2. Descenso al Tajo

2. Descenso al Tajo

Elena es una chica rubia y menuda de las Ventas.

A los diecisiete años tiene el pelo rubio en rodetes sobre las orejas, los mofletes gordos que le hacen hoyuelos y los ojos negros. Es exacta la proporción entre todos sus miembros.

De pequeña visitaba a menudo a un hombre que hay allí, con un clavel en el pelo, y que alquilaba una Plaza de Toros a los aficionados que van allí a torear.

Los toros son becerros o novillos, con los cuernos y la intención torcidos, enrabiados, cegados de cólera y de pasión, que tiran a dar y de mala idea.

El hombre del clavel en el pelo se ríe, desde los burladeros, del miedo de los aficionados.

—¡Este agujero en la pared lo ha hecho la becerra!

El aficionado piensa en el cuerno retorcido hacia abajo y tiembla a su pesar.

Cuando la becerra escarba en la arena y sopla, el aficionado se tira de cabeza a un burladero con gran regocijo de Elena y otras chicas, que lo miran desde los tendidos.

Cuando estalló la sublevación, a Elena no le pilló de sorpresa; esperaba todo lo malo de los señoritos fascistas.

Ella paseaba por las cercanías del cementerio del Este con otras amigas.

¿A qué indignarse? Nada de gritos; era natural. Los militares eran unos canallas y como tales tenían que proceder.

El sol caía de plano sobre la hondonada del Abroñigal.

Tribus de gitanos estaban allí acampadas y había basuras podridas, perros abandonados, aguas vertidas, hierros oxidados.

Era natural y es natural. Ahora lo que hacía falta es combatir, combatir hasta la muerte, y organizar, organizar.

Ella trabajó, trabajó y organizó, durante todo el verano, en las J. S. U.

Y ahora iba con su padre a visitar los frentes de Talavera. Había que ver a los camaradas de las Ventas que estaban allí luchando.

Al pasar por la plaza de Santo Domingo pararon un momento.

Madrid estaba entonces alegre y soleado. Con vendedoras de churros, con vendedores de tabaco, de lotería y de periódicos alentadores.

En el bar atronaba el parte de guerra de las nueve de la mañana.

¡Todo iba bien! ¡Sin novedad en todos los frentes!

Elena se compró unas alpargatas para andar por el campo.

Los periódicos traían fantásticos reportajes sobre la guerra. Este empuje de Talavera había sido una locura por parte de los facciosos. No importaba mucho que avanzasen; dejaban al descubierto los flancos; más fácil seria batirlos luego.

Aquél era el primer día en que se hablaba del frente Talavera-Santa Olalla; hasta entonces se había hablado sólo del frente Talavera y, antes, del frente Oropesa-Talavera.

La carretera de Extremadura se entra, medio derretida, por entre campos de fuego.

Las cunetas son blancas, calcinadas, desvaídas; los rastrojos, amarillos, claros; los cardos, blancos, ceniza, y el cielo, oscuro, berrendo de azul cobalto.

A lo lejos se ven, desvanecidos, montes azules de humo, como flotando en vapores amarillos.

Los ríos que atravesaban eran como sartenes sin aceite puestas al fuego; los altozanos, como calderas de cobre. La sombra de los olivos se recortaba durísimamente. El aire era allí diamante fino.

Elena iba de mono azul, tumbada en el fondo de una furgoneta. Su pelo rubio flotaba entre las ráfagas de viento caliente.

Al lado iba su padre, sereno, meditabundo.

Enfrente un tipo andaluz muy simpático, que inmediatamente se sintió conmovido por su belleza.

Iban también dos o tres hombres, silenciosos como máquinas de combatir.

En Navalcarnero pararon a desayunar.

El pueblo estaba agitado, pero alegre. Las tabernas, abiertas, con frascos cuadrados de vino de Méntrida, chorizo, longaniza y pan de libreta. El andaluz sudaba blandamente; tenía ojos de pez y parecía que estaba metido en el agua.

—Niña, ¿qué quieres?

Allí tomaron chorizo, longaniza y vino. Allí hablaron con varios militares.

