniente Lecuona, vaya usted a la Aeronáutica y entregue en mano esta orden al jefe. Es urgente que se cumpla. La acción de los aviones resulta desmoralizadora; a ellos en cambio les anima…
Se vuelve hacia su hijo Manuel.
—Acompaña al teniente…
Si consigue restablecer la situación enlazando las unidades que luchan dispersas, y lograr asestar algún golpe al enemigo, no es imposible que mañana llegaran refuerzos que le ayuden a apoderarse de la ciudad. En Mataró y Gerona hay artillería —la artillería es un factor decisivo y de gran influencia moral—, puede mandar venir de Palma un batallón de infantería y una batería del quince, pues la situación en la isla está asegurada. Entretanto, lo que se impone es apoderarse de la Consejería de Gobernación, probable centro de las operaciones gubernamentales. En Gobernación están el general Aranguren y el coronel Brotons. Si les echa la mano encima, la Guardia Civil o se sumará a la acción del ejército o se mantendrá al margen de la lucha.
Vuelve a inclinarse sobre el plano. Jacobo Roldán manda accidentalmente el regimiento de Alcántara. En caso de que consiga con dos compañías llegar al cuarte de los Docks —sobre el plano, por detrás del parque de la Ciudadela no parece difícil— aunque fuera abriéndose paso a tiro limpio, con un par de baterías que se le añadan puede formar una columna y apoderarse de la Consejería de Gobernación. Jacobo Roldán es amigo suyo; lo conseguirá.
—Necesito hablar con el teniente coronel de Alcántara… y también con el cuartel de Artillería de Montaña, ¿con quién conviene que hable en Montaña?
—Con el comandante Fernández Unzúe, mi general… el coronel no se muestra propicio a tomar iniciativas.
—Señores, si anulamos a la aviación y resistimos en la calle, mañana podemos recibir refuerzos de Mataró, de Gerona, de Palma. Entonces, les cogeremos entre dos fuegos.
Las galerías desiertas e iluminadas presentan un aspecto fantástico. Los raíles, paralelos y brillantes, se pierden en una curva del túnel. Marchan con las armas apercibidas, en silencio; se oyen los pasos de los guardias que procuran ser cautos. Dos compañías de Asalto, mandadas respectivamente por los capitanes Arenas y Gutiérrez, a las órdenes del comandante del 12.º Grupo, don Enrique Gómez, avanzan por las galerías del metro.
La orden que han recibido: apoderarse de la plaza de Cataluña, en colaboración con las fuerzas que allí se encuentran, irrumpiendo por sorpresa de las bocas del metro y cogiendo desprevenido al enemigo. Se les ha prometido la colaboración de fuerzas de la Guardia Civil, que hasta este momento han mantenido una actitud expectante, aparentemente leal al poder constituido.
Caminan por debajo de la ciudad, por debajo de calles y encrucijadas en que se pelea o se ha peleado. Muchos de los guardias que forman esta improvisada columna, han combatido en la Barceloneta o en la plaza de Antonio López, y aunque cansados, se muestran animosos como quien ha salido triunfante de la primera prueba.
En la comisaría de Orden Público, el presidente Companys se ha mostrado sumamente deferente con el comandante Gómez, le ha felicitado por el éxito que fuerzas de su grupo han conseguido en la avenida de Icaria y en la Barceloneta, frente a los artilleros sublevados. Si la artillería de montaña consigue apoderarse de la Consejería de Gobernación, como entraba en sus planes, hubiese cambiado el signo de la lucha. Federico Escofet, Vicente Guarner y el comandante Arrando le han agasajado y dado ánimos. El balance de la lucha se presenta favorable. A los leales les apoya el pueblo, mantienen la iniciativa y dominan las comunicaciones por el centro de la ciudad. Los guardias de la 48 Compañía continuarán batiéndose desde los muelles contra Dependencias Militares, las Atarazanas y la División, que forman el núcleo más fuerte de los sublevados. El capitán Arrando, que mandaba las 48 Compañía, ha caído muerto en el primer encuentro. Cuando en Comisaría se han entrevistado con el comandante Arrando, su palidez característica, las cejas pintadas a lápiz, la peluca asomándole bajo la gorra y la extraña mirada enmarcada por párpados desprovistos de pestañas, le han inquietado; ha vacilado antes de darle el pésame por la muerte de su hermano. Muchos han muerto hoy; muchos morirán en la jornada. Lo importante es acabar pronto.
Han entrado en el metro por la boca de la calle Junqueras, y han subido hasta la estación de Aragón, donde han cambiado a la galería que desciende hacia la plaza de Cataluña. Ignoran con quién pueden tropezar en la estación subterránea de la plaza cuya situación desconocen. ¿Se les habrá ocurrido a los militares apoderarse de la estación? En caso de que les disparen por las galerías, su situación va a hacerse apurada; este tubo ofrece mala protección y ellos son numerosos. En compensación, de no producirse un movimiento de pánico, pueden replicar con un volumen de fuego considerable, y en el combate las balas también hacen carne en el contrario, y le atemorizan.
Cuando hace un par de horas ha telefoneado a la comisaría de Orden Público comunicando que acababan de derrotar a las tropas de artillería del cuartel de los Docks, y que han hecho prisioneros incluso al capitán López Varela, que estaba herido, apoderándose de las piezas y de mucho material, no se lo querían creer, tanta ha sido la sorpresa y satisfacción que les ha causado.
El júbilo ha estallado en el barrio de la Barceloneta cuando los cañones capturados al ejército han sido arrastrados a brazo, en manifestación popular en que se confundían combatientes y espectadores, mujeres, hombres, niños, cantando, dando vivas y mueras. De los balcones salían a aplaudir. Los paisanos luchan con coraje. La idea de los cargadores del muelle de formar barricadas con las pacas de papel, ha resultado eficaz. El último asalto a los cañones ha sido emocionante; se han lanzado con pistolas, algunos desarmados. Muchos de los oficiales y soldados estaban heridos, desconcertados por la inferioridad en que peleaban; la resistencia tenía que flaquear. Una de las baterías se ha retirado al cuartel. La temprana intervención de la aviación militar, que les ha bombardeado nada más salir y luego les ha hostilizado en el cuartel, ha contribuido a desmoralizarles.
Tan corto que parece este camino cuando se recorre en los vagones, a pie bajo los efectos del nerviosismo se les hace interminable. Ni siquiera resulta posible tratar de reconstruir mentalmente, para medir distancias, las calles de la superficie: Consejo de Ciento, Diputación, Gran Vía… En la estación de Urquinaona, y vencida una pequeña resistencia, un empleado del metropolitano ha accedido a encenderles las luces, y les ha dado breves instrucciones para evitar que se pierdan por los túneles.
En total son unos ciento veinte hombres; no muchos, pero fogueados. La lucha en la plaza de Cataluña se prolonga desde hace casi diez horas, lo que permite suponer que el agotamiento y el desánimo hayan empezado a trabajar a los soldados, y por si fuera poco, tienen en contra el enorme calor que resta energías. Los del ejército según parece han sufrido numerosas bajas, y el comandante López Amor hecho prisionero; aparte de mandar la columna era el alma de la insurrección.
La estación Cataluña la encuentran desierta. Con las naturales precauciones recorren las largas y solitarias galerías. No se descubre a nadie; parece increíble que no se les haya ocurrido vigilarlas, excepto que sea para evitar la dispersión de sus efectivos, que por las informaciones que le han dado en Jefatura son menos numerosos que en la alarma del primer momento se suponía.
Las salas subterráneas parecen mucho mayores que los días normales. Adoptan algunas precauciones y sin diseminar fuerzas vigilan las galerías que convergen en la gran sala y las correspondientes al Metro Transversal y Ferrocarriles del Norte.
Repuestos del susto que les ha dado la irrupción de los guardias, se le acercan un jefe de estación, un par de empleados y el camarero del bar. Los tenientes Sánchez Redondo, Moraleda, Gutiérrez y los capitanes les interrogan mientras otros oficiales y suboficiales mantienen la vigilancia.
—¿Ustedes conocen cuál es la situación arriba?
—Más o menos…
—Por de pronto, los sublevados no han bajado al metro. Hemos visto fuerzas en alguna de las bocas desde la que se disparaba. Pero las puertas han permanecido cerradas.
—Lo que retumbaba eran los cañonazos.
—¿Saben qué edificios ocupan los militares…?
—El hotel Colón, el casino militar, la Maison Dorée…
—En la Telefónica ya no están… Están de… de los de ustedes…
—Mire usted, comandante, en general los militares dominan la parte superior de la plaza, y la acera de la derecha —derecha mirando hacia el Tibidabo, me refiero— hasta el casino militar. Ocupaban los jardines del centro, pero por lo menos los cañones hace mucho rato que no disparan. Guardias y paisanos están en la parte baja desde la Rambla a Fontanella. Por ahí pueden ustedes asomarse sin cuidado.
—Muchas gracias. Lo que necesitamos es que nos abran ustedes las puertas que les indiquemos…
—Mire usted, comandante, nos faltan algunas llaves…
—¿Tienen las que dan a Pelayo?
—Sí, señor…
—¿Por allí está tranquilo?
—Sí…
—Usted, capitán Arenas tome una sección y procure hacerse rápidamente con el edificio de los Ferrocarriles de Sarriá.
Después de distribuir las fuerzas, un poco a la buena de Dios, el comandante Gómez García se dirige a la salida de la calle de Rivadeneyra, en el extremo inferior de la plaza. Con el mayor sigilo abren la puerta; se asoma al exterior procurando no ser descubierto.
La plaza de Cataluña está desierta. El sol cae de pleno sobre los coches averiados, material abandonado, cables rotos, caballerías muertas, cadáveres de soldados, de paisanos. La imagen misma de la desolación.
