CAPÍTULO XXVIII



Hombres con salvavidas

La campaña de 1990 para la jefatura del Partido Conservador; antecedentes, desarrollo… y dimisión

ANTECEDENTES DE LA CAMPAÑA DE 1990 PARA LA JEFATURA DEL PARTIDO

En 1975, fui la primera persona que retó, en calidad de candidata a la jefatura del Partido Conservador, a un jefe de partido en el poder, en virtud de unas normas que había implantado sir Alec Douglas-Home, unos diez años antes. Tras presentarme como candidata desconocida, obtuve la jefatura en buena lid. De manera que sería la última persona en quejarme por haber tenido que enfrentarme a un reto a mi propia jefatura. Sin embargo, las circunstancias de 1990, cuando Michael Heseltine me disputó la jefatura, fueron muy diferentes. Yo había ganado tres elecciones generales y no había perdido ninguna, mientras que Ted Heath había perdido tres de cuatro. Yo ostentaba el cargo de primera ministra con once años y medio de ejercicio, mientras que Ted era un jefe de la oposición recién derrotado. Las creencias y las políticas cuya pionera había sido yo en Gran Bretaña estaban contribuyendo a una modificación en la naturaleza de los asuntos internacionales. Además, nuestro país estaba en aquel momento al borde de la guerra en el Golfo.

Por supuesto, la democracia no es algo que respete a las personas, como pudo comprobar mi gran predecesor Winston Churchill, cuando, tras haber dirigido a Gran Bretaña en su lucha suprema contra la tiranía de los nazis y en medio de unas negociaciones cruciales para el orden mundial de la posguerra, fue derrotado en las elecciones generales de 1945. Sin embargo, al menos en su caso fue el pueblo británico el que le retiró del cargo. A mí no se me dio la oportunidad de encontrarme con los votantes; y ellos tampoco pudieron manifestarse en cuanto a mi último mandato, salvo por delegación.

Por acuerdo implícito, los procedimientos de 1965 para la elección del jefe de los tories no estaban destinados a aplicarse cuando el partido estaba en el poder. En teoría, se me tenía que volver a elegir todos los años; no obstante, puesto que nadie más se presentaba, esto era una mera formalidad. Sin embargo, desde que Michael Heseltine se marchó dando un portazo del Gabinete, en el mes de enero de 1986, había venido llevando a cabo una campaña constante, aunque sin declarar, para sustituirme. A medida que los problemas fueron aumentando a finales de 1988 y en 1989, resultó inevitable que se prestara más atención a los detalles precisos del sistema.

Ya he descrito el aumento del descontento político durante el verano y el otoño de 1989. Entre sus causas, la más importante fue la economía, ya que se tuvieron que aplicar unos tipos de interés elevados para poner freno a la inflación que se había generado como resultado de la política de Nigel Lawson, que consistía en ir pisando los pies al marco alemán. Este asunto agravó los que de otro modo hubieran sido unos problemas más manejables, como por ejemplo la agitación en relación con los cargos comunitarios, una herida abierta que el año siguiente se recrudecería considerablemente. También existía un núcleo de oposición a mi punto de vista en cuanto a la Comunidad Europea, aunque este núcleo era muy minoritario. Además, por supuesto, había una serie de diputados de las últimas filas que, por varios motivos idiosincrásicos, estarían encantados de ponerse en mi contra. Incluso se llegó a hablar de que uno de ellos se presentara como candidato para engañar a la oposición, actuando en calidad de pantalla para el verdadero candidato, que no era otro que Michael Heseltine.

De hecho, sir Anthony Meyer decidió plantear un reto, por motivos que él sabría, en 1989, y era necesario que hubiera una contienda. Mark Lennox-Boyd, mi secretario privado parlamentario, George Younger, Ian Gow, Tristan Garel-Jones (ministro de Estado de Asuntos Exteriores), Richard Ryder y Bill Shelton componían mi equipo electoral; con gran discreción identificaron a las personas con quienes podíamos contar, a los indecisos y a los que estaban en nuestra contra. Desempeñaron muy bien su trabajo. Yo misma no hice campaña, y nadie pensaba en serio que debiera hacerlo. Los resultados no fueron en absoluto insatisfactorios. Obtuve 314 votos; sir Anthony Meyer obtuvo 33. Hubo 24 votos nulos y 3 abstenciones. Sin embargo, el proceso había revelado, según me dijo George Younger, cierta medida de insatisfacción.

Por tanto, aumenté el tiempo dedicado en mi agenda a mantener reuniones con los diputados de las últimas filas. Hice más frecuentes mis visitas al salón de té de los Comunes, verdadero centro del cotilleo. También empecé a celebrar reuniones habituales con grupos de diputados de las últimas filas, generalmente reunidos por regiones con el fin de obtener un amplio abanico de puntos de vista. Durante estas reuniones, que por lo general se celebraban en mi despacho de la Cámara, solía pedir a todas las personas que se sentaban alrededor de la mesa que manifestaran su opinión, tomando la palabra al final para responderles, punto por punto. Se hablaba con franqueza desde ambos lados; en una ocasión, uno de estos diputados me dijo que había llegado el momento de mi partida. Quizás no le hice caso, pero sí le escuché.

Sin embargo, ningún debate o la atención prestada a las sensibilidades personales podía compensar la situación política del verano de 1990. Las elevadas facturas correspondientes a los cargos comunitarios causaban ansiedad entre los parlamentarios conservadores respecto a sus escaños. Los tipos de interés y la inflación seguían siendo altos. Las divisiones dentro del grupo parlamentario y del propio Gobierno en cuanto a Europa se agudizaron a medida que fue acelerando el ritmo del programa federalista. Los militantes de base del partido seguían conmigo, como lo demostrarían durante la Conferencia del Partido de 1990; de hecho, quizás su apoyo era más fuerte que nunca. Sin embargo, un número excesivo de mis colegas sentía un desprecio silencioso hacia los miembros fieles del partido, a quienes consideraban como carne de cañón para la organización, desprovistos de un verdadero derecho a mantener opiniones políticas. De hecho, y a pesar de que se les consultó formalmente y de que se manifestaron en enorme medida a mi favor, nadie les escuchó en serio cuando llegó el momento de sellar mi destino.

En lo que a mí respectaba, seguía confiando en que superaríamos aquellas dificultades y ganaríamos las próximas elecciones. Los tipos de interés elevados ya estaban logrando reducir la inflación, con independencia de lo que indicaran los índices que se publicaban en los titulares. Yo me limitaba a esperar que aparecieran indicios que apuntaran a que las fuentes de dinero estaban bien controladas antes de reducir los tipos de interés, y de continuar reduciéndolos aunque aquello implicara una modificación de la paridad en el mecanismo de tipos de cambio. A finales de abril, mantuve mi primera conversación seria con la Policy Unit[69] en relación con las políticas que podrían incluirse en el siguiente programa electoral. Además, aquel verano celebré conversaciones con mis colegas en relación con el establecimiento de grupos de política para el programa electoral. Mi discurso ante la Conferencia del Partido de octubre de 1990 levantaba ligeramente el velo en este sentido, esbozando propuestas correspondientes a la privatización, a los vouchers de formación (esbozando también unos posibles vouchers de educación) y al aumento del número de escuelas subvencionadas. Aún no había decidido cuándo convocaríamos elecciones generales; sin embargo, quería estar lista para el verano de 1991.

También había estado pensando en mi futuro más allá de las siguientes elecciones. Aún quería hacer muchas cosas. De manera más inmediata, teníamos que derrotar a Saddam Hussein y establecer un marco de seguridad duradero para el Golfo. La economía era esencialmente fuerte, pero yo deseaba superar la inflación y la recesión y volver a instaurar un marco estable para el crecimiento. Me parecía que había buenas perspectivas para barrer el comunismo de Europa central y oriental, y para establecer en las nuevas democracias gobiernos limitados al amparo de la ley. Por encima de todo, esperaba ganar la batalla y conseguir la Comunidad Europea que yo deseaba, una donde un estado nacional libre y emprendedor como Gran Bretaña pudiera florecer cómodamente. Sin embargo, sabía también que el marco amplio de las relaciones internacionales que era necesario en el mundo en la época posterior a la Guerra Fría, un marco en que los organismos internacionales como la ONU, el GATT, el FMI, el Banco Mundial, la OTAN y la Conferencia sobre Seguridad y Cooperación en Europa (CSCE) ostentaran la posición predominante mientras que los estados nacionales y el comercio internacional quedaran libres para desarrollar sus actividades en las esferas que les correspondían, no se podía construir en un día. Se trataba de un programa considerable, y a largo plazo.

Mi problema estribaba en la carencia de un sucesor en quien yo pudiera confiar, tanto para asegurar mi legado como para continuar desarrollándolo. Sentía simpatía por John Major, y opinaba que compartía sinceramente mis planteamientos. Sin embargo, era una persona con relativamente poca experiencia, y su tendencia a aceptar la sabiduría convencional me había dado qué pensar. No obstante, y por los motivos que ya he explicado, ningún otro candidato gozó más de mi favor. Con el tiempo, podría aumentar la estatura de John, o quizás aparecería otra persona. En consecuencia, debido tanto a la magnitud de los retos como a mi incertidumbre en cuanto a la sucesión, no deseaba retirarme antes de las siguientes elecciones.

Por otra parte, tampoco pensaba en serio en continuar eternamente. Me parecía que el momento oportuno para marcharme sería unos dos años después de haberse constituido el siguiente Parlamento. Naturalmente, incluso entonces marcharme me causaría pena. Estaba tan llena de energía como siempre; no obstante, aceptaba el hecho de que algún día sería mi deber dejar el Número 10, con independencia de que el electorado lo pidiera o no.

Sin embargo, lo que no me persuadiría a marcharme era el tipo de razonamiento que me planteó Peter Carrington durante una cena que tuvo lugar en su casa, en una tarde de domingo del mes de abril de 1990. Denis no estaba allí: se había marchado a pasar fuera el fin de semana. Peter argumentó que el partido deseaba que yo dejara mi cargo con dignidad y en un momento que yo misma hubiera elegido. Yo interpreté estas palabras como un mensaje en clave: la palabra «dignidad» podría querer sugerir una marcha algo más temprana de la que yo hubiera elegido en otro caso. Sospecho que Peter hablaba en nombre de al menos una sección de las fuerzas tories. Mi propia forma de ver las cosas era que yo me iría cuando llegara el momento oportuno. Hice la reflexión de que, de haberse cumplido los deseos de los grandes del partido tory, yo jamás hubiera llegado a ser jefe del partido, y mucho menos primera ministra. Tampoco tenía el menor interés en las apariencias ni en los oropeles del cargo. Lucharía; y, de ser necesario, moriría luchando por mis creencias durante todo el tiempo que pudiera. La «dignidad» no tenía nada que ver en aquel asunto.

LA DIMISIÓN DE GEOFFREY HOWE

La intranquilidad de los diputados tories de las últimas filas se convirtió en pánico declarado de resultas de las elecciones parciales de Eastbourne, más entrado el mes de octubre. El escaño que anteriormente pertenecía a Ian Gow pasó a los liberales con un margen del 20 por ciento. En cuanto a los sondeos de opinión, tampoco eran muy halagüeños. No era éste un trasfondo muy alegre para la cumbre de Roma, en la que participé durante el fin de semana del 27 y el 28 de octubre. Sin embargo, en el mismo momento en que yo luchaba en solitario en Roma, Geoffrey Howe apareció en la televisión y dijo a Brian Walden que en realidad nosotros no nos oponíamos al principio de una única moneda, implicando que era posible que se me llegara a convencer. Estas palabras fueron o desleales o notablemente estúpidas. En la primera ocasión tras mi regreso, y de forma inevitable, tuve que responder a las Preguntas al primer ministro en relación con sus comentarios. Respondí a las puyas de la oposición diciendo que Geoffrey era «un hombre de mucha talla que no necesitaba que un hombrecito como [Neil Kinnock] le defendiera». Sin embargo, no pude dar mi apoyo a lo que había declarado.

