CAPÍTULO XXV



El expreso de Babel

Relaciones con la Comunidad Europea: 1987-1990

Ya he descrito cómo durante mi segundo período en el cargo de primera ministra empezaron a hacerse evidentes ciertas características y tendencias peligrosas en la Comunidad Europea. En contraposición a los notables avances representados por la rebaja del presupuesto británico y el progreso hacia un verdadero Mercado Común —o «Único»—, había que tener en cuenta la ambición de poder de la ya poderosa Comisión, la inclinación a buscar soluciones más burocráticas que de mercado para los problemas económicos y el resurgimiento de un eje franco-alemán con su propia agenda federalista y proteccionista encubierta. Por el momento, sin embargo, no estaba clara la totalidad de sus consecuencias —ni siquiera para mí, que desconfiaba como siempre de esa combinación tan poco británica de retórica de alto vuelo y politiquería de mitin callejero que pasaba por Gobierno europeo.

En realidad, los tres primeros Consejos de Europa de mi segundo período se adaptaron al molde tradicional, dominados por las finanzas y la agricultura, y su resultado fue igualmente tradicional: una victoria británica por puntos. Sin embargo, después el entorno comunitario en que tuve que actuar se hizo cada vez más ajeno, llegando muchas veces a lo ponzoñoso. Las discusiones ya no giraban alrededor de cuestiones tácticas o temporales, sino acerca de la futura orientación total de la Comunidad y sus relaciones con el ancho mundo, que tan rápidamente iba cambiando fuera de ella. El eje franco-alemán se hizo más obvio, y con la unificación de Alemania esa relación se tornó aún más desigual, con un predominio alemán cada vez más pronunciado.

Una variedad de elementos diferentes en el seno de la Comunidad apoyó de todo corazón el proyecto federalista franco-alemán: los países pobres del Sur, que esperaban una sustancial recompensa cuando el proyecto se cumpliera; las empresas del Norte, deseosas de encajarles a los competidores sus propios costos elevados; los socialistas, debido al amplio campo que ofrecería la federación a la intervención estatal; los democristianos, cuya tradición política era sólidamente corporativista; y, por supuesto, la Comisión, que se veía convertida en núcleo de un Gobierno supranacional. Enfrentada a estas fuerzas poderosas busqué aliados dentro de la Comunidad, y a veces los encontré, de modo que mi retirada estratégica ante una mayoría que no pude contrarrestar también estuvo jalonada de victorias tácticas.

En última instancia, sin embargo, no quedó otra opción que levantar un muro en torno a una posición diametralmente opuesta a la mayoritaria dentro de la Comunidad, izar la bandera de la soberanía nacional, el libre comercio y la libre empresa —y luchar—. Debía de vérseme aislada en la Comunidad Europea. Aunque desde una perspectiva más amplia, los verdaderos aislacionistas eran los federalistas, que se aferraban inexorablemente a una mitad de Europa, mientras toda ella se estaba liberando; que jugueteaban con el proteccionismo, cuando surgían mercados realmente globales; obsesionados con los planes de centralización, cuando el mayor ensayo de centralización —la Unión Soviética— estaba al borde del colapso. Si ha habido alguna vez una idea cuyo momento haya venido y haya pasado, ésta es con toda seguridad la del mega estado artificial. Por lo tanto, estaba convencida no sólo de que tenía razón en cuanto al camino hacia Europa, sino segura de que, si el Gobierno y el partido que dirigía mantenían su determinación, los acontecimientos internacionales y la evolución de las ideas acabarían dándonos la razón.

AGRICULTURA Y FINANZAS

Tras las elecciones generales de 1987 me encontraba con el ánimo adecuado para obligar a la Comunidad a que demostrase sus anteriores autoalabanzas. A pesar de todas las palabras sobre rectitud financiera repetidas desde el Consejo de Fontainebleau de 1984, todavía no existía una disciplina presupuestaria efectiva ni limitaciones obligatorias sobre los gastos de la Política Agraria Común (PAC). Las rebajas obtenidas por mí habían impedido que nuestra contribución neta se elevase a un nivel completamente inaceptable, pero ahora varios de nuestros socios comunitarios pretendían recortarlas o eliminarlas. El déficit presupuestario empezaba a ser preocupante. Pero por parte de la Comisión había provocado la respuesta tradicional a cualquier problema financiero: un incremento en los «recursos propios» de la Comunidad. Querían aumentar dicha suma no sólo hasta el 1,6 por ciento del IVA, como habíamos previsto en Fontainebleau que podía ocurrir en 1988, sino al 1,4 por ciento del PNB de los países de la Comunidad (equivalentes al 2,2 por ciento de las recaudaciones del IVA). Además había sobre el tapete una propuesta proteccionista bastante descarada, con fuerte apoyo francés, de un impuesto sobre las grasas y aceites. Es cierto que esto venía compensado por un control de los gastos en agricultura —una cantidad enorme de los cuales se destinaba al almacenamiento y eliminación de excedentes— y de una mejora de la disciplina presupuestaria. Más aún, la Comisión todavía estaba tratando de reducir paulatinamente lo que yo había garantizado en Fontainebleau al proponer el cambio de nuestro mecanismo de descuento. Y el señor Delors también quería duplicar los fondos estructurales (es decir, los gastos en la política social y regional de la Comunidad). Esta última propuesta era, naturalmente, más que bienvenida en los Estados miembros del Sur y en Irlanda, que esperaban ganar mucho con ella.

¿Quiénes eran mis aliados? Por poco dignos de confianza que fueran los franceses y alemanes en cuanto a recortar los gastos agrícolas, de los que dependían sus agricultores —tan influyentes políticamente—, sabía que al menos podía buscar su apoyo para oponer resistencia al enorme aumento en los fondos estructurales. También tenía en el señor Chirac, el primer ministro francés gaullista, un aliado para resistir a la propuesta de proceder a un fuerte incremento de los «fondos propios». Pero mis principales aliados —aunque veían con ojos críticos la rebaja en nuestra aportación— eran los holandeses. Así era el técnica y políticamente complicado escenario que me esperaba en la reunión del Consejo Europeo de Bruselas, el martes 29 y miércoles 30 de junio de 1987.

Era un día intensamente caluroso y húmedo. En el trayecto desde el aeropuerto arrojaron bombitas de agua contra mi automóvil unos euro fanáticos menos peligrosos que los del Consejo. Dentro de éste, la débil presidencia del señor Martens, primer ministro belga y presidente del Consejo, hacía mayores las posibilidades de un desacuerdo violento. Permitió por lo menos cuatro horas de discusión sobre la propuesta de impuesto a las grasas y aceites, que los alemanes, los holandeses y yo no teníamos la más mínima intención de aceptar.

Generalmente, en estas ocasiones me hallaba entre los jefes de Estado mejor informados, en parte porque siempre me preparaba como es debido, en parte porque disponía de un equipo oficial realmente soberbio para ayudarme. Quizá el sostén principal del mismo era David Williamson, que pasó del Ministerio de Agricultura a un puesto clave de la Oficina del Gabinete en el ámbito de la política europea, y al fin —con todo merecimiento— se había convertido en secretario general de la Comisión. Lo intrincada que resulta la política de la Comunidad Europea, particularmente la financiera, pone realmente a prueba la capacidad intelectual y reflexiva que uno tenga. Con excepción de los integrantes de la presidencia, los funcionarios de las distintas delegaciones no estaban presentes durante las sesiones en sí, de modo que el secretario de Exteriores del día tomaba notas manuscritas que luego pasaba a los demás, y que servían para controlar las conclusiones anotadas por la presidencia.

En esta ocasión (como luego en Copenhague) resultaba absurda la complejidad de algunas de las cuestiones que se discutían. Tendrían que haber sido tratadas por los ministros de Agricultura, Hacienda o Asuntos Exteriores: pero nunca parecía que alguien deseara tomar verdaderas decisiones en este nivel, y así se traspasaba a los jefes de Estado una serie de asuntos que habrían dejado perplejos a los mejores economistas de la City.

La opinión general fue que este primer Consejo de Bruselas había sido un «fracaso» y que yo había sido su responsable. Había sólo un poco de verdad en ambas proposiciones. Era en todo caso poco razonable pensar que con un número tan grande de asuntos contenciosos y complicados en la agenda hubiese sido posible alcanzar un acuerdo en el primer intento serio de hacerlo. Además, se lograron bastantes avances en los cruciales temas de las finanzas y la agricultura. Se aceptó que la disciplina presupuestaria debía ser «obligatoria y efectiva», que debía aplicarse tanto a los «compromisos» (es decir, básicamente lo que los ministros de agricultura acordaran gastar) como a los pagos reales, y que se adoptarían reglamentaciones adicionales (esto es «leyes» de la Comunidad) para mantener el nivel de gastos dentro de los límites del presupuesto. El peor aspecto, para mí inaceptable, era que querían incorporar dentro de la «guía agrícola» —es decir, el total permisible de gastos en agricultura— el excesivo nivel de gasto actual. El paquete como un todo no era lo suficientemente estricto para que consintiera en un aumento de «recursos propios». Así es que los otros jefes de Estado se fueron de Bruselas conscientes de que mi capacidad de rechazo no se había ablandado un ápice.

En septiembre me entrevisté en Berlín —donde asistía a la Conferencia de la Unión Democrática Europea— con dos de las personas clave. Tuve un desayuno de trabajo con el señor Chirac en la residencia del embajador británico. No les faltaba razón a sus compatriotas, que le llamaban «le bulldozer»: en más de una ocasión me vi obligada a aclararle que la señora no estaba para que la aplastaran con un tractor oruga. Formaba un marcado contraste con el presidente Mitterrand. Chirac era directo, abrupto, discutidor, poderoso, dominaba los detalles con seguridad y tenía un profundo interés por la economía. El presidente era más cortés, más tranquilo, un tímido intelectual francés, fascinado por la política exterior, que se aburría con los detalles y posiblemente menospreciaba la economía. Lo extraño es que ambos me resultaban simpáticos.

Parece ser que en Bruselas el señor Chirac me había descalificado, llamándome «ama de casa», en junio de 1987, e iba a hacer una observación no reproducible sobre mí en una acalorada discusión bruselense de febrero de 1988. Pero en general me resultaba algo más fácil de tratar que el presidente Mitterrand, porque decía lo que pensaba y sus acciones públicas eran más coherentes con sus puntos de vista expresados en privado. Como sabía Chirac, no me sentía en absoluto feliz por los arreglos que habían conducido a la liberación de los rehenes franceses en el Líbano, que eran considerados por muchos como una extralimitación respecto al principio de no pactar con terroristas (Chirac me reprochó con furia en una recepción del Consejo de Copenhague que yo anduviera criticando lo que habían hecho los franceses: en realidad pude ponerme la mano en el corazón y asegurarle que no había hecho tal cosa). Para ser justa, los franceses nos habían sido de gran ayuda en la interceptación del embarque de armas del Eksund. Y por supuesto Chirac y yo compartíamos en gran medida la misma longitud de onda, políticamente. Él había hecho mucho para transformar al gaullismo (el RPR, Rassemblement pour la République) en un partido moderno de centro-derecha, comprometido con la libertad de empresa. Esto era de gran significación no sólo para Francia sino a largo plazo para Europa y la alianza occidental. Me había decepcionado, aunque no sorprendido mucho, la forma en que el astuto presidente Mitterrand había maniobrado para volver el proceso de «cohabitación» contra la derecha. En este momento, sin embargo, el problema era la inminencia de las elecciones francesas, más que su probable resultado. Porque era evidente que ni Chirac ni Mitterrand tenían ninguna gana de que se les escaparan los imprescindibles votos del campo francés por tomar medidas fuertes contra la agricultura.

Tampoco las tenía, por motivos similares, el canciller Kohl, a quien vi esa misma tarde a la hora del té, en la residencia de huéspedes del Gobierno alemán. Me confesó que también había tenido sus dificultades políticas domésticas. Había perdido apoyo entre los agricultores en las recientes elecciones de dos länder, donde la CDU había obtenido malos resultados. El pequeño agricultor, me dijo, era un gran factor de estabilidad en Alemania. Aseguró que estaba dispuesto a hacer algunos sacrificios, pero que tardaría cuatro o cinco años en «remontar la cuesta». Le repliqué que no teníamos cuatro o cinco años. Debíamos actuar ya mismo respecto al despilfarro en agricultura. Sin embargo, sobre el probable resultado del próximo Consejo no salí de la reunión más optimista de lo que entré.

Era esperar demasiado que al llegar a una helada Copenhague el jueves 4 de diciembre los periódicos no estuviesen llenos de alusiones a la famosa batalla de Copenhague, cuando Nelson, ignorando órdenes transmitidas por señales mediante el recurso de colocarse el catalejo en su ojo ciego, tomó la decisión de atacar y puso a la flota enemiga en desbandada. En realidad, como antes en Bruselas, lo que se necesitaba en esta ocasión era más bien una lupa —o quizá una calculadora de bolsillo—, tanta era la complejidad de los asuntos en discusión. Al menos teníamos como presidente al amable Poul Schluter, el primer ministro conservador danés. Los daneses deseaban seguir recibiendo tanto como fuera posible de la PAC. Pero eran los más anti federalistas de todos los restantes países comunitarios. De modo que existía desde el inicio una simpatía entre nosotros, aunque no siempre una coincidencia en el modo de pensar.