Lo importante sería averiguar cuántos hombres tienen enfrente. A Juan García Oliver le resulta difícil en medio del tiroteo formarse una idea precisa. Domingo Belmonte, del ramo de la Madera, de cuyo sindicato situado en la calle Rosal, se apoderaron por sorpresa los militares en las primeras horas de la mañana, dice que se trata de un escuadrón a pie del regimiento de caballería de Montesa y que el capitán que lo mandaba ha caído muerto, y que ahora parece que quien lo manda es un capitán de Asalto que se les ha incorporado con algunos números. Añade Belmonte que los guardias, que pertenecen a la Comisaría de Atarazanas, tan pronto como se les ha presentado ocasión, se han puesto en contra de los militares y les acosan desde la calle Cabanyes.
En el último ataque, librado hace media hora escasa, han obligado a replegarse a los soldados que ocupaban la Brecha de San Pablo. Juan García Oliver, Francisco Ascaso, Antonio Ortiz, Jover y «Valencia» dirigen la operación contra los rebeldes que ocupan la confluencia del Paralelo con la Ronda de San Pablo. Un cabo ametrallador y dos soldados de los que se han insubordinado contra sus jefes fascistas en las Atarazanas, manejan una máquina, y un crecido número de militantes, mejor o peor armados, les apoyan. Desde el terrado del último inmueble de la calle de San Pablo han conseguido batir a los soldados que ocupaban la Brecha, y del café «Pay-Pay», por cuya puerta trasera han irrumpido Jover y Ortiz con casi medio centenar de hombres armados, les han hecho nutrido fuego que les ha obligado a desalojar la Brecha y replegarse hacia el Paralelo, alrededor del chiringuito que hay frente al cabaret «Moulin Rouge», y a los soportales del bar «La Tranquilidad». En esta operación ha caído el compañero Tomé, del Sindicato de la Madera, un gallego con agallas. Muchas bajas han sufrido, principalmente entre quienes con Francisco Ascaso han tratado de cortar el Paralelo por la calle Conde del Asalto; han sido diezmados por el fuego de las ametralladoras que los militares tienen emplazadas para dominar de arriba a abajo el Paralelo.
Por la mañana, reunidos en la Rambla Buenaventura Durruti, Ascaso y él, han decidido que Durruti con los sargentos Gordo y Manzana, Ricardo Sanz y Aurelio Fernández, apoyados por los Grupos de Defensa del Centro y militantes de los allí reunidos asaltaran el hotel Falcón, desde cuyas ventanas se les hacía fuego, y una vez despejada la situación en la plaza del Teatro, avanzaran hasta el restaurante «Casa Juan» para emplazar las ametralladoras y combatir a los fascistas atrincherados en Dependencias Militares, en Atarazanas, y Puerta de la Paz. Dominando las Ramblas en su parte media, conservarán el control de las calles transversales del casco antiguo. La inesperada presencia de tropas en el Paralelo, Ronda y Brecha de San Pablo, encrucijada verdaderamente estratégica, representa una grave e imprevista amenaza. Por eso se han trasladado ellos aquí con efectivos y armas, a combatirlas y aniquilarlas. Militantes del Sindicato de la Madera y gentes del Pueblo Seco y del Distrito V les hostilizaban desde las primeras horas de la mañana.
Un momento comprometedor se ha producido cuando el grupo mandado por García Oliver, tras de librar la primera escaramuza contra las fuerzas que ocupaban la Brecha de San Pablo, y al avanzar por la calle del mismo nombre, ha tenido que pasar ante el portalón del cuartel de carabineros. Con las debidas precauciones, pues por un instante ha creído haber caído en una trampa, ha parlamentado con un oficial y algunos números a los cuales trataba de forzar a definirse. Han contestado que los carabineros acatan solamente órdenes del Gobierno, que no pertenecen a las fuerzas de orden público sino que su misión es la vigilancia y represión del contrabando. Le han tranquilizado manifestándose contrarios a los militares fascistas y por último han dado palabra de hombres y de padres de familia de que no les atacarán por la espalda. Después, se han visto obligados a penetrar por fuerza en la cárcel de mujeres; desconfiaban que pudiera haber en el edificio un retén militar. No lo había; han hecho desalojar a las presas, que salían llorando, no se sabe si de alegría, de miedo, o por efectos de la histeria. La cárcel de la calle Amalia, en caso de que tuvieran que replegarse, sería lugar apropiado para una defensa eficaz.
Por la calle Abad Zafont se aproxima Ascaso con sus hombres. Ascaso viste un traje marrón, usado, calza sandalias y empuña la pistola, arma que prefiere a las demás y en cuyo manejo es diestro y veterano.
—Se repliegan hacia el edificio del «Moulin Rouge». Hay que darles el último golpe…
—¡Eh! ¡Vosotros! Subid a la azotea del edificio del bar «Chicago». Desde arriba podéis dispararles a placer. Vosotros también ¡arriba! Hacedles un fuego nutrido pero afinando la puntería. Cuando oigamos las descargas, cruzaremos en tromba el Paralelo y tomaremos posiciones al otro lado de la calzada.
Con fusiles, con escopetas de caza, con rifles, con pistolas, los que han sido designados se dirigen hacia la calle de las Flores para subir al terrado del bar «Chicago».
Ellos aguardan en la calle. Fuman un cigarrillo para calmar el nerviosismo de la espera. Los militares continúan disparando; los compañeros les obligarán, concentrando sobre ellos el fuego de todas sus armas, a ponerse a cubierto y no les permitirán hacer buena puntería. Apostados en las esquinas desenfiladas, esperan el momento del ataque. A pesar de lo intenso del tiroteo algunos curiosos rondan por la calle manteniéndose en la proximidad de los portales y dispuestos a refugiarse en ellos.
En lo alto, suena una descarga cerrada. Replica el prolongado ladrido de la ametralladora, el minúsculo estampido de las pistolas; las detonaciones de los rifles parecen denunciar lo mortífero de sus proyectiles de plomo.
—¡Viva la FAI! ¡Adelante!
Los líderes con federales arrancan a correr arrastrando al resto de los militantes, y disparando sus armas cruzan el Paralelo.
Una mujer, envuelta en un albornoz color rosa, con la cara pálida, desmaquillada y el rostro poco acostumbrado a recibir la claridad del día, les grita con entusiasmo agitando los brazos.
—¡Vivan los anarquistas!
Apoya la punta del cañón en el hueco del ventanuco procurando que no asome más de un par de centímetros. Por el punto de mira va siguiendo a un hombre en mangas de camisa que ha salido por la puerta del Ateneo Libertario y se encamina hacia un automóvil negro pintarrajeado con letreros revolucionarios. Cuando se detiene para abrir la portezuela, aprieta el gatillo. El hombre se tambalea y se apoya en el capó. ¡Buena puntería!
Retira rápidamente el arma, un rifle de caza de precisión que compró en una armería a raíz de la proclamación de la República, en previsión de lo que pudiera suceder. Observa con disimulo, retirado del ventanillo para que no puedan descubrirle. Los que ocupaban el coche han descendido precipitadamente a auxiliar al herido y lo han metido en el Ateneo. Al cabo de un rato han salido con más tipos armados, mirando hacia todas partes, incluso hacia donde él se halla oculto, y han empezado a disparar en varias direcciones. Están obsesionados con el campanario de la iglesia; creen que les tiran desde allí. Las personas que andaban por la calle corren asustadas y se refugian en los portales; parecen hormigas aterrorizadas.
La postura es incómoda; para disparar se ve obligado a apoyar un pie en la barandilla de la escalera, y el otro, abriendo las piernas, en un saliente de la pared. Abandona la postura y se sienta en los escalones. Encima de él, los depósitos de agua, le proporcionarían un escondite perfecto. Aunque llegaran a registrar esta escalera será difícil que le descubran. En último caso, antes de que le den caza se llevará a algunos por delante; en el bolsillo guarda una «star» con cargador largo. Nadie sospecha que dispara a tanta distancia; desde primera hora les observa registrar las casas inmediatas. Sobre todo hacen fuego contra la parroquia. Los muy necios están obsesionados ¡como si los curas fuesen capaces de manejar un arma y de hacer buena puntería! ¡Hay que ver adónde puede arrastrar el cerrilismo anticlerical! Los curas sirven para decir misa, recoger limosnas y para disfrutar de la buena mesa y de la buena cama si se tercia; a la hora de defenderse, se rajan. Y él y otros idealistas como él, tienen que sacarles las castañas del fuego.
Quimet Solé pertenece a los Sindicatos Libres desde su fundación. Trabajó como camarero en el «Lion D’Or», más adelante fue «croupier», hasta que durante la dictadura del general Primo de Rivera se prohibió el juego en España. Gracias a unos ahorros que había reunido y con el dinero que le prestó un amigo del somatén, instaló un «hotel meublé», en la parte alta de la ciudad, un hotel acreditado por su seriedad, que le deja beneficios nada despreciables.
Ayer por la tarde, un antiguo compañero del Libre le anunció que iba a producirse la sublevación militar, y que si quería salir con el ejército debía presentarse en el cuartel de Pedralbes, decir «Francisco Furriel Farriol» y que así le dejarían entrar. En Pedralbes les proporcionarían armamento, uniforme, y saldrían con la tropa. Que era cuestión de un paseo militar y que darían su merecido a los de la Generalidad y a los «escamots». A él no le interesan los «escamots», ni toda esa tramoya de la Generalidad, él quiere tenérselas a tiesas con los de siempre, con los del Sindicato Único, con los de la CNT y la FAI. A sus cuarenta y cinco años no va a hacer el ridículo vistiéndose de «caloyo» y marcando el paso; porque a los militares ya les conoce, les gustan las voces de mando, los saludos, los consejos de guerra. Eso es bueno para los falangistas, los carcas, los señorones; ellos actúan de otra manera. Se sigue a un tío, se le pegan cuatro tiros, y a otra cosa.
