5. Los primeros fríos

5. Los primeros fríos

En Madrid empezaban a acortarse los días.

Las cumbres de la sierra se llenaban de nieve.

Las noches eran largas, negras y pavorosas.

En el Quinto Regimiento se iniciaron estas consignas: «Mujeres madrileñas: ropas de abrigo para los milicianos, jerseys para los milicianos».

El Quinto Regimiento organizó el batallón alpino de esquiadores para vigilancia de la sierra.

Vinieron días de tranquilidad, cuando el enemigo se fortificaba en Toledo y en Bargas.

El cielo de Madrid empezaba a oscurecer; su carácter a cambiar.

Había mucha gente que no quería saber nada, que no quería entender de nada.

Sin embargo, en algunos cafés y cervecerías se notaba una verdadera ansia por vivir, por reír, por divertirse.

En las esferas oficiales se daba un optimismo falso: una especie de reyes magos iban a salvar la situación.

Los labios se contraían en sonrisas, los chalecos se estiraban hacia abajo, y tras los ojos, absurdamente sonrientes, los cerebros no tenían nada.

Madrid seguía su vida otoñal, agarrándose a la alegría, con millones de manos.

Los emboscados y los fascistas empezaron a levantar la cabeza, plena de orgullo y de lógica grotesca.

—¿Qué haces tú?

—¿Yo? ¡Esperar!

Y brillaban los ojos, detrás de equívocas sonrisas.

Al mismo tiempo se proyectaban planes para el futuro, se preparaban funciones de teatro para ser estrenadas, se discutía de literatura, y se bebía cerveza en abundancia.

Esa serenidad era grande en algunos. Madrid se tapaba la cabeza con las sábanas, para no ver el peligro.

Había restaurantes donde se comía lentejas, pescado y carne. Quedaba buen café en «Negresco» y algunas botellas de licores raros, tales como kirsh, kümel, ginebra «Foking», curaçao, etc. En los estancos había entonces bastante tabaco inglés.

En el restaurante «La Carmencita» se reunían a cenar intelectuales y poetas.

A algunos les daba por cantar vasco, idioma que no entendían. Otros decían chistes amargos y agudos.

Todo un sistema de columnas, todo un Partenón amenazaba con desplomarse.

Para todos los que allí había la entrada de los fascistas en Madrid significaba el fusilamiento o algo peor. Sin embargo, cuanto peores eran las noticias había más alegría.

Una frivolidad desesperada florecía allí, en algunos, ciertas noches en que todo se veía negro.

Su imaginación veía, antes que nadie, lo que otros ni siquiera presentían como antes que nadie había visto la fuerza y la belleza del marxismo.

Se andaba por la noche a tientas en Madrid, y luego, en casa, se leían novelas policíacas, novelas rosa, cualquier cosa que no tuviese nada que ver con el espanto y la maldición de España.

Sin embargo, todos estaban dispuestos a cumplir con su deber y todos cumplieron.

¡Madrid, Madrid, a estas horas te canto, a estas horas te digo!

Con tus sonrisas nerviosas, con tu cielo nublado y tu sol huidizo.

Con tu pueblo en gestación de heroísmo, con tus fascistas crecidos, con tus judías inquietamente comidas, con tu vino malo.

¡Madrid de las noches oscuras, que todavía no iluminaban el resplandor de los disparos!

¡Madrid, con tu luna de octubre! ¡Cuántos se preguntaron!: «¿Será tu última luna?».

Porque los fascistas estaban parados en Bargas, con Toledo entre las uñas.

Los fascistas estaban parados en Bargas, pero pronto empezarían.

Los fascistas habían tirado una línea y ahí la dejaban tendida.

Eran inútiles los esfuerzos que Madrid hacía para romperla.

¡Silencio! ¡Silencio!

¡Vivir, gozar hasta que los fascistas empezasen!

¡Era lo último de la vida!

