5. Quinto Regimiento
Sin embargo, alguien vigilaba y alguien preveía.
Cuando todo temblaba, cuando todo huía.
Cuando a las balas dum-dum se oponían los pechos y a la metralla los puños cerrados.
Cuando a la disciplina militar se oponía el capricho y la conveniencia.
Cuando se tenía un concepto alegre y fácil de la guerra.
Cuando se carecía de plan, de técnicos, de autoridad.
Cuando se hacía la guerra a ratos y se disparaban tiros en los propios automóviles.
Cuando se desperdiciaban inútilmente el valor y la abnegación de los mejores obreros de Madrid.
Cuando el Gobierno vacilaba peligrosamente.
Alguien comprendió y alguien previo:
Algo que fue como el cauce de un río, como un cable de alta tensión, como la bóveda de un túnel.
Algo que fue como el agua fina que convierte en acero el hierro fundido de la cólera popular, como el agua del Tajo.
Algo salido del proletariado, del pueblo madrileño, de su Frente Popular: el Quinto Regimiento, su comandancia en el cuartel de ladrillo rojo de Francos Rodríguez.
De ahí se irguió un puño purificador, un puño asolador, brillante y fuerte.
Recordemos una sensación dura, áspera, de cielo polvoriento, de arena soleada, de ladrillos secos, de aguas vertidas, de trepidar de automóviles, de alpargatas de cáñamo, de monos azules, de estómagos vacíos.
Recordemos un sol que se levanta entre centenares de conversaciones, entre explosiones de motores, entre nubes de gasolina y aceite, entre caras y cuellos sudorosos.
Recordemos un sol que llega, como una cosa no esperada, por una puerta entreabierta y vigilada, máuser al hombro; un sol que entra por el tragaluz de una iglesia de ladrillo, por la ventana de un cuarto lleno de colchones y tazas sucias de café.
Recordemos una sensación dura y áspera.
Hay prisa, mucha prisa; hay cólera; hay deseo de organizar.
¡Ciudadanos republicanos, socialistas, comunistas, anarquistas, hombres libres, trabajadores en general!
¡Corred! ¡Corred a vuestro puesto!
En aquella puerta dan armas, en aquella puerta dan fusiles.
Aquí están los camiones para marchar al frente: cuatro, cinco, veinte camiones.
Mirad este rojo: «Eguinea Hermanos-Construcciones». ¡Ya no hay construcciones!
Mirad esto verde: «Standard Electric». ¡Hay cosas más importantes que la electricidad!
Mirad este negro: «M. Z. A.-Despacho central». ¡Nada de despachos centrales!
Ya no hay más que hombres, hombres y fusiles. Hombres para defender al pueblo. Hombres que el nuevo Regimiento manda, desde su cuartel de Francos Rodríguez, a combatir a los fascistas.
Y tiemblan los motores y se levantan puños y se oyen vivas.
Por la puerta del solar apenas si caben los camiones cargados de corazones, de cerebros, de manos, de fusiles, de espíritu de sacrificio.
Por la puerta apenas caben todas las miradas, toda la atención despierta del pueblo madrileño.
Por la puerta de Francos Rodríguez apenas cabía el río de Madrid, que se desbordaba.
Hubo que ampliarla, hubo que ensancharla.
Salían expediciones, pero no por eso quedaba el cuartel silencioso.
Colas había para alistarse.
Colas había para recoger armas.
Colas había para hacer la instrucción.
Colas para dar, para darlo todo y para no pedir nada. Las colas más generosas del mundo.
Mientras tanto, en la comandancia se creaba y se organizaba.
Había que crear un ejército. Había que crear una defensa.
Un hombre había con el codo apoyado en una mesa.
—Mañana mismo tiene que salir a la calle nuestro periódico, nuestro diario, el diario del pueblo en armas. Tú vas a encargarte de hacerlo. Tiene que salir mañana. Las noticias del frente son muy malas; pero, naturalmente, no hay que decirlo.
Hay que organizar también el rincón rojo, el periódico mural, y festivales, sesiones de cine para los milicianos que vengan a descansar.