La discusión de las ideas manifestadas en Bruselas había seguido en el Consejo de Agricultura y entre funcionarios y la Comisión. Sin embargo, desde entonces había aumentado en el sentido de que se suprimieran nuestras rebajas. Los daneses no habían ayudado nada al ponerlas otra vez en el candelero, incluyéndolas en la «carta de ofertas» que invitaba a los jefes de Estado al Consejo. También continuaba la discusión sobre lo que debería constituir los «recursos propios» de la Comunidad. Pero para mí todo —todo, aparte del mantenimiento de nuestras rebajas, sobre lo que no pensaba transigir— dependía en realidad del control de gastos en agricultura. En cuanto a esto la postura distaba de ser satisfactoria. Todavía me desalentaba la «guía agrícola» que se proponía. Pero aún más importante era la forma en que se instrumentaría la idea de aplicar «estabilizadores» que había tenido la Comisión. Básicamente había dos maneras posibles de recortar los subsidios agrícolas. Una era gravar la sobreproducción por medio de lo que se describía, con otra muestra de la jerga comunitaria, como un «impuesto de corresponsabilidad». Esto podía tener su papel, pero no era el mejor método. La otra forma era aplicar recortes de precios automáticos y acumulativos cuando se pasase cierto nivel de producción. Éste era el mecanismo «estabilizador». Entonces debía determinarse cuál sería la «cantidad mínima» de cada mercancía en particular antes de que empezase a operar el mecanismo —ya que diferentes productos agrícolas requerirían diferentes fórmulas de acuerdo con su mercado de origen— y cuáles deberían ser los recortes de precios.

También vale la pena añadir, sin embargo, otra posibilidad que nunca propuse realmente como opción a cualquiera de estos medios, pero que de vez en cuando me pasó por la cabeza. Consistía en regresar a un sistema nacional de subvenciones a la agricultura, evitando así por completo todo el pesado aparato de la Comunidad. Por supuesto, habría requerido un replanteamiento total del régimen impuesto por la Comunidad, y sólo habría resultado posible si otros países hubieran querido seguir el mismo enfoque. La desventaja habría sido que los países individuales competirían en subsidios y probablemente nuestros agricultores habrían perdido esa carrera frente a los franceses y alemanes. Sólo habría resultado deseable si la agricultura se hubiese acogido efectivamente al GATT, y la dificultad de esto último se haría cada vez más evidente. Sin embargo, me sentía rotundamente atraída por un proyecto mediante el cual cada nación asumía la responsabilidad financiera de considerar perdido todo excedente de existencias agrícolas, y lo propuse sin mucho éxito. También le planteé a Helmut Kohl, cuando lo vi justo antes del Consejo de Copenhague, si no sería mejor que Alemania emplease ayudas de financiación nacional para asistir a sus pequeños productores —aunque éstas no debían usarse para financiar una mayor producción— (le recordé, por supuesto, que, en lo esencial, él había adoptado este enfoque en un Consejo anterior)[65]. Pero aunque recogió mi observación, no resultó nada de ello. Me di cuenta de que la única manera inmediata de contener el gasto comunitario en agricultura era dentro del cuadro de la Comunidad.

Mi reunión previa al Consejo con el canciller Kohl también me reveló que estaba aún más preocupado que antes por el voto campesino. Quería un plan de «retiro de la producción» financiado por la Comunidad, con el cual esencialmente se pagaría a los agricultores por no producir con eficiencia, algo que en última instancia demostraba la economía de Sombrerero Loco de la PAC. Estaba dispuesta a aceptarlo, como le dije, en la medida en que además impusiéramos estabilizadores adecuados. También estuve muy dura con él respecto a la perspectiva de incrementos en los «recursos propios» de la Comunidad, ya que sabía que deseaba aumentarlos y mucho (en último término a expensas del contribuyente alemán), con el fin de hacer felices a los agricultores. Así que cuando comenzó el Consejo cada cual sabía cuál era su posición.

Una vez que quedó claro que los franceses —principalmente por motivos electorales— estaban dispuestos a respaldar la fórmula alemana de los estabilizadores, que en manera alguna serviría para contener el gasto agrícola, resultó evidente que no se podría alcanzar ninguna conclusión satisfactoria. Ni yo ni el señor Lubbers de los Países Bajos aceptaríamos nada en esa línea. La comisión cavó otra zanja al ejercer una fuerte presión en el sentido de que se duplicaran los fondos estructurales, lo que produjo una escisión entre europeos del Norte y europeos del Sur. Sin embargo, no se agriaron los ánimos. Se convino en la celebración de un Consejo Europeo especial en Bruselas, durante el mes de febrero siguiente.

Había varias caras largas al término del Consejo de Copenhague. Pero la mía no estaba entre ellas. Sabía que poco a poco estaba ganando la discusión dentro y fuera del Consejo a favor de la solución que prefería. Les dije a los demás jefes de Gobierno que levantasen el ánimo y les recordé —con un poco de ironía, ya que sospechaba que algunos no necesitaban que se lo recordasen— cuan difíciles parecían las cosas en Bruselas en vísperas de la cumbre de Fontainebleau, y cómo de pronto lo que parecía insoluble resultó sencillo. ¿Por qué no podría suceder de nuevo en Bruselas? El presidente Mitterrand observó con ironía que realmente no estaba del todo seguro de si era más fácil tratar con la señora Thatcher cuando se ponía difícil que cuando estaba de buen humor. Evidentemente se acordaba.

Pero no era de ningún modo seguro que alcanzásemos un acuerdo en el próximo Consejo especial. Estaba preparada para hacer algunas concesiones: después de todo, la cuestión de cuándo y cómo aplicar los estabilizadores agrícolas era la clase de asunto sobre el que incluso podían disentir legítimamente personas decididas a poner coto al gasto en agricultura. Pero resultaba mucho más difícil juzgar si los señores Mitterrand, Chirac y Kohl pensarían que valía la pena lograr un acuerdo inaceptable para sus agricultores.

La campaña electoral francesa marchaba a toda máquina y la rivalidad entre presidente y primer ministro era tan intensa que la «cohabitación» no era más que una ficción. Por lo tanto, cuando vinieron a Londres para una cumbre anglo-francesa el viernes 29 de enero de 1988, tuve que reunirme con ellos por separado. El contraste entre sus respectivos estilos se evidenció una vez más. Mitterrand no se encontraba bien y sufría un fuerte resfriado, que esperé que no me contagiara: tengo una capacidad infalible para atraer cualquier germen de resfriado que me pase cerca. Tampoco se había informado lo suficiente sobre las difíciles cuestiones de la Comunidad Europea en las que quería centrar la conversación, y tuvo que interrumpirla a la mitad para que su asesor, Jacques Attali, le diera algunas explicaciones. Era obvio que se sintió aliviado cuando hablamos de Defensa y Asuntos Exteriores. No estaba segura de haber llegado muy lejos al final de la discusión, aunque, como siempre con él, había sido bastante agradable.

Sin embargo, no podría decir lo mismo de mi reunión con el señor Chirac, que estaba en muy buena forma. Empezó muy francamente, diciendo que con las elecciones presidenciales a sólo tres meses vista, tenía un verdadero problema político con el próximo Consejo. Según su propio interés, dijo, convenía que Bruselas fracasara. Pero por razones internacionales más amplias estaba dispuesto a trabajar por su éxito. Para que yo no sacase la conclusión de que esto significaba que él iba a ser fácil de manejar, me dijo exactamente cuál era su estrategia. Dijo que podíamos llegar a un acuerdo en Bruselas, o esperar hasta que la presión financiera sobre la Comunidad aumentase debido a su falta de dinero. Pero en ese caso estaríamos bajo la presidencia griega, sobre la que tuvo razón al decir que ofrecía una «incierta perspectiva». Si los británicos seguían bloqueando en Bruselas el acuerdo sobre agricultura que el resto de la Comunidad —con lo que quiso decir los franceses y los alemanes— deseaba, estaríamos solos y la atención se centraría sobre la rebaja en nuestra aportación. Repliqué que evidentemente no era momento para emplear el lenguaje diplomático. Si pensaba que confabularse con los alemanes para «aislar a Mrs. T» iba a funcionar, se equivocaba lastimosamente. Yo no tenía ningún miedo a quedarme sola porque exigiera que se controlasen los excedentes agrícolas. El señor Chirac insistió una vez más en que si hubiera un escándalo no sería sobre excedentes sino sobre la rebaja británica. Le advertí que no me amenazara y le aseguré que si no había una solución satisfactoria al gasto agrícola y a nuestro descuento, no habría aumento de «recursos propios». Pero siguió insistiendo incluso durante el almuerzo en que las actuales propuestas de la presidencia alemana eran el límite hasta donde Francia estaba dispuesta a llegar.

No podía saber hasta qué punto se trataba de un farol francés. Pero sin duda hacía más importante no equivocarse en el juicio de la postura alemana. El hecho de que los alemanes ejercieran la presidencia significaba, como siempre, que tenían menor margen para defender abiertamente sus propios intereses, pero esto quedaba compensado con creces por la influencia suplementaria que entre bambalinas otorga la presidencia.

En la mañana del martes 2 de febrero mantuve tres horas de conversaciones con el canciller Kohl en el Número 10 de Downing Street. Fue una reunión casi de negocios y bastante afortunada. Ambos habíamos traído propuestas detalladas sobre cada uno de los factores principales del paquete que estaría sobre la mesa de Bruselas. Aún había grandes diferencias entre nosotros respecto a la guía agrícola y los estabilizadores. También estaba más predispuesto a contemporizar con los del Sur y la Comisión sobre los fondos estructurales. Pero yo me alegré de que no me presionase en el tema del descuento británico. Terminamos por discutir cuál resultaría ser realmente la actitud francesa. Con cierta presciencia (o quizá conocimiento) Kohl suponía que aunque les resultase difícil preferirían un acuerdo razonable a posponer la cuestión.

Volé a Bruselas poco después de la medianoche del miércoles 10 de febrero, tras haber hablado en una cena de la Unión Nacional del Partido Conservador. Mi primera cita del día siguiente era un desayuno con el señor Lubbers para ponernos de acuerdo sobre las tácticas a seguir en el Consejo. En mi discurso de la tarde advertí contra la tentación de rehuir el problema del excedente de productos alimenticios que todos sabíamos debía eliminarse de inmediato. Las formaciones de batalla se alinearon según lo previsible. Los holandeses y nosotros nos oponíamos a los franceses y daneses respecto a la guía agrícola. La presidencia alemana dio a conocer las propuestas para el nuevo límite máximo de «recursos propios», que fue acusado de demasiado alto por los holandeses, los franceses y nosotros, y de demasiado bajo por todos los demás. El señor Chirac defendió apasionadamente para los cereales, antes de que empezase a funcionar el estabilizador, un umbral más elevado de lo que yo y otros estábamos dispuestos a aceptar. Además intentó vincular, como había amenazado hacer en nuestra conversación, la rebaja en la aportación británica con la cuestión de los estabilizadores. Pero pronto se vio que esto no le daría resultado. Su actuación tuvo en todo momento un aire extraño, ligeramente teatral, y estuvo claramente dirigida a su público doméstico. El presidente Mitterrand permanecía sentado, guardando un completo silencio, durante estos procedimientos y se limitó a un largo discurso durante la cena que versó sobre el curso futuro de la evolución europea. Ese día no se avanzó mucho.

Al día siguiente la Comisión propuso un paquete de compromiso. Pero los alemanes lo rechazaron y el Consejo se disolvió en reuniones bilaterales sin ningún documento base para la discusión. Ahora la clave era el canciller Kohl, tanto por ser el presidente del Consejo como porque si los alemanes estuviesen dispuestos a llegar a un acuerdo sobre el gasto agrícola, era improbable que los franceses se opusieran al mismo. Así es que por la tarde fuimos a verlo Ruud Lubbers, Hans van den Broek, Jacques Delors, Geoffrey Howe y yo. Estaba con el señor Genscher y varios otros funcionarios. El estilo diplomático del canciller Kohl es aún más directo que el mío. Nunca paraba de golpear la mesa y en esta ocasión rugió todo el tiempo como si estuviera en una plaza de armas. Dijo que Alemania estaba haciendo sacrificios, sobre todo los agricultores alemanes. Repliqué que los agricultores británicos también, y que se me pedía que aceptase un aumento demasiado grande de los fondos estructurales y un límite demasiado alto —1,3 por ciento del PIB— para los «recursos propios» de la Comunidad. La discusión avanzaba y retrocedía. El señor Delors propuso ahora un tope del 1,2 por ciento. Kohl protestó alarmado, pues pensaba que se podría comprometer el proyecto de reservas de producción para sus agricultores. Pero yo dije que pensaría un poco más sobre lo que se había propuesto. Me di cuenta de que los holandeses se estaban impacientando y que probablemente no estaban dispuestos a rechazar lo que ahora nos ofrecían. En todo caso, era necesario que examinase con mis funcionarios en privado el significado del paquete. Sin embargo, insistí en que todo tenía que constar muy claramente sobre papel. Luego resultó que ésta fue una de mis mejores decisiones.

Mantuve una prolongada reunión con Geoffrey Howe y mis funcionarios. Analizamos cada uno de los puntos. Me pareció que la disciplina iba a resultar más estricta y efectiva de lo que había pensado al principio, y quizá más de lo que otros habían realmente entendido. De modo que cuando se reunió otra vez el Consejo en pleno, estaba dispuesta a dar todo mi apoyo a las propuestas del documento que había circulado.

Cualquiera que hubiese imaginado que ahora todo iría viento en popa subestimaba a los franceses. El acuerdo alcanzado cubría los principales productos agrícolas en cuestión. Pero daba por supuesto que también lo haría con los otros productos para los que se habían convenido estabilizadores en Copenhague. Para sorpresa de todos, ni el presidente Mitterrand ni el señor Chirac estaban de acuerdo con esto. Estalló una discusión acalorada que duró más de cuatro horas, sobre su propuesta de mantener los estabilizadores de «otros productos» sometidos al Consejo de Agricultura. Al final se aceptó una sugerencia danesa de derivar la cuestión a una reunión de ministros de Asuntos Exteriores que se celebraría 10 días después. Ruud Lubbers y yo insistimos en que nuestra aceptación del paquete íntegro quedaba condicionada a que los ministros de Exteriores no reflotasen el acuerdo de Copenhague sobre «otros productos». Los franceses no tuvieron más remedio que ceder cuando se reunieron los ministros de Asuntos Exteriores.