¡Ya tendría Madrid tiempo de morir!

Actitudes

Javier Soto, sobrino segundo del marqués de Salcedo, se había pasado el verano tan aburrido como una pera que colgase eternamente de un rama. Miraba su pijama a rayas moradas y blancas y sus zapatillas a cuadros en sus pies cruzados. Leía un periódico del Frente Popular con verdadera atención, con verdadero interés.

El peligro le había enseñado a ser inteligente y observador, a ser astuto y silencioso.

Había perdido mucho de su antigua frivolidad señoritil, o mejor dicho, para poder conservarla para siempre, se había hecho ahora cauto y reflexivo.

Prestaba, por primera vez en su vida, atención al marxismo, que se le presentaba como una brutal fuerza ciega y desagradable, como un enemigo enorme, flexible y viscoso como un pulpo.

Todo esto se unía con sensaciones de malos olores, de frases soeces, de rabia infinita contra él y los suyos.

Esto era para Javier de Soto, sobrino segundo del marqués de Salcedo, el marxismo, mientras contemplaba los pantalones de su pijama a rayas y sus zapatillas cuadriculadas.

Descubría la desorganización y el caos por todas partes, y esto era lo que más le alegraba.

El periódico estaba lleno de artículos alentadores y de frases optimistas, que él veía claramente falso.

Mentalmente subrayaba esta idea: «No tienen preparación moral y material para una guerra de la envergadura de ésta que nosotros les hemos planteado. Ahora empiezan a prepararse, pero ya es tarde».

La idea le alborozaba profundamente. Un empuje más del ejército nacional y todo estaba terminado.

Por otra parte, él se decía: El fascismo, defensor de sus rentas y de las de su tío segundo, el marqués de Salcedo, era perfumado, azul y sobre todo audaz, organizado y consecuente. La victoria final no era dudosa. Además, contaba con el apoyo incondicional de Italia y Alemania, que estaban decididas a todo. Las democracias occidentales eran cobardes, y Rusia, oscura, misteriosa y lejana, nada podía hacer por sí sola, y era en todo caso poco peligrosa en la guerra.

Soto sonrió. Su posición, después de todos los horrores y miedos pasados, era ventajosa, afortunada.

Su piso estaba protegido por la bandera de una república sudamericana. Por este lado no había nada que temer. Además, tenía dinero suficiente en metálico, alhajas y títulos que recobrarían todo su valor con la próxima entrada de Franco.

Había que trabajar, hacer algo para que esta entrada fuese lo más rápida y fácil posible. Hasta entonces había tenido mucho miedo, demasiado miedo. Su conciencia fascista le atormentaba por esto. Pero ahora el miedo había desaparecido. Sí, sí, se pondría de acuerdo con… y con… y trataría de hacer algo, aunque sin exponerse mucho. Para quedar bien ante la España nacional y ser luego bien tratado en ella, y que le fuesen dadas todas las ventajas a que tenía derecho.

Javier de Soto, sobrino segundo del marqués de Salcedo, era feliz.

Matas, el opositor católico, también era feliz. Trabajaba como mecanógrafo y organizador del archivo militar de un regimiento.

Su espíritu estaba más saneado y como libre de una serie de trabas.

Se había hecho bebedor y comilón, hablaba mal y tenía una simpática alegría comunicativa.

En el fondo de su alma quedaba el rescoldo de su fe católica, rojioscura, con un fuego lento, pero más fuerte que nunca.

No quería acordarse de ella. Sin embargo, algo le decía que estaba en el verdadero camino que Jesucristo señaló.

Ciertas personas le echaban en cara lo que ellos llamaban traición; un «católico» no podía estar con los «rojos».

—Jesucristo nunca ha predicado el odio.

—De acuerdo. Por eso yo no puedo estar con los fascistas. Jesucristo ha prohibido matar, y los fascistas se han sublevado, han iniciado la violencia. Su programa defiende la guerra en sí.

