6. La retaguardia

¡Milicianos! ¡Por la máxima eficacia!

Millares de jóvenes se aprestan a combatir en defensa de la República.

Impulsados de entusiasmo, sin freno a su deseo de aniquilar al enemigo, forman en las patrullas de vanguardia.

La vida propia no importa nada cuando es la vida de un pueblo, acosado de traidores, lo que peligra.

En varios frentes los jefes militares han tenido que poner un dique de reflexión a los enardecidos.

Es preciso que estos muchachos, sin antecedentes militares, pasen por un cuartel para recoger una instrucción.

¡Que el heroísmo rinda toda su eficacia al juego de una acción disciplinada y conjunta!

¡Milicianos! ¡Por la máxima potencia ofensiva!

—¡Un, dos, tres, aro!

—¡Un, dos, tres, aro!

—¡Un, dos, tres, aro!

Sobre el cuartel de Francos Rodríguez cae la tarde, demasiado suave y tardíamente para la actividad febril de los que se han pasado el día al sol y al polvo.

—¡Un, dos, tres, aro!

—¡Un, dos, tres, aro!

El estudiante Marcelo va enfundado de cargos oficiales; su cultura le sale en forma de saliva por la garganta. De tanto pensar en la República, se le han puesto los dientes más incisivos, aunque no ha perdido nada de su sana alegría.

Un día apareció por el Quinto Regimiento en forma de molinillo de preguntas y respuestas.

—¡Un, dos, tres, aro!

—¡Un, dos, tres, aro!

Siguen los «aceros» no pensando en nada, no preocupándose de nada más que de ganar la guerra.

El estudiante Marcelo habló con uno de ellos.

Oye. Los labios del «acero» se mueven precisos y fríos; sus ojos, ardientes y serenos.

—En cada movimiento fascista hay siempre un gran financiados El gran capitalismo, el capital monopolista es la base económica del fascismo, el que realmente se aprovecha de él, poniendo por medio del llamado «Estado totalitario» toda la nación a su servicio, a sus órdenes, a sus criminales deseos de guerra y expansión… Yo sé manejar la ametralladora, el fusil, el rifle de repetición y la pistola; todo ello y mi vida están a disposición de la causa antifascista.

El estudiante Marcelo no contesta. No puede contestar.

Doña Fernanda estaba asqueada. Justamente asqueada.

Había devuelto los periódicos que le habían traído.

—Éste no es mi ABC.

Estaba dispuesta a devolver todo a la cara de aquel que viniese a hablarle de política.

Estaba justamente indignada, estaba justamente resentida, estaba justamente dolida.

En la habitación de al lado sus hijos, Felipe y Alfonso, jugaban al pócker con las Pineda, que habían subido del piso de abajo.

No querían saber nada, no querían enterarse de nada.

—Esperad un momento, que voy a traer pasteles y vino de Málaga.

—¡Así vengan revoluciones y más revoluciones y guerras civiles!

—¡Ja, ja, ja!

Don Pedro Calderas y Ariza no sabía lo que se le había venido encima. Un cuñado suyo, el señor Revesz, alto empleado del Banco Español, había enloquecido y se había suicidado.

Don Pedro Calderas no podía comprender cómo su corazón no reventaba de cólera, cómo sus ojos miraban todavía detrás de los cristales de sus gafas.

¡Ahora sí que era seguro que ganaban los rojos!

—¡Oh, leñe! ¡Oh, Jesucristo! ¿Cómo lo has permitido? ¿Cómo consientes que esa plebe consiga sus propósitos?

—¿Y la finca? ¡Ni hablar! Ya se la habrán repartido los de Navalcarnero. ¡Y con lo exaltados que son!

—¡Oh, leñe! ¡Oh, Jesucristo! ¡Con lo bien preparado que lo teníamos!

El pijama se le había quedado estrecho, y las gotas de sudor le rebasaban las orejas y el cuello cuando daba vueltas y vueltas en su aparato de radio, buscando las emisoras fascistas.

—¡Caracoles con el calor que da esta radio!

—¡Caracoles con las circunstancias! ¡Qué me suban otro jarro de horchata!

Fefiñanes hablaba con el portero de su casa, al que durante años había abrumado con propinas.

—¿Quién, el Gobierno o los militares?

—Los militares, o sea los facciosos.

—No lo creo, Gaspar; ellos son católicos y no es posible que cometan esas crueldades que usted me cuenta. Yo, mire usted, no me he metido jamás en política. No soy tan exaltado como el señorito Carlitos y el señorito Francisquito, que gracias a Dios ya están en sitio seguro; pero, desengáñese usted, repartir armas a esta canalla es una atrocidad.

—Pero, señor, alguien tiene que defender la República, al Gobierno legítimamente constituido.

—¡Ta, ta, ta, ta! Ésas son pataratas, Gaspar. Los gubernamentales son, en realidad, los sublevados, los insurrectos. Ellos son los que tienen la culpa de todo. Y tenga usted la seguridad de que antes o después, tarde o temprano, los militares vencerán. ¡Confío en Dios!

—¿Los militares? ¿Qué militares? ¡Los traidores, querrá usted decir, los facciosos, los canallas!…

—En fin, usted comprende…

Fefiñanes se sonreía sarcásticamente, bajo sus bigotes, entre sus mejillas y sus ojos, rojos de cólera.

—En efecto. Buenas noches, Gaspar, y tenga usted cuidado, no se comprometa mucho en favor del Gobierno legítimamente constituido. Solamente por un por si acaso…

Madrid seguía retumbando, brillante como si nada hubiese ocurrido.

Madrid aparecía todavía brillante de luces, florecido de bares, de puestos de horchata, de mesas para cañas de cerveza.

Allá en el Guadarrama unos cuantos idiotas se batían.

Eso pensaba el Marrasquino, sombrío tahúr, portero de cabaret, conquistador de mujeres fáciles y vago profesional.

¡Ahora había llegado la suya!

Eso pensaba golpeando la mesa de mármol con su última ficha de dominó.

—¿Vamos, camaradas?

Cuatro hombres salieron de la calle. ¡ Ahora había llegado la suya!

En la boca llevaban sendos puros, al hombro sendos fusiles. Un coche les esperaba.

¡Cómo brillaba Madrid de noche! Todo él era suyo. ¡No había autoridad!

¡Incautar! ¡Requisar! ¡Asesinar! ¡Ésa era su labor! ¡Preparar la retaguardia!

Otros habían elegido la disciplina, el frente. ¡Idiotas!

¡ Allá ellos!

En la noche madrileña velaban cara a la sierra ojos conscientes, ojos disciplinados.

