8. Mediodía de guerra
Vinieron luego los empujones con que la serpiente se acomodaba en torno de Madrid.
El empujón del Pardo y el empujón de Pozuelo.
Fueron parados.
Los alrededores de Madrid quedaban de esta manera: las alturas de la carretera de La Coruña, con Pozuelo humeante, en poder de los fascistas; luego la línea corría por el Cerro del Águila y Garabitas, con la bolsa de la Universidad, lago de la Casa de Campo, carretera de Extremadura, hospital de Carabanchel Bajo, Carabanchel Alto y Cerro Rojo.
Desde las trincheras se ve, a la espalda, Madrid, y al frente, casas quemadas, barrios destruidos.
Las trincheras son magníficas, confortables, seguras, con chabolas para dar clase a los milicianos.
Desde la loma de Entrevías, donde estaba la comandancia de Enrique Líster, se divisa Madrid, blanco y brillante, allá abajo, bajo el cielo azul y el sol de mediodía.
Más allá, entre nubes de humo amarillo, la franja que dominan los traidores, y en el fondo la sierra azul, cubierta de nieve.
Esto es al Oeste. Al sur de Entrevías se ve el Cerro, pardo y desafiador, las líneas de Getafe y Leganés, Cuatro Vientos. Todo ello en poder de los fascistas.
Es un paisaje de invierno castellano. Está el día tan claro y el frente tan tranquilo, que parece increíble que haya guerra.
Algunas humaredas a lo lejos señalan dónde están las baterías alemanas, o dónde caen bombas de las nuestras.
Enrique Líster mira.
De pronto empieza un sordo mosconeo en el aire. Por encima de Alcorcón asoman, por encima de Leganés vienen.
Son treinta y dos «Junker», bruñidos y pesados.
En todo el frente se hace el silencio.
Desde la comandancia de Entrevías parece que Madrid va a hundirse.
Los treinta y dos «Junker» vuelan sobre las cúpulas de las iglesias, sobre los tejados rojos y brillantes, sobre los rascacielos de la Gran Vía, sobre las barriadas populares de Cuatro Caminos.
Y empiezan las voces sordas y las nubes de humo. Madrid no puede escapar. Madrid no puede hacer nada.
La inercia se convierte en fuego y la carne en sangre.
Los tejados se hunden, el suelo se abre y los cuerpos humanos vuelan pulverizados.
Por el este de Madrid aparecen, rápidos, los chatos, y los «Junker» huyen al\oeste, a esconderse en el cielo, mientras por la tierra de Madrid corren las ambulancias.
Los comisarios políticos
El Cerro de los Ángeles o Cerro Rojo, tuvo el honor de ser atacado el primero, y fue de madrugada.
El mismo Enrique Líster, comandante del Quinto Regimiento, llegó hasta la cima.
Allí fue cogido en calzoncillos un comandante traidor.
Allí se cogieron docenas de ametralladoras y centenares de fusiles; allí se cogieron docenas de prisioneros.
Allí se consagraron, por decirlo así, los Comisarios Políticos, alma del Ejercito del Pueblo.
Allí, Santiago Álvarez y Puente.
Fue el primer ataque que realizaba el Ejército Popular.
Los comisarios políticos españoles.
Como los «cazadores de tanques», salieron de la película Los marinos de Cronstadt.
Los comisarios políticos apuntan el Ejército del Pueblo, como el hombre apunta su máquina.
Los comisarios políticos dirigen el Ejército del Pueblo, como al ejército fascista lo dirige el látigo.
Un ejército sin comisarios es un ejército de ciegos; un ejército dé mercenarios o de forzados, un ejército de fascistas.
En la madrugada es duro emprender un ataque. El comisario explica por qué se hace, y va el primero.
El Cerro Rojo está batido por ocho baterías, y el comisario explica por qué hay que resistir, y se resiste.
El comisario explica por qué falta comida, por qué falta ropa, por qué falta disciplina.
El comisario es los sentidos de los soldados.
De una trinchera a otra de Madrid han andado durante mucho tiempo los comisarios. Si no fuese así es posible que hubiesen andado los fascistas.
El pueblo de Madrid ha creado y ha formado los comisarios.
El pueblo de Madrid va a la vanguardia del mundo.
Los aviadores
Tenía sueño un español y se tendió a dormir. Era piloto. En la mesilla de noche de su cama había una cajetilla de tabaco inglés.
A poco le despertaron ruido de voces, de carreras, de risas.