—Por lo visto son mejores esos salvajes de los «paseos», de las quemas de iglesias.

—Mucho mejores. Eso era inevitable, todo eso tenía que ocurrir en los primeros momentos. Los responsables morales de toda violencia, son los que han elegido el camino de la violencia. ¡ Es muy cómodo sublevar al Ejército, a la Policía, a la Magistratura y al Clero, precisamente, para que ocurra eso, y luego llorar lágrimas de cocodrilo! La conducta de ciertos elementos de la iglesia católica está bien representada en los Evangelios con la figura de Judas: venden a Cristo por dinero. «¡Malditos sean los hipócritas!». «¡Más les valiera no haber nacido!».

Matas miraba con sus gordas gafas de concha, desfilar y desfilar filas de soldados. Él estaba en lo cierto. Él tenía razón. Él tenía la conciencia tranquila.

El pueblo era y sería la base del cristianismo.

¡Dios y el prójimo! O sea, ¡«Dios a través del prójimo»! Todo lo contrario del egoísmo solitario y del monopolio religioso.

El estudiante Marcelo era desgraciado; lloraba lágrimas de nervios y de saliva.

Tenía la cabeza llena de pájaros aulladores y los zapatos llenos de clavos.

Tenía la vista fija y su hermoso color moreno había desaparecido.

—¡Toledo! —se decía—. ¡Bargas! Ya no hay remedio; ya es la muerte.

Sus pies se agitaban en el vacío. Todo un mundo se le había desplomado debajo.

Sus ojos se henchían de lágrimas y sus miembros de temblor.

Sus puños se crispaban en el vacío y sus dientes, su lengua y sus palabras en el aire.

¿Qué hacer? ¿Qué hacer?

Cara al peligro

Adelante, camaradas

campo abierto a los soles y a los vientos.

Fuerte pisada y al frente mirar,

donde se unen la tierra y el cielo.

Nada importa lo que pase,

nuestros nervios van templados al fuego.

Ni un paso atrás. Adelante, a luchar

¡por el Quinto Regimiento!

Centenares y centenares de piernas marcaban paralelamente el paso. Centenares y centenares de fusiles, de ojos y de puños cerrados, oscilantes.

Los hombres del Quinto Regimiento, los hombres de las mil miradas y de las mil resoluciones habían hablado.

Los hombres leales, los seguros hasta el fin.

Los hombres que eran como las piedras cimeras y como los llanos.

Los hombres que veían venir y no vacilaban.

Los hombres que se habían jugado el todo por el todo.

Los que se habían levantado cien veces, medio chamuscados por la caída de un obús.

Los que se habían quemado los dedos con las ametralladoras calientes.

Los que habían obedecido en el acto todas las voces de mando que se profirieron desde el 18 de Julio.

Allí estaban los hombres desfilando como Madrid no había soñado jamás.

Allí estaban centenares de vistas enteras al frente, centenares de hombres como barcos blindados, centenares de mentones y de puntas de gorros.

Allí estaban los enlaces con el ruido de sus motocicletas.

Allí estaban los artilleros con sus baquetas, y los camilleros con sus grandes pértigas, y los abanderados con sus estandartes.

En los tubos de metal de la Banda palpitaba una marcha bélica.

Callaban los clarinetes y las trompetas, pero no por eso se interrumpía el aire, que era recogido por los bajos hasta hincharlo.

Cada cierto número de compases, los trombones establecían sendas afirmaciones metálicas.

Todo esto en el fondo sordo de las alpargatas sobre la arena.

El cielo ya estaba enrojecido por el Oeste y seguía el desfile.

«Pasionaria», Carlos, Líster, Modesto, Hernández habían hablado.

Habían hablado los que ahora saludaban puño en alto.

Habían hablado los que veían, los que vieron.

Los que se asomaban por encima de las tapias de «Francos Rodríguez» y veían el campo ensangrentado de Toledo.