Enciende un caliqueño y lo fuma con deleite. Si quisiera comprar cigarros habanos podría hacerlo, dinero le sobra, pero nada supera al sabor fuerte, violento, de estos caliqueños que fumaba en su buena época. Fuera sigue el tiroteo; ya pueden ir disparando.
Por radio continúan dando noticias tendenciosas, como si el triunfo estuviera en sus manos, pero el histerismo de los speakers denuncia su propia falta de seguridad. Desde el amanecer se oyen cañonazos; los proyectiles a alguna parte irán a parar, y la Generalidad no dispone de cañones. Eso significa que las tropas les están arreando de firme. Una lucha a muerte está en curso; el que pierda, está listo. A Quimet Solé le conocen de sobra; si le cazan le matarán como a un perro. Pero como pierdan ellos, van a pasarlas magras. Se la tiene jurada a Francisco Ascaso; una cuestión personal que viene de antiguo; fue Ascaso quien quince años atrás liquidó en Manresa a cinco compañeros del Libre. Francisco Ascaso está en Barcelona y si triunfan los militares nadie ha de protegerle como hasta ahora lo han venido haciendo. Cuando en noviembre de 1933 se anunció en Las Arenas un mitin anarquista en que Sebastián Faure vendría de Francia para hablar, y harían uso de la palabra Orobón Fernández, Germinal, Durruti y Combina, también estaba anunciado Francisco Ascaso entre los oradores. Buena oportunidad para cargárselo, a la entrada o a la salida. Habló secretamente con el presidente del Libre, Ramón Sales, pero éste le desaconsejó el atentado y lo calificó de disparate asegurándole que no estaba el horno para bollos. Lo tenía bien planeado y estudiado, pero el mitin se suspendió o aplazó hasta el jueves. A sabiendas del riesgo de que alguien le reconociera, se presentó en Las Arenas con gafas oscuras y bigote que se había dejado crecer; para despistar más se peinó con raya. No hubo ocasión; se le llevaron los demonios oyendo despotricar a Ascaso y presenciando cómo aquella pandilla de locos le aplaudían. Si los militares triunfan, Ascaso no se le escapará. Se producirá un gran desorden, y él le buscará. Quiere darle gusto al dedo, como en los buenos tiempos. Dos de los compañeros que Ascaso asesinó en Manresa eran sus mejores amigos, uno de ellos le había sacado en cierta ocasión de un apuro serio.
Escupe y deja el caliqueño apoyado en el borde de un escalón. Como suda, se despoja de la americana y vuelve a encaramarse con el rifle en la mano. Acecha por el ventanillo. A la puerta del Ateneo dos hombres con mono de obrero, vigilan pistola en mano, mirando hacia arriba. Del balcón principal están abiertas ambas hojas; no distingue el interior pero le parece descubrir gente. Apoya el cañón y apunta hacia el balcón; se ve oscuro a través del punto de mira. Hace tres disparos y retira el arma; el cañón quema. Los dos vigilantes se han metido en el portal y disparan en dirección distinta a la que él se encuentra. Un muchacho que pasaba por la acera se ha tirado cuerpo a tierra y se protege la cabeza tras el tronco de un árbol. El balcón se ha cerrado de golpe; han arrimado un colchón a los cristales rotos; distingue las anchas rayas azules y blancas. Desde otro balcón disparan con fusil en dirección a la iglesia. Varios hombres salen a la calle armados y se colocan detrás de los árboles; señalan hacia la iglesia, gritan; pero sus voces no llegan hasta donde está escondido Quimet Solé.
El caliqueño se le ha apagado. Saca el chisquero del bolsillo y lo enciende. El sabor del tabaco se ha hecho más fuerte.
Valencia
La mañana ha sido sumamente activa. Han recorrido diversos pueblos de La Ribera y se han detenido particularmente en Alcira, Gandía y Sueca para comprobar si se han tomado las medidas necesarias y la Alianza funciona en orden. De regreso por El Saler y el Grao, les ha complacido observar que el puerto y su zona ha quedado convertida en verdadero campo atrincherado y que los obreros de la UGT como los de la CNT, integrados en la Alianza Obrera, controlan la situación y mantienen las guardias necesarias. Pero acaban de darles una mala noticia; a Domingo Torres, secretario de la Unión de Trabajadores Portuarios, sindicalista perteneciente a los llamados «frentistas» y líder del puerto, le ha detenido y encerrado en el cuartel de la Alameda una patrulla de soldados cuando pasaba frente al cuartel. La gente está soliviantada por este motivo.
En el coche «Ardita» de su propiedad acompañan a Lucas además del chófer, compañero de la UGT, Gregori, secretario de las JSU y Martínez Dasi, también de las Juventudes, estudiante de peritaje mercantil. Lucas va provisto de una credencial de delegado de la autoridad avalada por el Gobierno Civil y por la III División Militar. Esta credencial se la han entregado a los distintos jefes de grupo que esta mañana han salido a recorrer las zonas de la provincia. Por la avenida del Puerto se encaminan a la Alameda para doblar hacia el interior de la ciudad por el puente de Aragón.
En Sueca se ha producido un serio incidente y han comprobado lo que puede ocurrir si las pasiones se desmandan y explota el odio largamente contenido que el elemento popular siente hacia la Iglesia que consideran beligerante y promotora de la sublevación, odio que viene de muy antiguo y que desde que se implantó la República se ha exacerbado por la oposición sistemática de la Iglesia al Régimen. Estaban conversando con el teniente de la Guardia Civil cuya actitud no era precisamente cordial, cuando ha llegado aviso de que estaban quemando la parroquia. Trabajo les ha costado convencer al teniente para que no saliera con diez números a reprimir a tiros el motín como se proponía hacer. Se han dirigido al Ayuntamiento contiguo a la iglesia. Habían sacado a la plaza enseres, bancos, imágenes, retablos y les habían pegado fuego mientras en el interior, otros revoltosos se aplicaban a destruir lo que podían. Como no atendían a razones se han visto forzados a sacar las pistolas y hacer fuego al aire a la puerta misma, conminando a abandonar el templo a los que estaban en el interior. Los guardias municipales les han secundado y el alcalde y algunos concejales también. Cuando la situación empezaba a despejarse, Lucas le ha indicado al alcalde que telefoneara al teniente de la Guardia Civil para que acudiera con una pareja y un corneta y que al llegar a cierta distancia diera los toques reglamentarios de atención. Así se ha hecho y el orden ha quedado restablecido. Desde el balcón se ha dirigido a la muchedumbre que se había congregado y les ha advertido que cometer cualquier desmán equivalía a colaborar con los enemigos de la República y que por tal motivo sería reprimido enérgicamente por la fuerza pública. En cuanto al teniente, le ha indicado que el mal ya estaba hecho y que disparando contra los incendiarios hubiese corrido la sangre que era precisamente lo que a toda costa había que evitar.
Cuando el «fíat» da la vuelta por el puente de Aragón advierten que un oficial acompañado de un sargento, tres soldados y un corneta del próximo cuartel de caballería, les cierran el paso. Desde la otra orilla del Turia una patrulla de guardias de Asalto les hace señas que no consiguen entender. Cuando Lucas reconoce al oficial, comprende que los de Asalto le advertían que pasara de largo hasta alcanzar otro de los puentes; ya es tarde, desciende del coche. El teniente Blanco es uno de los oficiales caracterizados por su adhesión al falangismo que ha cundido entre la oficialidad joven. No puede decirse que sean amigos pero se conocen, y cada uno de ellos sabe a quién tiene enfrente. El teniente le habla impersonalmente:
—La documentación…
Le alarga su credencial de delegado que por ir respaldada por la autoridad militar puede surtir efecto. El teniente la lee y una vez leída se encara con él.
—Ya me extrañaba que no estuvieras tú en danza.
—Cumplo con mi deber.
Como no le devuelve el documento se lo arrebata de la mano. El teniente se dirige al sargento.
—Éstos, al cuartel, con los otros…
Comprende Lucas que la situación es comprometida; la presencia de los guardias de Asalto, aunque se hallen a la orilla opuesta del río le da confianza.
—Mira, Blanco, creo que llevas el juego demasiado a fondo y creo que es lo menos conveniente. Aquellos guardias me han visto y si antes de cincuenta minutos no estoy donde tengo que estar, vendrán a buscarme. Sabía que os encontraría aquí y desde el Grao les he telefoneado…
El teniente Blanco mira preocupado a la patrulla de Asalto bastante numerosa y advierte que no les pierden de vista.
—Bueno, sargento, déjales que sigan, que ya les llegará su hora.
—Te advierto, Blanco, que pienso ver tranquilamente las corridas de Feria y te recomiendo que no llevéis las cosas adelante porque nada vais a conseguir, y si corre sangre será peor.
Vuelven a montar en el coche; en el momento de ponerse en marcha, Lucas le habla de nuevo al teniente.
—Y ahora, dime un a cosa, ¿a quiénes tenéis presos?
—¡Hombre! Tanto como presos, no. Pero ahí están Torres y los tres que le acompañaban.
El coche arranca; los soldados se apartan para que pase el puente.
—Pues te aconsejo, Blanco, que los dejéis ir a comer, que se ha hecho muy tarde…
Ciudad castellana
Cuando va a entrar en el comedor, José, el camarero que como hoy disfruta de su día libre, viste de paisano, se le cruza en el vestíbulo, lanzando ojeadas hacia el comedor.
—Don Jaime, venga conmigo…
—Hola José, ahora voy a comer… Me he retrasado.
—Venga conmigo, don Jaime…
El aspecto del camarero es tan preocupado, que decide seguirle. Cuando llegan a la plaza, se meten en el Café Universal. En el balcón del casino «La Fraternidad» han colocado la bandera roja y negra de la Falange, después de arrojar a la plaza papeles, no pocos libros, algunos cuadros, y un busto de la República, todo lo cual han quemado con gran algazara. Entran hasta el fondo del café y eligen un lugar favorecido por la penumbra.
—Pero… se me va a hacer tarde para el almuerzo.
