CAPÍTULO XXVI



El mundo al derecho

La caída del comunismo en Europa Oriental, la reunificación de Alemania y el debate sobre el futuro de la OTAN, 1987-1990

PANORAMA GENERAL

El panorama internacional en 1987 y 1988 no era muy diferente al anterior a las elecciones generales. El presidente Reagan estaba en la Casa Blanca y continuaba la política de defensa que, con el transcurso del tiempo, había obligado a los soviéticos a sentarse a la mesa de negociaciones. El señor Gorbachov proseguía con reformas de alcance cada vez mayor en la Unión Soviética que, le gustase o no, abrirían a la larga las puertas de la democracia, si no de la prosperidad. La estrategia de Occidente para derrocar el comunismo mientras garantizábamos nuestra paz y seguridad —una estrategia en la que yo creía con pasión y que procuré transmitir cuando fui a Europa Oriental— funcionaba. Su éxito suscitó nuevas preguntas sobre las relaciones exteriores de Gran Bretaña y de defensa de la OTAN.

No obstante, antes incluso de que esto sucediese, el panorama familiar cambió de una forma que yo no tenía prevista. Había suspirado de alivio cuando George Bush derrotó a su adversario demócrata en las elecciones presidenciales de los Estados Unidos, porque pensaba que aseguraba la continuidad. Pero con la llegada del nuevo equipo a la Casa Blanca, me encontré tratando con una Administración norteamericana que veía en Alemania a su principal socio en el liderazgo, que alentaba la integración de Europa sin parecer comprender enteramente lo que significaba y que a veces parecía no valorar la necesidad de una defensa nuclear sólida. Pensé que ya no podría contar siempre, como antes, con la cooperación norteamericana. Esto era de gran importancia en ese momento, porque en 1989 las rendijas del sistema comunista de Europa Oriental se estaban convirtiendo en grietas y pronto, paso a paso, todo el edificio se desmoronaría.

Esta bienvenida revolución de libertad que azotaba Europa Oriental suponía grandes problemas estratégicos, sobre todo en las relaciones de la Unión Soviética con Occidente. (En efecto, ¿qué era ahora Occidente?). También me daba cuenta de que tenía profundas implicaciones en el equilibrio de poder en Europa, donde una Alemania reunificada sería el país dominante.

Se presentaba un «problema alemán» nuevo y diferente que había que tratar de modo abierto y formal. Así lo hice.

La historia enseña que el peligro nunca es mayor que cuando los imperios se hacen pedazos, por lo que yo era partidaria de la precaución en nuestra defensa y política de seguridad. Las decisiones sobre nuestra seguridad deben ser tomadas, razonaba, sólo después de una cuidadosa reflexión y análisis de la naturaleza y dirección de las amenazas futuras. Sobre todo deben estar determinadas, no por el deseo de dejar una huella política con las «iniciativas» del control de armamento, sino por la necesidad creíble de detener la agresión.

Por pensar y hablar así llegaron a ridiculizarme, llamándome el «último combatiente de la Guerra Fría» (y, por añadidura, adversaria de la reconstrucción de Alemania). En realidad, decían, era una mujer molesta que alguna vez podía haber servido para algo, pero que no podía o no quería evolucionar con el tiempo. Podía vivir con esta caricatura; las había tenido peores; pero no dudaba que estaba en lo cierto y que tarde o temprano los acontecimientos lo demostrarían. Y, sin reclamar ninguna previsión del momento exacto de la caída del comunismo, descubrí que el planteamiento básico que yo preconizaba en 1990 se prolongaba por varios motivos.

En primer lugar, las relaciones anglo-norteamericanas perdieron frialdad porque el proteccionismo de esa Europa «integrada», dominada por Alemania, que los norteamericanos aceptaron alegremente, estimulándolo incluso, empezó de repente a darles miedo y a poner en peligro puestos de trabajo norteamericanos. Este cambio de sentimientos se veía confirmado con la agresión contra Kuwait de Saddam Hussein, que echó abajo toda ilusión de que la tiranía hubiera sido derrotada en todas partes. Las Naciones Unidas podían aprobar resoluciones; pero pronto habría una guerra a gran escala donde tendríamos que combatir. De repente, Gran Bretaña, con un ejército capacitado y un Gobierno resuelto a luchar al lado de Norteamérica, parecía ser el auténtico «socio» europeo en el liderazgo.

Después empezó a comprenderse mejor el significado total de los cambios en Europa Oriental. El que hubiese Estados democráticos con economías de mercado, tan «europeos» como los ya existentes en la Comunidad Económica Europea, haciendo cola como miembros potenciales de la CEE, hizo parecer más oportuna que retrógrada mi visión de una CEE abierta y más flexible. También quedó claro que los valientes líderes reformistas de Europa Oriental contaban con Gran Bretaña —y conmigo por mis credenciales anti socialistas— como un amigo que verdaderamente quería ayudarles, en vez de excluirles de los mercados (como los franceses) o buscar la dominación económica (como los alemanes). Estos estados europeos orientales eran —y son— aliados naturales de Gran Bretaña.

En la URSS, progresos más desagradables exigían una nueva valoración de los primeros juicios sobre las perspectivas de un establecimiento ordenado y pacífico de la democracia y la libre empresa. En la Unión Soviética me había ganado el respeto tanto del combatido señor Gorbachov como de sus oponentes anticomunistas. Nunca subestimé la fragilidad del movimiento reformista; por eso hablaba en Occidente con tanta energía a su favor (y del señor Gorbachov). Los sucesos actuales sugerían cada vez con mayor claridad que pronto se podría llegar en la URSS a una crisis política de largo alcance. Las consecuencias que ésta podía tener en el control de armamento nuclear, y sobre todo del arsenal que había acumulado la máquina militar soviética, no podían ignorarlas ni siquiera los más entusiastas defensores del desarme. Dicho en pocas palabras: el mundo del «nuevo orden mundial» demostró ser peligroso e inseguro, y las virtudes conservadoras de los endurecidos «combatientes de la Guerra Fría» estaban de nuevo en alza. Y así fue como en los últimos meses y semanas de mi mandato, mientras aumentaba la presión por problemas internos, me encontré, una vez, más en el centro de los grandes acontecimientos internacionales, con renovada capacidad para influir en ellos a favor de los intereses de Gran Bretaña y según mis propias convicciones.

VISITA A WASHINGTON EN JULIO DE 1987

El jueves 16 de julio de 1987, volé a Washington para entrevistarme con el presidente Reagan. Nuestra suerte política en aquel momento no podía ser más diferente. Yo acababa de ganar las elecciones con una mayoría decisiva, reforzando mi autoridad en temas internacionales. En contraste, mi viejo amigo y su Administración se tambaleaban bajo las continuas revelaciones del «Irangate». Encontré al presidente Reagan dolido y aturdido por lo que sucedía. Nancy se pasaba el tiempo escuchando las observaciones crueles y despectivas que desgranaban los comentaristas de los medios de comunicación liberales, y contándole lo que habían dicho, con lo que se deprimía más aún. Nada afecta tanto a la integridad de un hombre como ver cuestionada su honradez básica. Esto me enfadó mucho. Estaba decidida a hacer lo que pudiese para ayudar al presidente Reagan a librarse de la tormenta. No fue sólo un asunto de lealtad personal —aunque también lo era, por supuesto— todavía le quedaban 18 meses como presidente del país más poderoso del mundo, y a todos nos interesaba que su autoridad no sufriese merma. Así pues, comencé la tarea utilizando las entrevistas y declaraciones públicas que hice en Washington para transmitir este mensaje. Por ejemplo, le dije al entrevistador del programa, De cara al país, de la CBS:

Ánimo, ánimo; hay que estar más contentos. Norteamérica es un país fuerte, con un gran presidente, un gran pueblo y un gran futuro.

La centralita telefónica de nuestra Embajada quedó bloqueada con las llamadas de felicitación. Mis observaciones también emocionaron a otro público agradecido. El lunes por la tarde —después de regresar a Londres— recibí una llamada telefónica del presidente Reagan para agradecerme lo que había dicho. Estaba en una reunión ministerial y, en un momento dado, separó el receptor y me dijo que escuchase. Oí un fuerte y largo aplauso de los miembros del Gabinete.

Mi principal trabajo en Washington, no obstante, fue discutir las implicaciones en nuestra futura defensa del tratado sobre Fuerzas Nucleares de Alcance Intermedio (INF) que debían firmar los presidentes Reagan y Gorbachov en diciembre. Siempre tuve sentimientos encontrados sobre la «opción cero» de las INF. Por una parte, fue un gran éxito obligar a los soviéticos a retirar sus misiles SS-20, desplegando nuestros Cruise y Pershing. Pero, por otra, la retirada de nuestros misiles de tierra de alcance intermedio tendría dos efectos no deseados. En primer lugar, podía provocar precisamente lo que Helmuth Schmidt había querido evitar cuando invitó a la OTAN a desplegarlos: la disociación de Europa de la OTAN. Se podía mantener, como en la década de los setenta, que en última instancia los Estados Unidos no utilizarían armas nucleares para repeler un ataque convencional contra Europa del Pacto de Varsovia. Este argumento estimularía la tendencia, siempre presente, de la neutralidad alemana, una tendencia que había sido objetivo soviético magnificar, allí donde fuera posible, desde hacía mucho tiempo. En segundo lugar, la «opción cero» de las INF también arrojaba dudas sobre la estrategia de «respuesta flexible» por parte de la OTAN —aunque yo siempre expuse que en realidad no la minaría—. Esa estrategia dependía de la capacidad de Occidente para ir escalonando su respuesta a una agresión soviética según se fueran sucediendo las fases en el empleo de las armas nucleares y convencionales. Podía discutirse que la retirada de los misiles de medio alcance creaba un vacío en esa capacidad. De ello se desprendía que la OTAN debía contar con otras armas nucleares estacionadas en territorio alemán que tuvieran suficiente capacidad de disuasión, y que tales armas debían modernizarse y reforzarse cada vez que fuera necesario. Esta cuestión —evitar otra «opción cero» en las fuerzas nucleares de corto alcance (SNF)— iba a producir una seria escisión en la Alianza durante el período 1988-1989.

Los aspectos principales que expuse al presidente Reagan, en Washington, fueron la de adjudicar tanto submarinos con misiles de crucero como más aviones FI y FII al Comando Supremo Aliado en Europa, para compensar la retirada de nuestros misiles de crucero y nuestros Pershing, y la necesidad de resistir la presión que ejercían los alemanes para adelantar las negociaciones sobre la reducción de las SNF en Europa. También quería yo que se mejorara el misil Follow-on to Lance (FOTL), aumentando su alcance. Estos misiles, desarrollados por los norteamericanos, tenían que hallarse desplegados a mediados de la década de los noventa. También me parecía fundamental que los misiles tácticos aire-tierra (TASM) reemplazasen nuestras bombas de caída libre. En los temas relacionados con el fortalecimiento de nuestras SNF, el presidente norteamericano y yo opinábamos lo mismo. En lo que estaba de acuerdo con los alemanes —pero no pude convencer a los norteamericanos— era en que me habría gustado conservar los viejos misiles balísticos alemanes Pershing IA durante el resto de su vida natural (unos cuantos años), sin incluirlos como parte del paquete INF. Pero era el futuro de las SNF lo que consideraba el elemento más importante en nuestra disuasión nuclear; y desde luego, resultó ser el más polémico.

CONVERSACIONES CON EL SEÑOR GORBACHOV EN DICIEMBRE DE 1987

Los intereses en materia de seguridad de la propia Gran Bretaña estaban estrechamente ligados a las negociaciones soviético-norteamericanas sobre armamento. Por lo que se refiere a las SNF, estas armas eran una protección vital para nuestras tropas estacionadas en Alemania. Las conversaciones entre las dos grandes potencias sobre armamento nuclear estratégico eran, también, de interés inmediato para nosotros en la medida en que afectaban la posición de nuestro disuasor nuclear Trident. De modo general, nunca dejé de creer en la importancia de las armas nucleares como medio de disuasión no sólo en la guerra nuclear, sino también en la convencional, aunque en este aspecto me constaba que no podía dar por sentado el apoyo de la Administración norteamericana.

Por tanto, aunque no tenía intención de permitirme ser una especie de intermediaria entre los norteamericanos y los soviéticos, me encantó que el señor Gorbachov aceptara mi invitación de hacer una escala en Brize Norton con ocasión de su viaje a los Estados Unidos para firmar el tratado INF. Esto me daría la oportunidad de sondear su opinión antes de que se entrevistara con el presidente Reagan y de abordar con él otros problemas, como los derechos humanos y los conflictos regionales, sobre los que pensaba que podía ejercer una influencia beneficiosa. Los norteamericanos me habían pedido, concretamente, que presionara al señor Gorbachov en el tema de Afganistán, donde estaba claro su intento de encontrar un modo de sacar las tropas soviéticas de tan desastrosa aventura.

Dentro de la Unión Soviética había señales contradictorias. El señor Gorbachov había llevado a su aliado, el señor Yakovlev, al Politburó; pero —en un movimiento que iba a tener enormes consecuencias a largo plazo— Boris Yeltsin, en otro tiempo protegido de Gorbachov, que había sido designado jefe del partido en Moscú como reformista radical incorruptible, había salido humillado públicamente. Dentro de la dirección soviética, además del propio señor Gorbachov, parecía probable que sólo el ministro de Asuntos Exteriores, Shevardnadze, y el señor Yakovlev estuvieran totalmente a favor de las reformas de Gorbachov.

Al iniciarse nuestra conversación, saqué mi ejemplar del libro del señor Gorbachov, Perestroika, lo cual le gustó. Hizo una larga descripción de las dificultades con que se enfrentaba para llevar a cabo los cambios que quería. En el idioma de los soviéticos —fielmente reflejado en el lenguaje de los medios de comunicación occidentales— a los adversarios de la perestroika se les llamaba «conservadores». Le dije lo irritante que encontraba esto y que yo no tenía nada que ver con los «conservadores» del señor Gorbachov: no podíamos ser más diferentes. Luego tratamos exhaustivamente el control de armamento. No había mucho que decir ahora sobre las INF y nos centramos en el proyectado START[67], que conduciría a recortes en armas nucleares estratégicas. Había grandes diferencias entre ambas partes en lo relativo a definición y verificación. También repetí mi decisión de mantener armas nucleares, lo que el señor Gorbachov comentó diciendo que yo prefería «sentarme en un barril de pólvora que en una silla cómoda». Repliqué recordándole la gran superioridad que tenían los soviéticos en fuerzas convencionales y químicas. Después saqué el tema de la retirada soviética de Afganistán y el problema de los derechos humanos, sugiriéndole que cualquier medida que tomase era muy probable que ayudara a la Administración norteamericana a vencer la oposición del Senado al tratado INF. Pero no adelanté nada: Gorbachov dijo que la solución en Afganistán sería más fácil si dejábamos de suministrar armas a los rebeldes, y que los derechos humanos era una cuestión interna de cada país. (Fue esta actitud la que ya había provocado una mala impresión en los Estados Unidos como resultado de las observaciones del señor Gorbachov sobre derechos humanos en una entrevista con la NBC). Nada pude hacer en esta ocasión para hacerle cambiar de opinión.

Terminé la conversación diciéndole que los esperaba a él y a su esposa en visita oficial el próximo año. Aceptó encantado. A pesar de su malestar por el tema de los derechos humanos, fue un encuentro intenso, agradable, e incluso bastante cordial. Almorzamos en el comedor de oficiales, donde se unieron a nosotros Ken Baker y Raisa Gorbachov, que había visitado una escuela local, charlando con los chicos y los profesores, y había asistido a una obra teatral navideña. Sin embargo, en un tema concreto no prevaleció el espíritu de la Navidad. Esperando el momento oportuno y a que el intérprete soviético no pudiera oírnos, pregunté al señor Gorbachov, que me había recitado una canción popular rusa delante del árbol de Navidad levantado en el vestíbulo, si permitiría que la familia de Oleg Gordievsky abandonara la Unión Soviética para reunirse con él en Gran Bretaña. Frunció los labios y no dijo nada: la respuesta estaba muy clara.

