Madrid

Madrid

Don Manuel Azaña Díaz, presidente de la República española desde hace poco más de dos meses, duerme en el suntuoso lecho de su residencia del Palacio Nacional de Madrid, el mismo que hasta el 14 de abril de 1931 se llamaba y era Palacio Real.

Su cabeza grande, blanda y pálida se agita sobre las almohadas y su brazo cuelga asomado al embozo de la sábana. Entre las persianas, que a causa de lo caluroso de la noche se han dejado entreabiertas, y a pesar de que las cortinas se hallan corridas, se filtra la luz del alba. Encima de la mesilla de noche descansan las gruesas gafas del presidente. Su ropa interior, un traje gris a rayas y la camisa blanca, están sobre una butaca.

La noche ha sido agitada: hace sólo un par de horas que Su Excelencia reposa. Las últimas horas han sido de una tensión insostenible, para él y para todos los españoles. Son la culminación de una serie de días —cinco exactamente— desde que en el cementerio del Este apareció el cadáver de don José Calvo Sotelo.

La guardia del Palacio Nacional ha sido reforzada y se han tomado precauciones. Se han instalado incluso ametralladoras y, además de la escolta presidencial, la defensa está asegurada por dos compañías del Regimiento Inmemorial número 1, y el exterior vigilado por fuertes efectivos de la Guardia Civil. Pero esta misma noche han ocurrido incidentes sintomáticos, pues ha sido preciso detener a algunos de los oficiales de las compañías de infantería, y parece que el capitán de la Guardia Civil tampoco es de plena confianza. Y, sobre todo, si se subleva la guarnición, como todo el mundo teme que ocurra, ¿de qué van a servir esas escasas fuerzas de cuya voluntad combativa nadie responde? El jefe de la Casa Militar, general Hernández Sarabia, y el comandante Menéndez, de su escolta, han tratado de tranquilizarle, pero el Palacio de Oriente está, dada su posición, expuesto a la artillería, y el que haya unos cuantos leales, un puñado de incondicionales, nada resolverá si los militares y los monárquicos y los fascistas, se deciden a atacarle. Que, salvo contadas excepciones, los militares se la tienen jurada es algo de lo cual está convencido. Los Pozas, los Sarabia, los Caminero, los Riquelme, los Núñez del Prado, son excepciones que apenas cuentan. Ni siquiera Miaja es de entera confianza.

En Marruecos el ejército se ha sublevado con unanimidad —la cosa está clara— y Romerales y Morato serán todo lo leales que se quiera, pero no han sido capaces de impedirlo. Y él, Manuel Azaña, hoy presidente de la República y ayer ministro de la Guerra, va a ser la primera cabeza de turco.

Cambia de postura, se arrebuja en la sábana, encoge las piernas sobre el abultado vientre, suspira. Más que dormir, dormita, pero avaramente se finge a él mismo que duerme, pues está agotado y mañana —hoy, sábado 18— necesitará de todas sus energías.

—Menuda patada que le vamos a pegar a ése…

Manuel Bustos alarga el mentón y apunta displicentemente hacia el Palacio Nacional que empieza a iluminarse con el alba. Una luz lechosa se distribuye a lo largo de sus fachadas.

Pepe Otero no le contesta, lleva las manos metidas en los bolsillos; el relente de la amanecida le ha enfriado. Han pasado la noche entera en el paseo de Rosales, primero en la terraza de una cervecería, luego sentados en un banco, disimulando, y la orden de concentrarse en el cuartel no ha llegado. Serían cerca de las tres de la mañana cuando Cogorro, jefe de la cuarta centuria, les ha avisado de que había contraorden y que prudentemente se retiraran a sus casas pero que procuraran mantenerse en comunicación con los enlaces.

Bustos y él se han quedado remoloneando —¡qué importaba ya una hora más o menos!— hasta que ha empezado a amanecer; han aprovechado para descabezar un sueñecillo.

En dirección al Viaducto pasa un coche a gran velocidad.

—Deben ser de las Juventudes Socialistas, seguro…

—A esos bandidos no les faltan fusiles.

Pepe Otero está cansado, decepcionado. Ha salido de su casa dispuesto a no regresar. Los militares se están rajando, y ahora él, por su culpa, tendrá conflictos con la familia. Si ya se ha armado el follón en África ¿a qué esperan los de Madrid? La sorpresa es lo que más les puede valer. Ahora mismo, con un buen fusil, disparaban contra ese auto, y a otra cosa. Lo cierto es que Pepe Otero no sabe manejar un fusil.