Por otra parte, mis dificultades acababan de empezar. Ahora tenía que presentar ante la Cámara mi informe sobre los resultados de la cumbre de Roma. Insistí debidamente en que «una moneda única no es la política de este Gobierno». Sin embargo, existían dos reservas a esta declaración, que por otra parte me parecía esencial. La primera de estas reservas era que nuestra propia propuesta de moneda paralela o «común» bajo la forma del ecu duro podría evolucionar hacia una moneda única. La segunda era una forma de expresión que los ministros habían dado en usar; que no dejaríamos que «se nos impusiera» una moneda única. Además, era inevitable que se produjeran interpretaciones diferentes en cuanto al significado preciso de aquella expresión oracular. Tales reservas hipotéticas podrían utilizarse por una persona como Geoffrey para mantener abierta la posibilidad de que en algún momento termináramos con una moneda única. No era aquella nuestra intención, y me parecía que había una falta de honradez esencial en esta interpretación. Es probable que fuera la eliminación de este disfraz lo que, en el supuesto de que importara cualquier diferencia individual en cuanto a las políticas, proporcionó el motivo para la dimisión de Geoffrey.

Contesté a las preguntas diciendo que «desde mi punto de vista [el ecu duro] no llegaría a tener un uso generalizado a lo largo y ancho de la Comunidad; posiblemente, su utilización más generalizada sería la correspondiente a transacciones comerciales. Habría muchos que seguirían prefiriendo a su propia moneda». También manifesté mi firme acuerdo con Norman Tebbit cuando planteó el asunto esencial de que «la señal de una moneda única no es sólo que todas las demás monedas tengan que desaparecer, sino también que tiene que desaparecer la facultad de emitir monedas por parte de las demás instituciones». Mi respuesta fue la siguiente: «Este Gobierno cree en la libra esterlina». Y rechacé con energía el concepto Delors de una Europa federal en la cual el Parlamento Europeo sería la Cámara de Diputados, la Comisión su Ejecutivo, y el Consejo de Ministros su Senado. «No, no, no», insistía.

Esta actuación abrió el camino para la dimisión de Geoffrey. El motivo preciso sigue sin estar claro, para él quizás, y para mí sin duda. No sé si él de verdad deseaba una moneda única. Ni entonces ni más tarde, que yo sepa, llegó a manifestar cuál era su posición; sólo dijo cuál no debería ser la mía. Quizás el apoyo entusiasta —abrumador, incluso— que obtuve de los diputados de las últimas filas lo convenció de que tenía que golpear inmediatamente, ya que de otro modo yo llegaría a convencer al Grupo parlamentario para que apoyara la plataforma que yo había planteado anteriormente en Brujas.

A pesar de todo, y con independencia de lo que yo hubiera dicho, antes o después Geoffrey habría mostrado su desacuerdo y se habría manchado. Para entonces, la distancia que nos separaba, al igual que mis disputas con Nigel Lawson, se debía tanto a la antipatía personal como a las diferencias en cuanto a las políticas. Ya he explicado cómo reaccionó Geoffrey cuando le pedí que dejara Asuntos Exteriores. Nunca llegó a entregarse a la jefatura de la Cámara. En el Gabinete era ahora una fuerza obstructiva; en el partido, un centro de resentimiento; en el país, una fuente de división. Además de todo eso, nuestra mutua compañía nos parecía prácticamente intolerable. Me sorprendió la justificación inmediata de su dimisión. Sin embargo, en ciertos sentidos es aún más sorprendente que permaneciera tanto tiempo ocupando una posición que abiertamente le disgustaba y le causaba resentimiento.

El miércoles 31 de octubre no tuve ninguna noticia de Geoffrey. El jueves por la mañana, durante la reunión del Consejo de Ministros, le reconvine, probablemente en exceso, en relación con los preparativos correspondientes al programa legislativo. En aquel momento yo sentía una ligera curiosidad ante lo poco que él tenía que decir. Más tarde, comí en el apartamento, trabajé en mi discurso para el debate sobre la Leal Alocución, celebré una breve reunión con Douglas Hurd en relación con la situación del Golfo, y a continuación me dirigí a la calle Marsham, donde, en los sótanos situados bajo los Ministerios de Energía y de Transportes, se desarrollaban las operaciones de la Unidad de Supervisión del Embargo del Golfo. Llevaba allí poco tiempo cuando me llegó recado de que Geoffrey quería verme con urgencia en el Número 10. Tenía intención de dimitir.

Allí estuve a las seis menos diez de la tarde, para estar presente en lo que resultó ser casi una repetición de la dimisión de Nigel Lawson. Le pedí a Geoffrey que retrasara su decisión hasta la mañana siguiente: yo ya tenía mucho en qué pensar, y sin duda era posible esperar un poco. Sin embargo, el insistió. Dijo que ya había anulado el discurso que tendría que haber pronunciado aquella noche en la Royal Overseas League, y que era inevitable que se filtrara la información. De modo que se redactaron las cartas y se anunció su dimisión.

En cierto sentido, su marcha fue un alivio. Sin embargo, yo no tenía ninguna duda en cuanto al perjuicio que causaría a nivel político. Volverían a empezar todos los dimes y diretes acerca de la candidatura de Michael Heseltine para la jefatura del partido. Salvo yo misma, Geoffrey era el único superviviente del Gabinete de 1979. La prensa no dejaría de insistir con desaprobación en mi longevidad. Era imposible saber cuáles eran los planes del propio Geoffrey. Sin embargo, lo más probable era que no permaneciera en silencio. Era esencial que los cambios en el Gabinete, inevitables tras su partida, reafirmaran mi autoridad y unificaran al partido. Aquello no sería fácil; de hecho, ambos objetivos podrían entrar en conflicto ahora.

No me resultaba posible comentar todo esto con mis asesores de forma inmediata, sin embargo, porque tenía que actuar en calidad de anfitriona en una recepción que se daba en el Número 10 a los Lord’s Taverners, la organización benéfica con que colaboraba Denis. Sin embargo, tan pronto como me fue posible, les dejé y me fui a mi estudio, donde Ken Baker, John Waheham y Alastair Goodlad, que estaba desempeñando las funciones de Tim Renton en su calidad de adjunto al jefe de los whips[70] o jefe de disciplina del grupo parlamentario, se dedicaron a debatir lo que tendría que hacerse.

Yo ya sabía cuál sería mi solución ideal: el regreso de Norman Tebbit al Gabinete, como ministro de Educación. Norman compartía mis puntos de vista sobre Europa, al igual que sobre tantas otras cosas; era duro de pelar, se expresaba bien y era digno de confianza. Hubiera sido un magnífico ministro de Educación, capaz de convencer de su programa al país y de poner la zancadilla al Partido Laborista. No pudimos encontrarle aquella noche, pero establecimos contacto con él al día siguiente (el viernes 2 de noviembre), y acordó venir a hablar del tema. Como me temía, no se dejó convencer. Se había marchado del Gabinete para ocuparse de su mujer, y ese deber tenía precedencia sobre todo lo demás. Me daría desde fuera todo el apoyo que estuviera en sus manos, pero no podía volver a ocupar un cargo en el Gobierno.

Cuando Norman se hubo marchado entró Tim Renton, jefe de los whips, que había regresado a Londres. Sin duda, respiró con alivio cuando se enteró de que Norman no pensaba volver. Ahora insistía en que William Waldegrave —del ala izquierda del partido— debía incorporarse al Gabinete. William era delgado, cerebral y distante, una especie de Norman St. John Stevas sin las bromas, y con aún menos posibilidades de ser un aliado. Sin embargo, jamás cerré el paso a mis Consejos de Ministros a personas de talento por el mero hecho de que no compartieran mi forma de pensar, y no pensaba hacerlo, ni tan siquiera entonces. Le pedí que se hiciera cargo del Ministerio de Sanidad.

No obstante, seguía deseando ver una cara nueva en el Ministerio de Educación, donde las limitaciones de John MacGregor en tanto que portavoz público nos estaban costando muy caro en una esfera de gran importancia. Por tanto, designé a Ken Clarke; una vez más, no era un hombre de mi propio ala del Partido, pero era enérgico y persuasivo, y resultaría muy útil en una reyerta o en unas elecciones. A John MacGregor le pasé al antiguo cargo de Geoffrey, el de jefe de la Cámara. Todos los nombramientos obtuvieron una acogida favorable. A pesar del fracaso de la estrategia que yo hubiera preferido, que hubiera sido conseguir que volviera Norman, mi objetivo de unir al Partido parecía estar teniendo éxito.

Cualquier posibilidad de volver a una situación normal, sin embargo, pronto quedó descartada. Pasé el sábado 3 de noviembre en Chequers, trabajando con mis asesores en mi discurso para la Alocución, que, por supuesto, ahora había adquirido nueva importancia a la luz de la dimisión de Geoffrey. Aquella tarde, Bernard Ingham se puso en contacto telefónico conmigo para leer una carta abierta que Michael Heseltine había dirigido al presidente de su jurisdicción. Aparentemente hablaba de la necesidad de que el Gobierno marcara un nuevo rumbo en cuanto al asunto de Europa. De hecho, suponía el intento de un primer paso en público en la candidatura de Heseltine para la jefatura del partido. Como era de prever, los periódicos del domingo 4 de noviembre estaban llenos de información sobre la jefatura. También reflejaban los resultados de los primeros sondeos de opinión realizados tras la marcha de Geoffrey. Como era de suponer, estos resultados eran malísimos. En uno de los sondeos, el Partido Laborista tenía una ventaja del 21 por ciento. Dediqué el día a trabajar en otro discurso, en este caso sobre el medio ambiente, que tenía que pronunciar el martes, en Ginebra.

Siempre que me resultaba posible, los lunes por la mañana solía reunirme con Ken Baker y el equipo de la Oficina Central para revisar el programa correspondiente a la semana que empezaba. Durante la comida, también solía comentar la situación política con Ken, los encargados de negocios y algunos otros colegas del Gabinete. Aquel lunes, hablamos de casi todo menos de lo que a todos nos preocupaba: si habría o no candidatos para la jefatura del partido.

Este extremo estaba muy lejos de estar claro. Para entonces en la prensa británica era evidente la sensación de que quizás a Michael se le había ido la mano en su carta abierta. Si no se presentaba, se le acusaría de cobardía. Si se presentaba, por otra parte, era probable que perdiera, a pesar del revuelo producido por la marcha de Geoffrey. La mayoría opinaba que hubiera hecho mejor en probar suerte después de unas elecciones generales, elecciones que mis enemigos esperaban y deseaban que yo perdiera.

Estos fueron los antecedentes de la conversación que celebré con Peter Morrison, mi secretario privado parlamentario, y Cranley Onslow, presidente del Comité 1922[71], en la tarde del martes 6 de noviembre, tras una breve visita a Ginebra que efectué para dirigirme a la Conferencia Mundial sobre el Clima. A todos nos preocupaba el hecho de que la especulación en cuanto a la jefatura del Partido estuviera teniendo unos efectos muy negativos, tanto para el Partido en sí como para el Gobierno. Parecía que lo mejor sería intentar llegar al final del asunto y acabar pronto con la campaña previa a la jefatura, si es que había de celebrarse. La correspondiente elección debía tener lugar dentro de los veintiocho días siguientes al inicio del nuevo período parlamentario, pero era el jefe del partido, tras efectuar consultas con el presidente del Comité 1922, quien tenía que decidir la fecha específica. Por tanto, acordamos adelantar la fecha tope para los nombramientos al martes 15 de noviembre, con lo cual la primera votación se celebraría el martes 20 de noviembre. Esto significaba que yo estaría en París, participando en la cumbre de la CSCE, cuando se celebrara la primera votación, si es que llegaba a celebrarse. Naturalmente, el inconveniente de esta fecha consistiría en que yo no estaría en Westminster para reunir apoyo. En cualquier caso, Peter Morrison y yo no teníamos previsto que yo hiciera campaña en mi propio nombre. Tal como salieron las cosas, quizás esta decisión fue equivocada. No obstante, es importante comprender por qué se tomó.