Los que veían retorcerse de dolor las carreteras bombardeadas y temblar los postes del telégrafo.

Los que veían las puntas de los lápices del Estado Mayor traidor, rayar el mapa de Castilla la Nueva.

Los que veían calentarse los motores de los aviones alemanes.

Los que veían afilarse las gumías moras y engrasarse los tanques italianos.

Los que oían el ruido de los cierres de los cañones templados en aguas del Rin.

Ésos habían hablado. Ésos habían dicho:

Madrid tiene que resistir. Madrid no caerá.

Madrid no puede ser atacado por la espalda, como Toledo. ¡Que los reflectores de la libertad iluminen todos los rincones oscuros!

Un Madrid limpio y brillante es únicamente el que podrá vencer.

Ésos dijeron también:

Hay que fortificar Madrid, ¡Qué hasta el subsuelo salga a la superficie, para cortar el paso a la muerte que nos sube del Tajo!

Ésos hablaron de la disciplina.

Ésos hablaron de la guerra de invasión.

Ésos hablaron amargamente del mando único.

Ella, finalmente, dijo:

«Las mujeres españolas prefieren ser viudas de héroes que mujeres de cobardes».

De la tragedia tiene que salir una energía sobrehumana, como de entre las nubes de polvo los pasos acompasados de los milicianos.

Ahora estábamos en el cuartel de Francos Rodríguez y plenos de entusiasmo.

Después pasaron algunos días: las hojas secas y las basuras se arrastraban por el suelo al primer viento frío.

El cielo gris, y un viento sucio soplaba del Oeste.

Entonces fue cuando empezó a moverse la culebra que estaba tendida en Bargas.

Entonces fue cuando levantó la cabeza y miró hacia Madrid.

Y Madrid recogió la mirada sin una vacilación, pero también de una manera excesivamente fría. Aguardaba. Ya veríamos lo que sucedería.

En espera

Desnudo se encontraba Madrid cuando le sorprendieron los primeros fríos del otoño de 1936; desnudo entre frías piedras e hipócritas aguas morales; desnudo, sin pan ni sal, entre la nieve y el hielo de Europa con los invasores.

Desnudo se encontraba Madrid y su pueblo cuando los moros negros y los italianos, traidores y cobardes, avanzaban montados sobre españoles engañados contra él.

Yo los esperaba y tú. Desde la torre de una iglesia vacía, pero intacta, como la cuenca de un ojo o como el cráter de un volcán.

Yo y tú los esperábamos, cruzados de brazos, con las caras y las manos estiradas al sol de noviembre, con los pantalones abrochados a los tobillos, con las zamarras grises; serenamente, imparcialmente.

Mirábamos los horizontes lejanos, diáfanos y claros, como se miran cuartos oscuros. Mirábamos los horizontes de cielo verde, de lomas oscuras y rocosas, como sapos hinchados, de campos secos, indiferentes y tranquilos, sabiendo que algo negro, o más bien, algo dorado, el imperialismo económico iba a aparecer por allí.

Sobre estos campos, hombres valientes cavaban, cavaban, cavaban.

El sudor les goteaba de la frente; sacaban terrones de fango, de piedras, de raíces.

Los hombres cavaban, y las mujeres, y los niños, y los viejos.

Desde nuestra torre se ve todo Madrid tendido.

Por debajo de nosotros se ven las guardillas, las ventanas abiertas, las chimeneas humeantes; se ven los cántaros a llenar bajo los grifos claros, los pucheros de cocido hirviendo a la lumbre, los niños mecidos en sus cunas.

Más abajo se ve la acera de la calle, el empedrado o el asfaltado. Las viejas porteras a la puerta de la casa.

Los tejados bajan en dirección al río, y sobre ellos flota un humo azul. Sobre los campos flota un vaho amarillo.

Allá, sobre el horizonte, flotan también montañas azules.