—Las armas nos las entregarán en el momento oportuno, en el Cuartel de la Montaña. Y se nos instruirá en su manejo.

Gabriel Bustos tiene catorce años, se vuelve hacia Otero y se le queda mirando.

—Oye, ¿tú sabes manejar el máuser?

Las gafas le aproximan la figura del muchacho, rubio, alegre, despreocupado y grave al tiempo. Bustos le contempla con cierta admiración por esos cinco años que le lleva de ventaja y porque las gafas le dan autoridad.

—¿El máuser? Desde luego. En lo que me tendrán que adiestrar es en el fusil ametrallador.

Varias parejas de la Guardia Civil patrullan por los alrededores del Palacio Nacional; ellos cruzan de acera. No les interesa que les hagan preguntas, ni que les cacheen.

—¿Y qué haremos con Azaña?

—¡Yo qué sé!

Cruzan la plaza de Oriente.

—No se ve a nadie; anoche cuando pasé por aquí estaba lleno de gente y había periodistas. Me colé entre los grupos a curiosear. Están que no les llega la camisa al cuerpo.

Gabriel Bustos es enlace de la cuarta centuria de la Falange madrileña, y Pepe Otero uno de los ochenta escuadristas de la centuria que han estado esperando órdenes en el paseo de Rosales donde se les mandó concentrarse. Cerca de mil han aguardado esta noche en distintos lugares de Madrid pero el mando les ha recomendado que se retiraran; la sublevación ha sufrido nuevo aplazamiento.

—Si vas por Arenal te acompaño…

—No, que tengo sueño; además he de estar atento al teléfono.

Pepe Otero le ve alejarse; Bustos es como un niño que jugara a guerras poniendo en ello el mayor entusiasmo.

Los barrenderos, con sus grandes escobones, van despaciosamente limpiando las aceras. Otros empleados municipales, con espuertas, recogen los montones de basura y desperdicios en las carretillas de limpieza pública. Dos mangas de riego forman efímeros arcos de agua sobre el centro de la Puerta del Sol.

Un ciudadano madrugador, al pasar ante el Ministerio de Gobernación, saca del bolsillo un viejo reloj de plata sujeto con una cadena, y comprueba la hora mirando al gran reloj de la fachada. Probablemente es un gesto que repite todas las mañanas.

Eduardo Castro, redactor del Heraldo, sale del café Colonial. Tras él lo hacen Haro y Guzmán, de Libertad. Han pasado las últimas horas de la noche en la sala que para corresponsales de prensa está instalada cu la planta superior del antiguo edificio de Teléfonos.

—Parecía que iba a ser una noche de trabajo, y ya veis… nada. Me voy a dormir, me caigo de sueño.

Los periodistas madrileños han intentado inútilmente comunicar por teléfono con Melilla, con Tetuán, con Ceuta… Las comunicaciones con Marruecos están cortadas desde ayer a las cuatro de la tarde.

A Castro le pesan los párpados; lleva una semana sin dormir apenas, y aunque noctámbulo por oficio y afición, ha llegado al límite de sus fuerzas.

—Aunque cañonearan ahí, Gobernación, creo que ni me enteraría.

Mientras Castro, a quien llaman «Castrito», se aleja con paso cansino, Haro llama a un taxi que desemboca por la carrera de San Jerónimo. Guzmán regresará solo a su casa; vive cerca. Tan grande es la fatiga que arrastra, que le da pereza hasta acostarse.

Pálidos, derrotados, van desfilando los hombres de la noche. Banderilleros, cómicos sin contrata, algunas mujeres de las calles de Jardines y la Aduana que han terminado, bien o mal, lo que llaman su trabajo, músicos, trasnochadores de toda laya. Continúan enfrascados en sus conversaciones: que si el pleito con los toreros mejicanos, que si la Sociedad de Autores, que si no es verdad que a la Patro un tipo la soltó cinco duros, que si va a formarse una nueva compañía… En algunos corros se habla de política o se comentan sucesos imaginarios. Hay quien asegura que la escuadra bombardea Barcelona donde se ha proclamado el Estat Catalá, y otro que su mujer oyó por la radio que en San Sebastián se habían echado a la calle los requetés.

