—Vaya una situación de mierda —soltó Javier.
Víctor bufó. Empezaba a estar realmente cansado de aquella coletilla con la que su compañero de fatigas apostillaba todas las malditas frases. Todo era mierda esto, mierda lo otro. Y la cosa tendría un pase de no ser por la forma en la que pronunciaba la palabra; parecía que se le llenaba la boca de ella. Arrastraba mucho las sílabas, de forma que sonaba algo así como mieeeerrrda.
—Hemos estado en otras peores —comentó Víctor.
—Coño… joder… —exclamó Javier—. Pues claro que hemos estado en otras peores, no me jodas. Pero, coño…, es que manda cojones.
Víctor miraba a través del parabrisas del camión, hacia el exterior. El cristal estaba ligeramente agrietado y algunos hilachos de sangre se habían adherido a su superficie, pero la visibilidad era todavía buena. Allí vio una carretera interminable que se perdía entre un par de colinas exuberantes de vegetación. Ése año, y sobre todo por aquellos lugares, la lluvia había sido una constante y quién sabía si la ausencia de contaminación y de domingueros no había favorecido que la naturaleza se volviera aún más exuberante.
El camión era una preciosidad negra y roja, un Actros de Mercedes-Benz con nueve motores de seis y ocho cilindros, el más potente de la gama. Lo encontraron en un aparcamiento, refulgiendo bajo el sol del mediodía, y les pareció la cosa más sexy que habían visto en mucho tiempo. El frontal era plano y robusto, y el conocido logotipo del fabricante despuntaba en el centro como una mira láser. Víctor opinó que podría pasar por encima de unos cuantos zombis con esa cosa sin que el camión se resintiera lo más mínimo, y Javier dijo que, probablemente, podrían conducir a través del mismísimo infierno, atropellando tanto a condenados como a diablos torturadores.
Lo condujeron desde Almuñécar, y vaya si resultó ser una mala bestia, «un toro de mieeeerrrda», embistiendo coches abandonados que entorpecían el paso por el asfalto y zombis por igual. Arrancó, por cierto, como si nunca hubiera estado parado, e incluso las pesadas ruedas parecían contar todavía con una salud excepcional. Desde entonces habían ido por autopistas casi todo el tiempo, sobre todo la A-7 y la A-341 con destino a Loja, desde donde planeaban avanzar hacia el norte, tomando cuantos caminos fueran necesarios para esquivar las grandes ciudades. Eso lo habían aprendido, al menos: las grandes ciudades eran cubil de cientos de miles de esas cosas, sus entradas y salidas estaban colapsadas, impracticables, y aún peor, alrededor de las ciudades solía haber gente extraña: supervivientes que formaban grupos armados y hacían incursiones en las urbes para buscar comida, y que no dudaban en volarle a uno la cabeza si tenías la mala suerte de llevar una chupa que a ellos les gustase.
El plan último era llegar a Madrid. Al menos, Víctor creía que si quedaba algún reducto más o menos cuerdo de civilización, debía estar allí. Y si no era allí sería en Barcelona, y si no, qué demonios, pasarían los Pirineos y moverían sus culos a Francia. Javier jugaba a menudo con la idea de instalarse en alguna casa de la sierra, donde había pocos zombis, y esperar allí a que el mundo se recuperase de toda aquella locura. «No sé para qué demonios quieres volver a la civilización, coño, joder —decía Javier al respecto—, ¿sabes lo que harán? Nos pondrán a trabajar, eso es lo que harán. ¿Y crees que nos permitirán seguir bebiendo alcohol o fumando? No, coño, joder… todas esas cosas estarán racionadas. Los negros las venderán en el mercado negro a cambio de una buena mamada, ya te lo digo yo. Tendremos suerte si nos dan una puta bazofia de rancho de mieeeerrrda que llevarnos a la boca».
