4. Jóvenes
Federico es un joven sin oficio ni beneficio, un joven de veintiún años.
Si ha estudiado para marino y ha fracasado, si ha estudiado para abogado y ha fracasado, si ha entrado en una oficina y ha fracasado, él se figuraba que era por su excesiva elegancia espiritual.
Si ha leído demasiado novelas inglesas ha sido por aburrimiento.
Si ha leído algunas novelas rusas es porque estaba realmente harto.
Si le apasionaba el krawl y el esquí y el baloncesto, también le apasionaba y le irritaba hasta lo indecible su falta de dinero, su falta de porvenir.
Sólo tumbándose al sol, al borde de una piscina o de algún río, conseguía sacarle gusto a la vida.
Pero entonces el problema sexual, sin solución, le desgarraba la carne y la sangre, como una mano de hierro al rojo con uñas de gato.
Todos los esfuerzos que hacía para encontrar colocación eran inútiles.
La violencia había llegado a ser para él una fiebre. Soñaba con luchas, con puñetazos, con dreadnougths disparando obuses del 30 y medio, y con aeroplanos rápidos de guerra.
Todo esto mezclado con cócteles, pipas inglesas, mares tropicales, islas del Pacífico, tales como las de Tahití, y estrechos como el de Torres, constituía la zona de pensamientos agradables.
Un mundo hermoso y lejano.
El fascismo le atraía por muchos conceptos, pero sin embargo él comprendía que era falso.
No, no era solución para él. Eso era para los jóvenes que podían disponer de automóvil, de queridas y de trajes, de todo lo que él carecía y que tanto necesitaba.
No, no, él no era fascista, él era una persona decente.
Además, el comunismo también es violento, bravo y luchador y más verdadero.
Había oído decir también que la aviación rusa era la primera en el mundo.
Él sería antifascista.
Martínez era un joven obrero sin trabajo. Veintiún años.
No puede fumar, no puede apenas comer, no puede practicar deportes, no tiene cultura.
Todo le es hostil en la ciudad: las terrazas de los cafés, los cines, los taxis, las mujeres, los Bancos, hasta los tranvías y el Metro que no se puede pagar.
Los escaparates eran para él otros tantos insultos.
Martínez no sabía trabajar, no había trabajado nunca.
Era escéptico, vago, solitario, pero miraba y veía.
Algún día sabrían lo que era él sus vecinos de barriada; sus amigos, jóvenes obreros sin trabajo; sus amigas, muchachas desgraciadas e ignorantes.
El Manzanares era su sitio favorito de paseo y las tabernas de ferroviarios que hay en el barrio de la China.
¡Todo menos entrar en Madrid, ese monstruo capitalista, cruel, humillador!
Matas era un joven católico, opositor. Tenía que llevar gafas a consecuencia de los muchos temas estudiados bajo la luz artificial.
Se sabía 1200 artículos de memoria y 400 fechas. La Legislación Hipotecaria no tenía para él secretos.
Había sido robado por todas las academias preparatorias de Madrid.
Estaba gordo y medio calvo, era además gafudo, y, como si esto fuera poco, muy tímido con las mujeres.
Únicamente se había tratado con prostitutas.
Era, sin embargo, católico ferviente y sincero. Sus amigos eran sacerdotes inteligentes, y leía a menudo los clásicos del cristianismo.
Por las noches rezaba solo el rosario. En serio.
Era bueno, honrado, humilde, trabajador, pero…
¡Por Dios! ¡No podía resistir más, estaba desesperado! ¡Hacía falta algo, algo para los desgraciados, para los pobres, para los buenos…!
Estaba seguro de que eso acabaría con los abusos, con las canalladas, con las injusticias, con los affaires, los chantajes, la trata de blancas y, sobre todo, que solucionaría la horrible situación de la juventud española.
¡Juventud! ¡Juventud de España, juventud honrada y sincera, desgraciada y fiel!
Tú mirabas en la primavera de 1936 cómo dos olas iban a separarse y a juntarse luego con tremendo furor, con furor de lucha, como dos montañas de piedras, presididas por el sol de la Historia, y decías:
«¿Qué será de mí entre todo esto?».
De aquí iba a salir el objeto de tu vida.
Día suave
—¡U. H. P.! ¡Unión de hijos de puta!
—¡U. H. P.! ¡Unión de hijos de puta!
—¡U. H. P.! ¡Unión de hijos de puta!
Los tranvías se paraban, la gente se detenía, los tenderos se asomaban a la puerta de las tiendas.
La cosa, en forma de jóvenes barbilindos, avanzaba por en medio de la calle de Alcalá.
Eran pocos, unos cuarenta o cincuenta, pero cada uno con su pistola automática en el bolsillo y rodeados de una banda de pistoleros profesionales, estratégicamente apostados y con pistola ametralladora.
—¡Arriba España!
—¡Viva el fascio!
Sonrisas de condescendencia disimuladas.
