CAPÍTULO XXVII



No era momento de indecisiones

La respuesta a la invasión de Kuwait por parte de Irak en 1990

ACONTECIMIENTOS EN ASPEN

La mañana del miércoles 1 de agosto de 1990 mi equipo y yo despegamos de Heathrow en un VC10 rumbo a Aspen, Colorado. Estaba previsto que el presidente inaugurara la Conferencia del Aspen Institute el jueves, y que yo la clausurara el domingo. Había salido temprano con el fin de asistir a la conferencia del presidente. En el momento de mi partida ya sabía que los iraquíes estaban movilizando tropas hacia la frontera con Kuwait. Las negociaciones entre Irak y Kuwait que se habían estado celebrando en Jeddah se habían interrumpido aquel día, pero teníamos entendido que se reanudarían. Por lo tanto parecía que la acción militar iraquí era un caso de simples amenazas. Pronto descubrimos que no era así. A las 2 de la mañana (hora kuwaití) del jueves 2 de agosto Irak llevó a cabo una invasión militar a gran escala, aunque sostenía que se trataba de un golpe de Estado interno, y asumió el control absoluto.

Una hora más tarde (a última hora de la tarde del miércoles, hora de Colorado) Charles Powell me llamó por teléfono desde su hotel para darme la noticia y decidí ordenar inmediatamente a dos barcos en Penang y Mombasa, ambos a una distancia de una semana de navegación, que se dirigieran hacia el Golfo mientras se iba desarrollando la situación. Ya teníamos un barco de la patrulla de Armilla en el Golfo: el HMS York, en Dubai. A la mañana siguiente, nada más levantarme, recibí una nota de Charles sobre los últimos acontecimientos. Evidentemente, los demás Gobiernos árabes estaban igual de desconcertados. La Liga Árabe de ministros de Asuntos Exteriores que se encontraba reunida en El Cairo no había logrado un acuerdo sobre una declaración. El rey Hussein intentaba justificar la acción iraquí diciendo que los kuwaitíes habían creado dificultades innecesarias. Las familias que ostentaban el poder en el Golfo estaban alarmadas. Con fuerte apoyo británico, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas aprobó una resolución condenando a Irak por su acción e instando a una retirada total y a unas negociaciones inmediatas. En Londres, Douglas Hurd, como excelente profesional que era, había ordenado la congelación de los activos kuwaitíes en Gran Bretaña, ya que los iraquíes, desgraciadamente, sólo tenían deudas. La cuestión inmediata entonces era si Saddam Hussein cruzaría la frontera y tomaría los campos de petróleo de Arabia Saudí. Esto sin duda era importante, pero yo estaba convencida desde el principio de que aquello no debía distraernos de la urgencia de sacar a Saddam Hussein del territorio que ya había conquistado en un acto de agresión ilegal.

Mientras sucedía todo esto yo estaba en el ala de huéspedes del rancho del embajador Henry Catto. Leí la nota de Charles, escuché las noticias y salí a dar un paseo para ordenar mis pensamientos. A la vuelta me esperaban Charles y sir Antony Acland, nuestro embajador. La Casa Blanca nos informó que el presidente Bush mantenía su viaje a Aspen, y que llegaría en el transcurso de la mañana. Como es mi costumbre, repasé el problema entero con ellos y al final había definido los dos puntos principales. Cuando llegó el momento de reunirme con el presidente en la parte principal del rancho, tenía bastante claro lo que teníamos que hacer.

Afortunadamente, el presidente empezó por preguntarme qué pensaba yo. Le expuse mis conclusiones en los términos más claros y directos. En primer lugar, que jamás hay que hacer concesiones a los agresores. Eso ya lo habíamos aprendimos en carne propia en los años 30. En segundo lugar, que, si Saddam Hussein lograba cruzar la frontera con Arabia Saudí podía seguir hasta alcanzar el Golfo en cuestión de días. En ese caso controlaría el 65 por ciento de las reservas mundiales de petróleo, y podría chantajearnos a todos. Por lo tanto, no sólo teníamos que movernos para impedir la agresión, sino que también debíamos hacerlo con rapidez.

Al establecer estos dos puntos me parecía que la experiencia, además de la intuición, me permitían confiar en mi propio juicio. Estaba, naturalmente, la experiencia enormemente valiosa de haber sido primera ministra durante la guerra de las Malvinas. Mis visitas al Golfo también me habían permitido establecer lazos de confianza con los dirigentes de muchos de aquellos Estados, que con frecuencia tenían vínculos más estrechos con Gran Bretaña que con Estados Unidos. Entendía sus problemas y podía calibrar sus reacciones.