Acerté plantándome cuando lo hice. Había logrado mis objetivos principales: controles efectivos y legalmente obligatorios sobre los gastos, medidas para reducir los excedentes agrícolas que empleaban como arma principal el recorte automático de precios, ningún impuesto sobre grasas y aceites, y asegurar el descuento británico, que nos había ahorrado unos tres mil millones de libras esterlinas en los tres años anteriores. Había tenido que hacer alguna pequeña concesión en cuanto al umbral a partir del que empezarían a operar los estabilizadores. Había tenido que ceder sobre los fondos estructurales. Había accedido con reluctancia al nuevo tope del 1,2 por ciento del PIB para los «recursos propios» de la Comunidad. Pero resultó mucho mejor que un empate. Los excedentes agrícolas empezaron a caer de modo bastante brusco y las nuevas medidas para hacer obligatoria la disciplina presupuestaria resultaron todo un éxito. Por supuesto, nada de esto modificó la dirección o los defectos de fondo de la Comunidad. La PAC seguía siendo costosa y derrochadora. Gran Bretaña continuaba entregando una contribución financiera que me parecía demasiado elevada. Persistían las tendencias burocráticas y centralizadoras. Pero dentro de sus límites, el Acuerdo de Bruselas de febrero de 1988 no estuvo nada mal.

LIBRE COMERCIO CONTRA PROTECCIONISMO

Resulta preciso decir que a partir de entonces —principios de 1988— la agenda europea fue adoptando un cariz cada vez menos halagüeño. También comenzó a desviarse abruptamente de lo que buscaba la Comunidad internacional en su más amplia acepción. Eso no quiere decir, sin embargo, que mis propias relaciones con otros gobernantes europeos empeorasen en un nivel personal, lejos ello. Lamenté —aunque no me sorprendió— ver que perdía la derecha en las elecciones presidenciales francesas. Sin embargo envié un mensaje de felicitación al presidente Mitterrand, y lo fui a visitar ese mes de junio en París para hablar de la situación internacional en general y de las próximas reuniones en particular: la cumbre del Grupo de los Siete en Toronto y el Consejo Europeo en Hannover.

Lo hallé de un buen humor comprensible por haberse librado del tormento doméstico de «cohabitar» con la derecha. Estuvo presionando a favor de un proyecto —similar a otro que propuso Nigel Lawson— para abordar el nivel paralizante de la deuda del Tercer Mundo. Habría sentido más simpatía por sus ideas si Francia no hubiera sido tan resueltamente proteccionista, enfoque mucho más perjudicial para los países pobres que todo el bien que pudiese hacer la ayuda a ultramar. La política francesa estaba expresada —o más bien disimulada— en una espléndida muestra de eurojerga: el concepto de «globalidad». Quería decir que debía avanzarse en todas las cuestiones antes que en el GATT, pero más o menos al mismo paso, una transparente artimaña para distraer la atención del asunto más espinoso —los subsidios agrícolas y el proteccionismo—. También estaba deseoso de establecer un comité de «hombres sabios» para que propusiera cómo alcanzar la Unión Económica y Monetaria; concretamente, anhelaba un Banco Central Europeo. Lo rechacé en redondo. Dije que la motivación de la propuesta del banco era política y no técnica, y que éste no era un campo recreativo. El presidente sonrió y dijo que era agradable recordar que yo sabía decir que no. Pero no me hice ilusiones de que fuese a desistir por eso.

También me reuní con el señor Rocard, el nuevo primer ministro socialista. Me lo había encontrado antes pero no lo conocía bien. Habló de un modo encantador y pude sentir la sinceridad de su afecto por Gran Bretaña y el especial entendimiento —heredado de los tiempos de la guerra— entre ambos países. Para ser un socialista francés, resultaba moderado, pragmático y sensato, y le fui cobrando simpatía. Abrigué la esperanza de que podría ejercer alguna influencia moderadora sobre el coqueteo de Francia con el federalismo europeo.

El sábado 18 de junio de 1988 volé a Toronto para la cumbre económica del Grupo de los Siete. En París, el presidente Mitterrand me había sugerido con optimismo que por ser la última cumbre del presidente Reagan podría haber una tendencia a aplazar decisiones difíciles. Había contestado que no lo creía probable, y que por mi parte estaba decidida a obligarlos a encarar la agricultura y el GATT. Cuando llegué a Toronto ya me había documentado sobre el tema. En especial, habíamos ideado un animal mítico conocido informalmente como «la vaca de Howe» o más exactamente como un «equivalente del subsidio al productor». Era el cálculo de la ayuda agrícola —ya fuese mediante subvención directa o por protección— que proporcionaba cada país dividida por el número de vacas. La vaca japonesa resultó ser la más codiciosa, por tanto no fue sorprendente que los japoneses, con cierto apoyo de los estadounidenses, cuestionaran nuestro enfoque estadístico.

Por consiguiente estaba bien pertrechada de cifras y hechos útiles cuando en la tarde del domingo Brian Mulroney, presidente de la cumbre, me pidió que iniciase la discusión económica. Llamé la atención sobre el éxito de este segundo ciclo de cumbres en curso, que ahora finalizaba, comparado con el primero. Habíamos tenido crecimiento económico, baja inflación y más empleos en los años que siguieron a la cumbre de Montebello de 1981, debido a que nos habíamos concentrado en controlar los fundamentos en lugar de empeñarnos en controlar la demanda. Pero quedaba más por hacer. Por encima de todo, debíamos reprimir el proteccionismo. Insté con urgencia —y lo repetí en otra intervención al día siguiente— a que todos debíamos respetar los compromisos que habíamos asumido en el comienzo de la ronda Uruguay del GATT en septiembre de 1986, acudiendo con propuestas firmes a la próxima reunión de «Revisión de Plazo Medio» del GATT.

Tal como bien ilustró la disputa sobre la medición de las subvenciones agrícolas, la libertad de comercio es algo que casi todos suscriben como principio, pero que les duele aplicar en la práctica. Gran Bretaña siempre tuvo todo que ganar en un sistema global de comercio abierto. Estados Unidos también ha creído tradicionalmente en la libertad de comercio. Pero la política comercial británica estaba ahora en manos de la Comunidad, que comprendía una mayoría de países con tradición de cárteles y corporativismo y un sector agrícola políticamente influyente. En Europa estábamos en minoría cuando se trataba de decidir la política comercial. En cuanto a Estados Unidos, su enorme déficit comercial había imprimido a la política un giro proteccionista que el presidente Reagan, librecambista convencido, no pudo impedir. Por su lado, Japón no sólo subvencionaba y protegía su agricultura más que nadie, sino que también seguía poniendo obstáculos a la importación de servicios y mercancías no agrícolas. Por consiguiente, tuve que apoyarme cada vez más en los catorce países del «Grupo de Cairns» (que incluye a Canadá, Australia y Argentina) y en países del Tercer Mundo deseosos de exportar su agricultura y sus tejidos, para presionar contra esta trapacería proteccionista del Occidente rico. Siempre consideré la libertad de comercio como mucho más importante que todas las otras estrategias ambiciosas y a menudo contraproducentes de la política económica global (por ejemplo las políticas de «crecimiento coordinado» que más que nada produjeron inflación). La libertad comercial proporcionó un medio no sólo para que los países más pobres ganaran divisas extranjeras y aumentasen el nivel de vida de sus pueblos. También fue una fuerza para la paz, la libertad y la descentralización política: paz, porque los vínculos económicos entre las naciones refuerzan el entendimiento mutuo con el interés recíproco; libertad, porque el comercio entre los individuos ignora el aparato del Estado y dispersa el poder entre los consumidores, evitando el de los planificadores; descentralización política, porque el tamaño de la unidad política no lo dicta el del mercado y viceversa.

Después de unas dos horas y media de discusión sobre este tema, logramos en Toronto un comunicado ampliamente satisfactorio. Reafirmaba los compromisos de la ronda Uruguay y subrayaba la importancia de la «Reunión de Plazo Medio», al tiempo que no incluía el objetivo estadounidense, para mí irrealizable, de eliminar todas las subvenciones agrícolas para el año 2000. Si hubiera sido una optimista me habría sentido reconfortada porque por vez primera el señor Delors alababa uno de mis discursos. Pero contuve mi optimismo.

DISCUSIÓN DE LA UNIÓN ECONÓMICA Y MONETARIA

En Toronto mantuve una reunión de una hora con el canciller Kohl. Buena parte de ella se centró en la inminente cumbre de Hannover. Kohl, apoyado por el Ministerio de Hacienda alemán y el Bundesbank, parecía ahora estar dispuesto a optar por un comité de funcionarios de bancos centrales en lugar de expertos académicos —como preferían los franceses y Hans-Dietrich Genscher— para que presentara informes sobre la Unión Económica y Monetaria (UEM). Lo celebré. Pero reafirmé mi oposición inflexible a la creación de un Banco Central Europeo. Por ahora tenía que reconocer que disminuía la posibilidad de evitar que se formase el comité, pero estaba decidida a tratar de minimizar el perjuicio que causaría. También había que asumir que tendríamos que soportar al señor Delors como presidente de la Comisión durante dos años más, ya que mi propio candidato, Ruud Lubbers, no iba a ganar, y los franceses y alemanes apoyaban a Delors (al final tuve que tomar la decisión heroica de secundar yo también su reelección).

El Consejo de Hannover resultó bastante cordial, aunque algo disputado. La discusión más importante se produjo después de la primera cena. Jacques Delors sacó el tema de la UEM. El canciller Kohl sugirió que se estableciera un comité de directores de bancos centrales, con algún otro miembro, bajo la presidencia del señor Delors. Durante la subsiguiente, la mayoría de los jefes de Estado quiso que el informe se centrara en la viabilidad de un banco central europeo. Poul Schluter se opuso y yo lo secundé con energía, citando un artículo excelente de Karl Otto Pohl, presidente del Bundesbank, sobre todas las dificultades que debería afrontar tal institución. Logramos que se eliminase la mención del banco central. Pero no pude hacer nada para impedir que se constituyera el comité. El Grupo Delors iba a entregar un informe al Consejo Europeo en junio de 1989, es decir un año después. Tuve la esperanza de que el presidente del Banco de Inglaterra y el escéptico señor Pohl se las ingeniasen para trabar la rueda de este singular vehículo de la integración europea. Desgraciadamente, como ya he contado, no iba a ser así.

Mi problema a lo largo de estas discusiones de la UEM era doble. Primero, por supuesto, estaba el hecho de que tenía muy pocos aliados: sólo Dinamarca, un país pequeño con mucho ánimo, aunque poco peso, estaba conmigo. Pero yo peleaba con una mano atada a la espalda por otra razón. En cuanto «futuro miembro» de la CEE, el Reino Unido había suscrito en octubre de 1972 un comunicado al término de una conferencia de jefes de Gobierno en París. En él se reafirmaba «la resolución de los Estados que constituyen la Comunidad Económica ampliada de encaminarse irrevocablemente [hacia] la Unión Económica y Monetaria, mediante la confirmación de todos los detalles de las actas aprobadas por el Consejo y por los representantes de los Estados miembros el 22 de marzo de 1971 y el 21 de marzo de 1972». Tal lenguaje debía de reflejar los deseos de Ted Heath, mas no por cierto los míos. Pero no tenía sentido desatar una controversia que habríamos perdido. Así es que preferí no despertar a los perros.

Luego, por supuesto, se despertaron y empezaron a ladrar en el transcurso de la negociación del Acta Única Europea de 1985-1986. Yo no había querido que se hiciese ninguna referencia a la UEM. Los alemanes no me apoyaron y por consiguiente se incluyó la referencia. Pero basé mi interpretación de lo que significaba la UEM en el artículo 20 del Acta, cuyo título era «Cooperación en Política Económica y Monetaria (Unión Económica y Monetaria)». Esto me autorizó a argumentar en los foros subsiguientes que ahora la UEM significaba cooperación económica y monetaria, no dirigirse hacia una moneda única. En todo esto había una ambigüedad estudiada. Los Consejos de Hannover en junio de 1988 y luego de Madrid en 1989 volvieron a referirse al objetivo del Acta Única Europea como «de obtención progresiva de la unión económica y monetaria». Lo cual, más o menos, me satisfacía, porque sólo significaba cooperación. El resto de los jefes de Gobierno europeos también estaban satisfechos, porque lo interpretaban como un avance hacia un banco central europeo y una sola divisa. Pero en algún momento, por supuesto, las dos interpretaciones entrarían en conflicto. Y cuando lo hicieron me vería obligada a luchar en un terreno que no había elegido.

El hecho era que cuanto más conocía la manera de operar de la Comunidad, menos me atraía dar nuevos pasos hacia la integración monetaria. Presentamos nuestra propuesta del «ecu fuerte». Emitimos bonos del Tesoro con denominación en ecus. Y (aunque lo hicimos por nuestro propio interés, y no con el fin de agradar a nuestros socios europeos) habíamos barrido los controles cambiarlos antes que nadie. Todo esto era muy communautaire a su manera, como no dejé nunca de señalar cuando se me criticaba por resistirme a entrar en el Mecanismo de Tipos de Cambio. Pero siempre he preferido los mercados abiertos, los tipos de cambio flotantes y los fuertes vínculos —políticos y económicos— con el otro lado del Atlántico. Al defender ese enfoque alternativo me encontraba limitada por el compromiso anterior con una «unión económica y monetaria» europea, o ciertamente por el de una «unión aún más íntima» contenido en el preámbulo del Tratado de Roma original. Tales frases predeterminaron muchas decisiones que pensábamos haber dejado para ulterior consideración. Esto otorgó una ventaja psicológica a mis adversarios, que nunca dejaron de aprovecharla.

