4. Lava de Madrid
Madrid se derramó como un volcán.
La lava roja había subido del subsuelo y se esparcía por los campos.
La lava contenida de siglos, deseosa de sol, de participar en la vida y en la muerte, de abrasar, de quemar todo lo perdido.
Roja, inocente y terrible.
A la puerta de todos los sindicatos, de todos los partidos de Frente Popular había colas de centenares de hombres.
Camiones y camiones salían de Madrid como espuma de mar, como claveles rojos, frescos y alegres.
Tomaron Alcalá y Guadalajara, esparcieron el optimismo de Madrid por las carreteras y los campos.
En Madrid se habían formado cinco batallones. El quinto correspondía a los milicianos de las barriadas norte de Madrid, casi en su totalidad procedentes de las M. A. O. C. En las barriadas este y sur se organizaban batallones de la juventud.
En la calle de Francos Rodríguez había un gran local, antigua escuela de los frailes salesianos. Es un enorme solar de arenas amarillas, donde hay una iglesia de ladrillo rojo y tres edificaciones, también de ladrillo, destinadas a escuela y a vivienda de los frailes. El todo estaba rodeado de una tapia agria y roja.
Allí podían hacer la instrucción y aprender el manejo de las armas los guerreros de los monos azules.
El pueblo vio brillar el primer albor del Ejército Popular de España y se propuso sacar, del solar destartalado, lo que no había hasta entonces: grupos de hombres, encuadrados en compañías disciplinadas, férreas y conscientes, que se enfrentasen eficazmente con las disciplinadas e inconscientes compañías fascistas.
Este verano se había despertado en Madrid una gran sed; no de horchata ni de cerveza: de armas.
—No hay más fusiles, camaradas.
—¡Toda la noche esperando para esto!
Era imposible resistir el estar sin hacer nada.
Unos exclamaban:
—¡Vámonos a Alcalá, a Guadalajara, a Zaragoza!
Otros:
—¡Vamos a Toledo, a Somosierra, a Guadarrama!
Allá, a lo lejos, se elevaban los montes amenazadores.
«Siempre a la mala manera, la sierra y la altura…».
Detrás de ella una caravana de automóviles se entraba por las primeras sombras de los pinares de San Rafael.
Venía de Castilla, seca, árida, pobre, ignorante, que había sido engañada a los gritos de «arriba España, muera el Comunismo, viva Franco».
La caravana venía llena de guardias civiles, falangistas y requetés, que a todos obligaban a saludar a la italiana.
Poco después se les unieron los cadetes sublevados de la Academia Militar de Segovia, los artilleros con piezas del 7 con 5, del 10,5 y del 15,5; en total, cuarenta camiones.
A los soldados les dijeron que iban a Madrid a sofocar una rebelión contra el Gobierno.
En el cruce de carreteras se encontraron todos. ¡Qué de abrazos! ¡Qué de efusiones! ¡Qué de saludos!
Los sacerdotes que los acompañaban no cesaban de echar bendiciones a los cuatro vientos.
El militar Pezuño se destacó de todos ellos. Ya estaba todo preparado y establecido de antemano.
—¡Batería número 1, a la posición A; batería número 2, a la posición B; batería número 3, a la posición C!
—¡Cien falangistas o requetés a la compañía primera, a mezclarse con los soldados, y ya sabéis lo demás! ¡Otros cien, a la segunda! ¡Otros cien, a la tercera!
—Los cadetes de Segovia y Valladolid formaréis una compañía especial, con fusil ametralladora y balas dum-dum, y seréis los primeros en avanzar. El porvenir del movimiento depende de esta acción. ¡Adelante! ¡Arriba España!
Cerca la Tablada, la Sierra pasada…
Crujieron las botas del militar Pezuño y de su Estado Mayor cuando se encaminaba a su puesto de observación. Era éste una prominencia de rocas, oculta entre unos pinos, entre el Puerto del León y el pico de Cabeza Lijar. Ya lo tenía elegido de antemano. En ellas colocó un gran crucifijo —aunque se reía un poco de éste— y una cajetilla de «Chesterfield». También había allí un plano, acotado y señalado con lápiz rojo, dos o tres pares de gemelos «Zeiss» y un telémetro de campaña.