En cada esquina, en cada bocacalle.

En los cuarteles de los regimientos, en los partidos políticos, en las radios de las barriadas, en las casas de los sindicatos y de las Organizaciones.

En la noche todavía Madrid brillaba, y se cenaba bien, barato y alegre.

La luz eléctrica parecía más pura y brillante que nunca.

No se oían los cañonazos ni los tiros del Puerto del León. Sólo se oía el viento sobre los árboles del Retiro, algún que otro paco y alguna autoritaria voz de alto.

Por la madrugada todo quedaba más en silencio. Cantaban las ranas, entraban y salían coches de las embajadas.

Cantaban los grillos, funcionaban las radios clandestinas.

Madrid hervía de espías como de gusanos un burro podrido.

Del Quinto Regimiento salieron las primeras consignas: «¡Vigilancia en la retaguardia!».

Mientras los «aceros»:

—¡Un, dos, tres, aro!

Aprendían la instrucción para marchar al frente.

Agazapados, sombríos y torvos, otro grupo de fascistas activos esperaban en el fondo de una cervecería «que pasasen estos momentos».

Sus ojos tenían el color de la cerveza negra y sus manos el de los mariscos.

—Había que organizar, organizar, organizar.

Fernando Ariz y Andrés Laso Cortegada se habían marchado. Ellos no lo habían conseguido, pero trabajarían en Madrid.

—Había que relacionarse, relacionarse, relacionarse.

La clandestinidad se abría delante de ellos, rica y prometedora, como una novia educada en el Sacré Coeur.

Y lo primero que hacía falta para poder trabajar bien, era obtener un carnet sindical o político o hacerse simplemente miliciano.

De arriba, les venía la gracia de Dios y de los Estados Mayores.

Consignas

«Vigilancia, vigilancia en la retaguardia».

«Disciplina militar».

«Unidad de mando».

«Unidad de plan».

En Madrid sonaba todo esto todavía con un aire machacón, con un aire pesado.

Muchos en Madrid pensaban sólo en veranear en «Villarrevolución».

Madrid estaba llena de aguas subterráneas, de aguas fecales que a veces salían a la superficie.

Era muy fácil abrir las compuertas del Frente Popular a las alcantarillas fascistas.

Era fácil abrir las esclusas de los Estados Mayores.

En ellos florecía la planta venenosa del sabotaje activo y pasivo.

Pueblos, sierras y llanuras se regalaban entonces al enemigo.

Y mientras tanto, en el Quinto Regimiento, las colas para enrolarse continuaban. El pueblo madrileño se ofrecía en carne viva para el sacrificio.

Acudían los hombres de Cuatro Caminos, de la Prosperidad, de la Guindalera, de la Puerta de Atocha y los Carabancheles; acudían con sus manos llenas de grasa mineral, de harina o de cal; acudían con sus uniformes de tranviarios, de trabajadores del Metro.

Acudían los tipógrafos, los mecánicos, los estuquistas, los chóferes, los albañiles, los panaderos, los músicos, los metalúrgicos.

El cuartel de Francos Rodríguez se hinchaba. Florecía como una copa de espuma de licor heroico.

También acudieron los campesinos: los soles de las diferentes partes de la meseta de Castilla la Nueva.

Acudían con regalos para los milicianos: con pollos, gallinas, conejos…

Además, acudían con su vida. La que ofrecían en la ficha firmada.

Blusas y gorras toledanas, sombreros manchegos, pañuelos alcarreños, allí iban a defender sus barbechos, sus trigos, sus altozanos de tomillo, de romero y espliego.

Allí iban a defender sus montes, sus ríos de anguilas, sus huertas de fresa y espárragos.

Y venían al Quinto Regimiento, a su Regimiento, al Regimiento de España.

Querían sentirse hermanos de sus mandos.

Querían ser mandados por sus compañeros de la ciudad o del campo.

La vista de un Estado Mayor entonces era algo que movía a risa o a llanto.

¡A ti te digo, Estado Mayor de los primeros tiempos!

De cuadros medios ni hablar, y en cuanto a los zapadores y fortificadores sobraban, porque «bastaba con el pecho de los heroicos milicianos».

En este estado de cosas, el Quinto Regimiento penetró como una cuña, como un aguijón de acero.

¡Así no ganábamos la guerra!

Era de noche en el cuartel de Francos Rodríguez.

La Orquesta Sinfónica da un concierto para los milicianos, para los obreros y campesinos.

Contrabajos, tubas, violoncelos, flautas, trompetas entonan La Internacional en medio de un silencio emocionante.

Al principio todo el mundo está de pie, con los puños en alto y la cara pálida y emocionada.

Al principio todo el mundo mira las estrellas y los arcos de los violoncelos, sus ideales y el sacrificio de su vida.

Los monos azules y los rostros pálidos de los obreros escuchan, junto a las caras ennegrecidas y arrugadas de los campesinos.

Las blusas se abren, las alpargatas se pasan.

Los cigarros se apagan y la luz eléctrica brilla en medio de la oscuridad.

Poco sabe Europa lo que es oír La Internacional en este ambiente.

Resbalan los dedos de los contrabajos en rápido acompañamiento. Los milicianos del Quinto Regimiento rompen a cantar.

Han llegado al colmo de la emoción y unen sus voces vigorosas al conjunto orquestal.

El aire de la noche es agradable y levanta ligeros remolinos de polvo y arena del enorme patio del cuartel.

Los milicianos están sentados en torno a la orquesta.

En este momento empieza la interpretación del serenamente apasionado «Kommintern», himno de la orientación y disciplina proletaria, ardiente y encauzada. El público lo oye, silencioso, y las paredes de los edificios tiemblan, conmovidas, por su firmeza.

Después se interpreta la «Joven Guardia», burbujeante de sangre joven, de impaciencia, de fe revolucionaria, de masas que marchan jubilosas forjando el porvenir.

Los jóvenes milicianos sonríen alegremente a este himno de juventud y alegría. Efectivamente, los poderosos reaccionarios tiemblan ante la guardia roja, y el pueblo, esclavizado de siglos, alcanzará su triunfo.

Finalmente se interpreta el Himno Nacional.

Los héroes tienen alegre el espíritu, como esta noche de Madrid, canícula de sencilla abnegación, de estrellas, de fuertes puños de acero.

Nocturno en Logroño

Negros, grises, engañadores, traidores se alzaron los oficiales rebeldes en el cuartel, sobre los muchachos que el Estado les había confiado.

En los primeros momentos les faltó valor para decir la verdad de lo que se proponían.