En primer lugar, hubiera sido absurdo que una persona que había ostentado el cargo de primer ministro durante once años y medio —y la jefatura del partido durante quince años— se comportara como si se estuviera presentando por vez primera. Los parlamentario tories me conocían, y conocían mi historial y mis puntos de vista. Si no estaban convencidos en aquel momento, yo podía hacer muy poco para persuadirles. Los primeros ministros pueden intentar encantar a la gente, y asegurarse de escuchar: yo llevaba escuchando semana tras semana las quejas de los parlamentarios, pero en aquel momento no hubiera sido creíble que le dijera a un diputado preocupado con los cargos de la Comunidad que me había convencido con sus palabras y que tenía intención de olvidarme de todo el asunto. Tampoco se me hubiera ocurrido hacerlo. Existían por tanto unos límites estrictos en cuanto a las actividades electorales que hubiera podido realizar para obtener el número máximo de votos. Sin embargo, un oponente como Michael podía prometer cargos a los que no los ostentaban, y también seguridad en los suyos a los que los ostentaban entonces; se beneficiaría de todos los resentimientos de los parlamentarios de las últimas filas.

En segundo lugar, yo opinaba que, al igual que en 1989, la campaña más eficaz sería la desarrollada por otras personas en mi nombre. En mi opinión, Peter Morrison era un miembro experimentado de la Cámara de los Comunes que podría reunir un buen equipo para trabajar para mí. Peter y yo éramos amigos desde que llegó a la Cámara. Fue uno de los primeros diputados de las últimas filas que me instó a presentarme en 1975. Yo sabía que podía fiarme de su lealtad. Desgraciadamente, aquella misma calidad de optimismo tranquilo que hacía de Peter una persona tan eficaz para animarnos a todos no era necesariamente la más conveniente para calcular las intenciones del más escurridizo de los electorados: los parlamentarios del Partido Conservador. Naturalmente, yo también preveía que Peter incluiría a otros pesos pesados en mi equipo, entre ellos George Younger, que tan buena labor había llevado a cabo en 1989.

El debate sobre la Alocución me proporcionaría una oportunidad para renovar mi autoridad y el ímpetu del Gobierno. Por tanto, dediqué unos esfuerzos extraordinarios al discurso. En la fecha en sí (el miércoles 7 de noviembre), me resultó de ayuda aún otro débil ataque por parte de Neil Kinnock, de cuya metamorfosis más reciente como socialista de mercado me mofé con estas palabras: «Al jefe de la oposición le complace hablar del socialismo de la oferta. Sabemos lo que eso significa: los laboristas ofrecerán cualquier cosa que exijan los sindicatos». Sin embargo, también tenía que ocuparme del asunto más delicado de la dimisión de Geoffrey. Y allí había trampas ocultas.

En su carta de dimisión, Geoffrey no especificaba ninguna diferencia importante en cuanto a las políticas entre él y yo. En lugar de esto, se centraba en lo que él describía como «el ambiente que había producido… en Roma el pasado fin de semana, y en la Cámara de los Comunes este martes». Por tanto, me sentía con derecho a recalcar durante mi discurso que «de leer el jefe de la oposición la carta de mi honorable y docto amigo, se vería muy apurado si deseara encontrar cualquier diferencia importante en cuanto a la política europea entre mi honorable y docto amigo y el resto de quienes estamos de este lado».

Esto era verdad, y servía para mis necesidades inmediatas. El debate se desarrolló positivamente. Sin embargo, pronto resultó evidente que a Geoffrey le había indignado mi declaración. Por lo que parecía, opinaba que había puntos de diferencia esencial en cuanto a las políticas entre él y yo, a pesar de que hasta entonces no había logrado manifestar cuáles eran. No alcanzamos nada más que una ligera calma antes de una tempestad política, que no haría sino golpearnos con más fuerza.

Al final de la reunión del Consejo de Ministros del martes 8 de noviembre, dimos el paso poco habitual de interrumpirla para celebrar una sesión política; los funcionarios salieron de la Sala del Consejo. Ken Baker advirtió acerca de la probabilidad de unos resultados muy negativos en las elecciones parciales de Bootle y Bradford North. Las cosas salieron tal como él temía. El peor resultado fue el obtenido en Bradford, donde descendimos hasta el tercer lugar. A primera hora de la mañana siguiente (viernes 9 de noviembre), Ken me llamó por teléfono para comentar estos resultados; como siempre, yo me había quedado levantada hasta tarde para saberlos. Hice de tripas corazón, diciendo que no habían sido peores de lo que esperaba. Sin embargo, fueron bastante malos, y se produjeron en un momento inoportuno.

Lo que de verdad dio que hablar a los comentaristas políticos fue una declaración que hizo Geoffrey aquel día, en la que decía que «a lo largo de los días siguientes buscaría una oportunidad para justificar ante la Cámara de los Comunes los motivos —los de forma, pero también los de fondo— que [le] habían llevado a tomar una decisión tan difícil». Las especulaciones en el sentido de que Michael Heseltine se presentaría fueron en aumento a lo largo del fin de semana, como era natural. De hecho, los asuntos políticos pasaron a una de esas fases nerviosas y febriles en las que los acontecimientos parecen estar dirigiéndose hacia una culminación tremenda pero desconocida, con práctica independencia de los deseos de los actores. Además, yo podía hacer muy poco al respecto. Continué cumpliendo con impasibilidad con el programa previsto para mí dentro de la circunscripción el sábado 10 de noviembre, y durante la ceremonia de la conmemoración del Armisticio, el 11 de noviembre.

El lunes 12 de noviembre, al igual que durante la semana anterior, sólo pensábamos en una cosa durante mi reunión de la mañana para estudiar el programa con Ken Baker y durante la posterior comida con los colegas; y una vez más, y esto es indicativo, ninguno de nosotros deseaba hablar del tema. Nadie sabía qué era lo que Geoffrey diría, ni tan siquiera cuándo lo diría. Sin embargo, jamás un discurso de Geoffrey había causado tanta expectación.

Pronuncié mi propio discurso durante el banquete del alcalde, celebrado aquella noche en el Ayuntamiento de Londres, en un tono intencionadamente desafiante. Sin embargo, las palabras empezaban a fallarme. Utilicé una metáfora del cricket que aquella noche obtuvo una cálida ovación, pero que más tarde se volvería en mi contra:

Sigo en la línea del bateador, aunque últimamente los tiros han sido bastante hostiles. Y por si alguien lo duda, les puedo asegurar que no habrá rebotes, ni juego defensivo, ni intentos de ganar tiempo. Los tiros se van a devolver desde todo el campo.

EMPIEZA LA CAMPAÑA PARA LA JEFATURA DEL PARTIDO

Para entonces, yo sabía que Geoffrey hablaría ante la Cámara sobre su dimisión al día siguiente, martes 13 de noviembre. Por supuesto, yo me quedaría después de haber contestado a las preguntas de la Cámara para escucharlo.

El discurso de Geoffrey fue una actuación poderosa en la Cámara de los Comunes; la más poderosa de su vida política. Si fracasó en su supuesto objetivo de explicar las diferencias sobre las políticas que habían causado su dimisión, logró un éxito en su verdadero objetivo, que consistía en perjudicarme. Fue un discurso frío, forense, ligero en algunos momentos y venenoso. Su rencor, oculto durante tanto tiempo, dotó a las palabras de Geoffrey de una fuerza mayor que la que jamás había logrado. Utilizó en mi contra la metáfora del cricket con la habilidad de un abogado defensor, alegando que mis comentarios anteriores acerca del ecu duro minaban al ministro del Tesoro y al gobernador del Banco de Inglaterra: «Es algo así como enviar a la línea a los primeros bateadores sólo para que, tan pronto como se tengan que enfrentar con los primeros tiros, se den cuenta de que el capitán del equipo les ha roto los bates antes de que empezara el partido». Caricaturizó de manera persuasiva mis razonamientos de principio en contra de la deriva de Europa hacia el federalismo, presentándolos como simples tics de tozudez temperamental. Sus palabras finales —«ha llegado el momento de que otros sometan a consideración su propia reacción ante el trágico conflicto de lealtades con el que quizás he luchado demasiado tiempo»— fueron una invitación abierta a Michael Heseltine para competir en mi contra que electrificó a la Cámara de los Comunes.

Fue una experiencia peculiar la de escuchar esta serie de alegatos, parecida a la del acusado durante el resumen final del fiscal en un proceso capital. En realidad, yo misma compartía con Geoffrey, y en igual medida, el centro de atención. Si el mundo le escuchaba a él, me observaba a mí; y debajo de la máscara de la compostura, yo experimentaba unas emociones turbulentas. No tenía la menor duda de que el discurso me perjudicaba profundamente. Parte de mi mente se dedicaba a realizar los cálculos políticos habituales acerca de cómo deberíamos reaccionar yo y mis colegas ante éste en los pasillos. Michael Heseltine había recibido algo más que una invitación a incluir su nombre en las listas; había recibido también un arma. ¿Cómo podríamos quitarle filo?

Sin embargo, a un nivel más profundo que el del cálculo, yo estaba dolida y conmocionada. Quizás, dada la irritabilidad que había sido moneda corriente durante mis relaciones con Geoffrey en años recientes, era una tontería que el asunto me estuviera afectando tanto. Sin embargo, cualquier malestar que existiera entre nosotros siempre se había manifestado tras las puertas cerradas, a pesar de que en algunas ocasiones se filtrara a las columnas de cotilleo político. En público, siempre le había dado mi enérgico apoyo en todos los cargos que había ostentado. De hecho, el recuerdo de las batallas en las que habíamos luchado juntos desde la oposición y a principios de la década de los ochenta me había llevado a conservarle en el Gabinete como viceprimer ministro cuando, de haber prestado una atención más estrecha a mis propios intereses políticos en cuanto a Europa, los tipos de cambio y toda una multitud de otros temas me habría llevado a sustituirle con una persona más afín a mi forma de pensar.

Sin embargo, a él no le habían afectado de manera similar estos mismos recuerdos. Tras haber experimentado tantos momentos difíciles y haber compartido tantos éxitos, se había dedicado intencionadamente a derribar a una colega política de esta forma tan brutal y pública. ¿Y con qué resultados? Aún no estaba claro qué me depararía el futuro. Fuera lo que fuera, sin embargo, a partir de entonces a Geoffrey Howe no se le recordaría por su firmeza como ministro del Tesoro ni por su habilidad diplomática como ministro de Asuntos Exteriores, sino por su acto final de resentimiento y traición. La misma brillantez con la que manejaba el puñal se encargó de que la personalidad que asesinó fuera en última instancia la suya propia.

Al día siguiente (miércoles 14 de noviembre) Cranley Onslow me llamó por teléfono para decirme que había recibido una notificación oficial de la intención de Michael Heseltine de presentarse para el cargo de jefe del partido. Douglas Hurd propuso entonces mi nombramiento, John Major apoyó la propuesta; todo esto tenía la intención de ser una demostración del apoyo conjunto del Gabinete a mi persona. Rápidamente, Peter Morrison estableció y puso en marcha un equipo de apoyo para mi candidatura, a pesar de que hubo quienes dijeron más tarde que esta metáfora era excesivamente enérgica. Las personalidades clave habían de ser George Younger, Michael Jopling, John Moore, Norman Tebbit y Gerry Neale. A los diputados se les preguntaría discretamente su punto de vista para que supiéramos quiénes nos daban su apoyo, quiénes estaban indecisos y quiénes se nos oponían. Michael Neubert era quien llevaría la cuenta. No se insistiría con quienes se nos oponían, pero en el caso de los indecisos el miembro del equipo que pareciera tener mayores probabilidades de persuadirles les haría una visita.

Se acordó que utilizaría las entrevistas en la prensa como principal plataforma para la presentación de mi caso. Por tanto, en la tarde del jueves 15 de noviembre concedí una entrevista a Michael Jones, del Sunday Times, y a Charles Moore, del Sunday Telegraph. No eludí el tema europeo que se había vuelto a plantear durante el discurso de Geoffrey. De hecho, dije que sería necesario celebrar un referéndum antes de poder hablar de la posibilidad de una moneda única. Este asunto era constitucional, y no meramente económico; no sería correcto no consultar al pueblo directamente.