Luego, todo era correr escaleras abajo y escaleras arriba.
Allí estaban el comandante Carlos, Castro, Barbado. Y Líster, Modesto Márquez estaban ya en primera línea en los frentes; con sus monos azules eran dos más, dos héroes más.
Entonces fue cuando llegó al Cuartel un hombre bajo, con gafas, que andaba muy de prisa. Tenía los oídos doloridos de disparar contra el cuartel de la Montaña. Inmediatamente se puso a trabajar en la comisión de Trabajo Social, que tanto contribuyó a la creación del ejército español. Todo su cuerpo temblaba con la fiebre de la actividad.
Se llamó a poetas, se llamó a escritores, se llamó a dibujantes, se llamó a carteristas.
En una cola, como un miliciano más, estaba el nuevo poeta: Miguel Hernández.
La Comandancia del Quinto Regimiento trepidaba de actividad, y con ella la comisión del Trabajo Social.
Un hombre se apoyaba de codos en una mesa, andaba, volvía, hablaba, callaba, meditaba, organizaba y creaba. Lo llamaban, lo dejaban, le preguntaban, le contestaban. Tenía mil ideas, mil soluciones, mil caras diferentes.
Instrucción militar previa. Propaganda en las filas enemigas. Unidad de mando. Disciplina. Cultura. Prensa. Mandos democráticos. Higiene…
Mientras, los primeros brotes luchaban y caían, pero contenían la avalancha de traidores. Entre retama y jara, el capitán Benito murió.
La sierra era un símbolo: a un lado lo verde, lo negro, la sombra; al otro el sol, lo claro, lo rojo. La sangre resbalaba por aquí.
De piedra en piedra, de tomillo en tomillo.
Las balas dum-dum de la Inmaculada producían mucha sangre.
Las compañías de Acero
Por el Quinto Regimiento se crearon, por el Quinto Regimiento se forjaron y se endurecieron.
Fue al olor de las balas dum-dum, de los obuses y de la falta de disciplina.
Fue al olor del heroísmo desorganizado.
Las compañías de Acero iban cantando a la vida.
Las compañías de Acero eran la flor de esta nueva batalla histórica.
Las compañías de Acero eran azules de mono, blancas de brazos y pecho; de proletariado, de fábrica.
Las compañías de Acero eran sufridas, inteligentes y silenciosas.
Las compañías de Acero sabían de madrugadas junto a los martillos pilones y de noches junto a las cajas de imprenta, durante años y años.
Las compañías de Acero sabían todo lo que iba a ocurrir y por qué ocurría.
Las compañías de Acero sabían lo que era la «plus valía» y el capital monopolista, y por qué el fascismo español traicionaba a la patria.
Las compañías de Acero sabían marchar de frente sobre el hombro y acompasar los movimientos de sus pantalones azules.
Las compañías de Acero sabían pisar fuerte y disciplinadamente con sus alpargatas, y mirar fijamente a su comandante, mientras pasaba revista.
Las compañías de Acero sabían resistir el sol y la fatiga de las grandes cuestas pedregosas.
Las compañías de Acero sabían manejar un fusil, colocar en buen sitio una ametralladora y utilizarla luego.
Las compañías de Acero, concienzudamente, daban vueltas y vueltas por el solar de Francos Rodríguez.
—¡Un, dos, tres, aro!
—¡Un, dos, tres, aro!
Daban vueltas y vueltas como una barrena bruñida, dispuestas a entrar hasta el mismo corazón de la sierra del Guadarrama. Márquez era el aguijón de diamante.
Daban vivas templados y serenos, como la voz de un órgano apasionado.
Eran como el toque de un clarín de orden en medio del Madrid colérico y desorganizado.
¿No son ellos tan amantes de la guerra? ¡Pues ahora van a tener guerra hasta hartarse!
Sol y polvo, sol y polvo, ¿qué ves, qué dices qué oyes?
—Yo, hijo del pueblo, ciudadano de la República española, tomo libremente la condición de miliciano del Ejército del Pueblo.
Por una frente cae una gota de sudor, por una boca sale su voz.
