Introducción
«Síes, 311. Noes, 310». Incluso antes de que los escrutadores anunciaran las cifras, los de los escaños de la oposición sabíamos que el Gobierno laborista de Jim Callaghan había perdido su moción de confianza y tendría que convocar unas elecciones generales. Cuando los cuatro escrutadores regresan para leer el total de los votos recogidos en las antecámaras, los diputados pueden ver qué partido ha ganado de acuerdo con la posición que aquellos adoptan respecto al presidente del Parlamento. En esta ocasión los dos conservadores se encaminaron hacia la izquierda del presidente en el espacio que solían ocupar los whips (látigos, o miembros encargados de hacer observar las consignas del partido) gubernamentales. Hubo un gran estallido de aplausos y risas en los escaños conservadores y nuestros partidarios en las galerías de espectadores gritaron su júbilo nada protocolario. Denis, que observaba los resultados desde la tribuna de la oposición en el hemiciclo de la Cámara, gritó «¡hurra!» y fue debidamente amonestado por uno de los ujieres. En medio del alboroto, sin embargo, se oía el estentóreo tono de oficial de la guardia de Spenser Le Marchant, el diputado conservador por High Peak de 6 pies 6 pulgadas, famoso por su consumo de champán, anunciando el resultado a grandes voces: la primera derrota de este calibre para un gobierno británico desde hacía más de cincuenta años.
Ya sabíamos con anterioridad que los resultados estarían muy reñidos, pero no nos habíamos imaginado hasta qué punto mientras entrábamos y salíamos de las antecámaras. Yo busqué las caras inesperadas que podrían inclinar la balanza. Los whips laboristas se habían esforzado por reunir el puñado de diputados independientes cuyos votos podrían proporcionarles la victoria. Al final, todo dependió de la decisión de un huidizo diputado irlandés, Frank Maguire, que efectivamente acudió al palacio de Westminster, dando esperanzas a los ministros laboristas. La espera antes de que se anunciaran los resultados se llenó de rumores y contrarrumores que atravesaban la Cámara. Parecía interminable. Nuestro whip principal me informó discretamente de su propia previsión. Yo no dije nada y procuré mantenerme inescrutable, seguramente sin éxito. Algunos de los diputados de los escaños laboristas, al enterarse de la llegada del señor Maguire, empezaron a sonreírse en anticipación de su victoria. Pero el señor Maguire había acudido sólo para abstenerse. Y el 28 de marzo de 1979 el Gobierno laborista de James Callaghan, el último Gobierno laborista hasta la fecha, y quizás el último en la Historia, perdió el poder.
Las exequias fueron breves y casi formales. El señor Callaghan informó a la Cámara de que expondría los resultados al país y que se disolvería el Parlamento una vez que se hubieran resuelto los asuntos más esenciales. Respondiendo en nombre de la oposición, dije que colaboraríamos para garantizar una disolución del Parlamento cuanto antes. Los diputados se sintieron invadidos por una ligera sensación de decepción después de toda la emoción. Todos nos dábamos cuenta de que la Cámara de los Comunes por el momento ya no era el centro de los acontecimientos. Las grandes cuestiones de poder y principio se resolverían en otro lugar. Yo me levanté para abandonar la Cámara, y Willie Whitelaw, que con frecuencia podía percibir mi estado de ánimo incluso antes de que yo misma me diera cuenta de cómo era, me rodeó los hombros con el brazo en señal de ánimo.
La reunión del Gabinete en la Sombra (Gobierno que la oposición constituiría de estar en el poder) fue rápida y práctica. Nuestra principal preocupación era impedir que el Gobierno laborista se marcara ningún tanto parlamentario. En especial, nos parecía que de ninguna manera debía haber un balance presupuestario, cualesquiera que fueran los limitados cambios tributarios que hicieran falta para mantener equilibradas las finanzas públicas. Decidimos que una vez que estuviéramos en el poder respetaríamos la promesa del Gobierno laborista de aumentar las pensiones en las cantidades anunciadas por el primer ministro en el debate de confianza. Y decidimos presionar en favor de que se celebraran las elecciones el 26 de abril, la primera fecha posible, sabiendo que los laboristas querrían alargar su agenda con la esperanza de recuperar la moral de su partido. (Al final tuvimos que conformarnos con el 3 de mayo). Después, habiendo concluido nuestros asuntos, celebramos la victoria con una copa y dimos la reunión por terminada.