Se había prendido fuego al mosquitero de la cama del fondo.
Esto fue aprovechado para reírse y divertirse un rato.
Por fin, el jefe de la escuadrilla de chatos les dijo que se callaran, que ya era hora de descansar.
Dormían los catorce en el guardillón de un cortijo, cercano al aeródromo.
Fuera, la luna caía, con la fuerza de una inundación, pegajosa y fría.
En un prado cercano, bordeado de fresnos y custodiado por ojos vivos y bayonetas caladas, dormían los chatos, como pequeños toros berrendos en pardo, en amarillo, en rojo y en morado.
Estaban allí, como encogidos, debajo de los árboles, con su hélice parada y cubiertos por una funda a modo de gorro de dormir.
A la luz de la luna parecía que iban a salir como borriquillos jóvenes, triscando sobre la hierba y dando saltos de costado por el prado.
Detrás de ellos se elevaba una imponente barrera de montañas españolas, y delante, una laguna de aguas quietas y claras.
Los pilotos de guardia taconeaban en la planta baja del cortijo y silbaban canciones entre dientes.
Uno de ellos se sentó en las escaleras de la puerta. El pitillo se apagaba en sus labios.
A lo lejos se oía el retumbo ciclópeo y pesado de un intenso cañoneo muy lejano, como el de un mar inerte y acerado.
Sobresalía el pararrayos del cortijo y por el cielo volaban nubes a la luz de la luna.
El piloto de guardia encendió otro pitillo. Sus manos cóncavas se iluminaron de rojo un momento; después volvió a verse otra vez la laguna y los montes, iluminados por la luz de la luna castellana, que es una de las más sobriamente cantadas del mundo.
A la mañana siguiente, a las cuatro, se levantaron todos. Federico, con sus ojos azules, hinchados de sueño; Martínez, rápido como una ardilla; González, con su metro noventa de estatura, su cara de general mejicano y sus patillas, y todos los demás.
Como estaban, fueron corriendo y se metieron de bruces en la laguna.
En el cielo, color panza de burra, todavía brillaba una estrella.
Un par de huevos fritos, una taza de café, fruta y pan con manteca. Ya estaban los chatos con su ruido acompasado, como de broma.
Los mecánicos los estaban probando y calentando los motores. Volaban los cardos y los trozos de hierba con el viento de la hélice.
Los fresnos, tan importantes, estirados y suntuosos por la noche, estaban ahora achatados, como rebajados y avergonzados de su papel meramente pasivo.
El comandante estaba ya subido en su aparato, dispuesto a dirigir la escuadrilla.
Federico se abrochaba el casco. Dio dos o tres carreras alrededor del aparato, para entrar en calor, y subió.
Antes de todo, precaución elemental, ver si las ametralladoras funcionaban bien, si había municiones.
—¿Preparados?
—¡Preparados!
El ruido se elevó al máximo. El aparato saltaba ahora sobre el prado como un becerrillo, luego como un toro de seis hierbas, luego como un arcángel celeste, colérico y vengador.
La hélice era un batir de espadas brillantes de justicia.
Federico se acomodó en su asiento. Los fresnos iban haciéndose cada vez más pequeños, y el prado y la laguna.
A su lado se desplegaba la sierra española en toda su imponente altura. Las cimas estaban más brillantes y claras, la base era negra, rocosa y cubierta de neblina oscura.
De ella iban saliendo uno, dos, cuatro, seis aparatos. Ahí venía Ibanola; ahí venía Martínez, el rápido, que en la escuela metió hasta doce tiros en la manga. González acababa de despegar, y De Miguel, y Losada.
El cielo estaba claro, claro, y la tierra oscura, insignificante.
Tenía que formar la escuadrilla en cuña.
El comandante se situó a 2000 metros y tomó la dirección norte.
Federico se colocó en último lugar, a la derecha.
El aire, con el ruido de los motores, parecía un cable que se fuese desgranando de una profunda polea submarina.
Federico no pudo menos de sonreír, entusiasmado. Siempre que volaba le pasaba lo mismo. Su boca le parecía que se agrandaba con el viento. Sus dientes se afilaban y se hacían más blancos. Le daban ganas de reír y de cantar.
En su casa había oído decir que no servía para nada, que era distraído, que era tímido, que era vago.
Es que en la época capitalista y fascista ningún joven sirve para nada, cínicamente sirven los banqueros, los lacayos y las prostitutas.