Les faltó valor y dijeron que la sublevación se había hecho para defender al Gobierno.

Les faltó valor para decir que era para implantar el fascismo en España.

Les faltó inteligencia para ver que era para regalar España al imperialismo italiano y alemán.

Les cegaba la chulería y la brutalidad histórica: el tupé, las cejas y los bigotes.

Les cegaban los leguis, los correajes, los bombos y los cornetines de pistón; los frondosos paseos provincianos y las brillantes salidas de las misas aristocráticas.

Les cegaba ese vago canto azul que es la propaganda fascista.

Ellos querían dar una respuesta a los obreros en forma de desplante, de insolencia.

Ellos se apearon del coche de turismo y cruzaron de un latigazo la cara del arriero que osó interponerse en su camino, obligándoles a dar un frenazo y asustando a las señoritas que los acompañaban.

Esto es en resumen la sublevación.

Los labios del coronel Maza Pelliza se hincharon como una trompeta.

—¡Soldados del regimiento de Ceriñola de Logroño! ¡Se ha producido un levantamiento faccioso contra el Gobierno; ara evitar mayores males tenemos que acudir a Madrid, en aseo militar, para dar sensación de fuerza! La partida será mañana, a las cinco de la mañana. Espero que todos cumpliréis como bravos, como españoles que sois. ¡Viva la República!

En el patio del cuartel están, firmes y agrupados por compañías, hasta ochocientos muchachos.

Son campesinos de la Rioja, de la Demanda, de la sierra Cebollera.

Fueron traídos de las vides, de los barbechos, de las majadas, para servir a España, al Gobierno de la República.

Fueron conducidos a los cuarteles donde nadaban entre dos aguas los tiburones de la traición.

Allá fueron alegremente, con sus ojos de inocencia y su bozo incipiente, entre canciones y risas, tabaco de treinta, piropos y novias, a ponerse a disposición de los mandos del ejército republicano.

Ellos creían que eran honrados, que eran caballeros, y se confiaban a ellos.

Esteban Rojas, sin embargo, sospechó algo y así se lo dijo a varios compañeros suyos.

—Yo, en cuanto tenga ocasión, me escapo.

Sería la del alba cuando salieron para Burgos. Sin armas de ninguna clase y con la conciencia volando a su espalda, como cometas de dolor prendida con alfileres a la carne viva.

En el camino terminaron con toda duda; se les unió una buena cantidad de individuos con boina roja y borla amarilla, armados hasta los dientes: eran los requetés de Navarra.

Brillaban los fusiles ametralladores y los cañones de las pistolas; fosforescían los escapularios y las nieves que aún quedaban en las sierras de esta parte de Castilla.

En Burgos les esperaban más requetés y falangistas, ataviados con mono, yugo y flechas, y boina pequeña coquetamente colocada a la francesa. Eran los de la localidad, aleccionados y dirigidos por el hijo del juez, Lucas Suso, joven de nariz gorda, nuez y gafas también gordas, y labios mal cerrados por dos dientes sobresalientes. El pelo lo llevaba fantásticamente peinado hacia atrás.

Eran de rigor los arriba España y los dioses, patrias y reyes.

En aquella estación Esteban Rojas oyó un grito nuevo: «Una Patria: ¡España! Un Caudillo: ¡Franco! Un estado…». Lo del Estado quedaba sin definir.

Se entrechocaban los fusiles ametralladores, los escapularios y los pechos de los fascistas, como cántaros viejos.

Los soldados esperaron más de dos horas en la estación, en los almacenes de pequeña velocidad. Las puertas estaban guardadas por parejas de falangistas o requetés. Los demás, pistola en mano, se mezclaban con ellos por parejas y los interrogaban:

—¿Tú de dónde eres?

—De la provincia de Soria.

¿Oficio?

—Pastor.

—Muy bien; nosotros vamos a ir a Madrid en la misma compañía vuestra, en la que manda el teniente Espinosa. Espero que nos llevaremos bien. ¿Has militado en algún partido político?

—Ninguno, no señor.

—Y tú, ¿qué ideas políticas tienes?

—Yo… si le he de decir a usted la verdad, no tengo ninguna. Yo no sé lo que es eso.

Los ojos del campesino se abrían entre carne tostada. Eran pequeños y turbios. Parecían dos ratas acorraladas, chorreando miedo y desconfianza.

—¿De dónde eres?

—Del partido judicial de Calahorra; a mi pueblo le dicen Carcabuey.

¿Y tú?

¿Y tú?

¿Y tú?

Los campesinos no sabían qué pensar: sus padres, sus gallinas, sus barbechos, sus novias, algún editorial de periódico, mal leído en algunas ocasiones: todo se mezclaba en su cabeza, daba vueltas y, como resultado, salía lo de siempre: desconfianza.

Llegó el turno a Esteban.

—¿Y tú qué eres?

—Aprendiz de zapatero.

—¿Dónde?

—En Logroño.

—¿Qué ideas políticas tienes?

—Yo, ninguna… Español, leal a la República.

Otro falangista de más categoría intervino. Apartó con el codo al primero.

—¡Déjamelo a mí! ¡Apunta su nombre! ¿Cómo te llamas?

—Esteban Rojas Rodríguez.

—¿Con que tú dices que ninguna idea política tienes, pero eres leal a la República? ¿Cómo explicas tú eso?

—Pues muy sencillo. Yo acato el poder constituido.

—¿Y qué te parecería si el ejército español y la mayoría de los españoles se levantasen en contra del Gobierno? ¿Qué te parecería?

—¡No entiendo!

—¿Cómo que no entiendes? ¡ Pues está la cosa bien clara! ¿Qué te parecería?, repito.

—Yo no sé. Depende… Según los motivos.

—¿Has estado alguna vez en la Casa del Pueblo?

—No.

—¿Estás afiliado a algún sindicato?

—No.

—Pronto nos enteraremos si mientes y la pagarás. ¿Has apuntado su nombre? ¡Cuidado con este pájaro!

Por fin Esteban quedó tranquilo, aunque rojo de vergüenza e ira.

Más de sesenta compañeros se habían llevado los falangistas y no se volvió a saber más de ellos.

Mientras tanto, Lucas Suso, el jefe falangista, estaba desayunando en el café de la estación con el teniente Espinosa y varios oficiales. El coronel Maza Pelliza había ido a entrevistarse con el gobernador militar de Burgos.

Llegaron del Norte dos trenes militares más, con tropas y requetés.

El jefe de la estación era un ingeniero militar y los empleados estaban vigilados por falangistas. En las máquinas de los trenes iban falangistas, pistola en mano.