El presidente Bush me escuchó, y después me informó de que había estado hablando con el presidente Mubarak y el rey Hussein. El mensaje que había recibido era que Estados Unidos debía permanecer en calma y darles una oportunidad a los árabes para que encontraran una solución. Él dijo que aquello estaba muy bien, pero que también tenía que incluir la retirada de los iraquíes y la restauración del Gobierno legal de Kuwait. Mientras tanto, había autorizado un boicoteo a los productos iraquíes, la interrupción de los créditos y la congelación de activos iraquíes y kuwaitíes. También había dado instrucciones a barcos de la Flota norteamericana para que se trasladaran en dirección Norte desde el océano índico hacia el Golfo, aunque por el momento estaban bloqueados por el mal estado de la mar.

Pasamos a debatir qué era lo debíamos hacer a continuación. Dije que si Saddam Hussein no se retiraba, el Consejo de Seguridad tendría que imponer un embargo total. Sin embargo, sólo resultaría eficaz si todo el mundo lo acataba. Sería necesario cerrar los oleoductos que atravesaban Turquía y Arabia Saudí, por medio de los cuales Irak exportaba la mayor parte de su petróleo. No serían decisiones fáciles. Arabia Saudí, en especial, podía temer que Irak aprovechara una acción de este tipo como excusa para atacarla. Podíamos enviar tropas para que protegieran a Arabia Saudí, pero sólo a petición expresa del Rey. (De hecho, unos días después, el secretario de Defensa de los Estados Unidos, Dick Cheney, viajó a Arabia Saudí para tratar precisamente ese tema con el Rey).

En aquel momento avisaron al presidente Bush de que el presidente de Yemen quería hablar con él por teléfono. Antes de que el presidente atendiera la llamada, le recordé que Yemen, miembro provisional del Consejo de Seguridad, no había respaldado la resolución que exigía la retirada de las fuerzas iraquíes de Kuwait. Resultó que el presidente de Yemen también quería tiempo para lograr una solución árabe. El presidente Bush le dijo que para que se pudiera aceptar esa «solución», ésta debía incluir la retirada de las fuerzas iraquíes y el regreso del Gobierno legítimo de Kuwait. El presidente de Yemen aparentemente le contestó comparando lo ocurrido en Kuwait con la intervención estadounidense en Granada, lo cual naturalmente irritó a George Bush. A su regreso, el presidente Bush y yo coincidimos en que todo aquello no parecía demasiado prometedor. A continuación dimos una conferencia de prensa. Preguntaron al presidente si excluía el uso de la fuerza. Contestó que no, una declaración que la prensa entendió como un fortalecimiento de su posición contra Saddam Hussein. Pero a mí no me había parecido débil en ningún momento.

Ya había empezado la avalancha de telegramas que me informaban de las reacciones a la invasión. La evaluación que hacía el Gabinete era que el ataque contra Arabia Saudí no parecía inminente, dado que probablemente hiciera falta una semana para reunir a las fuerzas necesarias. A mi modo de ver aquello aumentaba la necesidad de una acción inmediata y contundente, en lugar de reducirla.

Resulta comprensible que en aquellos momentos sólo dedicara la mitad de mi atención al programa de actividades que se me había organizado. Dicho esto, me fascinó lo que vi. El viernes fue un día de presentaciones y debates sobre ciencia, medio ambiente y defensa, salpicado de noticias sobre lo que estaba sucediendo en la crisis que atenazaba a la comunidad internacional. Estaba hablando con los jóvenes científicos que trabajan en las Instalaciones de Pruebas Nacionales del SDI en Falcon, cuando me avisaron de que me llamaba el presidente Bush por teléfono. Me dio la buena noticia de que el presidente Ozal de Turquía había declarado que tomaría medidas para cortar el petróleo iraquí que atravesaba el oleoducto turco. No me sorprendió. En mis dos visitas a Turquía me había impresionado mucho la inflexibilidad del presidente. También me había impactado la importancia estratégica del país. Como estado laico pero predominantemente musulmán con un gran ejército, mirando en dirección al Oeste hacia Europa, pero lindando también con Oriente Medio, Turquía sería un importante baluarte frente al agresivo fundamentalismo islámico u otras manifestaciones de nacionalismo revolucionario árabe, como el de Saddam Hussein.