Tú y yo, extranjero, que estamos en la torre de la iglesia, nos agarramos del brazo.

Nuestras manos, nuestros miembros y nuestras caras están acariciados por suave calor.

El pelo de lana de nuestra zamarra gris brilla. El paño azul de nuestros pantalones reluce.

Es el sol de noviembre de Madrid. Los poros de la cara y de las manos se abren.

Este mismo calor entra a través de los cristales y las cortinas de los despachos, a través de las puertas de las tabernas, a través de los andamios de las obras.

¿Guerra? ¿Peligro? ¿Lucha? ¿Sangre? ¿Muerte? Todo esto parecían cosas lejanas y fantásticas, como las serpientes de mar.

Si miramos al cielo o a la sierra, experimentamos una sensación de seguridad. ¡ España, ocurra lo que ocurra, no puede morir!

El sol es como un gran faro que alumbra y calienta las miserias de este pueblo.

Este mismo calor daba en la plataforma de los tranvías y en la calle.

Miremos a la calle, o mejor, bajemos.

Hombres y mujeres se cruzan, se estacionan, se paran.

El sol de invierno divide a Madrid en dos grandes zonas. Las aceras que dan al Norte son frías, pálidas, azuzadas; por ellas la gente marcha de prisa. Las que dan al Mediodía son como nubes de luz y de calor, donde el Sur se manifiesta en toda su plenitud.

Estamos en los días en que Madrid se va a jugar el todo por el todo.

El suelo de los paseos está lleno de hojas secas; pisándolas avanzan manifestaciones de mujeres.

Sus caras son españolas y serlas.

Llevan transparentes que llamean. En ellos se leen estas palabras: Al frente.

Por las esquinas de las calles, teatros ambulantes, recitaciones de poesías. Todos ellos terminan con estas dos palabras: Al frente.

Todo esto era comentado en las tabernas, en los sindicatos, en las plazas soleadas, en las fábricas y en las calles.

Madrid, como un gran gato, como una refinada pantera, se estiraba indolentemente, antes de empezar la terrible lucha.

Elegía

Por las calles de Madrid andaban poetas y músicos como locos; andaban soldados y capitanes; andaban campesinos; andaban fascistas, sarcásticos y lanudos.

Madrid continuaba trabajando como si nada ocurriera.

No se movilizaba a la gente; no se tomaban medidas.

Subían, sí, por el Sur, como los árboles de la carretera de Andalucía.

Subían, sí, por allí. Se perdían lomas y norias.

Se desmoronaban a cañonazos montes de yeso, fábricas y chimeneas inverosímiles.

Se cegaban pozos de noria y arroyos secos.

Se reventaban puentes y se levantaban raíles y traviesas.

La furia, quince días silenciosa, volvía a desatarse de nuevo. Nada podía contenerla.

Se perdió Cabañas de la Sagra; se perdió Illescas.

El heroísmo solo no es suficiente contra docenas de tanques y de aviones de bombardeo.

Nos faltaba disciplina, nos faltaban mandos, nos faltaban enlaces, nos faltaba organización.

Uno, dos, tres, cien españoles muertos no eran nada para los tanques italianos.

Sus cadenas apenas resbalaban en las masas de carne y sangre.

El imbécil militar. Pezuño se creía que estaba haciendo una proeza.

En los últimos días de octubre podía verse en Madrid, destacado sobre el cielo poniente, un globo cautivo.

Estaba como un niño entre lobos, para tratar de impedir los criminales ataques de la imponente aviación fascista.

El pobre globo se balanceaba, sobre nubes de fuego, sobre los picos negros de la sierra.

Hasta que ya no se le vio más…

Fue un lunes desesperante. El día siguiente de proyectarse en Madrid «Los marinos de Cronstadt». El día en que los fascistas tomaron Brunete.

El pobre globo había caído, llorando llamas y humo, debajo de dos trimotores que venían de bombardear Madrid.

