6. Entre tanto

6. Entre tanto

Pero, entre tanto… ¡Rugido!… ¡¡Rugido!!… ¡¡¡Rugido!!!…

Trágica razón suprema que se acerca. Es la muerte, es la perdición, es el morir aplastado, es el tanque que se acerca; nosotros no podemos defendernos, no tenemos armas, no tenemos fusiles, no tenemos bombas, no tenemos balas blindadas. Nosotros no tenemos más remedio que aguantar, que resistir, aunque sea con uñas y dientes; con navajas. Pero nosotros resistiremos, o no resistiremos: huiremos, porque es un estrépito horroroso.

El enemigo tiene armas automáticas, balas dum-dum. El aire hierve como una pompa enconada de obuses. Algo maldito y envenenado hay en él, algo mortal contra lo cual no se puede luchar.

—¡Adelante, adelante, hermanos!

Adelante, adelante. Se puede decir y coger barro y tierra mezclada con trigo y tirarlo al aire; pero no sirve de nada mientras la artillería del enemigo dispare de esta manera.

Es todo un cuadro: Olías, Bargas, Cabañas, Illescas, Borox, Torrejón de Velasco y de la Calzada.

¡Getafe! ¡Cómo retumban los cañones del 15,5 y del 20 contra el Cerro de los Ángeles! ¡Cómo retumba la furia deshecha!

¡Y queremos avanzar: Torrejón de la Calzada, Torrejón de Velasco!… ¡Pero es imposible! Se nos vienen encima, ha sido doblado el espinazo de Parla que da vista a Madrid. Ya Madrid oye el estampido de los cañones como llamadas funerales, y las mujeres tiemblan, en noviembre, por las esquinas de las calles.

Y luego la aviación. Murió Ristori bajo la ametralladora de un trimotor alemán, y como él, muchos españoles.

Vosotros no lo sabéis, tú no lo sabes, o si sabes qué es un cielo lleno de «ruido negro», no sabes lo que es un cielo enconado en zumbido que no se ve de dónde viene. Puedes sospechar lo que es eso, figurártelo un momento.

Y luego, levantas los ojos y no ves nada; el sol te deslumbra y los ojos te lloran. Y luego consigues ver una cosa, metálica y monstruosa, que es inconcebible que vuele.

Pero vuela, y te ataca, y te persigue. De pronto ves su sombra galopar por el campo, y te pegas a tierra. Es algo indescriptible el estallido de una bomba; yo desafío a cualquiera a que lo describa. Es algo blando y penetrante, como la entraña que se te rompe; no es un estampido, es mugido largo y permanente, pegado a la tierra.

Llueve tierra, matas árboles. Tú te despiertas, desolado: solo.

Retiran a los heridos. La sombra sigue galopando. En el aire sigue algo.

De pronto —otra vez de pronto—, oyes otro ruido en el aire, como si te dijesen: «¡Eh, que todavía estoy aquí!».

Es la ametralladora del avión, nuevo enemigo. Ahora no sirve ya tirarse a tierra. Este enemigo es aún más implacable.

¡Adelante! ¡Adelante! ¡Torrejón de la Calzada, Torrejón de Velasco!…

¡Atrás! ¡Atrás! ¡A Madrid!

Los fascistas vienen; están más organizados; tienen más armamento.

Día de metal

Empezó nublado y acabó negro.

Miremos desde nuestra torre.

El Manzanares, lívido, se dirige desde la sierra a la mañana gris.

Los horizontes, tradicionalmente diáfanos, están velados de polvo amarillo. Detrás se ven, medio borrados, los montes serenos y sucios.

Allá, por el sur de Madrid, se ve la torrecilla minúscula de un pueblo: Getafe, y detrás una loma en forma de artesa volcada, perdida en la distancia.

El viento nos azota la cara y nos despeina; sobre nuestra frente caen partículas de carbón.

Allá, por encima de la loma, se ven nubes de humo redondas y, si aguzamos el oído, podemos oír, en el intervalo de los bocinazos de los automóviles, cañonazos lejanos.