Cuando se me explicaron los detalles de mi campaña, me parecieron bien. Lamentablemente, no estaba muy claro cuánto tiempo podrían conceder a la campaña algunos de los principales miembros de mi equipo. Peter había abordado a Norman Fowler, que accedió a formar parte del mismo, pero se retiró inmediatamente, alegando su pasada amistad con Geoffrey Howe. George Younger, a punto de acceder a la presidencia del Royal Bank of Scotland, estaba muy atareado con sus asuntos profesionales. También Michael Jopling se retiró. John Moore no siempre estaba en el país. Posteriormente, varios de los más jóvenes de mis partidarios que estaban decididos a que siguiéramos adelante, alarmados ante la dirección que estaba tomando la campaña, se incorporaron como ayudantes y lucharon en todos los frentes. Su ayuda fue bien acogida; pero, ¿por qué se había hecho necesaria? Esto tendría que habernos advertido de lo peligroso de la situación. Sin embargo, la campaña siguió su curso, y yo seguí adelante con el programa que ya tenía plasmado en mi agenda: el viernes 16 de noviembre hice una visita a Irlanda del Norte.

Mientras tanto, la campaña de Michael Heseltine iba viento en popa. Había prometido una revisión fundamental de los cargos comunitarios y hablaba de pasar el coste de ciertos servicios como la educación a los impuestos centrales. Yo ya había observado en la Cámara que esto podría traducirse en 5 peniques adicionales de impuesto sobre la renta, o en considerables reducciones en otros gastos públicos, o en un déficit presupuestario en el momento preciso en que habíamos disfrutado de cuatro años de superávit y habíamos rescatado parte de la deuda.

En aquel momento, remaché el ataque al enfoque de Michael en una entrevista de Simon Jenkins para el Times en la que llamaba la atención sobre los puntos de vista corporativistas e intervencionistas que Michael llevaba mucho tiempo sosteniendo. Esta entrevista se publicó el lunes y fue criticada inmediatamente en algunos círculos, en los que se dijo que era demasiado agresiva. Sin embargo, no había nada ni lo más remotamente personal en la misma. Michael Heseltine y yo estábamos fundamentalmente en desacuerdo en cuanto a todo lo que constituye el núcleo de la política. Se tenía que recordar a los parlamentarios que ésta era una lucha entre dos filosofías, y no sólo entre dos personalidades. El hecho de que se negaran a ver que algo más que sus escaños estaba en juego era un indicio de la frivolidad de todo el asunto.

En la tarde del sábado 17 de noviembre, Denis y yo invitamos a algunos amigos y asesores a cenar en Chequers: Peter Morrison, los Baker, los Wakeham, Alistair McAlpine, Gordon Reece, los Bell, los Neubert, los Neale, John Whittingdale y, por supuesto, Mark y Carol. (George Younger no pudo estar presente porque tenía otro compromiso en Norfolk). Disfrutamos de la cena e inmediatamente después pusimos manos a la obra. Mi equipo me informó de la situación, que según los datos parecía bastante favorable. Peter Morrison me dijo que creía que habría 220 votos a favor, 110 en contra y 40 abstenciones, con lo cual la victoria sería fácil. (Para ganar en la primera vuelta, necesitaría una mayoría de un mínimo del 15 por ciento de las personas con derecho a voto). Incluso si se tenía en cuenta el «factor mentira», las cosas irían bien para mí. Sin embargo, yo no estaba muy convencida, y le dije a Peter: «Me acuerdo que Ted pensaba lo mismo. No te fíes de los números; hay quienes están en las listas de ambas partes». Todos los demás parecían mucho más confiados, y de hecho se dedicaron a comentar lo que se tendría que hacer para unir al partido tras mi victoria. Yo deseaba que no se equivocaran; mi instinto me decía lo contrario.

LA CUMBRE DE LA CSCE EN PARÍS

Al día siguiente, domingo 18 de noviembre, marché a la cumbre de la CSCE en París. Esta marcó el inicio formal —aunque lamentablemente no el real— de aquella nueva era que el presidente Bush denominó un «nuevo orden mundial». En París se tomaron decisiones de largo alcance para dar forma a la Europa posterior a la Guerra Fría que había surgido tras la derrota pacífica del comunismo. Entre estas se incluían unas profundas reducciones por ambas partes en las fuerzas armadas convencionales dentro del marco de la CFE, una «Magna Carta» europea que garantizaba derechos políticos y libertad económica (idea que yo había propugnado de manera especial), y el establecimiento de los mecanismos de la CSCE para fomentar la conciliación, para evitar el conflicto, para facilitar las elecciones libres y para alentar las consultas entre gobiernos y parlamentarios.

Como siempre, celebré una serie de reuniones bilaterales con jefes de Gobierno. El Golfo casi siempre estaba en primer plano durante nuestras conversaciones, aunque mi mente no dejaba de volver a lo que estaría sucediendo en Westminster. El lunes 19 de noviembre desayuné con el presidente Bush, firmé en nombre del Reino Unido el acuerdo histórico para la reducción de fuerzas convencionales en Europa, participé en la primera sesión plenaria de la CSCE y almorcé con los demás dirigentes en el palacio del Elíseo. Aquella tarde pronuncié mi propio discurso ante la cumbre, recordando los beneficios a largo plazo del proceso de Helsinki, recalcando la importancia continuada de los derechos humanos y del imperio de la ley, señalando su estrecha relación con la libertad económica y advirtiendo en contra de cualquier intento de reducir la importancia de la OTAN, que era «el núcleo de la defensa occidental». Hablé más tarde con el secretario general de la ONU sobre la situación en el Golfo, antes de realizar las funciones de anfitriona en una cena que se celebró en la Embajada británica en honor del canciller Kohl.

Un aspecto característico de Helmut Kohl era que, a diferencia de los otros líderes que yo había conocido, iba derecho al grano; en este caso, a la elección para la jefatura del partido. Dijo que era bueno hablar de estos asuntos, en lugar de guardárselos uno en su interior. No había dudado en dedicarme aquella velada como muestra de su apoyo total. Era inimaginable que me quedara sin el cargo.

Dado que el canciller y yo teníamos considerables diferencias de opinión en cuanto al curso futuro de la Comunidad Europea y que con mi marcha desaparecería un obstáculo para sus planes —como de hecho sucedió— éste fue un gesto magnánimo por su parte. En el caso de un político más viperino, hubiera dado por sentado que aquello era meramente un seguro para el caso de mi victoria. Sin embargo, el canciller Kohl, ya fuera en calidad de aliado o de oponente, jamás actuaba de manera tortuosa; por tanto, me emocionaron mucho sus palabras y la cordialidad auténtica de sus sentimientos. Intenté superar mi confusión explicando las peculiaridades del sistema electoral tory para la jefatura del partido, pero me respondió que mis explicaciones no hacían sino confirmar su sospecha de que el sistema era una auténtica locura. Para entonces yo había llegado a la conclusión de que él estaba en lo cierto. Entonces, para mi alivio, la conversación giró hacia las perspectivas para las conferencias intergubernamentales y la unión económica y monetaria, en relación con las cuales el canciller Kohl parecía dispuesto a llegar a ciertos compromisos, al menos en cuanto a los plazos. No sabría decir si se habría derivado algo más de aquello que de las anteriores promesas, pero me gustaría pensar que sí.

Al día siguiente conocería los resultados de la primera votación. Peter me había llamado por teléfono el lunes por la noche, y seguía derrochando confianza. Ya se había dispuesto todo para que viniera a París a darme «las buenas noticias», que le llegarían por teléfono desde el despacho del Whip. También se había acordado exactamente lo que yo haría y diría en el supuesto de casos muy diversos, desde una victoria abrumadora hasta una derrota en la primera vuelta. Como sabía que yo no podía hacer nada más, el martes dediqué todas mis energías a celebrar más reuniones con jefes de Gobierno y al programa de la CSCE. Por la mañana (el martes 20 de noviembre) celebré conversaciones con el presidente Gorbachov, así como con el presidente Mitterrand y con el presidente Ozal, y almorcé con Ruud Lubbers, primer ministro holandés. Después del almuerzo mantuve una conversación con el presidente Zhelev de Bulgaria; me dijo que el presidente Reagan y yo compartíamos el mérito de haber llevado la libertad a Europa oriental, y que nadie lo olvidaría jamás. Quizás nadie sino el dirigente de un país que llevaba décadas bajo la opresión del terror comunista sería capaz de comprender qué era exactamente lo que había sucedido en el mundo, y por qué había sucedido.

La sesión de tarde de la CSCE concluyó a las cuatro y media de la tarde. Después de tomar el té y de comentar los acontecimientos del día con mis asesores, subí a mi habitación de la residencia para arreglarme el pelo. Justo después de las seis, me dirigí a una habitación que se me había reservado para esperar los resultados. Bernard Ingham, Charles Powell, nuestro embajador sir Ewen Fergusson, Crawfie y Peter estaban allí. Peter tenía línea abierta con el Chief Whip, y Charles tenía otra con John Whittingdale en Londres. Yo me senté en un escritorio con la espalda vuelta a la sala, y me puse a trabajar. Aunque entonces no me di cuenta, Charles fue el primero en recibir los resultados. Fuera de mi vista, hizo una señal con el pulgar hacia abajo a las personas que estaban en la sala, pero esperó a que Peter recibiera la información oficial. Entonces pude oír a Peter Morrison recibir la información del despacho del whip. Leyó las cifras: yo había obtenido 204 votos, Michael Heseltine 152, y había 16 abstenciones.

«Los resultados no son tan buenos como había esperado», dijo Peter, demostrando por una vez ser un maestro del eufemismo, mientras me entregaba una nota en la que había apuntado las cifras. Inmediatamente hice los cálculos en mi mente. Había vencido a Michael Heseltine y logrado una clara mayoría en el grupo parlamentario (de hecho, obtuve más votos en la derrota de los que más tarde obtendría John Major en la victoria); sin embargo, no había ganado con un margen suficiente como para evitar una segunda votación. Si hubiera recibido dos votos que en aquel caso habían ido a Michael, le habría vencido con el número necesario. Sin embargo, de poco valía ahora hacer los cálculos precisos en relación con las consecuencias de la falta de un minúsculo elemento. A continuación, se produjo un breve silencio.

Lo rompió Peter Morrison, que intentaba telefonear a la habitación de Douglas Hurd en la residencia; Douglas tenía ocupada la línea, ya que entonces estaba hablando con John Major en Great Stukeley, donde el ministro del Tesoro se estaba recuperando de la extracción de sus muelas del juicio. Unos minutos más tarde establecimos contacto con Douglas, quien inmediatamente vino a verme. No tuve que pedir su apoyo continuado. Declaró que debería presentarme a la segunda votación, y prometió su propio apoyo y el de John Major. Fue fiel a su palabra; me fue muy grato tener a mi lado a un amigo tan leal. Tras haberle dado las gracias, y tras una breve conversación adicional, bajé tal como estaba previsto a reunirme con la prensa y pronunciar mi declaración:

Buenas noches, caballeros. Naturalmente, estoy muy satisfecha de haber obtenido el voto de más de la mitad del grupo parlamentario, y decepcionada ante el hecho de que el resultado no haya sido suficiente para ganar en la primera vuelta, con lo cual confirmo mi intención de presentar mi candidatura para la segunda votación.

A continuación, Douglas dijo lo siguiente:

Quisiera solamente hacer un breve comentario acerca del resultado de la votación. La primera ministra sigue mereciendo mi total apoyo, y lamento que esta lucha destructiva e innecesaria se tenga que prolongar de este modo.

Volví a subir a mi habitación, desde donde efectué varias llamadas telefónicas, entre ellas una a Denis. Había poco que decir. Los peligros eran evidentes, y el teléfono no era el medio adecuado para una franca discusión acerca de lo que se debía hacer. De cualquier manera, todos en Londres sabían por mi declaración que seguiría adelante.

Me quité el traje de lana negra con cuello color tostado y negro que llevaba cuando llegaron las malas noticias. Aunque algo aturdida, quizás estaba menos consternada de lo que habría cabido suponer. La prueba está en que, aunque otras prendas que me traen recuerdos tristes nunca vuelven a ver la luz del día, sigo poniéndome ese traje negro con el cuello color tostado y negro. Sin embargo, en aquella ocasión tenía que vestirme de noche para cenar en el palacio de Versalles; antes de la cena se representaría un ballet. Mandé recado al presidente Mitterrand para advertirle de que llegaría tarde, y pedirle que empezaran sin mí.