Esa tarde el cielo poniente de Madrid estaba vacío y rojo.

Cuatro batallones de choque

—Nosotros hablamos el lenguaje de Enrique Líster; el lenguaje del frente: fuerte, conciso, breve.

—Con fuerza, con decisión, con energía.

—Algunos dicen que la causa de la derrota son las milicias que corren.

Nosotros decimos:

—Por cada derrota, de arriba abajo se deben exigir responsabilidades.

Nosotros lo decimos, y lo decimos a las calles, a los cafés y a las tabernas.

—Hombres de Madrid, oídme. Los hombres de pelo en pecho.

Por las calles, por las plazas, por los paseos, grupos de mujeres iban y venían. Madrid había florecido en otoño de banderas rojas, de tablados y de músicas militares.

—Hombres de Madrid, oídnos. Oíd al Quinto Regimiento:

Los que estáis en el café.

Los que estáis en los comercios.

Los que trabajáis en las obras.

Los que servís en las tabernas.

Los que estáis en las oficinas.

Los que consumís cigarrillos.

Los que fumáis cara al cielo.

—Hombres de Madrid, levantaos, oídnos.

No hay pretexto superior a esto; no hay nada más importante en este mundo ni en el otro.

—Hombres de Madrid, oídnos.

Por el Tajo viene la muerte. Por Illescas sube la muerte venenosa.

Dentro de poco caerá sobre Madrid, si vosotros no lo impedís.

—Hombres de Madrid, escuchadnos. Escuchad al Quinto Regimiento, al Regimiento de Madrid.

Hombres de Madrid: ¡Al frente!

Hombres de Madrid: ¡A los fusiles!

Hombres de Madrid: ¡A las ametralladoras, a las bombas de mano, a las baterías pesadas y ligeras, a los tanques, a los aviones!

Hombres de Madrid: ¡A cavar trincheras, a que salgan las entrañas rojas de la meseta, a impedir el paso de los negros!

Hombres de Madrid: ¡Salid a dar la vida a las órdenes de un mando en el que no se confía!

Esto se dijo y esto se hacía, por las calles de Madrid, ante la muerte.

Se subían y se bajaban aceras, se doblaban esquinas. Madrid dirigía sus puños y sus miradas hacia el Sur.

Y vino ¡ay!, la célebre ofensiva

Entonces recibimos una muestra de la solidaridad internacional: eran siete carros de combate, de los que se esperaba demasiado.

Es sabido que los sedientos se emborrachan con agua: lo mismo le sucedió al mando con los siete carros de combate.

Ojos azules miraban con inocencia todo lo que ojos turbios y traidores tenían proyectado.

Con la misma intención que un niño echa a rodar por encima de una mesa su tren de juguete, el jefe del Gobierno echó a rodar por la Sagra toledana sus tanques recién llegados.

La noche anterior había tenido la gentileza de avisar a los fascistas por radio: «Mañana, al amanecer, nuestros tanques atacarán; vosotros, milicianos del pueblo, no tenéis más que marchar detrás de ellos. Espero, impaciente, vuestros partes de victoria».

¡Cómo se reía el militar Pezuño, con su bigote rubio, su alta estatura, su guerrera abotonada y sus piernas cruzadas!

¡Cómo chispeaban los ojos desde lo profundo de las sacristías!

¡Cómo, se tumbaban los falangistas con el vientre al sol, sacudidos de risa!

¡Allá fueron los tanques contra cañones apuntados y los soldados contra ametralladoras enfiladas!

Asensio, no sabemos lo que dijo, pero sí que sus ojos permanecieron absortos en las lejanías cálidas y temblorosas.

¡Ay, que no ha tenido resultado!

¡Ay, que no ha podido ser!

¡Ay, que también ha fallado!

¡Ay, que ya están aquí!

¡Ay, que ya vienen!

¡Ay, qué Torrejón!

¡Ay, que morimos!