—La Falange es lo más vivo, lo más audaz —dijo Lucas Suso—. Hay qué ver la soberbia respuesta que hemos dado a la política del Frente Popular de Moscú.

—La Falange —añadía— no es más que una unión de corazones calientes y españoles, corazones de jóvenes. No vamos contra ningún partido político determinado. Estamos por encima de ellos. Nuestra idea es España y sólo España. ¡Amor español! ¡ Hay que acabar con los partidos políticos! Y con la interpretación económica y materialista de la Historia. A la Historia y a los hombres les mueve no la economía sino la fe, el amor. Si no, ¡véase la muestra!

—Eso es lo que nos mueve a nosotros —dijo un hombre alto, corpulento, medio calvo, moreno y peludo: Aspiroz, el jefe de los requetés.

Los falangistas eran más «inteligentes». Los requetés, hombres de pelo en pecho, como Vifredo el Velloso o Clodión el Cabelludo, representaban más «la tradición», «las virtudes raciales».

Los requetés eran más brutos. Los falangistas más traidores, más crueles, más consecuentes.

Las gafas de Lucas Suso estaban empañadas con el vapor del café caliente. Se las limpió con un pañuelo blanco, de borde negro.

Aspiroz, el requeté, se sonó entonces estrepitosamente. En todo eran igual los tradicionalistas.

—Laus Deo!

Burgos es una tierra blanca, amarilla y rojiza, con altos chopos que el viento norte desnuda sonoramente noche tras noche. Desde la estación se ven perderse los raíles de la vía en el infinito.

Burgos tiene un río, flor de cangrejos, dos o tres puentes y un grande y frondoso paseo.

El coronel Maza Pelliza iba delante a caballo.

Los oficiales le seguían de la misma manera, gallardos y agudos como estiletes.

Después, gris y mortecina, la masa de la tropa, aplanada, medio descalza, en ayunas, en babia.

Detrás venían los requetés, muchos de ellos con barba y bigote, cantando con voces broncas, como los rugidos de cien bueyes lejanos.

Si te preguntan quién vive,

responde sin dilación, ¡sin dilación!

voluntarios de la causa

y viva la Religión, ¡la Religión!

Cerraban la marcha los falangistas. Éstos eran adolescentes, gañidos, buenos hijos de familia, provincianos, cloróticos unos, fofos otros, insultantemente deportivos, y atléticos algunos.

Todos llevaban fusiles ametralladores y pistolas alemanas.

Iban taconeando y braceando audazmente.

Una cabeza charolada rubia, otra morena, otra castaña.

Delante iba Lucas Suso, y a su lado el abanderado llevaba el estandarte rojo y negro.

Esteban pudo verlos largamente.

Eran los mismos de la mañana.

El frondoso paseo temblaba bajo las pisadas ancestrales de los requetés, y se estremecía de cosquillas bajo el gracioso taconeo falangista. También se oscurecía de dolor al paso de la reata de esclavos españoles, las desoladas compañías del regimiento de Ceriñola.

Pasaron junto a varios cadáveres, colocados junto a la baranda del río y bajo un letrero: «Esto pasará a todos los cochinos marxistas», y como sello, el yugo y las flechas.

Pasaron por el Espolón, completamente desierto.

Solamente dos barrenderos viejos levantaron el brazo, como dos troncos de árboles centenarios, paralíticos de miedo. Así llegaron a un gran local. A la puerta había algunas gentes: varios sacerdotes, dos o tres jefes militares y unas quince o veinte señoritas y señoritos de la aristocracia burgalesa, hijos de caciques de los pueblos, de usureros, de jueces y notarios, de tenderos enriquecidos, sobrinas y sobrinos de canónigos, etc.

También había varias señoras y señores, con un aspecto tal, que parecía increíble se mantuviesen de pie sin deshacerse al sol y al viento.

Dentro del local se sucedieron los gritos de arriba España, Dios, Patria, Rey…, etc., y los saludos a la italiana.

Les entregaron un paquete de setenta a cada uno y les cosieron en la guerrera un escapulario: «Detente bala, el corazón de Jesús está conmigo».

El coronel Maza Pelliza volvió otra vez a poner los labios en forma de trompeta, para hablar del «resurgimiento nacional», «la resolución de España», «el glorioso ejército» y otras cosas, pero sin decir claramente en qué consistían. También llamó a los soldados «soldaditos», cosa que a Esteban le dio muy mala espina.

A continuación tomó la palabra Lucas Suso.

Habló del sol, del amanecer, del cielo azul, de los imperios españoles, de la «cultura occidental», puesta en peligro por los bolcheviques.

Tenía una voz aguda, que se convirtió en chillona cuando dio el grito de arriba España. Sus ojos parpadeaban febrilmente detrás de las gafas.

A continuación habló Aspiroz, el requeté, con voz profunda y entrecortada. En su cabeza, un poco calva, brillaban algunas gotas de sudor, como si la hubiesen regado con un sifón. La boina, colorada y amarilla, le había dado un calor espantoso durante toda la mañana.

Su discurso fue el menos lírico y el más breve. Nada de amaneceres, de soles nacientes ni dorados imperios. Nada de «cultura occidental». La cultura occidental era liberal y atea.

En resumen, no dijo más sino que, como los antepasados, había que volver a luchar por la Fe.

Después tomó la palabra un sacerdote gordo, sin duda un obispo o canónigo muy importante.

Fue acogido con grandes aplausos. Tenía el rostro cuidadosamente afeitado, las carnes blancas, los ojillos azules e inocentes, como cargados de una bondad pesada, semejante a un sueño reparador.

Su voz era suave, dulce, como la mantequilla de Soria.

Los momentos eran graves para España, pues irnos desgraciados y pobrecillos ignorantes, dignos de compasión, y a los que deseaba que Dios, en su infinita misericordia, les perdonase, habían puesto en peligro la «paz social», por seguir las prédicas del enemigo.

Tal vez habría que luchar, tal vez habría que derramar sangre; pero no importaba, porque Dios estaba con sus fieles como un pastor con sus ovejas, y al fin les daría a todos la bienaventuranza.

Las carnes blancas se iban tiñendo de un vivísimo carmín a medida que hablaba, y sus ojillos, antes apagados, soltaban chispas de alegría o de malicia.

Parecía que iba a romper a reír a carcajadas.

Su color blanco, sus mejillas sonrosadas, sus ojos azul purísimo, se mezclaban y se borraban con la distancia. Parecía un cielo amaneciente primaveral.

¡El verdadero amanecer de España!

A modo de un cargamento de carne fría, fueron metidos a las dos de la tarde en camiones.