Antes de salir para Versalles, pasé a ver a mi vieja amiga Eleanor (antes lady) Glover, en cuya casa de Suiza había pasado tantas horas agradables durante las vacaciones y que había venido desde su apartamento de París para consolarme. Hablamos durante algunos minutos en la salita del embajador. Su doncella, Marta, que estaba con ella, «lo había visto en las cartas». Pensé que quizás sería útil incorporar a Marta al equipo electoral.

A las ocho de la noche salí de la Embajada con Peter Morrison; fuimos en coche a toda velocidad, en un Citroën negro muy grande con escolta, a través de las calles vacías de París, que habían sido despejadas para los presidentes Bush y Gorbachov. Sin embargo, mi mente estaba en Londres. Sabía que nuestra única oportunidad consistiría en que la campaña se llevara a toda marcha y en que se pudiera convencer a todos los que tuvieran posibilidades de apoyarme para luchar por mi causa. Esto se lo recalqué una y otra vez a Peter: «Tenemos que luchar». Unos veinte minutos más tarde llegamos a Versalles, donde el presidente Mitterrand me estaba esperando. «Por supuesto que nunca se nos habría ocurrido empezar sin usted», me dijo el presidente; y con el gran encanto que siempre mostraba, me acompañó al interior como si acabara de ganar unas elecciones en lugar de perderlas a medias.

Será fácil imaginar que no pude centrar toda mi atención en el ballet. Incluso la cena que se celebró a continuación, siempre un acontecimiento memorable en la mesa del presidente Mitterrand, me exigió algo de esfuerzo. La prensa y los fotógrafos nos estaban esperando al salir, y mostraron un especial interés en mi persona. Al observarlo, George y Barbara Bush, que estaban a punto de marcharse, se me unieron rápidamente para que saliera con ellos. Fue aquella una de esas pequeñas acciones amables que nos recuerdan que incluso la política del poder no se basa en el poder solamente.

Desde París ya se estaban efectuando disposiciones para mi regreso a Londres. Yo estaría presente en la ceremonia de la firma del documento final de la cumbre, pero se anularía la rueda de prensa que estaba prevista, con el fin de que pudiera volver a Londres antes. Se había concertado una reunión con Norman Tebbit y John Wakeham para inmediatamente después de mi regreso; más tarde se unirían a ellos Ken Baker, John MacGregor, Tim Renton y Cranley Onslow. Mientras tanto, se habían lanzado tres sondas de opinión. Para mi equipo de campaña, Norman Tebbit evaluaría mi apoyo en el grupo parlamentario; Tim Renton haría lo propio para los whips; y John MacGregor indagaría en el Gabinete. Esta última tarea, de hecho, tendría que haber sido la responsabilidad de John Wakeham, a quien yo había decidido involucrar de manera mucho más estrecha en mi campaña; sin embargo, puesto que se estaba preparando para hacer una declaración pública acerca de la privatización de la energía eléctrica, delegó en John MacGregor.

Ahora sé que éste era el momento en que los otros ministros de Londres se estaban disponiendo a abandonar mi causa. Sin embargo, nada sabía de aquello entonces, cuando me acosté a última hora de aquel martes. Mi primera sospecha acerca de lo que estaba sucediendo me asaltó al día siguiente cuando desde mi despacho privado me dijeron que, en cumplimiento de mi solicitud, habían llamado por teléfono a Peter Lilley —thatcherista declarado a quien yo había designado para suceder a Nick Ridley en Comercio e Industria en el mes de julio de 1990— para pedirle que me ayudara en la redacción de mi discurso para el debate de censura de aquel jueves. Según parecía, Peter había respondido que no veía ninguna utilidad en esto, ya que yo estaba acabada. Viniendo de tal fuente, este comentario me trastornó sobremanera. El asunto iba a ser más difícil de lo que yo había imaginado en mis peores pesadillas.

REGRESO A DOWNING STREET: CONSULTAS

Llegué al Número 10 inmediatamente antes de mediodía del miércoles, 21 de noviembre. Siguiendo la indicación de Peter Morrison, había convenido en que vería a los miembros del Gabinete uno por uno tras mi regreso. Se efectuaron las disposiciones precisas tan pronto como regresé a Londres, donde las apariencias iniciales eran decepcionantes. El personal del Número 10 aplaudió y vitoreó cuando llegué; uno de mis partidarios me había enviado mil rosas rojas; y a medida que el largo día fue transcurriendo, un flujo ininterrumpido de ramos de flores se fue acumulando por los pasillos y las escaleras.

Me dirigí directamente al apartamento para ver a Denis. El afecto jamás melló la sinceridad entre nosotros. Me aconsejó que me retirara. «No sigas, cariño», me dijo. Pero yo sentía que tenía que seguir luchando. Mis amigos y mis partidarios esperaban de mí que luchara, y yo se lo debía mientras existiera una posibilidad de victoria. Pero, ¿la había?

Después de algunos minutos, bajé al estudio con Peter Morrison; al poco rato se nos unieron Norman Tebbit y John Wakeham. Norman compartió conmigo su evaluación. Dijo que era muy difícil saber cómo votarían los parlamentarios, pero que muchos lucharían hasta el final por mí. Mi zona de mayor debilidad estaba entre los ministros del Consejo. El objetivo tenía que ser el de parar los pies a Michael Heseltine, y Norman opinaba que yo tenía todas las posibilidades de hacerlo. Yo a mi vez le hablé con mucha franqueza. Le dije que si me fuera posible ver el fin de la crisis del Golfo y la reducción de la inflación, sería capaz de elegir el momento de mi partida. Desde la perspectiva que proporciona el tiempo, me doy cuenta de que esto no era sino una clave que les aseguraba que yo dimitiría poco después de las siguientes elecciones.

Sin embargo, teníamos que tener en cuenta otras posibilidades. Si Michael Heseltine era una posibilidad impensable, ¿quién sería la persona idónea para cerrarle el paso? Ni Norman ni yo creíamos que Douglas pudiera derrotar a Michael. Además, por mucho que yo admirara la personalidad de Douglas y su capacidad, y por muy agradecida que le estuviera por su lealtad, yo dudaba que pudiera continuar las políticas en las que yo creía. Y aquello era un factor esencial para mí; de hecho, fue la consideración que me llevó a mirar con buenos ojos a John Major. ¿Qué posibilidades tenía él? Si yo me retirara, ¿sería él capaz de ganar? Sus posibilidades, en el mejor de los casos, seguían siendo inciertas. Por tanto, llegué a la conclusión de que la opción correcta era que yo siguiera luchando.

John Wakeham dijo que tendríamos que pensar en la reunión más amplia que estaba a punto de empezar. Tendría que prepararme para el razonamiento de que, si yo luchaba, sufriría una humillación. Era la primera ocasión en la que oiría este razonamiento aquel día, pero no la última. El propio John sentía cierta inclinación a rechazar esta lógica —dijo que uno no podía ser humillado por el hecho de luchar por aquello en lo que uno creía— al menos mientras que este hecho no fuera más que hipotético.

Norman, John, Peter y yo bajamos a continuación a la Sala del Consejo, donde se nos unieron Ken Baker, John MacGregor, Tim Renton, Cranley Onslow y John Moore. Ken abrió la discusión diciendo que la clave del asunto consistía en ver cómo parar a Michael Heseltine. En su opinión, yo era la única persona que podría hacerlo. Douglas Hurd no deseaba el puesto con suficiente fuerza, y en cualquier caso representaba al ala antigua del partido. John Major atraería más apoyo: estaba más cerca de mis puntos de vista y tenía pocos enemigos, pero carecía de experiencia. Ken dijo que dos cosas eran necesarias para mi victoria: mi campaña necesitaba una revisión de primera magnitud, y yo tenía que comprometerme a estudiar de manera radical los cargos comunitarios. Se manifestó en contra de una campaña muy destacada en los medios de comunicación.

A continuación tomó la palabra John MacGregor. Dijo que había sondeado a los ministros del Consejo, quienes a su vez habían consultado con sus viceministros. Añadió que muy pocos tenían pensado modificar su apoyo, pero que el problema subyacente estribaba en que no tenían fe en mi éxito final. Les preocupaba el hecho de que el apoyo hacia mí se estaba erosionando. De hecho, me enteré más tarde de que ésta no era la imagen completa. John MacGregor había hallado que existía una gran minoría de ministros del Consejo cuyo apoyo era dudoso, ya fuera porque de hecho quisieran verme fuera o porque creyeran de verdad que no podría vencer a Michael Heseltine, o porque estuvieran a favor de algún otro candidato. No se creía con libertad para transmitir esta información con franqueza delante de Tim Renton, ni tampoco de Cranley Onslow, y no había logrado ponerse en contacto conmigo para darme esta información con anterioridad. Esto era importante, ya que, de haber conocido yo el estado real de las cosas en un momento anterior de aquel mismo día, quizás nos hubiéramos pensado mejor el asunto antes de solicitar individualmente el apoyo de los ministros del Consejo.

La conversación continuó. Tim Renton presentó una evaluación característicamente desalentadora. Dijo que la Oficina de los whips había recibido muchos mensajes de los diputados de las últimas filas y de los ministros, que decían que yo debería retirarme de la lucha. Dudaban que yo pudiera derrotar a Michael Heseltine, y querían un candidato que pudiera reunir el partido a su alrededor. Dijo que esta tendencia iba empeorando, pero admitió que, puesto que aún faltaban cinco días para la votación, se podría recuperar el apoyo por medio de una campaña mejor planteada y llevada por unos miembros más jóvenes.

Sin embargo, a continuación venía el resto de su mensaje. Dijo que Willie Whitelaw había solicitado verle. A Willie le preocupaba el hecho de que quizás me vería humillada en la segunda votación —era conmovedor ver que a tanta gente parecía preocuparle mi humillación— y le producía temor la posibilidad de que, aunque venciera por un pequeño margen, me resultaría difícil unir al partido. No quería llevar a cabo el papel del «hombre del traje gris». Sin embargo, de solicitársele, vendría a verme «en calidad de amigo».

Cranley Onslow procedió entonces a presentar su evaluación. Dijo que no traía ningún recado del comité en el sentido de que opinaran que me debiera retirar; si acaso, sucedía lo opuesto; pero tampoco deseaban transmitir ningún recado a Michael Heseltine. En efecto, puesto que la votación iba a seguir adelante y el resultado era incierto, el 1922 hacía profesión de neutralidad. Cranley presentó su propio punto de vista en el sentido de que la calidad de una administración Heseltine sería inferior a la de una administración dirigida por mí. En cuanto a los asuntos importantes, no opinaba que Europa fuera el principal: no sería esencial en unas elecciones generales. A la mayoría de la gente le preocupaban los cargos comunitarios, y él esperaba que se pudiera hacer algo sustancial en ese aspecto. Yo intervine para decir que no podía hacer un milagro en cinco días. John MacGregor me dio su apoyo; ahora yo no podía hacer una promesa creíble en cuanto a una revisión radical de los cargos comunitarios, por muy conveniente que pareciera.

John Wakeham dijo que la gran pregunta era si existía un candidato con más posibilidades de derrotar a Michael Heseltine. El no veía indicios en este sentido. Por tanto, todo dependía de un refuerzo a mi campaña, que no podía sino llegar a buen puerto si todos mis colegas luchaban con energía a mi favor. Tanto Ken Baker como John Moore manifestaron sus puntos de vista acerca de las personas a quienes tendría que ganarme. Ken observó que aquellos que temían que no podría ganar eran mis mejores partidarios; personas como Norman Lamont, John Gummer, Michael Howard y Peter Lilley. John Moore recalcó que yo necesitaba un compromiso total por parte de los ministros, especialmente de los viceministros, para lograr el éxito. Norman Tebbit llegó hasta el final. Al igual que Cranley, opinaba que Europa había perdido importancia en tanto que asunto de interés en la campaña para la jefatura del partido; el único otro asunto de política importante eran los cargos comunitarios, donde la promesa de acción por parte de Michael estaba resultando ser especialmente atrayente para los parlamentarios del Noroeste. A pesar de este extremo, sin embargo, Norman manifestó insistentemente que yo podría obtener más votos contra Michael, siempre y cuando mis principales colegas me dieran su apoyo.