Guzmán estuvo en Asturias cuando la revolución de octubre de 1934; vivió allí uno de los momentos más apasionantes, y hasta peligrosos, de su vida profesional. Lleva varios días excitado, presiente que va a ocurrir algo, no sabe qué, intuye que este equilibrio precario en que hasta ahora conviven las múltiples fuerzas antagónicas en que se divide el país, va a romperse estrepitosamente. Aunque como ciudadano le apasiona la política, y sus ideas al respecto están definidas, como periodista se siente, al mismo tiempo, un poco espectador, un mucho espectador, y le acucia una enorme curiosidad teñida de temor, por cuanto presiente que va a ocurrir de un momento a otro.

Ayer tarde estaban a la caza de noticias en el bar del Congreso un grupo de periodistas: Angulo de El Socialista, Femando Sánchez Monreal, director de la agencia Febus, Díaz Carreño, redactor de La Voz, Valentín Gutiérrez, de El Sol, Roncero de Ahora, y Manuel Ballester, de Mundo Obrero. Discutían sobre los temas de más señalada actualidad: la huelga del ramo de la construcción que tiene violentamente enfrentadas a las dos sindicales —la UGT y la CNT—, los rumores que corren sobre un alzamiento militar, las posibilidades de aplastarlo con que cuenta Casares Quiroga, presidente del Consejo y ministro de la Guerra.

De pronto descubrieron a Indalecio Prieto, que se asomaba al bar como si buscara a alguien. Al reconocerle salieron tras él y alcanzándole en los pasillos le rodearon. Prieto, que les conoce a todos, les observaba con sus ojos de miope asomados a sus carnosos párpados. Parecía preocupado; adelantándose a las preguntas que pudieran hacerle, les dijo que venía a reunirse con la ejecutiva del Partido Socialista, y con lentitud añadió: «La guarnición de Melilla se ha sublevado…».

Desde ese momento ya no se han dado descanso. Han corrido a los teléfonos, a la redacción, han visitado a los amigos que suponían hallarse informados, han inquirido noticias por los cuatro costados, pero las que han conseguido son vagas e incompletas. A pesar de que en los ministerios se sigue quitando importancia al hecho, parece que la sublevación alcanza a la totalidad de Marruecos.

A la puerta del café Rex, Guzmán ha tropezado con Rexach, el aviador, que se marchaba a Cuatro Vientos, pues no deseaba que una sublevación le cogiera desprevenido y le ha dado seguridades de que la aviación atacará a cualquiera que se alce contra la República.

Después, ha estado hablando con Isabelo Romero, obrero metalúrgico, secretario del comité regional de la CNT. Es hombre de ideas claras y puede considerársele intérprete del sentir de los obreros de la Confederación. Isabelo opina que Casares Quiroga se está entregando a un juego peligroso, un chantaje por partida doble. Amedrenta a las derechas con el fantasma de la revolución social y amenaza a los trabajadores con la inminencia de un golpe militar… Pero Isabelo cree que Casares Quiroga ha terminado, que la palabra la tiene ahora el pueblo, que ya está movilizándose, y que los socialistas de la UGT, y los sindicalistas de la CNT, junto con los comunistas, deben marchar unidos, como lo hicieron en Asturias. Aplastarán a los militares y a los derechistas que les secunden, pero necesitan armas y el Gobierno, que teme a los obreros, se resiste a dárselas. Y si se las entregara a alguien sería a los socialistas. A los confederales, no se las entregará nunca. Ellos mismos tendrán que dar la primera batalla para conseguirlas.

En la redacción de La Libertad les esperaba a los redactores la mayor decepción. En los periódicos no puede escribirse sobre la sublevación de los militares de Melilla; son órdenes terminantes de la censura. ¡Como si negando la evidencia pudiera enmendársela!

—Mi general, llaman de Tetuan al radioteléfono…

Don Sebastián Pozas Perea, general de división, inspector de la Guardia Civil, ha permanecido toda la noche en el Ministerio de Gobernación. Con la guerrera desabotonada dormitaba en un sillón; ni siquiera se ha quitado las botas. El día de ayer lo empleó en cursar órdenes a las distintas comandancias de la Guardia Civil para asegurar la lealtad de sus jefes al Gobierno, en caso de que, como parece inminente, se produzca un golpe militar en la Península.

—¡Madrid! ¡Madrid! Habla Tetuán… ¡Madrid, oiga, Madrid! ¡Aquí el sargento radiotelegrafista! Se han sublevado las fuerzas del Tercio y los Regulares. Paso a la escucha.

