Resolviendo despropósitos
Política monetaria, tipos de interés y tipos de cambio
Una política económica correcta depende sobre todo de que se establezca correctamente cuáles son las actividades que competen al Estado y cuáles a los ciudadanos. El Estado debe establecer un marco de leyes, reglamentos e impuestos en el que puedan operar libremente las empresas y las personas, pero también debe existir un marco financiero para la política. Tras una larga pugna durante mi primer mandato, de 1979 a 1983, mis colaboradores más próximos y yo habíamos conseguido orientar la opinión del Gabinete, el Partido Conservador y la opinión pública del mundo de las finanzas, las empresas e incluso los medios de comunicación, hacia una interpretación más restrictiva sobre cuál debía ser el papel del Estado en la economía. Lo que es más, se aceptaba generalmente que el objetivo debía ser una reducción de los impuestos, los controles y las interferencias. Pero en relación con el establecimiento del marco financiero global, en cuyo seno genera riqueza la economía real, había menos puntos en común. Si bien Nigel Lawson y yo estábamos totalmente de acuerdo en cuanto al papel del Estado en general, acabamos teniendo marcadas diferencias sobre la política monetaria y cambiaria.
Nuestro éxito durante el primer mandato en la lucha contra la inflación, que había bajado de un 10 por ciento (en aumento) a menos del 4 por ciento (en descenso), obedecía al control del volumen de dinero en circulación. El «monetarismo» —o la convicción de que la inflación es un fenómeno monetario, es decir «un exceso de dinero en relación con las mercancías disponibles»— se había visto reforzado por una política fiscal que reducía el endeudamiento del Gobierno, por la liberación de recursos para la inversión privada y por la bajada de los tipos de interés. Este enfoque combinado se había materializado a través del proyecto de Estrategia Financiera a Medio Plazo (Medium Term Financial Strategy, MTFS) que fue, en buena parte, creación de Nigel Lawson. Su puesta en práctica dependía en gran medida del control de los indicadores monetarios. Éstos, como he señalado, resultaban a menudo distorsionados, confusos y veleidosos. Necesitábamos disponer también de otros indicadores. Por ello, antes de que Geoffrey Howe abandonara el cargo de canciller, ya se tomaba también en consideración el valor —el tipo de cambio— de la libra frente a otras monedas.
Es importante comprender qué relación existe —y cuál no— entre el tipo de cambio y el volumen de dinero en circulación. En primer lugar consideremos cuáles son los efectos de un aumento en el tipo de cambio, es decir, cuando la libra esterlina aumenta su valor respecto a una moneda extranjera. Dado que la mayor parte de los precios de importación y exportación se fijan en moneda extranjera, el precio en libras esterlinas de estos productos baja. Esto sólo se aplica a los bienes y servicios que pueden importarse y exportarse, como el petróleo, el grano o los productos textiles. Pero buena parte de los bienes y servicios que forman parte de nuestra renta nacional no son de este tipo: por ejemplo, no podemos exportar nuestras viviendas ni los servicios que se ofrecen en nuestros restaurantes. Sus precios no se ven afectados directamente por el tipo de cambio, y el efecto indirecto de éste —transmitido a través de los salarios— será limitado. Lo que sí determina, en mayor o menor medida, los precios de las casas y otros productos «no exportables» es el volumen de dinero en circulación.
Si este volumen aumenta con demasiada rapidez, los precios de estos productos aumentarán de modo correspondiente, y la fortaleza de la libra no podrá impedirlo. La interacción entre una libra fuerte y un volumen descontrolado de dinero hace que el sector de la exportación se deprima y que los recursos fluyan hacia los bienes inmuebles, los restaurantes y similares. La balanza comercial incurrirá, por consiguiente, en un déficit cada vez mayor, que habrá que financiar por medio de créditos procedentes del exterior. Este tipo de distorsión simplemente no puede durar. Hay que rebajar los tipos de cambio o reducir el crecimiento monetario, o ambas cosas a la vez.
Esta conclusión es extremadamente importante. O bien se elige mantener el tipo de cambio a un determinado nivel, cualquiera que sea la política monetaria necesaria para conseguirlo, o se establece un objetivo que permita que el tipo de cambio quede determinado por las fuerzas del mercado. Por consiguiente, es totalmente imposible controlar tanto el tipo de cambio como la política monetaria.
Con todo, los valores de cambio libres se ven fundamentalmente influidos por la política monetaria. La razón es sencilla. Si se ponen en circulación muchas más libras, el valor de éstas tenderá a disminuir, del mismo modo que una sobreproducción de fresas hace que su precio disminuya. Por lo tanto, una disminución del valor de la libra puede reflejar que la política monetaria ha sido poco estricta.
Pero también puede no reflejarlo. Existen multitud de factores, además del volumen de dinero en circulación, que tienen gran influencia sobre un tipo de cambio libre. El más importante es el flujo internacional de capitales. Si un país reforma sus normas fiscales y sindicales haciendo que el rendimiento del capital después de impuestos sea muy superior al de otros países, se producirá una entrada o afluencia neta de capital, y su moneda tendrá una considerable demanda. Bajo un tipo de cambio libre la moneda se apreciaría, pero esto no constituiría una señal de rigor monetario. De hecho, como ocurrió en Gran Bretaña desde 1987 hasta mediados de 1988, un tipo de cambio alto puede perfectamente estar asociado a una considerable expansión económica. De esto se sigue que si el tipo de cambio se convierte en un objetivo en sí mismo, por contraposición a considerarlo un indicador —entre otros— de la política monetaria, se está abandonando de hecho el «monetarismo». Merece la pena insistir en este razonamiento dada su enorme importancia a la hora de comprender las discusiones que se produjeron. Es posible establecer como objetivo a controlar el volumen de moneda en circulación o su tipo de cambio, pero no ambos. Se trata de un planteamiento de carácter eminentemente práctico. La única forma eficaz de luchar contra la inflación consiste en recurrir a los tipos de interés para controlar el volumen de dinero en circulación. Por el contrario, fijar los tipos de interés para mantener un determinado tipo de cambio equivale a orientarse por medio de una estrella diferente y potencialmente más díscola. Como hemos visto en dos ocasiones —una vez cuando Nigel siguió los pasos del marco alemán fuera del Sistema Monetario Europeo manteniendo muy bajos los tipos de interés y otra cuando, bajo la dirección de John Major, intentamos aferrarnos a una paridad sobrevalorada en el seno del SME, manteniendo un tipo de interés excesivamente elevado— trazar el curso por medio de esta estrella en particular conduce directamente a los arrecifes.
