1. Ira

1. Ira

Las elecciones del 16 de febrero fueron para las alturas un fustazo, una ira, una cólera, un dolor. Nadie se lo explicaba; no tenía explicación; no se sabía cómo había podido ocurrir.

Por las calles barría el viento las octavillas de propaganda electoral de las derechas, y en los grandes comedores aristocráticos apenas si la sopa podía ser tragada.

Todo era cerrar maderas, ventanas y balcones. Todo eran miradas bajas, gestos sombríos y cuchicheos. O todo eran sonrisas irónicas, rabiosas, de encolerizadas entrañas a lo vivo.

Sobre el asfalto de los paseos aristocráticos sólo corría el viento de febrero, aullando.

Bajo las faldas de las mesas camillas, los reaccionarios rezaban, rencorosos, rosarios subversivos.

El aullido de dolor fue en aumento en Madrid cuando se conoció el resultado en provincias.

Se improvisaron lutos, se deshicieron bodas, se rompieron proyectos, se paralizaron empresas, se royeron uñas y crujieron dientes.

Toda la reacción española oscilaba, como gigantesco fuego fatuo, antes de encontrar forma adecuada a su rencor. O mejor dicho: se enroscaba como una gran serpiente, sin tener todavía cabeza.

Rabia, odio, avaricia, orgullo. Todo se había removido, como las aguas negras de una charca venenosa, imprudentemente golpeadas con una caña.

Caña valiente y popular, pero, al fin y al cabo, débil como caña.

Todo era arriba sombras de despecho, que se concretaban cada vez más.

El río de la traición corría, sonoro y rico, por los subterráneos de todos los cuarteles, de todos los edificios oficiales.

Todo el que quería podía verlo.

Nevaba ese día

Me acuerdo perfectamente: nevaba ese día con la nieve del último día de febrero y el vendaval del primer día de marzo.

La plaza de toros nueva era, sin embargo, un inmenso horno de entusiasmo, una enorme caldera de verdad y de justicia. Sólo el viento del Guadarrama arrojaba nieve menuda sobre los tejadillos de la plaza.

Los tendidos y el ruedo estaban llenos de cabezas, hombros y brazos madrileños. Cuando aplaudían, sus manos parecían miles de chispas eléctricas.

Y se aplaudía siempre que se pronunciaba la palabra Justicia o siempre que se pronunciaba la palabra Asturias.

Ateridos de frío, los músicos de la Banda Municipal tocaban por primera vez La Internacional en público.

Álvarez del Vayo desató los negros nubarrones de la cuestión internacional sobre la plaza. Sin embargo, habló también de una nube brillante y de un alba formidable: la Unión Soviética y Francia.

Alberti asomó la plaza entera a una negra mina de carbón, a un mar Cantábrico tempestuoso, todo ello cruzado de chispas rojas y de rostros enérgicos:

De la mina vengo, amigo.

«Pasionaria» levantó el espíritu de los millares y millares de hombres, mujeres y niños; levantó con su mano gigantesca, con su lengua de fuego, con sus palabras de tierra, de sangre y de nervio, los millares de esperanzas en libertad.

¡Plaza nueva de toros de Madrid, situada en un extremo de Europa, sobre una pobre meseta! ¡ Plaza que puede encerrar las aspiraciones del pueblo español, contenidas durante siglos y siglos!

¡Los miles de ojos que te vieron durante aquella tarde no te olvidarán jamás! ¡Los miles de gargantas que te atronaron con sus vivas hablarán de ti siempre!

¡Jamás verás plaza como en aquella tarde, tan formidable luchador, tan potente gigante!

¡Plaza de Madrid, que temblaste ese día, roja de tierra, mirando el porvenir desde tu altura! ¡ No temblaste de miedo sino de entusiasmo!

Sus ojos llameaban

Vino después la gran manifestación violenta, nerviosa y gozosa.

Por entre las dos filas de casas que forman la calle de Alcalá, apenas si cabía toda la cólera de los comuneros, todo el brioso arranque del 2 de mayo, todas las penalidades de un pueblo por fin libre.

El dique de una presa de agua, viva y sonora, se había roto allá en las alturas de las Ventas y bajaba a Madrid: Porque todavía muchos no se habían dado cuenta de que el Frente Popular había triunfado.

La Internacional estalló en la plaza de Manuel Becerra, la «Joven Guardia» atronó la esquina de Torrijos.

Oleadas de canciones, en diferentes tonos, eran arrastradas por el mismo viento que hacía llamear los transparentes, al pasar por la plaza de la Independencia.

Un lejano y vago rumor anunciaba que el Madrid frívolo y traidor, el mismo que se vendió en 1808 a los invasores franceses, había presentido lo que se avecinaba y se apresuraba a tomar rápidas y miedosas medidas hostiles.