—Tómese un café conmigo. Si me quiere creer un consejo, no vaya al hotel; coma usted en una taberna cualquiera.
Piden dos cafés; hay poca clientela en la sala. El día ha sido muy agitado desde que una compañía de infantería con bandera y música proclamó el estado de guerra. Después se produjeron tiroteos en los alrededores de la Casa del Pueblo y en el Ayuntamiento. Están practicándose detenciones de elementos socialistas y republicanos, y el periódico local ha sido asaltado por los de la JAP.
—No se acerque por el hotel, don Jaime, por lo menos no se le ocurra entrar en el comedor.
—Pero ¿qué pasa?
—¿Usted no se ha dado cuenta?
—He visto la manifestación, por curiosidad he ido a la misa y he escuchado el sermón del magistral —algo increíble, José—, pero aparte de eso… Han quemado el retrato de Pi Margall, otro de Azaña, un busto de la República y cuatro papelotes. Ya se sabe.
—Que esto no es su país, don Jaime, que acá van a empezar a repartir leña. La directiva de la Casa del Pueblo está encarcelada y les van a formar consejo de guerra. Han detenido al doctor Jiménez, a don Ruperto, al capitán López. Usted ¿no ha leído el bando? Léalo, y se enterará de lo que les va a ocurrir si les acusan de sedición. ¿No ve que son ellos mismos quienes les juzgan, les defienden, les sentencian y ejecutan?
—Exagera, José. A mí en todo caso, nada ha de pasarme.
—A eso iba. El capitán ha ido esta mañana a recoger su equipaje; abandona el hotel, se traslada a Pabellones militares. Me cuesta decírselo don Jaime, pero debo hacerlo, le tengo a usted simpatía como parroquiano que es del hotel y porque siempre me guardó las debidas atenciones. Pues vino el capitán y dijo: «Ése se va a tragar el estatuto, como hay Dios». Y don Abilio, según me ha contado el sustituto, al entrar en el comedor y ver su mesa vacía, va y dice: «Supongo que le han encarcelado. Nos va a pagar los ladridos que el sinvergüenza de Companys lanza por radio», y como don Gumersindo ha dicho que usted no se metía en política, que hablaba demasiado pero sin mala intención, etc., don Abilio encarándose con él le ha replicado con toda la mala baba del mundo: «No le defienda usted, Gumersindo, o también se nos va a hacer sospechoso. Es un separatista, ¿le parece poco?».
Le va entrando miedo; su devoción por Companys, por la Esquerra, por el mismo Estatuto catalán, no pasa de moderada. Ni siquiera milita en el partido: se limita a votar su candidatura en las elecciones. Él vende: su misión es vender géneros; si a veces habla de política es porque le tiran de la lengua. En fútbol es partidario del Fútbol Club Barcelona, como es natural; pero no se mete en política. ¿Han declarado el estado de guerra? ¡Allá ellos! ¿Va a cambiar el Gobierno? Ya ha cambiado otras veces. Un viajante debe estar a bien con derechas e izquierdas; con quien tenga abierto un comercio del ramo. Pero como lo que le cuenta José es peligroso, lo mejor, en efecto, será almorzar en una taberna y marcharse mañana mismo a otra ciudad. Las circunstancias justifican una alteración del itinerario.
—Lo que voy a hacer, José, es marcharme; continuar el viaje. Me queda por visitar a don Emilio, el de «La Moderna»; lo dejaba para mañana lunes.
—Don Jaime, que usted no conoce el paño. De acá no sale nadie sin salvoconducto.
—¡Caray, la cosa está fea!
—Le dije a usted que mi hermano pequeño era de la Falange. Está en el cuartel; van a organizar una columna para ir a Madrid. Reclutan gente. Yo…, como usted sabe, soy socialista. He hablado con mi hermano en casa de mi madre. Me ha recomendado que me ande con ojo, que hay órdenes muy severas. Esta noche se harán detenciones. ¿Sabe usted lo que me ha aconsejado?
—Me está usted metiendo el miedo en el cuerpo, ¿sabe?
—Usted es forastero y cliente del hotel, y nos hemos de ayudar unos a otros. Mi hermana mayor está casada con un catalán, vive en Lérida, y mi cuñado, oiga, es un buen hombre, un buen hombre porque sí. Le hablo con mucha sinceridad, no me ponga en un compromiso…
—Diga lo que sea, José…
—Mi hermano el de la Falange, que manda una escuadra o algo así, me dice que me aliste en el cuartel y que me quite de en medio. Que me vaya con la columna, que más adelante, si conviene, me quede una temporada en Madrid: hay allá muchos bares y hoteles y restaurantes. Mi hermano cree que lo de tomar Madrid es cosa de días; yo no lo veo tan seguro.
—No sé, José; usted sabrá, si su hermano le aconseja así…
—Pero es que yo, a mi hermano, le he contado que en el hotel, bueno, me refería a usted, que había un catalán de derechas y que también querría formar parte de la columna ésa que va a juntarse a la de Mola…
—¡Oiga, José! No fastidie…
—Don Jaime, vayámonos los dos. Que circula por acá muy mala leche y, desde que discutieron, el capitán no se lo ha perdonado, y yo le he oído contar cosas que hizo en Asturias que prefiero no decírselas. Mi hermano es buen muchacho, aunque sea falangista; el jefe de la centuria fue compañero mío de escuela y, aunque sabe que milito en la Casa del Pueblo, hemos conservado la amistad. Está de acuerdo en que vaya con ellos, y si se tercia usted también, don Jaime. Y ¡créame!, que usted no tiene aquí amistades ni valedores.
Callosa de Segura
«La Torreta» es una finca situada en los alrededores de Callosa de Segura. Los falangistas que se han ido concentrando esta mañana, más de sesenta, han terminado de comer y, distribuidos por la huerta, se van tumbando bajo los árboles, acogiéndose a su sombra, pues el calor aprieta de firme. En autocares les trasladarán a Alicante cuando el calor remita un poco. En la capital se juntarán con camaradas de Orihuela, de Crevillente y del propio Alicante; en el cuartel les proporcionarán fusiles y ametralladoras, de acuerdo con los jefes militares, y juntos se dirigirán a la prisión provincial para libertar a José Antonio, a su hermano Miguel y al jefe regional, José María Maciá, hermano de Antonio Maciá, propietario de la finca en que se han concentrado. Mandará la expedición Antonio; Carlos Galiana será el jefe adjunto.
Con Rafael y con algunos otros camaradas están tumbados a la sombra de unos cañizos. Resulta agradable la sensación que el vino tinto, fresco y áspero, produce al pasar por la garganta. Rafael fue quien ayer vino a avisarle; tan pronto se hubo marchado, su madre, que algo sospecha, le estuvo haciendo preguntas maliciosas. Esta mañana, mientras la madre ha ido a misa, ha envuelto la escopeta, la ha metido en un saco, y en bicicleta se ha venido para «La Torreta». A una vecina le ha encargado que avise a la madre de que no regresará hasta la noche. Pasará un susto, pero él ya es un hombre y no puede detenerse en el cumplimiento de su deber por consideraciones infantiles. Van a jugarse quizá la vida; que la aventura termine con provecho es lo que hace falta, y su misma madre se alegrará de saber que su hijo ha tomado parte en la hazaña que preparan. El movimiento se ha iniciado en toda España; en pocos días habrá triunfado el nacional-sindicalismo. ¿Va entonces su madre a hacerle reproches? Estos conflictos familiares prefiere no comentarlos con sus camaradas: se burlarían de él; no es imposible que a otros les ocurra algo semejante, sea con sus madres, con sus esposas o con sus novias. Las mujeres quieren a los hombres en casita y bien guardados; y así van las cosas en España.
Rafael se ha sacado del bolsillo la pistola, que le molestaba, y se ha tumbado para hacer la digestión cómodamente. La escopeta de dos cañones, que fue de su padre, la ha dejado apoyada en el cañizo, junto a la canana con veinte cartuchos, tres de postas, los demás de perdigones. Otro de los camaradas ha traído una escopeta de un solo cañón. Los más confían en las armas que les proporcionarán en el cuartel, y uno de ellos, que ascendió a cabo durante el servicio militar, asegura que sabe manejar la ametralladora «hotchkiss».
De la casa sale uno que calza zapatos; se aproxima a ellos; se enjuga el sudor de la frente con una pañuelo.
—¿Sabes algo?
—Dentro de un rato salimos. He estado hablando con Antonio Maciá; cuenta que hace tres días estuvo en Alicante, que vio a José Antonio en persona. Con un teniente que se llama Lupiáñez, a quien conozco, y otro que no recuerdo el nombre, está todo acordado. A las cinco nos esperan en el cuartel.
—José Antonio estará contento…
—Los de Callosa somos así; mucho presumir los de Madrid y los de Valladolid, pero los que vamos a sacar al jefe de la cárcel seremos los de Callosa.
—Y los alicantinos también…
—Bueno, ya se verá…
Tiene algo de miedo; se nota desasosegado. En Alicante hay demasiados izquierdistas. Y la Guardia de Asalto y la Guardia Civil no se casan con nadie. Puede que resulte sencillo, o puede que no. Aseguran que oficiales de la prisión están de acuerdo; eso sería lo mejor. De lo que está seguro es que si el golpe tiene éxito y José Antonio se pone al frente, la sublevación marchará a pedir de boca, porque a José Antonio nadie puede vencerle.
Saca la petaca y ofrece una ronda a los camaradas. Él mismo lía un cigarrillo. Hasta que su padre falleció el año pasado, para fumar se veía obligado a hacerlo a hurtadillas.
—Oye, ¿tú sabes manejar un fusil?
—Yo no, pero supongo que se aprieta el gatillo, se dispara y andando.
—No es tan sencillo; pero confío en que en dos minutos lo aprenderéis. Hacer puntería resulta más difícil. Yo fui tirador de primera. Después me trasladaron a la ametralladora.