A veces se perciben negros y pesados puntos que se balancean en el aire.

Son los aviones «Junker», de tres motores, que el imperialismo alemán y su corte de incautos papanatas españoles creían suficiente para dominar España.

La sangre nos corre de arriba abajo. Nos dan ganas de bajar a la calle y levantar ambos brazos y ambos puños y nos ponemos a gritar.

Un viento de sangre sopla de todas las esquinas.

La gente se levanta de las mesas de los cafés, se cierran las tabernas y se paran los tranvías.

El heroico Madrid empieza a abrir los ojos.

Por la mañana había niebla. Estaba sobre el paseo del Prado, sobre el río, sobre las estaciones, sobre el campo de batalla. En Alcorcón, donde tableteaban las ametralladoras, daba un sol pálido.

Se cavaban fortificaciones a toda prisa, se tendían alambradas.

Detrás estaba la Escuela de Aerotecnia de Cuatro Vientos, que proyectaba una larga sombra sobre el suelo, cubierto de escarcha.

El sol salía detrás de las alturas de Vallecas.

Un español, con las manos en los bolsillos del pantalón, miraba el frente.

Los vecinos de Alcorcón venían corriendo por la carretera. Todos traían capachos al hombro, pañuelos, cestos, niños y perros.

En sentido contrario subían motocicletas, automóviles, enlaces.

Alcorcón tiene una torre que parece la proa de un barco. Contra ella se estrellan las olas de la artillería alemana.

El español seguía con las manos en los bolsillos. Ni su párpado levemente pestañeaba.

De vez en cuando miraba con gemelos. Rápidamente empezó a dar órdenes concretas a los batallones de fortificación.

El sol llegaba ya al mediodía, cuando se presentaron doce pavas, doce «Junker» trimotores.

El espectáculo era triste y profundamente desolador. En sus vueltas brillaban al sol los lomos de los trimotores; de abajo subían surtidores de polvo y humo negro, que quedaban en el aire como nubes o castillos fantásticos: mientras, una detonación profunda empapaba toda la tierra.

Después eran risibles e inútiles los disparos de la fusilería.

Era mediodía, y los negros cañones de los fusiles azuleaban.

Detrás de nosotros se extendía Madrid, abierto como un abanico, con sus cúpulas y sus rascacielos. Era tan alegre su vista y tan horrible lo que venía, que hacía brotar lágrimas de los ojos.

Hacia media tarde las explosiones de los obuses salieron de Alcorcón.

Avanzaron hacia Madrid por la carretera.

De Alcorcón salieron racimos de hombres que corrían en todas direcciones.

Un grupo venía hacia nosotros, protegido por la trinchera del ferrocarril militar Madrid-Leganés. Muchos de ellos se mordían los labios hasta echar sangre.

Caía la tarde. Obuses del 15,5 batían la carretera de Extremadura y el Puente de Segovia.

Por Oriente, el Cerro de los Ángeles hervía, a los últimos rayos del sol, de explosiones de granadas.

Cerrada la noche, los moros avanzaron mucho más. No sabemos cuánto.

La Puente Segoviana fue volada. Grupos de tranviarios, de albañiles, de metalúrgicos, de taberneros bajaban por la calle de Segovia.

En las alturas de las Vistillas fue colocado un cañón que, inmediatamente, fue bautizado con el nombre del Abuelo.

Su voz despertó al pueblo de Madrid.

A su voz surgió el héroe de la defensa de Madrid, el valiente y leal general Miaja.

7 de noviembre

El militar Pezuño llegó a Carabanchel contra españoles. ¡Cómo se reía! ¡Qué honor para la familia!

«La canalla roja» se había dejado intacto el teléfono en su «cobarde huida».

Los aristocráticos labios del militar Pezuño se desplegaron en una carcajada.

Dejó los guantes sobre la mesa:

—Oiga: Madrid, con el ministerio de la Guerra, despacho del Ministro. De parte del coronel Mena.

—¿Es usted Largo Caballero?

—Sí, ¿qué hay?

—Yo soy el militar Pezuño; estoy en Carabanchel. Mañana, día siete, tendré el gusto de hablar con usted en su despacho y de darle dos patadas en el culo.