Víctor no descartaba que las cosas fueran como las pintaba Javier, pero le daba lo mismo. Comería baba de caracol y sorbería directamente del culo de un mono si eso le permitía cumplir el objetivo que tenía en mente: llevar la crónica de todo lo que había vivido dondequiera que quedara un poco del antiguo orden. Una vez en Madrid, seguiría cubriendo el devenir de los acontecimientos. Él había vivido los primeros días, y había presenciado la muerte de la civilización, pero aún tenía que despejar grandes interrogantes. De las cinco grandes preguntas del periodista, tenía el qué, el quién, el cuándo y el dónde, pero no el cómo y mucho menos la que no estaba incluida en la estructura básica pero que algunos teóricos mencionaban en sus listas particulares: el porqué. Pensaba que en algún sitio debía haber una respuesta, y si era capaz de encontrarla, podría cumplir un viejo sueño de la infancia, el mismo sueño que le llevó a estudiar periodismo y trabajar en varios periodicuchos de poca monta, escalando puestos y consiguiendo encargos de cada vez más responsabilidad. Con todo eso podría conformar la «Crónica del fin de los días». Sus manos sudaban bajo la excitación que el solo título le provocaba. Casi podía verlo, impreso con un sutil relieve en bellos caracteres con serif. Era su gran oportunidad… si conseguía mantenerse vivo y llevar todas las cintas y cuadernos que había recopilado, escribiría ese libro definitivo, el más completo de cuantos se pudieran escribir sobre el caso, con fotografías de toda la terrible tragedia. «LA PANDEMIA QUE CASI ACABA CON EL SER HUMANO», rezaría una tira de color rojo, emplazada diagonalmente sobre la portada. «¿CÓMO SE DESATÓ? TODAS LAS PREGUNTAS, TODAS LAS RESPUESTAS». El horror siempre había atraído al ser humano. El horror genera morbo, y el morbo se paga. Eran simples matemáticas, una ecuación directa: ¿Cuántos libros y documentales se habían escrito y producido sobre horrores reales? Pues, amigos y vecinos, aquí tenía al Rey de los Horrores Reales en toda su increíble magnificencia.
—¿Qué tipo de combustible usan estos camionacos? —preguntó Javier.
—Diésel, usan diésel.
—¿No usan un combustible especial?
—No, hombre. A veces instalan economizadores de combustible especiales para camiones, pero eso es todo.
Víctor golpeó con el dedo el indicador de combustible, como si esperase que, de alguna forma mágica, la aguja fuese a cimbrear y subir un cuarto por lo menos, pero por supuesto, permaneció inmóvil.
—Es una jodienda —exclamó—. Éstos camiones tienen bidones enormes que les dan una autonomía de veinticuatro horas, puede que más.
—Seguro que más, joder —contestó Javier—. O sea, éste es un Mercedes, joder, se supone que es el puto Mazinger-Z de los camiones, ¿no?
—Puede que sí.
—Y tuvimos que coger el que tenía menos combustible, ¡joder!
—Bueno… de cualquier forma, está hecho. No hay nada que rascar aquí. Sugiero que sigamos adelante… ya encontraremos otra cosa.
Descendieron de la cabina, cada uno por su lado, y se encontraron literalmente en mitad de la nada. La carretera se extendía en ambas direcciones sin que se viera un solo edificio por ninguna parte. Los pájaros cruzaban por encima de los verdes prados describiendo órbitas caprichosas, y el suave viento arrancaba un sonido melodioso a las arboledas, que se agitaban como si, desde sus eternos emplazamientos, quisieran saludarles.
Javier había rodeado la cabina y estaba examinando el frontal del camión. Cuando se encontraba con cosas que captaban su atención, ponía una expresión que le daba un aire un tanto bobalicón, con la boca formando una O perfecta y la mirada ida, como ausente. En ese momento, estalló en carcajadas, doblándose por la mitad con las manos en las rodillas. Aullaba como una hiena en celo.