A mi regreso a Londres llamé por teléfono al presidente Reagan para informarle de nuestra conversación. Le conté lo que Gorbachov había dicho sobre Afganistán y el control de armamento. También le dije que aunque debía abordar el tema de los derechos humanos, debería estar preparado para una reacción brusca. El presidente Reagan contestó que esperaba algunas sesiones difíciles con el señor Gorbachov, pero que yo le había preparado el terreno. Me preguntó si en mi opinión sería oportuno llamar por el nombre de pila al líder soviético, prescindiendo de las formalidades. Le aconsejé que fuese con prudencia: el señor Gorbachov era sin duda un hombre amigable y abierto, pero también era muy serio, como corresponde a la rigidez del sistema soviético.

CUMBRE DE LA OTAN EN BRUSELAS, MARZO DE 1988

La cumbre Reagan-Gorbachov, en Washington, fue un éxito. Se llegó a un acuerdo en el tratado INF y se concertó una cumbre en Moscú, para la primera mitad de 1988, en la que se firmaría el tratado y, posiblemente, se llegaría a un acuerdo sobre el START. En febrero de 1988, el señor Gorbachov anunció que la retirada soviética de Afganistán comenzaría en mayo. Sin duda, entrábamos en un terreno nuevo y me parecía el momento adecuado para definir nuestra actitud en la cumbre de la OTAN. La primera cumbre de jefes de Gobierno de la OTAN en seis años —la primera a la que asistía un presidente francés en veintidós años— se programó para el mes de marzo en Bruselas.

Era evidente, desde el principio, que los alemanes federales serían con toda probabilidad la primera fuente de dificultades. El señor Gorbachov había organizado, con éxito, una campaña de propaganda dirigida a ganarse a la opinión alemana sobre una Alemania desnuclearizada. Dentro del Gobierno alemán federal, el canciller Kohl se mantenía todavía firme en la necesidad de evitar tanto el «tercer cero» como la desnuclearización. No así, en cambio, Herr Genscher, el ministro federal de Asuntos Exteriores. El canciller Kohl insistía en la adhesión de la OTAN a lo que él llamaba «concepto total» —es decir, considerar los diferentes elementos de defensa estratégica, uno más de los cuales eran las SNF, como un todo—. Dentro de este «concepto total», él estaba dispuesto a apoyar las medidas acordadas, después del adecuado y necesario estudio por parte de la Alianza, para mantener una respuesta flexible; pero había dicho públicamente en Washington que actualmente no había necesidad de tomar una decisión sobre la modernización de las SNF. Ambos, norteamericanos y británicos, estábamos en condiciones de tener en cuenta las susceptibilidades alemanas a la hora de redactar el de la OTAN, sin dejar por ello de defender la postura correcta en lo tocante a la doctrina militar y a la modernización de las armas nucleares. De ahí que no me disgustara en absoluto la fraseología resultante. Los jefes de Gobierno acordaron «una estrategia de disuasión basada en la correcta combinación de fuerzas nucleares y convencionales adecuadas y eficaces, que seguirán modernizándose mientras siga siendo necesario». Con eso bastaba.

Tras la clausura oficial de la cumbre de Bruselas, me reuní con el presidente Reagan para analizar los resultados. Le dije que pensaba que la cumbre había sido un gran éxito, porque Gran Bretaña y los Estados Unidos habían permanecido unidos. Esta demostración de unidad de la OTAN le ayudaría cuando fuese a Moscú para entrevistarse con el señor Gorbachov, en mayo. Lamenté que no hubiera sido posible conseguir que los alemanes aceptasen explícitamente que las negociaciones para reducir las armas nucleares de corto alcance en Europa sólo debían producirse una vez alcanzado el equilibrio en las armas convencionales y la prohibición de las armas químicas. Pero dije que para mí quedaba claro que éstas eran, de hecho, las únicas circunstancias en las que la OTAN debía negociar sobre sistemas de corto alcance. El presidente Reagan se manifestó totalmente de acuerdo con el planteamiento, y dijo que la OTAN no podría avanzar en esa dirección hasta que no se dieran tales condiciones. Estuvimos igualmente conformes en el planteamiento del START Yo dije que, aun apoyando el START en cuanto objetivo, era más importante la calidad del acuerdo que la prisa en conseguirlo. El presidente Reagan dijo que él también había tenido cuidado en sus comentarios públicos. No quería que la gente dijese que la cumbre de Moscú era un fracaso si no se firmaba el START. Reconocí que las negociaciones sobre el START eran bastante más complejas que las del INF, sobre todo en lo concerniente a verificación. Abandoné Bruselas habiéndome confirmado en mi idea de que el presidente norteamericano y yo estábamos completamente de acuerdo en cómo arrostrar las difíciles y complicadas negociaciones de controles de armamento que vendrían a continuación.

VISITA DEL PRESIDENTE REAGAN A LONDRES, JUNIO DE 1988

El presidente Reagan cumplió su palabra cuando fue a Moscú. Aunque se firmó el tratado INF, las negociaciones fueron difíciles y no hubo compromiso sobre el START, donde los soviéticos querían que los Estados Unidos incluyesen los misiles de crucero lanzados desde el mar (SLCM). Pero, seguramente lo más importante, como ocurrió en mi visita de 1987, fue la oportunidad de que el presidente Reagan y el pueblo ruso se encontraran cara a cara. Me dijo cuando pasó por Londres el jueves 2 de junio, a su regreso de Moscú, cuánto le había impresionado la buena acogida de la inmensa multitud. Lo único que le molestó fue la forma brutal en que el KGB había tratado a todo el que intentaba acercarse a él. Le dije que ahora que los rusos habían visto, por sí mismos, la clase de persona que era el presidente de los Estados Unidos, sería mucho más difícil para las autoridades soviéticas convencerles de que era un enemigo peligroso. El presidente Reagan dio gran importancia al tema de los derechos humanos —en particular la libertad de culto— cuando estuvo en la Unión Soviética y yo le comenté lo bien que me parecía su actitud. También me habló sobre las difíciles conversaciones sobre control de armamento. Dijo que no había cedido un milímetro en el SDT, y que no iba a precipitarse con el START. Mientras tanto, la OTAN debía seguir adelante con la modernización de sus fuerzas nucleares de corto alcance, convenciendo a los alemanes de que adoptaran una postura positiva al respecto. Él continuaría insistiendo en que se tenía que conseguir el equilibrio en las fuerzas convencionales en Europa antes de que pudieran entablarse negociaciones tendentes a la supresión de las armas nucleares de corto alcance.

Al día siguiente, en el Guildhall, el presidente Reagan se dirigió a un amplio público de diplomáticos y hombres de negocios. Fue una intervención excelente e importante, a la luz de los posteriores acontecimientos. Recordó el discurso que había dirigido a los miembros del Parlamento en 1982, cuando enunció lo que vino a llamarse la «doctrina Reagan». Ni él ni yo sabíamos lo cerca que estábamos de su triunfante afirmación; pero lo que sí estaba claro es que se habían conseguido grandes progresos en la «cruzada por la libertad», por la que tanto habíamos luchado. Ahora era el momento de reafirmar la causa, tanto en lo espiritual como en lo político y económico. Como señaló el presidente Reagan:

Tenemos puesta nuestra fe en una ley más elevada […] creemos que la humanidad no está destinada a que la humille un Estado omnipotente, sino a vivir a imagen y semejanza de su Creador.

VISITA A POLONIA, NOVIEMBRE DE 1988

Cinco meses más tarde —en noviembre de 1988— visité Polonia. Quien buscara una prueba de lo acertado de la visión del presidente Reagan, la habría encontrado en ese país, donde la fe católica, la conciencia nacional y la frustración económica se habían concertado para mostrar la vacía esterilidad del marxismo y para sacudir hasta los cimientos la dominación comunista. Decidí aceptar la invitación que había recibido anteriormente del general Jaruzelski para ir a Polonia. Siempre sentí afecto y admiración por esta nación de patriotas indomables, cuyas tradiciones e identidad habían tratado vanamente de extinguir los prusianos, austríacos y rusos (en los siglos XVIII y XIX), y los nazis y comunistas (en el siglo XX). No podía olvidar a los aviadores polacos que combatieron con la RAF en contra del nazismo, ni cómo una guerra que empezó por la libertad de Polonia había terminado dejándolos atrapados bajo la tiranía. Por todas estas razones, entraba en aguas diplomáticamente traicioneras; y lo sabía.

El principal objetivo de mi viaje a Polonia era seguir adelante con la estrategia dirigida a los países del bloque oriental que había puesto en marcha en Hungría en 1984. Quería abrir estos países —sus Gobiernos y sus pueblos— a la influencia occidental, ejerciendo presión a favor del respeto de los derechos humanos, e insistiendo en las reformas políticas y económicas. Pero el pasado reciente de Polonia demostraba cómo dependían los acontecimientos en estos países de las intenciones de la Unión Soviética. Ya se considerara al general Jaruzelski como un patriota —interviniendo para impedir que sucedieran cosas peores a sus conciudadanos—, o sólo como una marioneta soviética, las circunstancias en que se había impuesto la ley marcial y desarticulado el sindicato Solidaridad, en 1981, eran una inolvidable lección en lo tocante a la realidad del poder político. La bancarrota política y económica del Gobierno de Jaruzelski era evidente, de nuevo, y su autoridad estaba viéndose desafiada por una renacida Solidaridad. El papel de Occidente —sobre todo de un dirigente occidental de visita— consistía en dar ánimo a los anticomunistas, instándolos a que pusieran especial cuidado y cálculo en aprovechar cualquier oportunidad que se les presentase para mejorar las condiciones políticas y reforzar su influencia; y al tratar con el Gobierno había que combinar las conversaciones sinceras sobre la necesidad de cambio con una actitud que evitase un conflicto definitivo y contraproducente. No era una tarea fácil.

Por su parte, las autoridades estaban decididas a hacerlo todavía más difícil. La víspera de mi visita, el Gobierno anunció su intención de cerrar los astilleros Lenin de Gdansk, reducto de Solidaridad. Era una trampa no por torpe menos peligrosa. Los comunistas esperaban que me viese obligada a aprobar el cierre de una planta antieconómica y a condenar la resistencia de Solidaridad basándome en la economía «thatcherista». Algunos comentaristas, sin duda, esperaban que cayese en esta trampa. Por ejemplo, uno de ellos escribía en The Times la víspera de mi visita:

La primera ministra parte hoy para una visita que muchos dirán que no debería hacer. Su viaje a Polonia fue siempre una medida cuestionable, susceptible de ser interpretada como un gesto de apoyo al régimen de Jaruzelski. Ahora lo es doblemente.

En realidad, hasta los propios datos oficiales publicados sugerían que los astilleros Lenin estaban en una posición económica débil, pero que no arrojaban pérdidas gravísimas, lo que claramente implicaba que la decisión de clausurarlos se basaba en motivaciones políticas y no económicas. En cualquier caso, puesto que el 90 por ciento del trabajo en los astilleros se hacía para la Unión Soviética, su viabilidad dependía casi exclusivamente del tipo de cambio entre el rublo soviético y el zloty polaco. Donde no hay un mercado real no puede haber un auténtico cómputo de pérdidas y ganancias. Pero había bastante más que eso. No se puede esperar que la gente comparta la clase de responsabilidad económica deseable en una economía occidental, si no se le conceden las libertades vigentes en una sociedad occidental.

Vista la maniobra, me alegré de haber insistido desde el principio en que en mi visita tuviera una parte oficial y otra no oficial. No iba a tolerar que me impidieran entrevistarme con Lech Walesa y los principales adversarios del régimen. Bueno será decir en honor del general Jaruzelski que no puso objeción alguna a que lo hiciera. En otro caso, por supuesto, habría corrido de veras el riesgo de servir inconscientemente a la causa de la propaganda comunista.

En el momento de planificar mi visita había consultado al Papa, cuya propia visita en junio de 1987 había constituido a su vez una fuerte presión a favor de la reforma, aportado el ímpetu necesario para el renacimiento de Solidaridad. Estaba claro que el Vaticano pensaba que mi visita podía influir positivamente, pero también que la Iglesia procedía con gran cautela (lo que se me hizo todavía más evidente cuando el primer día de mi visita me entrevisté con el cardenal Glemp).

También preparando el viaje, hubo otro tema sobre el que me pareció que debía consultar a la autoridad competente: la ropa. Una dama polaca que me atendió en Aquascutum me dijo que el verde era el color de la esperanza en Polonia. Así que verde fue el color del traje que elegí.

Mi primera reunión oficial en Varsovia, la tarde del 2 de noviembre, fue con el recientemente designado primer ministro polaco, señor Rakowski. No era un defensor impresionante o convincente de la línea que el Gobierno polaco estaba adoptando con los astilleros Lenin, aunque hacía lo que podía. Manifestó cuan de acuerdo estaba con mis declaraciones sobre la necesidad de una reforma económica y describió el cierre de los astilleros como parte de este proceso. En un tono «thatcherista» algo forzado, me dijo que la racionalización era el único camino para sacar a Polonia de su crisis, y que la mayor debilidad histórica de Polonia había sido la falta de lógica. Algo que él estaba decidido a cambiar. Le contesté que pasar de la economía centralizada a la economía basada en la empresa privada y la competencia era inmensamente difícil. Pero no era sólo cuestión de cambiar la política económica. Tenían que producirse cambios en lo espiritual, en lo político y en lo personal. Bajo el comunismo, los ciudadanos eran como pájaros enjaulados: aunque se les abriera la puerta les daba miedo salir. La tarea vital a la que se enfrentaba su Gobierno, dije, era conseguir que el pueblo polaco hiciese suyos los cambios; y el problema residía en que no había mecanismos políticos para consultar sus opiniones y permitirles expresar sus puntos de vista. La diferencia entre la situación a la que yo me había enfrentado en 1979 y la situación a que se enfrentaba el señor Rakowski estaba en que yo había sido elegida democráticamente —y dos veces reelegida— para llevar a cabo los cambios necesarios.

Más adelante, aquella misma tarde, me reuní con cierto número de opositores al régimen y aprendí a conocer un poco mejor los defectos del sistema. Sabía que los comunistas, en Polonia, nunca habían llegado al nivel de colectivización de la agricultura al habían llegado en otras partes y que esto —junto con la influencia de la Iglesia católica— había dado a los polacos un grado de independencia único en un país comunista. Dije a los presentes que, puesto que al menos tenían la tierra, no les tenía que ir tan mal. Me contestaron que no, que no era así. ¿No sabía yo que el Estado encauzaba la mayor parte de las semillas, fertilizantes, tractores y otros equipos —por no hablar de los repuestos— hacia el sector agrícola colectivo? Las autoridades también controlaban los precios y la distribución. En tales circunstancias, los beneficios de la propiedad eran limitados. En efecto: el socialismo, que no pasa de ser una forma menos desarrollada del comunismo, estaba cumpliendo con su tarea de siempre: el empobrecimiento y la desmoralización de los ciudadanos. Luego le planteé ese mismo tema al señor Rakowski, que no puso énfasis alguno en negarme los hechos.

El jueves por la tarde tuve mi primer encuentro con la Polonia real —la Polonia que los comunistas habían intentado destruir, sin éxito—. Visité la iglesia de San Estanislao de Kostka, al norte de Varsovia, donde el padre Jerzy Popieluszko estuvo pronunciando sermones anticomunistas hasta 1984, cuando lo secuestraron, para luego asesinarlo, los servicios secretos polacos. (También fui a su casa para hablar con sus padres, que estaban destrozados por el dolor, pero también orgullosos de su hijo). La iglesia se hallaba abarrotada de gente de todas las edades que había venido a verme y que a mi llegada entonaron un himno polaco. Evidentemente, habían encontrado un mártir en el padre Popieluszko, y me marché convencida de que era su credo y no el de sus asesinos el que prevalecería en Polonia.