—Me comprometo ante el pueblo español a defender con mi vida las libertades democráticas.
—Me comprometo a guardar y hacer guardar la disciplina más rígida.
La gota de sudor ha llegado a la pestaña, ha llegado al ojo, pero el hombre está firme, no se mueve.
Doscientos fusiles están alineados, doscientas miradas, doscientas almas.
La fuerza del sol hace oscilar las paredes de ladrillo, los arenales y las torres.
—Me comprometo a acudir en defensa de la República democrática española al primer llamamiento del Gobierno, poniendo todo mi esfuerzo y mi vida al servicio del régimen republicano y del pueblo.
Un hombre tiene la nariz aguileña y los ojos azules, otro es chato y rubio, otro es moreno.
Mirad lo que dicen. Son jóvenes, ágiles, fuertes. Trabajan en la fábrica «Standard». Están casados. Tienen hijos.
El fusil les llega poco más arriba de la cintura.
Otro es un albañil más bajo, pelo rubio y muy fuerte. Sus pómulos miran al sol, su fusil tiembla. Tiene únicamente madre.
Otro es estudiante rebelde. Se llama Federico. No tiene a nadie. Sus ojos están inteligentemente fijos y serenos.
Otro es un obrero sin trabajo: Martínez. Sus ojos brillan de alegría.
Por la ventana acaba la voz.
—Si falto a este compromiso solemne, que caiga sobre mí el desprecio de mis camaradas y me castigue la mano implacable de la ley.
La Banda del Quinto Regimiento entona La Internacional y los de «acero» desfilan. Los camiones ya están preparados.
Al salir se pasa junto a unas arcadas de ladrillo, y al entrar en la calle bajo arcos de admiración y bóvedas de vivas.
En el horizonte, la sierra espera.
El Militar Pezuño estaba desesperado.
El chacolí de Navarra, el vino de la Rioja, el clarete del Cerrato, el vino del Rivero y el jerez andaluz no les bastaban.
Quería ir a Madrid, a beber champaña en Casa-Blanca, a gozar, a pisotear marxistas.
Llevaba ya quince días en el Puerto del León y no había conseguido avanzar ni un paso.
Por la noche las luces de Madrid, que se veían a lo lejos, eran una verdadera provocación.
Estaba harto de vino ralo de Segovia.
Nadie, en toda Castilla la Vieja, sabía confeccionar un cóctel.
Era preciso avanzar.
El alto mando que él presidía se rascaba furiosamente. Las uñas acartonadas de sus dedos sarmentosos producían, al chocar contra sus barbas, un ruido como de cañas.
En las Navas de San Antonio tuvieron una reunión.
Allí acudieron los coroneles como buitres hinchados.
—Sí, sí; había que avanzar, fuese como fuese.
Mola quería entrar en Madrid para el día 10 de agosto.
Y no llevaba visos de conseguirlo.
Los cadetes y los requetés estaban bien preparados, bien atrincherados y bien municionados, pero no bastaban. No había medio de avanzar.
De Madrid venían olas y olas de hombres que morían, olas y olas de hombres que ahogaban hasta las grandes ventajas que da la premeditación, la alevosía y el ensañamiento.
El alto mando acordó traer tropas de toda España: rapaces gallegos, que apenas sabían de qué se trataba: jebos navarros, de las orillas del Arga, embrutecidos por sus respectivos sistemas musculares hipertrofiados; mozos castellanos de la ribera del Duero, que todo lo ignoraban excepto el paralelismo de los surcos y los daños de las heladas tardías.
El coronel Maza Pelliza pronunció una arenga en uno de los cuarteles de Logroño; el general Doval le respondió desde Ávila; el general Mola sonrió de colmillos al cura que le confesaba, y el arzobispo echó la bendición a todos. Cerró la suerte.
Resultaba que había habido un intento faccioso contra el Gobierno y que tenían que ir a Madrid en paseo militar, para «dar sensación de fuerza». Todos los discursos terminaban con un «viva la República».
Los rapaces gallegos, los jebos navarros y los mozos del Duero atravesaron Castilla, enlutada y desierta.