El teléfono, instantáneamente, quedó interrumpido.

—¡Ja, ja, ja, ja!

—¡Muy bien, Pezuño! ¡Has tenido un golpe!

Así llegó el 7 de noviembre.

El día en que la inteligencia y la razón temblaron.

El día en que lloraron la honradez y el valor.

El día en que retumbaron, como campanas funerales, los cañonazos en el Puente de Toledo.

El día en que la Puente Segoviana se partió en dos y el sol dio entre los pilares, sobre las aguas turbias y rápidas.

El día en que los Estados Mayores, incapaces, se metieron en las embajadas o se pasaron al enemigo.

El día nublado más triste que tuvo Madrid.

El día en que no se abrían los cafés ni los bares.

El día de la espantada general.

El día de los árboles desnudos y de la tierra temblorosa.

El día de los cañones abandonados, de los pies heridos y de las cocinas de campaña volcadas.

Ese día terrible, día de ira, en que se oyó el crujir de dientes de los necios y el trepidar de los automóviles, camino de Valencia.

Aquella noche temblaron todos los cristales de Madrid. Por el fondo de las calles que van al río se oyeron sonoros golpes.

Allí volaban los adoquines de las calles hechos añicos.

El estudiante Marcelo se roía las uñas en su cuarto, sentado en la cama. Los ojos se le agrandaban en la oscuridad y los oídos con el retemblar de los cristales de la ventana.

Allí, en el fondo de Madrid, había gentes a las que el terror sumía hasta el cuello. Sin embargo, sus cabezas estaban libres, valientes y disparaban.

Sus riñones cavaban trincheras y chabolas. Sus bocas estaban dispuestas a exhalar el último suspiro.

Los tranvías se pararon, y las obras y los cafés, la reparación de automóviles y las composturas de zapatos, las máquinas de escribir y los registros automáticos de las tiendas, las plumas y los pinceles. Todos se pararon para ir al frente.

Un piano se cerró de golpe, y un gramófono, y una radio, y un periódico.

Al mismo tiempo se abrieron miles de cerrojos de fusiles, y se abrió también la tierra.

El estudiante Marcelo se roía los dientes apoyado al cristal de su ventana; Mientras, el horizonte ardía.

En la tierra también había topos que se estremecían con el ruido profundo de los cañonazos.

¡Cómo se miraba el estudiante Marcelo en los cristales de su habitación! Tenía en este momento cara de demonio tembloroso.

Porque esto era de noche. Era la noche del 6 al 7 de noviembre en Madrid, en 1936, en España, donde se había desencadenado una guerra.

Ahora, ¿qué? ¿De qué había servido todo el verano? ¡A la madrugada sería degollado!

Profundas voces. Turbios rumores de cañerías. Crujir de muelles. Retumbar de cañones lejanos. Latir de sangre en los oídos. Ruido de sábanas limpias. ¡Noche del 6 al 7 de noviembre!

¡Y cómo ríe Muguiro y cómo ríe Fefiñanes en su casa, y doña Presentación y doña Fernanda!

—¡Ya están aquí!

—¡Ya han llegado!

Todavía tenían guardadas las últimas bizcotelas en los aparadores, los últimos vasos de vino generoso.

Todavía tenían guardadas mantitas para los pies y cisco para el brasero.

Todavía continuaban las mismas chicas de servicio, los mismos relojes y los mismos manteles.

Y mañana entraría Franco, y…

¡ Represalia!

¡¡Represalia!!

¡¡¡Represalia!!!

¡Qué sufran y lloren!

Abramos una ventana a la libertad de aquella noche, al peligro y al valor.

Se sudaba, aunque no hacía calor.

Era el comandante Líster y el Puente de Toledo; era el comandante Líster y Villavarde Alto; era el general Miaja y Madrid.

De noche. Voces alegres calle abajo. Ruido de carros blindados.

Todo Madrid era una barricada y todo Madrid bajaba a defenderse.

Las estrellas no brillaban en el cielo, pero una gran parte de Madrid tenía el corazón alegre y decidido.

