1. Silencio
Y un espantoso silencio se produjo de pronto en Madrid.
Fue la tarde de un viernes y mientras el sol corría furiosamente a su ocaso.
Mientras la gente salía a la puerta de los bares, y mientras los cines vomitaban público.
Mientras se voceaban los periódicos de la noche, tachados por la censura, y se encendían los focos eléctricos de la población.
Mientras en las tabernas y restaurantes se servían las primeras cenas.
Mientras se despedían hasta el día siguiente los amigos y los novios.
Una para muchos débil noticia, bajaba sobre Madrid como una nube de verano.
En los oídos sudorosos, en los oídos limpios, en los oídos sucios, en los oídos empolvados se murmuraba:
«Se ha sublevado el Tercio en Marruecos».
La gente se miraba a los ojos y los encontraba más inexpresivos que nunca.
La gente salía de los cines de verano y pensaba volver por la noche.
La gente salía de los bares, de tomar cerveza, y pensaba volver a tomar más cerveza.
La gente se encontraba con sus amigos, con sus conocidos, y pensaba volver a verlos al día siguiente.
La gente tenía proyectada una excursión para el domingo, y pensaba llevarla a cabo.
La gente pensaba seguir con su negocio, seguir charlando anárquicamente de política, y pensaba vivir tranquilamente y no meterse en nada.
La Gran Vía, la calle de Alcalá, a esta hora del viernes, 17 de julio, iban como dos grandes corrientes inertes a cumplir su destino, a acabar en la nada.
Era cierto que se había sublevado el Tercio en Marruecos.
Era posible.
Era cierto que estaba ya esto. Era cierto que había estallado ya el odio español.
Ya ha empezado esto, ya ha venido esto.
¡Ya está aquí esto!
No se engañaba el Hombre cuando decía que la revolución no puede hacerse sin sangre.
Ya estaba ahí la sangre, en el cielo, en el aire, en los tejados, en las fachadas, en la calle.
En ese señor gordo, en esa prostituta, en ese reloj.
A estas horas, ya en Marruecos está corriendo la sangre del pueblo.
Es completamente cierto.
«Se ha sublevado el Tercio en Marruecos», crujían los ascensores por la espina dorsal de las casas.
«Se ha sublevado el Tercio en Marruecos» se decía al sentarse a la mesa.
«Se ha sublevado el Tercio en Marruecos», se decía al pedir café, al encender un cigarro, al beberse una copa de coñac, al pedir un helado.
Al coger un tranvía, al sacar calderilla del bolsillo, al cruzar la calle, al atarse los zapatos, al pasar junto a las mujeres, al oír las bocinas de los automóviles: «Se ha sublevado el Tercio en Marruecos».
Y se suspiraba y se miraba a las alturas con ojos turbios y pequeños, o se miraba de frente con ojos enérgicos y decididos.
Grupos de reaccionarios andaban por la calle solemnemente; otros entraban en los cafés a observar; otros, por último, se desternillaban en su casa, de alegría nerviosa, de risa sarcástica.
—¡Ya está aquí! ¡Ya está aquí! —decían—. ¡Vivan los machos, los muy machos!
Y separaban las sillas de las mesas para sentarse a comer la alegre sopa de la esperanza, la alegre esperanza de tener en breve completamente seguro su dinero.
Pero esto es cierto; también es cierto que había otra gente que hinchó sus pulmones venteando el aire del heroísmo.
También era cierto que había gente cuyos labios se apretaron sobre sus dientes de rabia, cuyas mandíbulas se contrajeron sobre sus cuellos desnudos, sobre sus manos azules.
También era cierto que miles de puños se abrieron buscando armas.
El crepúsculo fue largo ese día, el último de un Madrid que desaparecía para siempre.
¡Saliva aún!
En algunos cafés se pronunciaban las parloteras palabras de siempre.
La baba y el sentimentalismo pequeñoburgués tenían allí su expresión más concreta.
La saliva que se arrojaba al hablar sería capaz de llenar estanques.
Los generales de las diferentes Divisiones han vuelto a confirmar su adhesión inquebrantable al Gobierno. Han vuelto a dar su palabra de honor. Dos o tres días, una semana, a lo más, y todo está terminado.
—No creo que tengan ninguna queja del trato que se les ha dado.
Otros exclamaron:
—Ya sólo nos faltaba esto.
Esto, además, era la revolución, que se la darían hecha.
Alcantarillas especiales para la sangre
Un automóvil blindado subió aquella noche por la calle de Alcalá. Produjo el efecto de una corriente eléctrica.
Las malas conciencias se revolvieron en los cafés elegantes, con verdadero miedo.
Allí estaban la querida del marqués del Valle, la concubina del militar Pezuño, la meretriz especial de Paquito Gonzalo de Córdoba.
Allí estaba también nuestro antiguo amigo Muguiro, que no se había decidido a ir al cine y estaba haciendo tiempo para ir al jardín de Abascal.
El automóvil blindado era del Gobierno y produjo verdadero temor.
Era como recordarles la necesaria carroza de la violencia, en el carnaval de sus ambiciones y vanidades, políticas y económicas, de clase.
Ellos preferían aplastar el movimiento obrero; pero, a ser posible, sin tiros, sin automóviles blindados y sin ruidos molestos.
Ellos preferían que corriese silenciosamente la sangre, a ser posible, sólo por las alcantarillas ya existentes, o por otras especiales que se construyeran al efecto.