En el coche, de vuelta a mi casa de Flood Street, Chelsea, con Denis, reflexioné sobre la batalla venidera. Íbamos a tener que luchar, por supuesto, pero salvo que hubiera accidentes, era una lucha que debíamos ganar. La derrota del Gobierno en el debate de confianza simbolizaba una derrota más amplia para la izquierda. Había perdido la confianza de los ciudadanos, además de la del Parlamento. El «invierno del descontento», las diferencias ideológicas dentro del Gobierno, su incapacidad para controlar a sus aliados en el movimiento sindical, una sensación intangible de que en todas partes a los socialistas se les habían acabado las ideas: todo esto creaba un ambiente fin de siécle para la inminente campaña electoral.
El Partido Conservador, por el contrario, había empleado su período en la oposición para la elaboración de un nuevo enfoque de la revitalización de la economía y la nación británicas. No sólo habíamos desarrollado un programa de gobierno completo; también habíamos seguido un aprendizaje en publicidad, aprendiendo a exponer una cuestión compleja y sofisticada con un lenguaje directo, claro y sencillo. Finalmente, habíamos estado defendiendo esa cuestión durante casi cuatro años, con lo cual nuestro orden del día, con suerte, daría una impresión de sentido común familiar a la gente, antes que la de un proyecto loco y radical. En todos estos terrenos yo sentía una seguridad razonable.
Las perspectivas después de una victoria electoral eran otro cantar. Gran Bretaña en 1979 era una nación que había sufrido una buena paliza, con derrotas cada vez más severas a lo largo de los cien años anteriores.
Ninguna teoría de Gobierno ha gozado de una puesta a prueba más justa ni de una experimentación más prolongada en un país democrático que el socialismo democrático en Gran Bretaña. Y sin embargo, resultó ser un fracaso lamentable en todos los aspectos. Lejos de invertir el lento declive relativo de Gran Bretaña respecto de sus principales competidores industriales, lo aceleró. Nos fuimos quedando cada vez más a la zaga, hasta que en 1979 todos nos conocían como «el enfermo de Europa». El empeoramiento relativo de nuestra posición económica se vio disimulado por la creciente opulencia de Occidente en su totalidad. Nosotros, entre otros, no íbamos a dejar de beneficiarnos de la duradera expansión económica del mundo occidental de la posguerra encabezado por los Estados Unidos. Pero aunque nunca hubiéramos estado tan bien, otros —como Alemania, Francia, Italia, Dinamarca— estaban cada vez mejor. Y conforme fueron pasando inexorablemente los años setenta, empezamos a fracasar en términos absolutos además de relativos. Las inyecciones de demanda monetaria, que en los años cincuenta habían provocado una subida de la producción real y una caída del desempleo antes de impulsar una modesta subida de precios, ahora se convertían directamente en altos niveles de inflación sin causar el menor efecto en la producción y el desempleo. Las subvenciones estatales y la dirección de las inversiones generaron industrias cada vez más ineficaces e intereses del capital cada vez más bajos. Se abusaba de las leyes que habían concedido inmunidad protectora a los sindicatos a principios de siglo, utilizándolas para proteger prácticas restrictivas y sobreempleo, para apuntalar huelgas y coaccionar a los trabajadores para que se afiliaran a los sindicatos y participaran en huelgas en contra de sus convicciones. Las ayudas sociales, distribuidas con poca o ninguna consideración de sus consecuencias, fomentaron la ilegalidad, facilitaron el desmoronamiento de las familias y reemplazaron los incentivos para el trabajo y la autosuficiencia por una perversa incitación a la holgazanería y la estafa. La ilusión final —que la intervención del Estado fomentaría la armonía y la solidaridad social o, en lenguaje conservador, «una nación»— se vino abajo en el «invierno del descontento» cuando los muertos se quedaron sin enterrar, los piquetes de los huelguistas no permitían el paso a los hospitales a pacientes gravemente enfermos, y el ánimo social prevalente era de envidia descarnada y hostilidad sin motivos. Curar la enfermedad británica con el socialismo era como intentar curar la leucemia con sanguijuelas.