—Pues yo, con la escopeta, le pego a un conejo a cincuenta metros. Y si el fusil es complicado, pues me quedo con la escopeta y ¡listos!
La tierra está caliente, incluso a la sombra, pero se ha levantado un viento suave que alivia la congestión de los rostros. En lo alto se mecen las hojas de las palmeras.
José Sáenz Bernal, Mariano Sánchez, Manuel Murcia, Gabriel Ruiz, Francisco Cuneo, Miguel Marcos, Manuel Egea Marchán, Jesús Samper, Manuel Rufete, Pedro Llopis, y hasta sesenta y siete falangistas, se hallan reunidos en esta finca, esperando la hora de dirigirse a Alicante para sacar de la cárcel al fundador y jefe nacional de Falange Española.
Barcelona
El consejero de Gobernación señor España ha telefoneado dando la buena nueva: por fin, la Guardia Civil se ha decidido. Una columna formada frente a la Consejería, compuesta por fuerzas del 19.º Tercio, más una compañía de intendencia, al mando del comandante Antonio Sanz Neira, se dirigen Vía Layetana arriba hacia la plaza de Cataluña para enfrentarse con los militares sublevados. La columna la manda el coronel Escobar, de la Guardia Civil.
Es la más sensacional y alentadora noticia que se ha recibido desde el amanecer. Más importante que cuando les han comunicado que la artillería de montaña había sido liquidada en la avenida de Icaria. La Guardia Civil, como fuerza combatiente, es eficacísima; su presencia desmoralizará a los facciosos, cuya situación a estas horas comienza a hacerse precaria. En la comisaría de Orden Público se regocijan, pero no faltan quienes sin expresar su desconfianza en voz alta la reflejan en sus rostros. Casi un millar de hombres avanzan hacia la comisaría de Orden Público. ¿Y si se tratara de una añagaza? ¿Y si al llegar se revuelven contra ellos y les atacan? En ese caso no tienen escapatoria.
El comisario se muestra optimista y confiado; también lo está Vicente Guarner. Federico Escofet se siente satisfecho de ver cómo van desarrollándose las operaciones; él es militar y sabe que el riesgo existe, pero que hay que aceptarlo. Cuando hacia las diez de la mañana (¿serían realmente las diez de la mañana?, porque este domingo no tiene horas: es una jornada larga o corta, seguida, interminable) han traído detenido al comandante López Amor, audazmente apresado en la plaza de Cataluña, él ha cogido su pistola y, con cierta prosopopeya, se la ha ofrecido al presidente de la Generalidad: «Señor Companys, para usted el primer trofeo ganado al enemigo». Mientras se la entregaba estaba pensando que también podía servirle para defenderse o para saltarse la tapa de los sesos, si llegaba el caso. El peligro parece haber disminuido: la Guardia Civil está con el Gobierno; es el resultado de sus gestiones, de sus conversaciones en días pasados, de su entrevista con el propio coronel Escobar y del tesón y las previsoras medidas del consejero José María España, manteniendo continuamente a su lado en la Consejería de Gobernación al general Aranguren y al coronel Brotons.
Alguien entra precipitadamente en el despacho y anuncia en voz alta y emocionada:
—¡La Guardia Civil viene hacia aquí!
Salen al balcón que da sobre la Vía Layetana. Al lado de Federico Escofet está el presidente; junto al diputado Terradellas, al otro lado, Vicente Guarner y otros jefes de orden público, oficiales de Asalto y amigos políticos.
Por ambas aceras de la Vía Layetana, en columna de a dos, con las armas apercibidas y marcando el paso, marchan los guardias civiles. Por el centro, el coronel Escobar al frente de la columna. Relucen al sol los tricornios. En la calle se ha hecho un silencio expectante. Llega el ruido de los disparos de la plaza de Cataluña y de otros puntos de la ciudad. A la puerta de la Comisaría, debajo del balcón al cual se han asomado, guardias, policías y ciudadanos miran hacia la columna, que se aproxima lenta, solemnemente; la columna que va a decidir la contienda.
El presidente Companys ve aproximarse a los guardias civiles. Trata de contarlos: trescientos, cuatrocientos, quinientos… Tricornios, correajes, uniformes verdosos, a paso rítmico, se pierden de vista Vía Layetana abajo; no se les ve fin. ¿Serán ochocientos o mil? Hacia la mitad de la columna se distinguen los uniformes caqui de la tropa, con casco y bayoneta calada. Companys no puede olvidar la madrugada del 6 de octubre de 1934; una inquietud que se esfuerza en disimular le recorre el cuerpo. ¿No se perderán Escofet y Guarner por exceso de confianza? A su lado, aventajado de estatura, Juan Terradellas se agarra con ambas manos al pasamanos de hierro del balcón; supone descubrir en él una inquietud paralela; ellos dos no son militares. Está agradecido a Terradellas porque esta mañana, a primera hora, y al enterarse en la Generalidad de que se encontraba aquí, ha venido a presentarse. Últimamente, y tras la escisión del partido y de la minoría parlamentaria, estaban distanciados. «¿Qué haces aquí?», le ha preguntado al llegar, simulando cierto desabrimiento. «Soy diputado y estoy contigo», le ha contestado Terradellas. Su compañía en este trance le da calor; ambos participan de idéntico desasosiego.
Con su bastón de mando en la mano, impecablemente uniformado en este día de descamisamientos, el coronel marcha por el centro de la calzada. La cabeza de la columna ya ha rebasado el Banco de España: alcanza la desembocadura de la calle Baja de San Pedro. Companys trata de desentrañar los rasgos faciales de Escobar, que empiezan a descubrirse bajo el tricornio. Una mirada concentrada, grave, las mandíbulas firmes, la boca delgada, inexpresiva. Están llegando bajo los balcones. El presidente grita, necesita animar a los guardias, a los que le rodean; necesita, en suma, despejar la situación, descargarse de la angustia.
—¡Viva la República! ¡Viva la Guardia Civil!
—¡Viva!
Los que con él ocupan el balcón, los que se encuentran en la calle, corean sus vivas. Son pocos; los vivas suenan débiles. Luis Companys está habituado a muchedumbres delirantes. Traga saliva:
—Visca Catalunya!
—Visca!
El coronel se detiene, extiende el brazo.
—¡Aaaaltoooo!
Un taconazo múltiple se prolonga Layetana abajo. Como un eco, otros «altos» se suceden en las distintas compañías. Cesa el batir acompasado, el ruido obsesionante del paso militar.
—¡Viva la República!
El coronel Escobar da un cuarto de vuelta, se encara al balcón y se lleva la mano derecha al tricornio.
—¡A sus órdenes, señor presidente!
Zaragoza
Por las calles semidesiertas de los arrabales de Zaragoza patrullan guardias civiles y soldados. A la entrada les han detenido, pero al identificarse, los policías les han permitido pasar adelante sin más averiguaciones. Pasan unas mujeres apresuradas; más allá, algún hombre sale de un portal para meterse en una taberna próxima.
A medida que se han ido aproximando a la ciudad, la actitud de los policías ha ido cambiando; parece más hosca o preocupada. Arturo Menéndez permanece silencioso y observa de reojo a Juan Casanellas, como temiendo que estuviera enfadado. No lo está: es inútil enojarse. Casanellas se siente cansado, inseguro, desasosegado. El aspecto que presenta la ciudad no contribuye a tranquilizarle. Por culpa de la actitud irresoluta de Arturo Menéndez han perdido la última oportunidad que les quedaba, aunque fuera a cambio de correr un riesgo. Es tarde para lamentarse, es tarde para los reproches; están en Zaragoza.
El automóvil se detiene ante la Jefatura de Policía. Descienden del coche; los policías les cogen las maletas. Entran. Un oficial de Asalto que está en el zaguán se queda observando a Arturo Menéndez.
—¡Canalla, traidor!
Surgen varios guardias de Asalto. Los policías que les acompañan tratan de protegerlos y hacerlos pasar, pero se ven rodeados. Amenazan e insultan a Arturo Menéndez, tratan de agredirle.
—¡Ahora te tenemos; vas a responder de lo de Casas Viejas!
—¡Te hemos de arreglar las cuentas!…
Los policías discuten y forcejean con los guardias. Consiguen abrirse paso y abrírselo a los detenidos.
—Tenemos órdenes de conducirles ante el jefe; órdenes directas del general Cabanellas. ¡Déjenlos pasar!…
—Que pasen, pero que carguen ellos con las maletas; no van ustedes a servirles de criados.
Gritos e insultos les persiguen hasta que comienzan a subir la escalera. Ante la puerta del despacho, uno de los policías se adelanta.
—¿Da usted permiso?
El jefe de policía está hablando por teléfono. Entran en su despacho y permanecen en pie frente a la mesa. Les mira sin prestarles apenas atención y continúa su conversación telefónica.
Arturo Menéndez le roza con el codo. Cuando Casanellas le mira, observa una expresión tranquila en su semblante. Le susurra:
—Es conocido mío; todo se arreglará.
Salamanca
Muchos son los salmantinos que todavía están almorzando, otros sestean, pero también son numerosos los que se abstienen de salir o retrasan la hora del café a causa de los acontecimientos. Una sensación de temor se diría que influye sobre buen número de ciudadanos.
Cuando don Dimas desemboca por la calle del Prior a la plaza Mayor se detiene a reconstruir la escena que su hijo le ha contado. Esta mañana, después de proclamarse el estado de guerra, hecho que se ha efectuado con la acostumbrada solemnidad y sin incidentes, y con ocasión de que una compañía de soldados atravesaba la plaza, se ha entablado un tiroteo. Ha habido varios muertos y se ha producido la consiguiente alarma. Su hijo, que se ha refugiado en la iglesia de San Martín, ha visto muchos cadáveres, lo menos diez, otros aseguran que han sido veinte, y los más ponderados los reducen a cinco. Una de las víctimas, padre de una compañera de su hija, que está terriblemente impresionada, era un pacífico ciudadano que pasaba casualmente por aquí.
