5. Hermosa idea

5. Hermosa idea

Besonderes in eine Stelle! —decían los alemanes; y se sumergían en las piscinas, en los ríos, en el aire de las sierras españolas, como macizos productos filosóficos del Norte.

Unos eran representantes de cualquier casa S. A., otros arquitectos, otros perfumistas, otros tenían una tienda de material fotográfico, otros construían ascensores, otros daban clases y hacían propaganda fascista entre los jóvenes de la aristocracia, entontecidos. En Madrid había más de quince mil.

A los alemanes que no eran declaradamente fascistas les hacían la vida imposible, tenían que andar ocultos, huidos, y se hacían amigos de los españoles.

No podían ir al Club Alemán, no podían jugar al tenis, no podían ir a la piscina «El Lago», no podían ir al Puerto de Navacerrada en el Guadarrama.

Tenían que andar de una manera vergonzante y furtiva, hacer excursiones a sierras y llanos ignorados por el turismo.

A veces eran importunados, avergonzados y amenazados con diferentes pretextos: socorro de invierno…, etc., hasta en su propia casa, por la organización nacionalsocialista de Madrid, que trabajaba intensamente a la vista de las autoridades y de todo el que quisiera verla.

Hacía propaganda y conspiraba de acuerdo con el Consejo Nacional de Falange Española.

Casi podía decirse, durante toda esa época, que la Falange Española era filial de aquélla.

Tenían secretas reuniones de células, en las cuales cambiaban impresiones dirigentes falangistas españoles con nacionalsocialistas alemanes.

Santiago López asistió a una de ellas. Era un joven culto; tocaba al piano obras de Ravel y de Frescobaldi, de Stravinsky y de Coupertin, de Markievich y de Buxtehude; había ganado brillantemente unas oposiciones de asesor jurídico del Congreso; había sido de la F. U. E. y ahora estaba en Falange Española. No se sabía si era o no invertido.

—Nosotros no nos ponemos en contra de las izquierdas españolas, ¿comprendido?, sino solamente en contra de la intromisión rusa en España y del internacionalismo y el odio marxista; nuestra agitación tiene que ser hecha en este sentido.

Santiago López traducía estas palabras del alemán a sus compañeros fascistas españoles.

—Tenéis que comprender —seguía diciendo— que vosotros no podéis hablar como un joven tradicionalista o un joven católico. Esto es lo que por lo visto muchos no comprenden. Nada de decir que vais a defender la Religión y la propiedad; nada de decir que vais a defender a los rentistas. Vosotros vais a defender a España. ¡Arriba España! A todos por igual. A obreros y patronos. ¿Cómo? Ahí conviene dejar a cosa un poco vaga e insistir sobre el Imperio, el Estado corporativo…, etc. Así es como tenéis que organizar la propaganda… Y ahora vamos a la segunda parte. Hay que entrar en los sindicatos y partidos marxistas y anarquistas, a provocar y a espiar. Haced todo lo posible porque se planteen huelgas y surjan incidentes entre patronos y obreros, y que estos incidentes, a ser posible, se ventilen a tiros… A propósito; nuestros cuadros de acción tienen que estar bien activos; que no pase semana sin que se cometa un atentado de cierta resonancia; que en donde quiera que se encuentren, los falangistas se impongan, si no por sus razonamientos, por su valor y por sus pistolas; que nunca os cojan desprevenidos. En una palabra, tenéis que imponeros por lo que aquí lamáis «chulería».

Santiago López había estado hasta ahora pocas veces en células con alemanes.

Ahora iba casi todos los días, obligado no solamente por su cargo importante en Falange, sino como intérprete, por entender perfectamente el alemán.

El espectáculo le alegraba: por fin parecía que iba en serio lo de la solidaridad internacional del fascismo.

«Lo mismo que el Comunismo —se decía—. ¿Por qué no ha de poder hacer Alemania e Italia, por la era fascista, lo mismo que hace Rusia por el Comunismo? ¿No es hermosa la idea de una unión de todos los europeos conscientes, para salvar la cultura occidental del peligro del bolchevismo asiático?».

Y su cabello ondulado cobijaba esta hermosa idea, lo mismo que allá en el Océano índico la concha de una madrépora a una brillante perla.

Y la Falange Española de las Jons seguía y seguía, terrible y ridícula, como los espasmos de un epiléptico.

Hábil y tenaz, criminal y cínica, espumante de frases patrióticas y alentada por los peores enemigos de España.

Hablando de la Castilla imperial y vendiéndola al angustioso imperialismo de Alemania e Italia.

Levantando una mano al sol español y atrayendo, con la otra, la garra de los banqueros de Milán y de los industriales del Rin, hasta ponerla sobre el corazón de su Patria.

Cuatro que veían

Miguel es un español alto, delgado, sobrio, elegante, correcto. En los tiempos de ilegalidad él llevaba todo el aparato de prensa clandestina del Partido.

Nadie jamás hubiese sospechado nada.

Nadie hubiese podido adivinar que bajo aquel aparente empleado de Banco se ocultase tal fuego y tal disciplina española y renovadora; tal espíritu de sacrificio.

Enrique había sido cantero; había estado en Cuba; había luchado desde los quince años; había visto morir a sus hermanos; había pasado hambre; había combatido, pistola en mano, con los patronos; estaba deseando volver a combatir.

Gustavo había sido músico, lector, snob; había estado en París, en Alemania, en Inglaterra. Sin embargo, él decía que no había encontrado sentido a la vida hasta que entró en el Partido. Acababa de hacerlo.

Ramón era español y militar. Era hombre. Era serio. Era valiente. Tenía palabra de honor.