Se necesitaba otro enfoque, y por razones internacionales, además de las domésticas. La debilitada posición económica de Gran Bretaña significaba que su papel internacional inevitablemente también se vería limitado y coartado. Nuestra vivencia más dolorosa de las circunstancias apuradas del país había sido el fracaso de la expedición de Suez en 1956. Este fue el resultado de nuestra debilidad política y económica antes que un fracaso militar, dado que el Gobierno retiró unas fuerzas victoriosas de la zona del Canal en respuesta a un «asedio a la libra esterlina» fomentado por el Gobierno de los Estados Unidos. Cualesquiera que fueran los detalles de esta derrota, penetró en el alma británica y distorsionó nuestra perspectiva del lugar de Gran Bretaña en el mundo.
Desarrollamos lo que podría denominarse como el «síndrome de Suez»: habiendo exagerado anteriormente nuestra fuerza, ahora exagerábamos nuestra impotencia. A éxitos militares y diplomáticos como la guerra en Borneo —que mantuvo la independencia de antiguas colonias británicas frente a la subversión indonesia, contribuyó a derrocar al dictador antioccidental Sukarno y de esta manera modificó a largo plazo el equilibrio del poder en Asia en nuestro favor— se les rechazó por insignificantes o se les hizo caso omiso. Las derrotas que en realidad eran el resultado de juicios erróneos, como la retirada del Golfo en 1970, eran consideradas como las consecuencias inevitables del declive británico. Y se echaba mano alegremente de empresas dignas de opereta bufa, como la invasión de Anguila llevada a cabo por Harold Wilson en marzo de 1969 (por una vez, «acción policial» parece el término adecuado) para ilustrar la realidad del disminuido poder británico. La verdad —que Gran Bretaña era una potencia media, con una influencia inusual gracias a su distinción histórica, su experta diplomacia y sus versátiles fuerzas militares, pero enormemente debilitada por su declive económico— parecía demasiado complicada para que la entendieran personas sofisticadas. Estaban empeñadas en considerarse a sí mismas como mucho más débiles y despreciables de lo que en realidad eran y rechazaban cualquier consuelo en sentido contrario.
Esto se volvió más peligroso a finales de los setenta debido a que Estados Unidos sufría una crisis moral parecida, como consecuencia de su fracaso en Vietnam. De hecho, puede que el «síndrome de Vietnam» tuviera efectos aún más debilitadores que los de su equivalente en Suez, ya que encarnaba la convicción de que afortunadamente Estados Unidos era incapaz de realizar una intervención extranjera, dado que era casi seguro que una intervención de esta índole iría en detrimento de la moralidad, los pobres de la tierra o las corrientes revolucionarias de la Historia. Maniatados por esta coacción psicológica, y por un Congreso también muy influido por ella, dos presidentes fueron testigos de cómo la Unión Soviética y sus vicarios ampliaban su poder y su influencia en Afganistán, el Sur de África y América Central, por medio de la subversión y la invasión militar. En Europa, una Unión Soviética cada vez más segura de sí misma instalaba misiles ofensivos en sus satélites orientales, fortaleciendo a sus fuerzas convencionales hasta alcanzar niveles muy superiores a los de sus equivalentes en la OTAN. También estaba formando una Marina que le proporcionaría un alcance global.
Una teoría, adoptada tras la caída del comunismo para justificar la política de palomas en la Guerra Fría, mantiene que, dado que la Unión Soviética era comparativamente débil a finales de los ochenta, tras casi una década de reactivación económica y militar de Occidente, sin duda suponía una falsa amenaza a finales de los setenta. Sin entrar en lo absurdo de anteponer un efecto a su causa, la historia de la Unión Soviética desde 1917 hasta hace muy poco tiempo rebate este argumento. La Unión Soviética fue una potencia que deliberadamente se impuso un retraso económico por razones políticas e ideológicas, pero compensándolo con la concentración de recursos en su sector militar y aprovechando el poder que esto le reportaba para obtener más recursos por la fuerza o por una amenaza de fuerza. Arrancaba créditos subvencionados a un Occidente ansioso de paz en épocas de «deshielo» y arrebataba territorios por medio de la subversión y la conquista en períodos de «enfriamiento». Hacia finales de los setenta, Estados Unidos, Gran Bretaña y nuestros aliados europeos se enfrentaban a una Unión Soviética en esta segunda fase agresiva. No estábamos en forma para resistirlo, ni psicológicamente, ni de manera militar o económica.