El obispo o canónigo dio, antes de partir, la bendición a la carne fría y la regó de agua bendita.

Allí se quedó, con su mirada perdida en el infinito, mientras corrían Espolón arriba, en busca de la carretera de Aranda.

Chopos y chopos. Campos arrancados a España.

Campesinos más bajos, más morenos, más desgarbados que nunca, que se arrastran por entre los rastrojos, mirando a la sequía del cielo, a los arroyos secos, a la sequía de la política y otra vez a la cruz de la torre de la iglesia.

Campesinos vueltos a sumergir en la ignorancia y en la locura desconfiada, contemplando los cadáveres de sus hermanos fusilados.

En medio de las tierras castellanas se tiende, teatral, blando y abyecto, el histórico saludo italiano.

Ríen sólo los usureros, los caciques, los sanchopanzas, las trotaconventos y las celestinas de Castilla.

Los buscones adulan a los señores.

Don Carnal, terrateniente, se ceba, junto a las tapias de los cementerios, en los cadáveres de los castellanos dignos y batalladores.

Llegaron a Aranda de Duero, donde hicieron noche.

El Duero escapaba libre y feliz hacia el mar, hacia la libertad. No había quien pudiera sujetarlo. Esteban Rojas pensó que era como el pueblo español. Nadie podía encerrarlo, y todo lo que dijeran de Madrid y del resto de España era seguramente falso.

En Aranda les acondicionaron alojamiento en un gran garaje.

Esteban Rojas tuvo ocasión de hablar con sus compañeros. Todos estaban temiendo algo muy malo, aunque no sabían a punto fijo lo que ocurría.

Los falangistas y los oficiales les vigilaban constantemente y les dijeron que las tropas del general Mola habían entrado victoriosamente en Madrid.

—Toda España, excepto algunos pequeños núcleos, está por su glorioso Ejército y por sus personas decentes. El marxismo y la anarquía han sido aplastadas al tratar de sublevarse en Madrid contra el Gobierno de la República.

Propaganda en las filas enemigas

Mientras tanto en Madrid se trabajaba. Se trabajaba y se veía.

Desde las terrazas del Quinto Regimiento no solamente se veía la sierra.

El gigante Quinto Regimiento miraba por encima de ella, con sus ojos inteligentes y acerados.

Veía toda Castilla la Vieja, ensangrentada y desierta.

Veía los campesinos, humillados y robados.

Veía las columnas de campesinos uniformados, forzados a combatir contra sus hermanos, en contra de sus intereses.

Veía el terror con que eran amenazados y oía las mentiras con que los oficiales trataban de justificar su traición a la patria.

Observaba los ojos desorbitados, los labios pálidos de ira, los puños crispados en los bolsillos izquierdos, mientras con la mano derecha se saludaba a la italiana.

Observaba los muros socavados, las paredes huecas bajo los desfiles aparatosos, los cimientos carcomidos de todo el edificio de la traición sin base.

Observaba el sentimiento de simpatía que existía entre los campesinos castellanos, gallegos, aragoneses y andaluces hacia la causa del pueblo.

Observaba, en fin, que los hermanos eran hermanos, por encima de todos los entorchados y de todas las traiciones.

De todo esto podía extraerse un arma gigantesca, eficaz y terrible, con la que los fascistas no podrían jamás contar, avivando el fuego de esta fraternidad.

El Quinto Regimiento no solamente sabía disparar ametralladoras. Sus hombres sabían también, con oportunidad y acierto, manejar la máquina de escribir.

Aquella noche Esteban Rojas pudo hablar mucho con otro compañero suyo, Francisco Villanueva, con un sargento y varios cabos.

Todos coincidieron en que se trataba de una sublevación militar fascista, aunque no sabían si en realidad había triunfado o no en Madrid y en las demás capitales de España importantes.

Quedaron juramentados para escapar en la primera ocasión, caso de que hubiese lucha.

Tres oficiales paseaban, pistola en mano, pero ellos fingían hacer cola para beber agua en un grifo próximo.

En este momento el corneta tocó «silencio».

—¿Qué hacéis aquí? —dijo el teniente Espinosa, que mandaba la compañía—. ¡A dormir! Está prohibido salir del dormitorio varios a la vez.

Todos callaron.

—No lo sabíamos, mi teniente —contestó el sargento.

—Pues ya lo sabéis. Que no tenga que volver a repetirlo.

Los ojos del teniente les miraban, fijos y desconfiados. Era un muchacho delgado, barbilampiño, con ojos grandes y dulces, boca delicada y manos finas.

Una voz suave, forzada al máximo, salió de su garganta al tiempo que levantaba el brazo.

—¡ Arriba España! —gritó rabiosamente.

—¡Arriba España! ¡Arriba España! —le contestaron los otros, con ojos llameantes, los puños crispados, las manos en los bolsillos.

El teniente estaba lívido de ira.

—¡Arriba el brazo! —gritó—. ¿Todavía no sabéis saludar a los españoles?

El teniente Alcocer se acercó, pistola en mano. Todos estaban ya con la mano trémula a la altura de los ojos.

—Tú te llamas Esteban Rojas y eres de Logroño —dijo el teniente Alcocer—. En Burgos me han hablado de ti. ¿Eres socialista?

—No.

—¿Has estado en la Casa del Pueblo?

—No.

—Bien; averiguaremos. Y ahora vamos a apuntar el nombre de los otros. ¡ Mejor que traigan la lista de la compañía y les haremos una señal! En estas cuestiones hay que tener mucho cuidado. Luego sacaremos una copia de los sospechosos y se la entregaremos a los de Falange.

Al día siguiente, a las ocho, salieron.

Ya formados para salir en los camiones, el teniente Alcocer hizo traer a un confidente de Logroño, un antiguo limpiabotas que ahora estaba de asistente.

—¿Conoces a éste? —dijo señalando a Esteban Rojas.

El confidente afirmó con la cabeza.

—¿Le has oído hablar alguna vez de política?

El confidente negó.

—¿Sabes si ha estado afiliado a algún sindicato?

El confidente negó.

—¿Tienes alguna referencia de sus ideas políticas?

El confidente negó, finalmente.

—Está bien —gritó el teniente Alcocer—. Como se confirmen las sospechas que tenemos sobre ti, yo con ésta, ¿]a ves?, te pego un tiro en la cabeza.

Este mismo examen lo hicieron a muchos que eran de Logroño.

El descontento era cada vez mayor entre la tropa.

A las tres de la tarde llegaron a Cerezo de Arriba.