Antes de decidirse a seguir adelante quería inspeccionar el terreno.
El sol, libre sobre los picos redondos de la sierra, hacía brillar las estrellas de su uniforme del ejército de la República y su cogote, largo y aceitunado como un sollo.
A la mano tenía el teléfono, con el que comunicaba con los servidores de las baterías, ya instaladas y dispuestas a disparar, y con las diferentes posiciones.
Era como una gran araña gris, estrellada y traidora en el centro de su tela.
Allá por la carretera de Villalba vio salir para Guadarrama una caravana de cuatro o cinco camiones, cargados de obreros madrileños.
Con mano trémula de gozo cogió el teléfono.
—¡Atención! Batería primera, dispuesta para disparar; 4200 milímetros, 32 de deriva… ¡ Atención! Batería segunda, dispuesta para disparar; 4200 milímetros, 32 de deriva… ¡ Atención! Batería tercera, dispuesta para disparar; 4200 milímetros, 32 de deriva… ¡Atención! Batería primera, 3 disparos tiro rápido. ¡Fuego!… ¡Atención! Batería segunda, 3 disparos tiro rápido. ¡Fuego!… ¡Atención! Batería tercera, 3 disparos tiro rápido. ¡Fuego!…
Fue formidable el efecto.
El militar Pezuño, en lo alto de la roca, tarareaba una canción de cabaret.
Estaba en su elemento.
Pacomio «el de las Viñas»
Pacomio el de las Viñas o, sencillamente, el Viñas, era un tipo popular en el barrio de Usera, pocero de profesión y afiliado a la U. G. T. y al Partido Socialista desde hacía muchos años. Tenía una hija: la Trini, y un hijo: el Pepe; un hijo político: el Leoncio; varios sobrinos: el Paco, el Andrés, etc. Y muchos amigos: el señor Eusebio, taquillero de la estación de las Delicias; Sebastián conserje de la Fábrica de Gas; un tabernero que tenía una tienda de «vinos de la Mancha» con una sucursal en la Puerta de Atocha que se llamaba «La Alegría de Atocha».
El señor Pacomio sabía tocar en la bandurria La Internacional, El Himno de Riego, El Sitio de Zaragoza y algunas canciones entonces de moda en Madrid, tales como Rocío y María de la O.
Muchos domingos se iban de excursión con sus amigos, vecinos del barrio; entonces se ponían un gorro blanco, alquilaban una camioneta y tocaban la bandurria, que era horriblemente coreada por todos los demás en tonos discordantes, hasta el punto de que ahogaban al mismo instrumento.
Todos los vecinos de la barriada comentaban, indignados, los últimos sucesos. Todos ellos eran, como buenos hijos del pueblo, sinceramente antifascistas.
En la barriada se había abierto una lista para que se apuntasen los hombres decididos que estuviesen dispuestos a defender su libertad.
Martínez, el que había estado en el cuartel de la Montaña, dijo que él se hallaba dispuesto a todo y que el deber de todos en ese momento era empuñar las armas.
Los amigos y vecinos del señor Pacomio el de las Viñas, no dudaron un momento. Allá fueron todos. Dieron su nombre con una decisión fatalista verdaderamente heroica.
En el Ateneo Popular se formaban dos listas: una con los nombres verdaderos que se guardaban recientemente, y otra con el número que a cada uno correspondía, que es la que obraba. No se sabía lo que podía ocurrir.
La Trini y dos chicas guapas más de la barriada también se apuntaron, y con éstas iban sus novios.
A media noche cinco camionetas estaban dispuestas para salir.
Se desarrolló una escena extraordinaria.
En medio de una calle destartalada y junto a la cerca de un solar estaban los cinco camiones con las luces encendidas.