Allá abajo

Al salir de la taberna vieron lo que era allá abajo.

Los fascistas habían apretado por allá abajo.

El coche corría, carretera al Sur, camino de Maqueda.

Abajo se veía la tierra calcinada, como flotante en agua hirviendo —tal era el calor— y unos delicados pellizcos azules en el horizonte, las pequeñas y ridículas sierras toledanas.

Doblaron el castillo de Maqueda. Un poco más abajo había unas débiles líneas de fortificaciones, con pequeñas alambradas.

Por el campo vagaban oleadas de viento caliente, casi visibles y palpables.

—En Rusia era lo contrario; allí tenían que luchar contra el frío —dijo Elena.

—La guerra civil duró allí cinco años.

—¡Pues hay que prepararse, caballeros! —dijo el andaluz.

Elena permitía que su pelo volase al viento. Ella era completamente optimista, los fascistas estaban ya atascados en Santa Olalla y de ahí no pasarían.

—Total, que los tenemos cuarenta kilómetros más lejos que en el Puerto del León.

De repente, el coche dio un frenazo violento que los hizo golpearse cruelmente unos contra otros.

El chófer y su acompañante ya se habían bajado y corrían hacia la cuneta. Una sombra negra corría por la carretera a increíble velocidad. Un trueno plateado había pasado por encima. En el suelo salpicaron los tiros de ametralladora.

—¡Los «Junker!».

Elena estaba tumbada debajo de un olivo, cara a tierra.

El aire trepidó, y allá lejos se produjo una blanca explosión de polvo y gasolina.

Al aire subieron objetos como en un surtidor trágico. Al través de las espigas Elena vio llamaradas rojas entre el humo espeso y negro.

El silencio se hizo insoportable. En el horizonte se perdía un débil zumbido, como el de un avispón maligno.

—¡Canallas!

—Yo, a poco más me quedo dormido —dijo el andaluz.

Subieron otra vez al coche. Estaba intacto.

Medio kilómetro más lejos estaba atascada la carretera. Varios camiones ardían y otros esperaban poder pasar.

Los rastrojos estaban también incendiados, y los arbustos secos crepitaban de un modo aterrador.

Se bajaron para ayudar a los que estaban tratando de apagar el fuego, con tierra y mantas.

Dentro de un camión se asaban los cadáveres del conductor y de dos acompañantes.

El camión fue volcado fuera de la carretera, con los cadáveres dentro.

En aquel momento había más de cincuenta coches detenidos, con material de guerra, tanques.de agua, víveres y tropa. Cincuenta claxons tocaban, a la vez, pidiendo paso. Era impresionante la confusión y las voces.

Mejor era no pensar en lo que ocurriría, si volvía la aviación.

Pero todo el mundo tenía esta idea fija en la cabeza.

¡Los motores estaban en marcha y se confundía el ruido terriblemente!

Era aplastante la sensación de calor, de desolación vocinglera y de desamparo.

Elena estaba pálida, pero serena. Había que ayudar.

La tierra estaba negra y el cielo rabiosamente azul. No volvieron los trimotores. No asomaron por detrás de la torre de Santa Cruz del Retamar.

No asomó Alemania, no asomó Italia, pero España ardía.

El coche pudo pasar por un borde de la carretera; los neumáticos rompieron los arbustos hechos carbón.

Mediodía

La carretera seguía, y seguía todavía mucho más al sur. Los fascistas estaban lejos. Elena sonreía, optimista.

—¡Bah!

—¡Pero esos «Junker», esos horribles artefactos invencibles!

—Parece ser, además, que tienen tanques. ¡Tanques italianos!

—El otro día coparon una posición con treinta moros y ¡ diecisiete armas automáticas!

Llegaron a Santa Olalla, donde pesaba el mediodía con toda su fuerza. Los coches no podían dejarse en la plaza; había que disimularlos por las calles. La plaza, por otra parte, no era sino un arenal abrasador. Y también el problema, en esta guerra, consistía en la falta de agua. La torre de Santa Olalla era como una mano blanca, como una pata de gallina pelada, sobre el cielo azul oscuro.