En este momento voló sobre ellos un aeroplano. Los soldados no tenían ni la menor idea de lo que esto podía significar, pero los oficiales, muy nerviosos, les mandaron que se echaran bajo los camiones y se refugiaran corriendo en los portales de las casas.

Así lo hicieron, y esto fue una verdadera suerte. El avión descendió y arrojó una nube de proclamas impresas en papel rojo, sobre los tejados, las calles y plazas del pueblo.

Cuando los soldados salieron de los portales, los oficiales y los falangistas estaban en medio de las calles, pistola en mano.

—¡Al que toque una de esas proclamas, le mato como a un perro!

Seguidamente, varios falangistas se dedicaron a recogerlas y quemarlas.

Pero todo fue inútil. Muchas de ellas habían sido ya leídas. Empezaban así:

¡HIJOS DE ESPAÑA!

¡Soldados de las fuerzas de Mola, Cabanellas y Franco! ¡Soldados que os llevan arrastrados, coaccionados o engañados los militares vendidos a un contrabandista…!

Los traidores que han faltado a su juramento están ensangrentando España. Para comprar armas, han vendido al extranjero pedazos de nuestra tierra.

La inmensa mayoría de los españoles están en pie contra ellos. Querían tomar Madrid y en Madrid están hasta las mujeres y los niños luchando por defenderle.

Serán aplastados porque la traición no puede triunfar.

Muchos de vosotros vais a la fuerza al lado de ellos y otros engañados.

Ya veis cómo no triunfan, cómo no solamente no toman Madrid, sino que serán aplastados.

Venid a nuestro lado. Seréis recibidos por él pueblo con los brazos abiertos. Nosotros no maltratamos a los que vienen a nuestro lado desengañados. Fusilaremos a Franco y a Mola antes de que preparen su huida al extranjero.

El efecto moral, entre los soldados de Ceriñola; fue fulminante. Un rayo de luz había iluminado sus cerebros.

Ahora veían claro.

Los militares se habían sublevado contra el gobierno del Frente Popular. En Madrid habían fracasado. Madrid seguía siendo del gobierno del Frente Popular y a ellos les llevaban a tomar Madrid, a luchar contra sus hermanos los republicanos, los socialistas, los comunistas, los anarquistas.

Aquella noche florecieron las conversaciones clandestinas entre los soldados de Ceriñola, como los grillos en las estepas castellanas. Solamente había una idea fija: pasarse a los leales.

De nada servía que los oficiales, los falangistas y requetés saltaran de grupo en grupo como cigarrones negros.

Los evadidos

Al sur de Cerezo de Arriba la llanura castellana se hincha, se abre en dos cuerdas retorcidas de rocas, de tierras altas, estériles y tristes. A un lado está el pico Cebollera; al otro, los montes Carpetanos; en medio, el puerto de Somosierra, como embudo seco, como gargantón áspero, rojizo y amarillento, con las cuerdas bucales hinchadas, sin saliva y sin lengua.

El paisaje es de los menos pintorescos del mundo;

Por unos campos cegadores, bajo un sol infernal, sube la carretera desarrollada en agrias revueltas.

Por ahí subían los camiones de los traidores.

Tres aviones facciosos volaron sobre ellos. Tres trimotores «Junker», negros y pesados, arrojando octavillas.

Ahora sí que había que cogerlas.

Y los falangistas dieron ejemplo, partiéndolas.

En ellas se decía que Mola estaba a las puertas de Madrid, que estaba entrando, que el empuje de las fuerzas nacionales era arrollador. ¡Ni una palabra que justificase todo esto!

Al poco tiempo se oyó intenso fuego de cañón y de fusilería. El teniente Alcocer reunió a sus hombres, y les dijo que se preparasen a entrar en fuego con una pequeña columna de marxistas que había logrado escapar de Madrid y a la que, afortunadamente, habían logrado sorprender las fuerzas que nos precedían.

Los colocaron en los parapetos, mezclados con los falangistas. Detrás había ametralladoras, manejadas por oficiales, para enfilar a los que tratasen de retroceder.

A unos doscientos metros se distinguía un grupo de hombres agazapados, desplegados en guerrilla.

Esteban Rojas no pudo por menos de dar con el codo al cabo Francisco Villafranca, que estaba a su lado.

¡Eran ellos!

¡Eran las milicias del pueblo!

¡Eran sus hermanos!

Los ojos se les llenaron de lágrimas, de lágrimas que temblaban con el viento.

Contra ellos se les ordenó hacer fuego. Los falangistas y requetés lo abrieron pronto; a los de Ceriñola les costó más trabajo.

Así llegó la noche. La guerra quedó reducida a pequeños tiroteos. De vez en cuando un pobre paco «rojo» saltaba, y los fascistas le daban una adecuada contestación de arma automática.

En cambio, la Naturaleza adquirió toda su fuerza como si nada pasara. El silencio se convirtió en cantar de millares de grillos, de chicharras, de mochuelos.

Somosierra se despertaba. Estaba allí, a pesar de haber tiros, a pesar de haber traidores, a pesar de haber fascistas.

Se conversaba en voz baja en el parapeto fascista. Esteban Rojas oía el latir de las venas de su cuello.

Un requeté, joven y colorado, al que Esteban conocía de vista, tendió un insulto a los «rojos».

—¡Hijos de la «Pasionaria», no vais a parar de correr hasta Madrid!

Allá abajo se oyó una voz que contestaba algo que no se percibía en la distancia. Sonaron otros disparos sueltos y todo volvió a quedar en silencio de grillos y corriente de aguas.

Y de pronto sucedió lo extraordinario: el espíritu del Quinto Regimiento que hizo aparición en medio de la cuenca montañosa. Una gran voz, una potente voz dominó todos los ruidos, extendiéndose a muchos kilómetros a la redonda, por cerros y montañas.

Los oficiales y los falangistas escupieron palabrotas y dieron orden de disparar, pero la voz dominaba todo, su garganta eléctrica era potentísima.

Es la radio de Buitrago, «E. A. J. 7.— Unión Radio de Buitrago», que comunica las noticias del día, y la verdadera situación de España.

Hasta los mismos falangistas han enmudecido, impresionados. Quieras que no tienen que oír, tienen que escuchar, aunque se tapen los oídos, aunque se muerdan los puños de rabia y aun los mismos escapularios.

La voz de la radio de Buitrago lo domina todo, y retumba por montes y valles, por las trincheras y los reductos, por las baterías y los nidos de ametralladoras. Para los jefes fascistas esta voz es un tormento indecible, pero, para los soldados engañados, es una revelación.

