4. Toledo
Fuego le echaban y le echaban fuego
cuatro cañones desde los olivos.
Viva metralla sobre los altivos,
potentes muros, temblorosos luego.
Todos estaban en Toledo, todos. Los militares, las viejas, los grecos, las aguas del Tajo, las rocas peladas, los perros, los gatos.
Todo estaba muy tranquilo, demasiado tranquilo. Únicamente…
Fuego le echaban y le echaban fuego…
al Alcázar, que estaba enconado.
Allí habían raptado, los cobardes, mujeres y ancianos para, en los momentos en que veían flaquear sus fuerzas, protegerse indignadamente detrás de ellos. Allí, cuando mayor era el combate, los soldados, encadenados a las ventanas y obligados a disparar, daban voces, pidiendo auxilio.
Fuego le echaban y le echaban fuego…
Los obuses hervían en el aire y dejaban una bola de humo sobre los muros, deshaciéndose al viento de la tarde.
En el verano de 1936, era Toledo uno de los sitios donde mejor se dormía la siesta. A la sombra de los portales de Zocodover apenas se oía algún que otro paco ligero, mezclado con el ruido del agua, en las presas de San Martín y de Alcántara.
De vez en cuando doblaban los obuses, pero su ruido más bien hacía el efecto de campanas funerales e inútiles.
Las viejas de Toledo, semejantes a brujas, apenas si levantaban la vista de la calceta que estaban haciendo desde tiempos de Tirso de Molina, para decir displicentemente:
—¡Ése es del 10,5!
—¡Ése otro es del 15,5! ¡Hace más ruido!
Mientras tanto, sus ojos brillaban como fuego, a la luz del atardecer, y sus carnes blandas no temblaban ni se estremecían.
Ellas a lo único que tenían miedo era a la aviación, pero no mucho miedo, porque el Espíritu Santo volaba mucho más alto y era infinitamente más fuerte. Toda esta guerra había ocurrido porque tenía que ocurrir, y no merecía la pena preocuparse mucho ni hablar de ella.
Igual les daba que ganasen unos que otros: el fascismo, la democracia, el comunismo y la política en general, eran cosas sin importancia práctica; todo lo más, dignas de ser comentadas por los hombres los domingos, en la taberna, como comentan también las jugadas de dominó o de tute, pero indignas de que ellas, mujeres de sus casas, de los demonios, de la ropa blanca y de Dios, se ocupasen de ellas.
Todas eran viejas, y algunas bigotudas y secas. Sus ojos resplandecían de malicia y de ironía. Sabían los mismos secretos que los cardenales arzobispos de Toledo se transmitían de generación en generación, durante siglos y siglos. Sabían tanto como las mismas aguas del Tajo.
Elena, ese mismo día, habló con ellas.
—Nosotras lo que queremos es que nos dejen en paz en nuestro Toledo.
Sus labios, sonrientes y secos, reflejaban un orgullo infinito, y en los bolsillos de sus faltriqueras resonaban rosarios y, tal vez, huesos de muerto. Un viento caliente abatía las canas sobre sus frentes, y sus ojos abrasadores se dirigían al Oeste, donde el sol se ponía en aquellos momentos y donde los trimotores negros hacían retemblar los cielos.
Elena era leal, era sana, era joven; estaba viva y sintió una sensación de verdadero ahogo delante de ellas. Hasta el punto que tuvo que dejarlas.
Todo era inútil en torno de Toledo. Toledo estaba predestinado, condenado, maldito. Allí tendrían los «Junker» un suntuoso nido; allí tendrían los dioses oscuros del mal y la barbarie un templo adecuado.
Era inútil que fuese un obrero, cantero moderno, el comandante Enrique Líster; que dejase allí sangre de su cuerpo y cuerpos enteros de muchachos jóvenes y heroicos.
Logró entrar en el Alcázar, pero tuvo que salir. Algo no funcionaba en Toledo.
Y los africanos y los traidores se acercaban por las llanuras del Oeste.
Y enviaban negros mensajes, con tres motores y monstruosas bombas.