Le dije todo ello al general Jaruzelski, más tarde, cuando me entrevisté con él. El general estuvo exponiendo sus planes para Polonia durante una hora y tres cuartos, sin interrupción alguna. En esto, al menos, sí que era un comunista típico. Llegó a afirmar que le parecían admirables las reformas sindicales que yo había introducido en Gran Bretaña. Cuando concluyó, le señalé que la gente en Gran Bretaña no estaba obligada a pasar por los sindicatos para expresar sus opiniones políticas, porque nosotros teníamos elecciones libres. Acababa de experimentar la fuerza de Solidaridad en aquella iglesia al norte de Varsovia. Dije que, como política, mi sentido común me indicaba que este movimiento era bastante más que un sindicato, que era un movimiento político cuyo poder no podía negarse. El Gobierno tenía que comprender lo antes posible que estaba en la obligación de negociar con Solidaridad, y esperaba que los líderes de Solidaridad aceptasen la invitación.

El día siguiente, viernes, fue uno de esos días que nunca se olvidan. Volé a Gdansk, a primeras horas de la mañana, para unirme al general Jaruzelski en la ofrenda de una corona de flores en Westerplatte, donde en 1939 se produjo el primer enfrentamiento entre los polacos y los invasores alemanes. Era una península yerma, en la bahía de Gdansk, y el viento soplaba con fuerza. La ceremonia se prolongó durante media hora. Fue un alivio subir a bordo del pequeño barco que nos llevaría río abajo, camino de la propia Gdansk, y guarecerme en el camarote. Cambié mi sombrero y abrigo negro por otros de color verde esmeralda y regresé a cubierta. Las escenas que se produjeron a la llegada de nuestro barco a los astilleros de Gdansk fueron increíbles. Cada metro de terreno parecía estar tomado por los trabajadores de los astilleros ondeando banderas y gritando de entusiasmo.

Tras dar un paseo por la ciudad vieja, me llevaron en coche al hotel en una de cuyas habitaciones había de encontrarme con Lech Walesa y sus colegas. En aquel momento, Walesa se hallaba en una situación ambigua, sometido a una especie de arresto domiciliario no riguroso, y lo gracioso del caso es que fue conducido hasta el hotel por la propia policía de seguridad polaca. Le entregué el regalo que le había traído —un equipo de pesca, porque era un gran pescador— y salimos otra vez hacia los astilleros. De nuevo había miles de trabajadores esperándome, gritando consignas y ondeando banderas de Solidaridad. Coloqué un ramo de flores en el monumento a los trabajadores de los astilleros muertos por la policía y el ejército en 1970, y luego me dirigí a casa del padre Jankowski, confesor y consejero del señor Walesa, para una reunión seguida de almuerzo.

Los dirigentes de Solidaridad eran una mezcla de trabajadores e intelectuales. El señor Walesa pertenecía al primer grupo, pero tenía una gran presencia física y una talla política que le permitía dominar la reunión. Me contó que Solidaridad estaba en contra de aceptar la invitación del Gobierno a una serie de conversaciones de mesa redonda, creyendo —con toda probabilidad tenía razón— que su propósito era dividir y desacreditar a la oposición. Señaló que el objetivo de Solidaridad era el «pluralismo», es decir un Estado en el que el partido comunista no fuera la única autoridad legítima. No obstante, lo que me sorprendió fue que no tuvieran un plan de acción concreto, con objetivos prácticos inmediatos. Cuando dije que creía que Solidaridad debía asistir a las conversaciones y presentar sus propias propuestas en forma de orden del día detallado con documentos de apoyo, mis anfitriones me miraron asombrados.

Durante la comida —uno de los mejores platos de caza que he probado en mi vida— analizamos cuál podía ser su posición negociadora y cuál mi posible ayuda en las conversaciones finales con el Gobierno polaco. Decidimos que la cuestión más importante que le plantearía al general Jaruzelski era la necesidad de legalizar Solidaridad. El reconocimiento de facto no era suficiente. Desde el principio hasta el final me impresionó la moderación y elocuencia del señor Walesa y sus compañeros. En un momento dado dije: «La verdad, tiene usted que poner los medios para que el Gobierno oiga todo lo que me está diciendo». «En eso sí que no hay problema», contestó, señalando al techo: «en cualquier caso nuestras reuniones están controladas».

Después del almuerzo me sugirieron una visita a la cercana iglesia de Santa Brígida. Mi asombro fue estupendo cuando el señor Walesa y yo entramos y descubrí la iglesia entera llena a rebosar de familias polacas que se ponían en pie y cantaban el himno de Solidaridad, «señor devuélvenos nuestra Polonia libre». No pude contener las lágrimas. Tuve la impresión de ir estrechando cientos de manos, mientras recorría la iglesia. Hice un emocionado discurso y Lech Walesa también habló. Cuando salí, había gente en la calle llorando de emoción y gritando: «Gracias, gracias», una y otra vez. Regresé a Varsovia más decidida que nunca a presentar batalla a las autoridades comunistas.

En la reunión final con el general Jaruzelski, esa tarde, mantuve la palabra dada a Solidaridad. Le comuniqué mi agradecimiento porque no hubiese puesto ningún obstáculo a mi visita a Gdansk —aunque también hay que decir que las autoridades habían sometido a censura total las noticias sobre mi visita, incluidas las anteriores y posteriores a ella—. Dije lo impresionada que me había sentido por la moderación de Solidaridad. Si valían para tratar con ellos en mesa redonda, también tenían que valer para que los legalizaran. No me dio la impresión de que el general Jaruzelski estuviera abierto a la posibilidad de cambiar de opinión. Repetí que no creía que Solidaridad pudiera ser ignorada, e incluso que todo intento de ignorarla conduciría al desastre. Fue una discusión fría, pero de buen talante. En cualquier caso, el general Jaruzelski era un interlocutor algo incómodo, hasta que uno se acostumbraba a él: sus gafas oscuras y su postura extrañamente rígida (causada por problemas de espalda) le hacían parecer bastante más distante de lo que era en realidad. Pero no menosprecié su inteligencia (ni sus contactos, porque sabía que estaba muy cerca del señor Gorbachov). La prueba de que el general era polaco, y no sólo comunista, fue que justo antes de que mi avión despegase, en una imprevista aparición, se detuvo su coche con un frenazo junto al avión y el general saltó del vehículo con un enorme ramo de flores en las manos. Ni el propio marxismo consigue eliminar la galantería polaca.

LA ADMINISTRACIÓN BUSH

Quince días más tarde me hallaba otra vez en Washington como última invitada oficial del presidente Reagan. Esta visita me brindó la oportunidad de hablar con el presidente electo, Bush. El señor Bush estaba eligiendo, lentamente, su propio Gobierno. En esta ocasión también me entrevisté con Dan Quayle, el vicepresidente —quien, a pesar de las crueles burlas de que era objeto, siempre me pareció una persona muy bien informada y con buen sentido político—, y con el futuro secretario de Estado, Jim Baker, cuyos puntos de vista comentaré en breve. Tanto el presidente saliente como el presidente electo hablaron de la importancia de hacer frente al déficit presupuestario de Estados Unidos, que llevaba cuatro años descendiendo, pero que seguía planteando serios problemas. Esto, inevitablemente, daba lugar a muchas interrogantes en materia de defensa, de modo que tuve el gusto de volver a exponer al señor Bush mis opiniones sobre las SNF y la gran importancia que concedía al mantenimiento del programa SDI.

El vicepresidente Bush siempre había sido una persona con la que resultaba fácil llevarse bien, y a mí me parecía que había prestado un buen servicio a Norteamérica manteniendo a la Administración Reagan en contacto con el pensamiento europeo. Es uno de los norteamericanos más patriotas, honrados y decentes que he conocido nunca. Tiene gran ánimo personal, como demostraban su carrera anterior y su capacidad de recuperación durante la campaña electoral. Pero nunca se había visto obligado a reflexionar sobre sus propias creencias y luchar por ellas —aun estando desesperadamente pasadas de moda—, como habíamos tenido que hacer Ronald Reagan y yo. Ello quería decir que se pasaba gran parte del tiempo buscando solución a problemas que yo iba despachando según se me planteaban, sin más que acudir a mis convicciones básicas.

Más tarde supe que al presidente Bush le exasperaba a veces mi costumbre de estar hablando sin parar sobre los asuntos que me fascinaban, en vez de dejarlo dirigir la discusión, como él pensaba que debía hacer. Más importante era el hecho de que, como presidente, George Bush se sentía en la necesidad de distanciarse de su predecesor; y una forma de hacerlo era retirarme en público la posición especial y la confianza de que había disfrutado durante el mandato de Ronald Reagan. Era comprensible; y al llegar mi último año en el cargo ya habíamos establecido mejores relaciones. Para entonces había aprendido que era mejor cederle el protagonismo en las conversaciones y no escatimar nunca los elogios. Si era menester, en beneficio de Gran Bretaña y de su influencia, no me importaba ingerir una pequeña dosis de humildad.

Desgraciadamente, el Departamento de Estado de Estados Unidos siguió emitiendo instrucciones en contra mía y de mi política —sobre todo en lo tocante a Europa—, hasta que el comienzo de la crisis del Golfo les hizo cambiar a toda prisa de postura. Hasta cierto punto, la relativa inclinación de la política exterior norteamericana en contra de Gran Bretaña, en este período, puede haber sido fruto de la influencia del secretario de estado, James Baker. Siempre fue muy cortés conmigo, pero no estábamos tan identificados como lo habíamos estado el admirable George Schultz y yo. Aunque esto no tenía importancia, sí que la tenía, y bastante más, el hecho de que todos los numerosos talentos de Jim Baker estuviesen localizados en el ámbito de lo superfluo. En ese sentido tenía un confuso historial: había sido responsable, como secretario del Tesoro de Estados Unidos, de los imprudentes convenios Plaza y Louvre, que volvieron a situar la estabilidad del tipo de cambio en el centro de la política económica occidental, con grandes efectos perjudiciales. Ahora, en el Departamento de Estado, Jim Baker y su equipo aplicaban a la política exterior de EE. UU. un método parecido, supuestamente «pragmático», de resolver problemas.

El efecto principal de esta forma de abordar los problemas, hasta donde a mí me afectaba, fue el de anteponer la relación con Alemania a la «especial relación» de Estados Unidos con Gran Bretaña. Soy la primera en mantener que si se opta por ignorar la historia y las fidelidades, el planteamiento resultante puede parecer bastante racional. Después de todo, había cierto peligro en que Alemania —primero bajo el hechizo del señor Gorbachov y más tarde con el señuelo de la reunificación— pudiera desplazarse de la alianza con Occidente a la neutralidad. Una vez unificada Alemania, había otro argumento —propagado por los franceses, pero asimilado también por el departamento de Estado de EE. UU.—: que sólo una «Europa unida» permitiría un razonable control del poder alemán, o, dicho de modo más positivo, que el liderazgo alemán de la «Europa unida» permitiría a los norteamericanos recortar el volumen de dinero que gastaban en la defensa de Europa.

Todos estos argumentos —que en nada se distinguían de los que habrían podido esgrimir nuestros propios funcionarios del Ministerio de Asuntos Exteriores de Gran Bretaña— eran falsos. El peligro de que Alemania rompiese sus lazos con Occidente era exagerado. Lejos de contribuir a controlarlo, la Europa unida haría más fuerte el poder de la Alemania unificada. Alemania perseguiría su propio interés tanto dentro como fuera de Europa. Por otra parte, una Europa edificada sobre bases corporativistas y proteccionistas, implícitas en la alianza germano-francesa, con toda seguridad vería con peores ojos a los norteamericanos que la Europa más flexible que yo prefería. Finalmente, la idea de que se pudiera confiar en los europeos —con excepción de Gran Bretaña y posiblemente Francia— para defenderse a sí mismos o a cualquier otro país era francamente ridícula. Los lazos de sangre, cultura y valores tradicionales que unían a Gran Bretaña y Norteamérica eran la única base firme de la política norteamericana en Occidente: había que ser muy inteligente para no caer en un detalle tan obvio. Pero éste era el tipo de consideraciones políticas y personales que afectaban las relaciones de Estados Unidos con Gran Bretaña, mientras yo trataba de cumplir con mi triple objetivo de que las defensas de la OTAN siguieran siendo fuertes, de que la Unión Soviética no se sintiera amenazada hasta el punto de ponerse en marcha e invadir el este de Europa, y de afrontar los efectos de la reunificación alemana.

ENFRENTAMIENTOS INTERNOS EN LA OTAN POR CAUSA DE LAS FUERZAS NUCLEARES DE CORTO ALCANCE (SNF)

A finales de 1988 no lograba yo imaginarme ni cómo iban a desarrollarse las relaciones anglo-norteamericanas, ni hasta qué grado iban a llegar las dificultades con los alemanes por causa de las SNF. Mi postura básica era que las armas nucleares de corto alcance resultaban esenciales en la estrategia de respuesta flexible de la OTAN: cualquier agresor potencial debía saber que si cruzaba la línea de la OTAN podía encontrarse con una respuesta nuclear. Si tal temor se evaporaba, el enemigo consideraría posible organizar un ataque convencional que lo llevara hasta la costa del Atlántico en unos pocos días. Y ésta, por supuesto, era la situación existente. Pero una vez que se suprimieran las armas nucleares de alcance intermedio con base en tierra, con la entrada en vigor del tratado INF firmado en Washington en diciembre de 1987, los misiles de corto alcance con base en tierra se harían vitales. Lo mismo ocurriría, por supuesto, con los misiles intermedios de base marítima.

En el Consejo Europeo de Rodas, a primeros de diciembre de 1988, hablé del control de armamento con el canciller Kohl; lo encontré muy firme en su posición. Estaba muy contento de que fuera a celebrarse inmediatamente una cumbre de la OTAN, lo cual le permitiría obtener un acuerdo sobre el «concepto total» del control de armamento antes del fin de su mandato. Yo le di la razón en ese punto: cuanto antes, mejor. Debíamos tomar decisiones sobre la modernización de las armas nucleares de la OTAN, en concreto sobre la sustitución del LANCE, a mediados de año. El canciller Kohl dijo que quería que estas dos cuestiones estuvieran resueltas antes de las elecciones europeas de junio 1989.

Antes de la siguiente cumbre anglo-alemana de Frankfurt, la presión política sobre el canciller alemán había aumentado bastante y él había empezado a argumentar que no hacía falta tomar una decisión en lo tocante a las SNF hasta 1991-1992.

Una semana antes de acudir a Frankfurt, traté el problema con Jim Baker durante un almuerzo en Chequers. Le dije que seguía considerando al canciller Kohl un hombre valeroso, sólido aliado de Estados Unidos: el problema era Hans-Dietrich Genscher, que se inclinaba por un acercamiento más suave y complaciente a los soviéticos. Predije que otros Gobiernos también flaquearían en el asunto de las SNF, porque los sondeos de opinión demostraban que la gente ya no creía en la amenaza soviética. Por, tanto, era vital que los Estados Unidos y Gran Bretaña se mantuvieran firmes. Jim Baker se manifestó de acuerdo con mi postura. La Administración norteamericana necesitaba garantías sobre el despliegue o no recibirían fondos del Congreso para desarrollar un sucesor del LANCE. Pero Baker se preguntaba si el precio del acuerdo alemán sería aceptar unas promesas vagas en las negociaciones de las SNF. Contesté que aunque había espacio suficiente para que la OTAN hiciese reducciones unilaterales en sus arsenales de artillería nuclear, no podíamos negociar las SNF sin quedar atrapados en otro «cero». Jim Baker, desde luego, estaba más predispuesto a soportar las susceptibilidades alemanas que yo, pero yo aún creía que veíamos las cosas del mismo modo.