Se les unieron numerosos jóvenes, pistola al cinto, con boinas rojas y amarillas o con camisas azules y cintas bordadas por manos femeninas.
Los puentes castellanos trepidaban, indignados ante tal mixtificación.
En algunas capitales de provincia, las señoritas de la localidad, hijas de los caciques de los pueblos, de los terratenientes o de los usureros, se rebajaron por unos momentos a alternar con los campesinos. Se sacrificaron una vez más por «la Patria» y les cosieron en las guerreras imágenes de Jesús con un letrero: «Detente bala».
En Villacastín era enorme la afluencia de convoyes de tropas y de material, tanto que algunos temieron que efectivamente lograsen entrar en Madrid.
Por la carretera de Segovia desembocó un verdadero río de hombres y material.
En Gudillos y más arriba estaban montando piezas de artillería. Pistola en mano daban estentóreas voces de mando. Las habían mamado desde la cuna.
Fijemos posiciones
San Rafael, la punta del talón de Castilla la Vieja, es como un cuenco elevado sobre las llanuras mucho más bajas de la provincia de Madrid.
Entre San Rafael y Madrid la sierra del Guadarrama se afina en dirección Norte Sur.
A un lado del Puerto del León nace el sol, al otro se pone. Al mediodía la sierra, como un tajamar, parte en dos sus rayos.
San Rafael era una colonia veraniega, edificada por la burguesía madrileña donde antes sólo había una pequeña venta entre pinares, en el camino real de La Coruña a Madrid.
Está rodeado de montes de pinos, pero por el Oeste son más claros y se ve la luz amarilla que reflejaban los rastrojos de Castilla la Vieja.
El conjunto es sombrío, como el fondo de un pozo de paredes verdes y húmedas. En las villas y chalets que se extienden a un lado y otro de la carretera, tenían los fascistas magníficos cuarteles y comandancias, debajo de los pinares; magníficos escondites para la impedimenta y las fuerzas de artillería.
El fondo del valle del río de la Garganta, que pasa por San Rafael, está a 1100 metros sobre el nivel del mar; el león de piedra levantado por Carlos III encima del puerto, a 1500 metros, y el pueblo de Guadarrama, situado ya en la llanura de Castilla la Nueva, al otro lado, mucho más bajo, sólo a 800 metros. Este lado es mucho más claro y más quebrado.
En su primera embestida, los fascistas de Valladolid rebasaron la línea divisoria de la sierra. En la vertiente madrileña tenían preparadas las fortificaciones.
¿Quién te ha visto y quién te ve, león del Puerto?
Los «aceros» van a verte.
Frente a frente
Negro, sombrío, torvo, alma de Castilla, corazón servil, inteligencia frívola, el artillero traidor está apostado debajo de un pino.
Detrás tiene la llanura amarilla de Castilla la Vieja; a la izquierda parda, la Mujer Muerta; a la derecha, el pinar del Collado del Hornillo.
Verde, sombrío, alma de números, inteligencia frívola, dispara el artillero su pieza del 15 y medio por encima de la curva de la sierra.
Se llama Ángel Fernández Conde y es rubio, de labios gruesos y torcidos, ojos de mujer, pierna esbelta y brichos ceñidos.
Su boca muerde nerviosamente una hoja de helecho; su pie brillante se hunde en el césped húmedo.
Está seguro, completamente seguro, y sonríe.
Está haciendo una gansada. A él le han enseñado a disparar cañones y los dispara.
También sabe bailar blues.
También sabe dirigir un cotillón, y decir chistes y piropos atroces.
Sus amigas solían llamarle ganso y decir que era tremendo.
Ahora disparaba el cañón porque odiaba al marxismo, aunque a punto fijo no sabía lo que esto significaba.
Marxismo para él era no llevar los pantalones con raya, no conocer ni tratar a la gente bien, y preocuparse de cosas que no tenían remedio: estar un poco loco.
Además, los marxistas son los auténticos estropeadores de combinaciones.