LA UNIÓN ECONÓMICA Y MONETARIA
Estas cuestiones no atañían solamente a los técnicos: afectaban al núcleo mismo de la política económica que, a su vez, se encuentra en el corazón mismo de la política democrática. No obstante, había una cuestión incluso más importante, que surgió inicialmente en torno a una discusión sobre si la libra debía sumarse o no al SME y, más tarde y de forma más aguda, en el debate acerca de si debíamos aceptar o no las propuestas de la Comunidad Europea sobre la Unión Económica y Monetaria (UEM). Se trataba de la cuestión de la soberanía. La participación de la libra esterlina en el SME era considerada, en parte, una prueba de que éramos «buenos europeos». (Una expresión que, cada vez más, pasó a significar malos europeos, ya que la Comunidad adoptó una actitud egoísta y proteccionista frente a la Europa Oriental liberada). También podía interpretarse como una forma de renunciar al control de nuestra propia política monetaria, que pasaría a ser determinada por el Bundesbank alemán. En realidad, era esto lo que se quería decir cuando se afirmaba que nuestra política ganaría credibilidad si —por adoptar otra euro metáfora— nos «anclábamos» al marco alemán. De hecho, la metáfora es extrañamente apropiada: si la marea cambia cuando uno está anclado, la única alternativa a soltar más cadena al ir subiendo el nivel del agua es permitir que la proa del barco se vaya hundiendo. En un SME en que las revaluaciones eran cada vez peor vistas, no había cadena que soltar. Lo que nos lleva a la Unión Económica y Monetaria.
Alterando sutilmente sus fines, la Comisión Europea y otros consideraban que el SME era un camino hacia la UEM. Pero la unión en sí —que implica perder el derecho a emitir una moneda propia y la aceptación de una moneda europea, un banco central y un tipo de interés únicos— representa el fin de la independencia económica y, por consiguiente, la irrelevancia, cada vez mayor, de la democracia parlamentaria de los diferentes países. El control de la economía es transferido desde el Gobierno electo —responsable ante el Parlamento y el electorado— a instituciones supra-nacionales que no son responsables ante nadie. Nigel y yo éramos como una sola persona en nuestra oposición a la UEM. De hecho, tal vez la crítica más poderosa al concepto mismo fuera la contenida en el discurso que Nigel pronunció en Chatham House en enero de 1989. En él señaló:
Está claro que la Unión Económica y Monetaria implica nada menos que un Gobierno europeo —aunque sea un Gobierno federal— y la unificación política: los Estados Unidos de Europa. Esto, simple y llanamente, no forma parte de nuestra agenda, ni para hoy ni para un futuro previsible.
Desgraciadamente, al seguir una política que produjo un aumento de la inflación en Gran Bretaña —que a su vez obedecía, casi con seguridad, a su enorme deseo de incorporar la libra al SME—, Nigel minó hasta tal punto la confianza en el Gobierno que contribuyó a que la UEM se aproximara cada vez más.
INFLACIÓN Y TIPOS DE INTERÉS: 1986
Vale la pena subrayar en este punto dónde se encontraban los obstáculos y donde no. Hasta 1987, año en el que Nigel convirtió el tipo de cambio en el objetivo central de nuestra política económica, no existía ninguna diferencia fundamental entre nosotros, aunque Nigel —al parecer— piensa hoy que yo era «blanda» respecto al tema. Cualquiera que recuerde las decisiones tomadas de 1979 a 1981 encontrará esto poco plausible. También sorprenderá a cualquiera que considere que uno de los principales razonamientos esgrimidos para la adhesión al SME, que tan apasionadamente deseaba Nigel, era que llevaría a una reducción de los tipos de interés. En mi opinión, como mostraré más adelante, había ocasiones en las que era él quien se mostraba «blando» respecto a los tipos de interés, y quien deseaba aumentarlos más rápidamente. Los dos nos mostrábamos igualmente contrarios a la inflación; en todo caso a mí me preocupaba más que a él. Yo le repetía una cantinela constante: por mucho que admirara sus reformas fiscales, no había avanzado nada en la reducción de la tasa de inflación subyacente.
No obstante, teníamos diferentes puntos de partida cuando se trataba de considerar estas materias. Yo siempre fui más sensible que Nigel a las implicaciones políticas del aumento en los tipos de interés; en especial, en lo relativo al momento de su aplicación. Los primeros ministros tienen que serlo. También era extremadamente consciente de lo que representaban estos cambios para quienes tenían hipotecas. Aunque hay muchos más ahorradores que prestatarios en las sociedades de crédito hipotecario, son las perspectivas de estos últimos, e incluso sus vidas, las que pueden quedar destruidas de la noche a la mañana por una subida en los tipos de interés. Mi política económica pretendía ser también una política social. Era un camino hacia una democracia de propietarios y, por consiguiente, jamás debían dejarse de lado las necesidades de los compradores de viviendas. En igualdad de condiciones, una economía con tipos de interés bajos es mucho más sana que una economía con tipos de interés altos.
Es verdad que los tipos de interés real elevados[61] garantizan que el ahorro obtenga una alta rentabilidad, pero desincentivan la asunción de riesgos y la auto superación. A la larga, constituyen una fuerza en favor del estancamiento más que del progreso. Por estas razones me mostraba cautelosa sobre la elevación de los tipos de interés a menos que fuese necesaria.
Otro motivo de precaución era la dificultad de juzgar con precisión cuál era la situación monetaria y fiscal. Las cifras de la M0 variaban de un mes a otro, mientras que las de los demás activos totales eran aún peores. Se nos ofrecían estimaciones que infravaloraban el crecimiento económico y nos hacían exagerar las previsiones sobre déficit público. En estas circunstancias, resultaba realmente difícil tomar una decisión correcta sobre si reducir o elevar los tipos de interés, y cuándo hacerlo. En las reuniones que mantenía con Nigel y los funcionarios del Banco de Inglaterra y del Tesoro para decidir qué hacer al respecto, normalmente sometía a intensos interrogatorios a los participantes, les ponía al corriente de mis reacciones y, a continuación, cuando estaba segura de que se habían tomado en consideración todos los factores, aceptaba los deseos de Nigel. Hubo excepciones, pero fueron muy pocas.
TRAS LOS PASOS DEL MARCO ALEMÁN: 1987-1988
No fue hasta marzo de 1987 —aunque por aquel entonces yo no lo sabía— cuando Nigel empezó a aplicar una nueva política, distinta a la mía y a la acordada por el Gabinete, y distinta también a aquélla a la que se había comprometido públicamente el Gobierno. Su origen estaba en una ambiciosa política internacional de estabilización de los tipos de cambio. En el «Acuerdo del Louvre», firmado en febrero en París, Nigel y otros ministros de finanzas acordaron intervenir para estabilizar el dólar frente al marco y el yen. Los informes recibidos sobre el alcance de la intervención exigida me inquietaron. Además, no estaba claro cuánto duraría.