Desde un punto de vista global, estos tres desafíos —declive económico a largo plazo, los efectos debilitadores del socialismo y la creciente amenaza soviética— suponían una herencia intimidatoria para un nuevo primer ministro. Quizás debía haberme sentido más acobardada de lo que de hecho me sentía mientras volvíamos a Flood Street. Puede que si hubiera podido prever la gran montaña rusa de acontecimientos de los próximos once años, descrita en este volumen, hubiera sentido una mayor aprensión. Perversamente, sin embargo, la emoción que me invadía era de regocijo ante el desafío. Habíamos pensado, hablado, escrito, debatido todas estas cuestiones, y ahora, si todo iba bien en las próximas semanas, por fin tendríamos la oportunidad de vérnoslas con ellas.
Parte de este regocijo provenía del hecho de que hubiera conocido un amplio espectro de mis compatriotas en mis cuatro años como líder de la oposición. Eran mucho mejores de lo que daban a entender las estadísticas: más enérgicos, más independientes, más inquietos ante el declive del país y más preparados que muchos de mis compañeros parlamentarios a la hora de apoyar medidas dolorosas para invertir ese declive. Suscitaríamos más odio, pensaba yo, si renegábamos de nuestras promesas de conservadurismo radical con un giro de 180 grados que si seguíamos resueltamente hacia adelante a través de cualquier ataque que los socialistas lanzaran contra nosotros. Percibía, como aparentemente también había percibido Jim Callaghan en el curso de la campaña, que se había producido un cambio de marea en la sensibilidad política del pueblo británico. Habían renunciado al socialismo —el experimento de treinta años había fracasado claramente— y estaban dispuestos a probar otra cosa. Ese cambio de marea era nuestro mandato.
Y existía otro factor más personal. En una célebre observación, Chatham[1] dijo: «Sé que puedo salvar este país y que nadie más puede». Hubiera resultado presuntuoso por mi parte compararme con Chatham. Pero, para ser sincera, debo reconocer que mi regocijo provenía de una convicción interna parecida.
Mi origen y mi experiencia no eran los de un primer ministro conservador tradicional. Tenía menos posibilidades de depender de una deferencia automática, pero quizás también me sintiera menos intimidada por los riesgos del cambio. Mis compañeros más veteranos, que habían alcanzado su madurez política en la crisis de los treinta, tenían una visión más resignada y pesimista de nuestras posibilidades políticas. Puede que estuvieran demasiado dispuestos a aceptar al Partido Laborista y a los sindicalistas como intérpretes auténticos de los deseos de los ciudadanos. Yo no sentía que necesitara un intérprete para dirigirme a gente que hablara el mismo idioma que yo. Y percibía como una verdadera ventaja el que hubiéramos vivido el mismo tipo de vida[2]. Me parecía que las experiencias que había vivido me habían equipado curiosamente bien para la lucha que me esperaba.
Había crecido en un hogar que no era ni pobre ni acomodado. Teníamos que economizar todos los días a fin de poder disfrutar de algún que otro lujo. En ocasiones se cita el hecho de que mi padre fuera tendero como la base de mi filosofía económica. Así fue —y es— pero su filosofía original comprendía más que simplemente asegurarse de que los ingresos superaran ligeramente a los gastos al final de la semana. Mi padre era un hombre tanto práctico como teórico. Le gustaba relacionar el progreso de nuestra tienda con el complejo romance del comercio internacional, que recurría a gente de todo el mundo para garantizar que una familia de Grantham pudiera tener en su mesa arroz de la India, café de Kenya, azúcar de las Indias Occidentales y especias procedentes de cinco continentes. Antes de haber leído una sola línea de los grandes economistas liberales, sabía por las cuentas de mi padre que el mercado libre era como un enorme y sensible sistema nervioso, que respondía a sucesos y señales en todo el mundo para abastecer a las siempre cambiantes necesidades de los habitantes de diferentes países, de diferentes clases sociales, de religiones distintas, con una especie de benigna indiferencia a su condición. Los gobiernos actuaban sobre un volumen mucho más reducido de información consciente y, por el contrario, eran también «fuerzas ciegas» que andaban dando traspiés en la oscuridad y obstaculizando las operaciones de los mercados, más que mejorándolas. La historia económica de Gran Bretaña en los siguientes cuarenta años confirmó y amplió casi cada punto de la economía práctica de mi padre. De hecho, había sido equipada a una edad temprana con el enfoque mental y los instrumentos de análisis idóneos para reconstruir una economía devastada por el socialismo estatal.