En consecuencia, cuando me encontré con el canciller Kohl en Frankfurt fui bastante franca. Le dije que al explicar el despliegue de las SNF a sus compatriotas debía limitarse a hacerles la pregunta fundamental de si valoraban su libertad. Para los alemanes, la libertad había comenzado el día en que terminó la Segunda Guerra Mundial, y la OTAN la había preservado durante cuarenta años. La Unión Soviética continuaba representando una amenaza militar. Gran Bretaña, Alemania y los Estados Unidos representaban la fuerza real de la OTAN. Comprendía sus dificultades al tratar con la opinión pública alemana pero pensaba que él y yo estábamos fundamentalmente de acuerdo. La OTAN tenía que modernizar su armamento; en caso contrario los Estados Unidos, tarde o temprano, retirarían sus tropas de Alemania. Gran Bretaña y Alemania, juntas, debían señalar el sentido de la marcha. A pesar de la presión a que estaba sometido el canciller federal, me fui de Frankfurt con la idea de que lo convenido en materia de las SNF aún podría mantenerse.

Por supuesto que los soviéticos no tenían ninguna duda sobre la importancia estratégica de las decisiones que tomáramos con respecto a las SNF. El señor y la señora Gorbachov llegaron a Londres, a las once de la noche del miércoles 5 de abril, en una visita que habíamos tenido que posponer el anterior mes de diciembre debido al terremoto de Armenia. Los recibí en el aeropuerto y nos dirigimos a la Embajada soviética, donde el número de brindis sugería que el temprano abandono del vodka por parte del líder soviético no era de aplicación universal. En mis conversaciones con el señor Gorbachov le encontré frustrado y sorprendentemente receloso de la Administración Bush. Pero el contenido real de nuestras discusiones versó sobre control de armamento. Le dije directamente al señor Gorbachov que teníamos pruebas de que los soviéticos no nos decían la verdad sobre la cantidad y el tipo de armas químicas que poseían. Después, él sacó a colación el tema de la modernización de las SNF. Le dije que las armas obsoletas no disuadían y que las SNF de la OTAN, por supuesto, tendrían que modernizarse. La próxima cumbre de la OTAN confirmaría esta intención. El señor Gorbachov volvió a tratar el tema en su discurso del Guildhall, que contenía una especie de sección amenazadora sobre el efecto que las conversaciones de control de armamento tendría en las relaciones Este-Oeste, sobre todo si la OTAN seguía adelante con la modernización.

Toda esta presión estaba teniendo un efecto: el canciller Kohl se batía en retirada. En abril se difundió ampliamente —antes de ponerlo en conocimiento de ningún aliado, excepto los norteamericanos— la nueva posición de los alemanes sobre la modernización y negociación de las SNF. El documento de la posición alemana no excluía un «tercer cero», no exigía que la Unión Soviética redujera unilateralmente sus SNF a los niveles de las de la OTAN y expresaba dudas sobre la modernización de las SNF.

Sostuve agrias discusiones con el canciller Kohl, entre bastidores del escenario de paz y concordia que se había montado para nuestro encuentro en Deidesheim de finales de abril. El canciller Kohl presentó una extensa justificación de la reciente conducta de Alemania: quería que la OTAN discutiese un mandato para negociar las SNF, aunque dijo que se oponía totalmente a un «tercer cero». Simplemente dijo: no se podía sostener políticamente en Alemania que las armas nucleares que más directamente les afectaban fueran la única categoría no sujeta a negociación.

Le contesté recordando al canciller Kohl algunos antecedentes. Él había sido el único que había propuesto, originalmente, la necesidad de una cumbre de la OTAN anticipada para tomar la decisión de la modernización, y yo lo había apoyado. Le leí la declaración conjunta que publicamos en Frankfurt. A nosotros no nos había informado el Gobierno alemán de su nueva posición hasta varios días después de comunicárselo a la prensa. La OTAN tenía que tener SNF y éstos debían modernizarse, como él mismo había admitido recientemente. No podíamos enredarnos en las negociaciones sobre las SNF, que conducirían inexorablemente a un «tercer cero». Le expuse al canciller Kohl los informes que habíamos recibido de las intenciones y opiniones reales de la Unión Soviética: estaban satisfechos de haber obtenido ventaja con la modernización de sus propias SNF y el retraso de las nuestras en el mismo proceso. También confiaban en poder influir en la opinión de Alemania Federal a favor de las negociaciones sobre las SNF. Repetí que Gran Bretaña y los Estados Unidos se oponían frontalmente a negociar sobre las SNF y mantendrían su postura. Nuestras fuerzas actuales eran un mínimo no negociable, si queríamos mantener la estrategia de respuesta flexible y, por tanto, en su momento tendrían que ser modernizadas. Aun en el caso de que se pospusiera la decisión de desplegar los misiles FOLT, debía haber pruebas claras, en la próxima cumbre de la OTAN, del apoyo al programa de desarrollo de los Estados Unidos. En realidad, el comportamiento del Gobierno alemán había sometido a la OTAN a una grave tensión.

El canciller Kohl empezó a agitarse. Dijo que no necesitaba lecciones sobre la OTAN, que creía en la respuesta flexible y repitió su oposición a un «tercer cero». Pero el hecho era que a Alemania le afectaban más que a nadie las SNF y que por ello había que dar prioridad a los intereses de Alemania. Contesté que, al contrario de lo que decía, las SNF no afectaban sólo a Alemania, porque nuestras tropas estaban en suelo alemán. Nunca ha sido posible confiar en todos los aliados de la OTAN; siempre había eslabones débiles. Pero hasta aquel momento, los Estados Unidos, Gran Bretaña y Alemania habían constituido la fuerza real de la OTAN.

En ese momento, el canciller Kohl se excitó aún más. Dijo que durante años se le había echado en cara que fuese un mero vasallo de los norteamericanos, y ahora, de repente, se le calificaba de traidor. Repitió que no creía que una vez alcanzados los acuerdos INF nadie pudiera negarse a negociar sobre las SNF, pero añadió que pensaría de nuevo lo que yo había dicho y se mantendría en contacto con los norteamericanos sobre este tema. Informé al presidente Bush de nuestra conversación en un mensaje que concluía así: «con tal de que Gran Bretaña y Estados Unidos se mantengan absolutamente firmes, aún podemos conseguir un resultado satisfactorio en la cumbre de la OTAN».

En los días anteriores a la cumbre de la OTAN los periódicos siguieron centrándose en las desavenencias en el seno de la Alianza. Era una actitud especialmente mezquina, porque tendríamos que haber estado celebrando el cuarenta aniversario de la OTAN y destacando el éxito de nuestra estrategia para garantizar la paz por medio de la fuerza. Además de los norteamericanos, sólo los franceses estaban de acuerdo con mi postura sobre las SNF, y ellos, en cualquier caso, no formaban parte de la estructura del mando integrado de la OTAN y no tenían gran importancia en la decisión final. Anoté, el martes 16 de mayo: «si conseguimos hacer ‘no negociable’ una sola sección de las SNF, será suficiente, combinándolo con un fuerte apoyo a la investigación sobre las mismas». Todavía me sentía optimista.

Más tarde, el 19 de mayo, supe que la postura de los norteamericanos había cambiado de pronto. Ahora estaban dispuestos a iniciar negociaciones sobre las SNF. Jim Baker sostuvo, en público, que nosotros habíamos sido consultados sobre el cambio de táctica de Estados Unidos, pero en realidad no fue así. Sin suscribir de ninguna forma el texto norteamericano, que consideraba torpemente equivocado, envié dos observaciones importantes a los norteamericanos. Debería rectificarse que la apertura de las negociaciones sobre SNF dependiera de la decisión de desplegar un sucesor de los LANCE. Debía incluirse la exigencia de una reducción sustancial de las SNF soviéticos, hasta situarlas en el nivel de las de la OTAN. Jim Baker contestó que dudaba que los alemanes aceptaran esto. La actitud de Brent Scowcroft —consejero de Seguridad Nacional del presidente— era más firme. Y el punto de vista del presidente no me resultaba claro en absoluto. En cualquier caso, me encontré con que acudía a Bruselas en calidad de disidente única. Todo el mundo aceptó la apertura de negociaciones sobre las SNF, y sólo hubo diferencias en cuanto a las condiciones que tendrían que cumplirse antes. Yo no quería ninguna negociación. Y si alguna tenía que haber, quería condiciones más firmes que las del texto norteamericano. Sobre todo, no debía haber un equívoco de lenguaje en lo relativo al «tercer cero».

Esto no era como el Consejo Europeo: era importante que pusiéramos de manifiesto la unidad de la OTAN, para que ésta tuviera alguna eficacia, de modo que me hice a la idea de que había circunstancias en que, por razones éticas y sin incurrir en debilidad alguna, más valía lograr una transacción. No obstante, expuse mi postura enérgicamente en el discurso que hice. Dije que era profundamente escéptica en lo relativo a que las negociaciones sobre las SNF pudieran ser beneficiosas para la OTAN. Estaba dispuesta a estudiar un texto que planteara tales negociaciones, pero sólo después de obtener un acuerdo para la reducción de fuerzas convencionales, y de que este acuerdo se materializase al menos parcialmente. Todo ello, además, sólo sobre la base de excluir totalmente un nuevo «cero».

De hecho, en el último momento, los norteamericanos presentaron propuestas exigiendo la reducción de fuerzas convencionales y no sólo nuevos recortes más amplios, sino que se aceleraran las conversaciones sobre fuerzas convencionales en Europa que se estaban celebrando en Viena, de modo que las nuevas reducciones pudieran lograrse en 1992 o 1993. Este juego de manos abrió la posibilidad de un acuerdo sobre las SNF, dejando a los alemanes en condiciones de argumentar ante sus ciudadanos que seguía en pie la perspectiva de abrir el diálogo en lo tocante a las SNF. Sin embargo, como destaqué durante mi posterior intervención en la Cámara de los Comunes, el hecho era que sólo después de alcanzar un acuerdo sobre reducción de fuerzas convencionales y de que la ejecución de ese acuerdo estuviese en marcha, podían los Estados Unidos emprender negociaciones para la reducción parcial de los Misiles de Corto Alcance. No se harían reducciones en las SNF de la OTAN hasta que no estuviera completamente cumplido el acuerdo de reducción de fuerzas convencionales.

Pensé que había hecho todo lo humanamente posible —sin el firme apoyo de Estados Unidos a la línea que yo realmente deseaba— para impedirnos caer en otro «cero». Pude admitir el texto resultante de las difíciles negociaciones de Bruselas. Pero había visto, por mí misma, que el nuevo planteamiento norteamericano subordinaba la clara declaración de intenciones sobre la defensa de la Alianza a las susceptibilidades políticas de los alemanes. No me pareció que ello presagiara nada bueno.

Las observaciones del presidente Bush, en su discurso de Mainz del 31 de mayo de 1989, refiriéndose a los alemanes como «asociados nuestros en la dirección», confirmaban el camino que seguía la opinión norteamericana sobre Europa. Cuando el presidente Bush vino a Londres pretendió resolver los problemas que esas observaciones habían provocado, diciendo que nosotros también éramos asociados en la dirección. Pero el daño ya estaba hecho. Mientras discurría el año 1989, la marcha de los acontecimientos en Europa Oriental y la perspectiva de la reunificación alemana añadían un nuevo elemento, llevando a los Estados Unidos a tomar más en serio aún los problemas alemanes.

LA CAÍDA DEL COMUNISMO EN EUROPA ORIENTAL EN 1989 Y SUS CONSECUENCIAS

A finales del verano de 1989 aparecieron los primeros signos de un inminente colapso del comunismo en Europa Oriental. Solidaridad ganó las elecciones a primeros de junio en Polonia y el general Jaruzelski aceptó los resultados: lo felicité cuando vino a Londres unos días más tarde. En Hungría se imponía la liberalización, que abrió la frontera con Austria en septiembre y supuso la llegada de gran cantidad de refugiados de Alemania Oriental. La huida de la población de Alemania Oriental y las manifestaciones de principios de octubre en Leipzig provocaron la caída de Erich Honecker. La demolición del muro de Berlín comenzó el 10 de noviembre. Al mes siguiente le tocó el turno a Checoslovaquia. A finales de año, Václav Havel, el dramaturgo disidente que había sido encarcelado en febrero, fue elegido presidente de Checoslovaquia; y el malvado Ceaucescu fue derrocado en Rumania.

Estos sucesos marcaron el cambio político más agradable de mi vida. Pero por mucho que me alegrase la caída del comunismo en Europa Central y Oriental, no iba a permitir que la euforia empañase la razón ni la prudencia. No creía que fuera fácil establecer la democracia y el sistema de libre empresa. Algunos de los países liberados y liberalizadores tenían tradiciones de libertad más fuertes para poder recuperarse que otros. Pero era demasiado pronto para estar seguros de qué clase de regímenes surgirían. Además, Europa Central y Oriental —y todavía más la Unión Soviética— eran un complicado entramado de naciones. La libertad política traería pronto disputas étnicas y conflictos fronterizos, que podían remover épocas pasadas en la memoria de las gentes. No cabía excluir la guerra.

Los cambios positivos que se estaban produciendo eran resultado de la firmeza y resolución de Occidente, pero también de que el señor Gorbachov y la Unión Soviética habían renunciado a la doctrina Brezhnev. De la supervivencia de un Gobierno reformista y moderado en la URSS dependía el futuro de las nuevas democracias. Habíamos visto en el pasado —en 1956 en Hungría y en 1968 en Checoslovaquia— lo que sucedió cuando los demócratas salieron a la calle creyendo que Occidente, en última instancia, daría un paso para ayudarles contra los soviéticos y luego se vieron abandonados. Era demasiado pronto para suponer que las naciones cautivas se habían liberado definitivamente: los carceleros soviéticos aún podían ser peligrosos. Por lo tanto, era esencial proceder con cuidado y evitar acciones que pudieran juzgarse como provocadoras tanto por la dirección política soviética como por la militar.

Esto nos llevaba directamente a una tercera consideración: el futuro de Alemania. Porque nada era más probable que despertase antiguos temores en la Unión Soviética —temores que los partidarios de la línea dura estarían ansiosos de explotar— que la perspectiva de una Alemania unificada, poderosa y con renovadas ambiciones sobre su flanco oriental.

EL PROBLEMA DE ALEMANIA Y EL EQUILIBRIO DE PODER

Había —y todavía hay— una tendencia a considerar el «problema alemán» como algo demasiado delicado para que un político bien educado lo discuta; siempre me ha parecido un error. El problema tiene varios elementos que sólo pueden tratarse si los no alemanes los consideran abierta y constructivamente. No creo en la culpabilidad colectiva: cada individuo ha de responder moralmente de sus acciones. Pero sí creo en el carácter nacional, que se modela por una serie de factores complejos: el hecho de que las caricaturas nacionales sean, con frecuencia, tan absurdas e inexactas, no les resta valor. Desde la unificación de Alemania bajo Bismarck —quizá porque la unificación nacional se produjo tan tarde— Alemania ha oscilado imprevisiblemente entre la agresión y la inseguridad. Los vecinos inmediatos de Alemania, como los franceses y los polacos, son más profundamente conscientes de este comportamiento que los británicos, por no mencionar a los norteamericanos; aunque esa misma preocupación conduce con frecuencia a los vecinos de Alemania a abstenerse de hacer comentarios que podrían parecer faltos de sensibilidad. Los rusos también son agudamente conscientes de todo esto, aunque en su caso la necesidad de crédito e inversiones alemanas ha tenido, durante mucho tiempo, el efecto de mantenerlos en calma. Pero tal vez los primeros en reconocer el «problema alemán» sean los alemanes modernos, la inmensa mayoría de los cuales desea que Alemania no sea una gran potencia capaz de imponerse a expensas de los demás. La Angst —angustia— alemana empieza en el autoconocimiento.

Como ya he indicado, esa es una de las razones por las que tantos alemanes quieren —yo creo que erróneamente— ver a Alemania estrechamente vinculada a una Europa federal. En realidad, es mucho más probable que Alemania domine dentro de ese marco; porque una Alemania unificada es, sencillamente, demasiado grande y poderosa para ser sólo un miembro más de Europa. Por otra parte, Alemania ha mirado siempre al Este tanto como al Oeste, aunque es la expansión económica más que la expansión territorial la manifestación moderna de esta tendencia. Alemania es, por su propia naturaleza, una fuerza desestabilizadora más que estabilizadora en Europa. Sólo el compromiso militar y político de Estados Unidos en Europa y las estrechas relaciones entre los otros dos Estados soberanos fuertes de Europa —Gran Bretaña y Francia— son suficientes para equilibrar el poder alemán: y nada de esto sería posible dentro de una Europa súper Estado.