Todo era muy sencillo y natural. No era trágico.

Nadie se daba cuenta de que era la noche del 6 al 7 de noviembre. Únicamente sabían que era el Día de la Lucha. En esto coincidieron comunistas, socialistas, republicanos y anarquistas. Durruti también lo sabía, camino de Madrid.

A la luz del amanecer estallaron los obuses junto a las casas. El sol daba en los cañones de los fusiles, y Franco no había entrado.

Todo era muy sencillo: como la decisión.

El día 7 de noviembre amaneció polvoriento, triste y tranquilo; más tranquilo que la noche.

De un barrio a otro las vecinas de Madrid transportaban colchones, mantas, cacharros de cocina y niños de pecho.

De un barrio a otro, en sentido contrario, los vecinos de Madrid transportaban fusiles y bombas.

A la vuelta de cada esquina se encontraban grupos de hombres haciendo la instrucción.

En otras esquinas se hablaba de la precipitada marcha para Valencia.

—¿Vienes o no vienes?

—El Gobierno se ha ido.

—El Gobierno se ha ido.

—El Gobierno se ha ido.

—¡De prisa, de prisa! ¡Yo llevo el carnet en la cara!

Arrancaban los automóviles.

De pronto se quedó uno sin amigos. Se fueron. Era natural. Era el 7 de noviembre.

Madrid se quedó como un lugar de veraneo sin veraneantes.

¡Gran meseta bordeada de montes de pinos; tierras secas de encina, que arañan ríos y sudan hombres! ¡Gran pueblo oprimido, de podredumbre durante siglos y siglos, que ahora te ves atacado por la barbarie fascista extranjera!

Te revuelves sobre tus entrañas como una fiera, pueblo valiente y luchador. Lo que otros han permitido, no lo permitirás tú jamás: que la biliosa hiena fascista alemana ponga su garra verde sobre tus campos de trigo, sobre tus viñas calientes, sobre tus sierras azules.

No lo permiten tus obreros, tus campesinos, tus estudiantes, tus jóvenes, España; no lo permiten, no lo permitirán jamás.

Los ojos de tu juventud ruedan en una órbita de fuego y contemplan a los extranjeros que se han metido en su territorio. Su puño se levanta sobre las viles cabezas, encanecidas de vicios, que con su traición lo han permitido.

¡Ábrete, España! ¡No tengas miedo! ¡Saca tus vísceras a la superficie, saca tu pueblo al aire de Europa, que él te defenderá contra todo y contra todos!

¡Sacúdete, España, desde tus montes a tus ríos secos; haz saltar encinas y piedras, hierro y hombres de arcilla, hombre de trabajo en madrugadas hambrientas!

¡Ellos te darán la vida, España; te la están dando por regiones, por fuentes, por aires, por vegas, por comida y bebida!

¡Mira qué rescoldo de vida guardas en tu interior, qué rescoldo de fuerza! ¡Ante él no hay nadie que resista!

¡Que los carbones encendidos de tu cólera hirviente rueden desde Madrid a los cuatro mares que te rodean y les hagan sentir tu presencia!

¡Vuélvete, España, hacia ti misma, mira hacia tu interior! ¡En tus pobres campos y en tus fábricas primitivas hay hombres que te salvarán!

Tu pueblo sale, España, por Madrid a la superficie; tu pueblo, oprimido de siglos, que se derrama ahora ardiendo, desde Madrid, y que inundará tus mesetas y bajará por tus valles retorcidos hasta tus costas, haciendo hervir el mar, y su calor se transmitirá a otras naciones y encenderá la tierra.

Ahora hay que resistir. Hay que resistir con los puños, con la boca, con los corazones. Hay que resistir con las palmas de las manos, tumbándonos para que no pasen, si es preciso.

Los tanques italianos están ya en la cuenca del Manzanares, de cara a Madrid. Los obuses cruzan, zumbando el río, o se estrellan en los puentes.

El Manzanares se puede llamar ahora Granadares. Sus aguas son metralla líquido; su barro, sangre.