Nigel volvió a plantearme el tema de la incorporación de la libra al SME en julio. En su opinión, el primer año de una nueva legislatura sería el momento adecuado para adoptar esta medida. Representaría para nosotros la estabilidad en el tipo de cambio, necesaria para obtener la confianza de las empresas, y también contribuiría a mantenerla. No me pilló desprevenida, ya que había hablado anteriormente sobre el tema con Alan Walters y Brian Griffiths, jefe de mi equipo político que, en una anterior reencarnación, había sido director del «Centre for Banking and International Finance» de la City University. Respondí a Nigel que el Gobierno había logrado, a lo largo de los últimos ocho años, una bien fundada reputación de prudencia. Nuestra incorporación al SME equivaldría a reconocer que no éramos capaces de controlar la situación y que necesitábamos la ayuda externa de la RFA y el marco alemán. La pertenencia al SME reduciría nuestro margen de maniobra respecto a los tipos de interés que, en momentos de presión, serían más altos de lo que serían si nos encontráramos fuera del sistema. Había tenido ocasión de escuchar razonamientos acerca de la disciplina externa anteriormente. Recordaba que, a comienzos de los años setenta, Ted Heath había afirmado que la pertenencia a la CEE serviría para imponer disciplina a los sindicatos. Pero no había sido así, e intentar emplear nuestra entrada en el SME para influir en las expectativas de los empresarios y la fuerza de trabajo constituiría un fracaso similar. En términos globales, cuando las cosas fueran bien la pertenencia al SME no aportaría nada a nuestra política económica, y cuando fueran mal, sólo serviría para empeorarlas. Nigel rechazaba por completo este razonamiento. Manifestó que quería discutirlo de nuevo conmigo en otoño. Le respondí que era demasiado pronto, que no quería mantener una nueva discusión sobre el tema hasta el nuevo año.
Por aquel entonces existían ya ciertos indicios de que la economía estaba creciendo a un ritmo excesivamente rápido para ser sostenible. Las cifras eran ambiguas, pero parecía que el déficit público resultaría muy inferior a lo previsto durante la elaboración de los presupuestos. En agosto de 1987 Nigel sugirió un aumento de un 1 por ciento en los tipos de interés sobre la base de que éste era necesario para combatir la inflación antes de las próximas elecciones. Acepté su propuesta. Ésta era la situación cuando el «lunes negro» (19 de octubre de 1987) se produjo una gran caída en la Bolsa, precipitada por la de Wall Street. Vistos retrospectivamente, estos acontecimientos no fueron más que una corrección por parte del mercado de la sobrevaloración de las acciones, que se había visto agravada por las «ventas programadas» (programmed selling). Sin embargo, planteaban la cuestión de si en lugar de un sobrecalentamiento no estaríamos enfrentándonos a una recesión, ya que el público gastaba menos y ahorraba más con el fin de compensar el descenso en el valor de sus acciones.
Me encontraba en Estados Unidos cuando me enteré del hundimiento de la Bolsa. Había volado hasta Dallas, donde iba a alojarme con Mark y la familia, desde Vancouver, sede de la Conferencia de la Commonwealth. Tal y como se desarrollaron los acontecimientos, aquella noche cené con algunos de los principales empresarios estadounidenses. Estos pusieron en su debida perspectiva lo ocurrido, comentando que —contrariamente a lo que decían algunos de los informes más alarmistas— no estábamos al borde de un colapso de la economía mundial. Con todo, pensé que era mejor asegurarse, y acepté la solicitud de Nigel de dos recortes de medio punto en los tipos de interés para contribuir a devolver la confianza a los inversores.
Lo que no sabía era que Nigel estaba fijando los tipos de interés con arreglo al tipo de cambio para mantener la libra por debajo de los 3 marcos. Cabe preguntarse cómo es posible que aplicara esta política desde marzo sin mi conocimiento, pero el hecho de que la libra siga los pasos del marco (o el dólar) durante un cierto período de tiempo no significa necesariamente que el factor determinante de la política económica sea la persecución de un determinado tipo de cambio. Este mismo efecto puede obedecer a diversas causas. Existen tal cantidad de factores que influyen en los tipos de interés y las intervenciones que para quien está a cargo del día a día resulta casi imposible determinar en un momento concreto cuál ha sido el factor decisivo.
Por supuesto, según van pasando los meses y la gente vuelve la vista atrás empiezan a surgir preguntas. Nigel, que no es ningún idiota, tenía que ser consciente de ello. De hecho, probablemente fuera ésa su intención. Si todo hubiera ido bien, habría sido considerado una prueba de que podíamos entrar en el SME, sin consecuencias adversas, con un tipo de cambio en torno a los 3 marcos. Él se habría encontrado en situación de contrarrestar mi veto contra la incorporación en unas circunstancias en las que me hubiera sido prácticamente imposible volver a interponerlo. En alguna medida fue esto lo que ocurrió, aunque no llegó a forzar nuestra integración en el SME. Una vez que los mercados financieros han llegado a la convicción de que una política —en este caso, la de seguir los pasos del marco alemán, manteniendo una determinada paridad— es la principal garantía de la estabilidad financiera, resulta extraordinariamente desestabilizador alejarse de ella. Fue por ello por lo que cuando me enteré de lo que estaba pasando, descubrí también que habíamos perdido ya buena parte de nuestra libertad de acción.
Sorprendentemente, sólo descubrí que Nigel había venido siguiendo al marco cuando fui entrevistada por unos periodistas de The Financial Times el viernes 20 de noviembre de 1987. Me preguntaron por qué estábamos persiguiendo una paridad de 3 marcos por libra. Lo negué enérgicamente, pero no había forma de rehuir el hecho de que el gráfico que traían consigo corroboraba su afirmación. Las implicaciones eran, por supuesto, muy graves a varios niveles. Ante todo, Nigel había aplicado una política personal sin consultar al resto del Gobierno. No podría volver a confiar en él. En segundo lugar, nuestra fuerte intervención en los mercados cambiarios podía tener consecuencias inflacionistas. Por último, era posible que al autorizar que los tipos de interés descendieran demasiado yo misma hubiera favorecido la política oculta de Nigel de mantener la libra a una paridad inferior a los 3 marcos.
No quería discutir el tema con Nigel hasta estar absolutamente segura del terreno que pisaba. Así pues, hice acopio de toda la información posible sobre lo que había venido ocurriendo con nuestra moneda y el alcance de nuestra intervención. Acto seguido, me enfrenté a él. Le expresé mi gran preocupación por el grado de intervención que había sido necesario para mantener la libra por debajo de los 3 marcos. Nigel argumentó que la operación había sido «esterilizada» por las habituales operaciones del mercado y que no produciría un aumento de la inflación. Entendí que por «esterilización» quería decir que el Banco vendía pagarés y obligaciones del Tesoro para asegurarse de que los fondos de intervención no afectaran a los tipos de interés a corto plazo. Pero la gran afluencia de capital, aunque hubiera sido «esterilizada» en este sentido, tendría su propio efecto. Por una parte, incrementaría el volumen de dinero en circulación y por otra influiría a la baja sobre los tipos de interés del mercado. No obstante, en semejante entorno, Nigel podía justificar superficialmente unos tipos básicos inferiores a los que exigían las presiones económicas del país. Como resultado, se preparaba el camino para un aumento de la inflación.