Quedan señales de sangre en distintos puntos, pero la plaza y la ciudad han recobrado su aspecto normal, salvo que apenas se ven viandantes. Mientras comían han oído también disparos hacia las Tenerías.
En el café se sienta junto al ventanal. El primero de los contertulios que se presenta, casi a continuación de él, es don Aquilino. Parece cansado o deprimido; se sienta, se limpia las gafas. Marcelino les sirve los cafés con leche y la botella de agua.
—¿Usted lo vio, Marcelino?
—Verlos, no. Estaba junto al mostrador. Oí la primera descarga. Dicen que empezó por un disparo de pistola, pero yo no lo oí. Sólo después de un rato nos atrevimos a asomar la cabeza…
—¿Cuántos muertos calcula usted?…
—No sabría qué decirles. En el suelo había muchos y me asusté. Varios estaban heridos; otros se habían echado de bruces por prudencia. Uno de los guardias municipales, que entró a tomarse una copa para reponerse del susto, nos dijo que habían sido seis.
—Mal empezamos.
Marcelino se retira; las manos le temblaban al servir. Uno de sus hijos es de la Casa del Pueblo y desde las elecciones de febrero se ha distinguido en diversos actos de propaganda. En estas ciudades, donde todo el mundo se conoce, singularizarse resulta peligroso.
—La verdad, don Dimas, es que no estoy nada tranquilo.
—Ni yo tampoco; pero habíamos llegado a un estado de cosas que no podía prolongarse. El desorden acarrea malas consecuencias. Usted ya sabe cuáles son mis ideas, pero, créame, el Gobierno carece de autoridad, el desorden es continuo, no se respetan las leyes, ni la propiedad; las exigencias de los campesinos, de los obreros, iban creciendo de día en día…
—Lo que usted quiera, pero los militares en el poder me dan pánico; ya sabe usted cómo son. ¿Ha leído el bando?
—Sí…, lo he leído…
—¿Y qué?
—Ya se sabe: los bandos están cortados por el mismo patrón. Su redacción tiende a atemorizar; no van a fusilamos a todos.
—No, pero dan un instrumento durísimo que puede ser manejado por manos irresponsables o crueles.
Entra García, el de Hacienda, y cuelga su sombrero en la percha antes de sentarse junto a ellos.
—¿Han visto ustedes quién está ahí?
Siguen la dirección que les señala el recién llegado. En la terraza del Novelty, casi desierta, está sentado don Miguel de Unamuno, el prestigioso rector de la Universidad salmantina.
—¿Qué me dicen?
—¿Qué hará ahí don Miguel?
—Mi hijo asegura que está con ellos, que se ha alegrado de que el ejército tome las riendas del poder, que está contra Azaña que bufa…
—¡Don Miguel, tan original como siempre!…
Marcelino vuelve a acercárseles con el servicio.
—¿Qué fuerzas proclamaron el estado de guerra?
—Una compañía de infantería, con bandera, tambores y trompetas. Han formado ahí mismo.
Garcés espera a que Marcelino, una vez servido el café, se retire.
—Mi hijo ha entrado en casa como una tromba, ni siquiera se ha quedado a comer. Mi mujer está asustada. Nos ha dicho que a Francisco Bravo le han sacado de la cárcel y que es el jefe…
—Será de los fascistas…
—Sí, de los de Falange…
—En Valladolid se sublevaron anoche y andan a tiros los fascistas con los de la Casa del Pueblo y los ferroviarios.
—Acá también se dice que ha habido lío con los ferroviarios.
—Han nombrado gobernador a Santapau, el de la Caja de Reclutas, y han hecho alcalde a otro militar.
—¿Y don Castor Prieto?
—Pues creo que ya le han metido en la cárcel.
—¡Caray!
—¿Qué dirá don Miguel de Unamuno? Son muy amigos…
—A don Castor no le va a pasar nada; esto son confusiones propias de los primeros momentos. Un hombre moderado como don Castor no tiene que temer.
—Usted, don Dimas, todo lo enfoca desde un ángulo optimista.
—Don Castor es de Izquierda Republicana, casi de derechas…
—Ya veremos en qué para todo esto.
—¿Por dónde andará nuestro paisano?
—¿Cómo, quién? ¿Gil Robles?
—No he oído hablar de él; y escucho la radio de Madrid. Desde la reunión de la Comisión de las Cortes, nada se ha sabido.
—Lo de Calvo Sotelo debió asustarle.
—Pues como esto se consolide, no tardaremos en verlo por Salamanca.
—Yo dudo que esto se consolide; es la clásica cuartelada.
—Lo que me temo, don Aquilino, es que sea la guerra civil.
—Ustedes exageran. De momento, una dictadura militar, y después ocurrirá como la vez pasada; con la ventaja de que ahora todo marcha más a prisa… Es arriesgado profetizar; más que nada, se resolverá con un cambio de Gobierno: los del Frente Popular estaban arruinando a España, y a la provincia de Salamanca en particular.
—Hasta cierto punto, don Dimas, hasta cierto punto. Las derechas no han hecho más que obstruccionar, y se hallaban en plena subversión.
—Pero la situación del campo en la provincia era lo que se dice caótica. Una verdadera ruina para los intereses locales. Semejante situación no podía seguir adelante. Una cosa son las ideas, ustedes saben que yo mismo voté a las izquierdas, pero tampoco tienen derecho a arruinarnos.
—Lo que le ocurre, don Dimas, es que usted es propietario…
Marcelino, el camarero, aprovechando la calma que hay en el café, ha hado un pitillo y lo fuma medio a escondidas. La mano le tiembla tanto que la ceniza se le derrama sobre la chaqueta blanca. Desde donde está divisa la terraza del Novelty. Descubre a don Miguel sentado, tieso, como desafiante, ante su taza de café. Recuerda al don Miguel que proclamó la República en esta misma plaza, cinco años atrás. Su hijo era un niño entonces. Masculla sin que las palabras lleguen a los oídos de nadie.
—Parece que está a favor de los militares y de los fascistas. ¡Vaya con don Miguel, siempre será el mismo!
Pamplona
Una de las más vivas impresiones de su vida —vida salpicada de emociones la del comandante aviador Juan Antonio Ansaldo— la ha experimentado hace media hora escasa cuando al sobrevolar el aeródromo de Noain, cerca de Pamplona, ha descubierto sobre la pista de aterrizaje la gran T convenida, formada por los requetés, que con la boina roja puesta se habían estirado en el suelo. Manuel Fal Conde, presidente de la Junta Nacional Tradicionalista, iba a su lado; una sacudida de emoción les ha recorrido la espina dorsal de punta a punta. Pamplona dominada; allí estaban los carlistas para demostrarlo.
Las calles de la ciudad se presentan animadas; se diría una tarde de sanfermines tocada de cierto aire bravo y militar. El automóvil se ve forzado a aflojar la marcha, tanto es el público que circula. El comandante Ansaldo acude a presentarse al general Mola, a quien han informado telefónicamente de su aterrizaje en Noain.
A Juan Antonio Ansaldo se le ha encomendado que, tras una breve escala en Pamplona, se traslade a Portugal y traiga adonde le manden al general don José Sanjurjo Secanell, marqués del Rif, para que se coloque al frente del alzamiento nacional y militar.
Ayer tarde, y para congraciarse con Dios antes de meterse en esta aventura, confesó y comulgó en San Juan de Luz. Si la comunión resultó fácil, en cambio el acto de la confesión presentó dificultades: el comandante Ansaldo es bastante sordo y los aparatos que usa no acaban de suplir el defecto que le aqueja. Y uno no puede ni debe confesarse a voces.
En la «Ferme», residencia de Jacqueline de la Gironde, ha recogido al jefe nacional de la Comunión Tradicionalista, el abogado sevillano Manuel Fal Conde. En el aeródromo deportivo de Pau, ciudad en la cual se han enfrentado con los Pirineos, barrera geográfica que les separaba de su objetivo inmediato, Pamplona, estaba camuflada la avioneta «Puss Moth», en la cual han efectuado el vuelo.
El viaje ha sido corto y emocionante. La España que divisaban desde el aire, ¿era otra distinta de la que abandonaron? ¿Por lo menos la región navarra que sobrevolaban? Hasta que no han descubierto la T formada por los requetés no las tenían todas consigo. Un alzamiento militar es un enigma; cualquier previsión puede fallar y dar con todo al traste. Pero no ha fallado.
Al pasar frente al Círculo Tradicionalista descubre en el asta, roja y gualda, la bandera que ellos consideran legítima y única.
Requetés uniformados de caqui con correajes y boina roja, disciplinados, severos, montan guardia en la comandancia militar. Hay también soldados con aire festivo. En la comandancia no ondea la bandera monárquica.
Tras una corta espera, Mola, sentado a su mesa con aspecto atareado, le recibe con la efusión de que es capaz, mientras le observa y estudia inquisitivamente.
—Comandante Ansaldo, su misión es de capital importancia. Saldrá inmediatamente para Portugal y nos traerá a Sanjurjo; le necesitamos en España; puede decirle que le esperamos con ansiedad y cariño. Le conducirá usted a Burgos; mañana por la mañana aterrizarán allí.
—Cumpliré sus órdenes, mi general…
—Habrá una señal blanca sobre el aeródromo de Gamonal si, como espero, la ciudad sigue en nuestras manos. En caso contrario, continúe vuelo hasta Pamplona, y si tampoco encuentra la señal, lo que indicará el fracaso del alzamiento, diríjase a Biarritz, comunicando desde allí con Marruecos y Sevilla.
Suena el teléfono instalado en la pared, detrás de la mesa del general. Un ayudante lo coge; su expresión parece preocupada.