Primavera española

Madrid estaba en plena primavera. Florecían las verbenas y las huelgas; florecían los discursos, las frases como portamentos de violoncelos y las actitudes interesantes.

De vez en cuando un atentado de Falange o un acto de violencia, desordenado y contraproducente, mostraba la realidad a los pocos que querían verla.

En Alcalá de Henares ocurrió un hecho muy significativo. Los militares medio se sublevaron y fueron delicadamente trasladados a Palencia, donde la reacción los acogió con palmas.

Valladolid era el feudo de la Falange Española, como había sido durante mucho tiempo y era aún el de la cursilería, por lo que a sus clases acomodadas se refiere.

En su café principal, los hijos de los labradores ricos del Cerrato y de la Tierra de Campos silbaban todos los días, de tres a cuatro, el himno «Cara al sol», y procedían después, de taberna en taberna, entre las sonrisas de condescendencia de las autoridades, a provocar y asesinar, con sus pistolas automáticas, a los obreros más valientes, a los más luchadores.

Noche tras noche

Fernando Trillo estaba todas las noches de guardia en Madrid, con sus camaradas de barriada. En el local del Radio aprendía el uso de las armas.

Allí se marchaba, después de cenar, y permanecía hasta las seis de la mañana. Así llevaba meses y meses.

A veces salían por las calles a pasear y a tomar el fresco.

Las noches eran ruidosas y alegres.

Los bares estaban abiertos y arrojaban torrentes de luz, de música y de ruido.

Muchos compañeros, los mismos que en 1932 dijeron que eso del fascismo en España eran patrañas inventadas por los comunistas, no creían que hubiese sublevación militar ninguna.

—¡Ese gallego de Casares —decían— los tiene muy bien puestos! ¡Ya pueden andarse con cuidao los militares!

El Partido Comunista, el Partido Socialista y las Juventudes Socialistas Unificadas, y algunos contados grupos de otras organizaciones, se preocupaban desde hacía tiempo de organizarse militarmente. En este trabajo se distinguió Enrique Líster.

Fernando sabía muy bien a qué atenerse, tan bien que incluso podía permitirse el lujo de aconsejar a los demás.

—No están vencidos, ni siquiera debilitados —decía—. Se van a jugar el todo por el todo y nosotros también, tal vez antes de lo que esperamos.

¡Hay que estar bien preparados!

¡Hay que estar bien preparados!

¡Hay que estar bien preparados!

Latía por todas las esquinas, por todas las calles de Madrid, las noches de primavera, con viento, con estrellas, con luna, con lluvia, los monos desabrochados y las malas pistolas escondidas.

Femando era, como tantos otros obreros madrileños, delgado y sereno.

El asfalto mojado brillaba a veces bajo los faroles y producía vértigo en los ojos de tanto mirarlo.

Iban y venían los borrachos. Llovía y llovía.

Fernando el metalúrgico, Julio el pintor, Lorenzo el albañil y decorador, se paseaban noche tras noche, y, como ecos, miles y miles de obreros de Madrid.

Era una vida nocturna, silenciosa, vigilante, inteligente. Era el verdadero Madrid que se preparaba a defenderse.

Por el día todo era ruido y facilidad.

Por las noches estaban los lobos sueltos.

Velaban los Partidos y la Juventud.

Conspiraba la Falange.

En los cuartos de banderas, los oficiales de guardia estaban más pensativos que de costumbre.

Bebían menos.

Se corrían de mano en mano comunicados y claves cifradas de la U. M. E.

Las peores horas eran las del amanecer.

Por fin empezaban a volar halcones y golondrinas; el cielo estaba otra vez claro. Pasaba un tranvía repleto de obreros.

El peligro había pasado. A poco lucía el sol, los trajes claros de primavera y las banderas tricolores.

Esperando el amanecer

—¡Qué cara tienes! ¡Pareces un rojo!

El militar Pezuño jamás había oído tamaño insulto.

—¿Un rojo yo? —preguntó riendo.

Acababa de llegar de una pequeña excursión por Ávila y Segovia, en automóvil; había estado con Eguinoa y Mentilueta, dos banqueros amigos, y otros militares.

Habían recorrido la Sierra de Gredos; habían pernoctado en el Parador; habían subido a caballo a la Laguna; habían vuelto por Segovia; habían visto las fortificaciones del Puerto del León, los sitios más a propósito para colocar las piezas le artillería en Gudillos, las pintorescas rocas, donde se podían colocar nidos de ametralladoras, y habían vuelto a Madrid, tostados por el sol, tonificados por el oxígeno, reservados y alegres.

Aquella noche cenaron bien. Pezuño era un gran técnico le artillería, inteligente en cálculo, alegre y campechano. Saña, además, guardarse bien las cosas.

El único defecto que tenía era el nombre, pero tan aristocrático era que podía fácilmente perdonarse.

Daba continuamente golpes en la espalda a sus amigos, :on sus grandes manazas. En los arrabales de Madrid había tenido una discusión con un vendedor ambulante de verduras, a causa de una maniobra poco afortunada con el coche, y le derrotó completamente con sus dicharachos y sus graciosos y soeces desplantes.

Cenaban en Fuente la Reina y brindaban por Ubaldina Martínez Egoyen, nombre chistosísimo, que Pezuño había intentado durante el viaje para designar a la Unión Militar Española.

Bebieron champaña desde el principio hasta el final de la cena. Sin embargo, Pezuño no se atrevió a saludar con el Brazo levantado a los señores Grápner, matrimonio alemán que había fundado una fábrica de productos químicos en España.

Después continuaron bebiendo, por diferentes cabarets, y, cuando al amanecer se retiraban, Pezuño dijo al amigo que llevaba en su coche, con su lengua torpe y señalándole el cielo, amaneciente:

—¡Esto es simbólico!