Durante los primeros meses de 1988 empeoraron mis relaciones con Nigel. Yo quería reducir al mínimo toda intervención excesiva sobre los tipos de cambio, pero no tuve mucho éxito. Me parecía contradictorio subir los tipos de interés —cosa que hicimos en medio punto en febrero— interviniendo al mismo tiempo para mantener bajo el cambio de la libra. Por otra parte, era consciente de que una vez que ejerciera mi autoridad para prohibir toda intervención a esta escala, lo haría a costa de mi ya delicada relación de trabajo con Nigel. Se había puesto en tal situación que su posición en el Gobierno se vería debilitada si la libra superaba el cambio de tres marcos. Constituía una demostración convincente, aunque indeseada, de la locura de considerar una paridad de cambio como criterio del éxito político y económico.
Aún así, a comienzos de marzo no me quedaban ya más opciones. Los días 2 y 3 de ese mes se produjo una intervención por valor de más de mil millones de libras. El Banco de Inglaterra, que tradicionalmente es partidario de un tipo de cambio gestionado, se mostraba profundamente inquieto por la política económica. Lo mismo les ocurría a los altos cargos del Tesoro, aunque por supuesto no podían manifestarlo abiertamente.
Saqué el tema a colación en dos reuniones a las que asistió Nigel el viernes 4 de marzo. Volví a quejarme de nuestro grado de intervención en el tipo de cambio. Por su parte, Nigel manifestó de nuevo que la intervención quedaría «esterilizada». No obstante, reconoció que ésta no podía continuar indefinidamente al ritmo actual. Le pedí que consultara al Banco de Inglaterra y me informara aquel mismo día sobre si debía suprimirse o no el «tope» de los 3 marcos y, en tal caso, cuándo. A su vuelta, admitió que si el lunes seguía existiendo una fuerte demanda de la libra, se debía permitir que ésta superara los 3 marcos. Estaba muy interesado en otra intervención para limitar la posible velocidad de crecimiento del tipo de cambio. Expresé mi preocupación acerca de esto y manifesté que prefería dar tiempo a que la libra encontrara su propio nivel sin intervención alguna. No obstante, estaba dispuesta a permitir una intervención limitada en caso necesario. Así, la libra superó el límite de los 3 marcos.
Inmediatamente, tanto la oposición como los medios de comunicación intentaron sacar partido a las divisiones existentes entre Nigel y yo. El 10 de marzo, en el curso de mi comparecencia como primera ministra ante la Cámara de los Comunes, expuse con precisión nuestra política económica y el pensamiento en el que se basaba:
Mi amigo, su señoría el señor ministro, y yo estamos totalmente de acuerdo en que nuestro principal objetivo es mantener baja la inflación. Él nunca dijo que la pretensión de lograr una mayor estabilidad cambiaría significara una inmovilidad total. Los ajustes son necesarios, como pudimos comprobar con el sistema de Bretton Woods, al igual que los miembros del SME han descubierto que de cuando en cuando son necesarias las revaluaciones y las devaluaciones. No hay forma de rehuir el mercado.
Esta última afirmación provocó una lluvia de comentarios en la prensa, ante los cuales la verdad no servía como defensa. El problema era que parecía contradecir las declaraciones públicas de Nigel de que no quería que se produjeran nuevas apreciaciones de nuestra moneda. A partir de ese momento resultaría cada vez más difícil convencer a los mercados de que él y yo estábamos en sintonía. Por supuesto, esta percepción era esencialmente correcta.
Inevitablemente se plantea la cuestión de si no debería haber prescindido de Nigel en aquel momento o algo más adelante. Habría estado perfectamente justificado hacerlo. Había aplicado una línea política sin mi conocimiento o consentimiento, y mantenía un enfoque diferente al que él sabía que yo deseaba. Por otra parte, se consideraba en general —y correctamente— que había desempeñado un papel importante en nuestro triunfo en las elecciones de 1987. A nivel intelectual, tenía un total dominio de su campo. Disfrutaba de un fuerte apoyo entre los nuevos parlamentarios de nuestro partido y buena parte de la prensa conservadora, quienes se habían convencido a sí mismos de que yo estaba confundida y que sólo mi mezquindad o mi tozudez podían explicar mis diferencias con Nigel. Al margen de lo que hubiera ocurrido, opinaba que si Nigel y yo —con el apoyo del resto del Gabinete— uníamos nuestras fuerzas, podríamos prevenir, o al menos superar, las consecuencias de los errores pasados y encarrilar de nuevo la economía ante las próximas elecciones. No sucedería así. Dijera lo que dijese en la Cámara como respuesta a las preguntas sobre los tipos de interés y de cambio, mis intervenciones eran tergiversadas para sugerir que no respaldaba los puntos de vista de Nigel, o que estaba proclamando de manera excesiva, y poco convincente, mi adhesión a ellos. En este tipo de situaciones es imposible ganar. Nigel se sintió extremadamente trastornado por mis comentarios en la comparecencia como primera ministra del jueves 12 de mayo. Aunque le presté mi caluroso apoyo, tanto a él como a sus pronunciamientos en público, no repetí su punto de vista de que toda ulterior apreciación del tipo de cambio sería «insostenible».
Geoffrey Howe también andaba haciendo de las suyas. A partir de aquel momento quedó claro para mí que él y Nigel —que no habían mantenido una relación en absoluto amistosa en años anteriores, en los que hubo grandes celos entre ellos— estaban confabulados y que, de los dos, Geoffrey era el que peor predisposición mostraba hacia mí personalmente. Con anterioridad, en marzo, Geoffrey había pronunciado un discurso sobre los tipos de cambio en Zürich que en general fue interpretado como una toma de posición a favor de Nigel y en contra mía. A continuación, el viernes 13 de mayo, introdujo de modo absolutamente gratuito un comentario respecto a nuestro compromiso de unirnos al SME «en el momento adecuado» en su discurso ante la rama escocesa del partido en Perth. Dijo: «No podemos seguir añadiendo siempre ese condicionante al compromiso subyacente».