Cara al sol,
con la camisa nueva
que tú bordabas rojo ayer.
Nadie más que ellos tenían armas.
La cosa avanzó unos metros. Después hubo antifascistas muertos y heridos de ráfagas de pistola.
Algunos falangistas fueron atrapados y delicadamente conducidos a tener el honor de permanecer unos días en la prisión por la verdadera España amaneciente.
Todo esto pasaba en un día suave de sol primaveral y brisita.
A la puerta del Banco de España varios capitalistas charlaban.
Estaban entre ellos el banquero Muguiros y el militar Pezuño.
—¡U. H. P.! ¡Unión de hijos de puta!
—¡Hay que ayudar a estos muchachos! ¡Son lo único!
—Su actitud violenta me parece la única.
—Yo soy más socialista que los socialistas, aunque, naturalmente, antimarxista, pero lo que está ocurriendo no puede tolerarse.
El militar Pezuño era un hombre alto, delgado, musculoso, con bigote rubio y botines blancos. Llevaba también un bastón y guantes, iba vestido de gris y su sombrero, en forma de queso, era verde.
—No puede tolerarse lo que está pasando, ni lo toleraremos.
Él era un gran técnico de artillería.
—A propósito —dijo el banquero Muguiro—, ¿ha leído usted el artículo de Honorio Maura, en el ABC de hoy? ¡No deje usted de leerlo! ¡Lo único que ya se puede decir y hacer!
Un agente de Cambio y Bolsa, emparentado con la aristocracia, salió, agarró familiarmente al militar Pezuño del cuello y, sonriendo incisivamente, le dijo algo al oído.
El militar Pezuño se puso serio y dijo:
—¡Ya se verá!
Por la puerta del Banco salían viejas negras con bolso o paquetes, donde llevaban el dinero o los fajos de acciones.
Mujeres con los labios pintados. Empleados achacosos con los hombros llenos de caspa.
Jóvenes deportivos y elegantes, viejos usureros, ladrones, tahúres, alcahuetas y asesinos. Algunos llevaban una cruz en la corbata. No se atrevían a llevar el yugo y las flechas de Falange.
El militar Pezuño y sus amigos se fueron en dos o tres coches a «Pidoux», a tomar el aperitivo.
Luego sus mejillas estarían rojas, sus ojos brillarían como los de los toros en celo, y sus palabras serían sinceras, españolas y viriles.
Mañana de abril
Aquella mañana, la señora de Palacios se levantó de su cama de plumas, con la actitud de una cabra embravecida, dispuesta a embestir.
Sus oraciones matinales, más bien fueron dichas con el tonillo seco y mordaz de una blasfemia disimulada.
Su café se convirtió en hiel en cuánto llegó al estómago.
Todo le sabía a Frente Popular, como a un palúdico todo le sabe a quinina.
—Esto ya no puede tolerarse. No hay ascensor, no hay agua en la casa, están destrozando a España.
En tal disposición, salió para la iglesia vecina.
Por la calle transitaban miles de personas. Casi todas leían El Socialista, Mundo Obrero, Juventud, Política. Estos mismos periódicos eran pregonados por soeces vendedores con frases provocativas.
La señora de Palacios huía de ellos como del demonio. Parecía un gran murciélago negro sorprendido por el alegre sol de la mañana. Sus zapatos de charol taconeaban furiosamente el pavimento.
Transcurrida la ceremonia religiosa volvió a su casa de la misma manera.
Una gran aglomeración de gente avanzaba por la calle, llenándola completamente.
Se trataba de una gran manifestación popular, de un entierro.
Por el centro, encuadradas y uniformadas, con camisas azules y corbatas rojas, marcaban el paso las milicias obreras.
Miles y miles de hombres llenaban la calle hasta perderse de vista.
La señora de Palacios se asomó al balcón y con ojos de loca contempló a las masas.
Por fin no pudo contenerse; entró en la cocina y cogiendo un gran puchero de agua hirviendo lo arrojó sobre la muchedumbre.
Una oleada de gente indignada se estrelló contra la puerta, una marea humana hizo estremecer casi la casa.
Los manifestantes habían visto perfectamente la maniobra.
El portero trató de cerrar la puerta inútilmente.
Las milicias obreras intervinieron y la señora de Palacios fue sólo conducida respetuosamente a la Comisaría.
La brillante y evocadora jornada
Día de fiesta por la tarde y pantalones planchados. Polvo sobre los zapatos de charol.
Cuellos duros apretados, corbatas de seda, sabor de patatas fritas en la boca.
Nubes azules de gasolina de los coches que marchaban apretados.
El paseo de la Castellana de Madrid está lleno de gente confiada, que viene a ver cómo las autoridades celebran el 14 de Abril y el triunfo del Frente Popular.
Sebastián Rubio iba con su mujer y su hijita de cuatro años. Llevaba sombrero color violeta, cuello limpio almidonado, corbata de seda azul con pintas blancas, zapatos de charol, terno marrón de doble pecho y pantalones que, a causa de que caían sobre los zapatos, se arrugaban.