Y ardieron Torrijos y Carmena.
Y se destrozó, a dentelladas y a bayonetazos, a los campesinos que allí quedaron.
Y se bombardearon hospitales de sangre.
El campo venía ardiendo desde Talavera y no había quien lo contuviera.
El incendio se corría y llenaba de negro los horizontes.
Era espantosa la fuerza de la caballería mora.
Era espantosa la cantidad de cañones, de granadas, de armas automáticas, de estrategia y de táctica.
Los españoles estábamos ahora casi abandonados, mientras las fábricas de Essen y de Milán se volcaban sobre los traidores.
Tenían técnicos extranjeros, pilotos extranjeros, tercio extranjero, moros y material extranjero.
Únicamente el enemigo era español.
En la retaguardia, los fascistas españoles gritaban: «¡Arriba España!».
Combinación de color
Las aguas verdes y transparentes corren sobre las arenas amarillas. Es una hermosa combinación de color.
Debían llevar arrastrando pajitas, turbantes blancos, gorros turcos, camisas azules, trozos de aeroplanos y caballos ahogados.
Tal vez el cuerpo hinchado de algún comandante traidor, que bajase flotando hasta la confluencia del Alberche con el Tajo, donde se hundiría definitivamente en la verde profundidad.
Los moros ya habían adelantado hasta Torrijos con toda facilidad, cuando en Madrid sacudió las redacciones de los periódicos y las tertulias de los cafés una noticia estupenda:
—¡Operación ejemplar! ¡Genio militar! ¡Las presas del Alberche han sido soltadas! ¡Miles de moros muertos! ¡Centenares de camiones arrastrados! ¡Docenas de cañones inutilizados! ¡Aeroplanos deshechos!
Como locos corrían ciertas personas a dar la noticia, y el dibujo era fácil. Una raya representaba el Tajo, otra perpendicular el Alberche. En la unión, un punto representaba Talavera, y otros, al Este, Torrijos, Maqueda, Santa Cruz del Retamar, etc. Varias rayas onduladas, la presunta inundación, y unas enérgicas flechas negras, las fuerzas operantes.
—Por aquí subían los moros. Al soltar las compuertas del Alberche se inunda toda esta parte y corta las comunicaciones entre Torrijos y Talavera; además, destruye el aeródromo de Talavera y varios campamentos. Al mismo tiempo nuestras fuerzas atacan por aquí, y por aquí los dividen en dos y los destrozan.
—He oído decir que ya se ha tomado Talavera. Fuerzas de Navalperal han bajado por la sierra de San Vicente y lo tienen cercado.
—No es nada difícil. El enemigo no tiene retaguardia; ha dejado descubiertos los flancos.
Sobre los mármoles de los cafés, sobre la cerveza derramada se hacían planos.
Los camareros, en esos días, emplearon bastante más tiempo en dejarlas limpias.
¡Qué operación más bonita y qué operación más triste!
¡Qué operación más poética y qué operación más ridícula!
El Estado Mayor siente la Geografía como un libro de sonetos.
El Estado Mayor suelta las esclusas del Alberche e inunda de aguas verdes las arenas amarillas.
¡El efecto de color es precioso!
El cielo estaba azul, radiante, y el militar, dudoso, cimbreaba su cuerpo con un empaque magnífico.
—¡Esos cochinos milicianos no quieren avanzar!
Una columna debía haber avanzado por el Sur; otra, debía haber bajado desde Maqueda.
En las mesas de los cafés de Madrid se hacen planos preciosos.
Se dejan los cigarros encima de la mesa y se sacan lápices sucios para explicarlo.
—Ésta es la cota 206…
¡Y cómo se ríen los regulares de todo esto!
¡Y cómo se ríen Mola, Yagüe y Franco!
Ellos tienen fuerzas regulares y disciplinadas, porque operan siempre a las malas.
¡Nada de democracia en la elección de mandos!
¡Nada de consideraciones a la tropa!
¡Nada de hablar de conciencia entre los soldados!
Los soldados no tienen conciencia.
Los soldados no tienen derechos.