Los cierres de los escaparates de las tiendas de lujo eran bajados; los cafés, cerrados; los lujosos portales, atrancados. Rechinaban los frenos de los automóviles que transportaban a los señoritos y señoritas al cine de la Gran Vía y de la plaza del Callao. Tenían que resignarse a dar un largo rodeo.

El pueblo de Madrid continuaba bajando. La carne y la sangre viva, el trabajo, el sudor, las lágrimas y el hambre salían al encuentro de la bisutería, de las barras de carmín, de los polvos, del colorete, de los cócteles, los tés danzantes, las rentas artificiales, las trampas y la hipocresía. La carne y la sangre viva trataban de mostrarse en público por una vez, por primera vez en la Historia. Esta increíble insolencia no sería jamás perdonada.

En «La Granja», en «Aquarium», en «Negresco» rodaban las mesas y las sillas al paso de los carpinteros que las habían hecho; las tostadas de pan, al paso de los panaderos que lo habían cocido; los cristales de los ventanales, al paso de los cristaleros.

Los tranvías se vaciaban de gente al paso de los tranviarios que los conducían, de los obreros que los reparaban y aun de los ingenieros que los proyectaban. La calle entera, capitalista y reaccionaria, se estremecía al paso de los hijos y de los nietos de los albañiles que la habían construido.

Era una gran insolencia, una desconocida insolencia.

Las peceras del Círculo de Bellas Artes quedaban desiertas al retirarse los vientres que de ordinario estaban allí sentados.

En la puerta del Casino de Madrid había un gran burgués financiero; sonreía entre sus barbas, arrugando sus ojos de rencor paciente. ¡Él no era partidario del Frente Popular, pero aceptaba la legalidad y la voluntad del pueblo! Solamente sus ojos llameaban.

El todo por el todo

Por entre las cortinas de los palacios, por los cristales polvorientos de los edificios públicos, por los ventanales de los Bancos, por las aguas coloreadas de las piscinas elegantes empezó a brotar un nuevo vapor.

Un nuevo vapor amarillo de oro, enfermizo y mefítico: el nuevo espíritu de la violencia clandestina.

Los señoritos empezaban a actuar en serio en política, Sus conversaciones variaron de tono; ya no concurrían tan asiduamente a los clubs deportivos. En sus ojos aparecían sombríos y feroces reflejos.

Ya no hablaban únicamente de prostitutas, de automóviles o de fútbol; hablaban rabiosa y ferozmente de política.

Parecía que se daban cuenta de que habían tenido un olvido, y querían ganar el tiempo perdido.

Parecía que se acordaban de pronto de que el vermouth podía desaparecer, y las prostitutas y los automóviles y el fútbol y los cabarets y los cines elegantes y el desayuno servido en la cama.

El convencimiento de esto les hacía insoportable la situación. Gil Robles no era más que un blanco, como dicen los chulos. Acción Popular, un mal vino aguado procedente de cepas castradas. Hacía falta algo fuerte, penetrante y eficaz, como el ajenjo o como el whisky.

Hacía falta una bebida de hombres.

Los pantalones planchados se recogían encima de las rodillas y las piernas se cruzaban.

Las cajas de «Lucky Stricke» iban de silla en silla, de bigote en bigote.

Las cocteleras se quedaron vacías y los cerebros llenos.

Se miraba vesánicamente los días y las actividades que iban a venir.

Se temblaba pensando en el porvenir, como la Iglesia dice que temblarán los réprobos cuando oigan la trompeta que les anuncie el Juicio Final.

Los opresores, los tiranos, los frívolos, los usureros y sus hijos, nacidos y criados para ello, presentían el Gran Juicio Final del Pueblo. Las elecciones del 16 de febrero era el toque de trompeta que se lo anunciaba.

Había que tomar una resolución, una actitud; había que jugarse el todo —es decir, el honor, la patria— por el todo, el confort, las rentas.

He dicho

Nadie intente en España, he dicho, lo suave o lo rosa: está de antemano condenado a fracasar.

La pasión se enseñorea pronto del ambiente, como una helada castellana de enero o como un mediodía, también castellano, de julio.

Las clases dominantes son tan torpes que profesores extranjeros han tenido que venir a explicarles la manera de conservarse en el poder.

Esta explicación ha sido teórica y práctica, y les ha costado España.

El capitalismo en España ha sido tardío y malsano, como una helada de primavera o como un niño sifilítico.

El feudalismo sigue fuerte y bestial como un mulo rebelde, atado a la reata de la política antiobrera y estorbando su marcha.

Todos los rugidos que los megaterios dieron en el período cuaternario, no son suficientes para explicar la bestialidad política de la aristocracia y de la burguesía española.

Todos los eructos, patadas e interjecciones de un prostíbulo o de un cuartel de caballería fascista, no son suficientes para explicar su falta de cultura.

Todas las frases pronunciadas en las obras de un teatro que se han estrenado desde la época de Galdós a nuestros días, no bastan tampoco para expresar su cursilería.