—Por el amor de Dios… —dijo Abraham bajando la voz y mirando nerviosamente alrededor, como si temiera que alguien pudiera oírles—, ¿para qué quieren ustedes armas?
—Para ir a Granada —contestó Susana, ceñuda. Tenía los puños cerrados y los brazos extendidos hacia abajo. Estaban de pie junto a la línea amarilla que indicaba el fin de la zona civil, a pocos metros del lugar donde los soldados habían disparado a Jukkar.
—¿A… a Granada? —preguntó Abraham, balbuceante.
—Si no podemos hablar con ellos, si no podemos llegar a Aranda, tendremos que ir nosotros. Necesitamos esas medicinas, ¡o el finlandés morirá!
Abraham negó con la cabeza. Tenía la expresión de quien descubre que alguien en quien confiaba se ha vuelto loco, o peor, que siempre estuvo como un cencerro y no se había dado cuenta.
—¿Quieren ir a Granada a por medicamentos? —de pronto, un destello de luz cruzó su mente—. Oh… no me diga que… ¿ustedes también pueden caminar entre los muertos?
—¿Qué? —preguntó Susana—. ¡No, joder, no! ¿No ha entendido nada? Si pudiésemos hacer eso no estaríamos aquí intentando hablar con los soldados; ¡habría saltado el muro yo misma hace un buen rato!
—Escuche… —intervino José—, creo que podremos hacerlo. Creo. No sé cuántos zombis hay ahí fuera, pero con las armas adecuadas, podemos intentarlo al menos. No nos quedaremos aquí de brazos cruzados mientras la herida del finlandés empieza a oler a queso.
Abraham los miró, incapaz de decidir si estaba ante dos lunáticos o algún tipo de héroe que creía desaparecido de la faz de la tierra.
—¿Se han enfrentado a ellos alguna vez, acaso?, ¿los han visto actuar en grupo?, ¿saben de lo que son capaces?
—Amigo… —dijo Susana con voz cansada—, podríamos escribir un libro sobre eso.
José esbozó una amarga sonrisa.
Alba corría por el pequeño jardín que estaba situado enfrente del antiguo Parador, aunque ya no tuviera mucho aspecto de jardín. Los estanques rectangulares ya no contenían agua y los setos se habían secado; aparecían raquíticos y carentes de hojas en su mayor parte.
Isabel caminaba junto a Gabriel, viéndola correr con los brazos extendidos. Era lo que había estado esperando. La niña era demasiado pequeña para abordar ciertos temas, pero él parecía suficientemente mayor, y estaba segura de que había visto cosas, de todos modos, que hubieran hecho palidecer a cualquier adulto.
—No te preocupes por ese hombre —dijo Isabel sonriendo—. Se pondrá bien. Ha sido un accidente.
Gaby asintió, aunque sabía que «accidente» era un eufemismo para referirse a «intento de asesinato premeditado». Sabía que estaban en un sitio donde, por debajo de la realidad de las cosas, se entretejían las intrigas del complicado mundo de los adultos. Lo notaba en la base del cuello y en los poros de la piel.
—Bueno… —dijo ella entonces, pasando un brazo por encima de los hombros del muchacho—. Creo que todavía no os había agradecido lo suficiente que me sacarais de aquella casa.
—No tiene importancia —musitó Gabriel.
Isabel notaba que el chico había encogido los hombros bajo el tacto de su brazo. Se preguntó cuánto tiempo llevaba sin que un adulto le diera algo de cariño, sin tener contacto físico con alguien.
—Me gustaría saber más de vosotros, Gabriel… ¿cómo llegasteis allí?, ¿qué fue de vuestra familia?
Gabriel agachó la cabeza, súbitamente interesado por el suelo de tierra y piedrecitas.
—Mis padres murieron, como todo el mundo —dijo de pronto. Sus mirada se había retraído a un mundo interior, donde los recuerdos paseaban en un remolino de imágenes turbias—. Alba y yo nos quedamos en los jardines de la casa donde vivíamos. Allí estuvimos bien. Un tiempo, al menos. Era un recinto cerrado y no veíamos a muchos de esos muertos. Yo conseguía alimentos de otras casas y de una tienda cercana. Es increíble la de cosas que se pueden conseguir en esos sitios.
A cierta distancia, Alba se había agachado en el suelo y estaba dibujando una preciosa flor en la tierra sirviéndose de una pequeña rama.