EL DISCURSO DE BRUJAS

No era Jacques Delors el menor de tales oponentes. Para el verano de 1988 se había desembarazado por completo de su traílla de fonctionnaires y había levantado el vuelo en calidad de portavoz político del federalismo. La ambigüedad del papel de los funcionarios y representantes electos seguía más la tradición continental que la nuestra. Provenía de la desconfianza generalizada que los votantes sentían por los políticos en países como Italia y Francia. Esa misma desconfianza alimentaba la locomotora del tren federalista. Quien no tiene verdadera confianza en el sistema político o los dirigentes políticos del propio país, está sometido a preferir extranjeros de inteligencia, capacidad e integridad manifiestas, como por ejemplo el señor Delors, para que le indiquen cómo conducir sus asuntos. O para decirlo más francamente, si yo fuera italiana también podría preferir un gobierno de Bruselas. Pero el estado de ánimo británico era distinto. Podía sentirlo. Aún más que eso, lo compartía, y decidí que había llegado el momento de atacar lo que consideraba como la erosión de la democracia por la centralización y la burocracia, y de postular una concepción alternativa del futuro de Europa.

Era un momento decisivo. Estaba claro que el impulso hacia la plena unión económica y monetaria, que —era evidente— también implicaba la unión política, se estaba gestando. En julio Delors dijo al Parlamento Europeo que «no vamos a ser capaces de tomar todas las decisiones necesarias antes de 1995, a menos que consideremos la puesta en marcha de alguna forma de Gobierno europeo», y pronosticó que dentro de diez años la comunidad sería el origen del «80 por ciento de nuestra legislación económica y quizá incluso también de la fiscal y la social». En septiembre se dirigió al Congreso Sindical de Bournemouth proponiendo que se adoptasen medidas sobre negociaciones colectivas a escala europea.

Pero también había síntomas más sutiles, no tan fáciles de detectar pero quizá aún más importantes, del rumbo que tomaban las cosas. Ese verano encargué un documento a los funcionarios que especificaba con precisión de detalles la manera en que la Comisión estaba ampliando las fronteras de su «competencia» para abarcar nuevas áreas: cultura, educación, salud y seguridad social. La Comisión había acudido a toda una gama de técnicas. Estableció «comités consultivos» cuyos miembros no eran nombrados por los Estados individuales, ni respondían ante los mismos, y que por lo tanto tendían a tomar decisiones communautaires. Construyó cuidadosamente una biblioteca de un lenguaje declaratorio, en gran parte extraído de los vacuos sinsentidos que habían contaminado las conclusiones de los Consejos, con el fin de justificar las propuestas subsiguientes. Empleaba un procedimiento presupuestario especial, conocido como «actions ponctuelles» que le permitía financiar nuevos proyectos aunque careciese de base legal para hacerlo. Además, lo más serio de todo, aplicó de modo constante e incorrecto artículos del Tratado, que sólo requerían de una mayoría cualificada, para emitir directivas que no habrían pasado de aplicarse los artículos que establecían el requisito de unanimidad.

Muchas veces resultaba difícil explicar con precisión al público en general por qué nos oponíamos a medidas específicas que deseaba la Comisión, como sucedió respecto al medio ambiente, o después con la salud y las horas de trabajo. Cuando los comisarios emitían directivas más allá de su competencia tenían cuidado en elegir causas populares que gozaban del apoyo de grupos de presión en los países miembros, mostrándose de esta manera como los verdaderos amigos del trabajador, el jubilado o el ecologista británico. Esto hacía difícil resistir la insidiosa expansión de la autoridad de la Comisión. En teoría, hubiese sido posible combatir todo esto en los tribunales, ya que una y otra vez la Comisión distorsionaba las palabras y propósitos del Consejo Europeo para adaptarlos a sus propios fines. Lo cierto es que llevamos a juicio, y ganamos, una serie de casos así ante el Tribunal Europeo de Justicia (TEJ). Sin embargo, los abogados nos advirtieron que en cuestiones de competencia de la Comunidad y la Comisión el TEJ preferiría las interpretaciones «dinámicas y expansivas» del Tratado a las restrictivas. Los dados estaban cargados en nuestra contra.

Cuanto más pensaba en todo esto, más frustrada y furiosa me sentía. ¿Tendrían que subordinarse la democracia británica, su soberanía parlamentaria, el derecho consuetudinario, nuestro sentido tradicional de imparcialidad, nuestra capacidad para arreglar nuestros propios asuntos, a las exigencias de una remota burocracia europea que tenía raíces muy diferentes? Ya había escuchado sobre el «ideal» europeo todo lo que era capaz de soportar, y sospechaba que a muchos otros les ocurría lo mismo. En nombre de este ideal, se estaban alcanzando niveles de derroche, corrupción y abuso de poder que nadie de los que, como yo, había apoyado la entrada en la Comunidad Económica Europea hubiese podido prever.

Dado que Gran Bretaña era la democracia más estable y evolucionada de Europa, era quizá la que más tenía que perder en estas transformaciones. Pero también resultarían perdedores los franceses que quisieran ver a Francia libre para decidir su propio destino. También los alemanes que desearan conservar su propia moneda, el marco, que habían convertido en la más fiable del mundo.

Tampoco dejaba de recordar a esos millones de europeos del Este que vivían bajo el comunismo. ¿Cómo podría satisfacer sus aspiraciones una comunidad europea supranacional rígidamente centralizada y sumamente reglamentada? Resultaba posible afirmar que checos, polacos y húngaros eran los verdaderos —en realidad los últimos— europeos «idealistas», ya que para ellos Europa representaba un pasado pre comunista, una idea que simbolizaba los valores liberales y las culturas nacionales que el marxismo había intentado inútilmente extinguir.

Esta Europa más amplia, que llegase quizá hasta los Urales y que ciertamente incluiría esa Nueva Europa del otro lado del Atlántico, sería una entidad que al menos tendría un sentido histórico y cultural. Y en términos económicos, sólo un enfoque verdaderamente mundial daría resultado. Ésta era mi manera de pensar cuando concentré mi atención en lo que sería el «discurso de Brujas».

El recinto donde lo pronuncié estaba dispuesto de manera insólita. La plataforma desde la que hablé estaba en la mitad del lado largo, de modo que mi auditorio se extendía a mis costados, con sólo unas pocas hileras frente a mí. Sin embargo el mensaje logró llegar bastante bien a sus destinatarios. Y no fueron sólo mis anfitriones del Colegio de Europa de Brujas los que recibieron más de lo que habían pedido. Asuntos Exteriores me había estado presionando durante meses para que aceptara la invitación como manera de presentar nuestras credenciales europeas.

Comencé por hacer lo que Asuntos Exteriores quería. Señalé lo mucho que había contribuido Gran Bretaña a Europa a lo largo de los siglos y lo mucho que seguíamos haciéndolo, con 70.000 soldados estacionados en el continente. ¿Pero qué era Europa? Continué recordando a mi auditorio que, contrariamente a lo que pretendía la Comunidad Europea, no era ella la única manifestación de la identidad europea. «Debemos considerar siempre a Varsovia, Praga y Budapest como grandes ciudades europeas». A continuación pasé a argumentar que Europa Occidental tenía algo que aprender de la experiencia verdaderamente espantosa de sus vecinos del Este y del modo fuerte y bien ajustado a los principios en que estaba reaccionando:

Resulta irónico que justo cuando esos países, como por ejemplo la Unión Soviética, que han tratado de dirigir todo desde el centro, están aprendiendo que el éxito depende de distribuir el poder y las decisiones lejos del mismo, haya dentro de la Comunidad quien quiera ir en la dirección opuesta. No hemos hecho retroceder las fronteras del Estado en Gran Bretaña sólo para ver cómo se vuelven a imponer a escala europea, con un súper estado ejerciendo un nuevo dominio desde Bruselas.

Por añadidura, había poderosas razones no económicas para que los Estados nacionales retuviesen su soberanía y, en la medida de lo posible, su poder. No sólo tales naciones eran democracias en funcionamiento, sino que también representaban realidades políticas insolubles que sería una locura tratar de avasallar o suprimir en favor de una nacionalidad europea más amplia, pero sólo teórica por el momento. Señalé:

Una cooperación activa y voluntaria entre Estados soberanos independientes es el mejor camino hacia la construcción de una Comunidad Europea que pueda tener éxito […] Europa será más fuerte justamente porque conserva a Francia como Francia, España como España, Gran Bretaña como Gran Bretaña, cada una con sus costumbres, tradiciones e identidad. Sería un absurdo tratar de hacerlas encajar en alguna clase de retrato robot de la personalidad europea.

Expuse otras líneas de conducta para el futuro. Los problemas deben abordarse de manera práctica: y había mucho por abordar en la PAC. Debemos tener un Mercado Único Europeo con un mínimo de regulaciones —una Europa empresaria—. Europa no debe ser proteccionista: y ello debe reflejarse en nuestra posición sobre el GATT. Por último, subrayé la gran importancia de la OTAN y advertí contra cualquier promoción —como resultado de iniciativas franco-alemanas— de la Unión Europea Occidental como alternativa a la misma[66].

Terminé en un tono elevado, que estuvo lejos de ser «antieuropeo»:

Hagamos de Europa una familia de naciones que se comprendan mejor mutuamente, que se aprecien recíprocamente, que hagan más cosas juntas, pero gozando de nuestra identidad nacional no menos que de nuestra empresa común europea. Tengamos una Europa que desempeñe con plenitud su papel en el mundo, que mire hacia afuera y no hacia adentro, y que preserve esa Comunidad Atlántica —esa Europa a ambas orillas del Atlántico— que es nuestra herencia más noble y nuestra mayor fuerza.

Ni siquiera yo hubiese predicho el furor que desató el discurso de Brujas. En Gran Bretaña, para horror de los euroentusiastas que creían que la oposición por principio al federalismo había quedado en ridículo o silenciada por la ironía, se produjo una gran oleada de apoyo popular a lo que había dicho. Lo cual se pudo percibir ruidosamente cuando un mes después me dirigí a la conferencia del Partido Conservador en términos muy similares.

Pero la reacción en los corteses círculos europeos —o al menos la reacción oficial— fue de pasmo y dignidad ultrajada. La noche de mi discurso tuve una fuerte discusión después de cenar en Bruselas con el señor Martens, primer ministro y ministro de Asuntos Exteriores belga. Pero tal vez era lo único que se podía esperar de un pequeño país convencido de poder ejercer más poder dentro de una Europa federal que fuera de ella.

Desde Bruselas volé a España en visita oficial —la primera que hacía un primer ministro británico— con la prensa persiguiéndome ansiosamente, a medida que iba difundiéndose el contenido de mi conferencia. Felipe González, mi anfitrión, fue como siempre un modelo de encanto y cortesía. Prudentemente, aunque no sin ambigüedad, me dijo que el «estudio cuidadoso» de mi discurso de Brujas «podía conducir a algunas conclusiones útiles». Sin embargo, la mayoría de nuestras conversaciones se centraron sobre temas de defensa y sobre Gibraltar. A pesar de que las relaciones habían mejorado mucho desde el Acuerdo de Bruselas de 1984, por el que se había vuelto a abrir la frontera entre España y Gibraltar, existían tensiones respecto al uso del aeropuerto. Sabía que España estaba sacando tan buen provecho de la Comunidad, que nunca se me ocurriría proponer a un primer ministro español socialista que cuestionase arreglos que su país encontraba tan lucrativos. Por otra parte, estaba convencida de que a largo plazo una nación vieja y orgullosa como España se resistiría a la pérdida continua de su autodeterminación nacional a cambio de subsidios de financiación alemana. Pero ese momento todavía no había llegado.

VISITA A DEIDESHEIM

El Consejo Europeo que se celebró en Rodas a principios de diciembre de 1988 fue algo así como un no acontecimiento en términos de la Comunidad, aunque la prensa le dio vida al difundir mis recriminaciones justificadas contra irlandeses y belgas por su miserable participación en el asunto de Ryan. La Comunidad era consciente —caso insólito— de que con el Informe Delors sobre la UEM en elaboración ya tenía bastante de qué ocuparse. Tampoco la presidencia griega estaba con ánimo para impulsar nuevas iniciativas: el señor Papandreu se hallaba mal de salud y las perspectivas de su Gobierno eran sobremanera inciertas, como resultado de escándalos financieros en que se encontraba envuelto.

De todos modos de Rodas salió un resultado positivo. Mantuve uno de mis encuentros bilaterales con Kohl, quien se sentía más afectado que yo por los cuentos que ahora salían regularmente en la prensa acerca de nuestras malas relaciones personales. Por cierto, había contraído el hábito de iniciar nuestras reuniones subrayando la importancia de dar la impresión pública de que nos hallábamos en buenas relaciones. En realidad no nos llevábamos mal en absoluto. El problema era que pensábamos de manera diferente respecto a ciertas cuestiones económicas y sociales. En Rodas insistió en invitarme, como ya había hecho en julio en Chequers, a visitar durante la primavera su casa de los alrededores de Ludwigshafen (Renania-Palatinado): acepté con el mayor gusto.

Como siempre sucedía en estas ocasiones, me acompañó Charles Powell. Charles fue mi secretario privado de Asuntos Exteriores desde 1984 hasta que dejé el cargo. Trabajaba rápida e infatigablemente, y poseía una capacidad para el esbozo que invariablemente hacía de sus informes una espléndida mezcla de sustancia y sabor, ambos en la medida justa. Siempre se las arreglaba para ser encantador y diplomático —aunque como yo, no olvidaba anteponer la política exterior a la diplomacia—. Era sencillamente un hombre que sobresalía en todos los aspectos.