Un viento sur, caliente y manchego, removía el polvo, las basuras sin recoger y las faldas de las mujeres. Pocas eran las que reaccionaban trágicamente; las más eran presa de la misma excitación que los hombres.
—¡Mueran los fachas! —decían.
—¡No dejéis ni uno!
Los hombres contestaban desde lo alto de los camiones, pecho al aire y puño en alto.
El señor Pacomio el de las Viñas tocaba en la bandurria La Internacional, desde lo alto del cuarto camión, y era coreado entusiásticamente.
El camión era conducido por un chófer del Matadero, y en él iban: el señor Pacomio; su hija la Trini, vestida con mono, que era la madrina, morena, valiente y fiera; su hijo el Pepe; su hijo político el Leoncio; sus sobrinos el Paco y el Andrés; su vecino y amigo el señor Eusebio, taquillero de las Delicias; dos hijos de éste, obreros ferroviarios; el tabernero y dos chicos de la taberna, encargados de llevar el vino; cuatro vecinos más, empleados en el Matadero; dos chicas guapas del barrio, como mascotas, y sus novios.
Al mando de ellos iba un telegrafista de la Compañía de Ferrocarriles del Oeste que había estado en la guerra de África, y como armas llevaban cinco fusiles con dos peines cada uno, ocho escopetas de caza con cuarenta cartuchos de perdigón zorrero, tres pistolas con dos cargadores cada una y un revólver Schmit con ocho balas. Los empleados del Matadero llevaban cuchillos de apuntillar y casi todos, al cinto, cuchillos de cocina y navajas.
En un costado del camión campeaba un letrero en rojo que decía: «Guerrilleros del Manzanares».
Eran las doce y media de la noche. Los motores de los camiones trepidaron. Los faros se encendieron. Toda la barriada de Usera estaba allí congregada.
El viento, furioso, se llevó nubes de polvo, ruido de motores y un coro de vivas a los hombres valientes, a la República y al Frente Popular.
¡A la sierra!
La carretera de Guadarrama, de día es una cinta verde, asfaltada, pulida por la cubierta de los automóviles, hasta el punto de que se reflejan en ella las luces del sol poniente como si fuera de agua.
Por la noche se reflejan las luces de los faros y resbala el viento frío.
¡Noches de julio, camino del Guadarrama!
Noches en que por la carretera corría la fiebre, el valor y la impericia.
Noches en que la carretera reflejaba la luz de los faros heroicos y populares, en que la carretera brillaba como una corriente de hierro líquido.
Por ti, noche, avanzaban los caminos de los hombres que siempre han trabajado, de los hombres de los sótanos, de las estaciones, de los andamios, del carbón, de las tahonas; de los hombres que se han pasado la vida con sensaciones de hambre, de desprecio, de atosigamiento.
Ellos no saben el arte de la guerra; ellos no tienen armas. Pero su fuerza moral es inmensa, redonda, inconmovible.
Por la carretera avanzan, temblando ya de frío.
Todos se han venido como estaban: las manos abiertas, las camisas remangadas.
Los dientes blancos se estremecen, las manos se restriegan.
De sus bocas salen frases sin importancia, frases sencillas y despreocupadas.
Canciones no terminadas, tarareadas en tono zumbón.
El frío es gracioso, la falta de sueño es graciosa, los vaivenes con golpetazos del coche provocan risas, sensación de peligro: el miedo es un motivo más para reaccionar alegremente.
Así iba a jugarse la vida la flor del pueblo madrileño.
Todo era ligero, todo era débil, todo era alegre y despreocupado.
Débiles eran las alpargatas de cáñamo sin calcetines, y el mono azul o la camiseta; despreocupado, la falta de prendas de abrigo.
Débiles y ligeras las canciones y el sentido general de burla.
Nada de gestos dramáticos, nada de prosopopeyas ni de patadas en el suelo.
Al llegar a Villalba temblaron de frío.