Esto hizo que la prensa ampliara aún más la grieta percibida entre Nigel y yo en torno a la incorporación al SME. No me sentí precisamente satisfecha. Cuando Geoffrey me telefoneó imprudentemente la mañana siguiente a su intervención para solicitar una reunión aquel mismo día —a la que acudirían él y Nigel— para «resolver nuestra disputa semipública», le contesté que había quedado con Nigel para hablar sobre la situación del mercado —que los comentarios de Geoffrey habían alterado—. Pero no estaba dispuesta a verles juntos. Le dije tres veces, dado que no parecía capaz de comprenderme e insistía en su intento de convocar una reunión en la que él y Nigel pudieran salirse con la suya, que lo mejor que podía hacer era estarse callado. No íbamos a incorporarnos al SME por el momento, y eso era todo.
Pasé el domingo en Chequers trabajando sobre un discurso que debía pronunciar ante la Asamblea General de la Iglesia de Escocia. Hubo cierta hilaridad cuando mis redactores y yo fuimos descubiertos de rodillas, una posición apropiada, aunque en realidad estábamos recurriendo a la cinta adhesiva más que al Espíritu Santo. Tras las noticias publicadas a lo largo del día, era también consciente del daño que estaban empezando a causar los informes de los medios de comunicación acerca de divisiones y desacuerdos sobre los tipos de cambio.
Nigel lo organizó todo para entrevistarse conmigo el lunes. Quería que acordáramos una formulación detallada de nuestra política para que yo la empleara en la Cámara. Previamente, el Tesoro me había comunicado que Nigel deseaba otra reducción más en los tipos de interés. Por mi parte, estaba horrorizada por el alcance de nuestra intervención en los mercados monetarios —que además estaba claramente fracasando— con el fin de mantener la libra al nivel que deseaba Nigel. A pesar de sus garantías, temía que resultara inflacionista. No obstante, yo había logrado en parte lo que buscaba —que idealmente habría sido que nuestra moneda alcanzara su propio nivel en los mercados— en la medida en que se había permitido que la libra alcanzara los 3,18 marcos. Debido a esto, no me preocupaba aceptar la rebaja de los tipos de interés que sabía que él buscaba. También era consciente de que los especuladores empezaban a considerar que la libra esterlina era una apuesta segura, y pensaba que no estaría mal que se pillaran los dedos.
Por encima de todo, la reducción de los tipos de interés hasta un 7,5 por ciento el martes 17 de mayo era el precio a pagar por mantener unas relaciones tolerables con mi ministro de Hacienda, que era de la opinión de que su posición quedaría en entredicho si la libra se apreciaba por encima de cualquier «banda» a la que oficiosamente la pudiera haber consignado. Si me hubiera opuesto tanto a la intervención como a la rebaja de los tipos de interés y la libra hubiese flotado hasta su nivel correcto, sin duda Nigel habría dimitido, en un momento en que tanto la mayoría del grupo parlamentario como la prensa respaldaban más su línea que la mía. Sin embargo, hoy me parece que el precio económico que hubo que pagar por esta limitación política fue excesivamente elevado. Durante todo el período que Nigel ocupó el cargo, los tipos de interés fueron demasiado bajos. Deberían haber sido considerablemente más altos, por malos que hubieran sido sus efectos sobre el valor de cambio de la libra, o sobre la presión sanguínea de Nigel.
También acepté respaldar detalladamente ante la cámara las líneas maestras respecto al papel del tipo de cambio como elemento de la política económica, sobre las que Nigel y yo nos habíamos puesto de acuerdo en nuestra reunión del lunes. Tuve que ir más lejos de lo que me habría gustado afirmando:
Hemos rebajados tres veces los tipos de interés en los últimos meses. Claramente, nuestro objetivo era influir sobre el tipo de cambio. Recurrimos a los mecanismos disponibles, tanto los tipos de interés como las intervenciones, que parecen apropiados a la vista de las circunstancias y […] sería un error de los especuladores pensar en ningún momento que la libra es una apuesta segura.
CRECEN LOS PROBLEMAS ECONÓMICOS
De hecho, a partir de junio de 1988, los tipos de interés crecerían de forma regular. Nigel insistía en aumentarlos sólo medio punto cada vez. Yo habría preferido medidas más radicales para demostrar a los mercados financieros lo seriamente que nos tomábamos el último indicador de que la economía estaba creciendo demasiado de prisa y de que la política monetaria había sido excesivamente poco estricta: concretamente las cifras de la balanza de pagos. La actitud de Nigel respecto a este dato era más relajada que la mía. Opinaba que el déficit de la balanza de pagos por cuenta corriente, que aumentaba cada vez más, era más importante como indicador de que otras cosas iban mal que por sí mismo. Pero el déficit me preocupaba porque confirmaba que, como nación, estábamos viviendo por encima de nuestras posibilidades y además sugería que no tardaría en producirse un aumento de la inflación.
Los precios de las viviendas estaban subiendo considerablemente. La M0 seguía creciendo demasiado rápidamente, hasta situarse por encima de los objetivos planificados. Las previsiones de inflación estaban revisándose continuamente al alza, y aún así seguían resultando excesivamente bajas. Por ejemplo, en la estimación mensual del Tesoro de septiembre de 1988, la inflación prevista para marzo de 1989 era de un 5,4 por ciento. Según la estimación de octubre, la previsión era de un 7 por ciento (de hecho resultó ser de un 7,9 por ciento). Así pues, aunque el desempleo había bajado y habían aumentado considerablemente el crecimiento y los ingresos, al acabar 1988 nos esperaban problemas.
A la vista de todo esto, resulta extraordinario que en aquel momento (noviembre de 1988) Nigel me enviara un documento proponiendo la independencia del Banco de Inglaterra. Mi reacción fue de rechazo. Ahí estábamos, luchando contra las consecuencias de su desviación de nuestra estrategia —que tan bien había funcionado durante la primera legislatura— y él pretendía que le diéramos de nuevo la vuelta a nuestra política. No creía, como afirmaba Nigel, que fuera a potenciar la credibilidad de nuestra lucha contra la inflación. De hecho, como ya expuse, «sería considerado una abdicación por parte del ministro en su momento más vulnerable». Añadí que podía «representar la aceptación de un error por nuestra parte a la hora de hacer frente al problema». También tenía dudas de que contáramos con personas del calibre apropiado para hacerse cargo de una institución semejante. Como le dije a Nigel cuando vino a discutir su documento, a finales de los años setenta yo ya había pensado en la posibilidad de crear un banco central independiente, pero había decidido no llevar adelante la idea. Lo consideraba una institución más apropiada para los Estados federales. En todo caso, no había nada que discutir acerca del establecimiento de un banco así en aquel momento. La inflación tendría que descender mucho —hasta alrededor de un 2 por ciento— durante dos o tres años antes de que pudiera contemplarse semejante perspectiva. No creo que cambiar una organización institucional ya probada por el tiempo sea en general una buena solución a los problemas políticos subyacentes —y el control de la inflación es, en última instancia, un problema político—. Es posible mantenerla baja si se tiene voluntad de hacerlo, como ocurre con los alemanes debido a su amarga experiencia con la hiperinflación. También nosotros podíamos haberlo conseguido —sin necesidad de un banco central independiente— si hubiésemos seguido una política monetaria suficientemente estricta. Probablemente, a lo que debería haber prestado más atención era al hecho de que esta propuesta de Nigel reflejaba su actitud frente a las dificultades económicas, que se divisaban ya claramente en el horizonte. Deseaba transferirle la responsabilidad a otra persona o institución.