Así fue como llegamos aquel domingo 30 de abril a la encantadora aldea de Deidesheim, para encontrarnos con el sonriente canciller federal en su propio hogar. En realidad, no tenía muchos motivos para sonreír. Tenía problemas políticos internos. Alemania Occidental estaba sacudida por el extraño fenómeno de la «Gorbymanía» y, ante la presión intensa de una opinión pública alemana que siempre había sido instintivamente neutralista, el canciller Kohl, tan encarnizadamente pro OTAN, había comenzado a ceder terreno en el asunto de las armas nucleares de alcance reducido. Lo reprendí por ello, desplegando todos los argumentos a favor de una disuasión nuclear de corto alcance confiable, y de ser fiel a las decisiones de la OTAN previamente tomadas. La discusión sobre este tema duró dos horas y se caldeó bastante. Pienso que el canciller Kohl se sentía profundamente incómodo, como lo estaría cualquier político cuyos instintos y principios lo impulsaran en una dirección mientras que sus intereses políticos inmediatos tiraban de él en la otra. Sin embargo ambos hicimos un esfuerzo para estar a la altura de lo que pretendían nuestros diplomáticos, aunque no la prensa, siempre al acecho de una historia de pugilato anglo-alemán.

Y ciertamente la atmósfera de Deidesheim era amistosa en todo lo demás. Era alegre, típica, sentimental y levemente exagerada —creo que la palabra alemana correspondiente es gemütlich—. El almuerzo consistió en sopa de patatas, panceta de cerdo (que el canciller alemán disfrutó sin duda alguna), salchichas, albóndigas de hígado y chucrut.

Luego fuimos a la cercana gran catedral de Speyer, en cuya cripta se encuentran las tumbas de los cuatro últimos emperadores del Sacro Imperio Romano Germánico. Cuando entramos en la catedral el órgano inició una fuga de Bach. El canciller conocía mi amor por la música eclesiástica y había preparado esta atención para mí. Fuera se había congregado una gran multitud, que a mi entender estaba diciéndole al canciller lo acertado que había sido el sacar de Alemania los tanques británicos y norteamericanos y el suprimir los vuelos a baja altura.

Sólo después me enteré de que Helmut Kohl había llevado aparte a Charles Powell detrás de una tumba de la cripta para decirle que ahora que lo había visto en su hogar, junto a la frontera de Francia, yo seguramente comprendería que él —Helmut Kohl— era tan europeo como alemán. Entendí lo que Helmut quería decir y casi me conmovió por ello. Pero tenía que dudar de su razonamiento.

Este deseo que muestran los políticos alemanes modernos de fundir su identidad nacional en una europea más abarcadora resulta bastante comprensible, pero presenta grandes dificultades a los Estados nacionales europeos más inseguros. En efecto, como a los alemanes les produce inquietud tener que gobernarse a sí mismos, quieren establecer un sistema europeo en el que ninguna nación se gobierne a sí misma. Tal sistema no tiene más remedio que resultar inestable a largo plazo y, debido al tamaño y la preponderancia de Alemania, está condenado al desequilibrio. La obsesión por una Alemania europea corre el riesgo de terminar en una Europa alemana. En realidad, este enfoque del problema alemán es un error: también una distracción de la verdadera tarea del Estado alemán, que debe fortalecer y profundizar las tradiciones de la democracia germano occidental de posguerra bajo las nuevas condiciones del desafío de la unificación. Esto beneficiaría a Alemania tanto como tranquilizaría a sus vecinos.

ELECCIONES EUROPEAS

Por entonces la atención de la política británica se dirigió a dos asuntos que, por mucho que quise mantener separados, terminaron mezclándose: las elecciones para el Parlamento Europeo y mi décimo aniversario en el cargo. Respecto al segundo, había dado instrucciones estrictas a la sede central y al partido de que se manejase con la menor alharaca posible. Concedí un par de entrevistas, la unión nacional me entregó un jarrón conmemorativo, y el partido editó una publicación bastante atrayente que resultó un modesto éxito de ventas, sin llegar exactamente a bestseller. Pero, por supuesto, había multitud de periodistas ansiando escribir artículos «de reflexión» sobre los diez años de Thatcher, y de llegar a la conclusión, como yo bien sabía que llegaría, de que con diez años de esta buena señora ya era más que suficiente.

En un ambiente semejante era natural que el Partido Laborista proclamara que las elecciones europeas de 1989 representaban un «referéndum» sobre el thatcherismo en general y mi postura de Brujas en particular. Podría haber admitido que las elecciones europeas fueran una especie de juicio sobre Brujas si hubiésemos tenido candidatos «brujistas» además de los federalistas. Pero con unas pocas y notables excepciones, no era éste el caso.

Como diría cualquier experto en publicidad o estrategia política, tal vez el requisito más importante de cualquier campaña sea tener un solo y claro mensaje. Sin embargo parecía que el Partido Conservador tenía ahora dos mensajes bastante contradictorios que Peter Brooke, como presidente del partido, y Christopher Prout, como dirigente del Grupo Democrático Europeo (GDE, eurodiputados conservadores de Dinamarca, España y el Reino Unido), luchaban tratando de reconciliar. Muchos miembros dirigentes del GDE habían entrado en el Parlamento Europeo porque sus puntos de vista no coincidían con los del resto del partido: eran un residuo del heathismo. Sus críticas de la estrategia de campaña, de nuestra política general con respecto a Europa y —cada vez que creían poder hacerlo impunemente— de mi persona, les golpeaba de rebote a ellos mismos también. Ya que al socavar la credibilidad del partido sobre las cuestiones europeas, destruían sus propias posibilidades políticas.

Había encargado a Geoffrey Howe que preparara el manifiesto. Intentó lograr un consenso y por tanto resultó un documento poco interesante, aunque amenamente redactado por Chris Patten. En contraste, la propaganda fue fuerte, pero no muy buena. Me mostraron una última propuesta para la misma cuando estaba en la sede central, después de una de mis pocas conferencias de prensa electorales, y no me dejó satisfecha. Así es que, rodeada de varios expertos creativos estupefactos, proyecté la mía, que decía: «Los conservadores han creado una Gran Bretaña fuerte. Vote hoy por una Europa fuerte votando conservador». No muy inspirado, quizá, pero directo y bastante más efectivo que la publicidad frívola y poco clara que habíamos empleado antes.

La estrategia global era simple. Consistía en hacer que saliesen a votar los electores conservadores —muchos de los cuales estaban totalmente desilusionados de la Comunidad—. Tal vez habría funcionado si los mismos candidatos hubiesen transmitido el mensaje con más convicción y vigor, y si Ted Heath y otros no hubieran estado atacándonos de manera tan pública y notoria. Luego, en el último momento —como confirmó la información electoral que después recibí— se produjo un brote tardío del Partido Verde que nos restó votos. La gente había empleado las elecciones europeas como lo hubiera hecho con una elección parcial: no para introducir cambios reales en sus vidas, sino como protesta contra el presente Gobierno. Los laboristas fueron los beneficiados y nos ganaron 13 escaños. A pesar de todos los factores atenuantes, no me sentía contenta. El resultado daría aliento a todos los que intentaban minarme el terreno a mí y a mi punto de vista sobre Europa.

EL CONSEJO DE EUROPA DE MADRID

Esto último no tardaría en suceder. Ya he descrito cómo Geoffrey Howe y Nigel Lawson trataron de empujarme a fijar una fecha para la entrada de la libra esterlina en el Mecanismo de Tipos de Cambio, y cómo lo evité en el Consejo Europeo de Madrid en junio de 1989. En realidad, como había esperado, el Mecanismo fue casi una irrelevancia en Madrid. Los dos verdaderos problemas eran el tratamiento a dar al Informe Delors sobre la UEM y la cuestión de si la Comunidad debía tener su propia Carta Social.

Por supuesto, me oponía radicalmente a todo el enfoque del Informe Delors. Pero no me encontraba en una posición desde la que pudiese impedir que se emprendiera alguna acción basada en el mismo. En consecuencia, decidí subrayar tres puntos. Primero, el Informe Delors no debe ser la única base para posteriores acciones relativas a la UEM. Tenía que permitirse la entrada de otras ideas, tales como la nuestra de un ecu fuerte y un Fondo Monetario Europeo. Segundo, debe eliminarse todo automatismo en el proceso de avanzar hacia la UEM, tanto en el ritmo como en los contenidos. En particular, no estaríamos sometidos ahora a lo que pudiera suceder en la fase 2, o cuando ésta se llevara a efecto. Tercero, en el Informe no sin incluiría decisión alguna acerca de la necesidad de seguir adelante con una Conferencia Intergubernamental. Una posición de repliegue sería que la IGC debía ser objeto de una adecuada —y lo más prolongada posible— preparación.

Respecto a la Carta Social, el asunto era más sencillo. Me pareció un instrumento inapropiado para establecer normas y reglamentaciones sobre prácticas laborales o beneficios sociales a escala comunitaria. La Carta Social era simplemente una carta socialista —proyectada por socialistas de la Comisión y defendido sobre todo por los Estados miembros con gobiernos socialistas—. Siempre había estado dispuesta a adherirme (con cierto recelo) a la aseveración de los comunicados del Consejo sobre la importancia de la «dimensión social» del Mercado Único. Pero nunca fui de la opinión de que ello traería consigo ninguna ventaja comparable con el empleo y el nivel de vida que podían obtenerse por el mero procedimiento de plantearse un comercio más libre.

Asuntos Exteriores probablemente habría preferido que moderase mi postura. Se complacían en recordarme que Keith Joseph, en la oposición, había escrito un panfleto sobre «Por qué Gran Bretaña necesita una economía social de mercado». Pero es que la clase de «mercado social» que defendíamos Keith y yo casi no guardaba semejanza con el sentido en que había terminado por usarse Sozialmarktwirtschaft en Alemania. Allí se había convertido en una especie de sistema económico corporativista, altamente colectivizado, basado en el «consenso», que elevaba los costos, era cada vez más vulnerable a las rigideces de mercado y dependía por completo para funcionar de una autodisciplina teutónica. El que se extendiera por la Comunidad, por supuesto, haría un buen servicio a Alemania, al menos a corto plazo, ya que impondría los costos salariales y gastos generales alemanes a los países más pobres que de otro modo hubiesen competido con demasiado éxito con sus bienes y servicios. Los políticos alemanes parecían pasar por alto el hecho de que los enormes subsidios transnacionales requeridos para esta exportación del sistema tendría que salir del bolsillo de los contribuyentes alemanes. Pero es lo que pasa cuando las demandas de un cártel de producción se imponen a las del consumidor dentro de un sistema, pueda éste calificarse formalmente de socialista o no.

Cuando fui a Madrid llevé conmigo un documento que exponía todos los beneficios de que disfrutaban los ciudadanos británicos —servicio de salud, salud y seguridad en el trabajo, pensiones y beneficios para los minusválidos, fondos de capacitación y demás—. También argumenté que una Carta Social del Consejo Europeo de carácter voluntario era suficiente y que no hacía falta un documento de la Comunidad que luego serviría —me constaba— para basar en él toda una serie de directivas destinadas a introducir el socialismo a la Delors por la puerta trasera.

En su mayor parte, las discusiones del primer día de Madrid se centraron en la UEM. Era tarde cuando pasamos al mercado único y la «dimensión social». Ya he relatado cómo utilicé mi primer discurso para detallar mis condiciones de entrada en el Mecanismo. Pero también respaldé a Poul Schluter, que cuestionó el párrafo 39 del Informe Delors, donde esencialmente se postulaba el enfoque «lo mismo da ocho que ochocientos» que favorecían los federalistas. Francia representaba el otro extremo. El presidente Mitterrand insistía en fijar una fecha límite para la Conferencia Intergubernamental y para completar las fases 2 y 3, y en cierto momento sugirió que debería ser el 31 de diciembre de 1992.

Luego la discusión pasó a la Carta Social. Estaba sentada junto al señor Cavaco Silva, el primer ministro portugués, hombre bastante digno de confianza, que sin duda lo habría sido aún más si su país no fuese tan pobre y los alemanes tan ricos.

«¿No ve usted», le pregunté, «que la Carta Social está pensada para detener a los inversores alemanes que acuden a Portugal atraídos por sus costos salariales más bajos? Esto es proteccionismo alemán. Habrá directivas basadas en esto y perderán ustedes los empleos». Pero él no creyó que la Carta fuese otra cosa que una declaración general. Y tal vez pensó que si los alemanes estaban dispuestos a pagar bastante en «cohesión», el trato no resultaría tan malo. De manera que estaba sola en mi oposición a la Carta.

Resultó irónico que, cuando el segundo día del Consejo se llegó al esbozo de la sección del comunicado que trataba de la UEM, fuera Francia la excluida por distinta. En la medida en que pueda existir un texto aceptable que conduzca a una finalidad inaceptable, sentí que lo había conseguido. Satisfacía todos mis requisitos. No podíamos detener la convocatoria de una IGC porque lo único que necesitaba era una aprobación por mayoría, pero habían quedado indefinidos tanto su objetivo como su fecha de celebración. El intento que hizo el presidente Mitterrand de que se insertase en el texto una fecha límite para las etapas 2 y 3 resultó infructuoso. Para irritación del señor González, que había tenido la esperanza de evitar discusiones mayores, hice lo que denominé una «declaración unilateral». En ella decía:

El Reino Unido toma nota de que no existe un carácter automático ni para el avance, ni para el momento, ni para el contenido de la 2. El Reino Unido tomará sus decisiones sobre estos temas a la luz del progreso que se haya hecho para entonces en la etapa 1, en particular respecto al cumplimiento de todas las medidas acordadas como requisito para considerarla completa.