Víctor estaba acostumbrado al histrionismo de su compañero, pero sentía curiosidad. Y cuando miró, torció el gesto con una mueca. El frontal estaba literalmente bañado en sangre, o al menos creía que debía ser sangre, porque no era roja, sino negra, oscura como el alquitrán. Unos pequeños coágulos le conferían una textura irregular, grumosa y aborrecible. A Víctor no le extrañó: cuando salieron de Almería, tuvieron que atravesar un aparcamiento lleno de zombis. Aquéllas cosas se lanzaban directamente contra el camión, como si no tuvieran ni pajolera idea de lo que representaba una máquina de varias toneladas a gran velocidad. Pero Javier no se reía de eso. Empotrado en las tomas de aire para el motor había un brazo, cercenado a la altura del codo. La carne estaba cubierta de heridas y llagas, y un trozo espantoso de hueso, quebrado y picudo como un estilete, asomaba por su parte inferior.
—Tío… —musitó Víctor.
Javier aullaba histéricamente.
—¿No lo ves, tío? —gritaba—. ¡Mira sus putos dedos!
Víctor miró. La mayoría habían desaparecido, sólo el dedo medio quedaba intacto, recto como el último mástil de una nave que se hunde, apuntando directamente al logotipo de Mercedes. Una escultura aberrante de un gesto obsceno, inmortalizada de la forma más macabra posible.
Víctor le miró sin comprender.
—¡Está haciendo la peseta, macho! ¡Le atropellamos y todavía tuvo huevos de dejarnos un mensaje!: «¡Jodeos, que os jodan!». —Y rompió a reír, como si tuviera delante al mismísimo payaso Pagliazzi, el Rey de los Chistes.
Víctor apartó la vista, poniendo los ojos en blanco. Suponía que su desmesurada reacción debía ser cosa del estrés. El día avanzaba con rapidez y se encontraban aún muy al sur. Tenían todo un país que atravesar y apenas tenían alimentos, ningún conocimiento de lo que podían encontrar y una pistola con dos balas que era como una carta boca abajo, porque se mojó mientras cruzaban el Mediterráneo y no sabrían decir si era capaz de disparar.
Por fin, Javier se serenó, reduciendo paulatinamente el nivel de sus carcajadas. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas y tenía la cara enrojecida por el esfuerzo.
Está histérico, pensó Víctor fríamente. Ha llegado a su límite. Siempre estuvo chalado, pero ahora es una bomba con el reloj de detonación estropeado. Nos atacarán, y él se echará a reír como si los zombis hubieran resbalado con una cáscara de plátano en sus mismas narices, y eso es todo lo que hará: reír y reír hasta romperse el culo. Sólo que el culo no se lo partirán de la risa…
—Oh, tío. Qué bueno…
—Bien, pues… sigamos andando, entonces —contestó Víctor—. Ojalá encontremos algo antes de que se haga de noche. No me gustaría andar a la intemperie, y no lo digo sólo por el frío.
Javier hizo un amago de asentimiento pero, de pronto, se quedó congelado en el sitio. Víctor también lo había oído: un sonido claro y uniforme, como el de una pelota de tenis rebotando en el suelo de una pista, pero más metálico. Víctor se giró sobre sus talones, mirando alrededor. Era difícil decir de dónde venía el sonido, con tanto espacio diáfano alrededor. Era como si el sonido se escurriese por entre las colinas y regresara a ellos transportado por el viento.
Otra vez, Javier quiso decir algo, pero Víctor levantó una mano y le interrumpió.
Clap. Clap. Clap.
Ahora estaba convencido de que el sonido llegaba de algún lugar por detrás del camión, o quizá de su interior. No tenían ni idea de qué tipo de carga habían arrastrado desde que se apropiaran del vehículo, ni se habían ocupado en desenganchar el remolque porque, entre otras cosas, no tenían ni idea de cómo hacerlo. El lateral de éste no decía nada: no tenía ningún logotipo serigrafiado ni ninguna indicación. No había carteles de MERCANCÍA PELIGROSA o CHIHUAHUAS EN CELO. Pero el camión estaba en mitad de un aparcamiento, junto a muchos otros, y probablemente llevaba tiempo allí cuando ellos lo encontraron, puede que unos tres meses, desde que todo empezó. Si había alguien dentro…
Joder, si hay alguien dentro, es una de esas cosas, fijo.