El año 1989, el último de Nigel como responsable de Economía, fue un período en el que experimenté crecientes dificultades políticas. Era el décimo aniversario de mi llegada al cargo de primera ministra, aniversario que yo insistía debía mantenerse tan discretamente oculto como fuera posible. Sin embargo, se convirtió inevitablemente en una ocasión para publicar resúmenes poco halagüeños sobre mi mandato en la prensa, cuyo objetivo era producir en el lector la clara impresión de que diez años de mi persona eran más que suficiente. También fue un período en el que los tipos de interés permanecieron muy altos —13 por ciento en enero, 14 por ciento desde mayo, y 15 por ciento a partir de octubre— y en el que la inflación y las previsiones parecían ascender inexorablemente. Los resultados comerciales siguieron siendo malos, en particular los correspondientes a julio, lo que minó la confianza del público y debilitó la libra. En opinión de Alan Walters, había una excesiva restricción monetaria, lo que impulsaría a la economía hacia una grave recesión. En concreto, recomendó encarecidamente que no se subieran los tipos de interés a un 15 por ciento, como quería hacer Nigel en respuesta a la subida de los tipos de interés en Alemania. Alan estaba en lo cierto, pero acepté el juicio de Nigel y los tipos de interés subieron de nuevo. Tal vez el hecho de que respaldara a Nigel, pocos días antes de que dimitiera, contra lo que me dictaban mi propia intuición y las recomendaciones de Alan, sea suficiente comentario sobre la acusación de que al no cesar a Alan Walters estaba minando la posición de Nigel.
EL INFORME DELORS SOBRE LA UEM
Durante este período, además de la de la orientación de la política monetaria, surgieron dos preocupantes e importantes cuestiones en materia económica. Respecto a la primera —el Sistema Monetario Europeo (SME)— Nigel y yo manteníamos opiniones fuertemente encontradas. Sobre la segunda —la Unión Económica y Monetaria (UEM)— estábamos totalmente de acuerdo. Como resultado de la reunión del Consejo Europeo en Hannover en julio de 1988, se había creado, bajo la presidencia de Jacques Delors, un comité de directores de bancos centrales de la CEE —que prestaban sus servicios a título personal— que debía elaborar un informe sobre la UEM. Nigel y yo esperábamos que, actuando conjuntamente, Robin Leigh-Pemberton, gobernador del Banco de Inglaterra, y Karl Otto Pohl, presidente del Bundesbank, impedirían la elaboración de un informe que impulsara la UEM. Considerábamos que el señor Pohl era claramente hostil a cualquier pérdida de autonomía monetaria por parte del Bundesbank. En cuanto a Robin Leigh-Pemberton, éste no albergaba ninguna duda sobre la solidez de nuestro enfoque, que era de hecho el de la inmensa mayoría (por aquellas fechas) del grupo parlamentario del Partido Conservador y la Cámara de los Comunes. Nuestra actitud era que el informe debía limitarse a ser un documento descriptivo, no prescriptivo. Esperábamos que se insertaran párrafos que dejaran claro que la UEM no era en absoluto necesaria para llevar a término el Mercado Único y que ampliaran el estudio de las implicaciones de la UEM en lo referente a la transferencia del poder y la autoridad de las instituciones nacionales a una burocracia central.
Nigel y yo nos habíamos reunido con el gobernador la noche del viernes 14 de diciembre de 1988, y le habíamos urgido a que planteara todo esto en las subsiguientes discusiones sobre el texto. Volvimos a verle la tarde del viernes 15 de febrero. Lo que habíamos llegado a ver del borrador del informe nos parecía totalmente insatisfactorio. Seguía las líneas que respaldaba el señor Delors, que era claramente quien llevaba la batuta. Nigel y yo queríamos que el gobernador hiciera circular su propio documento pero, cuando éste apareció, fue bastante decepcionante. Lo más perjudicial de todo fue que la oposición del señor Pohl al enfoque de Delors, de todos conocida, simplemente no fue expresada.
Fuera lo que fuese lo que hizo el gobernador, resultó ineficaz. Cuando el informe Delors apareció por fin en abril de 1989, confirmó nuestros peores temores. Desde el principio se había hablado de «tres fases», lo que al menos podía habernos permitido reducir el ritmo y negarnos a «avanzar» más allá de la primera o la segunda fase. Ahora el informe insistía en que, en el momento de embarcarse en la primera fase, la Comunidad se comprometía irrevocablemente a alcanzar finalmente una Unión Económica y Monetaria total. Se aludía al requerimiento de un nuevo tratado y se solicitaba que se iniciaran inmediatamente los trabajos para redactarlo. También se incluía abundante material sobre política regional y social —un costoso socialismo delorsiano a escala continental—. Nada de esto me parecía aceptable.
LA EMBOSCADA ANTES DE MADRID
Fueran cuales fuesen los problemas planteados por el informe Delors, éste no se ganó demasiados partidarios en Gran Bretaña. No obstante Nigel, y a continuación, Geoffrey, lo utilizaron para reabrir el debate sobre el SME. Durante nuestra reunión en la tarde del miércoles 3 de mayo, Nigel sostuvo que debíamos entrar en el sistema. Yo le respondí que nuestra prioridad absoluta debía ser la lucha contra la inflación y que sería un error adoptar como objetivo la estabilidad del tipo de cambio. Era lo que habíamos hecho cuando intentábamos seguir los pasos del marco y había puesto en peligro nuestra lucha contra la inflación. En mi opinión, el informe Delors sobre la UEM no alteraba el debate sobre el Sistema Monetario Europeo. Por el contrario, estaba convencida de que no debíamos implicarnos más en un sistema que, casi con seguridad, cambiaría tras el informe Delors. No aceptaba la premisa de que fuera necesario incorporarse al SME para impedir que se produjeran cambios no deseados en la Comunidad. En mi opinión, la idea de establecer una fecha para nuestra futura incorporación resultaría particularmente dañina. Nigel no estaba de acuerdo, pero yo le respondí que no quería que se planteara la cuestión de la pertenencia de Gran Bretaña al SME en aquel momento.