En Villalba las montañas que forman el frente se abren como un abanico.
Un hombre, pálido y seco como la luz del amanecer, los detuvo.
Martínez, que iba delante, habló con él.
—Que distanciemos los camiones uno de otro; que tengamos cuidado; que la carretera está batida por la artillería.
Así se hizo.
Amanecía. Los montes pelados estaban color de rosa sucio; los cubiertos de pinos de un color pardo negro, con reflejos dorados; el cielo, gris y frío.
Todo era silencio. Allá por el Puerto del León se elevaban algunas columnas de humo.
El convoy iba espantando pájaros de esos que vuelan ondulantemente.
Los camiones iban ni demasiado juntos, ni demasiado separados.
Dieron un gran salto al cruzar el paso a nivel del ferrocarril de Villalba al Berrocal.
—¡Hostias! —dijo un empleado de los Mataderos—. A poco más nos manda al Puerto del León, con los fachas.
Parte de los pinares que hay por bajo de Cabeza Lijar, ardía.
—Tíos marrajos de m… —dijo Leoncio—. ¡Qué bien preparado se lo tenían!
Los cigarros de setenta se deshacían en la boca de los hombres.
La Trini iba vestida con un mono azul. Los hombros, el pecho, el cabello negro: todo era armonía simple, confortable, popular.
Era chata, de cara rellena, de ojos vivos y graciosos; tal vez demasiado gorda. Su voz era chillona, pero simpática.
Estaba decidida a todo. Decidida a pelear y a vencer como sus compañeros, como cada quisque.
La lumbre del corazón cargaba las escopetas y los fusiles.
La Trini cantaba:
Échale guindas al pavo
que yo le echaré a la pava
azúcar, canela y clavo.
Todos la coreaban y ella estaba decidida hasta a bailar en medio del camión. Después todos la aplaudirían y ella levantaría el puño.
Su nerviosidad natural se resolvía en este sentido.
Los hombres estaban más serios, más preocupados, aunque seguros de que iban a ganar en unas horas.
—¡ Como coja yo a uno de esos señoritos de bigote y escapulario, le voy a volver del revés como un calcetín! —dijo la Trini.
—Me han dicho que tiran balas dum-dum —dijo un empleado de los Mataderos.
—¿Y qué es eso?
—Balas que se abren una vez que han entrado en la carne y luego no se te cierra la herida.
—¡Eso también lo mandaba Jesucristo!
—Nosotros podemos hacer lo mismo —dijo Martínez—, y lo haremos, si nos hace falta, sin que nos lo mande nadie.
Sobre el gris amoratado del cielo se destacaban las casas del Puero del León. Parecía increíble que no se pudiera salir.
—Mañana dormiremos en Segovia. Si es que no nos pasamos la noche corriendo detrás de los trabucaires —dijo el taquillero de las Delicias.
Tengo que subir al Puerto,
al Puerto del Guadarrama,
tengo que pisar la nieve
que ha pisado una serrana.
El camión cruzaba ahora por entre unos montículos.
—¡Canta ahora la «Joven Guardia»!
Se oía ya algún que otro tiro de fusil, como un cuco oculto en la espesura de los pinares.
Y de pronto se produjo el horror negro, metálico, imprevisto, traidor, preparado.
Se produjo el disparo de cañón, que hizo contraer de risa los músculos faciales al oficial fascista.
Un débil y bronco estampido sonó al otro lado de los montes.
Después fue como si se rasgase la atmósfera con un ruido enconado, maldito.
Algo había, envenenado o podrido, en el aire.
Después fue una explosión terrible, que salpicó tierra y aire caliente al camión; una explosión que hizo cerrar los ojos y abrir la boca instintivamente; un pequeño volcán de tierra y humo.
Nadie se lo figuraba, nadie lo había oído. Todos estaban acostumbrados a oír chistes, piropos, música ligera, cante flamenco, conciertos de banda o de guitarra, discursos grandilocuentes y socialdemocráticos.
