3. Primera lucha
Al alba del lunes 20 de julio, el Madrid que dormía se despertó sobresaltado.
Federico se puso en pie de un salto. Era ya. Era un cañonazo.
Muchos reaccionarios dieron media vuelta, sonriendo entre sábanas y murmurando, medio dormidos:
—¡Ya están aquí los nuestros!
Federico se vestía a todo correr. El tiempo se le escapaba.
Se ataba los zapatos rápidamente, se remetía la camisa, se lavaba los dientes.
Había tranvías que corrían por las calles desiertas.
Allá, por el Oeste, seguía oyéndose el cañón, entre el ruido horrible de un avión pesado —¿de quién?— lanzando bombas y el fuego graneado de fusilería.
Federico respiraba con entusiasmo el aire de la mañana, aunque algo le temblaban los pulsos. Por eso le gustaba el Comunismo, porque era violento, luchador y agresivo.
El tranvía le dejó en la plaza de San Bernardo, donde ya había mucha gente estacionada, y de allí bajó corriendo.
Emparejó con un grupo, en el que iba un obrero, un asturiano, que ya se había proporcionado un fusil y llevaba varios cartuchos de dinamita al cinto. Los demás le miraban con admiración.
Desembocaron en la plaza de España y se tumbaron rápidamente en el suelo, detrás de unas losas levantadas. Tuvieron suerte.
Las ráfagas de ametralladora se clavaban en la pared.
Federico no había oído nunca el silbido de las balas y tenía la garganta seca, la voz temblorosa. Ya no era tan partidario de la violencia ni se preocupaba de tomar ante ella una actitud elegante.
«¡Para qué esta cosa tan terrible!», pensaba.
En la plaza había dos cañones que hacían temblar los edificios y rompieron todos los cristales.
Su voz era profunda, horripilante; estremecía las mismas entrañas. Y eso que disparaban a favor nuestro.
Grupos de combatientes estaban estratégicamente colocados detrás de los setos de los jardines, detrás de los bancos, detrás de los árboles.
Muchos no disparaban ya con el fusil, no tenían municiones.
Federico temblaba El obrero asturiano estaba rojo de cólera y de decisión:
—¡Esos hijos de puta —decía— ahora verán!
Se encogió, se arrastró, tranquilo y rápido por entre las ráfagas de balas, dirigiéndose a las primeras avanzadas.
Cruzó el borde de la acera, el encintado; volvió a salir a la otra acera.
Su gesto fue tan hermoso que varios le siguieron.
De pronto sucedió una cosa horrible, que acabó con el ánimo de Federico.
Allí en medio se produjo un estampido seco, como un borrón de fuego. Varios de los que avanzaban se retorcían ahora de dolor, salpicando de sangre el pie de una farola del tranvía.
Había sido —luego se lo figuró Federico— un morterazo.
Herido o no, el obrero asturiano seguía avanzando, imperturbable, hasta perderse en la región de los hombres.
En breve la explosión de los cartuchos de dinamita vino a unirse a otras.
El ruido de los aviones era, como nunca, conversación pastosa y pesada.
De todos los barrios populares había acudido gente y seguía acudiendo.
Toda la sangre sana de Madrid se levantaba y se concentraba en este sitio enconado. Los tranvías hacían recorridos especiales para traer más gente.
La luz del sol alargó, primero, las figuras; ahora las achicaba contra el suelo, de calor.
El miedo seguía y seguía.
Desde las azoteas y balcones los vecinos de Madrid miraban.
Allá por el Oeste se veía perfectamente un avión, varias columnas de humo, y se percibía atronador el ruido del combate.
Ni los más viejos recordaban una cosa parecida.
Un hombre de bigote negro miraba, en pijama, desde una azotea. Era un fascista que todavía sonreía, que sonreía más que nunca.
Un poco más lejano se percibía el vago rumor de la batalla que a aquellas horas se estaba librando en el Campamento.
Los aviones iban y venían, describiendo ochos.
Una portera, una verdulera, una trapera miraban al Oeste, la mano puesta en los ojos:
—¡Vamos, lo que nos han traído los tíos esos!
Una mujer lloraba, silenciosamente, apoyada en un árbol. Tenía allí a un hijo. Eran inútiles los esfuerzos que hacían para retirarla.