Las frases no eran poéticas pero el significado quedaba claro. Esto impulsó al presidente Mitterrand a efectuar su propia declaración, manifestando que la Conferencia Intergubernamental debía reunirse lo antes posible, pasado el 1 de julio de 1990. Y de este modo terminó el Consejo de Madrid, no con un portazo, sino con dos gemidos.

EL BICENTENARIO DE LA REVOLUCIÓN FRANCESA

Mis desavenencias con los franceses nunca llegaron a la animadversión. Era una suerte, porque pronto tenía que asistir a la cumbre del Grupo de los Siete en París, que había quedado casi ahogada en la carísima —y para los parisinos brutalmente incómoda— celebración del bicentenario de la Revolución Francesa. La Revolución Francesa es uno de los pocos parteaguas auténticos en la historia de las ideas políticas. La mayoría de los franceses —aunque no todos— la acepta actualmente como la base del Estado francés, de tal modo que hasta el francés más conservador parece poner todo su entusiasmo al entonar la Marsellesa. La mayoría de los restantes europeos la ven con sentimientos contradictorios, ya que condujo a los ejércitos franceses a devastar Europa, aunque también estimuló movimientos que finalmente llevaron a las independencias nacionales.

Para mí, conservadora británica que considera a Edward Burke, padre del conservadurismo y primer y perspicaz gran crítico de la Revolución, como su mentor ideológico, los acontecimientos de 1789 representan en política un perpetuo espejismo. La Revolución Francesa fue un intento utópico de derrocar un orden tradicional —que tenía desde luego muchas imperfecciones— en nombre de ideas abstractas formuladas por intelectuales vanos, que cometió el error, no por azar sino por debilidad y maldad, de incurrir en purgas, asesinatos masivos y guerra. Fue de muchas maneras un anticipo de la aún más terrible Revolución Bolchevique de 1917. La tradición de libertad inglesa, sin embargo, se desarrolló a lo largo de los siglos: sus rasgos más marcados son la continuidad, el respeto de la ley y su sentido del equilibrio, como demostró la Gloriosa Revolución de 1688. Cuando en vísperas de mi visita unos periodistas de Le Monde me preguntaron qué era lo que en mi opinión había supuesto la Revolución Francesa para los derechos humanos, me consideré en la obligación de señalar algo de todo esto. Dije:

Los derechos humanos no empiezan con la Revolución Francesa […] de donde realmente proceden es de la mezcla del judaísmo y del cristianismo […] En 1688 tuvimos [los ingleses] nuestra revolución pacífica, cuando el Parlamento impuso su voluntad al Rey […] No fue la misma clase de Revolución que la francesa […] «Libertad, igualdad, fraternidad» —olvidando mencionar los deberes y las obligaciones—. Y además, por supuesto, la fraternidad brilló por su ausencia durante largo tiempo.

El titular de Le Monde que precedía mis observaciones era: «Les droits de l’homme n’ont pas commencé en France», nous declare Mme. Thatcher.

Fue con esta introducción como llegué a París para el bicentenario. Le llevaba al presidente Mitterrand una primera edición de Historia de dos ciudades, de Charles Dickens, que él, conocedor de estas cosas, recibió con grandes muestras de aprecio, pero en la cual se plasmaban de forma algo más elegante las mismas opiniones de mi entrevista. Las celebraciones en sí fueron de una magnitud que sólo un estudio de Hollywood —o Francia— podía manejar: un desfile interminable, una parada militar, una ópera en cuyo escenario ocupaba el lugar de honor una guillotina gigantesca.

La cumbre del Grupo de los Siete quedó definitivamente en segundo plano detrás de tanta magnificencia. Lo cual, sin duda, planteaba un problema potencial. Gran número de jefes de Gobierno del Tercer Mundo estaban en París invitados a los festejos, y existía cierta posibilidad de que el presidente Mitterrand intentase súbitamente relanzar otro diálogo Norte-Sur del tipo que por fortuna habíamos abandonado en Cancún. Alerté sobre esto al presidente Bush —que asistía a su primer G7— cuando mantuvimos una reunión bilateral en la Embajada de Estados Unidos antes de la cumbre. Dijo que en su opinión resultaría problemático bloquear tal iniciativa sin dar la imagen de una «pandilla de avaros desaprensivos». Le respondí que eso no me parecía que fuese un verdadero problema. Ni resultó serlo. Al final los franceses se pensaron mejor el proponer esta idea controvertida, y prefirieron mantenerse en el plano de las generalidades.

George Bush y yo realizamos los familiares llamamientos al libre comercio bajo el GATT. El presidente Mitterrand —con cierta ayuda por mi parte— logró que se aceptase casi palabra por palabra el texto de su Declaración de los Derechos Humanos (con su obvio simbolismo revolucionario). Hubo discusiones sobre el medio ambiente y las drogas. En realidad, todo el mundo se fue contento y no se tomó ningún acuerdo digno de nota. Fue esta clase de reuniones la que años antes habían dado mala reputación a las cumbres. Pero el banquete final que el presidente Mitterrand ofreció a los jefes de Gobierno en la nueva pirámide del patio del Louvre fue uno de los más deliciosos en que he participado jamás. Algunas tradiciones son tan importantes, que ni a los franceses se les ocurre abolirlas.

REAJUSTE MINISTERIAL

Regresé a Londres consciente de tener negocios pendientes. Los resultados de la elección europea no tuvieron una significación especial en sí mismos. Sin embargo habían revelado un descontento subterráneo que no podía ignorar. Este descontento se hizo muy evidente en el sector parlamentario del partido. Una minoría de diputados conservadores se sentía a disgusto con la línea que yo seguía respecto a Europa. Pero era más importante el hecho de que existiera una inquietud muy difundida relativa al aparente cierre de las vías de promoción a los puestos del Gobierno. Yo también tenía la sensación de que se necesitaban cambios. Cuando un primer ministro ha estado en el poder durante diez años, tiene que ser mucho más consciente del peligro de que el Gobierno en su conjunto dé la impresión de estar cansado o envejecido. Como nunca me había sentido seriamente cansada ni tampoco envejecida, no tenía el menor deseo de dar esa impresión. Decidí introducir algunos cambios en el Gabinete, para dejar vacantes en cada nivel e introducir algunas caras nuevas.

También había estado considerando mi propio futuro. Sabía que tenía unos cuantos años de servicio activo por delante y quería ver completada la restauración de nuestro poder económico, los resultados de nuestras reformas sociales radicales, y esa remodelación de Europa en que me había embarcado con el discurso de Brujas. Quería dejar cuando me fuera, quizá mediado el próximo período parlamentario, varios candidatos de carácter y experiencia probados entre los que pudiese elegirse mi sucesor. Por varias razones no creía que nadie de mi propia generación fuese adecuado. «Claro, qué va a decir ella» sería la réplica más obvia. Sin embargo, espero que una consideración más detenida demuestre que tenía mis buenos motivos. Si se examinan las posibilidades… Empecemos por quienes compartían mi manera de pensar: Norman Tebbit ahora estaba concentrado en atender a Margaret y en sus intereses financieros; Nick Ridley nunca soportó de buen grado a los tontos y no habría resultado aceptable para los diputados tories; Cecil Parkinson estaba condenado, en opinión de la vieja guardia… Pronto hablaré de Geoffrey Howe. Nigel Lawson no tenía interés en el asunto (ni yo lo tenía en alentarlo). Michael Heseltine no era jugador de equipo ni ciertamente capitán. De todos modos, no veía motivo para buscar a alguien que tuviera aproximadamente mi edad mientras seguía sintiéndome activa y capaz. Por el contrario, en la generación siguiente había muchos candidatos posibles, que merecían ser puestos a prueba en altos cargos: John Major, Douglas Hurd, Ken Baker, Ken Clarke, Chris Patten y quizá Norman Lamont y Michael Howard. Sabía que no me tocaba a mí elegir mi sucesor. Pero yo tenía la obligación de que hubiese varios candidatos probados entre quienes se pudiera optar.

Sin embargo, me equivocaba en un asunto importante. Por supuesto, comprendía que unos colegas del Gabinete estaban más a la izquierda y otros más a la derecha. Pero creía que en general estaban tan convencidos de lo acertado de los principios básicos como lo estaba yo: ortodoxia financiera, niveles bajos de reglamentación y tributación, un mínimo de burocracia, defensa fuerte, decidida defensa de los intereses británicos en cualquier lugar o momento en que fueran amenazados. No pensé que ninguno de estos principios constituyera una revelación para nadie, a estas alturas. Me parecía que ya se habían zanjado a su favor todas las discusiones. Ahora sé que las discusiones así nunca se ganan.

Unas líneas más arriba dejé de lado a Geoffrey Howe en mi examen de los posibles candidatos a la dirección. A Geoffrey le había pasado algo. Continuaba poseyendo una enorme capacidad de trabajo, pero su claridad de propósito y de análisis había disminuido. Ya no creía que fuese un dirigente posible. Pero, aún peor, no podía mantenerlo como secretario de Asuntos Exteriores —no, al menos, mientras Nigel Lawson estuviera en Hacienda—, tras su comportamiento en vísperas del Consejo de Madrid. Quizá si hubiese sabido que Nigel estaba a punto de dimitir habría conservado a Geoffrey en su cargo, al menos durante un tiempo. Tal como estaban las cosas, había tomado la resolución de sustituirlo por un hombre más joven.

Decidí que dos ministros debían abandonar definitivamente el Gabinete. Paul Channon era leal y lo estimaba. Pero Transportes se estaba convirtiendo en un departamento muy importante, donde era fundamental la comunicación con el público (¿de qué otro modo podía ser, con los desastres espantosos que proliferaron en aquella temporada y teniendo en cuenta los problemas de tráfico que trajo aparejados la nueva prosperidad del país?). Le pedí a Paul que se fuera y lo hizo de muy buen talante. Designé a Cecil Parkinson para que ocupara su lugar. La decisión de pedirle a John Moore que saliera del Gabinete me resultó más dolorosa. Era un hombre que compartía mi manera de pensar. Fue él en Salud quien —más que su sucesor Ken Clarke— había logrado encaminar la revisión de la salud pública. En Seguridad Social —cuando ya había dividido el DHSS en dos departamentos— había sido valiente y radical en su modo de pensar sobre la dependencia y la pobreza. Pero, como ya he explicado, John nunca se había recuperado por completo, al menos psicológicamente, de la enfermedad que sufrió mientras era secretario de Estado en el antiguo DHSS conjunto. De manera que le pedí que dejara paso a Tony Newton, figura flemática que se inclinaba hacia la izquierda, pero con buen dominio de la Cámara y de su especialidad. También introduje en el Gabinete a Peter Brooke, que había sido un presidente del partido muy querido y totalmente digno de confianza. Quería ser secretario del Ulster y le di el puesto, cambiando a Tom King al Ministerio de Defensa, que había dejado vacante George Younger, porque quería dedicarse a sus negocios. La partida de George fue un verdadero golpe. Valoraba su sentido común, confiaba en su juicio y en su lealtad. Su carrera constituye una prueba de que, en contra del mito, los caballeros todavía tienen su lugar en la política.

Pero había tres cambios principales que definieron la forma del reajuste y la reacción que produjo. En orden inverso de importancia: nombré a Chris Patten para el departamento de Medio Ambiente como sucesor de Nick Ridley, que pasó al departamento de Comercio e Industria (David Young pidió dejar el Gabinete y se convirtió en vicepresidente del partido); designé presidente del partido a Ken Baker, y su sucesor en Educación fue John MacGregor. Y John fue sustituido en Agricultura por John Gummer, que entró así al Gabinete.

Pero primero, y eso era lo crucial, convoqué a Geoffrey Howe para decirle que quería que dejase Asuntos Exteriores, donde pretendía colocar a John Major. Era predecible que a Geoffrey no le gustase. Se había acostumbrado a disfrutar de las galas de su oficina y de sus dos casas, la de Carlton Gardens en Londres y la de Chevening en Kent. Le ofrecí el liderazgo de la Cámara de los Comunes en un momento en que ésta iba a aparecer en televisión por vez primera. Era un gran cargo y tuve la esperanza de que así lo reconociera. Pero se limitó a enfurruñarse un poco y contestar que tendría que hablar primero con Elspeth. Esto, por supuesto, dejó todo el proceso en el aire. No podía ver a otros ministros hasta que no se decidiera este asunto. Creo que además Geoffrey vio a David Waddington, el Chief Whip del partido, que me había aconsejado mantener a Geoffrey en algún cargo dentro del Gabinete. David lo hizo con buena intención, pero quizá debí pedirle a Geoffrey simplemente que se fuera del todo, ya que fue evidente que nunca me perdonó. Salieron muchos mensajes de Downing Street ofreciéndole el Ministerio del Interior —sabiendo por anticipado que lo más probable era que no aceptase— y luego, después de conferenciar con Nigel Lawson, Dorneywood, la casa de campo del canciller —acerté al pensar que la aceptaría— y finalmente, con cierta reluctancia y ante su insistencia, el título de viceprimer ministro, que había mantenido en reserva como guinda final. Es un título sin contenido constitucional, pero que había estado a punto de tenerlo gracias a la talla personal y la veteranía de Willie Whitelaw (pero su apoplejía de diciembre de 1987 le obligó a renunciar al mes siguiente). A Geoffrey, que tuvo que brujulear para obtenerlo, nunca le confirió el prestigio que él había esperado. En la práctica sólo significaba que Geoffrey se sentaba inmediatamente a mi izquierda en las reuniones de Gabinete, una posición de la que tal vez haya tenido que arrepentirse.

Era inevitable que el retraso en cerrar el reajuste suscitase especulaciones. Pero me dijeron que fueron los partidarios de Geoffrey los que dejaron filtrar el contenido de nuestras conversaciones, en un intento especialmente torpe de perjudicarme. Como resultado, se ganó muy mala prensa con lo de las casas, lo cual se tenía merecido, aunque seguramente me echará a mí culpa.