Después del almuerzo fui en helicóptero al Centro Estratégico de Control de Defensa Aérea en el Monte Cheyenne, que controla todos los satélites en órbita. De nuevo sentí admiración por la sofisticación de los logros científicos y tecnológicos de Estados Unidos. Desde aquella montaña hueca el país podía observar el espacio más lejano con fines militares y científicos. Dos días más tarde el general a cargo de la operación me informó de que habían observado que los soviéticos acababan de situar dos satélites sobre el extremo norte del Golfo. Era una señal de gran utilidad respecto a su implicación.

El sábado por la mañana hablé por teléfono con el presidente Mitterrand. Al igual que en la cuestión de las Malvinas, adoptó una posición de fuerza: a pesar de un discurso de inspiración equivocada en las Naciones Unidas, en el que intentaba vincular una solución a la crisis del Golfo con las demás cuestiones de Oriente Medio, el presidente Mitterrand y Francia demostraron a lo largo de la crisis que eran el único país europeo, aparte del nuestro, con valor para luchar.

Ya he descrito el discurso que pronuncié el domingo por la mañana en el Instituto Aspen. Aunque trataba de asuntos internacionales más generales, incluí una sección sobre el Golfo. Decía lo siguiente:

La invasión de Kuwait por parte de Irak es un desafío a todos los principios que representan las Naciones Unidas. Si permitimos que triunfe, ningún país pequeño podrá volver a sentirse seguro. La ley de la selva reemplazaría al peso de la Ley.

Las Naciones Unidas deben reivindicar su autoridad y aplicar un embargo económico total, a no ser que Irak se retire sin demora. Tanto Estados Unidos como Europa apoyan esto. Pero para ser plenamente efectivo debe recibir el apoyo colectivo de todos los miembros de las Naciones Unidas. Todos tienen que comprometerse porque está en juego un principio vital: jamás debe permitirse que un agresor se salga con la suya.

Dirigí mi atención a los próximos pasos prácticos que podíamos dar para ejercer presión sobre Irak. Los países de la Comunidad Europea habían acordado apoyar un embargo económico y comercial completo a Irak. Pero la cuestión crucial era el tema de las exportaciones de petróleo de Irak y la voluntad de Turquía y de Arabia Saudí de impedirlas. Los norteamericanos aún albergaban dudas sobre la actuación de Turquía y Arabia Saudí. Yo tenía más confianza. Pero aquellas dudas aumentaban la importancia de recurrir a otras medidas que tuvieran una efectividad aún mayor. Di instrucciones al Ministerio de Asuntos Exteriores para que prepararan los planes para un bloqueo naval en el noreste del Mediterráneo, el Mar Rojo y el norte del Golfo, a fin de interceptar cargamentos de petróleo iraquí y kuwaití. También pedí que se tuvieran en cuenta unas garantías militares concretas para Arabia Saudí, y solicité detalles de qué aviones podíamos enviar al Golfo de manera inmediata.

Tenía pensado pasar unos días de vacaciones con mi familia después de la conferencia de Aspen, pero tras una invitación de la Casa Blanca decidí volar a Washington y retomar mis conversaciones con el presidente. A pesar de toda la amistad y colaboración que había recibido por parte del presidente Reagan, jamás recibí tales muestras de confianza por parte de los norteamericanos como durante las dos horas que pasé en la Casa Blanca aquella tarde. La reunión comenzó con una sesión muy restringida, con sólo el presidente, Brent Scowcroft, Charles Powell y yo. Media hora más tarde se unieron Dan Quayle, Jim Baker y John Sununu. Los últimos veinte minutos de conversación transcurrieron en presencia del secretario general de la OTAN.

Aquel día el presidente se mostró bastante más confiado de lo que yo le había visto en mi trato con él hasta la fecha. Demostró firmeza y tranquilidad, y las cualidades decisivas que el comandante en jefe de la mayor potencia del mundo debe poseer. Cualquier duda se desvaneció. Siempre me había gustado George Bush. Ahora mi respeto por él aumentaba por momentos.

El presidente empezó por informarnos de lo que se sabía acerca de la situación y de los planes de Estados Unidos. Saddam Hussein había jurado que si las fuerzas norteamericanas entraban en Arabia Saudí libraría al Reino de la familia real saudí. Ahora disponíamos de nítidas fotografías, que el presidente nos fue pasando, en las que se veía que los tanques iraquíes habían alcanzado la frontera con Arabia Saudí. Dije que era vital apoyar a los saudíes. El principal peligro era que Irak atacara a Arabia Saudí antes de que el Rey solicitara formalmente la ayuda de Estados Unidos.