Otro grupo de mujeres, de criadas, de porteras y tenderas, no podían contener su excitación. Exteriorizaban, violentamente, el odio contra los que habían traído eso.
Los hombres iban de un lado a otro, nerviosos y cabizbajos.
En realidad, los tiros resultaban desagradables con aquel calor, con aquella mañana. Parecía criminal haber recurrido a semejante procedimiento.
Doña Fernanda estaba en la cama todavía. Los brazos, sonrosados, extendidos; extendidos los provocativos libros de misa en la mesilla de noche; los últimos diarios reaccionarios en el suelo.
Sus ojos brillaban como dos luces de acetileno. Desde las cinco de la mañana estaba despierta.
Por décima vez entró la criada, llorosa.
—Señora, que ahora suena mucho…
—Vamos, eso no te importa a ti; tráeme el desayuno como siempre y los periódicos.
—Los periódicos de hoy no han salido.
—Entonces, en seguida el desayuno, y ten tranquilidad. Esto tenía que suceder.
Y sus ojos siguieron brillantes y fijos en el techo.
El «manías»
La lucha iba ya haciéndose pesada.
El «Manías» era un muchacho contrahecho, de ojos vivos, luchador antiguo en las avanzadillas de la Juventud, en la venta de periódicos, en las manifestaciones, en los sabotajes.
Sin fusil, había estado asistiendo a toda la lucha desde uno de los puestos más avanzados.
A veces le permitía su vecino disparar algún tiro.
Tres vueltas seguidas dio el «Douglas» por encima del cuartel de la Montaña, y en cada una de ellas arrojó una bomba.
Una no estalló, otra cayó fuera y mató a varios muchachos, otra dio en medio de una nave. Al aire saltaron las tejas y los trozos de viga.
Un humo amarillo lo envolvía todo.
Uno de los cañones de la plaza estaba averiado y ya no disparaba; el otro había conseguido abrir una brecha. El muro batido soltaba polvo, como una manta de lana sacudida.
Federico estaba ya un poco más tranquilo.
Manteniéndose bien oculto no hay peligro. Los obreros que estaban con él daban voces de entusiasmo:
—¡Así se da! —decían a cada cañonazo.
Por los terraplenes de Rosales también reptaba gente hacia arriba.
Primera vez
¡Lucha primera, lucha primera, que encendiste a Madrid!
¡Sangre primera, sangre primera que fuiste el bautizo de la nueva época!
Primeros bombardeos, primeros heridos, primeros muertos.
Primera vez en que el dedo tembloroso acariciaba el gatillo, en que las culatas se apretaban al hombro, en que se cruzaban miradas de odio a través de miras de acero.
Primera vez que en los fusiles hacían carne, en que la metralla mordía, en que las piedras volaban.
Primera vez en que los árboles se desgajaban, en que resonaban los ayes de los heridos y los gritos de la victoria.
En el Madrid, tan alegre, tan tranquilo, tan trasnochador.
El pueblo de España os acusó, disparos primeros.
Fuisteis como un aldabonazo en la puerta de una caverna profunda, llena de resonancias.
Fin de tormenta
El general Fanjul, sublevado en el Cuartel, era uno de esos pobres señores que a sí mismos se han dado en llamar de orden.
Los párpados de sus ojos estaban casi siempre hinchados, como cuatro labios de negro. Su barbita era recatada y puntiaguda, como la de un sátiro, como la de un donjuán de los bosques.
Era correcto hasta donde su corta inteligencia se lo permitía.
Fue a la sublevación como la mayoría de los generales traidores, llevado más que nada por su brutalidad medieval típica, tan cómica y tan trágica en pleno siglo XX. No podía sospechar lo que había detrás de ella.
Encerrado en el cuartel de la Montaña, se quedó como ciego y sordo. Sus ojos se hincharon aún más, su barba tembló y sus carrillos parecían bocinas para proyectar a distancia sonoras y huecas voces de mando.
Sólo unas horas antes había jurado por su honor fidelidad al Gobierno. Ahora, con la misma tranquilidad con que los señores feudales ejercían el derecho de pernada, le había hecho traición, a él y a los soldados que estaban bajo sus órdenes.