Nadie había oído aquello; nadie podía figurárselo.
Todos se tiraron del camión, que quedó parado en el acto. El que venía detrás tropezó con él y volcó.
Lo horrible seguía. Seguía el miedo suave al miedo prolongado y desesperante y a las explosiones espantosas.
No sabían ni meterse debajo de los camiones.
No sabían si correr. No sabían si tumbarse en el suelo. Querían que los tragase la tierra.
Seguía el bombardeo y seguían los miedos; los miedos de guerra.
El aire era irrespirable, de polvo y humo. Ya no se veían montes, cielo ni tierra.
Sólo se veía terror. Terror. Terror.
Un camión saltó, como si hubiese recibido una corriente eléctrica, y cayó destrozado encima de otro.
Entre las nubes de polvo y de humo podía verse a los hombres y a los heridos, tumbados en el suelo, quejándose: uno había sido degollado; otro tenía una pierna arrancada; otro tenía el espinazo roto.
Los obuses silbaban y explotaban del cielo a la tierra.
Esto no se lo figuraban. Esto no era lo convenido.
Ellos venían a la lucha contra los señoritos falangistas de bigote, contra los frailes ventrudos y contra los militares ebrios.
Pero no veían a nadie: no se veía más que el fuego y el hierro mortales.
Un cuarto de hora duró el bombardeo, al cabo del cual el humo se fue disipando. Las explosiones cesaron. Los volcanes de polvo y humo estaban en otro sitio.
Como una burla se oyó entonces el tableteo de las ametralladoras, allá por los picos. Toda la tierra florecía de balas dum-dum, como de flores venenosas.
Martínez, el joven obrero sin trabajo, estaba ileso, debajo de una retama, cubierto de polvo y humo; tenía la cara desgarrada por una zarza y chorreaba sangre.
El sol pegaba ya sobre la tierra, caliente y removida.
Una lagartija asomaba curiosamente su cabeza por entre unas piedras, sin explicarse lo ocurrido.
«Ha ocurrido lo siguiente —pensó Martínez—: que nos han enviado unos cuantos cañonazos. Ya se los mandaremos nosotros a ellos».
Se oían los lamentos de los heridos y una voz terrible: Trini estaba muerta.
Cuando se tiró del camión, salió corriendo y un casco de metralla le rebanó la cabeza.
El suelo estaba salpicado de sangre y sesos; el hermoso pelo negro, polvoriento y sangriento; la canción, partida; la alegría, la generosidad y la gracia, acabadas.
Una sensación de terror inmenso se apoderó de todos. Muchos no pudieron resistirlo.
Pacomio el de las Viñas contempló silenciosamente el cuerpo de su hija durante largo rato; de sus ojillos brotaba fuego. Apenas sujetaba la mano de la muerta.
Era una mujer típicamente madrileña: trabajaba en la fábrica de tapices y estaba afiliada a la U. G. T. y a la Juventud Socialista Unificada.
Otros automóviles llegaron y transportaron a los heridos al hospital de sangre provisional, en el Preventorio de Guadarrama.
Los muertos se quedaron en el campo, las manos abiertas y la vista fija.
Pacomio el de las Viñas seguía mirando y mirando. Su cara se afilaba, su expresión se transfiguraba.
Se le caían los pantalones y se le salía la camisa.
Tenía el cuello arrugado, sucio de calor y polvo; el pecho, débil y velludo; el pelo, gris; la nariz, chata; los ojos, pequeños.
Cuando se reía mostraba mucho las encías.
Era pocero de profesión.
Vertido estaba en el cadáver de su hija, en su sangre, cuajada en sus sesos, salpicando el suelo. Esto era la guerra: la guerra, que es sólo para los hombres sencillos y valientes.
Cuando le propusieron volver a Madrid, como otros, se negó.
—Te vengaremos —dijo—. Somos hombres, tenemos fusil. ¡Canallas! ¡Malditos!
La expedición se había dispersado.