Mi vida, como la de la mayoría de las personas del planeta, se vio transformada por la Segunda Guerra Mundial. En mi caso, debido a que en el transcurso de la guerra estaba en el colegio y posteriormente en la universidad, la transformación fue de índole más bien intelectual que física. Del fracaso de los intentos de apaciguamiento concluí que la agresión debe ser siempre firmemente resistida. ¿Pero, cómo? La victoria final de los aliados me persuadió de que las naciones deben cooperar en defensa de las normas internacionales acordadas si quieren resistir grandes males o conseguir grandes beneficios. Esto es un mero tópico, sin embargo, si los líderes políticos carecen de valor y clarividencia, o —lo que es igualmente importante— si las naciones carecen de fuertes lazos de lealtad común. Las naciones débiles no podrían haber resistido ante Hitler de manera eficaz: de hecho, aquellas naciones que eran débiles no le hicieron frente. Así que de la Segunda Guerra Mundial extraje una lección que distaba mucho de la hostilidad hacia la nación-estado manifestada por algunos estadistas europeos de la posguerra. Mi punto de vista era —y es— que sólo será posible construir un internacionalismo eficaz si lo hacen naciones fuertes que pueden recurrir a la lealtad de sus ciudadanos para defender y hacer respetar las normas civilizadas de conducta internacional. Un internacionalismo que procure suplantar a la nación-estado, sin embargo, pronto se irá a pique ante la realidad de que muy pocas personas están dispuestas a llevar a cabo sacrificios auténticos por él. Por lo tanto, es probable que degenere hasta convertirse en una fórmula para debates interminables y muchas lamentaciones.
Sostenía estas conclusiones de manera muy vacilante al terminar la guerra. Pero se convirtieron en convicciones firmes en los cuarenta y los cincuenta cuando, ante la amenaza soviética, instituciones como la OTAN, que representaban a la cooperación internacional entre naciones-estado fuertes, demostraron ser mucho más eficaces a la hora de resistir esa amenaza que organismos como las Naciones Unidas, que encarnaban un internacionalismo superficialmente más ambicioso, pero, en la realidad, más débil. Mi preocupación en 1979 era que la resistencia de la OTAN ante la última amenaza soviética resultaba mucho menos adecuada de lo que me hubiera gustado, precisamente debido a que la moral nacional en la mayoría de los países miembros de la OTAN, incluida Gran Bretaña, estaba muy hundida. Para resistir ante la Unión Soviética de manera eficaz, primero sería necesario recuperar nuestra propia confianza en nosotros mismos (y, claro está, nuestra potencia militar).
Recordaba un hundimiento de la moral nacional similar durante mis primeros días en la política activa como miembro de los Conservadores Jóvenes, luchando contra el gobierno laborista de 1945-1951. Parece ser que aún queda cierta nostalgia por el período de austeridad. Esto es, en mi opinión, una manera de regodearse en sacrificios de terceros, siempre más llevaderos que el verdadero sacrificio propio. Visto desde lejos, ya sea por un caballero socialista en Whitehall o por un conservador de pura cepa, el socialismo posee una cierta nobleza: sacrificio igual, reparto justo, todos esforzándose juntos. Visto desde abajo, se veía muy diferente. De alguna manera, en un reparto justo las partes siempre acaban siendo pequeñas. Después, alguien tiene que velar por la igualdad; otro tiene que controlar que esta igualdad no dé como resultado mercados negros o favoritismos ocultos; y un tercero tiene que vigilar a los dos primeros para asegurarse de que los administradores de la igualdad no se lleven más de la parte que les corresponda. Todo esto genera un ambiente de envidia y chismorreo. Nadie que haya experimentado la austeridad, que recuerde el Spam[3] y la ropa utilitaria, podría confundir las pequeñas envidias, los reinos de Taifas, la insolidaridad y la simple acritud de aquellos años con idealismo e igualdad. Incluso el desmantelamiento parcial del estado de las libretas de racionamiento a principios de los cincuenta supuso un enorme alivio psicológico para la mayoría.