La suya era casarse con una niña rica. Porque, ¿qué iba a hacer él, sólo con seis mil pesetas anuales?
El fascismo era hermosísimo, algo azul, vago, espectacular. Elimina las protestas de los obreros, respeta los capitales y los dotes de las hijas de familia. Había gente bien, gente «comme il faut».
¿A disparar? A disparar.
Ha llamado el teléfono: 4500 milímetros. Tres disparos.
Tres disparos de cañón retumbaban serenos por los pinares. Indignos del frívolo motivo que los producía. En la Mujer Muerta contestó el eco.
Una serie de obreros y campesinos uniformados acaban de llegar al pueblo de Guadarrama. Son los soldados de los regimientos traídos de Valencia.
Llevaban un mes acuartelados en Valencia, sin saber nada de lo que ocurría, cuando les mandaron salir a la calle.
Al principio el público les recibió con desconfianza, pues no sabía si iban sublevados, pero al darse cuenta de que no era así estalló una ovación como no se ha oído jamás.
Por la carretera del puerto bajaban camillas y camillas de heridos.
Subían camiones y camiones de acero.
Una miliciana rubia acababa de bajar de la línea de fuego donde llevaba diez días.
En Guadarrama estaban también diversas agrupaciones de combatientes, como el grupo «Atmósfera» del barrio Sur, de Madrid, con su dirigente Eduardo Benítez.
También estaba el grupo de voluntarios de Teléfonos, y el grupo de camioneros.
Oyen la orden: «A las cinco de la mañana todos vestidos, equipados y dispuestos para salir».
Enrique Líster y Márquez entran en aquel momento en la comandancia.
Los camiones de los «aceros» trepidan. Los obuses caen y caen.
El artillero traidor tenía abierta la boca, los ojos enrojecidos; con el dedo pulgar de la mano izquierda arañaba nerviosamente una sortija que tenía en el anular. Su pie brillante se hundía en la hierba, y sus piernas vibraban como trapos al viento.
Mientras, por el otro lado de la sierra se oía un tiroteo, un vivo tiroteo que presentaba caracteres de verdadera y gran batalla.
Las últimas fuerzas llegadas habían iniciado la ofensiva.
Marcha del «acero»
Balas de pan, balas de libertad, balas de tierra.
Disparad, corred de prisa.
A vosotras os digo, balas.
Balas que el pueblo disparaba, que el pueblo encendía.
Balas de los pobres: de los metalúrgicos, de los albañiles, de los carpinteros, de los ferroviarios.
A vosotras os digo, balas de justicia, las que cortaban el aire de la sierra de Sur a Norte, de Este a Oeste.
A vosotras os digo, balas de amor, granadas de juventud: las que el Quinto Regimiento tenía, las que el Quinto Regimiento disparaba.
Ábranse y ciérrense los cerrojos de los fusiles, fíjese el blanco, cíñanse los dedos a los gatillos.
Hombres, no retrocedáis, no os estremezcáis, no tembléis.
Dilátense los pulmones al olor de la pólvora.
Dilátense los corazones al olor de la justicia y las inteligencias.
El «acero» ha entrado en combate, el «acero» del Quinto Regimiento, el ACERO DE MADRID.
No es una milicia más, no es un grupo de hombres más.
Es una cantidad exacta de pasos acompasados, de fusiles de precisión, de disciplinas de hierro.
Son una serie de voluntades matemáticas a una sola voz.
Por primera vez, el pueblo español tiene esto.
El acero brilla como un espejo, en él se miran las demás milicias.
El acero lo es a la luz de la luna, a la luz del sol, al viento, al frío y al calor, al hambre y a la humedad, a las derrotas y a las victorias.
El Quinto Regimiento lo hizo.
«Al iniciarse un ataque se debe marchar rápidamente, de obstáculo en obstáculo, cambiando con frecuencia la dirección, aprovechando las irregularidades del terreno, árboles, etcétera, atravesando con rapidez los sitios descubiertos».
Todo, todo Valladolid, todo Burgos, encauzados y dirigidos por una fuerza negra, se ha volcado contra nosotros.
