6. Verano y madurez

6. Verano y madurez

En Madrid se produjo un acontecimiento tremendo: acababa de ser muerto Calvo Sotelo.

La red de Falange se había cerrado.

Primero había sido un magistrado, luego un militar, varios estudiantes, policías y obreros.

Por último había sido un teniente de Asalto, el teniente Castillo, cuando salía tranquilamente de su casa.

Un hombre cetrino, chato, con los ojos relucientes como el vientre de las arañas negras, le esperaba, rodeado de otros e hicieron fuego sobre él.

Era el mes de julio, con calor asfixiante, y las ventanas del Ministerio de la Gobernación tenían que estar abiertas.

A horas de la misma noche moría Calvo Sotelo, y en las verbenas gritaba de júbilo la gente subida en los tiovivos, y eso que la huelga de la Construcción había dificultado y retrasado su instalación.

Los cerditos del tiovivo sonreían y enseñaban los colmillos, moviendo la cabeza al compás de un órgano instalado en el centro.

Había este año como novedad en la verbena, una especie de viaje misterioso por una peseta. Las parejas de novios se subían en unos carricoches y se metían a gran velocidad por unas puertas oscuras, y en la oscuridad se aparecían ahorcados, ataúdes, lechuzas y mochuelos.

Después se salía otra vez a la luz del día o de la noche.

Sin poderse contener, Paco miraba a una chavala de su barrio. Estaban en la verbena.

¿Le diría que sí o que no?

Era rubia sedosa, ojos azules, esbelta, no muy alta.

Él no sabía si estaba o no decidido a casarse, o simplemente si quería pasar el rato.

A ella le daba poco más o menos lo mismo y respiraba el aire fresco de la noche.

Mateo, Manolo y Perico iban también por la verbena, despreocupados y pitadores, y Nieves, Esperanza y Eloísa, y miles y miles como ellos y como ellas.

Era una noria el ir y venir de la gente, como en una rueda.

Ojos azules, verdes, pardos y negros pasaban, y trajes morados, carmesí, amarillos y rojos.

Pasaban también oleadas de voces y de risas. Fuentes de carcajadas de todas formas y colores.

Apenas si el humo se veía entre los focos de acetileno y las lámparas de centenares de bujías.

Apenas si se podía respirar, dado el ruido de los gramófonos eléctricos y de los tremendos altavoces.

Estaban muy de moda en Madrid canciones seudogitanas.

Estaban muy de moda palabras como repanocha…, etc.

En verano parece que las estaciones de los trenes son sonoras y luminosas; parece que los montes están más cerca, que las discusiones literarias son más cordiales que mientras se toma café helado no puede ocurrir nada, que la fiebre del amor se desata libre en los jardines y paseos públicos.

Parece que el verano es un lagarto al sol, que invita a dormir.

Parece que el verano es un sifón azul y corriente, que invita a beber y burbujear.

Parece que el verano es una novia que se tenga, libre y feliz.

Y, sin embargo, al día siguiente hubo su entierro.

El entierro de Calvo Sotelo, decimos.

Allí se liaron los guardias de Asalto, indignados, con los señoritos fascistas.

Una vieja lo decía:

—¡Esto no puede quedar así; tiene que armarse de una vez la gorda! ¡Sea el que sea y venga el que venga!

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Madrid, Madrid, a estas horas te canto, a estas horas te digo:

Eres alegre, espumante, voceador y atrevido.

Eres grande y algo loco; das sensación como de sedas.

Estás colocado en un terreno firme y elevado, embutido de sonoras bocinas.

Tus Metros corren por debajo como grandes serpientes.

Tus tranvías amarillos mugen como alegres y luminosos bisontes.

Tus parques eran nidos de amor.

No conocías la religión y sí la religiosidad.

No conocías el dolor y sí las molestias de la desorganización y de la incultura.

Madrid: tú te dejabas llevar por tus pasiones hacia toda Castilla, hacia toda España.

Madrid: tú eras elegante y bienhechor.

Ibas a la guerra con los zapatos limpios.

En los bares se bebía cerveza y más cerveza.

El miércoles el cielo estaba ligeramente nublado de bochorno.

El jueves volvió a estar despejado y apretó el calor salvajemente. A eso de las tres de la tarde ligeras nubecillas aparecieron en el horizonte sur de Madrid.

Pedro Calderas las veía desde el sillón donde estaba medio adormilado.

—Esto de Calvo Sotelo no quedará sin venganza —decía.

Lo mismo dijo ese día en el Congreso una armoniosa y parlante pera llamada Gil Robles.

Henestrosa se revolcaba, pálido, extenuado, en la chaise longue donde en verano procuraba dormir la siesta.

En sus manos, sudorosas y verdes, estrujaba folletos clandestinos de Falange.

Doña Purificación, doña Presentación y doña Fernanda, sin agua y sin ascensor, iban y venían de un lado a otro de sus respectivas casas, envueltas en bochorno y en sudor, y repitiendo nerviosamente entre dientes:

—¡Canallas! Y ahora lo de Calvo Sotelo.

Los Gonzalo de Córdoba, los Muguiro, los Sáez de Heredia trabajaban en la Falange, tenían Madrid policialmente estudiado en la orden que se les daba de estar de guardia permanente y a disposición del Mando.

Pezuño, más serio y preocupado que nunca, desapareció misteriosamente.

Y los industriales, comerciantes y profesores alemanes cerraban sus maletas. Ya lo tenían todo preparado.

La mayoría de la gente no sospechaba nada.

Velaba la Falange.

Velaban los Partidos y la Juventud.

Los horizontes de Madrid

Los horizontes de Madrid están así como rodeados de conos morados, de ráfagas plomizas y amarillas, que se distinguen entre las hileras de casas altas y desgarbadas, y que han sido aprovechados por todos los buenos pintores que los han visto.

Estos horizontes de Madrid han producido lo mejor de ella, desde Góngora, Velázquez y Goya hasta Antonio Machado.

Han producido también centenares de caravanas de obreros jóvenes que a ellos iban todos los domingos.

Madrid era una ciudad alegre, deportiva y aireada.

Madrid no era una pesadumbre de piedra, sino una ligereza de vidrio.

Madrid está situada en medio de una falsa llanura, cuyas ondulaciones parece que se la van a comer.

Los horizontes de Madrid tiran de la ciudad entera, incluso de los ojos y del espíritu de sus habitantes, de su juventud heroica y de sus poetas.

Por ellos amanece el día 17 de julio de 1936.