De hecho, durante nuestras conversaciones, Dick Cheney telefoneó al presidente desde Arabia Saudí y le informó de que el rey Fahd apoyaba plenamente el plan de Estados Unidos para transportar a la División Aérea 82 junto con cuarenta y ocho cazas F-15 a Arabia Saudí. La única condición impuesta por el Rey era que no se hiciera público hasta que las fuerzas llegaran a su destino. Eran excelentes noticias. Pero ¿cómo íbamos a ocultar todo aquello a los medios de comunicación internacionales y a los iraquíes que, si se enteraban, quizás decidieran invadir Arabia Saudí de inmediato? De hecho, nos sirvió de ayuda que toda la atención se centrara en las Naciones Unidas, que en esos momentos debatía la Resolución 661 del Consejo de Seguridad, que prohibía el comercio con Irak y con Kuwait, aun cuando no planteaba medidas explícitas para su puesta en vigor. Los aviones norteamericanos llevaban ocho horas de vuelo cuando la prensa descubrió que habían despegado.

Esta reunión también supuso el comienzo de una discusión casi interminable entre los norteamericanos, en especial Jim Baker, y yo acerca de si era necesaria la autorización de las Naciones Unidas para tomar medidas contra Saddam Hussein, y de ser así, qué tipo de medidas habían de ser. Yo opinaba que la Resolución ya aprobada por el Consejo de Seguridad, junto con nuestra capacidad para invocar el Artículo 51 de la Carta de las Naciones Unidas sobre la propia defensa, era suficiente. Aunque no la expuse en aquella ocasión, había demasiadas cuestiones urgentes que determinar, mi actitud, que se había reforzado por las dificultades con la ONU durante la guerra de las Malvinas, se basaba en dos consideraciones. En primer lugar, no había ninguna certeza de que el texto de una resolución, que siempre estaba abierta a posibles enmiendas, resultara satisfactorio. Si no lo era, podía acabar atándonos de pies y manos de manera inaceptable. Claro está que, tras el fin de la Guerra Fría, era probable que la Unión Soviética se mostrara más dispuesta a colaborar. La China comunista, temerosa del aislamiento, tampoco deseaba crear demasiados problemas. Pero seguía siendo cierto que si se podía alcanzar un objetivo sin la autorización de la ONU, no tenía sentido correr los riesgos inherentes a lograrla.

En segundo lugar, aunque creo firmemente en las leyes internacionales, no me gustaba recurrir innecesariamente a la ONU, porque daba a entender que los estados soberanos carecían de autoridad moral para actuar en nombre propio. Si se aceptaba que la fuerza sólo se podía emplear, incluso en defensa propia, con la aprobación de las Naciones Unidas, no se estaría defendiendo los intereses de Gran Bretaña ni los de la justicia y el orden internacionales. Para algunos asuntos vitales la ONU constituía un foro útil. Pero estaba lejos de ser el núcleo de un nuevo orden mundial. Y aún no había sustitutos al liderazgo de Estados Unidos.

Mi conversación con el presidente Bush en Washington siguió su curso. Subrayé la importancia de responder en el caso de que Irak empleara armas químicas. También subrayé que debíamos luchar enérgicamente en la guerra propagandística. Era una acción defensiva por parte de Occidente para conservar la integridad de Arabia Saudí, y debía evitarse cualquier asunto que complicara o enturbiara aquel hecho. Por lo cual, por ejemplo, debíamos hacer todo lo posible por mantener a los israelíes fuera del conflicto. También prometí emplear mis contactos con los dirigentes de Oriente Medio para intentar aumentar el apoyo a la acción norteamericana en defensa de Arabia Saudí y aumentar la presión sobre Irak.

Regresé a Londres el martes. Al día siguiente mantuve una conversación telefónica de una hora con el rey Fahd para recibir su petición formal de que enviáramos aviones y (en caso de que fuera necesario) nuestras Fuerzas Armadas a Arabia Saudí. Expresó su incredulidad ante el hecho de que el rey Hussein se hubiera puesto de parte de Saddam Hussein, cuyo partido había asesinado a los parientes del rey de Jordania. Pero el rey Fahd se mantuvo tan firme como siempre en su determinación por resistir a la agresión.

Unas horas después cumplí con la triste obligación de asistir al entierro de Ian Gow. Fue uno de mis consejeros más leales y francos, y en muchas ocasiones echaría de menos sus perspicaces consejos y su sutil sentido del humor.