Ahora, por lo menos servía para conducir un aparato, para hacer la guerra desde el aire y para ver brillante desde allí el porvenir de la juventud española.
En el avión y en algunas nubes ya daba el sol, lo que hacía que la tierra en sombra apenas se viera. Tal vez había desaparecido.
A poco dio en algunos picos del Guadarrama, en Peñalara, en Cabeza de Hierro.
La escuadrilla viró, como de costumbre, y la tierra se corrió de lado, como una estera arrastrada.
Ahora iba sobre las líneas enemigas. Empezaba la parte emocionante.
Delante de ellos se abría la llanura de Castilla la Nueva, como un gran abanico de la fortuna, abierto de par en par.
Pobres campos, pintados de negro por los incendios, tierra removida, pequeñas rayas en zigzag.
Y de pronto, una parte del suelo empezó a soltar chispazos intermitentes. Parecía un cuadro indicador de teléfonos que se encendiera a intervalos. Eran los antiaéreos.
Sonaron explosiones secas, como toses de un viejo asmático, y el aire empezó a aullar, como un órgano con tubos de dieciséis pies que se hubiera vuelto loco.
La escuadrilla viró en redondo y escapó por debajo hacia el Sur.
Allá, en el fondo, se veía la Sagra toledana, amarilla y seca, cortada por una carretera negra.
Federico sonreía siempre. Era hermosa la guerra por la independencia. Era hermoso vivir.
¡Y pensar que él no era nada hace un año!
Ni oposiciones, ni concursos, ni empleos. Todo cerrado, todo seco, como la Sagra toledana, como el libro de Caja de un Banco.
Ahora todo era húmedo, heroico, popular, cariñoso. Ahora tenía amigos, camaradas, vida.
Por el Oeste aparecieron tres pesados aparatos alemanes: «Junker», bimotores, con dos timones de cola.
Al advertir la presencia de los chatos viraron en redondo y escaparon a toda velocidad por las verdosas sierras del Oeste, sumidas aún en la niebla de la mañana.
Hasta allá fue la escuadrilla, como para preguntar: «¿Qué hay?».
Volvieron a repicar los antiaéreos. Abajo estaba el aeródromo faccioso de Escalona, con nueve trimotores, agazapados bajo los árboles, y varios cazas.
Allí estarían los pilotos boquirrubios y soberbios, tomando el sol, haciendo guardia junto a los aparatos.
Con el resbalamiento de ala parece como si se tirase de un telón de fondo; el cielo se va y aparece la tierra corriendo a toda velocidad, lo mismo que si fuese una gran masa de agua a punto de caer por una catarata.
Corrían los pueblos, las torres de las iglesias, las carreteras, los caminos, los ríos, las sierras.
El aeródromo de Escalona corrió hasta situarse justamente debajo, con sus «Junker» y su personal embrutecido, que corría de un lado para otro. Donner Wetter!
Los cañones antiaéreos escupían furiosamente. Entonces… las nueve bombas de la escuadrilla. ¡Y a escape a ganar altura!
Varios «Fiat» se levantaron. ¿Para qué? Para correr como liebres aéreas, camino de Talavera.
Pero no había que dejarlos escapar, y la escuadrilla se revolvió como una víbora. Los rodeó con el ruido de sus motores y de sus ametralladoras.
El suelo temblaba y el aire.
Pero, no, no. ¡ Serenidad! Y Federico la tenía.
Todo era cuestión de ponerse de espaldas al sol, de cogerlos de costado. Dos falsos loopings, un «Tonuca». Las ametralladoras escupen, pequeñas y aleves en el aire.
Los «Fiat» no tienen más remedio que aceptar combate.
¡Sí, sí! ¡Venga el combate por el pan, por la tierra, por la independencia, por la libertad de España!
¡Por su juventud! ¡Por los hombres! ¡Por los corazones!
¡Contra el paro! ¡Contra la humillación! ¡Contra el desprecio!
¡Sí, sí! ¡Venga el combate! ¡Arriba! ¡De costado! ¡Toma esta ráfaga!
—¡Gira y gira, cielo! ¡Gira, tierra! Pero, tú, sol, siempre detrás. Como Josué, te lo mando con los timones, con los alerones.
¡Los chatos tienen una movilidad extraordinaria!
Y luego a quedarse dormido, con las ametralladoras apuntadas.
—¿Quieres huir? ¡Toma este pequeño chorrito! ¡Total, nada! ¡Es insignificante!