Recuerdo en especial el ambiente político de aquellos años. Aunque el replanteamiento conservador asociado a Rab Butler y el Departamento Conservador de Investigación tuvieron su importancia a la hora de revitalizar las pretensiones intelectuales del Partido Conservador, se estaba produciendo un replanteamiento algo más robusto y elemental en la base del partido. Nuestra inspiración no era tanto la Carta Industrial de Rab Butler como libros al estilo de la sátira antisocialista de Colm Brogan Our New Masters (Nuestros Nuevos Amos), que se burlaba despiadada y brillantemente de las pretensiones de los socialistas, y el convincente Road to Serfdom (Camino de la servidumbre) de Hayek, dedicado a «los socialistas de todos los partidos». Estos libros no sólo proporcionaban argumentos analíticos vigorosos y claros contra el socialismo, demostrando cómo sus teorías económicas estaban relacionadas con las deprimentes escaseces de nuestras vidas cotidianas de aquellos tiempos, sino que también, gracias a su maravillosa burla de los disparates de los socialistas, nos daban la sensación de que el otro lado simplemente no acabaría ganando. Este es un sentimiento vital en política; erradica derrotas del pasado y construye futuras victorias. A mí me dejó una huella permanente en mi propia personalidad política, convirtiéndome en una optimista a largo plazo en favor de la libre empresa y la libertad, y ayudándome a soportar los desoladores años de supremacía socialista de los sesenta y los setenta.
Fui elegida diputada a la Cámara de los Comunes en representación de Finchley y posteriormente ocupé un cargo en los gobiernos de Harold Macmillan, Alec Douglas-Home y Ted Heath. Disfruté de los primeros años de mi carrera ministerial: fue una educación absorbente tanto en las maneras de Whitehall como en los tecnicismos de la política de pensiones. Pero no podía evitar observar una curiosa discrepancia en el comportamiento de mis compañeros. Lo que decían y lo que hacían parecía existir en dos compartimentos separados. No es que engañaran conscientemente a nadie; de hecho, eran notablemente honrados. Pero aunque manejaban a la perfección el lenguaje de la libre empresa, el antisocialismo y el interés nacional, encaraban los asuntos gubernamentales sobre supuestos muy diferentes respecto al papel del Estado dentro del país y de la nación-estado en el extranjero. Su retórica se inspiraba en ideas generales que les parecían deseables, como la libertad; sus acciones se veían limitadas por ideas generales que consideraban inevitables, como la igualdad.
Al principio, en mi calidad de joven ministra sin experiencia, no tuve más remedio que aceptarlo. Cuando pasamos a la oposición tras las derrotas de 1964 y 1966, me uní a Ted Heath en el replanteamiento de una política de partido que parecía presagiar gran parte de lo que posteriormente acabaríamos llamando thatcherismo. El «Hombre de Selsdon» ganó las elecciones de 1970 con un radical manifiesto conservador[4]. Pero la conversión del partido a su propia filosofía resultó ser tan sólo epidérmica. Tras dos años de lucha en un intento por poner en práctica esta filosofía, el Gobierno de Heath efectuó un giro igual de radical y adoptó un programa de corporativismo, intervención y reflación. Yo tenía mis dudas, pero como ministra primeriza me dediqué fundamentalmente a las principales controversias de mi propio departamento (Educación) y dejé que mis compañeros más experimentados siguieran adelante con sus propias responsabilidades. Sin embargo, esto iba en contra de mis instintos. Quizás debido a esta misma inquietud, observé antes que la mayoría que las mismas políticas adoptadas como concesiones a la realidad también eran las menos exitosas. La política salarial, además de limitar la libertad de las personas, invariablemente suponía el preludio de una explosión salarial. Y ésta era una de muchas. Casi todas las políticas pregonadas por hombres «prácticos» sobre bases «pragmáticas» resultaban finalmente ser muy poco prácticas. Y, sin embargo, esto nunca parecía hacer ninguna mella en su entusiasmo. De hecho, Ted Heath respondió a la derrota de su Gobierno en el tema de la política salarial en las primeras elecciones de 1974 con una propuesta para un plan de gobierno intervencionista aún más ambicioso en las segundas elecciones.
Mientras yo reflexionaba sobre este misterio, Keith Joseph hizo un comentario que me dejó una viva impresión. «Me he vuelto conservador sólo recientemente», dijo, lo que significaba que en sus primeros veinte años en la política, muchos de ellos en la cumbre, había sido una especie de fabiano moderado. Reconocí tanto lo acertado del comentario de Keith como el hecho de que mi caso era sutilmente diferente: yo siempre había sido conservadora por instinto, pero no había logrado desarrollar este instinto dentro un marco coherente de ideas ni en una serie de políticas prácticas para el Gobierno. Y cuanto mayor fuera la rapidez con la que se deshacían las ilusiones de los hombres prácticos ante la embestida de la realidad, más necesario era empezar a desarrollar este marco. Keith y yo creamos el Centro de Estudios Políticos precisamente con este fin.