Esta voz les llama hermanos de clase; les dice que no tienen nada contra ellos; les aconseja que abandonen las filas fascistas y se pasen a las avanzadillas del pueblo, donde serán atendidos y tratados como camaradas; les explica la verdadera significación del movimiento y cómo luchan contra los intereses de ellos, de sus padres, de sus hermanos; les desenmascara las verdaderas intenciones de los jefes fascistas, de los militares traidores, de los señoritos y de los curas, que los arrastran.

Es la voz del Quinto Regimiento:

«Si queréis luchar por vuestros intereses y por vuestro porvenir, fusilad a vuestros jefes fascistas y pasaos a nuestras filas, para luchar al lado de nuestros hermanos».

Esteban Rojas está agarrado de la mano de su compañero; la sangre le hierve, nota que se funde en un nuevo ser, que un demonio o un dios le sube de las entrañas a la cabeza.

—¡Es el pueblo, es el pueblo! —dice—. ¡Somos nosotros!

En efecto; era el pueblo, el pueblo inteligente, el pueblo organizador, el pueblo de Madrid en pie de guerra; el Quinto Regimiento.

Los fascistas tenían que hacer algo. Tenían que contestar con sus razonamientos, tenían que emborracharse a tiros.

De madrugada ordenaron un ataque furioso. Primero iban los de Ceriñola; detrás los falangistas y requetés; a retaguardia quedaban los oficiales, con las ametralladoras enfiladas.

En este momento oyeron ruido de gente, que se acercaba arrastrándose. El teniente Alcocer les dio el alto y, a menos de veinte metros, se oyó la voz de fuego, dada por el comandante Francisco Galán.

Inmediatamente empezó el combate. Los fascistas respondieron, rápidos y con gran violencia, al ataque de los milicianos.

El teniente Alcocer, a grandes voces, dio la orden de avance. Por lo visto creía que se trataba de una chulería fascista más.

Desgraciadamente para ellos, la orden fue seguida por algunos requetés.

Pronto sonaron las voces de los heridos y empezaron a caer bombas de mano.

Esteban Rojas y su compañero estaban en un flanco menos batido. Consideraron que había llegado el momento.

Se desembarazaron de sus fusiles y se arrastraron a toda velocidad hasta llegar a un agujero.

Un requeté, gordo y colorado, les había visto y hacia ellos apuntó un fusil ametrallador, rebosante de balas dum-dum.

La culata del fusil rebotaba sobre los escapularios y las medallas que llevaba en el pecho.

Cuando se tiraba de cabeza al agujero, una bala dum-dum atravesó el muslo de Esteban Rojas.

Al cabo de dos horas huyeron los fascistas, y Esteban Rojas y su compañero, el cabo Francisco Villafranca, se atrevieron a asomar la cabeza.

Hacia ellos venían unos hombres. Unos hombres, unos hermanos.

Los dos evadidos juntaron sus pechos con el del comandante Francisco Galán.

Al poco tiempo se oyó un vivo tiroteo en las filas fascistas y al amanecer las descargas cerradas de los fusilamientos.

Todavía se oían cuando el cielo estaba ya azul, como los ojos del obispo de Burgos.

Los campesinos riojanos habían muerto por la causa del pueblo.

La gran boca de Somosierra salía de entre la niebla y el humo que se pegaba a la tierra. En lo alto se veían nubes doradas.

En las filas fascistas, un sacerdote, traidor a España y a Jesucristo, dirigía un rosario, que comentaban los requetés con voces de bueyes lejanos. Era por el alma de los campesinos de la Rioja fusilados.

¡En España amanecía!

Otra vez el Guadarrama

Al oeste del pueblo de Guadarrama existe un monte muy espeso, que pertenece al antiguo y famoso latifundio de Cuelgamuros. Por él avanzan los milicianos, silenciosamente, a copar un grupo de fascistas que tienen instalados unos nidos de ametralladoras, con las que se dedican a hostilizar al pueblo de Guadarrama.

Van dirigidos por Enrique Líster.

A través de esta marcha sin incidentes se siente palpitar el espíritu que los anima.

Todos saben a qué van y por qué van.

Todos lo hacen voluntariamente, sabiendo a lo que se exponen, la significación y la fuerza del enemigo.

Es de noche y el silencio absoluto. No se oye más que rumor de pisadas trepando por la montaña y tiroteos aislados.

Detrás vienen otros grupos, y por la derecha y la izquierda otros, todos subiendo silenciosamente.

La expedición es peligrosa y el que quiera puede marcharse; pero nadie lo hace; se moriría de vergüenza, que es la peor muerte que puede sufrir un hombre.

Al amanecer llegan a un sitio más despejado, cercano a la cumbre. Allí el silencio es aún más impresionante. Se agrupan en guerrillas, preparan los fusiles y las ametralladoras, y descienden para caer sobre el enemigo.

Son emocionantes las últimas pisadas silenciosas, antes de que el estruendo de la fusilería atruene toda la ladera.

Una voz cavernosa grita un alto, en el que se refleja gran susto.

Responden los fusiles y las ametralladoras ligeras.

Replican fusiles y ametralladoras del otro lado.

Pronto entran en acción las granadas de mano.

—¡Fuerte el brazo y cuerpo a tierra!

—¡Fuerte el brazo y cuerpo a tierra!

Heroico vaivén del bombardeo.

Del otro lado también caen granadas, pero el «acero» resiste y resiste.

Enrique Líster da la voz:

—¡Adelante, muchachos!

Y adelante se van, para luego retroceder.

Pero los «aceros» no cejan; nada importan las bajas, nada importa el peligro.

El enemigo, al fin, parece buscar el modo menos peligroso de escapar.

Tensas las voluntades, tensos los músculos, un esfuerzo más.

Enrique Líster lo inicia; Enrique Líster lo dirige.

—¡Más bombas! ¡Allí, por encima de aquella piedra!

Un esfuerzo más y los «aceros» lo consiguen.

Ya es completamente de día. Varios cadáveres; una ametralladora en perfecto estado, camuflada entre ramas de pino y retama. En el suelo varios hombres cubiertos de sangre, y entre ellos dos jefes: un capitán de infantería y un alférez. Algo más lejos un tonsurado, con mono azul, despanzurrado por una granada.

Y cubriendo el suelo algunos frascos de coñac, paquetes sanitarios con cápsulas de morfina, un gran crucifijo, varios rosarios y un libro de oraciones.

Todos los cadáveres llevaban escapularios con este letrero:

«¡Detente, bala; el corazón de Jesús está conmigo!».

Todo lo contrario del valor sereno, del sacrificio consciente.