El general Pozas coge bruscamente el micrófono.

—Aquí Madrid. Madrid contesta a Tetuán. ¿Está ahí el capitán de servicio? Conteste Tetuán…

—Ignoro dónde está el capitán. ¡Oiga Madrid! El edificio está rodeado por las fuerzas sublevadas… Paso a la escucha.

El ordenanza se ha acercado; el general, imperativo, le hace una seña de que se aleje y abandone la habitación.

—Oiga Tetuán, óigame bien. No admita más órdenes que las del capitán de servicio y exija que se las dé por escrito. Ése es su deber y debe cumplirlo por encima de todo.

Pozas, abrochándose la guerrera, sale a largas zancadas de la estancia, descorre una de las cortinas de su despacho y se sienta ante la mesa. Tiene los labios contraídos, se pasa la mano por el rostro, luego la deja caer pesadamente sobre la mesa. Por fin coge la pluma, la moja resueltamente en el tintero y se pone a escribir.

No se ha cortado la comunicación y sigue oyéndose la voz angustiada que sale del auricular.

—Madrid, oiga Madrid, le contesta Tetuán. ¿Qué debo hacer si me obligan por la fuerza?

El ordenanza se aproxima tímidamente al aparato; se lo acerca al oído vigilando la puerta por donde ha salido el general.

—Madrid, ¡Madrid! Me dicen que el alto comisario ha sido detenido. Están aquí, se acercan a la estación… ¡Madrid!, ¡Madrid! ¿Qué hago?

Tras un rato de silencio, silencio que el ordenanza escucha anhelante, se corta la conexión.

El general Pozas redacta con rapidez; de cuando en cuando vuelve atrás, y tacha para corregir una palabra. Los trazos son enérgicos y seguros.

Algunas fuerzas del Ejército sublevado en África se han apoderado de la estación de Radio Tetuán, lo que comunico a las autoridades de mi Cuerpo por orden del ministro de la Gobernación, para que se consideren facciosas todas las proclamas que empezará a lanzar dicha estación, propalando noticias falsas. Las comunicaciones y órdenes emanadas del Gobierno legítimo y de esta Inspección General serán cursadas por la Estación Central. Exhorto a todos a que cumplan con absoluta lealtad el precepto reglamentario de permanecer siempre fieles a su deber, por el honor de la Institución.

Deja la pluma en la escribanía; en ese momento siente como si las fuerzas estuvieran a punto de abandonarle.

La Guardia Civil nunca se subleva, pero esta vez podría ser una excepción, y si la Guardia Civil se une a los militares, el Gobierno no podrá resistir más que unas horas. Que una parte considerable de jefes, oficiales, clases y números de la Guardia Civil están en contra del Gobierno, de la desacertada política que sigue en diversos aspectos, no es secreto para nadie. Desde que hace unos meses Pórtela Valladares le colocó al frente de la Guardia Civil, ha tratado de «republicanizarla», pero ni él mismo está convencido de que, en caso de prueba, la republicanización sea efectiva. Hasta el momento, los jefes han hecho protestas de lealtad y aseguran que el espíritu del Cuerpo es inmejorable. ¿Y la Guardia Civil de Melilla? Ninguna noticia directa le ha llegado; cierto es que en Marruecos es distinto, las fuerzas militares son numerosas, entrenadas y dotadas; nadie puede enfrentarse con ellas. Hay que permanecer alerta y no alarmarse más de lo prudente; si la sublevación no se extiende a la Península, puede considerarse abortada. La Escuadra puede cerrarles el camino a los rebeldes; y se lo cerrará.

El automóvil, un «dodge» nuevo, de 18 HP, ronca subiendo la cuesta. Doña María de la Encarnación vuelve la cabeza. La ciudad presenta un leve perfil que el sol ha empezado a iluminar de refilón. Emergen los campanarios de algunas iglesias. A los lados de la carretera casuchas miserables y montones de basura que clasifican los traperos.

—¿Has visto, Juan, cuánta desvergüenza? ¿Qué derecho tienen esos desgraciados a detener un coche en dónde viajan personas respetables?

—Derecho, ninguno; pero estoy seguro de que iban armados…

—Y tú, sin rechistar…

—Son unos chulos esos comunistas. No me iba a exponer porque sí.

—Papá, no eran comunistas… Han dicho que eran de la Agrupación Socialista.

—Tú calla, niño. ¡Qué más da! Todos son iguales, la misma canalla.