Pero que corriese sangre. No había más remedio.
Del momento
Toda la noche se la pasó Federico en el balcón de su casa.
Allá, a lo lejos, se veían las luces de Getafe, del Campamento, de Cuatro Vientos. Esperaba oír de un momento a otro un cañonazo.
Cuando llegó a su casa, dijo:
—Bueno, los militares ya se han decidido a sublevarse. Veremos qué sucede.
Pero aquella noche no pasaba nada.
Pitaban en la verbena todavía los tiovivos; escandalizaban los altavoces, llenos de coplas flamencas; atronaban como morterazos los yunques verbeneros, donde forzudos vanidosos daban golpes de maza, haciendo subir por un poste un lacito rojo.
Decididamente, aquella noche del 18 no pasaba nada y todo el mundo pensaba en divertirse o en dormir, en apariencia por lo menos.
Federico era aficionado a la violencia y a la fuerza. En su balcón se decía:
—Estos pronunciamientos tienen que ser simultáneos, si no fracasan desde el principio. En Madrid ya debía haber sucedido algo.
Y tranquilo, a la madrugada se fue a dormir, murmurando frases sobre la bestialidad de los reaccionarios españoles.
Él también había leído algo en este sentido.
Martínez, el joven obrero sin trabajo, estaba reunido en el barrio de Usera, con sus vecinos y camaradas. Había despertado, como de un sueño, de la pesadilla de inactividad de toda su vida.
Ahora sí que estaba dispuesto a ir a Madrid.
Ahora sí que estaba dispuesto a comenzar la vida.
Matas, el pobre y desgraciado opositor católico, dudaba, dudaba más que nunca.
La doctrina cristiana condenaba la violencia, ordenaba el acatamiento a los poderes constituidos, aun cuando éstos procediesen en contra de los intereses de la Iglesia.
El calor era sofocante, su habitación pequeña, su mesa cubierta de papeles y temas de legislación hipotecaria.
En la mesilla de noche tenía un gran vaso de agua fresca de Madrid. En su pueblo el agua era gorda, espesa y salada.
Mientras, pensaba que toda la verdadera doctrina religiosa debe ser limpia y clara, como el agua pura del Guadarrama.
Ya era sábado
Ya era sábado.
Todavía verbenas, teatros y huelgas.
Todavía se proyectaban excursiones para el domingo siguiente.
Al principio se decía que el movimiento no había tenido repercusión en la Península.
Ahora ya se decía Falencia.
Ahora ya se decía Valladolid.
Ahora ya se decía Burgos.
Ahora ya se decía León.
Ahora ya se decía Sevilla.
De los demás sitios no se sabía nada.
Todavía estaba la radio tímidamente callada.
Todavía se babeaba de sorpresa. Era natural que los que siempre habían estado en el limbo vacilasen al pisar por primera vez tierra firme.
La burguesía de Madrid no sabía nada fijamente. Los ojos le habían crecido de asombro.
—¿Muy grave?
—Demasiado grande para ser grave. Toda España.
—Entonces…
—¡Ni siquiera habrá guerra civil! ¿Para qué? ¡No les queda forma ni posibilidad de luchar!
El estudiante Marcelo no se había corregido. Experimentó la sensación de un vértigo. Iba de café en café, inquiriendo noticias.
A cada nueva noticia que recibía experimentaba la sensación de que el suelo de su optimismo de paja se abría a sus pies; que iba a caer; que no tenía dónde agarrarse.
Sus grandes y mansos ojos estaban fijos, sus pequeño vientre oscilaba, su cuello tostado relucía de sudor, sus zapatos cuadrados taconeaban por el asfalto de las calles, medio derretido por el sol.
«¡Aquí de la elegante sofresine!», pensaba.
Don José Corcuera, alto funcionario de Correos, sonreía con blanda y bonachona sonrisa.
—¡Es que no podía ser! ¡Estaban ya muy hartos! ¡Bastante ha aguantado el Ejército!
El estudiante Marcelo le miraba de hito en hito y pestañeaba.
Miraba las burbujas de la caña de cerveza; miraba el plato de almejas vacío; miraba las filas de botellas en los estantes; miraba sus zapatos ingleses, apoyados en la barra dorada del bar; su chaqueta impecable, gris, con trabilla, de anchos hombros; su camisa azul; su corbata azul marino, con lunares blancos.
Por todas las calles burguesas de Madrid era lo mismo. La tranquilidad era absoluta, como nunca había sido.
El sol de julio daba en las calles desiertas, en las aceras limpias, en los escaparates abandonados.
—Todas las provincias están en poder de los militares, y una vez que dejen el orden establecido marcharán sobre Madrid.
El estudiante Marcelo se figuraba las llanuras de Castilla la Vieja, amarillas de sol, por donde ejércitos de asesinos corrían hacia Madrid.
Un nudo se le formó en la garganta.
—A pesar de todo, la República vencerá —dijo—. Y usted procure variar de tono cuando hable de esos generales que tan cruelmente han burlado la buena fe del Gobierno.
El viejo y corrompido empleado de Correos le miró cínicamente.
—Yo no me meto en nada. Será lo que usted dice. Suceda lo que suceda, yo tengo mucho calor. Me voy a dormir la siesta.
Y se fue, guiñando un ojo, mordaz, con marcada impertinencia.