Empezó a moverse hacia el lateral del camión. Olía a goma de rueda y a grasa de motor, y más sutilmente, a asfalto calentado por el sol tibio de enero. Y en el suelo había algo más: una sombra alargada que iba creciendo, acercándose por detrás del tráiler; la sombra inconfundible de un hombre.
Víctor se paralizó, como si toda la sangre en sus venas se hubiera convertido en hielo. El sonido crecía en intensidad: clap, clap, clap, a medida que el misterioso hombre se acercaba. Escuchó a Javier, que había aparecido a su espalda, y por un segundo, casi pudo oler también un aroma ácido e intenso que, de alguna forma extraña, le era familiar. Víctor no podía saberlo, pero el olor, que había aflorado en el aire como una nube de mosquitos en verano, era el de su propio miedo.
Y entonces apareció por fin, y no surgió del interior del tráiler como Víctor había temido, sino de la parte de atrás, como si hubiera llegado andando por la carretera. Salió ligeramente encorvado y con los brazos perfectamente extendidos hacia el suelo, como si los codos hubieran perdido la capacidad de doblarse. En la pierna derecha llevaba atravesado una especie de pincho de hierro, como los que se usan para azuzar el fuego de las chimeneas, que sobresalía por el talón y chocaba con el suelo, produciendo un sonido metálico al caminar: clap, clap, clap. La ropa, típica de senderista de fin de semana, estaba cubierta de manchas oscuras.
—Co…ño… —murmuró Javier, con la voz rota.
El senderista les miraba ahora como si estuviera intentando comprender lo que veía. Inclinaba la cabeza a uno y otro lado con rápidos movimientos, mientras les estudiaba con ojos vacuos y terribles. La cara entera estaba contrahecha, como congelada en un rictus horrible. La boca era una mueca retorcida, y allí se arrastraban, hinchadas y perezosas, casi una decena de moscas.
Víctor había visto ya bastantes zombis, y los había visto cometer toda suerte de barbaridades, pero podía jurar por su vida que no terminaría nunca de acostumbrarse. Cada uno de ellos era un desafío a la mente, portadores de un horror único y tan diferenciado como las singularidades físicas que los caracterizaban. Pero Javier tiró de su brazo y consiguió arrancarlo del trance en el que había caído.
No dijeron nada. Hasta Javier sabía que era mejor no hacerlo. Cuando los muertos escuchaban las voces de los vivos, se reactivaban rápidamente, y volvían sus cabezas en dirección a la fuente del sonido para concentrarse en ellos. Eran cosas pequeñas que habían ido aprendiendo sobre la marcha.
Víctor retrocedió, dando pasos hacia atrás, sin atreverse siquiera a darle la espalda. El senderista dio dos pasos dubitativos, clap, clap, con los brazos trazando una línea perfecta hacia el suelo. Víctor no podía decirlo con seguridad, pero le parecía que toda su cabeza empezaba a vibrar, como si estuviese sufriendo una gran tensión.
Como esos tipos empastillados que se encabronan en un bar cualquiera, sacudidos por oleadas de adrenalina, pensó Víctor, con su propio corazón aumentando la marcha. Se está acelerando, se está activando…
Pero de pronto, como si alguien hubiera tirado de un resorte invisible, el senderista se lanzó hacia Víctor, levantando los brazos al unísono y dando un grito en extremo agudo, casi infantil. Víctor dio dos pasos hacia atrás, sin poder resistir la embestida del senderista, chocando contra Javier. Gritó, sorprendido por la furia del ataque, y levantó los brazos para cubrirse. La expresión de su atacante estaba deformada, como una máscara balinesa: la boca inmunda completamente abierta, llena de dientes terribles, y los ojos demasiado saltones, carentes de iris.
—Jaaaaaaaaaaaaaviiiiiiiii —decía Víctor, pero sus pulmones estaban vacíos y su voz sonó apagada, casi inaudible.