El mensaje de la reunión, incluso el procedente de quienes me instaban a seguir luchando, era implícitamente desmoralizador. Aunque jamás había sido derrotada en unas elecciones generales, conservaba el apoyo del partido en el país y acababa de obtener el apoyo de una mayoría del partido en el Parlamento, lo mejor que de mí se podía decir, por lo que parecía, era que estaba mejor situada que otros candidatos para derrotar a Michael Heseltine. Sin embargo, ni tan siquiera esto estaba seguro, ya que quienes con más fuerza me apoyaban dudaban de que pudiera ganar, y otros creían que, incluso si lo lograba, sería incapaz de unir al partido más tarde para las elecciones generales. Además, sobre todo esto flotaba el tan temido asunto de la «humillación», al que con tanta frecuencia se invocaba, en el caso de que yo luchara y saliera derrotada. Levanté la sesión diciendo que reflexionaría sobre todo lo que se había dicho. Mirando hacia atrás, puedo ver que mi decisión se había visto debilitada por estas reuniones. De momento seguía inclinándome por seguir luchando. Sin embargo, me parecía que en realidad la decisión se tomaría en las reuniones que celebraría con mis colegas del Consejo aquella noche.

Antes tendría que redactar mi declaración para la Cámara sobre el resultado de la cumbre de París. Al salir del Número 10 dije a los periodistas reunidos en Downing Street: «Sigo luchando, luchando para ganar»; me resultó interesante ver en las noticias, algo más tarde, que en mi aspecto había mucha más decisión que en mis sentimientos.

La declaración no fue una ocasión fácil, salvo para la oposición. A la gente le interesaban más mis intenciones que mis palabras. Más tarde, regresé a mi despacho en la Cámara, donde me recibió Norman Tebbit. Ya era hora de que empezara a pedir apoyo para mi jefatura directamente. Norman y yo empezamos a hacer una ronda por el salón de té. Jamás había experimentado una atmósfera igual. Una y otra vez, oía lo siguiente: «Michael ya me ha pedido mi voto dos o tres veces; esta es la primera vez que le vemos a usted». Los miembros a los que conocía bien desde hacía muchos años parecían padecer los efectos del sortilegio de la adulación y las promesas de Michael. Al menos, esa fue mi primera reacción. Entonces me di cuenta de que muchos de estos eran partidarios que se quejaban de que no parecía que en mi campaña se estuviera luchando de verdad. Se mostraban desesperados ante nuestro aparente abandono.

Regresé a mi despacho. Para entonces ya no tenía ninguna ilusión en cuanto a lo mal que iban las cosas. Si quería tener alguna esperanza, tendría que dar un giro completo a mi campaña, incluso en aquella fase tardía. Por tanto, pedí a John Wakeham, que yo creía que tenía la autoridad y los conocimientos para hacerlo, que se hiciera con el mando. Dio su conformidad, pero me dijo que necesitaba gente que le apoyara: desde el punto de vista físico, jamás se había recuperado por completo de los efectos de la bomba de Brighton. De manera que se marchó a pedir a Tristan Garel-Jones y Richard Ryder —ambos habían tomado parte muy directamente en la campaña de 1989 para la jefatura del partido— que fueran sus principales lugartenientes. A continuación me entrevisté con Douglas Hurd, y le pedí formalmente que me nominara para la segunda votación. Dio su acuerdo a este extremo, inmediatamente y de buena gana. Acto seguido llamé por teléfono a John Major a su casa de las afueras de Huntingdon. Le dije que había decidido volver a presentarme y que Douglas iba a proponer mi candidatura. Pedí a John que apoyara mi nombramiento. Se produjo un momento de silencio. La vacilación se podía palpar. Sin duda, la extracción de las muelas del juicio le estaba causando problemas a John. A continuación dijo que si era eso lo que yo quería, que lo haría. Más tarde, mientras instaba a mis partidarios a que dieran a John su voto para la jefatura del partido, dije que él no había vacilado. Sin embargo, los dos sabíamos que la verdad era otra.

A continuación me dirigí a Palacio, donde la Reina me había concedido audiencia. Le informé de que me presentaría para la segunda votación, como de hecho aún tenía la intención de hacer. A continuación regresé a mi despacho en la Cámara para entrevistarme con los miembros del Consejo, uno por uno.

LOS PUNTOS DE VISTA DEL CONSEJO

Evidentemente, yo podría haber concentrado mis esfuerzos para la segunda votación con el fin de ganarme directamente a los diputados de las últimas filas. Quizás debería haberlo hecho. Sin embargo, las anteriores reuniones me habían persuadido de que era esencial movilizar a los ministros del Consejo, no sólo para dar su apoyo formal sino también para persuadir a los viceministros y a los diputados de las últimas filas de que me respaldaran. Sin embargo, al pedir su apoyo también me estaba poniendo a su merced. En el supuesto de que un número considerable de colegas del Consejo me negaran su apoyo, más tarde no habría manera de ocultar este hecho. Recordé una queja de Churchill, entonces primer ministro, a su Chief Whip, en el sentido de que los comentarios acerca de su dimisión dentro del Grupo parlamentario —en poco tiempo le sucedería Anthony Eden— estaban minando su autoridad. Sin dicha autoridad, no podría ser un primer ministro eficaz. Del mismo modo, cuando un primer ministro sabe que su Gabinete le ha retirado el apoyo ve su posición fatalmente debilitada. Yo sabía —y estoy segura de que también lo sabían ellos— que no permanecería ni una hora en el Número 10 de Downing Street de buena gana si no contara con auténtica autoridad para gobernar.

Como dije, ya había hablado con Douglas Hurd y John Major, aunque no había pedido su opinión directamente acerca de lo que debería hacer. Ya me había reunido con Cecil Parkinson tras regresar del salón de té. Me dijo que debería seguir en la lucha, que podía contar con su apoyo inequívoco y que la batalla sería dura, pero que yo podía ganar. Nick Ridley, que ya no formaba parte del Consejo pero cuya personalidad más que compensaba este hecho, también me aseguró su apoyo total. Ken Baker dejó claro su compromiso total hacia mi persona. El presidente de la Cámara de los Lores y lord Belstead, jefe de los lores, no eran en realidad actores de importancia en el juego. Y John Wakeham estaba a cargo de mi campaña. A todos los demás los vería en mi despacho de la Cámara de los Comunes.

A lo largo de las dos horas siguientes, aproximadamente, cada ministro del Consejo entró en mi despacho, se sentó delante de mí en el sofá y me manifestó sus puntos de vista. Casi sin excepción, su fórmula era la misma. Decían que personalmente me respaldarían, pero que lamentablemente no creían que yo pudiera ganar.

De hecho, como yo sabía muy bien, habían estado discutiendo acaloradamente lo que tenían que decir en las salas próximas al pasillo de la Sala de Consejo de los Comunes, situadas sobre mi propio despacho. Al igual que todos los políticos en situaciones difíciles, habían decidido qué «postura debían adoptar» y se aferrarían a ella pasara lo que pasara. Al cabo de tres o cuatro entrevistas, casi me sabía de memoria el estribillo. Sin embargo, a pesar de la monotonía de aquella canción, el tono y las reacciones humanas de quienes entraron en mi despacho aquella noche presentaban unos contrastes espectaculares.

Mi primer visitante ministerial ni tan siquiera era miembro del Consejo. Francis Maude, hijo de Angus y ministro de Estado en Asuntos Exteriores, a quien yo consideraba un aliado digno de fiar, me dijo que apoyaba con toda su alma aquellas cosas en las que yo creía, que me apoyaría mientras siguiera allí, pero que no creía que yo pudiera obtener la victoria. Se marchó un tanto trastornado; tampoco me había animado demasiado.

A continuación pasó Ken Clarke. Su actitud era robusta dentro del estilo brutal que ha dado en cultivar: el del amigo sincero. Me dijo que este método para cambiar de primer ministro era una farsa, y que por lo que a él respectaba, estaría dispuesto a darme su apoyo para cinco o diez años más. Sin embargo, la mayoría de los miembros del Consejo opinaban que debería retirarme. De no hacerlo, no sólo perdería sino que experimentaría una «tremenda derrota». De suceder aquello, el partido pasaría a Michael Heseltine y acabaría por dividirse. De manera que debía liberar a Douglas y a John de su obligación hacia mí para que pudieran presentarse, ya que cualquiera de los dos tenía más posibilidades que yo. A continuación, la parte sólida del partido podría reagruparse. En contra de los rumores persistentes, Ken Clarke no amenazó con dimitir en ningún momento.

Peter Lilley, evidentemente inquieto, entró a continuación. De resultas del mensaje que había recibido en París, yo sabía más o menos lo que podría esperar de él. Me anunció, tal como estaba previsto, que me daría su apoyo si me presentaba pero que mi victoria era inconcebible. No se debería permitir que Michael Heseltine se hiciera con la jefatura del partido; de ser así, todos mis logros se verían amenazados. La única manera de evitarlo era dejar paso a John Major.

Naturalmente, yo no había sentido demasiado optimismo en cuanto a Ken Clarke y a Peter Lilley, por motivos bastante diferentes. Sin embargo, había dado por perdido de antemano a mi siguiente visitante, Malcolm Rifkind. Tras la marcha de Geoffrey, Malcolm había sido quizás mi crítico personal más mordaz en el Consejo, y no suavizó sus críticas en esta ocasión. Me dijo sin rodeos que yo no podría ganar, y que o John o Douglas obtendrían mejores resultados. A pesar de todo, ni siquiera Malcolm se manifestó en mi contra. Cuando le pedí si obtendría su apoyo en caso de presentarme, me dijo que se lo tendría que pensar. De hecho, me dio su palabra de que jamás haría campaña en mi contra. Di gracias a Dios para mis adentros por estas pequeñas mercedes.

Tras tanta conmiseración, fue un alivio hablar a Peter Brooke. Como siempre, estuvo encantador, considerado y leal. Me dijo que me daría su pleno apoyo con independencia de lo que yo decidiera hacer. Al estar en Irlanda del Norte, no mantenía un contacto estrecho con la opinión parlamentaria y no podía ofrecer una visión autorizada de mis posibilidades. Sin embargo, opinaba que yo podría ganar si abría fuego en todos los frentes. ¿Qué sucedería si no se abriera fuego en todos los frentes? Esto era algo que yo misma empezaba a plantearme.

Mi siguiente visitante fue Michael Howard, otra estrella ascendente que compartía mis creencias. La versión que Michael presentó en cuanto al tema del Consejo fue mucho más fuerte y más alentadora. Aunque dudaba de mis posibilidades, no sólo me daría su apoyo sino que llevaría a cabo una enérgica campaña en mi nombre.

William Waldegrave, la persona a quien más recientemente había nombrado para el Gabinete, llegó a continuación. William estuvo muy solemne. No podía esperar mucho más de alguien que no compartía mi visión política. Sin embargo, declaró con gran sinceridad que no sería honorable aceptar un puesto en mi Gabinete una semana, y no darme su apoyo tres semanas más tarde. Votaría por mí mientras yo fuera candidata. Sin embargo, tenía malos presentimientos en cuanto al resultado. Sería una catástrofe que las políticas de cabildeo predominaran, lo cual, por supuesto, no era sino otra forma de decir que se debería mantener alejado a Michael Heseltine.

En aquel momento, me entregaron una nota de John Wakeham, que deseaba hablarme urgentemente. Por lo que parecía, la situación era mucho peor de lo que él había creído. Esto no me causó ninguna sorpresa. Desde mi perspectiva, las cosas no tenían un aspecto mucho más halagüeño.

John Gummer entró a continuación. Su postura, a primera vista, no era fácil de prever. Era un europeo apasionado, pero aparentemente compartía conmigo la misma filosofía general de gobierno. De hecho, yo sentía una cierta curiosidad sobre cómo resolvería esta tensión. Sin embargo, repitió la fórmula habitual de que me apoyaría si yo decidía presentarme, pero que como amigo tenía que advertirme que yo no podía ganar, y que por tanto debería retirarme y dejar que se presentaran John y Douglas.