El único obstáculo para lograr ese equilibrio de poder, cuando yo era primera ministra, fue la negativa de Francia, con el presidente Mitterrand, a seguir su sentido común y el de los franceses y desafiar los intereses alemanes. Ello habría supuesto el abandono del eje franco-alemán, en el que Mitterrand confiaba; y, como ya diré, el impacto resultó demasiado difícil para él.

LA REUNIFICACIÓN ALEMANA

En principio, parecía probable que los soviéticos se opusieran enérgicamente a la reaparición de una Alemania poderosa, unificada en los términos de Occidente y acompañada por el descrédito del comunismo. Por supuesto, los soviéticos podían haber calculado que una Alemania unificada conduciría a un Gobierno de centro-izquierda que consiguiera su objetivo, a largo plazo, de neutralizar y desnuclearizar Alemania Federal. (Lo que de hecho sucedió fue que los soviéticos —quizá con una idea más clara que la nuestra de los verdaderos sentimientos de los alemanes orientales— estaban dispuestos a trocar la reunificación por una modesta ayuda financiera de Alemania a su desmoronada economía).

Estos temas tenían prioridad en mi mente, cuando decidí hacer un alto en Moscú para conversar con el señor Gorbachov en mi viaje de regreso de la Conferencia de la Unión Democrática Internacional celebrada en Tokio en septiembre de 1989. En realidad, mi avión VC10 se detuvo primero para repostar combustible en la ciudad de Bratsk, en Siberia. Tuve una conversación de dos horas con los dirigentes del partido comunista local, mientras tomábamos café en un frío edificio parecido a un granero. Estaban entusiasmados con la perestroika, pero la conversación empezó a languidecer tras una hora de charla sobre la cosecha local de remolacha. Mi condición de celebridad sirvió para rescatarme: John Whittingdale entró a preguntarme si quería dedicarle una foto a Oleg, el policía de la KGB que estaba en la puerta. Accedí al momento. Mis anfitriones conferenciaron rápidamente en ruso y luego dijeron que ellos también querían fotografías firmadas. Habíamos roto el hielo.

Al día siguiente, en Moscú, durante el almuerzo, hablé francamente con el señor Gorbachov sobre Alemania. Le expliqué que aunque la OTAN hacía tradicionalmente declaraciones apoyando la aspiración alemana a la reunificación, en la práctica éramos bastante reticentes. No estaba hablando sólo en mi nombre, lo había discutido con otro líder occidental, implicando sin mencionarlo al presidente Mitterrand. El señor Gorbachov confirmó que la Unión Soviética tampoco quería la reunificación alemana. Esto reforzó mi resolución de entorpecer la embriagadora marcha a que se desarrollaban los acontecimientos. Por supuesto, no quería que los alemanes orientales —ni nadie— tuvieran que vivir bajo el comunismo. Pero me parecía que una Alemania Oriental verdaderamente democrática emergería pronto y que la cuestión de la reunificación era un tema diferente, en el que los deseos e intereses de los vecinos de Alemania y otras potencias debía tenerse plenamente en cuenta.

Los alemanes federales parecían desear hacerlo así. El canciller Kohl me llamó por teléfono la tarde del viernes del 10 de noviembre, después de visitar Berlín, mientras comenzaba la demolición del muro. Estaba muy animado por las escenas que había presenciado: ¿Qué es lo que no debían hacer los alemanes? Le aconsejé que se mantuviese en contacto con el señor Gorbachov, que evidentemente estaría muy preocupado con lo que estaba sucediendo. Prometió hacerlo así. Esa noche vino a verme el embajador soviético con un mensaje del señor Gorbachov donde expresaba su preocupación porque pudiera haber algún incidente —quizá un ataque a los soldados soviéticos instalados en Alemania Oriental o en Berlín— que tuviera consecuencias decisivas.

Sin embargo, en lugar de frenar las expectativas, el canciller Kohl, muy pronto se ocupó de alentarlas. En unas declaraciones al Bundestag dijo que el núcleo de la cuestión alemana era la libertad y que al pueblo de Alemania Oriental había que darle la oportunidad de decidir su propio futuro sin necesidad de consejos ajenos. Eso afectaba a la «cuestión de la reunificación y también a la unidad alemana». El tono ya había empezado a cambiar y cambiaría más; no obstante, en privado, el ministro de Asuntos Exteriores, Genscher, todavía aseguraba a Douglas Hurd que los alemanes querían evitar que se hablase de reunificación.

Este era el ambiente cuando el presidente Mitterrand solicitó una reunión especial de los jefes de Gobierno de la Comunidad Europea en París para estudiar lo que estaba sucediendo en Alemania, donde Egon Krenz, el nuevo dirigente de Alemania Oriental —que era, según me habían dicho los soviéticos, protegido del señor Gorbachov—, se hallaba en situación precaria.

Antes de ir envié un mensaje al presidente Bush reiterándole mi opinión de que debería darse prioridad al establecimiento de una auténtica democracia en Alemania Oriental y que la reunificación de Alemania no era lo que había que buscar por el momento. El presidente Bush me llamó por teléfono más tarde, para darme las gracias por el mensaje, con el que estaba de acuerdo, y para contarme cuánto le apetecía «encontrarnos los dos en Camp David y mantener una buena conversación».

Casi igual de amistosa fue la reunión de París la tarde del sábado 18 de noviembre. El presidente Mitterrand la abrió planteando una serie de preguntas, entre ellas si el problema de las fronteras de Europa debía someterse a debate. Luego intervino el canciller Kohl. Dijo que la gente quería «oír la voz de Europa». Entonces se complació hablando durante cuarenta minutos. Concluyó diciendo que no debería haber problemas de fronteras, pero que a los alemanes se les debería permitir decidir su futuro por sí mismos y que la autodeterminación era primordial. Después de que interviniese el señor González, sin mayores consecuencias, hablé yo.

Dije que aunque los cambios que se estaban produciendo eran históricos, no debíamos sucumbir a la euforia. Los cambios sólo estaban empezando y llevaría varios años conseguir una auténtica reforma democrática y económica en Europa Oriental. No debía plantearse la cuestión de modificar las fronteras. Se debía aplicar el Acta Final de Helsinki[68]. Cualquier intento de hablar sobre cambios de fronteras o la reunificación alemana minaría la autoridad del señor Gorbachov y abriría, además, la caja de Pandora de las reclamaciones fronterizas en toda Europa Central. Dije que debíamos mantener tanto la OTAN como el Pacto de Varsovia intactos para crear un contexto de estabilidad. Cualesquiera que fueran las reservas que el canciller Kohl pudiera tener no las expresó en voz alta. Si ya había decidido su próximo movimiento para acelerar el proceso de reunificación, no lo sé.

El viernes siguiente —24 de noviembre— discutí los mismos problemas en Camp David con el presidente Bush, pero no exactamente a gusto. Aunque estaba muy simpático, el presidente parecía distraído e inquieto. Yo puse mucho empeño en persuadirlo de que mi análisis de lo acontecido en el desmoronado bloque comunista era correcto. Reiteré lo que había dicho en París respecto a las fronteras, la reunificación y la necesidad de apoyar al líder soviético, de cuya continuidad en el poder tantas cosas dependían. El presidente Bush no me llevó la contraria, pero me preguntó, con mucha intención, si mi postura había provocado dificultades con el canciller Kohl y cuál era mi actitud hacia la Comunidad Económica Europea. También estaba claro que diferíamos en la prioridad en los gastos de defensa. El presidente me habló de las dificultades presupuestarias con que tenía que enfrentarse, y expuso que si las condiciones en Europa y la Unión Soviética habían cambiado realmente, con toda seguridad debía de ser posible para Occidente recortar los gastos de defensa. Le contesté que siempre quedaba la amenaza desconocida contra la que teníamos que estar en guardia. En este sentido los gastos de defensa eran como una póliza de seguros: uno no dejaba de pagar los recibos porque la calle esté libre de ladrones durante un tiempo. Pensaba que el presupuesto de defensa de los Estados Unidos no debía hacerse en función del señor Gorbachov y sus iniciativas sino de los intereses de defensa de los Estados Unidos. Tal vez no fui sensible a sus dificultades con el Congreso. En cualquier caso, la atmósfera no mejoró como resultado de nuestras discusiones.

Poco después de mi regreso a Gran Bretaña supe que, sin consulta previa con los aliados y en clara ruptura con el espíritu de la cumbre de París, el canciller Kohl había propuesto en un discurso al Bundestag un plan de «diez puntos» sobre el futuro de Alemania. El quinto punto de este plan era la propuesta de desarrollo de «estructuras confederadas entre los dos Estados de Alemania con el objetivo de crear una federación». El décimo punto era que su Gobierno trabajaba por la «unidad, reunificación y restablecimiento de la unidad del Estado alemán».

La cuestión real, ahora, era cómo reaccionarían los norteamericanos. No tuve que esperar mucho para saberlo. En una conferencia de prensa informativa, Jim Baker explicó detalladamente el planteamiento norteamericano sobre la reunificación alemana, que, dijo, se basaría en cuatro principios: se proseguiría la autodeterminación «sin prejuzgar los resultados», y Alemania no sólo debía permanecer en la OTAN, con lo que yo estaba francamente de acuerdo, sino que debía formar parte de «una Comunidad Económica Europea progresivamente integrada», con lo que yo no estaba de acuerdo. El tercer punto era que los movimientos hacia la unificación debían ser pacíficos, graduales y basarse en un proceso que fuera paso a paso, lo que estaba bastante bien. Estaba totalmente de acuerdo con el punto final: que los principios del Acta Final de Helsinki, sobre todo los relacionados con las fronteras, debían apoyarse. Lo que quedaba por ver, sin embargo, era si los norteamericanos iban a dar más importancia a la noción del futuro de Alemania en una Europa «integrada», o al concepto de que la reunificación debía producirse sólo lenta y gradualmente.

Correspondió al propio presidente Bush facilitar la respuesta en su discurso en la reunión de jefes de Gobierno de la OTAN, convocada en Bruselas a primeros de diciembre para oír su informe sobre las conversaciones con el señor Gorbachov en Malta. Hizo unas declaraciones, evidentemente preparadas con todo cuidado, sobre la «arquitectura futura de Europa», pidiendo una «relación más madura y nueva» con Europa. También reafirmó los principios que Jim Baker había expuesto sobre la reunificación. Pero el hecho de que el presidente Bush pusiera tal énfasis en la «integración europea», en un encuentro predominantemente europeo en Bruselas, se tomó inmediatamente como una señal —que quizá no estaba lejos de la verdad— de que Norteamérica se alineaba con el federalismo más que con mi objetivo de un desarrollo europeo al estilo del que expuso en Brujas. No había razón alguna para que los periodistas, que sabían perfectamente en qué sentido apuntaba el informe previo emitido por el departamento de Estado, interpretasen de otro modo las palabras del presidente. El señor Bush me llamó por teléfono para explicar sus comentarios y aclarar que se refería al mercado único más que a una integración política más amplia. Yo quise creer que así era, o por lo menos que así iba a ser desde ese momento en adelante. La realidad era que no había nada que pudiese esperar de los norteamericanos en cuanto a retrasar la reunificación alemana, ni posiblemente, por mucho que yo lo deseara, para evitar el impulso hacia la unidad europea.

¿UN EJE ANGLO-FRANCÉS?

Si quedaba alguna esperanza de detener o retrasar la reunificación alemana sólo vendría de una iniciativa anglo-francesa. Sin embargo, aunque el presidente Mitterrand intentara dar un efecto práctico a lo que yo sabía era su temor secreto, no encontraríamos muchos caminos abiertos. Una vez decidido que Alemania Oriental podía unirse a la Comunidad Económica Europea sin detalladas negociaciones —y yo me resistía por mis propias razones a modificar el tratado y a toda ayuda de la Comunidad Económica Europea— poco podíamos hacer para retrasar la reunificación a través de las instituciones de la CEE. Puse algunas esperanzas en el sistema que ofrecían las «Cuatro Potencias» —Gran Bretaña, Francia, Estados Unidos y la Unión Soviética— que eran responsables de la seguridad de Berlín. Pero Estados Unidos —y a continuación también los soviéticos— dejaron de verlo como otra cosa que una reunión de negocios para discutir los detalles de la reunificación. Este marco era también de uso limitado. La CSCE —en la que expondría mis ideas al año siguiente— proporcionaba una base para frenar cualquier intento desafortunado de cambiar las fronteras en toda Europa Oriental; pero no obstaculizó el camino de la reunificación alemana. Así que la última y mejor esperanza parecía la creación de un eje político anglo-francés sólido que garantizase en cada etapa de la reunificación —y en el desarrollo político y económico del futuro— que los alemanes no pudieran hacerlo todo a su manera.

En el Consejo Europeo de Estrasburgo, en diciembre de 1989, el presidente Mitterrand y yo —por sugerencia suya— tuvimos dos reuniones privadas para discutir el problema alemán y nuestra reacción. Él estaba todavía más preocupado que yo. Era muy crítico con el plan de «diez puntos» del canciller Kohl. Observó que históricamente los alemanes eran un pueblo en constante movimiento y cambio. En ese momento saqué del bolso un mapa en que se reflejaban las diversas configuraciones de Alemania en el pasado, lo cual no ofrecía grandes garantías para el futuro. Hablamos de lo que podíamos hacer exactamente. En la reunión que él había presidido en París habíamos alcanzado la respuesta correcta sobre las fronteras y la reunificación. Pero el presidente Mitterrand observó que el canciller Kohl ya había ido bastante más lejos. Dijo que en los momentos de grandes peligros, Francia, en el pasado siempre había establecido relaciones especiales con Gran Bretaña y pensaba que ese momento había llegado de nuevo. Debíamos unirnos y estar en contacto. Me pareció que aunque no habíamos encontrado los medios, ambos compartíamos al menos el deseo de someter a control la amenaza del monstruo alemán. Era un comienzo.

La discusión en las reuniones oficiales del Consejo de Estrasburgo se hacía, por supuesto, en un tono muy diferente, aunque el primer ministro holandés, señor Lubbers, dijo en el almuerzo de jefes de Gobierno que pensaba que el plan de «diez puntos» del canciller Kohl incitaba a la reunificación, que había cierto peligro en hablar de autodeterminación y que era mejor no referirse a un «pueblo alemán». Hacía falta valor para decir todo aquello. Pero el caso es que apenas sí sirvió para desalentar al canciller Kohl, quien dijo que Alemania había pagado por la última guerra perdiendo una tercera parte de su territorio. Fue impreciso en la cuestión de las fronteras —demasiado impreciso para mi gusto— arguyendo que la línea Oder-Neisse, que marcaba la frontera con Polonia, no debía convertirse en un problema legal. No parecía comprender, ni en ese momento ni más tarde, el temor y la susceptibilidad polaca.

Tenía previsto reunirme con el presidente Mitterrand en enero de 1990 y pedí que me prepararan documentación analizando el mejor modo de reforzar la cooperación anglo-francesa. El presidente francés había estado poco antes de Navidad en Berlín Oriental para hacer valer los intereses franceses en el futuro de Alemania. Pero su actitud pública apenas revelaba sus opiniones privadas y en su conferencia de prensa en Alemania, adujo que él no era «uno de esos que ponían el freno». Yo esperaba vencer, durante nuestra próxima reunión, esa tendencia suya a la esquizofrenia.