Es el momento de la gran ofensiva. De la «gran ofensiva del café» que iba a tomar Mola en Madrid entre mares de sangre.
Los de acero resisten y contraatacan. Su misión es ofender, entrar en las filas enemigas.
En estos momentos se está librando el combate más fuerte desde que empezó la guerra.
El cañón ha retumbado durante toda la mañana.
Jamás se han oído tal cantidad de disparos y de explosiones; jamás tal cantidad de sapos venenosos, de morterazos traidores; jamás las ametralladoras regaban la cuesta y el pinar de «finos mensajes de muerte» como aquella mañana.
Las balas dum-dum estallaban en los troncos de los pinos como disparos de pistola, como pétalos de una rosa destrozadora de carne; silbaban en el aire como pájaros acariciadores.
Se tiraba mucho y nerviosamente.
¡Se tiraba con rabia contenida de siglos!
Ellos, los cadetes, los curas, los requetés, sí sabían por qué tiraban: tiraban por sus privilegios, por sus fincas, por sus cuentas corrientes.
El humo es por arriba bastante espeso y él espera que eso le salve.
El tiroteo continuaba con toda intensidad, pero él estaba contento porque «no los habían visto», porque «no era a ellos».
Sin embargo, hubo cuatro o cinco bajas de rebotes.
«Por el tomate».
Por encima de ellos silbaban los obuses de una pieza de grueso calibre, que sin duda debía estar enfrente, del otro lado de la divisoria. Estallaban allá abajo, en la carretera, junto al pueblo de Guadarrama.
Federico había cruzado ya el claro, cobijado ahora detrás de una gran piedra. Estaba tranquilo.
Desde allí veía cómo los «aceros» iban cruzándolo rápidamente.
A uno se le destapó la cantimplora y se le derramó toda el agua. ¡ Con la sed que tenían!
Detrás venía Pacomio el de las Viñas, y Federico no pudo menos de reírse. Venía a saltos de panza. Parecía un gran sapo, con su colilla deshecha en la boca.
Detrás de él llegaban los restos de su familia y amigos del barrio de Usera. Él era como el jefe de una gran cohorte. El Leoncio, el José, el Felipe, el Paco. Uno de ellos tenía la cara llena de tierra.
—¡Pacomio, ya estás aquí! —dijo Pacomio el de las Viñas, cuando llegó a la roca y su cara se volvió, vigilante, para ver cómo cruzaba su gente.
—¡Así da gusto hacer la guerra! Esto es orden, disciplina. Además, así hay mucho menor número de bajas. Cuando nosotros llegamos la primera vez era horrible.
Habló Martínez.
—¿Llevaba o no llevaba yo razón cuando te dije que fuéramos a alistarnos a «Francos Rodríguez»? Tú estabas empeñado en no moverte de aquí, y yo te decía que antes de luchar con eficacia teníamos que comer muchas sopas, y que solos y cada uno por su lado no hacíamos nada.
En aquel momento, uno se distrajo, y luego dos o tres. Se habían confiado demasiado.
Pasaban corriendo, a medio agachar, en vez de pasar a rastras.
La ametralladora de la copa del pino los vio. Ahora era la tierra la que hervía a balazos. Dos cayeron. Dos lograron pasar rápidamente. Uno quedó tumbado, con la cabeza entre las manos y detrás de una pequeña piedra. Hacía bien.
Nosotros tirábamos por nuestro pan, por nuestra tierra, por nuestra libertad.
Ellos, los campesinos movilizados, tiraban porque se lo mandaban los señoritos, y aquí se abría una enorme perspectiva.
Varias veces trataron los fascistas de Valladolid de apoderarse de nuestras posiciones; varias veces inútiles; varias veces sangrientas y sacrificadas.
Empezaba a caer la tarde.
Se enrabiaban las ametralladoras con sus lenguas de fuego.
Se enrabiaban los morteros con sus coces de mulo falso. Se erguían como serpientes.
Un collado enrojecía como un horno eléctrico.
Y se removía de cascos, de manos empuñadoras de bombas.
Silbaban las granadas Laffite como fatales peonzas aéreas.