Esto no significa que no estuviera meditando sobre el tema. De hecho, pocos días después, Alan Walter me envió un documento —titulado «Cuando el momento esté maduro»— en el que exponía minuciosamente las condiciones que debían satisfacerse antes de nuestra incorporación. Sugería que los países integrantes tendrían que haber abolido todos los controles sobre el cambio exterior y la maquinaria legal a través de la cual se imponían. Debían desregularse y abrirse a la competencia de los países de la CEE todos los sistemas bancarios nacionales y los mercados financieros y de capital. Toda institución, corporación, sociedad o individuo debía ser libre de incorporarse a cualquier negocio bancario o financiero bajo unas mínimas condiciones de garantía.
Se trataba de propuestas audaces que darían a nuestra posición un aspecto más positivo. La jugada contra el corporativismo en Francia, Alemania e Italia resultaría valiosa por derecho propio. Quedaba por ver si el SME sería capaz de soportar durante mucho tiempo la eliminación de todos estos controles, que contribuían a otorgarle una falsa estabilidad. El problema del enfoque de Alan, por supuesto, era que no suprimía las objeciones fundamentales que tanto él como yo planteábamos al sistema de tipos de cambio cuasi fijos que caracterizaba al SME. Al final me convencí de que la ingeniosa propuesta de Alan podía ser el único modo de hacer frente a la presión de Nigel, Geoffrey y la CEE para que nos incorporáramos al SME.
Leon Brittan, entonces vicepresidente de la Comisión Europea, vino a verme poco después para intentar convencerme de los beneficios de pertenecer al Sistema Monetario Europeo. Argumentaba que nos daría un peso importante en los siguientes pasos de la cooperación económica y monetaria. De hecho, me dijo que permitiría a Gran Bretaña dictar el ritmo y rumbo de los acontecimientos. Aparentemente, su punto de vista sobre la materia se había visto reforzado por un comentario que le había hecho el señor Delors en una cena, en el sentido de que «si ella se incorpora, gana». Con todo, no me sentí demasiado impresionada por las conversaciones de sobremesa del presidente de la Comisión Europea. Dije que no creía que quienes deseaban emprender el camino establecido por Delors para la UEM fueran a sentirse disuadidos por la incorporación británica al SME. Y, efectivamente, así fue.
Mis relaciones con Nigel atravesaron otro momento difícil en mayo, cuando en una entrevista ofrecida a World Service estuve a punto de admitir, indiscretamente, que el motivo por el que nuestra tasa de inflación había aumentado era que habíamos seguido los pasos del marco alemán. Esto, por supuesto, era cierto, pero se alejaba de la respuesta conveniente: que el crecimiento de la inflación obedecía a que habíamos reducido los tipos de interés como consecuencia del hundimiento de la Bolsa durante el «lunes negro» y los habíamos mantenido bajos demasiado tiempo. Nigel se encontraba en una reunión de ministros europeos de finanzas en España y se alteró mucho al enterarse. Así pues, autoricé la publicación de una declaración para la prensa en la que revertía a una explicación menos precisa, pero más aceptable por ambas partes. Por aquellas fechas, pedí al Tesoro que elaborara un informe en el que me explicaran por qué, en su opinión, había aumentado la inflación. Me resultó interesante averiguar que Nigel había pedido que el primer borrador de este documento, que se había centrado casi exclusivamente en el seguimiento del SME, fuera revisado para ampliar el análisis hasta el período de 1985-1986[62]. En estas circunstancias, no es sorprendente que el resultado final me pareciera menos penetrante y convincente que el de otros documentos elaborados por el Tesoro.
Aún habían de empeorar más las cosas. El miércoles 14 de junio de 1989, tan sólo doce días antes de la celebración de la reunión del Consejo Europeo en Madrid, Geoffrey Howe y Nigel Lawson me tendieron una emboscada. No tardé en enterarme de que el instigador de la misma había sido Geoffrey. Me enviaron un memorándum conjunto en el que sostenían que, con el fin de llegar a un compromiso viable sobre las propuestas de Delors en torno a la UEM —en el que se aceptara la fase uno, pero sin compromiso alguno respecto a las fases dos y tres, o respecto a una conferencia intergubernamental— yo debía manifestar mi disposición a aceptar una «referencia no legalmente vinculante» a la incorporación de la libra esterlina al SME para finales de 1992, siempre y cuando se cumplieran ciertas condiciones. La alternativa era, como de costumbre, el «aislamiento». Era un documento típico de Asuntos Exteriores que, en sus mejores días, Nigel Lawson habría destripado con todo desdén.
Tras leer el trabajo de Alan sobre las condiciones de incorporación al SME, yo había dedicado mucho tiempo a pensar sobre el tema. No tenía nada claro que una exposición detallada de estas condiciones sirviera, en aquella fase, para alejar a los demás países de la Comunidad y a la Comisión Delors del camino hacia la UEM que parecían haber elegido. No me convencían sus supuestas ventajas políticas. Me preocupaban mucho las consecuencias que fijar una fecha específica de ingreso podía tener sobre los mercados monetarios. Sin embargo, me reuní con Nigel y Geoffrey la noche del martes 20 de junio para discutir el comunicado y su contenido. Finalmente, les dije que quería reflexionar más sobre cómo debía tratarse el tema en Madrid. Seguía siendo escéptica sobre que una concesión en la incorporación al SME nos permitiera realmente alcanzar nuestro objetivo de bloquear una conferencia intergubernamental, así como las fases dos y tres del proyecto de Delors. No obstante, esto solo podría juzgarse en Madrid sobre el terreno. En cualquier caso, seguía sintiéndome recelosa ante la idea de fijar una fecha para la incorporación de la libra.
No me había agradado la forma de actuar de Nigel y Geoffrey, a base de memorándums, presiones y camarillas. Pero me sentí más que irritada por lo que sucedió a continuación. Recibí otro comunicado conjunto. En él, Nigel y Geoffrey manifestaban que una simple exposición detallada de las condiciones que deberían cumplirse antes de nuestra incorporación —ampliándolas para incluir, por ejemplo, medidas acerca del Mercado Único— resultaría «contraproducente». Había que fijar además una fecha, y querían que celebráramos otra reunión antes de la cita en Madrid.
Leí su nota el sábado por la mañana en Chequers y, casi inmediatamente, recibí una llamada telefónica de mi oficina preguntándome qué hora sería buena para concertar una visita. Esta me resultaba extraordinariamente inconveniente. El lunes por la tarde tenía que estar en Madrid, pero no había forma de pararles. Sugerí verles el sábado por la noche o a primera hora del domingo en el Número 10. Escogieron esta última fecha.