La Estación del Norte espera a sus orillas, temblando de frío, con su marquesina de cristales a la intemperie. Espera, débil y tranquila, los obuses y las bombas que vuelan por encima.

La Casa de Campo, campo tierno de tomillo, romero y lagos artificiales espera, temblando, a los lobos. Un cartucho de dinamita ha volado una buena parte de sus tapias, y por ella entra, saltando y rugiendo, un tanque y luego otro y otro. Los tanques van aplastando el tomillo y el césped, tronchando encinas jóvenes, hundiendo las madrigueras de los conejos, ensuciando el agua de los arroyos.

El viento del Guadarrama pasa por encima de la Casa de Campo, y bajo él ruedan los tanques, negros, correctos, metálicos; los tanques, que jamás se paran; los tanques, que son la auténtica trampa en movimiento, la auténtica estratagema, ante la cual dan ganas de exclamar: «¡Así ya podrán!».

La fibra de España está siendo muy distendida, muy curvada hacia adentro, como el arco de una flecha; veremos cuando se suelte…

La sola voz

El Quinto Regimiento habló con palabra firme.

El Quinto Regimiento habló con sus 70 000 hombres, con su disciplina, con su precisión; habló con sus carros blindados, con sus ametralladoras y con sus bombas, con su intendencia, con su sanidad y con su propaganda.

El Quinto Regimiento habló desde el Ministerio de la Guerra.

El Quinto Regimiento habló también con sus fortificaciones.

El Quinto Regimiento habló con su pueblo de Madrid, con sus cafés, con su río, con sus puentes, con su Ciudad Universitaria; habló con sangre de sus comandantes Oliveira y Heredia, como antes había hablado con la sangre de Benito y de Paolo.

Vinieron los días terribles y magníficos de Madrid; los días en que las noches estaban iluminadas por las luces rojizas de los bombardeos, y sobresaltadas por el tableteo de las ametralladoras y por el tronar de los cañones.

Perdonad que todo lo anecdótico se borre en estos momentos, porque sólo hablan la vida y la muerte.

Las mujeres de Madrid lloraban entre sábanas; los hombres luchaban. Únicamente estaban tranquilos los ojos de los muertos y las estrellas del cielo.

En aquellos días se celebró el mitin.

Figuraos una ciudad completamente sitiada por perros.

Figuraos que para llegar a un cine hay que atravesar la zona batida por la artillería, la zona batida por la ametralladora y la zona batida por la aviación.

Figuraos que Madrid estaba sin Gobierno y que se temía una sublevación de la quinta columna.

Figuraos que llegáis al cine y os encontráis un partido político, firme y desafiador.

Figuraos que oís hablar a hombres que vienen cubiertos de sangre y tierra, a mujeres decididas y a hombres que se juegan el todo por el todo.

Figuraos que el cine está lleno y que estalla una banda de música y que se canta la «Joven Guardia».

Figuraos que las fuerzas que sitian Madrid llevan 200 kilómetros de avance y que aquí se paran.

Entonces tendréis idea de lo que fue aquel mitin del «Monumental»; de lo que fue aquella «Joven Guardia»; de lo que fueron aquellos puños levantados al borde del desastre; de lo que fueron aquellas respiraciones y aquellas palabras ardientes.

La consigna «¡No pasarán 1» se había hecho carne en las entrañas del pueblo de Madrid.

Con letras de sangre

El estudiante Marcelo se había quedado sin auto para ir a Valencia. Se pasaba últimamente las noches, temblando, en su cama colocada en un sótano.

Todos, sin embargo, todos, todos se iban al frente: el lechero, el panadero, el trapero…

Las tiendas, las tabernas y los cafés estaban cerrados.

El estudiante Marcelo trocó su optimismo de paja por un traje de lana de abrigo. Se fue al frente.

Federico estaba en aviación; Matas, herido; Martínez era un héroe.

Don Jesús Fefiñanes, don Pedro Calderas conspiraban desde lo profundo de las embajadas.

Doña Purificación se preguntaba, angustiada:

—¿Entrarán o no entrarán los militares?