—¿Estabais solos, no había nadie más?
—Estábamos solos —confirmó Gabriel.
—Oh, Dios mío… —contestó Isabel, sorprendida—. Debió ser muy duro para vosotros…
El muchacho se encogió de hombros.
—Yo en vuestro lugar me habría vuelto loca —dijo riendo, intentando conseguir algo de complicidad con el niño—. ¿Dónde vivíais?
—En Calahonda.
Isabel pestañeó, intentando localizar el lugar en el confuso mapa de urbanizaciones y mancomunidades de la costa.
—Calahonda… —dijo al fin—, eso está bastante lejos de donde me rescatasteis…
—Un poco.
—¿Cómo llegasteis hasta allí?
La mente del muchacho preparó un nuevo set de imágenes para él y le mostró recuerdos de cuando andaban por el monte, acompañados por Gulich, el perro antizombis, de la terrible experiencia con el Hombre Andrajoso, y las noches frías que pasaron, dormitando en las ruinas de una casa o en alguna oquedad de una pared rocosa.
—Atravesamos los campos que están al otro lado de la autovía, durante varios días. Gulich nos ayudó. Nos ayudó mucho, ¿sabe?
—Gulich… era vuestro perro, ¿verdad?
—No sé si era nuestro. Creo que iba con nosotros.
—Entiendo… —contestó Isabel con una sonrisa—, me gusta eso que dices. No se tiene a los animales en posesión, ¿verdad?
—No, lo digo en serio… —explicó Gabriel, intentando encontrar las palabras adecuadas. Gabriel siempre había tenido un vocabulario mucho más rico que el resto de los niños de su edad. Le gustaba mucho leer, al menos antes, cuando uno podía dedicar tiempo al ocio sin temer que alguien que debía estar enterrado y descomponiéndose bajo la tierra, irrumpiera en tu casa a través de la ventana. Pero hacía tiempo que no leía, y hacía mucho más tiempo que no hablaba con un adulto. De alguna forma sentía que había perdido práctica—. Creo que Gulich apareció en el momento exacto en el que lo necesitábamos. Nos llevó donde mi hermana quería y, luego, cuando ya no hacía falta, se despidió de una forma heroica.
Isabel asintió.
—Como un ángel de la guarda…
—Algo así… —contestó Gabriel, encogiendo los hombros. Por primera vez, se volvió hacia ella para mirarla a los ojos—. ¿Usted cree en esas cosas?
Ella era bonita, o así lo creía. Aún era demasiado joven para fijarse en las vacuidades del aspecto físico, pero veía otras cosas. Veía su mirada limpia, e inconscientemente, notaba que cuando sonreía, los ojos acompañaban al movimiento de los labios. Y entre ellos existía aún otro vínculo en el que él mismo no había reparado: la había visto desnuda y atada a una cama, y aunque su mente no estaba preparada para dibujarle los atroces momentos que Isabel pasó en ella, sí que intuía que había sufrido, que era una víctima de aquel nuevo mundo en el que estaban atrapados, como él y su hermana.
—Sí que creo, Gaby —dijo ella entonces.
A él le gustó que le llamara Gaby. Sólo sus padres y su hermana le llamaban Gaby. Dejó escapar una pequeña sonrisa, la primera en muchísimo tiempo.
—¿Pero has dicho que el perro os llevó donde tu hermana quería? —preguntó Isabel.
Gaby volvió a desviar la mirada al suelo, súbitamente incómodo. Sabía muy bien adónde le llevaría esa pregunta, y no podía decidirse a revelar lo que hacía especial a su hermana. La buscó con los ojos y la miró brevemente: ella estaba ahora terminando su dibujo. Había escrito su nombre en la tierra con trazos temblorosos, la letra «B» al revés, y había adornado el conjunto con líneas sinuosas, como los rayos de un sol invisible.
Recordaba una conversación que tuvo con su padre.