Desde nuestras líneas oíamos las voces con que se animaban.
Desde nuestras líneas oíamos algo como latigazos, oraciones o blasfemias.
«¡Arriba España! ¡Viva el Fascio! ¡Viva el Requeté!».
Parecían mulas de una reata trágica.
Pero los «aceros» no retrocedían. Caían, uno, dos, treinta, cincuenta.
Quedaban muchos: ciento noventa y nueve, ciento noventa y ocho, ciento setenta, cien.
Y más que vendrían nuevos, disciplinados, físicamente sanos y políticamente seguros.
Los de «arriba España» tenían que gritar ahora arriba la cuesta.
El acero iba a tomar la ofensiva.
«El soldado ha de observar una rigurosa disciplina. Obedeciendo las órdenes recibidas durante su ejecución, no disparando nunca hasta que haya cubierto con el punto de mira el correspondiente blanco, no gastando municiones en balde».
«La disciplina exige a veces permanecer expuesto al fuego enemigo sin contestarle».
A nuestra izquierda la cuesta se curva hacia un collado, por donde se refleja una luz verdosa.
Allí aparecen, como en un vapor, retamas, zarzas y troncos medio quemados.
Un humo de agua sobresale entre los troncos agudos y las ramas desnudas.
El monte arde con dificultad. Algunas retamas crepitan como troncos y en otras hierve el agua produciendo columnas de vapor.
La trinchera de los «aceros» era infernal, si es que podía llamarse trinchera.
Apenas existía un pequeño desmonte, para cubrir las apariencias.
Ramas quemadas de pino, pifias y zarzas; piedras, matas apelotonadas, hormigas rojas, arañas y orugas; cadáveres y sangre.
Caras y brazos, quemados y ampollados.
Federico era un «acero», un buen «acero», a pesar de su aparente frivolidad en cuestiones políticas.
Un «acero» era también Martínez. Un «acero» era Manuel del Río, y un «acero» quería ser Pacomio el de las Viñas, que a ellos se había añadido con sus pantalones caídos, sus vendas y sus botas torcidas.
El comandante Márquez dio la voz de ¡preparados!
Un buen saco terrero es algo cariñoso, casi femenino, cuando nos rodea una atmósfera de balas.
Se está a punto con la cara arrimada a la aspillera, que parece suave. Es difícil dejarla.
Delante de Federico los pantalones de Pacomio el de las Viñas y sus polainas están ya de pie, y delante Martínez y Manuel del Río y cien más.
¡Esta guerra está más allá de Remarque y del pacifismo!
A Federico le gusta ante todo la aventura.
Salen del parapeto retrocediendo. Van avanzando entre retamas y polvo rojizo.
Delante de ellos hay un pequeño claro: es la zona más peligrosa. Hay sólo dos o tres piornos, retamas y piedras, pero no lo suficientemente grandes para protegerlos.
Martínez teme que los bata una ametralladora que los fascistas tienen emplazada en la copa de un pino.
Pacomio el de las Viñas va fumando un cigarrillo de setenta, torpemente liado; el tabaco se le cae.
Federico se adelanta algo. Él es rápido y se arrastra fácilmente.
Los peines que lleva en el bolsillo del mono se le clavan en un muslo y, al arrastrarse, tiene que ponérselos en el pecho.
Una zarza le desgarra la cara.
Martínez, serenamente, mira.
Pero había que recoger a los dos heridos, que se quejaban débilmente. Jamás los «aceros» han abandonado a un herido.
Los que todavía quedaban por pasar el claro, se detuvieron. Había que esperar.
El enemigo empleaba entonces a fondo todos sus refuerzos.
Era ensordecedor el ruido. ¡Buen bautismo de fuego para el ACERO DE MADRID!
Un morterazo estalló al otro lado de la roca donde estábamos refugiados.
No hizo nada.
Pero había que recoger a los heridos.
Ya había varios dispuestos a ir, cuando por el fondo del claro aparecieron los camilleros que el Quinto Regimiento había organizado.