No son más que una mano derecha para apretar el gatillo, una mano izquierda para sujetar el cañón, una vista para apuntar, y un corazón mecánico para regar de sangre todo el cuerpo, hacer que ésta corra por el suelo e indicar dónde ha habido una baja.
¡Son trescientas bajas! ¡Son quinientas bajas!
¡África está abierta!
¿Qué les importan a ellos los moros africanos?
¡Cómo se llevaban las manos a la cabeza los milicianos en Talavera! ¡Cómo corrían!
¡Qué risa para las señoritas de Burgos!
En cambio, ellos:
¡Dios, Patria, Rey! ¡Escapulario!
¡Dios, Patria, Rey! ¡Escapulario!
¡Alá o Dios! No importa.
¡Jesucristo o Maquiavelo! Es lo mismo.
El caso es vencer. El fascismo tiene que vencer.
Y vencen, y vencen. Y cruzan vados y campos de trigo, y cortan olivos y arrancan chopos de raíz.
Y cantan canciones, sus canciones españolistas, traicionadas.
Y alborotan y atropellan y revientan lagrimales, y levantan el polvo de los barbechos, con sus tanques y sus granadas de artillería.
Y sorben la humedad de los cielos con sus nubes de gasolina, con sus nubes de trimotores.
Y los labios gordos de los africanos secan los ríos, y los corazones envilecidos de los mercenarios internacionales, secan de mujeres los campos.
Sombras
Y tomaron Toledo. Por Madrid corrió la noticia, como el primer calofrío de una grave enfermedad.
—No estoy para fiestas. He pasado muy mala noche, noche toledana, en verdad.
Ese mismo domingo daba un mitin la Alianza de Intelectuales Antifascistas, y ese mismo día empezaba el éxodo de personas hacia Valencia.
—La pérdida de Toledo sería una catástrofe.
Y en efecto, fue una catástrofe y una catástrofe horrible.
Los cañones fascistas atravesaron al galope de sus caballos el río Guadarrama, reducido a un arenal.
La caballería mora iba delante, cubierta de espuma. Tomaron Bargas, patria del gran escultor Alberto.
Los cañones fascistas empezaron a batir Toledo, mientras los nuestros, que batían el Alcázar, se retiraron a toda velocidad de su refugio, debajo de los olivos, para volver sus bocas hacia el Oeste.
Por las terreras de la orilla derecha del Tajo se descolgaron los regulares, ebrios de entusiasmo, enloquecidos. Llegaron a Toledo y acuchillaron a los heridos de los hospitales.
Como nube negra bajaban del Alcázar los traidores allí refugiados.
Al otro lado de la ciudad, en el Tajo, nadaba con todas sus fuerzas, contra corriente, el último miliciano, para salvar la vida, mientras otros resistían en la catedral. Hasta que se quedaron sin posiciones y fueron pasados a cuchillo.
Entonces salieron del interior de las casas y de los subterráneos de Toledo una serie de frailes, de curas, de cardenales y de obispos, allí escondidos desde el mes de julio, pálidos y como muertos algunos, pero ardiendo en ira.
Su primera ocupación fue subir a las torres de las iglesias y voltear las campanas en infernal repique.
Mientras tanto, los africanos se dedicaban al saqueo, a la violación, al estupro; sus gumías se clavaban en el cuello de los obreros rezagados. La sangre corría por las empinadas calles de Toledo y goteaba en el verde aceituna del Tajo.
Mucho después llegaron los falangistas y los requetés, con camisas nuevas, limpias y bordadas ayer.
Todo se convirtió entonces en vítores, blandas lágrimas de júbilo y poesías almibaradas, de Pemán y otros.
Entonces llegó también el generalísimo, rebosando entusiasmo y saliva. En el camino se cruzó con el «Entierro del Conde de Orgaz», del Greco, que iba camino de Portugal, con rumbo desconocido.
El generalísimo entró a pie por la puerta de Visagra y subió por la del Cambrón hasta Zocodover.
Las viejas de Toledo le miraron, fija y despreciativamente, con sus ojos brillantes, y continuaron haciendo calceta.