Doña Fernanda se revolcaba, entre sábanas, de rabia, y decía:

—Pero ¿cuándo darán los militares su último empujón?

Y los militares no lo daban. No lo daban porque no podían.

Y vinieron las noches de los bombardeos, y los días de las luchas aéreas.

Madrid entero temblaba hasta sus cimientos, bajo las bombas de 600 kilos, pero no así sus habitantes.

Madrid, ¡qué bien resistes

los bombardeos!

De las bombas se ríen

los madrileños.

Hemos visto calles abiertas. Hemos visto trozos de mujeres.

Eran los días de las luchas aéreas. El viento de Madrid era una inmensa Plaza de Toros, soleada, donde se lidiaban diariamente enormes reses del Rin con tres motores. La divisa era la cruz gamada.

Allí actuaban los chatos como banderilleros, y el pueblo aplaudía. Aplaudía y aplaudía, y quería subir.

Las nubes de Madrid eran codiciadas como diamantes, y las rachas de aire como rosarios de perlas.

El aire se enronquecía de motores, y no por eso se dejaban las colas, la alegría y las cañas de cerveza.

No había antiaéreos y los «Junker» peinaban los tejados, como peluqueros grasientos y sudorosos.

Pero hubo mucha sangre. Los niños jugaban a la vera de los obuses y las madres hacían calceta.

Bombas de 300 kilos, contra mujeres y niños, son el mejor alarde de la civilización fascista.

Vendiendo a España

Y Madrid se invadió de una alegría serena; de la alegría del deber cumplido.

Ninguna capital de Europa tiene la conciencia tranquila como Madrid, como ninguna tiene su cielo azul.

El otoño de Madrid se concretaba en sol sobre las paredes blancas y en heroísmo para las trincheras.

El otoño de Madrid se concretaba en fortificaciones y en comisarios políticos.

Se concretaba en Ejército único.

La fuerza moral de Madrid crecía y hacía temblar a los fascistas, como a curiosos preguntones, ante una esfinge de piedra.

Son los alrededores de Madrid falsas llanuras, falsos páramos tristes. Los habitantes sencillos andaban por ellos en tiempo de paz como cometas bajo el sol azul. Son llanuras, en realidad, desorganizadas, pero cuando el pueblo triunfe no dejarán de rendir un gran provecho. El peor viento que ha soplado en ellas es el del feudalismo animal; la peor cizaña, la de los caciques reaccionarios.

Las fuerzas del feudalismo animal lograron organizar al Sudoeste, penetrar en el alvéolo de Madrid y clavar su garra en la Ciudad Universitaria. Entre la carretera de Andalucía y la Casa de Campo, el monstruo feudal fascista agita su cabeza y mira por dónde puede penetrar.

Madrid, humilde, valiente y decidido, resiste como una madre a la que quieren arrebatar sus hijos; mira, inquieto, hacia todos lados y llama. La savia española corre por las carreteras que van a Madrid, por los ferrocarriles olvidados, por los caminos vecinales y por las sendas y veredas de los montes, entre tomillo y romero.

La Alcarria y la Mancha se dilatan de placer ante la caricia del paso de los mejores españoles, que van a defender su Madrid.

Y las fronteras se dilatan al paso de los mejores extranjeros, ardientes y verdaderos voluntarios.

La hiena fascista rechina los dientes y aúlla como el lobo hambriento en la noche.

—Ha fracasado la primera tentativa; tenemos que estudiar de nuevo la situación.

El militar Pezuño arquea las cejas y mira, confuso, un mapa; de sus oídos brota fuego.

—La famosa táctica de zigzag, que propugnaba el general alemán, ha dado como resultado el que algunos se entusiasmen, hagan los zigzagueos demasiado amplios y se extiendan sentimentalmente en uno de ellos hasta Toledo, distrayendo del objetivo principal una gran cantidad de gente.

—Ahora hay que traer más gente, más gente.

—Ahora hay que traer más gente.

—A costa de lo que sea. Aunque sea vendiendo a España. Son inútiles todos cuantos esfuerzos hemos hecho hasta ahora.