No dudaron ni un momento. Uno de los heridos había caído bastante abajo y no tuvo más que arrastrarse un poco hacia ellos.
Al otro hubo que recogerlo, pasase lo que pasase. Lo recogieron, y se lo llevaron rápidamente. De aquí iría en la ambulancia a Madrid.
Al Hospital que por encargo del Quinto Regimiento se había organizado.
El copo
El trozo por el que iban ahora, era ya mucho menos peligroso. Una garganta cubierta de zarzas y de un pinar espesísimo.
Era imposible que nadie les viera.
Dando un gran rodeo atravesaron la línea divisoria de la sierra y se internaron en el espeso y sombrío pinar del otro lado.
Volvió a oírse muy fuerte el estampido del cañón; cada vez más fuerte, demasiado fuerte.
Por encima de los pinos subía una densa columna de humo.
Sesenta y tantos hombres avanzaban conteniendo la respiración.
Pacomio el de las Viñas, con su colilla en la boca y el pelo lleno de telarañas y resina.
Avanzaban en guerrilla, distribuidos como les había enseñado el Quinto Regimiento, de obstáculo en obstáculo.
El último disparo del cañón les cogió muy cerca, casi les hizo dar un respingo. Una bocanada de aire caliente azotó los rostros.
Se oían ya las voces de los servidores de la pieza.
Por entre los troncos de los pinos se distinguía a un oficial, vestido caqui, con la rubia y rizada cabellera al viento, la rodilla ligeramente doblada y el pie metido en el césped.
Era Ángel Fernández Conde, que ya no silbaría más los blues de las películas de moda. Con él estaban cuatro o cinco jóvenes de mono fascista. Eran falangistas, aprendices de artillero.
De aquí en adelante ya todo fue coser y cantar. Jamás podían sospechar que setenta fusiles encañonaran desde los pinos a ellos, que estaban en la retaguardia.
—No era sorprendente que estuvieran muy pálidos cuando venían con nosotros. Lo que sí lo era es su inconsciencia y su frivolidad.
—El momento, sin embargo, era muy peligroso. Pudimos ser copados.
Pero avanzaron los nuestros por el otro lado y los copados fueron ellos.
No había más que mantenerse y hacer fuego.
En la retaguardia tuvieron que dejarse un camión con impedimenta.
Nosotros perdimos a Guido Lazzaro Paolo.
¡¡No pasarán!! ¡¡No pasarán!! ¡¡No pasarán!!
Márquez y Líster eran de los más emocionados.
La comandancia del Quinto Regimiento encargó a los «aceros» que trajesen a Madrid los cadáveres de los héroes muertos en esta primera acción.
Al día siguiente, entre las ráfagas de balas, se buscaron y se trajeron.
En el cuartel de Francos Rodríguez estuvieron junto al de Guido Lazzaro Paolo.
Vistas al león del puerto
Los «aceros» del flanco derecho, habían subido a gatas por la carretera del puerto.
Avanzaban sin disparar un tiro.
Con ellos iba Márquez; con ellos iba Guido Lazzaro Paolo.
Los fascistas no sospechaban que en el Madrid popular pudiera existir eso.
Avanzaban entre postes, retama en flor y tomillo.
No hacían caso de las ametralladoras. ¡ No hacían caso de los muertos!
Únicamente veían doblarse allá arriba la cuesta.
Únicamente veían iniciarse una curva y aparecer una casa medio destrozada y un león de piedra.
Después llegaron a ver aún otra cosa: el león del puerto.
¡Pero, ay! ¡Había quién despreciaba las fortificaciones!
Sin embargo se dijo y se repitió, lo murmuraron las balas, lo repitieron los vientos y lo rugieron los obuses.
Lo proclamaron las bandas y los armónicos de los aparatos de radio.
Lo pensaban y repensaban las verduleras, los traperos, los chóferes, los tranviarios, los metalúrgicos y los panaderos.
—Ese tío traidor de Mola no ha contado con que es Madrid, nada menos que Madrid, lo que tiene que tomar, y como no se dé mucha prisa se va a encontrar con un Madrid todo de acero.
¡A chulo, chulo y medio!