Martínez le agarró del brazo y continuaron adelante. Su hijo, a su lado, lloraba.
Todos apreciaban mucho al viejo, pintoresco e inocente. Los pinos del Alto del León supieron después de él, de su corazón de gigante, de sus certeras balas y de sus miembros desgarrados.
Pero antes pasaría por el cuartel de Francos Rodríguez.
El puerto de Somosierra se abría también como una boca o como un vértice de remolino. Es como un pellizco dado a un páramo. La tierra tiembla en los alrededores de Robregordo, golpeada como un yunque por el martillo pilón de los obuses del 15 y medio.
Poco después vino la aviación y los milicianos salieron de debajo de las atarjeas y del fondo del cauce de los arroyos.
Perfectamente se veía cómo el aviador saludaba con el puño.
Hasta los más temblorosos se acercaron.
Cuarenta o cincuenta bajas causó la primera bomba; otras cuarenta o cincuenta, la segunda.
El aviador, de despedida, saludaba con la mano abierta.
Los milicianos quedaron enloquecidos.
La boca del puerto vomitaba ahora fuego, y eso que el día anterior se había bajado por el otro lado hasta Cerezo de Abajo.
Pero había un comandante negro, un cuervo traidor que los entregó.
Varios camiones de refuerzos trataron de doblar la vuelta de Lozoyuela. Eran jóvenes madrileños recién incorporados. Llevaban dos noches sin dormir y tenían frío.
Un obús estalló a sesenta metros de la carretera; otro, a cuarenta.
Los nuestros no habían oído nunca un ruido semejante.
Pero, sobre todo, ¿a qué iban allí? ¿Quién les mandaba?
No había ni tiempo de volver a los camiones.
Decidieron regresar a pie a Madrid, y a pie llegaron dos días después.
Galán arengaba, pistola en mano, desesperado y heroico. Había subido del cuartel de Francisco Rodríguez, y procuraba organizar una compañía con los hombres más serenos.
En Guadarrama todo era confusión. Una bomba había caído precisamente en el Preventorio Infantil, atestado de heridos.
En las alturas se oían las interjecciones secas de los fusiles y las frases conminatorias de las ametralladoras. En la parte baja la algazara entrañable de Madrid al rojo vivo. Sobre ella estallaban los obuses de la batería primera, segunda, tercera; delante de ella, en la misma cumbre militar del Guadarrama, había fortificaciones de cemento, en zigzag, con reductos.
Había escuadras, secciones, compañías, batallones, que disparaban balas dum-dum con ametralladoras científicamente emplazadas.
Contra ellas tenía que luchar la entraña abierta, chorreando sangre popular española, sentimiento y sorpresa.
—Hay que acabar con esos tipos; es sólo cuestión de corazón, de riñones —decían los hombres atravesados.
Y subían, y subían camino del Puerto, hasta que reventaban como perros.
Por la carretera se veían camiones destrozados, quemados, materialmente retorcidos. Algunos en posturas inverosímiles, ruedas arriba, en el tejado de una casa.
El terror a lo desconocido paralizaba los labios y los pulsos. Con un mono, un cuchillo de cocina al cinto y una escopeta de caza subían algunos por el pinar.
—¿Qué os habéis creído? ¡No hemos venido a una fiesta! ¡Adelante, compañeros!
No habían venido de excursión, ni de pesca, ni de merienda, ni de baile. ¿Dónde estaba ya todo eso?
¡Adelante! ¡¡Adelante, pinar arriba!!
Ametralladoras invisibles los acribillaban de balas dum-dum.
—¿Quién manda aquí?
No había ni cabos ni sargentos, ni alféreces, ni tenientes.
—¿Hacia dónde iban?
No se veían tampoco fascistas. No se veía más que la desorientación y la muerte en forma de bala dum-dum o de obús, de metralla afilada como una cuchilla de afeitar.
No podían resistir más el no ver, el no comprender, el no obedecer.
Algunos volvieron entonces a Madrid.