PREPARATIVOS BÉLICOS

El Partido Conservador no me permitió participar hasta el final en la campaña para expulsar a Saddam Hussein de Kuwait. Pero en los siguientes meses, y a pesar de otras dificultades a las que me enfrentaba, mi atención rara vez se apartó del Golfo. Nombré un comité ministerial, integrado por Douglas Hurd (ministro de Asuntos Exteriores), Tom King (ministro de Defensa), John Wakeham (ministro de Energía), Patrick Mayhew (fiscal general), William Waldegrave (ministro de Estado para Asuntos Exteriores), Archie Hamilton (ministro de Estado para las Fuerzas Armadas) y el jefe del Estado Mayor de la Defensa. Fue este grupo, que se reunía regularmente, más que el Consejo Ministerial completo, el que tomó las decisiones más importantes.

Una de nuestras primeras tareas fue enviar el apoyo prometido a Arabia Saudí. El jueves 9 de agosto Tom King anunció el envío de dos escuadrones de aviones: uno compuesto por cazas de defensa aérea Tornado F3, y otro de aviones Jaguar de ataque a tierra, 24 en total. Dos días más tarde estaban listos para la acción. También enviamos aviones Nimrod de reconocimiento marítimo y aviones cisterna VC10. A finales de agosto enviamos refuerzos, en forma de otro escuadrón de Tornados, pero esta vez en su versión GR1 para ataque a tierra, con destino a Bahrein para poder defendernos día y noche de los acorazados. También se emplearon destacamentos de defensa aérea Rapier como apoyo.

Naturalmente, seguí manteniendo un frecuente contacto telefónico con el presidente Bush. Me aseguré de que estuviera al tanto de nuestras disposiciones militares, y de nuestras respuestas a sus solicitudes. También comentábamos regularmente la información más reciente sobre las intenciones de Saddam Hussein. La opinión general parecía ser que, a pesar de lo que hubiera planeado en un principio, no atacaría a Arabia Saudí, una vez que se hubieran desplegado las fuerzas norteamericanas. Sin embargo, a mí me parecía que la lección importante para nosotros era que Saddam Hussein sencillamente no era previsible. Como indiqué en una nota al ministerio de Defensa el domingo, 12 de agosto:

Pensábamos que Irak no entraría en Kuwait, a pesar de que sus fuerzas se amontonaban en la frontera. No volvamos a cometer el mismo error. Pueden entrar en Arabia Saudí. Debemos estar preparados.

Aquellas fueron semanas de intensa diplomacia telefónica. Animé a Turquía en su resuelta oposición a Irak. La economía turca se resintió gravemente porque, a diferencia de Jordania, Turquía aplicaba las sanciones de las Naciones Unidas. Hablé de ello por teléfono con el presidente Ozal el viernes 24 de agosto. Me expresó su apoyo ante lo que el describió como la vergonzosa explotación televisiva de los rehenes británicos por parte de Saddam Hussein. Pensaba que aquella exhibición en realidad le había perjudicado, y había demostrado el tipo de persona que era realmente. Nunca dejé de recordar a los saudíes y a los Gobiernos de los Estados del Golfo todo lo que debían a Turquía y les insté a que le brindaran una generosa compensación económica.

Un aliado menos atractivo frente a Saddam Hussein resultó ser Siria, país con el que aún no manteníamos relaciones diplomáticas formales. No me gustaba el régimen y no albergaba ilusiones acerca de su voluntad de recurrir al terrorismo y a la violencia si aquello les ayudaba a alcanzar sus objetivos. Pero era un hecho que la rivalidad entre Siria e Irak nos daba una oportunidad de la que no podíamos prescindir. Además, no tenía sentido que nuestras fuerzas lucharan mano a mano con los sirios si aún no teníamos canales diplomáticos para la comunicación. Por lo tanto, accedí de mala gana a reanudar las relaciones diplomáticas, aunque el anuncio formal no se hizo hasta unos días después de que yo abandonara mi cargo en noviembre.

La tarde del 26 de agosto el presidente Bush me telefoneó desde Kennebunkport. Le indiqué lo satisfecha que estaba con la Resolución 665 del Consejo de Seguridad que se había aprobado el día anterior, y que nos permitía hacer valer el embargo. Teníamos que emplear nuestras fuerzas para impedir los envíos iraquíes. No era momento de indecisiones. Había que publicar la información obtenida de fuentes secretas para exponer el incumplimiento de las sanciones. El presidente estaba de acuerdo. Le dije que el único terreno en el que pensaba que no estábamos teniendo éxito, era en la batalla propagandística. Probablemente estuviéramos entrando en un período bastante largo de comprobación del efecto de las sanciones, y no podíamos permitir que creciera el grupo de los pusilánimes. Al presidente también le preocupaba el uso del puerto de Aqaba en Jordania para evadir las sanciones, y le dije que plantearía la cuestión en mi próxima reunión con el rey Hussein, prevista para unos días más tarde.