Después de John Gummer pasó Chris Patten. Chris y yo habíamos colaborado durante muchos años, desde cuando él era director del Departamento de Investigación de Partido Conservador y hasta que lo llamé a formar parte del Gabinete en 1989. Sabía manejar las palabras, y quizás este hecho me había convencido con excesiva facilidad de que él y yo siempre las interpretábamos de la misma manera. Sin embargo, era un hombre de izquierdas. Por tanto, me hubiera resultado difícil quejarme cuando me dijo que me apoyaría pero que no podría vencer, y demás.

Incluso en los melodramas se producen intervalos; incluso en Macbeth tiene lugar la escena del portero. A continuación mantuve una breve conversación con Alan Clark, ministro de Estado en el Ministerio de Defensa y amigo galante, que se pasó por mi despacho para darme ánimos y alentarme con el consejo de que debería seguir adelante, costara lo que costara. Lamentablemente, continuó diciendo que debería seguir adelante a pesar de que no tenía posibilidad de ganar, ya que era mejor desaparecer en un resplandor de gloriosa derrota que apagarse silenciosamente. Dado que yo no sentía una especial simpatía por los finales wagnerianos, estas palabras me animaron muy escasamente. Sin embargo, me alegró contar con alguien decididamente a mi favor, incluso en la derrota.

Para entonces, John Wakeham y Ken Baker vinieron a hablarme; las noticias que traían no eran buenas. John me dijo que ahora dudaba que yo pudiera obtener el apoyo del Consejo. Lo que yo había podido oír no sugería que estuviera equivocado. Añadió que había intentado reunir un equipo de campaña pero que no estaba teniendo éxito, ni tan siquiera en eso. Para entonces, yo ya me había dado cuenta de que no estaba tratando con oficiales de caballería del ejército polaco; sin embargo, me sorprendió que ni Tristan Garel-Jones ni Richard Ryder estuvieran dispuestos a actuar en calidad de lugartenientes de John debido a que no creían que yo pudiera ganar.

Tristan Garel-Jones, por supuesto, había trabajado en mi equipo electoral el año anterior, cuando mi posición no se veía seriamente amenazada. No obstante, me consideraba incapaz de sentir una auténtica decepción respecto a él en aquel momento. Su visión de la política conservadora siempre había sido la de que la línea de menor resistencia es el mejor camino, y supongo que se estaba limitando a ser fiel a sus principios. Sin embargo, sentí una fuerte impresión personal además de política al enterarme de que Richard, que había llegado conmigo al Número 10 hacía tantos años en calidad de mi secretario político, y al que yo había hecho ascender con toda la rapidez que la decencia permitía, estaba desertando nada más oír el primer barrunto de metralla.

Ken Baker informó a continuación de que la situación se había deteriorado desde nuestra conversación de aquella mañana. Se había encontrado con entre diez y doce miembros del Consejo que no opinaban que yo pudiera ganar. Y si era eso lo que opinaban, el entusiasmo no sería suficiente para salir vencedores. A pesar de todo, él creía que yo debería continuar. Sin embargo, dejó escapar la sugerencia de Tom King —que yo misma podría oír de los labios de Tom algo más tarde— de que debería prometer retirarme después de las Navidades en el supuesto de que llegara a vencer. La idea era que de esta manera yo podría llevar a su fin la guerra del Golfo. Era algo que yo no podía aceptar; no tendría ninguna autoridad mientras tanto, y necesitaría toda la autoridad posible para las batallas venideras en la Comunidad Europea.

Cuando John y Ken se hubieron marchado, entró Norman Lamont y repitió el estribillo. Dijo que la situación no tenía solución. Todo lo que habíamos logrado en relación con la industria y con Europa correría peligro en el caso de que Michael Heseltine lograra la victoria.

A continuación pasó John MacGregor, y con algo de retraso me informó de que yo carecía de apoyo en el Consejo, información que se había sentido incapaz de transmitirme en un momento anterior del día. También renunció a cualquier originalidad y se ciñó a la fórmula. Tom King dijo lo habitual, aunque con más calor que la mayoría. Añadió la sugerencia insinuada por Ken Baker de que yo debería ofrecer mi renuncia en alguna fecha futura específica. Yo rechacé la sugerencia, pero agradecí la diversión.

En cualquier circunstancia, fue un alivio ver a David Waddington entrar y tomar asiento en el sofá. Era éste un amigo constante, pero, como pronto pude ver, invadido por la más profunda de las turbaciones. Los instintos de David le decían que había que seguir luchando. Para él, el razonamiento de que no se debía uno incorporar a aquella batalla, porque había probabilidades de derrota, no resultaba tan atractivo como para algunos de sus colegas. No era una evasión, ni una amenaza camuflada, ni una manera de abandonar mi causa sin admitirlo. Era un reconocimiento, de mala gana, de la realidad. Sin embargo, en tanto que antiguo Chief Whip —y con qué frecuencia había deseado yo en días recientes que hubiera seguido ostentando ese cargo— sabía que su apoyo para mí en el Consejo se había venido abajo. David dijo que quería que yo ganara y que me apoyaría, pero que no garantizaba una victoria. Salió de mi despacho con lágrimas en los ojos.

La última entrevista fue con Tony Newton, quien, aunque manifiestamente nervioso, casi logró declamar el estribillo acordado. No creía que yo pudiera ganar, etc., etc. Para entonces, tampoco lo creía yo. John Wakeham volvió a entrar, y glosó lo que me había dicho antes. Yo había perdido el apoyo del Consejo. Ni siquiera podía reunir un equipo de campaña creíble. Había llegado el final.

Me sentía descorazonada. Podría haberme resistido ante mis oponentes y mis rivales en potencia, e incluso haberles respetado por el hecho de serlo; pero lo que me dolía era la huida de aquellos a quienes siempre había considerado como amigos y aliados, y las palabras equívocas con las que habían intentado transformar su traición en consejos sinceros y preocupación por mi suerte. Dicté una breve declaración de dimisión para su lectura durante la reunión del Consejo del día siguiente. Sin embargo, dije que volvería al Número 10 para hablar con Denis antes de tomar mi decisión final.

Estaba preparándome para regresar cuando llegó Norman Tebbit con Michael Portillo. Michael era ministro de Estado en el Ministerio de Energía, y ostentaba la responsabilidad correspondiente al gobierno local y a los cargos comunitarios. Era, sin posibilidad de cualquier sospecha, un ardiente defensor de todo lo que nosotros representábamos. Intentó convencerme de que el Consejo estaba interpretando equivocadamente la situación, de que se me estaba engañando y que con una campaña enérgica aún sería posible cambiar las cosas. Con sólo una gota de este espíritu en puestos más altos, la cosa verdaderamente hubiera resultado posible; pero sencillamente allí no se podía encontrar. A continuación, otro grupo leal del Grupo de parlamentarios vino a mi despacho: estaba compuesto por George Gardiner, John Townend, Edward Leigh, Chris Chope y varios otros. Me traían un mensaje parecido al de Michael. Agradecí inmensamente su apoyo y su cordialidad, y les dije que pensaría en lo que debía hacer. Entonces, por fin, regresé al Número 10.

LA DIMISIÓN

Subí a ver a Denis nada más regresar. No había mucho que decir, pero me consoló. Me había dado su propio veredicto anteriormente, y resultó que tenía razón. Después de algunos minutos, bajé a la Sala del Consejo para empezar a trabajar en el discurso que tendría que pronunciar en el debate de Censura del día siguiente. Mi despacho privado ya había elaborado un primer borrador, concebido en unas circunstancias muy distintas. Norman Tebbit y —no sé por qué motivo— John Gummer vinieron a ayudarme. La situación era dolorosa. De cuando en cuando, tenía que secarme alguna lágrima cuando me abrumaba la enormidad de lo que había sucedido.

Mientras trabajábamos hasta altas horas de la noche, Michael Portillo volvió con Michael Forsyth y Michael Fallon, otros dos amigos leales hasta el último momento. No se les permitió verme, ya que estaba ocupada con la redacción del discurso. Sin embargo, cuando me dijeron que se les había dicho que se marcharan, dije que por supuesto que les recibiría, y se les dijo que regresaran. Llegaron alrededor de medianoche, e intentaron en vano convencerme de que no todo estaba perdido.

Antes de acostarme aquella noche, insistí en la importancia de cerciorarse de que los documentos para la propuesta de John Major estuvieran listos para su presentación antes de la fecha límite si de hecho yo me retiraba. Dije que consultaría mi propia dimisión con la almohada, como lo hacía siempre con los asuntos importantes, antes de tomar una decisión final; pero que sería muy difícil prevalecer si los ministros del Gabinete no ponían su corazón en la campaña.

A las siete y media de la mañana siguiente —el jueves 22 de noviembre— llamé por teléfono a Andrew Turnbull para decirle que por fin me había decidido a dimitir. El despacho privado puso en marcha el plan de acción que ya se había acordado para obtener una audiencia con la Reina. Peter Morrison habló por teléfono con Douglas Hurd y John Major para informarles de mi decisión. John Wakeham y Ken Baker también fueron informados. Di mi visto bueno al texto de la nota de prensa que se emitiría más tarde aquella mañana; dediqué media hora a una sesión informativa un tanto desorganizada con Bernard, Charles y John para las preguntas en la Cámara; luego, justo antes de las nueve de la mañana, bajé para presidir mi última reunión del Consejo de Ministros.

Generalmente, los ministros solían hacer corrillos en la antecámara de la sala del Consejo, bromeando y discutiendo. En esta ocasión, reinaba el silencio. Estaban de pie, dando la espalda a la pared y mirando en todas las direcciones salvo la mía. Se produjo un breve retraso: John MacGregor estaba atascado en el tráfico. A continuación, el Gabinete entró en fila india, siempre en silencio, a la Sala del Consejo.

Dije que tenía una declaración que pronunciar. Entonces la leí en alta voz:

Tras efectuar extensas consultas entre mis colegas, he llegado a la conclusión de que la unidad del partido y las perspectivas de triunfo en unas elecciones generales se beneficiarían si yo me retirase, con el fin de permitir que mis colegas del Gabinete presenten su candidatura a la jefatura del partido. Deseo dar las gracias a todas las personas de dentro y fuera del Gabinete que me han entregado su dedicación y su apoyo.

El presidente de la Cámara de los Lores leyó a continuación un elogio de mi persona, que los ministros acordaron constara en las actas de la reunión del Gabinete. Durante gran parte de aquel día y de los días siguientes, me sentía como si estuviera soñando en lugar de experimentar en la realidad todo lo que sucedió. De cuando en cuando, no obstante, me abrumaba la emoción de los sucesos y me deshacía en lágrimas. La lectura del homenaje del presidente de la Cámara de los Lores fue uno de estos momentos difíciles. Cuando él hubo terminado y yo recuperé mi compostura, dije que era esencial que el Gabinete se mantuviera unido para salvaguardar todo aquello en lo que creíamos. Por eso me estaba retirando. El Gabinete debería unirse para dar su apoyo a la persona que tuviera más probabilidades de derrotar a Michael Heseltine. Al retirarme, yo había permitido que se presentaran otras personas que no llevaban la carga de un legado de amargura por parte de los ex ministros que habían sido despedidos. La unidad del partido era esencial. Con independencia de que fueran uno, dos o tres los colegas que se presentaran, era esencial que el Gabinete se mantuviera unido y diera su apoyo a sus favoritos dentro de ese espíritu.

Ken Baker, en nombre del partido, y a continuación Douglas Hurd en su calidad de miembro más antiguo del Gabinete, pronunciaron su propios breves homenajes. Yo ya no podía soportar más palabras de este tipo, ya que temía que perdería mi compostura por completo, y puse fin a la sesión manifestando la esperanza de poder ofrecer al nuevo jefe mi apoyo leal y total. A continuación se produjo un descanso de diez minutos para efectuar llamadas de cortesía a los despachos del presidente de la Cámara, del jefe de la oposición y del jefe del Partido Liberal (no se pudo encontrar a Jim Molyneaus, de los sindicalistas); se hizo pública la correspondiente declaración a las nueve y veinticinco de la mañana.