Ella llevaba un traje de seda verde y abrigo negro, dos o tres collares de piedras falsas y zapatos de mucho tacón.
La niñita iba con un precioso traje rosa con lacitos azules.
Apenas si podía uno moverse entre el enorme gentío que llenaba el paseo de la Castellana.
En el centro, en una tribuna, estaban varios señores, que eran el Presidente de la República y el Gobierno. Otros uniformados, de largas y delgadas piernas, eran los generales del Ejército, con que el pueblo español contaba para defenderse y que en aquel momento desfilaba.
A las nubes de polvo y gasolina, al reflejo de los ojos de la Guardia Civil y de Asalto, correctamente formadas, en actitud de presentar armas, se unía el brillo de varias bandas de música y el sonido de sus instrumentos.
Sebastián Rubio regaló a su hijita una banderita de papel con los colores rojo, amarillo y morado.
En los cuentos de brujas también suele pasar: cuando canta el gallo todos los fantasmas se desvanecen y aparece la realidad a la luz del día.
En esta ocasión no cantó el gallo, sino la dinamita; no murmuró la brisa, sino las ráfagas de la pistola ametralladora.
¿Qué era eso de celebrar una fiesta sin permiso de los señoritos?
Ellos bajaban disparando por la calle de Jorge Juan; al mismo tiempo varios petardos estallaron en la misma tribuna, en medio de oleadas y oleadas de gente, debajo del Gobierno.
Sebastián Rubio perdió su sombrero morado, pero pudo encontrarlo.
Sebastián Rubio se lo sujetó por medio del cordón que todos los sombreros llevan, a un botón negro de su terno marrón, de doble pecho.
Su mujer no acababa de darse cuenta de lo que había pasado y su hijita lloraba.
Un poco más abajo un capitán de la Guardia Civil se insolentó con la multitud y, naturalmente, fue triturado a pesar de su pistola y su sable.
Así transcurrió la brillante y evocadora jornada del 14 de Abril.
Pezuño reía
—¡Yo soy funcionario del Estado y no tengo obligación de soportar La Internacional!
—Y lo mismo que usted, piensan muchos de los jefes en el Ministerio de Marina. Eso de estar de pie hora y tres cuartos, como ayer en la Castellana, soportando La Internacional, es demasiado. Porque nosotros tenemos que ser gubernamentales, republicanos; muy bien que toquen el «Himno de Riego» hasta hartarse, pero no hay motivo para que toquen La Internacional. ¡Que la toquen cuando venga el Comunismo! ¡Todavía no ha venido!
—¿Qué le ha parecido el entierro?
—¿Qué quiere usted que le diga? ¡ Muy bien por los chicos de Falange!
La conversación tenía lugar en un estanco céntrico de Madrid; nadie se había metido en nada, pero todos habían ido al entierro del guardia civil, muerto el día anterior; todos habían visto cuándo los chicos de Falange sacaron sus pistolas…
Mientras tanto, por la calle de la Reforma Agraria, por la calle de Alcalá bajaban funcionarios, abogados, militares de paisano, hombres de orden, con su vientre palpitante, pollos boquirrubios y barbilindos, y mercenarios bragados. Todos habían ido al entierro del guardia civil muerto el día anterior.
Allí estuvieron después del café y del coñac los Henestrosa, los Muguiro, los Heredia, los Pidal, los de Federico… y tantos y tantos otros.
En la calle de Olózaga se destaparon los de Falange como una botella de «Champagne Pommery». Empezaron a cantar su himno y a disparar sus pistolas.
En la Castellana también hubo nutrido tiroteo, y un tranviario que se negó a levantar el brazo resultó muerto.
Allí los pollos se batían en el mismo sitio donde tantas veces se habían paseado.
Por la calle de Alcalá subió la manifestación como la espuma de un licor agrio y fermentado.
Pandillas de jóvenes de 17 a 18 años, pistola ametralladora en mano, obligaban a levantar el brazo y dar vivas a Falange.
Los chóferes de las paradas de taxis, los albañiles, los tranviarios eran cogidos desprevenidos, encañonados e insultados.
Las gentes de orden estaban encantados; sus vientres rebotaban después de risa, contándolo.
En los cuartos de banderas, donde cambiaban impresiones los oficiales fascistas, esta experiencia sirvió de mucho.
Total, que hubo un centenar de muertos y heridos.
Que las autoridades se preguntaban ¿qué hacer?, aunque no con la misma profundidad que Lenin.
Que al día siguiente hubo huelga, sencillamente huelga, bajo un puñal que ya estaba afilado, bruñido y levantado sobre el corazón del pueblo.
Que finalmente el Gobierno publicó un Decreto del que se rieron con sus grandes bocas los borricos militares españoles.
—¡Ja, ja, ja! —reía el militar Pezuño—. ¡Sin embargo, silencio!