Gaby, es muy importante que prestes atención. Sabes que tu hermana es especial. Es MUY especial. Tiene un don, hijo. No sé de dónde viene o por qué lo tiene, aún no, pero el caso es que está ahí, y parece que a medida que se hace mayor, es cada vez más potente. Pero ocurre que a la gente no le gusta la gente especial. Son cosas que no entienden, y las rechazan. Ha sido siempre así desde que el hombre es hombre, y nada lo cambiará nunca. Eso lo sabes, porque en el colegio pasa constantemente. Si hay un chico listo, le llaman empollón o gafotas, y si hay alguien que tiene una sensibilidad inusual, le llaman afeminado o rarito. Por eso, Gaby, tenemos que asegurarnos de proteger a tu hermana. Sé que aunque os chincháis continuamente, la quieres con locura, porque es tu hermana pequeña. Gaby, es muy importante que nunca le digas a NADIE lo especial que es tu hermana. Ella tiene derecho a tener una infancia normal, a desarrollarse como los otros niños. ¿Lo harás, Gaby, por esta familia? Debes hacerlo por ti, por nosotros, y sobre todo por ella. NUNCA, a NADIE.
Sin embargo, sentía que las cosas habían cambiado sustancialmente desde que su padre habló con él y le hizo prometer por la garrita que NUNCA diría nada a NADIE. De alguna forma extraña, no quedaba nadie normal en el mundo. Eran todos especiales, porque sobrevivían día a día.
Y sobre todo, deseaba contárselo a ella. A ella sí, al menos.
—Si le cuento algo… ¿me promete que no se burlará?
Isabel buscó sus ojos, pasándole la mano por la barbilla para levantarle la cabeza.
—Gaby… ¿crees que me reiría de ti? —dijo con gravedad—. Me salvaste la vida. Antes me tiraría de lo alto de una de estas torres que reírme de ti.
El muchacho vaciló un segundo, y por fin, empezó a hablar. Y mientras Alba se afanaba por añadir el dibujo de una mariposa al conjunto (las mariposas no se le daban bien), se lo contó. Se lo contó todo.
Abraham, José y Susana habían decidido alejarse de la frontera, paseando con naturalidad. No querían poner más nerviosos a los soldados, pero tampoco querían que éstos fueran capaces de escuchar lo que estaban hablando; a veces el viento es capaz de arrastrar las palabras a distancias insospechadas.
—Pero, aunque fuerais capaces de conseguirlo —decía Abraham, peinándose la barba con la mano—, no tenemos ningún arma.
—¿Ninguna en absoluto? —preguntó Susana, aunque en el fondo ya sabía que la respuesta sólo podía ser ésa—. Alguien debe guardar un arma en alguna parte.
Abraham suspiró.
—No digo que no… —exclamó entonces—. Quizá alguien esconde una pistola en alguna parte. Nadie nos registró. Pero sólo sería eso, una pistola. ¿Cuántas balas puede tener una pistola? No sé mucho de armas… en las películas hay pistolas mágicas que disparan una ingente cantidad de munición en una sola refriega, pero seguro que en la realidad la cosa es bien distinta.
—Ya…
—A los zombis se les para con un disparo en la cabeza. Aunque acertarais todos los tiros, apuesto que como mucho podríais detener a diez de esas cosas. Para entonces, los disparos echarían sobre vosotros a media Granada.
—Ya… —repitió José.
—Si os referís a otro tipo de armas, cosas como machetes, hachas y otras herramientas, sí que las tenemos.
José se imaginó intentando abrirse paso entre los zombis a base de hachazos, y cayó en un desánimo profundo.
—Maldita sea… —masculló Susana—. Debe haber alguna solución.
José recordó una escena de una de sus películas favoritas, en las que un Maestro Jedi, superado por una situación en apariencia irresoluble, decía tranquilamente: «Una solución se presentará por sí sola». Como había dicho Abraham, la vida distaba mucho de parecerse a las películas, pero rezó en silencio porque aquélla fuera la excepción, porque de lo contrario, las horas de Jukkar estaban contadas.
Alba había terminado su dibujo, y lo admiraba con el orgullo de quien ha trabajado primorosamente. Es lo que decía su madre cuando ella se esmeraba realmente en algo: «¡Qué primoroso!», fuera poner la mesa o hacer los deberes. La palabra le encantaba. Significaba que había puesto todo su empeño en que quedara perfecto. Sospechaba, sin embargo, que la letra «B» no estaba demasiado bien. No sabía lo que era, pero algo sobraba o faltaba. Hacía demasiado tiempo desde la última vez que tuvo acceso a sus libretas de deberes escolares y le costaba trabajo recordar cómo era exactamente. Fuese lo que fuese, esa falta no afeaba el conjunto.