Casi toda la conversación que tuve con el presidente Mitterrand en el palacio del Elíseo el sábado 20 de enero versó sobre Alemania. Recogiendo las observaciones que él mismo expuso en Estrasburgo, le dije que era muy importante para Gran Bretaña y Francia resolver juntas como controlar lo que estaba sucediendo en Alemania. Alemania Oriental parecía próxima al colapso y no era del todo imposible que tuviéramos que enfrentarnos en el transcurso de ese año con la decisión, en principio favorable, a la reunificación. El presidente francés estaba claramente molesto con la actitud y con el comportamiento de los alemanes. Aun reconociendo su derecho a la autodeterminación, no le parecía que estuviesen legitimados para alterar las realidades políticas de Europa; ni podía aceptar que la reunificación alemana tuviera prioridad sobre cualquier otra cosa. Se quejó de que los alemanes se tomaran como una crítica personal cualquier alusión a la necesidad de tomar precauciones. O se era partidario entusiasta de la reunificación, o se veía uno tildado de enemigo de Alemania. El problema era que no había fuerza en Europa capaz de detener el proceso de reunificación que se estaba produciendo. Mitterrand coincidió en mi análisis de los problemas, pero dijo que no sabía qué podíamos hacer. Yo no era tan pesimista. Discutí que debíamos, al menos, hacer uso de todos los medios disponibles para retrasar la reunificación. El problema era que otros Gobiernos no estaban preparados para hacer oír su voz abiertamente —ni tampoco el Gobierno francés, podría haber añadido, pero me abstuve—. El presidente Mitterrand continuó diciendo que compartía mis preocupaciones sobre la llamada «misión» de los alemanes en Europa Central. Los checoslovacos, polacos y húngaros no querrían estar bajo la exclusiva influencia de Alemania, pero necesitaban su ayuda e inversiones. Dije que no debíamos aceptar que sólo los alemanes tuvieran una influencia concreta sobre esos países, sino hacer todo lo posible para aumentar también nuestros propios lazos. Al final de la reunión acordamos que nuestros ministros de Defensa y Asuntos Exteriores se reunieran para hablar de los problemas de la reunificación y examinar las perspectivas de una más estrecha colaboración franco-británica en materia de defensa.

El hecho de que poco o nada saliera, en términos prácticos, de estas conversaciones entre el presidente Mitterrand y yo sobre el problema alemán reflejaba su resistencia básica a cambiar la dirección de toda su política exterior. En esencia, tenía que elegir entre avanzar más rápidamente hacia una Europa federal para sujetar al gigante alemán o abandonar este planteamiento y volver al preconizado por el general De Gaulle, la defensa de la soberanía francesa y el establecimiento de alianzas capaces de proteger sus intereses. Tomó la decisión equivocada para Francia. Además, la falta de armonización entre su discurso público y su discurso privado contribuyó a acrecentar mis dificultades. Pero hay que decir que su juicio de que no había nada que pudiéramos hacer para detener la reunificación alemana fue correcto.

En febrero, el canciller Kohl —de nuevo sin consultar con sus aliados— se trasladó a Moscú y obtuvo el acuerdo del señor Gorbachov de que «la unidad de la nación alemana debía ser decidida por los propios alemanes». (El quid pro quo se hizo pronto claro. En julio, en una reunión en Crimea, el canciller alemán federal aceptó hacerse cargo del coste de la retirada de tropas soviéticas de Alemania Oriental —lo que a los soviéticos les debió de parecer una suma enorme, aunque en realidad podrían haber conseguido mucho más—. Por su parte, el señor Gorbachov aceptaba en público, finalmente, que la Alemania reunificada formara parte de la OTAN).

El sábado 24 de febrero mantuve una conversación telefónica de tres cuartos de hora con el presidente Bush. Rompí mi costumbre habitual de intentar evitar discusiones detalladas por teléfono y procuré explicarle cómo creía que debíamos actuar ante la perspectiva de una alianza occidental y una Europa con Alemania reunificada. Resalté la importancia de asegurar que la Alemania unida permaneciese dentro de la OTAN, y que las tropas de Estados Unidos continuasen estacionadas allí. Sin embargo, el hecho de que todas las fuerzas soviéticas tuvieran que salir de Alemania Oriental supondría problemas para el señor Gorbachov, y pensaba que era mejor permitir que algunas permaneciesen, durante un período transitorio sin una fecha específica de salida. También dije que debíamos reforzar el marco de la CSCE, que no sólo ayudaría a evitar el aislamiento soviético, sino también a equilibrar la dominación alemana de Europa. Había que recordar que Alemania estaba rodeada de países a la mayoría de los cuales había atacado u ocupado a lo largo de este siglo. Analizando el futuro, sólo la Unión Soviética —o su sucesora— podía proporcionar ese equilibrio. El presidente Bush, como después supe, no llegó a comprender que yo hablaba de un equilibrio de poder en Europa a largo plazo más que de proponer una alianza alternativa a la OTAN. Fue la última vez que confié en una conversación telefónica para explicar semejantes temas.

El canciller Kohl había conseguido transmitir la peor impresión posible por su resistencia a ultimar un tratado en que se definiera correctamente la frontera entre Alemania y Polonia. El primer ministro Tadeusz Mazowiecki, con quien me había encontrado por primera vez en circunstancias muy diferentes en Gdansk en noviembre de 1988, me expresó sus temores cuando vino a Londres en febrero de 1990. Presioné sobre este tema —aunque no recibí una respuesta concreta— cuando me encontré con el canciller Kohl en el comienzo de la cumbre anglo-alemana de Londres, a finales de marzo. También puse los medios para que a los polacos se les concediera un status especial en las conversaciones «dos más cuatro» (o «cuatro más dos», como yo prefería llamarlas; la denominación se refería a las cuatro potencias de Berlín y las dos Alemanias). Finalmente, tras muchas presiones, el canciller Kohl aceptó fijar la frontera con Polonia por un tratado especial firmado en noviembre de 1990.

LA CSCE Y LA «ALIANZA POR LA DEMOCRACIA»

Un efecto benéfico menor, consecuencia de la epopeya de la reunificación de Alemania, fue el reforzamiento del papel de la CSCE (Conferencia sobre Seguridad y Cooperación en Europa). Al principio yo me había tomado con gran escepticismo todo el proceso de Helsinki. Pero cualesquiera fueran sus limitaciones durante la crisis de la Guerra Fría, ahora se presentaba como un marco de trabajo útil donde al menos podían abordarse algunos de los problemas surgidos en la nueva Europa democrática. Nunca podría sustituir a la OTAN, que debía seguir siendo la base de nuestra defensa, por muchos cambios de estrategia y prioridades que fueran necesarios; pero sí aportó el marco de trabajo para las negociaciones sobre el armamento de las Fuerzas Convencionales en Europa (CFE) entre la OTAN y el Pacto de Varsovia, que condujeron al acuerdo firmado en la que fue mi última cumbre de París, en noviembre de 1990. La CSCE no podía dar a las nuevas democracias la garantía de seguridad que querían, y ellas persistían en su deseo de conseguir algún tipo de asociación con la OTAN.

Pero la CSCE supuso tres importantes ventajas. Primera: implicaba a Estados Unidos y a la Unión Soviética en el futuro de Europa. Europa nunca podría ser estable sin la presencia y el compromiso norteamericano. Segundo: la CSCE reunía condiciones para ser el foro de cualquier discusión sobre conflictos fronterizos, aunque no podía pasar de la conciliación a la imposición. (Hacer cumplir lo dispuesto debería ser una cuestión de la OTAN, la Naciones Unidas o si era necesario de uno o más países bajo la dirección inevitable de los Estados Unidos). Tercero: yo preveía que, ampliando el contenido de los principios de Helsinki en materia de derechos humanos, debíamos añadir los principios complementarios de la propiedad privada y el mercado libre. Debíamos utilizar la cumbre de la CSCE en noviembre para crear las bases de una «gran alianza para la democracia, que se extendiese desde el Atlántico hasta más allá de los Urales y más lejos», tal como dije en la Conferencia anglo-alemana Königswinter, en la localidad de Cambridge y en el mes de marzo.

Volví sobre el tema en el discurso de Aspen, Colorado, el sábado 5 de agosto. En Aspen expliqué lo que calificaba de «principios fundamentales de la verdadera democracia». Estos principios no se referían sólo al sufragio: destaqué que Gran Bretaña era libre mucho antes de que el derecho al voto se hubiera extendido a la mayor parte de la población. La democracia, sostuve, necesitaba la limitación del poder del Gobierno, una economía de mercado, la propiedad privada —y el sentido de la responsabilidad personal sin la cual ningún sistema podía mantenerse—. Pedí a la cumbre de la CSCE que aprobara lo que yo llamaba una «Carta Magna Europea» que comprendiese todos estos principios básicos, incluido el derecho a conservar la propia nacionalidad. Recomendé una asociación más estrecha entre Europa Oriental y Occidental. También pedí que se ayudase a la Unión Soviética a entrar en el sistema económico occidental. (Estas ideas fueron la base de la Carta de París que firmé a la mañana siguiente de saber que había fracasado, al no conseguir la mayoría que necesitaba en la primera ronda, en las elecciones para la jefatura del Partido Conservador).

LA UNIÓN SOVIÉTICA: 1989-1990

A lo largo del último año de mi mandato fueron surgiendo cada vez más dudas sobre lo acertado de apoyar al señor Gorbachov en sus reformas. Pero seguí haciéndolo y no lo lamento, porque no soy por naturaleza de la clase de personas que abandona a quienes le gustan y le han dado muestras de amistad, solamente porque cambia su fortuna. Esta lealtad puede tener sus desventajas, pero contribuye a que nos granjeemos el respeto de las demás personas con que nos relacionamos. Y el respeto es un verdadero tesoro, como podrían confirmar en secreto todos aquellos que en política son incapaces de inspirarlo. Y más importante: en ese momento no me parecía que nadie estuviese más capacitado que el señor Gorbachov para seguir adelante con la reforma. Quería asistir al derrumbamiento del comunismo —en realidad quería verlo caer no sólo en Europa Oriental y la Unión Soviética, sino en todas y cada una de las esquinas del globo terráqueo—, pero deseaba que se produjese pacíficamente. Las dos amenazas evidentes para la paz eran la toma del poder —encubierto o público— por los partidarios de la línea dura entre los militares soviéticos o la desintegración violenta de la Unión Soviética. Durante todo el verano de 1990 se recibieron inquietantes informes de posibles actividades sediciosas dentro de las fuerzas armadas soviéticas. Su autenticidad nunca fue confirmada, pero no carecían de cierta credibilidad. Aunque fue la cuestión de las nacionalidades —es decir el futuro de la misma Unión Soviética— lo más difícil de valorar para los extraños.

Hoy en día creo que en Occidente sobrevaloramos la resistencia al ataque de las libertades políticas por parte de un imperio soviético cuyo núcleo estaba constituido por la ideología marxista y la nomenklatura comunista, un imperio levantado por la fuerza y por la fuerza sostenido. Quizá escuchamos demasiado a los diplomáticos y expertos occidentales, y demasiado poco a los emigrados. Es decir: yo no estaba de acuerdo con muchas de las opiniones características del Ministerio de Asuntos Exteriores británico y del Departamento de Estado norteamericano sobre el problema de las nacionalidades o el carácter de nación.

El caso era que todos veíamos con mucha claridad la especial condición legal de los Estados bálticos: no se discutía su derecho a la libertad, sino el cuándo de la cuestión. (Me interesaba por su futuro desde hacía tiempo, habiendo votado en 1967 en contra de un acuerdo entre el Gobierno laborista de entonces y la Unión Soviética para utilizar las reservas de oro de los Estados bálticos —congeladas en el banco de Gran Bretaña desde la invasión soviética de éstos en 1940— para saldar las reclamaciones financieras pendientes). Advertí a los soviéticos de las graves consecuencias que podría acarrear el uso de la fuerza en contra de los Estados bálticos cuando vi al señor Gorbachov en junio. Pero recomendé la máxima precaución al presidente de Lituania, Landsbergis, en su visita del mes de noviembre a Londres. Y presioné a ambas partes para negociar todos los temas, aunque sólo desde la clara comprensión de que el destino final de los Estados bálticos era la libertad.

El caso de otras repúblicas estaba menos claro. Ucrania y Bielorrusia, por una equivocada concesión a Stalin en 1945, eran en aquel momento miembros de las Naciones Unidas, así que quizá también ellas podían reclamar una posición algo diferente. Yo no compartía la opinión —aparentemente sensata, pero en realidad muy analfabeta desde el punto de vista económico— de que un Estado ha de tener determinado número de habitantes, o tal producto nacional bruto, o una gama de productos naturales, para ser «viable»: es el espíritu del pueblo y el marco económico general creado para utilizarlo lo determinante en tal aspecto. Tampoco estaba satisfecha, en términos generales, con el razonamiento de que nos correspondía a nosotros, en Occidente, decidir la forma futura —e incluso la existencia— de la URSS. Nuestra obligación residía en pensar las consecuencias que tendría para nuestra propia seguridad el desarrollo de los acontecimientos allí. Y fue esta última consideración la que me indujo a ser muy cuidadosa. Una cosa es esperar que una superpotencia militar, aunque se encuentre tan enferma como la Unión Soviética, introduzca modificaciones tanto en su política interna como en la externa, para sobrevivir, y otra es esperar que se haga tranquilamente el haraquiri. Cuando estuve en París en noviembre para asistir a la cumbre de la CSCE, le comenté al presidente de Rumania Iliescu, en un almuerzo de jefes de Gobierno, que para resolver una negociación hay que tener siempre claro el tope, el punto del que uno no va a pasar en sus concesiones. El señor Gorbachov, que estaba escuchando, se inclinó por encima de la mesa y dijo que estaba de acuerdo: su tope era el perímetro externo de la Unión Soviética. No acepté este planteamiento —y, como ya he señalado, ya me había opuesto a él cuando lo expuso Jacques Delors en Roma—, pero no dejé de tomarme en serio las palabras del señor Gorbachov.

Todo el problema del futuro de las repúblicas que formaban la Unión Soviética en 1990 se convirtió en la fuente principal de controversia en los temas políticos soviéticos. Era uno de los asuntos que había tratado con el señor Gorbachov durante mi escala en Moscú del pasado mes de septiembre. Gorbachov había celebrado un pleno sobre el problema de las nacionalidades. Se habían producido también algunos cambios significativos en el Politburó. El antiguo dirigente comunista ucraniano, señor Shcherbitsky, había abandonado el partido. El señor Pugo, antiguo jefe del Partido Comunista de Letonia —y uno de los futuros cabecillas del golpe de Estado de 1991— había sido promocionado a aspirante a miembro del Politburó. El señor Kryuchkov, jefe del KGB —también involucrado en el golpe— fue ascendido a miembro de pleno derecho. El señor Ryzhkov, con quien el señor Gorbachov mantenía estrechos vínculos personales, pero que no entendía nada de economía, siguió como primer ministro. Durante el almuerzo en el Kremlin, el señor Gorbachov recordó cómo se había quejado una vez el general De Gaulle de lo difícil que resultaba gobernar un país que tenía más de 200 quesos: cuánto más difícil era gobernar con más de 120 nacionalidades; «especialmente cuando el queso está racionado», apostilló el viceprimer ministro, señor Albakin. Y, naturalmente, las frustraciones por el fracaso de la reforma económica se tradujeron cada vez más en disidencias nacionales, según pasaban los meses.

La aparición de Boris Yeltsin como defensor radical de la reforma, tanto en lo político como en lo económico, debería quizá haber reforzado la posición del señor Gorbachov. Si los dos hubiesen sido capaces de olvidar sus diferencias y si el señor Gorbachov hubiese estado dispuesto a cortar sus lazos con el partido comunista, tal vez se hubiera renovado el ímpetu de la reforma. Pero eran demasiados «si», demasiados condicionamientos. Sus relaciones siguieron siendo malas y el señor Gorbachov fue comunista hasta el final.