—Espere un instante; hablará con el general…
Se inclina hacia el general Mola y le ofrece el aparato. El general se lo lleva a la oreja; su mirada se desvía del aviador, se concentra; las arrugas del rostro se le hacen más patentes.
—… Sí, diga, diga…
…
—¿Quiénes, los carabineros? Pues que no se anden con bromas. Se lo advierte de mi parte. Al que haga armas contra nosotros se le fusila.
…
—Resistan ustedes como puedan. Hasta mañana no puedo enviarles refuerzos. Si es necesario, mañana tienen ahí una compañía.
…
—Confío en que no sea necesario; traten de resolver la situación ustedes mismos…, ¿eh? ¿Fusiles? Ya veremos si mañana les mando los que me pide.
Cuelga el aparato. Coge un sobre que tenía sobre la mesa y se lo entrega a Ansaldo.
—Ésta es la contraseña que lo acredita cerca del general Sanjurjo. Confiamos en usted, comandante.
—A sus órdenes, mi general; mañana por la mañana el general Sanjurjo estará en Burgos.
Oviedo
Como el coronel Aranda le tiene autorizado, el teniente coronel Ortega, del estado mayor de la Comandancia Militar de Asturias, abre el telegrama que acaba de recibirse del Ministerio de la Guerra; los demás oficiales le observan impacientes.
«Del ministro de la Guerra al comandante militar de Asturias. Sírvase entregar armamento sobrante en el cuartel de Seguridad y Asalto de Santa Clara para hacerse cargo el comandante don Alfonso Ros, jefe del 10.º Grupo». El texto les produce perplejidad y temor. Una orden oficial del ministro no puede dejarse incumplida; y el comandante Ros es conocido por sus simpatías revolucionarias, sin contar que al cuartel de Santa Clara han ido a concentrarse mineros y revolucionarios ovetenses en demanda de armamento. A causa de ese mismo armamento, el coronel Aranda lleva forcejeando la mañana entera con los jerifaltes socialistas y demás elementos reunidos en el Gobierno Civil. En estas tempranas horas de la tarde, el coronel ha sido requerido de nuevo para presentarse en el Gobierno Civil. Este telegrama indica que ha perdido la partida. Se impone prevenir al coronel, anunciarle la llegada del telegrama, y que él busque la manera de eludir su cumplimiento.
El capitán ayudante se pone en comunicación telefónica con el Gobierno Civil; procura no elevar la voz para evitar que puedan escucharle los que se hallan reunidos con el coronel.
—Mi coronel… Acaba de recibirse un telegrama del ministro…
La voz del coronel, pausada, tranquila y en tono alto, contesta:
—¿Qué dice? ¿Que entregue las armas, no es eso? …
—Sí, mi coronel.
—Pues bien, capitán, venga usted aquí y tráigame personalmente el telegrama.
Unos a otros se miran, asombrados e intranquilos, pues están convencidos de que los reunidos en el Gobierno Civil le escuchaban. ¿Cuáles serán las intenciones del coronel Aranda? El capitán Loperena se coloca la gorra, guarda el telegrama en el bolsillo y sale a cumplir la orden.
En el Gobierno Civil, afiliados a partidos de izquierda y a las sindicales obreras, mineros de la cuenca, obreros endomingados, le abren paso; están enterados de que el gobernador militar se halla reunido con el gobernador civil y con diputados y personalidades destacadas.
Al gobernador civil le encuentra acompañado por las mismas personas que estaban con él por la mañana; asisten, además, a la reunión el jefe de la Guardia Civil y su ayudante. Los presentes se le han quedado mirando al entrar. Saca del bolsillo de la guerrera el telegrama y se lo entrega al coronel. Aranda lo abre lentamente, lo lee con atención. Levanta la cabeza y se dirige a todos en general y, en particular, al gobernador, señor Liarte Lausín.
—Señores, lo que tanto deseaban ya está aquí. No me opongo a la entrega. Yo respeto mucho a don Indalecio Prieto, pero el requerimiento personal que me ha hecho no podía forzarme a entregar las armas. Este telegrama es del señor ministro de la Guerra. Sin embargo, he de advertirles que es asunto grave y que, sin orden personal mía, los jefes de cuerpo no la acatarán. Debo salir y reunirles.
El coronel Aranda se pone en pie; se levanta un murmullo de aprobación y de alivio. El jefe de la Guardia Civil le observa expectante. Al retirarse hace una pequeña inclinación de cabeza ante el señor Lausín.
—Buenas tardes, señores.
Salen del despacho, descienden las escaleras bajo las miradas de los que ocupan las salas y dependencias; llegan a la calle, se dirigen al Gobierno Militar.
Mientras suben las escaleras, el capitán Loperena, preocupado ante el silencio y la impenetrabilidad del coronel, traga saliva, hace un esfuerzo y le dice:
—Mi coronel, ¡las armas no…!
Aranda, al llegar al descansillo, se detiene un instante, vuelve la cabeza y contempla severamente a su ayudante.
—Consejos, cuando se los pida.
Barcelona
Mientras va marcando los números del teléfono, los dedos le tiemblan; María Teresa no puede evitarlo.
No ha comido; nadie en la casa tenía apetito. La última noche ha sido terrible; nunca había pasado tanto miedo. Como le resultaba imposible dormir, hacia las dos trató de hablar con Fernando. De la División le contestaron que no podían localizarle. En el fondo del aparato se oyen, lejanos, los timbres de llamada; es como si ella misma, oyéndolos, se asomara al peligro.
La fatiga la rindió y acabó durmiéndose, pero a poco de amanecer le despertaron las descargas y los cañonazos. Asustadísimas se levantaron ella y su hermana. Su hijo continuaba durmiendo, pero necesitó ir a comprobar si estaba bien, tocarlo y besarlo para convencerse.
Una voz áspera pregunta:
—¿Quién llama?
—Soy la esposa del capitán Lizcano de la Rosa. Querría hablar con él; se trata de algo muy importante…
—Espere, que procuraré buscarle.
Afina el oído; cree oír estampidos a través del aparato: puede ser que se equivoque y se los haga oír la aprensión.
Nada más levantarse se asomó al balcón: no se veía nada; la calle aparecía medrosa. A medida que la mañana, muy lenta, avanzaba vieron algunos coches que pasaban rapidísimos, con banderas anarquistas. Disparos y cañonazos sonaban muy próximos hacia las plazas de Cataluña y Universidad.
Casi todos los vecinos son de derechas y están tan espantados que apenas se atreven a asomarse al balcón; algunos han hecho pequeñas incursiones por los alrededores y aseguran que guardias y anarquistas luchan juntos y que se han lanzado contra el ejército, que combate en diversos puntos de la ciudad. Lo peor es la radio; la radio, que no pueden dejar de escuchar a pesar de que les pone los pelos de punta. Piden a voces que todos combatan contra los militares sublevados y anuncia que les están derrotando. Solicitan donadores de sangre y médicos y hablan de heridos y muertos. Han pasado bastantes ambulancias en dirección al Hospital Clínico.
—María Teresa, ¿qué ocurre, dime?
La voz de su marido le ha sobresaltado: tan larga ha sido la espera que había olvidado que tenía el oído apoyado en el auricular.
—¡Femando! ¡Escucha! ¿No sabes lo que ha pasado? Por la noche han ido unos hombres a casa, a nuestro piso, no sé si serían policías o qué, lo han registrado, han roto aquel retrato del rey dedicado y creo que han encontrado pistolas. A Soledad se la han llevado detenida. Estoy asustadísima. Han cerrado el piso y, según me han contado los vecinos, lo han sellado. Y, por si fuera poco, estos tiros, y los rumores que corren…
—Tranquilízate, María Teresa. No puedo hablar contigo mucho rato; tenemos aquí un poco de jaleo. ¿Comprendes? No te apures, sobre todo no te asustes. Voy a intentar mandarte a alguien…
—Sí, estoy asustada, Fernando…
—Después procuraré llamarte; adiós, adiós…
Su voz sonaba distinta, como si hubiese perdido aplomo, como si estuviera nervioso. ¿Qué ocurrirá? Cuelga el teléfono. Está decepcionada, a pesar de que cuatro palabras parece que le hayan remontado el ánimo.
La pobre Soledad, una joven vasca que tienen de criada, está presa. Unos vecinos se lo han comunicado cuando ella, después de telefonear reiteradamente a su casa, y en vista de que no la contestaban, ha recurrido a los vecinos. Le han dicho que el perro intentó morder a los policías y que le encerraron en el balcón. ¿Y esas pistolas que han encontrado? Ignoraba que estuvieran allí; debía tenerlas ocultas Fernando.
Su hermana Pilín se ha echado un instante en la cama para tratar de descansar. Entra en la alcoba; no duerme, la mira con ojos asustados.
—¿Has hablado? ¿Qué dice?
—Que estemos tranquilas…
—María Teresa, ¿qué crees que va a pasarles?
—Fernando insiste en que no tengamos miedo…
—Todos los que nos han llamado por teléfono piensan que los militares van perdiendo; y que hay muchos muertos. Y la radio, ¡ya la oyes!
El tiroteo hacia la plaza de Cataluña arrecia; las ametralladoras parecen haber enloquecido.
Cádiz
Cádiz, encendido por el sol, aún se distingue a lo lejos; la cúpula de la Catedral, la torre de Tavira, la silueta del castillo de Santa Catalina.
El patrón que lleva la barra del timón da unas chupadas al cigarrillo que le cuelga del labio amoratado y se rasca la cabeza.
—¡Ustedes decidirán qué se hace! Gas-oil tenemos suficiente. ¿Tiramos hacia Sanlúcar o hacia Conil?
—Oiga, patrón. Usted dijo que, en caso necesario, podía llevarnos a Huelva o hasta Algeciras.
—Usted manda, brigada; lo que me digan.
—Yo no quiero para mí la responsabilidad. Aquí somos quince; digo quince, porque ese desdichado no cuenta.