El valor de los fascistas es como el de los caballos de la Plaza de Toros; necesitan taparse los ojos.

Octubre número 11

Por el oeste del Puerto del León, en la cima de Cabeza Lijar, se divide la sierra en dos ramas de azulados collados que van a perderse, melancólicamente, unos en las parameras de Ávila; alegremente, otros, en las aguas transparentes y rápidas del Alberche.

Al principio de estas bifurcaciones, en una pradera rodeada de pinos y rocas está la posición leal de Navazuelas, y en el fondo de un alto barranco el pueblo de Peguerinos.

Malos vientos corrieron por estas sierras el domingo por la mañana; vientos africanos y morunos, vientos de traición.

De la parte de Pinares Llanos bajaron los tabores de regulares que los fascistas azuzaban.

Venían entusiasmados del triunfo, borrachos de sangre humana y de mujeres españolas.

En nombre de la «cultura occidental» tomaron Peguerinos; en medio de una algarabía marroquí violaron mujeres, fusilaron, devastaron. Los oficiales fascistas se retorcían los bigotes, satisfechos.

Buenos vientos soplaron en Peguerinos el domingo por la tarde. Vientos que rodearon el pueblo, vientos que lo tomaron.

Por Navalperal, por Peguerinos, por Guadarrama, por Navacerrada, por los Altos Puertos de Malagosto y Reventón, por el embudo de Somosierra el Quinto Regimiento, el pueblo de Madrid mantenía la sierra cerrada.

De cumbre a cumbre había, tendido, un alto letrero de voluntades: No pasarán.

La primera n estaba en Navalperal, la última en Somosierra.

Contra esto se estrellaba la ciencia y la técnica traidoras, los equipos de fusiles ametralladores, las balas dum-dum, los falangistas, los requetés, los curas y los moros, los oficiales y paisanos traidores a España.

El Quinto Regimiento había dicho: No pasarán, como más adelante diría: Pasaremos.

Sierra de Guadarrama, sierra española.

Tan seca y tan castellana, tan alta y tan clara. Tan querida por el pueblo de Madrid.

Tú nos dabas frescura y salud en otros tiempos; ahora nos das parapetos y coraje.

Con tus brisas cortadas por las bombas, con tus lomas rotas por las granadas, eras y sigues siendo como una muralla inerte entre la luz y la sombra, la vida y la podredumbre, el agua y el cieno.

Por tus cumbres corren las ráfagas de balas que dividen dos mundos, los remolinos de sangre y las oleadas de voluntad y coraje humano.

Miles de miradas se cruzan sobre el lentisco, sobre el tomillo, bajo las ramas de los pinos; se cruzan y se entrecruzan inteligencias y conciencias políticas.

En tus collados y en tus gargantas se apoyan, vigilantes, los cañones de centenares de fusiles y los trípodes de las ametralladoras; los brazos, los pechos y las mejillas de los hijos de Madrid.

Una bala de cañón pasa zumbando y roza las ramas de los últimos pinos.

¡Eres, tú, cordillera de fuego!

Un hombre cae con el pecho destrozado por una bala explosiva. Apenas tiene tiempo de decir:

—¡Salud!

¡Eres, tú, cordillera de sangre, de sangre heroica!

«Francos Rodríguez»

¡Brilla, sol! ¡Brilla, aire! ¡Brillad, voluntades! ¡Brillad, consignas políticas! ¡Brilla, tiempo!

Llevamos un mes de lucha, un mes de organización, un mes de Quinto Regimiento.

Los fascistas lo tenían todo: armas, hombres, ejército; los antifascistas no teníamos nada, más que voluntad, fe y razón.

Los fascistas tenían la técnica, la disciplina, la unidad de mando; los antifascistas teníamos la ignorancia, la desorganización, la anarquía militar.

Los fascistas tenían el apoyo material de los gobiernos fascistas; los antifascistas teníamos sólo el apoyo moral del proletariado de todos los países.

Los fascistas tenían armas; los antifascistas teníamos pechos.

Los fascistas tenían Estados Mayores; los antifascistas teníamos conciencia política.

Los fascistas tenían fuerza; los antifascistas teníamos sangre.

Los fascistas tenían los moros y el tercio extranjero; los antifascistas teníamos el proletariado madrileño y el Quinto Regimiento.

¡Brilla, sol! ¡Brilla, tiempo! El Quinto Regimiento desfila.

Desfila en una escuela de salesianos de Cuatro Caminos.

Desfila ante Líster, ante Márquez, ante Modesto.

El pueblo desfila ante el pueblo, ante sus hijos predilectos.

Del blanco de los andamios; de las leznas de los zapateros; de las chispas de los motores eléctricos; de los chorros de vapor de las locomotoras; de las tuercas y los tornillos; de las poleas de transmisión puede salir una fuerza militar.

Del sentimiento de las azoteas; de las torres, de los téjalos, de los paseos, de las calles, de los hogares, de los cafés, le las tabernas, de todo esto en peligro puede salir una fuerza heroica.

Todo esto ocurrió en Madrid: lo consiguió el pueblo organizado.

Los fascistas en Guadarrama se volvían, desesperados, a la Castilla negra, a Burgos, a Valladolid, a Salamanca a Italia y a Alemania.

Se miraban al espejo.

Los espejos devolvían lumbre.

¡Cincuenta kilómetros al Madrid del Frente Popular!

En invierno sacude el viento cresterías heladas.

Los ríos se derraman en primavera.

El sol abrasa en el verano.

Los mares destrozan las rocas de las costas.

«Los fascistas en Guadarrama no consiguieron adelantar ni un paso».

Después los moros, la legión extranjera, Alemania e Italia, tuvieron la palabra.

Pisadas regulares baten la arena.

Voces serenas templan el aire.

Acero de los fusiles encallecen las manos.

Son los nuevos batallones de la victoria que el Quinto Regimiento ha creado.

Son los nuevos batallones formados por hombres templados en la lucha.

Son los nuevos batallones de hombres dispuestos a sacrificarse.

Son los nuevos batallones de hombres seleccionados en el frente, perfectamente disciplinados, perfectamente sanos, perfectamente conscientes, que saben que su vida no significa nada cuando se trata de librar a la nación entera del fascismo.

Allí habla Luis Martínez. Allí habla Jesús Hernández. Allí habla Álvarez del Vayo.

Allí lee Márquez.

«Me comprometo a estudiar las ciencias militares».

«Me comprometo a acudir en defensa de la República democrática española al primer llamamiento».

Allí trescientos hombres, sobre los cuales estaba la Historia de España, contestaron:

«¡Prometo!».