Había una fuerte tendencia en círculos occidentales a presentar al señor Yeltsin como un bufón. Yo no podía creer que este juicio, si se podía llamar así, fuera correcto. Pero quería comprobarlo por mí misma. En consecuencia, tomando la precaución de notificárselo al señor Gorbachov por adelantado y de dejarle claro que recibía al señor Yeltsin como recibiría a cualquier otro jefe de la oposición, con mucho gusto acepté reunirme con él cuando vino a Londres la mañana del viernes 27 de abril de 1990. El informe que había recibido sobre el señor Yeltsin resumía la actitud entonces predominante. En este informe se le calificaba de «hombre controvertido», porque había sido el único miembro del Comité Central del partido que votó contra del Proyecto de Cambio, argumentando que era el largo monopolio de poder del partido comunista lo que había llevado a la URSS a su crisis actual y sumido a decenas de millones de personas en la pobreza. Dijo que el centralismo democrático debía ser rechazado y sustituido por una democracia auténtica, y había solicitado una ley de partidos que terminase con la posición especial del partido comunista. Tres hurras, pensé. El informe continuaba diciendo —con bastante poca perspicacia— que «algunos especialistas llegan a sugerir que si el señor Yeltsin es elegido presidente de la Federación Rusa puede terminar en un cargo más importante que la presidencia del señor Gorbachov sobre una Unión Soviética en derrumbe. Lo cual puede considerarse exagerado».

Sólo hablé con el señor Yeltsin durante tres cuartos de hora. Al principio no sabía muy bien a qué carta quedarme con respecto a él. Respondía más a mi idea del ruso típico que el señor Gorbachov: alto, corpulento, cara eslava cuadrada y melena de pelo blanco. Se le veía seguro de sí mismo, sin llegar a la arrogancia, educado, con una sonrisa llena de buen humor y un toque de capacidad para no tomarse en serio. Pero lo que más me impresionó fue que había analizado algunos de los problemas fundamentales con mayor claridad que el señor Gorbachov. Comencé diciendo que apoyaba al señor Gorbachov y quería dejarlo claro desde el principio. El señor Yeltsin contestó que sabía que apoyaba al líder soviético y a la perestroika y que en algunos de estos temas nuestras opiniones diferían, pero él básicamente también apoyaba al señor Gorbachov y la causa de la reforma. El señor Gorbachov debía, no obstante, haber prestado más atención a algunas de las cosas que habían dicho los partidarios de la reforma hacía tres o cuatro años. La perestroika había intentado, originalmente, hacer más eficaz el comunismo. Pero eso era imposible. La única opción seria era, con gran diferencia, conseguir la reforma política y económica, incluida la introducción de la economía de mercado. Pero se estaba tardando demasiado en conseguirlo.

Yo estuve totalmente de acuerdo en ese punto. Lo que me impresionó fue que el señor Yeltsin, a diferencia del señor Gorbachov, había escapado del modelo y del lenguaje comunista. Él fue también el primero en advertirme de la relación existente entre la reforma económica y el problema de qué poderes debían devolverse a las repúblicas individuales. Explicó lo pequeña que era la autonomía que tenían, en realidad, los Gobiernos de las repúblicas. Fundamentalmente eran agentes, muchas veces incompetentes y corruptos, de las decisiones centrales. Dijo que ahora había que poner en sus manos el presupuesto adecuado, además del poder de decisión en cuanto a cómo gastarlo. Cada república debía tener sus propias leyes y constitución. Razonó que era el fracaso para resolver los problemas de la descentralización lo que había originado los conflictos actuales. Dada la enormidad del país, era sencillamente imposible dirigir todo desde el centro. Esta conversación me hizo ver de modo distinto no sólo al propio señor Yeltsin, sino también los problemas fundamentales de la Unión Soviética. Cuando puse en conocimiento del presidente Bush que el señor Yeltsin me había causado muy buena impresión, él dejó claro que los norteamericanos no compartían ese punto de vista. Era un grave error.

VISITA A LA UNIÓN SOVIÉTICA, JUNIO DE 1990

En mi visita a la Unión Soviética de junio de 1990 iba a encontrarme con todos los diferentes elementos que integraban la política soviética del momento —no sólo el presidente Gorbachov, sino también reformistas más radicales, nacionalistas y aquéllos en cuyas manos estaba la mayor amenaza potencial para la reforma, es decir los militares—. Volé a Moscú la noche del jueves 7 de junio y allí me recibió el primer ministro Ryzhkov. A la mañana siguiente me reuní con el alcalde de Moscú, el reformista señor Gavriil Popov. Nunca he conocido a un ruso como Popov. Se apartaba por completo del adusto prototipo del burócrata soviético; no era dado al formalismo, iba un poco sucio y seguramente se había puesto una corbata por primera vez en su vida, en honor a mi visita (o al menos eso fue lo que me dijeron).

Me encontré ante un auténtico devoto de Milton Friedman y la Escuela de Economía de Chicago. Tenía muy clara una cuestión fundamental: que no se puede establecer una economía de mercado en Moscú —ni en ningún otro sitio— sin propiedad privada ni marco legal claramente delimitado. El hecho era que la distribución de la propiedad se estaba quedando muy retrasada con respecto a las demás reformas y esto constituía la verdadera raíz de la vorágine política actual. Lo que él quería era animar a la gente a que fuera dueña de sus pisos y de sus tiendas, y pretendía que las industrias de servicios se traspasaran a manos privadas.

A continuación vinieron más conversaciones, y luego un almuerzo de trabajo con el presidente Gorbachov. Lo encontré bastante menos vehemente que de costumbre, pero afable y de buen humor. Aproveché la oportunidad para decirle que seguía creyendo apasionadamente en lo que intentaba conseguir en la Unión Soviética. Muchos comentaristas y periodistas parecían hartos ya de tanto cambio. Yo le garanticé que podía contar con mi total apoyo, tanto en público como en privado.

En cuanto a los cambios que se estaban produciendo en Europa Central y Oriental, intenté convencerle de que iba en interés de la Unión Soviética que una Alemania unificada formase parte de la OTAN, porque en otro caso no habría justificación para la presencia de las fuerzas norteamericanas. Esta presencia era condición esencial para la paz y estabilidad en Europa. También le expuse mis ideas sobre la evolución de la CSCE. Un poco para sorpresa mía, observé que en ningún momento dijo que la pertenencia de una Alemania unida a la OTAN fuera inaceptable; pensé que, al menos en este tema, estábamos haciendo progresos. Sólo surgieron diferencias significativas entre nosotros cuando tratamos el tema de Lituania —como ya he mencionado antes— y cuando tomé la decisión de mencionarle que teníamos pruebas de que la Unión Soviética estaba realizando investigaciones en el campo de las armas biológicas —algo que negó rotundamente, pero no obstante prometió investigar.

Aquella tarde mantuve una conversación de una hora con el mando militar soviético. Había tomado la resolución de averiguar cómo pensaban y de darles a conocer exactamente cuáles eran mis puntos de vista. El mariscal Yazov, ministro de Defensa soviético, fue quien llevó la conversación, mientras los demás —incluido el mariscal Moiseev, cuyas intervenciones y conducta indicaban que era un hombre de inteligencia poco común y fuerte carácter— sólo hablaban cuando el ministro de Defensa no tenía nada que decir. Fue una pena, porque todo lo que el mariscal Yazov decía era convencional y predecible. Cambié rápidamente la conversación al tema de las relaciones Este-Oeste. Dije que era bueno que estuviésemos entrando en un período de mejores relaciones, pero que todos debíamos comprender la necesidad de una defensa fuerte. Había margen para reducir las fuerzas convencionales y el armamento nuclear, así como para modificar nuestra estrategia de acuerdo con las nuevas circunstancias. Pero aún necesitábamos algunas armas nucleares, que eran la única disuasión eficaz. El mariscal Yazov siguió la línea que había oído tantas veces exponer a los soviéticos, insistiendo en la necesidad de suprimir todas las armas nucleares. Yo dije que dudaba de que los puntos de vista del mariscal Yazov y sus colegas se apartaran mucho de los míos en materia de armamento nuclear. Al fin y al cabo, lo tenían en enormes cantidades y había que suponer que sería por alguna razón. A diferencia del presidente Gorbachov, el mariscal Yazov afirmó sencillamente que los soviéticos no aceptarían una Alemania unida dentro de la OTAN. Pero no pude discernir si su opinión era en verdad distinta de la del líder soviético, u ocurría que la expresaba con menos sutileza.

A la mañana siguiente volé a Kiev. El propósito de mi visita era asistir a la exposición «Días británicos», devolución de un intercambio abierto con la exposición «Mes soviético» celebrada en Birmingham en 1988. La primera vez que se discutió la idea de que yo asistiera, pregunté al Ministerio de Asuntos Exteriores cuánto dinero iba a costar la exposición y —como de costumbre— me encontré con que la tenían sometida a ciertas apreturas económicas. En parte como resultado de mis presiones, la exposición de Kiev se presentó realmente muy bien. La intención era representar una calle típica de una ciudad del norte de Gran Bretaña, con tiendas y, en particular, con la casa de una familia trabajadora normal. Cuando la gente de Kiev observaba el equipo de alta fidelidad y los restantes enseres domésticos, además de lujos como el coche dentro del garaje, al principio no podía creer lo que veían sus ojos. Durante el recorrido me estuvieron preguntando si de verdad era cierto: ¿Viven así los ingleses? Dije que era verdad, que vivían así. Bueno, contestaban, todo lo que nos han dicho era mentira, esto lo demuestra. De hecho, todo en esa casa era representativo, incluso la habitación de los adolescentes, donde —como suele ocurrir en los cuartos de los chicos jóvenes— reinaba un desorden de ropa y toda clase de objetos esparcidos por el suelo. Mi reacción inmediata fue que recogieran y ordenaran todo, pero después me convencieron de que así era más auténtico.

Los ucranianos no estaban preparados para entender la vida británica, pero yo pronto descubrí que no había sido informada adecuadamente sobre la situación en Ucrania. Allí donde iba me encontraba con banderas y enseñas azules y amarillas (los colores de la Ucrania pre soviética) y carteles pidiendo la independencia de Ucrania. Ello me puso en algún que otro apuro. Por mucho que admirase al general De Gaulle, no iba a ofender a mis anfitriones soviéticos proclamando el equivalente ucraniano de «Vive le Québec Libre». No sólo era que estuviese convencida de que el señor Gorbachov no iba a permitir nunca a Ucrania marcharse de la Unión Soviética sin lucha; también estaba convencida de que la emergencia de una Ucrania independiente podía constituir una amenaza para la URSS y también, llegado el momento, para la propia Rusia. De hecho, los rusos no comunistas eran también de esa opinión. (En efecto, tras la disolución de la URSS, la aparición de una Ucrania independiente ha demostrado ser estratégicamente ventajosa para Europa y Occidente y hay muchas cosas que siguen dependiendo de su estabilidad político-económica y de su éxito).

Pronto perdí toda esperanza de no decir nada que pudiera ser mal interpretado por unos o por otros. El recién nombrado primer secretario del Partido Comunista Ucraniano, señor Ivashko, dijo que era una pena que no tuviese tiempo en mi programa para reunirme con los miembros del nuevo Soviet Supremo ucraniano. ¿Estaba dispuesta a hacerlo? Acepté imaginando que sería una recepción modesta e informal. Entré en el edificio del Parlamento y atravesé la puerta que daba a la Cámara, encontrándome, para mi horror, con que el hemiciclo estaba lleno. No traía ningún discurso preparado, y era evidente que lo esperaban. Pensé que al menos se me ocurriría algo que decir mientras hacían mi presentación. Pero el señor Ivashko se limitó a darme la bienvenida e inmediatamente invitarme a tomar la palabra. Lo solucioné bastante bien, como siempre hago. Pero luego vinieron las preguntas. Uno de los que preguntaban me dijo que diez de los diputados allí presentes habían sido prisioneros políticos. Dijo que sabía que se debía a mis esfuerzos y a los del presidente Reagan el hecho de que él estuviera hoy allí como diputado y pudiera verme sin seguir en la cárcel. Pero lo que yo no podía era estar de acuerdo en abrir una embajada en Kiev; ni era concebible que incluyera a Ucrania en la misma categoría que a los Estados bálticos. Pensé que los había defraudado. Pero salí de allí habiendo comprendido la magnitud del problema de las nacionalidades y albergando dudas sobre si la Unión Soviética podría —o debería— mantenerse unida a la larga.

La etapa final de mi visita a la URSS fue Leninakan, localidad de Armenia donde inauguré un colegio edificado con ayuda británica tras el terremoto de 1988. Fue otra ocasión políticamente delicada, porque se habían producido serios enfrentamiento armados entre Armenia y Azerbaiyán por el enclave de Nagorno-Karabaj y los soviéticos estaban muy inquietos por mi seguridad. El colegio era uno de los pocos edificios reconstruidos: la actuación soviética para reconstruir el área había sido lamentable. Me encontré absorbida por una enorme y entusiasta multitud, hasta tal extremo que el personal de seguridad me hizo regresar sin haber concluido la visita. Aunque tuve que acortar la estancia, salí de allí, como de Ucrania, muy consciente del inmenso fervor nacionalista que había entre la gente.

VISITA A CHECOSLOVAQUIA Y HUNGRÍA EN SEPTIEMBRE DE 1990

Siempre me alegraré de haber visitado dos antiguos países comunistas, mientras todavía era primera ministra. En Checoslovaquia y Hungría, en septiembre de 1990, hablé con personas que poco antes habían estado totalmente excluidas del poder por los comunistas y se esforzaban en resolver la herencia comunista de fracaso económico, contaminación y desaliento.

Me había impresionado profundamente el discurso de toma de poder del presidente de Checoslovaquia, Havel. El presidente se refirió al hecho de «vivir en un medio ambiente moral deteriorado […] (en el que) las nociones de amor, amistad, comprensión, humildad y caridad habían perdido su profundidad y dimensión». Hablando de la desmoralización que trajo consigo el comunismo, dijo: «el régimen anterior, armado de su ideología arrogante e intolerante, degradó al hombre, trocándolo en fuerza de producción, y degradó a la naturaleza, trocándola en herramienta de producción. Así agredieron la esencia más pura del hombre y de la naturaleza, incluida la relación entre ambos».

Checoslovaquia tenía mucha suerte al poder contar con el presidente Havel como fuente de inspiración: pero no era menos afortunada teniendo en el Ministerio de Hacienda a Václav Klaus, un economista dinámico, convencido partidario de la libre empresa (en el momento de escribir estas líneas ocupa el cargo de primer ministro checo). Juntos estaban reconstruyendo las bases económicas y sociales del país. Además de los evidentes problemas a que se tenían que enfrentar, existía también la tensión entre los checos y eslovacos de la república federal. Pasé la mayor parte del tiempo en Praga, una ciudad que no conocía, pero donde todo lo que me rodeaba me recordaba que estaba en el corazón de Europa. También visité Bratislava, en cuya economía y medio ambiente se percibían mucho más las cicatrices del vandalismo comunista. El primer ministro eslovaco, señor Merciar, me aseguró que Checoslovaquia continuaría siendo un Estado federal, lo que me pareció sensato mientras no se hicieran más progresos económicos. Pero no sería así.

De regreso a Praga tuve conversaciones con el presidente Havel. Lo había conocido antes, cuando vino a Gran Bretaña, y aunque su política estaba a la izquierda de la mía era imposible no apreciarlo y admirarlo. Él, por su parte, compartía mis puntos de vista sobre la necesidad de que los países de Europa Oriental entrasen en la Comunidad Económica Europea tan pronto como fuera posible. También le gustaban mi idea de la Carta Magna Europea y mi forma de ver la evolución de la CSCE. Pensé que sería un aliado en la tarea de conseguir la Europa que yo me planteaba.

Después fui a Hungría. Entre los países de Europa Oriental, Hungría tenía tres ventajas importantes. Primera: había conseguido una reforma económica sólida y varias reformas políticas bajo el anterior régimen comunista, por tanto, la transición resultaba menos difícil y dolorosa. Segunda: con Jozsef Antall, el primer ministro húngaro, el país estaba en las manos seguras de un auténtico conservador. Había hablado con señor Antall varias veces y ambos compartíamos el mismo planteamiento político. Tercera: los húngaros habían mantenido unida su coalición de Gobierno, en vez de disgregarse por cuestiones de menor importancia. El señor Antall era hábil y estaba haciéndose rápidamente con la autoridad para dar a Hungría la dirección y continuidad que le hacían falta.