Estos enchufistas del Gobierno no merecían ni la menor consideración. ¿Quiénes eran ellos para oponerse a una generalada en la que pensaba encontrarse con todos sus amigos?
En cuanto a sus pobres muchachos uniformados, sólo podía decir que tendrían el honor de hacer lo que se les mandase.
Durante varias noches habían estado entrando falangistas disfrazados de oficiales. Falsos uniformes de complemento, que se guardaban en los armarios, fueron sacados como el disfraz más a propósito para traicionar a España.
En el interior del Cuartel el desconcierto era enorme. Los soldados se habían dado cuenta de la verdadera significación de la lucha, y empezaban a desertar o a negarse a disparar.
A fuerza de amenazar, por parte de los oficiales y de falangistas situados en las ventanas, podían ser contenidos. El que trataba de saltar las tapias, para escapar, era acribillado a tiros. Lo mismo el que trataba de retroceder.
Varios falangistas habían enloquecido. La sangre azul de otros se resolvía en espectaculares ataques de epilepsia. Los lumpen y pistoleros de Falange pensaban que por cinco duros diarios era demasiado pedir.
—¡Arriba España! ¡Arriba España! —gritaba, nerviosamente, un oficial tendido en una cama, mientras hundía en su brazo la aguja para una inyección de morfina. El alcohol no era ya suficiente.
Por fin asomó la bandera blanca. Ahí estaba la rendición. Eso creían muchos, entre ellos el «Manías», pero no era así. Era una nueva táctica para «defender la Religión» y las «tradiciones españolas».
Los que se confiaron en ellas fueron recibidos a tiros, disparados a traición y a boca de jarro.
El «Manías» y otros muchachos murieron de esta manera.
Vuelta otra vez a empezar la lucha. Hasta que el ciego y sordo Fanjul fue sacado y conducido entre guardias de Asalto al ministerio de la Gobernación.
Los del Campamento duraron poco más y los del Prado, después de fracasar, se marcharon a internarse en la sierra, como una nube de tormenta, o como una serpiente redonda que se va.
Madrid por el pueblo
¡Lucha primera, lucha primera que encendiste a Madrid!
¡Sangre primera, sangre primera que fuiste el bautizo de la nueva época!
Primera vez en que se cruzaban miradas de odio a través de miras de acero; en que dedos manchados de grasa de máquinas acariciaban gatillos, en que las culatas de los fusiles se apretaban a hombros cubiertos de monos azules o de blusas de albañiles.
Primera vez en que los fusiles hacían carne, en que la metralla mordía, en que las piedras volaban.
Primera vez en que los árboles se desgajaban, en que resonaban los ayes de los heridos y los gritos de victoria.
Madrid por el pueblo.
Madrid por el optimismo.
Madrid por la alegría.
Federico, Martínez y el minero de Asturias, llamado Maximiliano, subían por la calle de Leganitos, portadores de fusiles, de cascos de hierro y correajes militares.
Subían roncos y morenos de alegría; mirando a los balcones y cantando.
La cosa ya estaba acabada, aunque se decía que lo de provincias seguía mal. Madrid se había salvado. Era cosa de comprar unas cuantas armas a Francia, nuestro país hermano, regido también por un gobierno de Frente Popular, como el nuestro, y sólo los madrileños se comprometían a acabar con todos los focos facciosos de España en ocho días.
De vez en cuando sonaban algunos tiros por Madrid, que tenían la alegría de taponazos de botellas.
Entraron en un bar de la calle de San Bernardo a mojar sus labios sudorosos en cerveza, en vino, en aguardiente.
La guerra era hermosa, y más sintiéndola de fondo.
Ahora en Madrid se podía saludar libremente a los camaradas; alzar al cielo los puños con libertad; respirar ancho y sosegadamente.
Una cosa sucia y torva se había reventado.
En Madrid quedaba sólo el pueblo, lanzado en medio de la calle, mirando a los cuatro puntos cardinales, sin armas, con las manos en los bolsillos: el Madrid tan alegre, tan tranquilo, tan trasnochador.
¡Fue como un aldabonazo en la puerta de una caverna profunda, llena de resonancias!