Con Keith había visto cada vez más claramente que aquello que parecía ser una discusión técnica acerca de la relación entre la reserva de dinero y el índice de precios, en realidad iba directamente al núcleo de la cuestión de cuál debía ser el papel del Gobierno en una sociedad libre. Era tarea del Gobierno establecer un marco de estabilidad —ya fuera estabilidad constitucional, el cumplimiento de la ley, o la estabilidad económica proporcionada por una moneda solvente— dentro del cual las familias y los negocios individuales fueran libres de perseguir sus propios sueños y ambiciones. Teníamos que dejar de decirle a la gente cómo debían ser sus ambiciones y cuál era la manera exacta de hacerlas realidad. Eso dependía de ellos. Las conclusiones a las que llegué encajaban perfectamente con aquellas que mis propios instintos y mi experiencia me señalaban. Pero era consciente de que, por desgracia, muy pocos de mis compañeros del Gabinete en la Sombra y de la Cámara de los Comunes compartían este punto de vista. Sabía que iba a tener que andar con cuidado para convencerles de lo que era necesario y por qué.
Con frecuencia, los años de la oposición habían sido frustrantes, pero al menos me habían dado la oportunidad de comprobar que nuestra política de gobierno reflejaba mis prioridades, y había sido elaborada con suficiente detalle. Habíamos trazado las líneas generales de nuestra política en The Right Approach (El enfoque correcto) en 1976 y The Right Approach to Economy (El enfoque correcto de la economía) al año siguiente. Habíamos acariciado la idea de otros documentos similares, pero al final habíamos optado por los discursos para exponer nuestras propuestas políticas. Detrás de los pronunciamientos públicos había años de trabajo intenso por parte de los grupos políticos, normalmente encabezados por el portavoz principal del Gabinete en la Sombra, cuyas conclusiones eran presentadas ante el Comité Consultivo del Jefe del Partido, tal y como se denominaba formalmente el Gabinete en la Sombra, y en el que se debatían, modificaban, rechazaban o aprobaban las propuestas políticas.
Había tres puntos a los cuales yo había vuelto una y otra vez a lo largo de este período. En primer lugar, todo lo que deseábamos llevar a cabo tenía que encajar con la estrategia global para invertir el declive económico de Gran Bretaña, porque sin poner fin a ese declive no había esperanzas de éxito para los demás objetivos. Esto llevaba al segundo punto: todas las políticas debían ser cuidadosamente presupuestadas y si no se adaptaban a nuestros planes de gasto público, no podían ser aprobadas. Geoffrey Howe y su talentoso equipo de Tesorería en la Sombra revisaron todo en gran detalle a fin de garantizar el cumplimiento de este objetivo. Finalmente, teníamos que subrayar continuamente que, por muy difícil que fuera el camino y por mucho que tardáramos en alcanzar nuestra meta, teníamos la intención de realizar un profundo cambio de dirección. Representábamos un nuevo comienzo, no más de lo mismo.
Yo le pedía al Partido Conservador que tuviera fe en la libertad y en los mercados libres, en un gobierno limitado y una fuerte defensa nacional; sabía que podríamos mantener unido al partido en torno a este programa para la campaña electoral. Pero en los días oscuros que precederían a cualquier éxito palpable yo me vería obligada a luchar para asegurar que esta vez el Gobierno conservador mantuviera la calma. Si fracasábamos, nunca se nos volvería a brindar otra oportunidad.
Estuve absorta en estas reflexiones camino de casa; al llegar hicimos una pequeña celebración familiar y finalmente nos retiramos a descansar. Mi último pensamiento fue: la suerte está echada. Habíamos llevado a cabo todos los preparativos necesarios para las elecciones y para gobernar posteriormente. Si el esfuerzo honrado era la piedra de toque, no fracasaríamos. Al final, sin embargo, el hombre propone y Dios dispone. Puede que mereciéramos el éxito, pero no estaba bajo nuestro control. Perversamente, resultaba un pensamiento reconfortante. Dormí bien.