Acto seguido, la reunión del Gabinete continuó. Fue prácticamente rutinaria. Los asuntos tratados iban desde temas triviales —una reunión del Consejo de ministros de Pesca malograda por incompetencia de la presidencia italiana— a unos asuntos de enorme importancia, como la decisión de aumentar el número de nuestras fuerzas en el Golfo por medio del envío de una segunda brigada armada. De alguna manera, pude llegar al final concentrándome en los detalles y la reunión oficial del Gabinete se terminó alrededor de las diez y cuarto. Sin embargo, invité a los ministros a que siguieran allí un rato. Me causó un gran alivio la posibilidad de mantener una conversación más o menos normal sobre el asunto que ocupaba nuestras mentes, esto es, los posibles resultados de la segunda votación, mientras tomábamos café.

Después de la reunión del Gabinete, firmé misivas personales para los presidentes Bush y Gorbachov, los jefes de gobierno de la Comunidad Europea y del Grupo de los Siete, y también para varios dirigentes de la zona del Golfo. Para entonces, Douglas y John estaban dedicados activamente a la organización de sus campañas, ya que ambos habían optado por presentarse.

Luego me dediqué a redactar un discurso para el debate de aquella tarde. Para entonces, empezaba a sentir que me había quitado un gran peso de encima. Un debate de censura hubiera sido una prueba tremenda de haber seguido adelante con tantos miembros del Gabinete, viceministros y diputados de las últimas filas en mi contra. Sin embargo, ahora que había anunciado mi marcha, volvería a disfrutar del apoyo unido del partido tory. Ahora todo iría como la seda hasta el final. Además, puesto que ésta sería mi última gran actuación parlamentaria en tanto que primer ministro, tomé la decisión de defender los logros de los once últimos años con el mismo espíritu con el que había luchado por ellos.

Tras una breve audiencia con la Reina, regresé al Número 10 para almorzar. Dediqué algunos minutos a tomar una copa con los miembros de mi personal en el estudio. De repente, me di cuenta de que también ellos tenían un futuro en el que pensar, y me vi consolándoles a ellos casi en la misma medida en que ellos intentaban consolarme a mí. Crawfie había empezado a hacer las maletas. Joy estaba clasificando los asuntos pendientes correspondientes al distrito electoral. Denis estaba vaciando su escritorio. Sin embargo, yo tenía más deberes públicos que llevar a cabo. Celebré mi reunión informativa habitual para las preguntas, y a continuación me puse de camino hacia la Cámara pocos minutos antes de las dos y media de la tarde.

FIN DE LA REPRESENTACIÓN

Nadie puede comprender la política británica si no comprende el funcionamiento de la Cámara de los Comunes. La Cámara no es un órgano legislativo cualquiera. En ocasiones especiales, se convierte en el centro casi místico del sentimiento nacional. Tal como lo demostrarán los comentarios aparecidos en la prensa y las reflexiones de quienes estuvieron presentes, no era yo la única que percibía la emoción concentrada de aquella tarde. Además, parecía que esta misma intensidad, mezclada con el sentimiento de alivio por haber llegado al final de mi gran lucha contra unos obstáculos crecientes, prestó alas a mis palabras. A medida que iba respondiendo a las preguntas, mi seguridad fue aumentando poco a poco.

A continuación tomé asiento para recuperar aliento y escuchar el discurso inicial de Neil Kinnock dentro del debate de censura. El señor Kinnock, en todos sus años de jefe de la oposición, jamás me decepcionó. Hasta el final mismo, siempre pronunció las palabras menos apropiadas. En aquella ocasión pronunció un discurso que podría haber valido si yo hubiera anunciado mi intención de presentarme a la segunda votación. Era el habitual discurso rimbombante y partidista. Una concesión a la generosidad que la Cámara suele sentir en tales ocasiones (y que su propio diputado de las últimas filas Dennis Skinner, en absoluto un moderado y con quien yo desde hacía mucho tiempo practicaba la lucha verbal, estaba a punto de manifestar durante una intervención memorable) podría haber explotado la incomodidad que se sentía ir creciendo en los bancos tories. Podría haberme desarmado, haciéndome perder el control de mis emociones, que ya tenía casi perdido. En vez de esto, sin embargo, consiguió llenarnos a mí y a los bancos que me apoyaban de su propia indignación partidista y por tanto intensificó la unidad tory recién recuperada; dadas las circunstancias, el logro fue considerable, aunque perverso.

El discurso que pronuncié a continuación no pasará a los anales por su elocuencia. Cuando se lee su transcripción, resulta ser una enérgica defensa del historial del Gobierno que responde, punto por punto, al ataque de la oposición, y que debe más al Departamento de Investigación del Partido Conservador que a Burke. Sin embargo, para mí, en aquel momento, cada frase formaba parte de mi alegato ante el tribunal de la historia. Era como si estuviera hablando por última vez, y no sólo por última vez en tanto que primer ministro. Y aquel poder de convicción se pudo transmitir y grabar en las mentes de quienes estaban presentes en la Cámara.

Tras las palabras partidistas habituales dirigidas a quienes desde la oposición interrumpían para hacer preguntas molestas, volví a manifestar mis creencias en cuanto a Europa y a reflexionar sobre los cambios enormes que se habían producido en el mundo desde mi llegada al Número 10. Dije:

Hace diez años, la parte oriental de Europa estaba bajo el poder totalitario; sus pueblos no conocían ni derechos ni libertades. En la actualidad, contamos con una Europa donde la democracia, el imperio de la ley y los derechos humanos fundamentales se van extendiendo sobre una zona cada vez más amplia; donde la amenaza a nuestra propia seguridad por parte de las fuerzas convencionales abrumadoras del Pacto de Varsovia ha sido eliminada; donde el Muro de Berlín ha sido derribado, y la Guerra Fría ha llegado a su fin.

Estos cambios enormes no se han producido por casualidad. Han sido logrados por medio de la fuerza y la resolución en la defensa, y por una negativa a dejarse intimidar. Nadie en Europa del Este cree que sus países serían libres si no fuera por aquellos gobiernos occidentales que estaban dispuestos a defender la libertad, y que mantuvieron viva la esperanza de que algún día también la Europa del Este sería libre.

Mis reflexiones finales se centraron en las guerras de las Malvinas y del Golfo; esta segunda era la guerra que entonces nos estábamos disponiendo a librar.

Hay otra cosa que se puede sentir. Es la sensación del destino de este país: los siglos de historia y experiencia que aseguran que, cuando se deben defender los principios, cuando se ha de apoyar al bien y de vencer al mal, Gran Bretaña empuñará las armas. El hecho de que quienes estamos en este bando nunca hayamos dudado ante las decisiones difíciles hace que hoy esta Cámara y este país puedan confiar en este Gobierno.

Tal fue mi defensa del historial del Gobierno que yo había encabezado durante once años y medio, al que había llevado a la victoria en tres elecciones, que había sido el pionero de la nueva ola de libertad económica que estaba transformando a los países desde el este de Europa hasta Australasia, que había devuelto a Gran Bretaña su reputación en tanto que fuerza con la que se tenía que contar a nivel internacional, y que en el momento mismo en que nuestra victoria histórica en la Guerra Fría se estaba ratificando en la Conferencia de París había decidido prescindir de mis servicios. Me senté entre los vítores de mis colegas, comprometidos o no, aliados u oponentes, valientes o timoratos; y, con estos vítores resonando en mis oídos, empecé a pensar en lo que haría a partir de entonces.

LA DESPEDIDA

Sin embargo, aún me quedaba un deber por llevar a cabo, y éste era el de cerciorarme de que John Major fuera mi sucesor. Yo quería —necesitaba, quizás— creer que era el hombre adecuado para asegurar y salvaguardar mi legado y llevar adelante nuestra política. Así que sentí malestar cuando me enteré de que algunos de mis amigos estaban pensando en votar por Michael Heseltine. Desconfiaban del papel que habían tenido en mi caída ciertas personas que apoyaban a John Major, tales como Richard Ryder, Peter Lilley, Francis Maude y Norman Lamont. También opinaban que Michael Heseltine, a pesar de sus defectos, era un peso pesado que podía hacer sentir su presencia en una sala tal como le corresponde hacerlo a un mandatario. Yo hice todo lo posible para hacerles cambiar de opinión, no sólo durante el transcurso de conversaciones privadas, sino también durante el almuerzo que celebré el lunes para las personas que me apoyaban. En la mayoría de los casos, obtuve resultados positivos.

Antes de ese momento, no obstante, tenía que viajar a Chequers para pasar mi último fin de semana allí. Llegué a Chequers el sábado por la tarde, tras emprender el viaje después de un almuerzo íntimo muy animado que compartí con mi familia y algunos amigos en el Número 10. El domingo por la mañana Denis y yo fuimos a la iglesia, mientras que Crawfie llenaba un Range Rover de sombreros, libros, y una enorme variedad de pertenencias personales que había que transportar a nuestra casa de Dulwich. Gersons se llevó nuestras pertenencias más voluminosas. Denis y yo compartimos un aperitivo con el personal de Chequers para despedirnos de ellos y agradecerles toda su amabilidad demostrada a lo largo de los años. Había disfrutado mucho con Chequers y sabía que lo echaría de menos. Decidí recorrer las habitaciones una última vez, y así lo hice, acompañada de Denis, mientras se iba apagando aquella tarde de invierno.

Desde el momento en que hube anunciado mi dimisión, el interés público, como es natural, se centró en la identidad de mi sucesor. Como ya he dicho, hice todo lo posible para lograr apoyo para John sin decir en público que yo deseaba que ganara. Más o menos a partir de este momento, no obstante, pude observar que había una cierta ambigüedad en su postura. Por una parte, era comprensible su preocupación por atraerse a las personas que me apoyaban. Por la otra, su campaña deseaba recalcar que John era una persona independiente. Una broma sobre mis habilidades con el «mando a distancia» —hecha en el contexto de los comentarios acerca del Golfo— causó un revuelo de preocupación entre los seguidores de Major. Lamentablemente, esta sería la forma que tomaría el porvenir.

No obstante, me produjo auténtico deleite el resultado cuando lo conocí: John Major, 185 votos; Michael Heseltine, 131; y Douglas Hurd, 56. Desde el punto de vista oficial, a John le faltaban dos votos; sin embargo, a los pocos minutos Douglas y Michael anunciaron que le darían su apoyo en la tercera votación. Era de hecho el nuevo primer ministro. Yo le di la enhorabuena y me uní a la fiesta en el Número 10. Sin embargo, no me quedé mucho tiempo: ésta era su noche, no la mía.

El miércoles 28 de noviembre fue mi último día como primera ministra. El equipaje estaba prácticamente hecho. A primera hora de aquella mañana, bajé de mi apartamento al estudio por última vez para comprobar que no se nos olvidaba nada. Me produjo una fuerte sensación ver que no podía entrar, porque ya se había retirado la llave de mi llavero. A las nueve y diez, bajé a la entrada principal. (Tenía que estar en Palacio poco después para mi última audiencia con la Reina). Al igual que en el día de mi llegada, todo el personal del Número 10 estaba reunido allí. Estreché las manos de mis secretarios privados y de aquellas otras personas que tan bien había llegado a conocer a lo largo de los años. Algunas de ellas lloraban. Intenté retener mis propias lágrimas, pero empezaron a correr tan pronto como crucé el vestíbulo pasando al lado de quienes me aplaudían cuando dejaba mi cargo, de la misma manera que me habían recibido once años y medio antes, cuando tomé posesión del mismo.

Antes de salir, y flanqueada por Denis y Mark, me paré un momento para poner en orden mis pensamientos. Crawfie me borró una mancha de rímel que había en mi mejilla, huella evidente de una lágrima que yo no había podido retener. Se abrió la puerta, dejándonos a la vista de la prensa y los fotógrafos. Salí y me coloqué ante el grupo de micrófonos, y leí una breve declaración que acababa como sigue:

Ha llegado el momento de iniciar un nuevo capítulo, y yo le deseo a John Major toda la suerte del mundo. Contará con una ayuda espléndida, y tiene todas las características distintivas de un gran primer ministro, que estoy segura que es lo que en breve será.

Saludé y entré en el coche con Denis a mi lado, donde siempre ha estado; y el automóvil nos llevó a través de la prensa, de la policía y de las altas verjas negras de Downing Street; lejos de las carpetas rojas de documentos oficiales y las preguntas parlamentarias, de las cumbres y las conferencias del partido, de los presupuestos y las comunicaciones, de los salones de gala y de los teléfonos confidenciales, y hacia el destino desconocido que el futuro pudiera deparar.