En el caso de Siria, el enemigo de mi enemigo tuvo que convertirse en mi amigo. Pero me entristecía el hecho de que parecía que uno de los amigos más antiguos de Gran Bretaña se ponía de parte del enemigo. Yo había mantenido las más amistosas de las relaciones con el rey Hussein de Jordania, pero no era posible permitir que siguiera haciendo caso omiso de las sanciones y justificando la invasión iraquí. De modo que cuando vino a comer conmigo el viernes 31 de agosto no pude ocultar mis sentimientos.

El sentía una evidente desazón por la actitud que había adoptado. Empezó por hacer una declaración de cuarenta minutos de duración, que justificaba una vez más lo que habían hecho los iraquíes. Le dije que me asombraba su versión de lo que en realidad era un flagrante acto de agresión. Irak era un país que había empleado armas químicas, no sólo en la guerra sino también contra su propio pueblo. Saddam Hussein no sólo era un bandido internacional, también era un perdedor que había perjudicado enormemente la causa de los palestinos así como a los árabes, y a lo largo de ocho años había enviado inútilmente a miles de jóvenes iraquíes a la guerra contra Irán. Le dije que el Rey no debía de intentar negociar en beneficio de Irak, sino cumplir con las sanciones contra este país. No podía haber sido más directa. Pero no había presión que valiera ante la conclusión a la que él había llegado: no podía oponerse abiertamente a Saddam Hussein y sobrevivir.

El jueves, 6 de septiembre la Cámara de los Comunes fue nuevamente convocada para debatir nuestra posición en el Golfo. A diferencia del Congreso de los Estados Unidos, el Parlamento apoyó firmemente la actitud del Gobierno. Al día siguiente, la votación, tras el debate, arrojó un resultado de 437 contra 35. También presté atención a la campaña militar que creía que acabaría siendo necesaria. Esa misma tarde mantuve una conversación respecto a la situación con Douglas Hurd. Le dije que estaba cada vez más segura de que Saddam Hussein no abandonaría Kuwait, a no ser que se le echara. Douglas se inclinaba más al optimismo, en la creencia de que las sanciones podrían tener éxito si conseguíamos convencer a Saddam Hussein de que sufriría una derrota militar si se quedaba. Yo estaba de acuerdo en que había que dar algo más de tiempo a las sanciones para que surtieran efecto. Pero no debíamos perder de vista el peligro de dejar a nuestras fuerzas demasiado tiempo en el desierto, y del riesgo del desmoronamiento del frente árabe y del frente internacional contra Saddam Hussein.

No quería un plazo inamovible, pero teníamos que empezar a contemplar las fechas que limitarían las opciones para una acción militar. También dije que no debíamos hacernos ilusiones: si las sanciones contra Irak no surtían efecto, y los norteamericanos y la Fuerza Multinacional no actuaban, Israel lanzaría un ataque.

Resultaba muy difícil saber en qué medida sería eficaz el Ejército iraquí. Yo tenía ciertas dudas respecto al espíritu de lucha de sus soldados, basadas en la evaluación de su preferencia por bombardeos de gran altura y armas químicas, antes que por la lucha de la Infantería en la guerra contra Irán. Pero la Guardia Republicana era considerada como mucho mejor. Los norteamericanos se mostraban enormemente cautos, ya que querían introducir grandes cantidades de acorazados en el Golfo antes de dar el primer paso. Por el contrario, algunos de los vecinos de Irak pensaban que los iraquíes se vendrían abajo rápidamente, y al final se demostró que tenían razón.

En cualquier caso, como en la guerra de las Malvinas, estaba resuelta a garantizar que nuestras fuerzas tuvieran el mejor equipo, y en grandes cantidades. Los norteamericanos querían que reforzáramos nuestras tropas en el Golfo, y habían propuesto que enviáramos una brigada acorazada equipada de tanques Challenger I para unirse a las Fuerzas Aliadas. Sabía que el Challenger tenía una buena reputación por ser fácilmente manejable, pero que no era muy fiable. De modo que el jueves 13 de septiembre convoqué una reunión con Tom King, el jefe del Estado Mayor de la Defensa, el jefe del Estado Mayor del Ejército y con representantes de Vickers. Les interrogué acerca de todas las posibles debilidades del Challenger. No podía olvidar cómo en tiempos de Jimmy Carter el intento por parte de los norteamericanos de rescatar a los rehenes iraníes había fracasado porque los helicópteros empleados no fueron capaces de aguantar las condiciones del desierto. Tras muchas discusiones me convencieron. Pero dije que tenían que llevarse todas las piezas de repuesto que les hicieran falta, y que no esperaran a que se les enviaran posteriormente, y también insistí en que se me entregara una garantía por escrito de una disponibilidad del 80 por ciento, bastante mejor de lo que el Challenger había conseguido en Alemania.