Javier se adelantó a su amigo y levantó el pie para dejarlo caer con fuerza, justo sobre la barra de hierro que sobresalía de la pierna. Hubo un sonido espantoso de crujir de huesos y tendones, y parte de ésta cayó desmadejada a un lado, flácida e inútil, sujeta tan sólo por algunos hilachos de carne. El zombi trastabilló hacia un lado, en apariencia indiferente a lo que acababa de sucederle; seguía concentrado en intentar alcanzar a Víctor con uñas y dientes, dando rabiosas dentelladas al aire.
Javier abrió los ojos tanto como le era posible. La pierna del senderista era un colgajo inservible, pero todavía se apoyaba en la barra de hierro, que había vuelto a su posición vertical por estar trabada entre los músculos de la pantorrilla.
¡Clap!
Entonces lanzó una patada contra el atizador y, esta vez sí, el senderista cayó rápidamente hacia su izquierda, contra el asfalto.
Víctor se retiró, agitando los brazos como si estuviera luchando contra fuerzas invisibles y resoplando pesadamente. Se sentía asqueado, contaminado de alguna forma por haber estado en contacto con aquel repulsivo ser.
—¡Atrás, tío, atrás!
Se alejaron de él, dando pequeños saltitos, hasta que estuvieron a una buena distancia. El senderista luchaba por incorporarse, conseguía ponerse en pie y volvía a caer. Había algo hipnótico en sus movimientos, porque eran descoordinados y erráticos, y pese a ello seguía intentando recuperar el equilibro una y otra vez. La pierna muerta, de la rodilla hacia abajo, colgaba a un lado como una suerte de longaniza obscena.
—Qué mieeeerrrda… —exclamó Javier, con una expresión atónita en el rostro.
Por fin, el senderista pareció recuperar la postura erguida y bípeda; el atizador le servía de improvisada pata de palo. Agitaba los brazos en el aire y los miraba con ansia profunda. Clap, clap. Andaba a pasos cortos, muy cortos, pero volvía a avanzar. Tanto Víctor como Javier retrocedieron unos cuantos pasos más.
—Dios… —exclamó Víctor.
La visión de la pierna, bamboleante, le estaba provocando una aversión importante. Un atisbo de náusea afloró en su estómago, y tuvo que obligarse a apartar la vista.
—¡Dispárale! —dijo Javier, visiblemente excitado.
—No, tío… —contestó Víctor, retrocediendo tanta distancia como el senderista lograba avanzar—. Vamos a irnos. Vamos a seguir por la puta carretera sin más.
—¿Qué? —preguntó Javier, con voz estridente.
—Mírale. No podrá cogernos ni en un millón de años. Vámonos… le perderemos de vista muy pronto.
—Pero… —protestó Javier, y se interrumpió.
Víctor tenía razón. Sólo tenían dos balas, y aquel monstruo parecía ahora un bebé, un bebé que aprende a andar y tiene que dar pasos cortos, buscando el equilibrio con los brazos. Javier sabía que incluso si consiguiera darles alcance bastaría con propinarle un empellón para derribarlo.
Se dieron la vuelta y echaron a andar. Víctor se tomó un momento para trepar a la cabina y recuperar su bolsa de viaje, un voluminoso macuto tan cubierto de roña que su color era ahora un tono oscuro indeterminado. El macuto era lo-másimportante de todo; ahí atesoraba las cintas de vídeo, las cámaras, las notas y el resto del material que había podido ir recuperando desde que la Pandemia Zombi le pillara de improviso, hacía una eternidad, al sur del continente africano.
Por fin, se alejaron cabizbajos y pensativos. Víctor intentó concentrarse en llenar la cabeza con su plan de llegar a Madrid. Tenía la esperanza de olvidar así todo lo que acababa de pasar. Era algo que uno terminaba por aprender, de cualquier modo, si se tenía la más mínima intención de mantener la cordura: vivir cada día según iba viniendo, y al día siguiente, olvidar.
Mientras tanto, las horas pasaban. Antes de que se dieran cuenta, llegaría el atardecer, y después la noche, y para entonces el senderista habría quedado muy atrás. Ninguno volvió la cabeza; no obstante, el sonido regular del atizador —clap, clap, clap— siguió acompañándoles durante mucho, mucho rato.