En el interior del coche apenas pueden moverse. Viajan el padre, la madre y el hijo menor. Al primogénito le detuvieron a raíz del asesinato de Calvo Sotelo. En los transportines han colocado dos maletas, una de ellas con la plata que doña María de la Encarnación se ha negado a abandonar a pesar de las protestas de su marido. En la baca van tres maletas más. Mientras atravesaban la capital, don Juan disimulaba tras de su espalda la cartera en donde guarda documentos. Doña María de la Encarnación oculta cosidos a la faja veinticinco billetes de a mil pesetas que ayer retiraron de la cuenta corriente. Al tío Enrique, le han dejado cinco mil pesetas más, por si el hijo mayor, José Miguel, las necesitara para reunirse con ellos en cuanto salga de la cárcel.

Junto al chófer va sentada Enriqueta, la camarera: sobre sus rodillas aguanta una cesta con provisiones, pues piensan comer en ruta y no detenerse por lo menos hasta Burgos. Burgos es ciudad tranquila, allá no pasará nada, inquirirán noticias y si todo permanece en paz, continuarán camino hasta San Sebastián. De serles posible, esta misma tarde cruzarán la frontera y se instalarán en San Juan de Luz, en la finca de la abuela. En Francia pueden esperar tranquilamente el desarrollo de los acontecimientos. Tienen depositados en el Crédit Lyonnais fondos suficientes para aguantar el verano, y un año entero si fuera indispensable. Madrid se ha puesto imposible; los comunistas son amos de la calle y no respetan a nadie, y menos aún a las gentes honradas.

El pequeño mira por la ventanilla. La carretera está solitaria.

—Papá, ¿has oído lo que decían al arrancar el auto?

—No, no he oído nada, y no me interesa. Conque, a callar.

Doña María de la Encamación suspira.

—¡Cuando pienso en el pobre José Miguel, encerrado entre criminales, como si él mismo fuera un asesino, me da una pena…!

Aprieta con manos angustiadas el maletín en donde guarda sus joyas, y el notarlo ahí, seguro, la tranquiliza momentáneamente.

—Tienen que soltarle; nada le han podido demostrar. Menos mal que el tío Enrique conoce a todo el mundo y sabe bandearse entre esa gentuza. Le he advertido que si necesita disponer de las cinco mil pesetas, que disponga sin reparo. A esa chusma se la compra con dinero.

—Lo que me asusta es que es un exaltado, un romántico…

—No te preocupes, en esta ocasión le ha visto las orejas al lobo. Le servirá de escarmiento.

Adelantan a otro coche de la matrícula de Madrid también cargado de maletas.

—Otros que se van a veranear…

—Lo que me extraña es que no se marchen todas las personas decentes.

—Don Juan corre el cristal y se dirige al chófer.

—¿Va lleno el depósito?

—Hasta Burgos no necesito repostar.

—Bien, sigue con prudencia, pero aprieta el acelerador.

Vuelve a correr el cristal que les aísla del servicio.

—Me han dicho que hoy o mañana se sublevan los cuarteles…

—¿Quién te lo ha contado?

—Quien está informado. Franco está en Marruecos, y en Barcelona, a estas horas, habrán barrido de las calles a los separatistas de la Generalitat ésa; igual que el 6 de Octubre. En cuatro días la chusma saldrá corriendo.

—Ya veremos. Son muchos y están armados hasta los dientes. Has visto el descaro con que actúan.

—En cuanto aparezca una pareja de la Guardia Civil…

Doña María de la Encamación se da un suave golpe en la frente y se apresura a correr de nuevo el cristal.

—¡Enriqueta! ¡Jesús qué cabeza tengo! ¿Te has acordado de mandarle a la portera que suba cada mañana a darles alpiste a los canarios?

—Señorita, como usted no me dijo nada…

—¡Si no estoy yo en todo…! ¡Dios mío! Es que no se os ocurre nada, no pensáis.

Vuelve el rostro hacia su marido que se remueve para sacar la petaca del bolsillo.

—Hemos de parar en el primer pueblo para telefonear a Nicanora, o ponerle un telegrama. ¡Pobres canarios!

—De aquí a Burgos no paramos; allá haces lo que quieras, pero aprisa. Hasta que crucemos la frontera no podemos estar tranquilos. En cualquier momento puede armarse la de Dios es Cristo.

—¡Juaaan…! ¡Qué manera de hablar!