Fueron a una casa incautada, donde estaba la Comandancia. La casa de un rico: coquetona, con poltronas, con encajes, retratos en abanico y un piano. Por una puerta abierta se veía un patio, donde el sol atravesaba un emparrado verde.

Tenía suelo de baldosas y un pozo, estrecho y profundo, con tapadera. Por el interior del brocal se paseaban los ciempiés.

—Aquí la aviación nos trae fritos —dijo un hombre joven, rubio y optimista—. Esta mañana ya han venido dos veces.

—¿Y los frentes? —preguntó Elena.

—Eso va mejor. Ayer se avanzó.

Salieron para ir al frente. La carretera continuaba recta. Era un día de intensa calma.

Se abandonó el automóvil, por prudencia, y se continuó a pie.

En una venta, situada a la izquierda, había varios hombres sentados, unos en el suelo y otros de pie, protegidos por la pared norte.

—¡De prisa! Tiran con ametralladora.

Elena llegó corriendo.

Uno de ellos era el comandante Modesto, vestido de mono, sin afeitar. Su batallón Thaelmann había hecho prodigios el día anterior, y por eso se había avanzado.

Varias veces se había visto envuelto por los regulares, pero los había contenido.

Sobre la llanura negreaban algunos cadáveres, y por el aire pasaban balas de ametralladora como lápices afilados.

—Ayer no se podía llegar hasta aquí —dijo Modesto.

Líster hablaba, un poco más lejos, con un general, malhumorado, que acababa de romper la máquina a un fotógrafo inoportuno, que temblaba de ira.

Con los ojos fijos en el horizonte se retorcía los bigotes Burillo.

Por allí se confundían el cielo y la tierra, en el aire blanco azulado, en ebullición.

Burillo era todo energía y buena voluntad. Corría de un lado para otro, miraba con los gemelos y señalaba.

Líster hablaba con el puño cerrado. Algo grave ocurría o iba a ocurrir. Algo grave estaba en el ambiente.

Sin novedad en el frente

Serenos, pierna ceñida, vientre redondo, cinturones holgados, labios gruesos, ojos semicerrados, estaban de pie varios militares profesionales del Estado Mayor, al servicio del pueblo. Su actitud era correcta, militar, orgullosa. Dirigían la lucha, contra sus compañeros y amigos, con la máxima teatralidad. (Lápices rojos marcaban los mapas, lápices que, luego, resultaron tan frívolos, ¡ay!, como los lápices con que una cocotte se pinta los labios). Bajo ellos se extendía la vega, rendida y caliente, a sus pies. Sus frentes, cubiertas por las gorras de plato, chorreaban sudor, pero un sudor fino y aristocrático. Sus ojos reflejaban la luz de los barbechos calcinados. Sus botas aplastaban los surcos de los sembrados, doblaban los rastrojos. Sus botas se abrían y hablaban con una voz profunda y cavernosa. Sus gestos eran displicentes y graves. Estaban en el secreto. El viento ardiente sacudía sus pantalones, pero no conseguía tirarlos. Las sandías frescas les aguardaban y las botellas pequeñas de cerveza. Una inmensa dejadez invadía sus miembros; una íntima y dulce pereza despectiva.

¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

Por el fondo se veían vapores que brotaban del Sur.

¡Sí, allí estaban! ¡ Allí estaban!

¡La Logística! ¡La Estrategia! ¡La Táctica! ¡Los reglamentos de tiro! ¡Los batallones numerados!

¡Aquí están los ojos verdes, azules o negros, las caras, las bocas, los pechos sudorosos, los estómagos y los riñones!

Todas las guerras tienen algo de frívolo, de encantador, de cócteles bebidos por oficiales, y de monstruosidades grotescas, que luego se cuentan, entre carcajadas, en los casinos militares. Ésta no tiene nada: es demasiado trágica y humana; con riñones y sangre de hombres que quieren ser iguales a nosotros; con heroísmos soeces y sucios; sin entorchados; con retaguardias oscuras y malolientes; sin paseos principales y sin señoritas provincianas.