También quería que el comandante de nuestras fuerzas fuera alguien en quien yo, y ellos, pudiéramos confiar plenamente. El ministerio de Defensa propuso varios nombres, pero sólo un hombre parecía adecuado para la tarea: sir Peter de la Billiére. Tom King se resistía a su nombramiento; a Peter de la Billiére le faltaba una semana para jubilarse, y los demás candidatos tenían muchos puntos a su favor. Pero yo quería un general combativo. Conocía las cualidades de Sir Peter puesto que él había sido el comandante encargado de la operación del SAS en el asedio a la Embajada de Irán en 1980, y también de la guerra de las Malvinas. También sabía que hablaba árabe: algo que tenía cierta importancia en una fuerza multinacional con un componente árabe esencial. De modo que le dije a Tom King que sir Peter no se iba a jubilar en aquel momento si de mí dependía, y que si no iba al Golfo en calidad de comandante de nuestras fuerzas, vendría a Downing Street como asesor personal para la guerra. Fue al Golfo.

Llamé por teléfono a George Bush a la mañana siguiente para decirle que estaba a punto de anunciar la decisión de enviar la Séptima Brigada Acorazada al Golfo, que estaba compuesta por dos regimientos acorazados, con 120 tanques, un regimiento de artillería de campaña, un batallón de infantería acorazada, helicópteros antitanque y todo el apoyo necesario. Sería una fuerza completamente autosuficiente, que ascendía a unos 7.500 hombres. Eran los sucesores de las «Ratas del desierto» de Alamein. El presidente se mostró contento. «Dios mío, un compromiso maravilloso; esto sí que es extraordinario», dijo.

Volví a reunirme con el presidente en Nueva York la tarde del domingo 30 de septiembre. Oficialmente estábamos allí para asistir a la «Cumbre de la Infancia» de la ONU, un acontecimiento en el que el único momento de interés lo aportó un inspirado discurso del presidente Havel de Checoslovaquia. El presidente Bush estaba muy cansado, después de haber volado a Washington desde Nueva York para acabar las negociaciones con el Congreso sobre el fatídico compromiso para el presupuesto de 1990, que le minaría políticamente, para después regresar a tiempo para esta reunión. Pero estaba animado. Hablamos del deseo de Jim Baker de que hubiera otra Resolución por parte del Consejo de Seguridad de la ONU que apoyara específicamente el empleo de la fuerza para lograr la retirada de Irak. Como siempre, yo tenía mis dudas, y prefería depender del Artículo 51. Pero lo que ahora resultaba evidente para todos nosotros era que se acercaba rápidamente el momento de emplear la fuerza. No había pruebas de que las sanciones surtieran ningún efecto real sobre las decisiones de los iraquíes, y eso era lo que importaba. Yo veía aún más claramente que no podíamos ceder en nuestra determinación de derrotar, y que se viera que lo hacíamos, a la agresión de Saddam Hussein.

Como tantas otras veces en aquellos meses, estaba reviviendo de manera tan sólo ligeramente diferente, mis experiencias de la preparación para la batalla por las Malvinas. Nunca falta gente deseosa de evitar el empleo de la fuerza. Por muy pocas posibilidades que haya de que una negociación tenga éxito, y por muchas dificultades que genere para las tropas que intentan prepararse para la guerra, siempre se busca una defensa para otro intento diplomático más.

En esta ocasión fue el señor Yevgeniy Primakov, el emisario especial del señor Gorbachov para el Golfo, quien presentó todos los argumentos clásicos. Fue a verme a Chequers la tarde del sábado 20 de octubre, nada más haber vuelto de Bagdad ese mismo día. Defendía «vínculos flexibles» entre la crisis del Golfo y el problema árabe-israelí para salvarle las apariencias a Saddam Hussein y «dejar cierto espacio para maniobrar». Dije que Saddam Hussein era un dictador, que deberíamos fijarnos en sus acciones más que en sus palabras, y que no había acuerdos posibles con un hombre así. Naturalmente, todos teníamos la obligación de volver con mayor determinación a resolver el problema árabe-israelí, pero esa obligación era una cuestión totalmente independiente de la invasión de Kuwait por parte de Saddam Hussein. No podíamos ceder ante él. Después supimos que el señor Primakov había informado a Moscú de que la señora Thatcher era la más difícil y resuelta de todos.