La mariposa había quedado bastante bien también, dados los materiales con los que trabajaba. Se había esforzado por captar todo su mágico movimiento, no sólo su cuerpo o sus alas como las dibujaría cualquier niño, sino la esencia misma del baile aéreo que las mariposas desplegaban cuando sobrevolaban las flores en los meses cálidos. Para ello, había dibujado una explosión de trazos curvilíneos que sólo tenían sentido en su mente, pero que le hizo sentirse satisfecha. Porque era primoroso.
Después de admirar su obra durante un ratito, levantó la vista para buscar a su hermano. Jugar con su hermano no era tan divertido como jugar con las amigas del colegio, pero sabía que él lo intentaba. Había cosas que no estaba dispuesto a hacer, por supuesto. Jugar a las comidas, por ejemplo, a los perritos o a las princesas. Pero no lo echaba demasiado de menos. Gaby tenía buenas ideas: como el Juego de los Piratas, con la subsiguiente Búsqueda del Tesoro. Cuando Gaby se lo proponía, cualquier lugar se convertía en un majestuoso buque todo lleno de cuerdas, mástiles de madera vetusta y negros cañones. Con él, se transportaba a un mundo donde el olor a sal era tan intenso, que casi sentía las gotas de agua golpeando en su cara cuando las olas rompían contra el barco.
Pero Gaby estaba hablando con aquella mujer a la que habían salvado, y por la expresión de sus caras, se dijo que era mejor no interrumpirles. Gaby hablaba y hablaba, y ella asentía, con el ceño fruncido. Arrugó la nariz mientras su mente empezaba a apreciar el hecho de que Gaby, quizá, se estaba haciendo mayor a pasos agigantados.
Giró sobre sí misma, buscando alguna otra cosa que hacer. A poca distancia venía la otra mujer que los había acompañado en el helicóptero, flanqueada por dos hombres. Su gesto era también de preocupación, y movía mucho las manos mientras hablaban. Hacía tiempo que no estaba entre adultos, pero recordaba aquellas expresiones graves y solemnes que los caracterizaban, como si estuvieran permanentemente consumidos por terribles preocupaciones. Alba pensaba que hacerse mayor debía de ser terriblemente aburrido. Cuando fuera mayor, intentaría no preocuparse tanto y jugar más. Jugar todo el tiempo.
Pero mientras se entretenía con esas reflexiones, toda la escena empezó de pronto a perfilarse en su mente, a cobrar sentido. Pestañeó, dándose cuenta de que todo parecía encajar en un patrón que ella ya había visto antes, en algún lugar, como si estuviera asistiendo a un recuerdo que se proyectaba ante ella en glorioso 3D con Real Sound.
El aspecto gris de las cosas, el color del suelo, los edificios y esas tres personas caminando por la avenida, enfrascados en sus conversaciones de adultos. Ya lo había visto antes… y entonces recordó: fue cuando empezó a oler a tarta de coco en el helicóptero, sobrecogida por una sensación de peligro tan fuerte que mantuvo la espalda muy recta contra el asiento, como si el aparato entero fuera a precipitarse contra el suelo en cualquier momento.
Y en ese recuerdovisión, se vio a sí misma, dirigiéndose hacia los adultos describiendo pequeños saltitos, hasta ponerse delante de ellos, y les dijo una sola frase, una frase que no tenía sentido aparentemente y que, desde su punto de vista, ni siquiera era verdad.
Alba tragó saliva, sintiendo que las piernas luchaban por ponerse en movimiento. Sabía que las cosas que veía terminaban por hacerse realidad. Era una ciencia exacta, no una probabilidad, pero no recordaba haber tenido las riendas de sus propias visiones de una forma tan contundente e inmediata como en aquel momento. ¿Y si decidía quedarse quieta y no correr hacia ellos?, ¿qué pasaría entonces?, ¿se desmontarían todas las otras visiones que había tenido sobre aquel sitio, sobre todas aquellas personas y sobre lo que iba a pasar?
Entonces se encontró a sí misma avanzando hacia los tres adultos. No recordaba haberlo decidido, y fue una sensación extraña, porque ni siquiera le apetecía ir dando saltitos. Pero lo hizo, no obstante. Y cuando se encontró frente a ellos y volvieron sus ojos hacia ella, se plantó en el sitio y les dijo lo que ya había escuchado en su cabeza con su dulce voz infantil.
—Yo sé. Sé dónde hay armas.