Al principio, John Major no tenía muchas ganas de convertirse en ministro de Exteriores. Era un hombre modesto, consciente de su falta de experiencia, y probablemente habría preferido un nombramiento menos imponente. Pero yo sabía que si quería tener alguna esperanza de llegar a dirigente del partido, sería mejor que hubiese pasado por uno de los tres grandes cargos del Estado. Debo añadir que, contrariamente a lo que se especuló, no había llegado a decidir con firmeza que John fuese mi sucesor predilecto. Sólo había llegado a la conclusión de que se le debía otorgar un reconocimiento público más amplio y ofrecerle la posibilidad de adquirir más experiencia, para que pudiese competir con la publicidad que sabrían hacerse sus muy capacitados rivales. Lamentablemente, la dimisión de Nigel Lawson no le dio oportunidad de mostrar lo que hubiera hecho en Asuntos Exteriores, porque tuvo que regresar a Hacienda.

En general se consideró que mi decisión de pasar a Nick Ridley a Comercio e Industria fue una respuesta a sus críticos del grupo de presión ecologista. Esto no era cierto. Yo sabía que él deseaba un cambio. Por supuesto, era muy consciente del hecho de que a los románticos y maniáticos del movimiento no les gustaba que insistiera en basar su política en la ciencia más que en las ideas preconcebidas. Además sospechaba que Chris Patten les ofrecería un enfoque más lenitivo. Pero lo cierto es que después me encontré muy a menudo en desacuerdo con su presentación poco sustancial de los asuntos medioambientales. Y también quería que Nick estuviera en el segundo departamento económico más importante, debido a mi necesidad de contar con su apoyo en las cuestiones clave de la industria y de Europa.

La designación de Ken Baker como presidente del partido fue un intento de mejorar la comunicación del gobierno. Ken, como Chris Patten, había comenzado en la izquierda del partido. Pero a diferencia de Chris, se había desplazado auténticamente al centro. En todo caso, su gran capacidad era la publicitaria. Y nunca olvidé que cada pocos Thatchers, Josephs y Ridleys se necesitaba por lo menos un Ken Baker que se concentrase en comunicar el mensaje. También me sentí feliz de nombrar a John MacGregor, con su devoción escocesa por la educación, como la persona indicada para ocuparse en los aspectos prácticos de la puesta en marcha de nuestras reformas educativas. La designación de Ken Baker para la presidencia del partido fue un gran éxito. Me sirvió hasta el final con vigor y entusiasmo, por más candente que se pusiese la cocina política. Nunca habíamos sido íntimos aliados políticos, por lo que estoy doblemente en deuda con él.

El impacto inmediato del reajuste fue mucho peor de lo que había esperado a causa de los bulos sobre lo que había ofrecido o no a Geoffrey, y lo que me había pedido o dejado de pedir. Una vez que hubo pasado la reacción inicial, quedó claro que nos habíamos beneficiado con el nuevo aspecto del Gobierno. Más serio, sin embargo, era que Geoffrey todavía estaba bien situado para causarme problemas, y que el equilibrio del Gabinete se había inclinado un poco más hacia la izquierda con el ascenso de Chris Patten y John Gummer y con la partida de John Moore, lo que no llegaba a compensar la incorporación del derechista Norman Lamont. Por supuesto, nada de esto importaba en la medida en que pudieran evitarse crisis que amenazaran mi autoridad.

EL EJE FRANCO-ALEMÁN Y LA «UNIÓN POLÍTICA»

En realidad los espías no vinieron de uno en uno, sino en batallones. El invierno de 1989 vio los cambios revolucionarios que llevaron al colapso del comunismo en Europa Oriental. A largo plazo la implantación de Gobiernos libres, independientes y anti socialistas en la región me hubiese proporcionado aliados potenciales en mi cruzada por una Europa más amplia y menos rígida. Sin embargo, debido a la perspectiva y luego la realidad de la reunificación alemana, el efecto inmediato fue fortalecer la mano del canciller Kohl y alimentar el deseo del presidente Mitterrand y del señor Delors de una Europa federal que «entrelazaría» a la nueva Alemania en una estructura dentro de la cual estaría controlada su preponderancia. Aunque luego trataré de ellas más detenidamente, estas cuestiones, en el contexto de las relaciones Este-Oeste, fueron el telón de fondo de una batalla sobre la unión política y monetaria aún más intensa que las sostenidas por mí.

La presidencia de la Comunidad Europea pasó de España a Francia. En parte con el objetivo de que Europa Oriental no dominase el Consejo Europeo previsto para diciembre en Estrasburgo, el presidente Mitterrand convocó para noviembre un Consejo especial en París para tratar específicamente de las consecuencias de los acontecimientos del Este y la caída del Muro de Berlín. También estaba ejerciendo mucha presión para la creación de un Banco Europeo de Reconstrucción y Desarrollo (BERD) con el fin de canalizar la inversión y la ayuda a las democracias emergentes. Yo tenía mis dudas respecto a la necesidad de tal institución. No se había dado una razón por la que una ayuda de tal dimensión debía necesariamente otorgarse a través de una institución europea, y no mediante una nacional u otra más amplia internacionalmente. Cedí en Estrasburgo, pero mis deseos acabaron cumpliéndose, porque ahora el BERD implica bastante a norteamericanos y japoneses, no sólo a los europeos. El presidente Mitterrand y yo finalmente concertamos un arreglo en 1990: acepté que su protegido Jacques Attali fuera presidente del BERD y él acepto que el banco quedara situado en Londres.

Hasta cierto punto la estrategia francesa de sostener un Consejo «no oficial» en París sobre las relaciones Este-Oeste funcionó, porque el Consejo de Estrasburgo se centró poderosamente —al menos en sus sesiones oficiales— en las cuestiones, más estrechamente europeas, de la UEM y la Carta Social. Yo, como siempre, me oponía a que se celebrase una Conferencia Intergubernamental sobre la unión económica y monetaria. De igual modo, casi no tenía esperanzas de poder impedirla. La intención de los franceses era fijar una fecha para la Conferencia y esto era lo que intentaría aplazar. Hasta unos pocos días antes del comienzo del Consejo me sentía optimista pensando que los alemanes nos apoyarían en lo tocante a la necesidad de «mayor preparación» antes de que se reuniese la Conferencia. Pero en una demostración clásica de cómo se reconstituía el eje franco-alemán siempre a tiempo para dominar las sesiones, el canciller Kohl se plegó a los deseos del presidente Mitterrand. Cuando llegué a Estrasburgo ya sabía que casi sólo contaba conmigo misma. Decidí ser dulcemente razonable todo el tiempo, ya que no tenía sentido causar problemas gratuitos cuando no podría conseguir lo que realmente quería. Se convino que la Conferencia Intergubernamental se reuniría bajo la presidencia italiana antes del fin de 1990, pero después de las elecciones alemanas. En cuanto a la Carta Social contra la cual yo había abierto fuego en Madrid, reafirmé que no estaba dispuesta a suscribir el texto, ya que mi determinación no había salido sino reforzada por el hecho de que la Comisión ahora pretendiera presentar no menos de 43 propuestas, incluyendo 17 directivas obligatorias legalmente, en las áreas cubiertas por la Carta. Desde nuestro punto de vista, esto cerró a todos los efectos la discusión sobre la Carta. Sobre la UEM volvería a la carga en Roma.

En la primera mitad de 1990, sin embargo, había que bregar con la presidencia irlandesa. El nada bienvenido hábito de convocar Consejos «informales» extraordinarios se había popularizado. Charles Haughey decidió que era necesario otro para considerar los acontecimientos del Este europeo y las consecuencias que tendría para la Comunidad la unificación alemana. Quizá eso era lo que realmente se proponía el señor Haughey, pero para otros fue sólo una oportunidad más para mantener vivo el impulso federalista.

La «unión política» se concebía ahora aparejada a la «unión monetaria». En cierto sentido, por supuesto, era lógico. En último término, una sola moneda y una sola política económica implican un solo gobierno. Pero detrás del concepto de «unión política» yacía una agenda especial franco-alemana. Los franceses querían limitar el poder alemán. Con ese fin imaginaron un Consejo Europeo con una más amplia mayoría de votantes: pero no querían que aumentase el poder de la Comisión o del Parlamento Europeo. Los franceses eran federalistas más por táctica que por convicción. Los alemanes deseaban la «unión política» por diferentes razones y por distintos medios. Para ellos era en parte el precio de alcanzar rápidamente la reunificación con Alemania del Este en sus propios términos y con todos los beneficios que se derivarían de ser miembro de la Comunidad, y en parte una forma de demostrar que la nueva Alemania no se comportaría como la antigua, desde Bismarck a Hitler. Por esta causa; los alemanes estaban dispuestos a ver la multiplicación de poderes de la Comisión y otorgaban una importancia especial a incrementar el poder y la autoridad del Parlamento Europeo. De modo que los alemanes eran federalistas por convicción. Los franceses ejercían más presión a favor de la unión política: pero era el orden del día de los alemanes, que cada vez más se mostraban como el socio mayor del eje, el que dominaba.

Yo, por mi parte, me oponía a cualquier clase de unión política. Pero la única esperanza que tenía de detenerla era apartarme del planteamiento vigente en la Comunidad, por el cual una combinación de declaraciones de principios de altos vuelos y diversas estratagemas de procedimiento impedía una discusión sustancial de lo que se trataba hasta que era demasiado tarde. Dentro de la Comunidad, debía intentar la profundización de las divisiones entre franceses y alemanes. En casa, señalar con un lenguaje que despertase interés lo que debería y no debería querer decir «unión política» si se tomaba en serio. Gran parte de la historia de la Comunidad había consistido en incluir frases nebulosas en tratados y comunicados, y luego cargarlas de un significado federalista que se nos había asegurado que nunca poseerían. En consecuencia, decidí que iría a Dublín con un discurso que explicitaría lo que no era ni debía ser jamás la unión política. Me pareció la mejor forma de hacer que todos los interesados definieran lo que era, o disintieran de tal definición.

No quedaban dudas de lo decididos que estaban franceses y alemanes en sus intenciones federalistas. Poco antes de que se reuniese el Consejo en Dublín, a fines de abril, el presidente Mitterrand y el canciller Kohl hicieron un llamamiento público conjunto a que el Consejo de Dublín «iniciase preparativos para una Conferencia Intergubernamental sobre la unión política». También apelaron a la Comunidad para que «defina y ponga en práctica una política exterior y de seguridad común». Ambos enviaron casi de inmediato una carta conjunta al presidente de Lituania, instando a que suspendiese temporalmente la declaración de independencia del país, con el fin de allanar el camino para las conversaciones con Moscú. Como señalé con cierto placer en mi siguiente discurso en el Consejo, esto se hizo sin consultar en absoluto al resto de la comunidad, por no hablar de la OTAN y demostraba que la probabilidad de una «política exterior y de seguridad común» era todavía algo remota.

Pronuncié mi discurso al principio de los actos, durante un almuerzo de trabajo. Dije que la manera de disipar miedos era aclarar lo que no queríamos dar a entender cuando hablábamos de unión política. No queríamos implicar que habría una pérdida de identidad nacional. Ni dejar de tener jefes de Estado por separado, ya fuesen de las seis monarquías de las que éramos devotos seis de los Estados miembros, o de las repúblicas que preferían los otros seis. No teníamos intención de suprimir los parlamentos nacionales, el Parlamento Europeo no debía cumplir su papel a expensas de los mismos. No tratábamos de modificar los sistemas electorales de cada país. No alteraríamos el papel del Consejo de ministros. La unión política no debe significar ninguna clase de centralización de poderes en Europa a costa de los parlamentos o gobiernos nacionales. No debía debilitarse el papel de la OTAN, ni hacerse ningún intento de transformar la cooperación en política exterior en una restricción del derecho de los Estados a dirigir la suya propia.

Pronunciar un discurso de diez minutos conteniendo la risa es tanto un triunfo retórico como facial. Por supuesto, ésta sería la ruta que debería seguir la unión política si se plantease con seriedad. Tal vez sólo mis observaciones sobre jefes de Estado —que fueron ampliamente difundidas— añadieron un elemento nuevo a la agenda no muy oculta de la Comisión Europea y de quienes pensaban como ella. Mi discurso produjo también cierto efecto inmediato, ya que rápidamente quedó claro durante los parlamentos que los jefes de Gobierno eran incapaces —o quizá no lo deseaban en esta etapa— de explicar claramente qué significaba para ellos la unión política. Las mejores marcas de ambigüedad calculada, sin embargo, seguramente las logró el señor Andreotti, que sugirió que aunque debíamos convocar una Conferencia Intergubernamental sobre la unión política, resultaría peligroso intentar una definición tajante de lo que significaba. El señor Haughey cerró la discusión anunciando suavemente que casi todos los puntos que había mencionado en mis observaciones estarían excluidos de la unión política. Y quizá lo dijera con ironía, él también.

A fines de junio estábamos otra vez en Dublín. Se había dicho a los ministros de Asuntos Exteriores de la Comunidad que se reuniesen aparte para elaborar un documento sobre la unión política que debía someterse a la consideración del Consejo Europeo. Tenía la esperanza de al menos haber trazado un límite para el tipo de propuestas que era posible que se nos presentaran en alguna etapa futura. Pero no estaba en mis manos detener la convocatoria de la Conferencia. Destiné más tiempo a desarrollar nuestras últimas ideas sobre la propuesta del ecu fuerte. Cualquier cosa que pudiese hacer para influir las discusiones de la Conferencia Intergubernamental sobre la UEM, que serían paralelas a las de la unión política, resultaría de valor. Sin embargo, mi mayor satisfacción en este Consejo fue parar en seco al monstruo rodante franco-alemán respecto al asunto de los créditos financieros a la Unión Soviética. No me sentía convencida en general de que permitir que los antiguos países comunistas del Este europeo —por no hablar de la URSS comunista— siguiesen acumulando más deudas les hiciera ningún favor. Por encima de todo, toda ayuda debía tener un objetivo adecuado y estar dirigida a recompensar y promover reformas prácticas en vez de —como iba a decirlo en la reunión del Grupo de los Siete de Houston, un mes después— «proporcionar un balón de oxígeno para que sobreviva gran parte del viejo sistema».