A pesar de todo, la tarea de la reforma económica era intimidante. Los húngaros estaban abordando las cuestiones claves relativas a la propiedad, como la propiedad privada de la tierra, que los exiliados y sus familias querían recuperar y la privatización de la industria. Había un problema estratégico de gran amplitud. Los húngaros iban aún más lejos que los checos y los polacos en su deseo de liberarse de toda influencia soviética. El señor Antall había anunciado que Hungría abandonaba el Pacto de Varsovia y quería mantener relaciones más estrechas con la OTAN, o al menos con la Unión Europea Occidental (UEO). Polonia y Checoslovaquia especulaban con la misma idea. El primer ministro me aseguró que el Pacto de Varsovia estaba, realmente, en sus últimos momentos. Cuando al fin expiró, apoyé que se ofreciera a los europeos orientales ser miembros asociados especiales de la OTAN.

Otro problema al que se enfrentaban los húngaros, checos y polacos era que sus servicios de seguridad estaban profundamente infiltrados por el KGB, y éste era un obstáculo importante para que asumiesen completamente su papel de cooperación con los servicios secretos de Occidente. Mi conversación con el señor Antall en su despacho del Parlamento —utilizado ahora para su propósito original, a diferencia de cuando lo visité en 1984— fue buen ejemplo del cuidado con que tenían que andarse todos. En un momento dado señaló una estatua, regalo a su predecesor comunista liberal, señor Nemeth, del primer ministro soviético, señor Ryzhkov. Parece ser que tras detenido examen se descubrió que estaba llena de micrófonos. Quise suponer que seguía estando bajo control. Aunque, pensándolo mejor, le aconsejé que se deshiciera de ella, porque era feísima. Ojalá hubiera sido tan fácil eliminar el resto del legado comunista.

REMODELACIÓN DE LA OTAN

A pesar de lo fascinada que estaba por los sucesos de la Unión Soviética y Europa Oriental, no podía olvidar que la fuerza y seguridad de Occidente dependían, en última instancia, de la relación anglo-norteamericana. Por razones que he explicado —en parte por motivos humanos y en parte por auténticas diferencias políticas—, dicha relación se había vuelto algo tensa. Consideré esencial, por tanto, que se vieran acompañadas por el éxito las conversaciones que iba a mantener con el presidente Bush en las Bermudas, en abril de 1990. Sería una cuestión tanto de tono como de contenido. Esta vez esperaría a que el presidente Bush expusiese sus puntos de vista, antes de explicar los míos. En las Bermudas hicimos un esfuerzo consciente por crear la clase de atmósfera relajada que a él le gustaba. Fue casi una reunión familiar, y terminó con el presidente y Denis jugando 18 hoyos de golf bajo la lluvia, algo de lo más británico.

Lo que ocupaba el primer lugar en mi mente y en la del presidente Bush era el futuro de la OTAN y las decisiones sobre la defensa de Europa. Buscaba dejarle claro mi enérgico compromiso con la OTAN, que mi anterior conversación telefónica sobre la CSCE y las razones para mantener el Pacto de Varsovia habían aparentemente oscurecido. El presidente valoraba positivamente la idea de celebrar una cumbre anticipada de la OTAN. También el secretario general de la OTAN, doctor Woerner. Yo habría preferido que fuese en otoño, a fin de tener más tiempo para los preparativos. Pero era evidente que el presidente Bush quería una cumbre en junio y que deseaba que Gran Bretaña la acogiese. (De hecho, se celebró a primeros de julio). También puso en mi conocimiento que el Congreso iba a negar los fondos necesarios para el desarrollo de los misiles Follow-on to LANCE. Quería, por consiguiente, anunciar la cancelación del proyecto. Acepté que había muy poco que pudiera hacerse al respecto, pero seguía pareciéndome de fundamental importancia que se garantizase por todos los medios el futuro estacionamiento de armas nucleares en Alemania, en particular de misiles tácticos tierra-aire. El auténtico problema era cómo llevar mi deseo a la práctica. De hecho, este planteamiento se convirtió en la clave de la actitud norteamericana durante la preparación de la cumbre de la OTAN. Su objetivo era hacer una relación pública de éxitos, de forma que pudiéramos lograr el apoyo alemán para las SNF y la conformidad soviética de que Alemania debía permanecer en la OTAN. Cuando regresé a Londres dispuse lo necesario para que diéramos acogida a la cumbre de la OTAN. Sólo había una complicación: que para el mes de junio estaba programada en Turnberry, pocos kilómetros al sur de Ayr, en la costa occidental de Escocia, una reunión del Consejo del Atlántico Norte —compuesto por Ministros de Asuntos Exteriores de la OTAN—. Yo deseaba que dicha reunión se llevase a efecto, porque era en ella, probablemente, donde se tomarían las decisiones más importantes sobre cómo remodelar las fuerzas de la OTAN.

No por primera vez, me encontré en una situación de discrepancia con los norteamericanos, y también con el secretario general de la OTAN, en cuanto al modo en que debíamos plantearnos la cumbre de la OTAN. En ella los norteamericanos pretendían anunciar una serie de iniciativas, proponer profundos recortes en las fuerzas convencionales y recortes todavía más profundos en el arsenal nuclear. Los mensajes entre el presidente Bush y yo eran constantes y algunas de las propuestas más llamativas y menos interesantes se abandonaron. No es que estuviese en desacuerdo con todo lo que los norteamericanos esperaban de la cumbre. En concreto, estaba a favor de las ideas de Jim Baker sobre reforzar las consultas políticas, en oposición a la exclusiva planificación militar, como una de las funciones de la OTAN. Creía —lo mismo que los norteamericanos— que la importancia de la OTAN como medio de evitar la fricción entre Norteamérica y Europa era más importante que nunca.

Lo que me disgustaba era la propuesta formal norteamericana de cambiar, en el comunicado, la tradicional estrategia de respuesta flexible de la OTAN. Se empeñaban en añadir una frase donde se afirmara que las armas nucleares eran «armas de último recurso». Esto, pensaba yo, minaría la credibilidad de las SNF de la OTAN. Debíamos abstenernos de calificar el papel de las armas nucleares dentro de la OTAN, como siempre habíamos hecho. Nos deslizábamos —aunque sin llegar a ella— hacia la posición fatal de tener que comprometernos a «no ser los primeros en utilizar armas nucleares», sobre lo que tanto había insistido la propaganda soviética. Semejante compromiso haría que nuestras fuerzas convencionales fuesen vulnerables a un ataque superior en número. Al final, la frase prevista apareció entre circunloquios, del modo siguiente:

Finalmente, con la retirada total de las fuerzas soviéticas estacionadas y la puesta en práctica de un acuerdo sobre fuerzas convencionales en Europa, los aliados a quienes afecte pueden reducir su dependencia de las armas nucleares. Éstas continuarán desempeñando un papel esencial en la estrategia conjunta de la Alianza para prevenir la guerra, garantizando que no haya circunstancias en que las represalias como respuesta a acciones militares pudieran ser desaconsejables. Sin embargo, dentro de una Europa transformada, podrán adoptar una nueva estrategia de la OTAN, haciendo de las fuerzas nucleares verdaderas armas de último recurso. (La cursiva es mía).

No puedo afirmar que me quedase satisfecha con este compromiso difícil de manejar. Pero en último término la estrategia no depende de trozos de papel, sino de los recursos para lograr objetivos militares prácticos. La revisión que iba a comenzar en Turnberry y que, en el caso de Gran Bretaña se llevaría a efecto a través del ejercicio «Opciones para el Cambio» que Tom King dirigió en su calidad de secretario de Defensa, se tenía que concentrar en el orden de prioridades para la inevitable reducción de gastos.

Un mes antes de la cumbre de la OTAN expliqué, en mi discurso al Consejo del Atlántico Norte, mis propios puntos de vista sobre el tema. El acento que puse en el mantenimiento de la presencia militar de Estados Unidos en Europa y la puesta al día de las armas nucleares no sorprendió a mi audiencia. Pero también destaqué que la OTAN debía tener en cuenta la posibilidad de desempeñar un papel «fuera del área». Hice una pregunta:

¿Debería la OTAN conceder más importancia a posibles amenazas contra nuestra seguridad procedentes de otras direcciones? No hay garantías de que las amenazas a nuestra seguridad se detengan en alguna línea imaginaria que parta en dos el Atlántico. No hace mucho, algunos de nosotros tuvimos que acudir al golfo Pérsico para mantener los suministros de petróleo. Seguiremos dependiendo en gran medida del petróleo de Oriente Medio en el próximo siglo. Con la entrada de armas y tecnología militar de vanguardia en áreas como Oriente Medio, las amenazas potenciales contra el territorio de la OTAN pueden originarse fuera de Europa. Ante tales circunstancias, sería prudente que los países de la OTAN conservaran la capacidad de desempeñar una multiplicidad de papeles, con fuerzas más flexibles y versátiles.

Este pasaje reflejó mi opinión de varios años. Había visto por mí misma lo importante que podía ser la presencia occidental para asegurar los intereses occidentales en extensas zonas del mundo, no sólo en Oriente Medio. No creía que, aún cuando la amenaza militar soviética hubiese disminuido, no pudiera surgir la de otros dictadores. Pero no podía saber que dentro de dos meses nos enfrentaríamos a una explosiva crisis en el Golfo.

REFLEXIONES

Cuando miro hacia atrás, la evolución internacional de la última década parece abrumadoramente positiva: derrota del comunismo, restablecimiento de la libertad en sus antiguos países satélite, fin de la cruel división de Europa, la Unión Soviética recibiendo ayuda para emprender el camino de la reforma, la democracia y los derechos humanos; y Occidente, en concreto los Estados Unidos, dueños del campo, mientras sus valores políticos y su sistema económico van siendo asumidos tanto por sus antiguos adversarios como, cada vez más, por los países del Tercer Mundo.

El mérito de estos logros históricos debe atribuirse principalmente a los Estados Unidos y en particular al presidente Reagan, cuya política de competencia militar y económica con la Unión Soviética obligó a los dirigentes soviéticos, en concreto al señor Gorbachov, a abandonar sus ambiciones de hegemonía y a embarcarse en el proceso de reformas que al final acabó estrepitosamente con el sistema comunista. Pero esto nunca se habría conseguido sin la larga y valerosa resistencia de los pueblos de la Unión Soviética y de Europa Central y Oriental. Jamás sabremos los nombres de todos los que sufrieron y perecieron en esa batalla, pero podemos honrar a sus líderes, de Vladimir Bukovsky a Václav Havel, de Alexandr Solzhenitsin al cardenal Mindszenty, sin olvidar a los cuatro jóvenes héroes que dieron sus vidas defendiendo la Casa Blanca rusa en los últimos días del antiguo régimen.

Mientras el viejo orden se desmoronaba y el pueblo salía a la luz, parpadeando, el presidente Bush supo dirigir la peligrosa y volátil transformación con gran habilidad diplomática. Tampoco debe negarse el mérito a los más decididos aliados europeos de Norteamérica, que resistieron tanto la presión como los halagos soviéticos, para mantener una fuerte defensa occidental: en particular, Helmut Schmidt, Helmut Kohl, Francois Mitterrand y… Modestia obliga.

El mundo es un sitio mejor para vivir. Pero también un sitio anticuado, en ciertos aspectos. La Europa que ha aparecido detrás del telón de acero conserva muchas características de las Europas de 1914 y 1939: luchas étnicas, disputas fronterizas, extremismo político, pasiones nacionalistas y atraso económico. Y hay otra pesadilla familiar del pasado: la cuestión alemana.

Si hay un tema en que mi política exterior fracasara inequívocamente fue mi postura sobre la reunificación alemana. Mi táctica consistía en alentar la democracia en Alemania Oriental mientras se moderaba la velocidad de su reunificación con Alemania Federal. Con la primera mitad de esa política nadie está en desacuerdo. Ni en, en su momento, llegó nadie a expresar su disconformidad con la segunda, que recibió no pocas alabanzas, evidentemente con la boca chica. A la mayoría de los observadores se les pasó por alto la pasión nacionalista por la unidad alemana que ardía en Alemania Oriental. De hecho, se les pasó por alto incluso a los disidentes germano orientales que lideraron la serie de manifestaciones que terminaron por llevar a su país a la libertad: ellos querían una Alemania Oriental independiente, reformada y libre, y no una ampliación de Alemania Federal. Y todos los vecinos de Alemania esperaban evitar este último resultado, porque temían que contribuyese a la desestabilización de un continente ya bastante inestable.

Tal como se desarrollaron las cosas, el deseo de unidad entre los alemanes de ambos lados del río Elba resultó irresistible. Por eso, fracasó mi política.

Pero ¿era equivocada? La pregunta es compleja, y requiere una respuesta matizada. Veamos primero las consecuencias de la rápida reunificación, tal y como resultaron. La absorción por Alemania Federal de su pariente vecino ha sido económicamente desastrosa, y el desastre se ha extendido al resto de la Comunidad Económica Europea por mediación de los elevados tipos de interés del Bundesbank y del Mecanismo de Tipos de Cambio. Todos hemos pagado el precio, en desempleo y recesión. La inmadurez política de Alemania Oriental ha afectado a todo el país en la forma de un renacimiento (aunque contenible) del extremismo neonazi y xenófobo. Internacionalmente, ha creado un Estado alemán tan grande y dominante que no se puede ajustar fácilmente a la nueva configuración de Europa.

Veamos también qué beneficios circunstanciales trajo consigo esta política. Obligó al Gobierno alemán a clarificar la cuestión de las fronteras con sus vecinos orientales. En términos más generales, dio ocasión a que se estableciera el marco de la CSCE, como garante de que las fronteras existentes no sufran modificaciones por acción unilateral o sin acuerdo de todas las partes. Reforzó la relación entre Gran Bretaña y los demás países de Europa Central y Oriental, que ahora, hasta cierto punto, nos ven como atentos guardianes de sus intereses. Pero el argumento fundamental para retrasar la unificación alemana era darnos a todos un poco de tiempo para concebir una nueva arquitectura europea donde la Alemania unificada no fuese una influencia tan desestabilizadora, por exceso de poder, como un elefante en una cacharrería. Llegando tan prematuramente como ha llegado, la Alemania unida ha tendido a alentar tres líneas de cambio nada deseables: la aceleración del federalismo europeo, como modo de atar al suelo a Gulliver; el mantenimiento de un bloque franco-alemán, con el mismo propósito; y la gradual retirada de los Estados Unidos de territorio europeo, dando por supuesto que una Europa federal dirigida por Alemania tendrá la necesaria estabilidad y, al mismo tiempo, será capaz de atender a su propia defensa.

No voy a repetir aquí todas las razones que he dado anteriormente para considerar perjudiciales estas líneas de cambio. Pero aventuraré la previsión de que una Europa federal será más inestable internamente y será un obstáculo para la obtención de acuerdos armónicos —en materia de comercio, política y defensa—, con Estados Unidos; que el bloque franco-alemán se irá convirtiendo, a toda prisa, en un bloque alemán (en economía, en un bloque de marco alemán), con Francia, en todo caso, como socio de segunda categoría; y que, como resultado de todo ello, Norteamérica empezará por retirar sus legiones, y luego acabará por no sentirse identificada con el nuevo jugador que salta al campo de la política mundial.

Estas líneas de cambio no son inevitables. El fracaso de la política alemana de Gran Bretaña ha puesto de manifiesto el evidente nerviosismo de Francia ante el poder y la ambición de los alemanes. No debería estar fuera del alcance de algún futuro primer ministro británico la reconstrucción de una entente anglo-francesa para contrarrestar la influencia alemana. Ni, como parte de esta política, hacer que cambie la escala de valores de Europa, para volver a la idea gaullista original de una Europe des patries, Europa de las patrias. Estos nuevos planteamientos, sin embargo, dependen de que la élite política francesa reconozca el hecho de que todo equilibrio del poder europeo, para ser estable, necesita de la presencia más o menos permanente de los Estados Unidos en Europa. Y esto es algo que los presidentes franceses, hasta ahora, sólo reconocen en privado.