Los cuartos de banderas están mal acondicionados y los asistentes no existen.

Un grupo de militares del Estado Mayor leal allí miraba. No comprendía cómo se hallaban metidos en este lío.

¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

Y vengan días y días, y semanas, y meses.

A un Estado Mayor, que le den unidades disciplinadas, encuadradas y hechas; que le den buen armamento y buenos medios de transporte, porque si no, ¿qué va a hacer?

Los milicianos chaquetean, no obedecen las órdenes, no avanzan, no resisten, no contraatacan.

La aviación no viene, la artillería no funciona.

La misión del Estado Mayor es algo limpio, selecto, cerebral, sobre el papel.

El calor es molesto, y los olores y la vulgaridad, y los periodistas y los fotógrafos, y los jefes salidos del pueblo, y los milicianos, y la revolución.

—Mi general, ¿qué quiere usted decir?

—¡Sin novedad en el frente! Puede usted retirarse.

Los ojos, medio cerrados, se dirigen otra vez al campo, blanco de sol, como los de una fuerte res extremeña que rumiara hierba y mirase la lejanía, poética y soñadora.

Negro y amarillo

Más allá de la casa no había más que el campo plano, sin más accidente que la carretera asfaltada, en alto, como una bandeja, y los postes del telégrafo, erguidos y desafiadores a la artillería y a la muerte. Algunos estaban tronchados, los alambres retorcidos por el suelo, pero el trozo que quedaba de ellos se conservaba más altivo que nunca sobre la llanura.

La carretera estaba roída a trozos y reventada como una tapa de laca, pisoteada por una niña rabiosa, por pequeñas granadas del 7,5.

Era la guerra en el llano algo que no conocíamos, en la que cada pequeño detalle reviste proporciones gigantescas, rebasa los horizontes.

Elena se arrastraba por la cuneta izquierda; quería llegar hasta los primeros parapetos. Y llegó. Pero no a tales parapetos, sino a una pequeña vaguada seca, que rozaba la carretera por debajo de una pequeña atarjea. Allí había unos grupos de milicianos y un teniente de las compañías de Acero. Detrás de una noria había instalada una ametralladora.

El tiroteo se reducía a pacos aislados, pero el calor era irresistible. La vaguada era horno donde los milicianos se abrasaban, tumbados a pleno sol. No había agua.

—El enemigo debe estar por allá —dijo el teniente—; pero, a punto fijo no lo sabemos y esto es lo grave. Tiene tanques, caballería y muchos cañones y ametralladoras. Los «Junker» nos pegan tres palizas diarias.

Elena estaba arrebatada, con el mono lleno de tierra y de pajas de las eras que había atravesado. El andaluz que iba con ella, ocurrente, con una gracia un poco pesada y sereno.

—Nos han dicho que hoy iba a venir nuestra aviación —dijo el teniente—, pero todavía no la hemos visto.

—¡Ánimo, camaradas! Ya vendrá; estoy seguro que vendrá y de aquí no pasarán.

—¡No pasarán!

Se volvieron. Cuando llegaron al pueblo, las campanas estaban tocando.

¡La aviación! ¡La negra!

Las mujeres de Santa Olalla, enlutadas como todas las castellanas, salían corriendo al campo.

Por el azul del cielo pasaron cinco enormes aparatos, bruñidos, majestuosos, magníficos, con su grave y monótono ruido acompasado, como un canto funeral.

Parecía que una montaña de calaveras, de huesos, de esqueletos, de rosarios y de libros de misa se venía encima.

Eran negros como la noche, orgullosos, despreciadores.

Dentro de ellos, seguramente, iba gente riéndose. Europeos burlándose de las pobres mujeres enlutadas de Santa Olalla, que lloraban rostro a tierra.

La tarde caía y caía, por detrás de los montes del Oeste; sin duda venían demonios. La carretera se alargaba hacia allá, con sus postes al cielo, sus brazos retorcidos y sus alambres.

Elena estaba optimista.

—¡Sin duda alguna, sin duda alguna, de Santa Olalla no pasarán! ¡Ya es bastante! ¡Sería monstruoso!