Los que van a la popa miran a un hombre tumbado sobre unas redes, con el rostro cadavérico y la boca entreabierta. Herido de un par de balazos en el costado, apenas ya se queja. Los demás, sentados a proa o en el centro de la barca, no les oyen; el ruido del motor les ensordece. Cádiz queda lejos, pueden considerarse a salvo.
El brigada lleva la guerrera desabotonada y la gorra inclinada sobre la nuca. Se le nota algo mareado, aunque el tiempo es bonancible y el oleaje escaso.
—Si supiera cómo marchan las cosas tomaría decisiones, porque alguien debe tomarlas, y sin desmerecer a los demás, un servidor es el más caracterizado de los que aquí somos. Pero… ¿y si los moros han desembarcado también en Algeciras? ¿Qué? Pues que la pringamos. Si nos vemos en este apuro en defensa de la democracia, un servidor acepta desde este momento la decisión de la mayoría. Luego, si lo deseáis, me hago cargo del mando; cuando lleguemos a tierra firme se entiende, porque en el mar quien manda es aquí, el patrón, que con tanto bien nos ha sacado.
—Pues ustedes dirán lo que se hace…
Para ponerse en pie, el brigada se apoya en el hombro de un marinero que va sin gorra y con el uniforme blanco cubierto de manchas.
—¡Eh, óiganme! ¿Qué dirección tomamos?
Muchos hablan y opinan al tiempo; con el ruido del «diesel» apenas se entienden las palabras.
—A San Femando no podemos: están los fascistas…
—Vamos a Chipiona…
—A Huelva, que la han conquistado los mineros de Ríotinto…
—Adonde quieran, pero sin alejamos de la costa más de un tiro de fusil, que si este cacharro se hunde nos vamos al fondo…
—¡Hablen por orden! ¿Para allá o para allí?
Los más se muestran partidarios de la dirección noroeste, hacia Sanlúcar y Huelva; lo expresan señalando con la mano.
—Patrón, la mayoría manda; vamos para allá.
En la proa de la barca de pesca van tumbados Ruperto Andrade, del sindicato portuario de la UGT, y Teodoro, de las Juventudes Socialistas Unificadas. Desde ayer están luchando un poco por su cuenta. A primera hora de la mañana, sus pistolas, que todavía conservan, han sido de las primeras armas que se han disparado contra las fuerzas moras que desembarcaban.
Ruperto Andrade ha sido quien ha propuesto al patrón, afiliado también a la UGT, que escaparan de Cádiz. Entre él, el brigada, que ha decidido desertar de su unidad antes de que le castiguen por sus ideas comunistas, sobradamente conocidas, y el mismo patrón, han organizado esta expedición de salvamento, pues de lo que tratan los que van armados y los que no llevan armas es de escapar de Cádiz.
—Teodoro: como no sea un torpedero, nadie nos alcanza.
—Lo malo es que yo me mareo…
—Te ocurre como al brigada; mírale qué cara descompuesta tiene. No tardará mucho en cambiar la peseta.
A media mañana, Ruperto le ha recomendado a Teodoro que cesara de disparar y que se ocultara en la azotea sin dar señales de vida. Él se ha lanzado a la calle y ha tenido que sortear numerosos peligros. Sin darle explicaciones de adónde iba, se ha despedido de su mujer; le ha entregado veinticinco duros, que es todo lo que tiene, salvo tres que se ha reservado para él; ha destruido unos papeles que supone pueden comprometerla y, dándole un beso, le ha recomendado que no haga tonterías mientras él ande ausente.
—Hemos tenido suerte; a la hora de la siesta afloja la vigilancia.
—Y los carabineros han hecho la vista gorda, niño, que si no ¿de qué?
Un hombre de cabello canoso, con la camisa abierta, un albañil sindicalista que se les ha añadido en el último momento, va armado con una bomba «Laffite» y una pistola.
—El brigada ése, lo que es un mierda… Se ha rajado y ha estado disparando contra nosotros, y ahora se larga. No lo puedo tragar…
En casa de su primo, Ruperto ha encontrado a este hombre, que ni siquiera sabe cómo se llama, que agoniza tumbado sobre las redes. La mujer de su primo le taponaba la herida con una venda hecha de una tira de sábana limpia. «Llévatelo, que si le cogen le va a ocurrir algo malo… Y como el pobre está herido…». Su primo ha dicho que se queda, que a él no ha de pasarle nada, que en la Casa del Pueblo han destruido las listas de afiliados. Escurriéndose por las callejas se han marchado; el herido no cesaba de quejarse. Por la cara que tiene, parece que no durará mucho. Si desembarcan en Sanlúcar, o donde lo hagan, habrá que llevarle en seguida a un médico. El marinero, que también pertenece a las Juventudes, y que se ha presentado con Teodoro porque se han encontrado por casualidad, le ha examinado la herida y dice que es peligrosa porque las balas quedaron dentro y no han salido.
Cádiz va alejándose por la popa; a distancia destaca sobre el cielo la columna de humo de un barco que navega rumbo al Estrecho. Vuelan, lejanas, las gaviotas. Un hombre muy flaco, negro de cabello y moreno de tez, agitanado sin llegar a gitano, con los dientes largos, se coloca la mano sobre las cejas y observa la silueta del barco.
—Ese barco es de la Escuadra.
El marinero se pone en pie y lo observa a su vez.
—Está virando.
El hombre flaco y moreno es un limpiabotas; ayer, por la tarde, con un bidón de gasolina incendió una tienda; el incendio se comunicó al edificio entero. Le vieron muchos y en Cádiz es bastante conocido. Hasta el anochecer cumple con su trabajo, pero a partir de esa hora anda borracho, dando vivas a Rusia y a la revolución social. El patrón de la barca sostiene amoríos con su hija; por ese motivo se lo ha traído.
El barco, difícil de identificar desde tan lejos, parece hacer rumbo a Cádiz; acaban desentendiéndose de lo que haga; no les afecta.
Manolo Pérez, a quien llaman «El Guayabo», es un militante de la CNT. Una bala le ha hecho una herida poco profunda y le han vendado el brazo. Conoce a Ruperto Andrade porque trabaja en el puerto. Vive en el barrio del Pópulo; se ha tropezado con Andrade en una taberna, en donde se ha metido cuando ha descubierto que una patrulla de moros enfilaba la calle. Al informarse de que la barca iba a salir, le ha pedido media hora de tiempo. Habla con Andrade, que está cerca de él.
—¿Tú estuviste en el mitin cuando vino Largo Caballero? ¡Gachó, aquello sí que fue emocionante! Largo Caballero y Vicente Ballester se abrazaron delante de todos. Así tendríamos que ir los obreros: siempre juntos, los de la UGT y los de la CNT, y no andar a la greña unos con otros, como ha ocurrido en Madrid y en otras partes.
—No estuve en el mitin, pero lo oí contar. Razón no te falta; en los momentos de apuro es cuando nos encontramos.
El marinero que va en popa alza la voz y se agita.
—Es el crucero Libertad: dos chimeneas y el palo a popa. No me extrañaría que ataque a los facciosos. Porque, ahora que estamos lejos, voy a contaros un secreto… Me lo ha dicho uno de los contramaestres del Churruca, que es camarada mío. La marinería va a sublevarse y a apoderarse del buque; y en toda la Escuadra se producirán motines.
El brigada da un respingo.
—Oye, ¿por qué no lo decías antes? ¡Acá no creo que haya ningún chivato!
—Me ha exigido silencio. Me lo ha contado en secreto porque es paisano mío. Ya me figuro que acá no hay chivatos, pero ¿y si los carabineros nos llegan a trincar? ¿Quién me hace creer que a palo limpio alguno no se va de la lengua?
El brigada se ha callado; traga velozmente saliva. Se levanta y se abalanza contra la borda. Una rafaguilla de viento hace que se le manche el uniforme y la camisa. El patrón le agarra del brazo y le obliga a cambiar de borda.
—Hay que vomitar siempre hacia sotavento…
Oviedo
El coronel Aranda no ha descuidado nada. Después de citar a los jefes de cuerpo en su despacho de la comandancia, ha mandado telefonear al Gobierno Civil y ha requerido la presencia del comandante de la Guardia Civil, don Carlos Lapresa, pues, según ha pretextado, en su calidad de jefe de cuerpo debe asistir a la reunión.
Tan pronto como ha llegado, le ha interrogado sobre si los guardias de los distintos puntos de la provincia se hallan ya en Oviedo. Muchos han llegado; otros siguen acudiendo a la concentración ordenada.
El coronel Aranda está sentado ante su mesa; frente a él destaca el papel azul del telegrama. Los jefes de cuerpo y los jefes y oficiales del estado mayor le rodean expectantes.
—Voy a leerles a ustedes el telegrama que he recibido del Ministerio de la Guerra.
Mientras con voz clara y firme les va leyendo el texto, que algunos ya conocen, parece que se aguanten hasta la respiración.
—Señores —continúa el coronel Aranda—. Esta orden no voy a cumplirla; por tanto, desde este momento estoy sublevado contra el Gobierno de Madrid.
A través de los gruesos cristales de sus gafas se queda mirando al coronel que manda el Regimiento de Milán.
—¿Qué dice usted, coronel?
—Que estoy de acuerdo…
—¿Y usted, capitán?
El capitán que manda el grupo de artillería, algunas de cuyas piezas han sido enviadas a la fábrica de Trubia para ser pintadas, se cuadra.
—¿Contra quién hay que disparar?
—Ya tendrá ocasión de hacerlo, y pronto.
Manifiestan estar de acuerdo a medida que Aranda les va interrogando uno a uno. Coge la pluma y, con letra clara, escribe sobre el papel azul: «No cumplo la orden por ser contraria al honor militar y al interés de España». Y firma: Antonio Aranda, con rúbrica que es un fino subrayado. Alarga el telegrama al jefe de estado mayor, teniente coronel Ortega.
—Tenga usted: que se le dé el curso que corresponda.