La tarde del martes 23 de octubre, me reuní con Tom King y Douglas Hurd. Nuestro objetivo principal era proporcionar directrices al jefe del Departamento de Defensa para sus reuniones, dos o tres días más tarde en Estados Unidos, con el general Colin Powell, jefe del Alto Estado Mayor de los Estados Unidos. Empecé por elaborar una lista de nuestros objetivos estratégicos. Estos proporcionarían las directrices según las cuales se determinaría la política británica en la próxima guerra. Saddam Hussein debía abandonar Kuwait; el Gobierno kuwaití había de ser reinstaurado. Todos los rehenes debían ser liberados. Irak debía pagar indemnizaciones. Los responsables de atrocidades debían ser juzgados por un tribunal internacional. Había que eliminar la capacidad nuclear, biológica y química de Irak en el caso de hostilidades y, si por el contrario, las tropas iraquíes se retiraban pacíficamente, se debía desmantelar. Para lograr todo aquello era necesario mantener una alianza lo más amplia posible de Gobiernos árabes contra Irak, y evitar la participación de Israel. También sería necesario establecer un sistema de seguridad regional para inhibir a Irak en el futuro.

En cuanto al propio Saddam Hussein, aunque nuestro objetivo específico no era derrocarlo, podría ser una consecuencia deseable de nuestras acciones. Debíamos procurar una situación en la que tuviera que enfrentarse a su propio pueblo como el derrotado líder de unos ejércitos derrotados. Dije que hacía falta trabajar más sobre los objetivos en Irak. Había que evitar los objetivos puramente civiles. Pero quedaba por determinar si las centrales de energía y las presas podían ser consideradas como objetivos legítimos. No había ninguna intención de que nuestras fuerzas ocuparan ninguna zona del territorio iraquí, pero posiblemente tuvieran que entrar en Irak en persecución de las fuerzas iraquíes. Dije que era necesario conseguir que los norteamericanos aceptaran que la acción militar debía empezar antes de finales de año. También les dije que teníamos que intentar convencerles de que dejaran de pedir autorización a la ONU para utilizar la fuerza, instándoles a que, en su lugar, se acogieran al Artículo 51.

Defendí este último punto ante Jim Baker cuando vino a verme la tarde del viernes 9 de noviembre. Pero no pude persuadirle. Dijo que la autoridad de la ONU era esencial para mantener el apoyo de la opinión pública norteamericana a las acciones militares. También le planteé mis preocupaciones respecto al retraso de la opción militar hasta que hubieran llegado al Golfo las fuerzas norteamericanas suplementarias, que ahora se encontraban en camino. Le dije que era esencial no perder una oportunidad que se cerraría a principios de marzo. Me tranquilizó sobre este punto. Pero para aquel entonces el tiempo se nos estaba acabando, tanto a mí como a Saddam Hussein.

En respuesta a la solicitud de Jim Baker, en el último Consejo en que tomé parte el jueves 22 de noviembre, en el que anuncié mi dimisión como primera ministra, se tomó la decisión de duplicar nuestro compromiso militar y de desplegar otra brigada más en el Golfo. Enviaríamos a la Cuarta Brigada desde Alemania, con un regimiento de tanques Challenger, dos batallones de infantería acorazada, y un regimiento de la Artillería Real, con servicios de reconocimiento y de apoyo. En conjunto ambas brigadas formarían la Primera División Acorazada. El número total de fuerzas británicas implicadas ascendería a más de 30.000 hombres.

Desde la mañana del jueves 2 de agosto no había transcurrido ni un día en el que no me hubiera implicado en acciones diplomáticas y militares para aislar y derrotar a Irak. Una de las pocas cosas que lamento es el no haber estado allí para presenciar el desenlace final. El hecho de que no se desarmara a Saddam Hussein y se procurara la victoria hasta sus últimas consecuencias, a fin de humillarle públicamente ante sus súbditos y sus vecinos musulmanes, fue un error que derivaba del excesivo énfasis que se le dio desde el principio al consenso internacional. Se le concedió excesiva importancia a la opinión de la ONU y muy poca al objetivo militar de derrotar al agresor. Y así, Saddam Hussein conservó la posición y los medios para aterrorizar a su pueblo y crear más problemas. En la guerra hay muchos argumentos que esgrimir a favor de la magnanimidad de los vencedores. Pero no antes de la victoria.