El presidente Mitterrand y el canciller Kohl, sin embargo, se interesaban más en la política de poder y los grandes gestos. Poco antes del Consejo de Dublín habían acordado proponer un préstamo multimillonario en dólares para los soviéticos, y durante la cena del segundo día intentaron presionarnos al resto para que lo suscribiéramos. Dije que era absolutamente inaceptable. Ningún directivo de una compañía actuaría jamás de manera tan poco comercial. Nosotros no lo haríamos tampoco. Debía efectuarse un estudio adecuado antes de tomar una decisión de tal naturaleza. Después de mucha discusión, que continuó a la mañana siguiente, prevaleció mi postura.

LA UEM Y EL GATT

De las dos amenazas, la UEM y la unión política, la primera era la más inmediata. Lo que resultaba muy frustrante era que otros que compartían mis puntos de vista tenían diversos motivos para no expresarlos, y preferían dejar que yo recibiese las críticas por hacerlo. Las economías más débiles habrían resultado devastadas por la moneda única, pero tenían la esperanza de recibir las subvenciones suficientes como para que valiera la pena su consentimiento. Grecia era un caso clásico. Me cansé de escuchar un coro griego de apoyo a cualquier propuesta ambiciosa que hiciese Alemania.

Ni siquiera los alemanes estaban unidos en el avance hacia la unión económica y monetaria europea. De vez en cuando Karl Otto Pohl criticaba abiertamente la idea. A mi entender, la presión a favor de la UEM provenía de Francia, que encontraba inaceptable tener una política monetaria dominada por el marco y el Bundesbank. El Bundesbank no hubiese tenido ningún problema en contentarse con el Mecanismo de Tipos de Cambio, pero ahora la presión política a favor de la UEM era muy fuerte. Siempre he sentido el mayor respeto por el Bundesbank y su historial de contención inflacionaria en Alemania, y me parecía significativo que quienes habían contribuido más a este logro hubiesen otorgado a menudo su atención a una moneda única europea que, por supuesto, implicaría el final del marco.

Evadirme de la atmósfera, muchas veces parroquial, de los demasiado frecuentes Consejos de Europa para asistir a una reunión del Grupo de los Siete, constituía siempre un alivio. Ésa de Houston en julio era la primera que presidía Bush, que estaba imponiendo su estilo propio en la administración de Estados Unidos. Estas cumbres económicas ya no eran de ningún modo estrictamente económicas: ni podían serlo cuando el orden mundial político y económico estaba cambiando tan radical y rápidamente. Lo que tenía preferencia en nuestras mentes era qué debía suceder para asegurar el orden, la estabilidad y una prosperidad tolerable en los territorios de la Unión Soviética, que se estaba desintegrando. Pero no era menos importante para mí el hecho de que en el Grupo de los Siete podía esgrimir mis argumentos a favor del libre comercio con mucha más efectividad, reclutando aliados para mi causa, que dentro del marco más estrecho de la Comunidad.

En Houston hacía un calor tremendo; tanto calor, que mientras los jefes de Gobierno asistíamos a pie firme a las ceremonias inaugurales, los siempre previsores y tecnológicos norteamericanos nos habían proporcionado un acondicionamiento de aire especial que nos refrescaba las piernas soplando desde debajo del suelo. El presidente Bush me pidió que iniciase la discusión sobre la economía y, después de hacer notar las consecuencias del colapso del comunismo, me centré en el colapso inminente del libre comercio a menos que se completase con éxito la ronda del GATT. Dije que era fundamental que el mundo no se replegara en bloques, particularmente en cuestiones monetarias y comerciales. Sería un paso atrás de efectos perjudiciales en lo político y económico, particularmente para los países que quedasen excluidos. En realidad, tendríamos que estar mirando más allá de la presente ronda del GATT para imaginar la continuación efectiva del proceso de liberalización del comercio mundial de bienes y servicios.

La discusión volvió sobre el comercio al día siguiente. Apoyé vigorosamente a Brian Mulroney, que aducía que los mayores perdedores si fracasaba el GATT serían los países menos desarrollados. También recordé a los presentes las sumas enormes que se gastaban en subvenciones agrícolas tanto en la Comunidad Europea como en Estados Unidos o Japón. Ciertamente, la sección del comunicado de Houston que trata del comercio constituye la declaración más firme y acertada que sobre el tema hubiesen hecho hasta entonces las economías más poderosas. Lo trágico fue que el compromiso de la Comunidad Europea con la liberalización comercial era sólo epidérmico, como revelarían los acontecimientos que siguieron.

EL CONSEJO EUROPEO DE ROMA

Volé a Roma el mediodía del sábado 27 de octubre, sabiendo muy bien que sería un lance difícil. Pero todavía no imaginaba cuánto. Esta vez la excusa para sostener un Consejo «informal» antes del formal de diciembre era aún más transparente que en París o Dublín. El pretexto fue prepararse para la próxima cumbre de la CSCE y discutir las relaciones con la Unión Soviética. En realidad, los italianos querían adelantar los resultados de ambas Conferencias Intergubernamentales, sobre la UEM y la unión política, con el fin de que se decidieran en el término de su presidencia. A nadie se le ocurrió explicar por qué era necesario un Consejo especial antes de que informasen las Conferencias.

Como siempre pasa con los italianos, resultaba difícil distinguir la confusión de la astucia; pero era evidente que había mucho de ambas. En su «carta de ofertas» al Consejo, el señor Andreotti no mencionaba la necesidad de discutir la ronda Uruguay del GATT. Le contesté insistiendo en que si los ministros de Agricultura y Comercio de la Comunidad no habían alcanzado por anticipado un acuerdo sobre la propuesta comunitaria en agricultura, debíamos discutir la cuestión en Roma, porque el tiempo corría.

Más de una clave sobre las intenciones de los italianos podía quizá encontrarse en la carta de su ministro de Asuntos Exteriores, que llegaba a sugerir una disposición que permitiese la futura transferencia de poderes de los Estados miembros a la Comunidad, sin enmienda del Tratado. Los italianos anunciaron —y fue muy difundido por la prensa— que adoptarían una línea moderada, sin presionar para establecer una fecha específica de inicio de la etapa 2 de la UEM y haciendo notar que la propuesta británica de un ecu duro debía ser tomada en serio. La presidencia había preparado una lista de propuestas sobre la unión política, larga y con frecuencia contradictoria, que incluía planes para una política exterior común, mayores competencias para la Comunidad, más votación por mayoría, mayores poderes para el Parlamento Europeo, y otras cuestiones. El propósito concreto de este documento no quedaba claro. Lo que no sabía era que entre bambalinas los italianos habían apoyado una propuesta alemana suscrita por varios líderes democristianos europeos en un encuentro anterior, que consistía en que no debía discutirse el GATT en el Consejo. Si se hubiera dado tal discusión, por supuesto, que se les habría hecho bastante más difícil pintarme como la aislacionista y mostrarse a sí mismos como dechados de internacionalismo.

El canciller Kohl había hablado públicamente de la necesidad de establecer fechas límite al trabajo de las Conferencias Intergubernamentales y a la fase 2 de la UEM. Pero en vísperas del Consejo de Roma adoptó ante Douglas Hurd —ahora mi ministro de Asuntos Exteriores— una posición sorprendentemente suave respecto a sus intenciones. El señor Kohl sugirió que tal vez las conclusiones del Consejo especial podrían decir algo sobre «la construcción de un consenso alrededor de la idea» de una fecha específica de inicio de la fase 2. Pero Douglas tuvo la impresión de que el canciller alemán ni siquiera estaba muy empeñado en esto, y que podría estar abierto a que se le persuadiese para abandonar toda referencia a una fecha. Más aún, el canciller dijo que no se oponía a discutir el GATT en Roma. Dijo que reconocía la importancia de la oferta sobre agricultura hecha por la Comunidad en el GATT y que aceptaba que diciembre fuera la verdadera fecha límite para la ronda Uruguay. También reconocía que Alemania tendría que comprometerse. Él mismo estaría dispuesto a decirles algunas cosas fuertes a los agricultores alemanes en su debido momento, pero todavía no. Aparentemente le dio a entender a Douglas que podría haber un intercambio. Si yo estaba dispuesta a ayudarlo durante la discusión del GATT, él podría ayudarme durante la discusión de la Conferencia Intergubernamental sobre la UEM. Por supuesto, al final resultó que esta posición suya distaba de ser la verdadera.

Yo por mi lado almorcé el domingo con el presidente Mitterrand en la residencia de nuestra Embajada en Roma. El presidente no podría haber estado más ameno y amigable. Le dije que me preocupaba mucho la incapacidad de la Comunidad para pactar una posición negociadora con vistas a las conversaciones del GATT. Me había enterado de que casi se había llegado a un acuerdo el día anterior, después de dieciséis horas de negociaciones en la reunión de los ministros de Agricultura y de Comercio, pero que los franceses lo habían bloqueado. Mitterrand dijo que todo esto era muy difícil, que no podía considerarse la agricultura de manera aislada y que no debía esperarse que Europa —o más exactamente Francia— hiciese todas las concesiones en las negociaciones del GATT. Me preguntó cuándo me proponía plantear la cuestión en el Consejo. Le respondí que desde el mismo principio. Pediría que el Consejo dejase claro que la Comunidad presentaría propuestas en los próximos días. El que no se hiciese sería para el mundo señal de que Europa era proteccionista. El presidente Mitterrand exclamó que la Comunidad era por supuesto proteccionista: si ésa era su principal razón de ser. Quedaba claro que no tenía mucha utilidad continuar esta discusión en particular.

Sin embargo, el presidente francés coincidió conmigo, o al menos eso dijo, en lo relativo a las propuestas de unión política. De hecho criticó muchísimo algunas observaciones del señor Delors, y nunca tuvo tiempo que dedicarle al Parlamento Europeo. De modo más sorprendente, dijo que Francia, como Gran Bretaña, quería una moneda común, no una moneda única. Esto no era cierto. Pero permítaseme ser caritativa: quizá hubiera algún error de traducción. En todo caso, no lo percibí como hostil ni intentando arrinconarme.

Estaba demasiado versada en las costumbres de la Comunidad como para creerme tanta bonhomie. Pero aún así no estaba preparada para el rumbo que tomaron las cosas una vez que se inauguró formalmente el Consejo. El señor Andreotti aclaró desde el principio que no existía intención alguna de discutir sobre el GATT. Hablé brevemente y los reprendí por ignorar una cuestión tan crucial en un momento así. Había tenido la esperanza de que alguien más que yo interviniera. Pero sólo lo hizo Ruud Lubbers y sólo para elevar una tibia protesta. Aunque algo se abrió paso hasta el comunicado, nadie más estaba dispuesto a resaltar estas negociaciones inminentes y fundamentales.

Luego el señor Delors informó sobre su reciente reunión con el señor Gorbachov. Para mi sorpresa, propuso que el Consejo emitiera una declaración de que la frontera exterior de la Unión Soviética tenía que permanecer inalterada. Esperé otra vez. Pero nadie habló. Hablando llanamente, no podía dejar las cosas así. Afirmé que no le correspondía a la Comunidad decidir en lugar de los pueblos y el gobierno de la Unión Soviética. Señalé que en todo caso los Estados bálticos habían sido absorbidos ilegalmente por la URSS. En realidad, les estábamos negando su derecho a la independencia. El señor Delors dijo que el señor Gorbachov le había dado seguridad de que los Estados bálticos serían liberados, de modo que no debíamos alarmarnos por ellos. Me volví hacia él, diciendo que ya habíamos escuchado otras veces esa clase de seguridades en boca de los soviéticos y que en todo caso ¿qué pasaría con otras naciones de la Unión Soviética que también quisieran separarse? En este momento primero el señor González, luego el presidente Mitterrand y finalmente el canciller Kohl intervinieron apoyándome, y esa iniciativa imprudente fracasó.

Sin embargo la atmósfera fue de mal en peor. Los demás estaban decididos a insertar en el comunicado estipulaciones sobre la unión política, ninguna de las cuales estaba yo dispuesta a aceptar. Dije que no adelantaría el debate de la Conferencia Intergubernamental y obtuve que figurase en el texto una observación unilateral con este fin. También insistieron en apoyar la propuesta alemana de que la etapa 2 de la unión monetaria comenzara el 1 de enero de 1994. Tampoco lo aceptaría. Había insertado en el comunicado la frase siguiente:

El Reino Unido, aun estando dispuesto a avanzar más allá de la fase 1 mediante la creación de una nueva institución monetaria y de una moneda comunitaria común, cree que las decisiones sobre el contenido de tal avance deben preceder a las tocantes a su escalonamiento temporal.

No les interesaba llegar a una transacción de compromiso. Escucharon mis objeciones en medio de un silencio de piedra. No tenía ningún apoyo. Sólo podía decir que no.

En tres años la Comunidad Europea había pasado de discusiones prácticas sobre la restauración del orden en sus propias finanzas a planes grandiosos de unión política y monetaria con un firme calendario, pero sin contenidos acordados, todo esto sin un debate abierto o público por principio, ya fuese a nivel nacional o en foros europeos. Ahora en Roma se había iniciado la batalla final por el futuro de la Comunidad. Pero tendría que regresar a Londres para ganar otra batalla de la que podía depender el resultado en Europa: la batalla por el espíritu del sector parlamentario del Partido Conservador.