Federico se quedó el último. Allá bajaban ardiendo los «Fiat», como cabezas de Niobes, melenudas y llorosas.
Y ahora, vuelta para arriba.
—¡Salud, Alberche!
Vuelta a la formación de escuadrillas.
El sol le daba en la cara, en las gafas.
Federico sonreía. No había habido novedad. Por debajo pasaba la llanura en sentido inverso.
Federico se acomodó en su asiento, a cuatro mil quinientos metros de altura, en su trono sobre la guerra, sobre la política, sobre la moral.
Volvieron otra vez los antiaéreos, pero a esta altura son cosa de risa, como los perros que ladran a los automóviles.
Aún quedaban balas en las ametralladoras y allí estaban las líneas de trincheras enemigas.
Vuelta al resbalamiento de ala; vuelta a correr la tierra, los barbechos, las torres.
Y ahora a pasar como un huracán, rugiente y asolador.
—¡Fuera, fuera de las trincheras, los invasores italianos, alemanes y moros!
Mucho disparaban desde abajo. Había varias barreras de ametralladoras.
Las balas silbaban.
Federico sonreía. Le acusaban de que no servía para nada, y lo que no servía era el capitalismo.
¡Amor!…
Ya estaban otra vez arriba. Gases. Un esfuerzo más; pero uno no subió.
Uno, dos, tres. El tercero a la derecha es el que falta. ¡González!
Todavía saltaba, dando trompicones sobre la tierra, un aparato incendiado.
Federico se sonreía, porque podía. Lo mismo le hubiesen podido dar a él. También hubiese sonreído. Era perfecto.
Allá estaba otra vez. Abajo el aeródromo, la laguna. Ya estaban en casa.
Cortar gases, y la sierra que empieza a crecer, a crecer, a subir con su nieve, como la leche hervida. Y la tierra que empieza a dilatarse, a crecer como una vejiga de gas.
Y los fresnos que vienen corriendo…
—¡Ya hemos llegado!
Fuera cascos, gafas y monos. Y ahora ¡al agua! Que si yo no hago el crawl, que si tú haces el crawl.
—¡Así se hace, Martínez!
El comandante nadaba, golpeando el agua con las palmas de la mano.
—¡Los timones delanteros muy mal, mi comandante!
Y ahora, a comer. Buena comida y buena cerveza fría.
El comisario habla. Lee la Prensa y la comenta. ¿Qué sabe la democracia occidental lo que es la vida?
Y luego a tumbarse al lado de los aparatos, junto a los fresnos.
Dos pilotos se quedaban subidos dentro y con el motor en marcha, por si hay alarma.
Federico lee una novela: policías, misterio, el millonario de Manhattan, el crimen en la quinta de verano, la jefatura de policía, el detective amateur que se ríe de los profesionales.
Para interrogar a una corista del «Scandal» empieza por regalarle un ramo de flores. Ella era la íntima amiga de la que encontraron estrangulada. La asusta, amenazándola con la intervención torpe e indiscreta de la Policía. Al final resulta que el criminal se había valido de un gramófono para probar la coartada! ¡Y todo se descubre por una partida de pócker!
¡Las mil y una noches!
El sol camina hacia unos picos, blandos y oscuros. La sombra de los fresnos se alarga y la de los aviones.
Llega el comisario.
—Camaradas: hoy ha muerto un buen compañero nuestro, un héroe; había sido un obrero sin trabajo, huérfano; combatió desde los primeros momentos en el Puerto del León, en Talavera, en el barrio de Usera… hasta ingresar en Aviación. Tenía veinte años. En vez de guardar un minuto de silencio en su honor, creo mejor que cantemos todos la «Joven Guardia», con el puño en alto, ¡muy alto!
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El sol ya se había puesto y la cena estaba servida. Dos se quedaban de guardia.
—¡Qué risa me diste anoche cuando querías jugar al ajedrez!
—Pues te gané.
—De mala manera.
—Dejad el ajedrez para luego y vamos a cenar.
—¡A cenar! ¡A cenar!
Y por fin se acostaron. Fuera brillaba la lima sobre el agua, sobre los fresnos y sobre los chatos, como torillos berrendos.
Dentro quedaba sólo encendida una luz de acetileno.
Federico levantó la cabeza de la almohada. Una cama estaba vacía: la de González. A su lado estaba el mosquitero medio quemado.
Tenía sueño un español y se tendió a dormir.