Sabía que el inductor era Geoffrey. Se había mostrado muy alterado por los resultados de la campaña para las elecciones europeas, en las que no nos había ido bien. Yo sabía que él siempre había creído que algún día se convertiría en líder del Partido Conservador y primer ministro, una ambición que le obsesionaba cada vez más, al írsele escapando las posibilidades de lograrlo. Se consideraba a sí mismo, con cierta justicia, un elemento importante de nuestros pasados triunfos. Este hombre tranquilo y amable pero profundamente ambicioso —con el que mis relaciones habían ido empeorando continuamente debido a mi exasperación ante su insaciable apetito por alcanzar compromisos, que hacía que en ocasiones le atacara frente a los demás— estaba dispuesto a causarme problemas a cualquier precio. Por encima de todo, sospecho, pensaba que se había convertido en una persona indispensable, una ilusión muy peligrosa para un político. No existe otra explicación para lo que él hizo e indujo a Nigel a hacer en aquellas fechas.
Ambos vinieron a verme a las ocho y cuarto de la mañana del domingo, como habíamos acordado. Fueron conducidos hasta mi estudio y se sentaron frente a mí al otro lado de la chimenea. En verdad, habían preparado con cuidado lo que me iban a decir. Geoffrey fue el primero en hablar. Me urgió a que en mi intervención en la reunión del Consejo Europeo en Madrid anunciara las condiciones en las que estaría dispuesta a permitir que la libra se uniera al SME y a que fijara una fecha para la incorporación. Nigel y él insistieron incluso en una fórmula precisa, que anoté: «Es nuestra firme intención incorporarnos no más tarde de…» (una fecha a especificar). Me comunicaron que si lo hacía impediría que el proceso propuesto por Delors pasara a las fases dos y tres. Si no aceptaba sus términos y su formulación, dimitirían. No estoy segura de que hubiera podido superar la pérdida simultánea de mis ministros de Exteriores y de Economía en aquel momento, pero tres pensamientos se agolparon en mi mente. En primer lugar, no estaba dispuesta a que me chantajearan para que aceptara una política que, en mi opinión, era errónea. En segundo lugar, debía mantenerles a bordo si me era posible, al menos por el momento. Por último, pensé que nunca más debía permitir que esto pasara. Pero, en aquel instante arrinconé en el fondo de mi mente esta tercera reflexión. Les dije que había preparado ya un párrafo en el que exponía con más detalle las condiciones en las cuales la libra podría incorporarse al SME, y que lo introduciría en mi primer discurso. Me negué a comprometerme a fijar una fecha. De hecho, les dije que me resultaba imposible creer que un ministro y un ex ministro de Economía pudieran plantearme seriamente que debía señalar un plazo por anticipado. Hacerlo sería una fiesta para los especuladores, como sin duda debían saber. Al marcharse, Geoffrey tenía una expresión insufriblemente complacida. Así finalizo aquella desagradable reunión.
Explicaré en breve el resto de lo sucedido en la reunión de Madrid. Baste con decir aquí que sobre la base de lo que había sugerido ya Alan, con algunas modificaciones, expuse lo que llegó a ser conocido como las «condiciones de Madrid» para la entrada de la libra en el SME. Reafirmé nuestra intención de incorporarnos una vez que hubiera descendido la inflación y se hubiera aplicado satisfactoriamente la primera parte del plan Delors, incluida la libre circulación de capitales y la abolición de los controles sobre el mercado de cambios. Pero no establecí una fecha para nuestra entrada, ni fui sometida a presión alguna para hacerlo en Madrid.
No creo que plantear nuestra posición en Madrid modificara fundamentalmente el ritmo, por no hablar de la orientación, de las discusiones sobre el informe Delors en torno a la UEM europea. Sólo alguien con una visión particularmente ingenua del mundo —del tipo cultivado por los euroentusiastas británicos, que no tenía equivalente alguno entre los astutos europortunistas del continente— podía haber imaginado lo contrario. A pesar de todo, las negociaciones de Madrid me permitieron agrupar al Partido Conservador en torno a nuestra posición negociadora y nos alejó de la manida y ligeramente ridícula fórmula de «cuando llegue el momento preciso». El resultado de la reunión en Madrid fue muy alabado en casa. Desgraciadamente en cierto sentido, nunca llegaría el momento «preciso», ya que el SME, en especial ahora que el objetivo de alcanzar la Unión Económica y Monetaria de Delors había quedado al descubierto, jamás sería lo «preciso». Pero eso era algo sobre lo que no podía hacer nada.
De vuelta a casa, la reunión del Gabinete comenzó como de costumbre a las 10:30 del jueves 29 de junio. Normalmente, yo estaba ya sentada en mi puesto, de espaldas a la puerta, cuando entraban los ministros. En esta ocasión me quedé en la puerta esperándoles. Pero no hubo dimisiones. La condición de que era necesario fijar una fecha de incorporación al SME podía no haberse mencionado nunca. Nigel Lawson incluso llegó a mencionar que la reunión de Madrid había ido bastante bien. Pensé que tenía mucha cara dura: pero Nigel siempre fue así. Aquella era una de sus características más atractivas.
MÁS TENSIONES CON NIGEL LAWSON
A partir de aquel momento las tensiones entre Nigel Lawson y yo empezaron a aumentar por culpa del asesoramiento económico independiente que yo estaba recibiendo de Alan Walters. Alan había vuelto al Número 10 en mayo de 1989. Ya he descrito su contribución a las «condiciones de Madrid» para la entrada de la libra en el SME. Mientras tanto, el Tesoro, enormemente preocupado por los efectos inflacionistas de la política de Nigel de seguir los pasos al SME, continuaba urgiendo continuamente subidas de los tipos de interés. Alan atrajo mi atención hacia el peligro de que unos tipos excesivamente elevados pudieran llevarnos a una recesión económica[63]. En pocas palabras, estaba haciendo exactamente lo que debe hacer un consejero de un primer ministro, aconsejar. Tenía además el mérito añadido de estar en lo cierto.
Durante su ausencia de cinco años de Downing Street se le había pedido que ofreciera sus opiniones en todo tipo de foros. Los puntos de vista de Alan eran siempre incisivos. Seguían saliendo a la luz diversos informes, artículos y discursos en los que exponía sus ideas en materia de política económica en general y sobre el SME en particular. Estos se convirtieron en un grave problema, en parte porque fueron explotados por la prensa para realzar las diferencias entre Nigel y yo, y en parte porque el propio Nigel, sabiendo que se le estaban echando las culpas del aumento de la inflación, se estaba volviendo hipersensible.
Lo importante, con todo, era que todas estas especulaciones de la prensa reflejaban una realidad subyacente. Efectivamente, Nigel y yo no compartíamos ya esa unidad general de criterios ni la confianza que un ministro y un primer ministro debían tener. Tampoco existía modo alguno, a menos que reconociera totalmente su culpa, cosa nada característica en él, de evitar que los comentaristas le atribuyeran la responsabilidad por el empeoramiento de las perspectivas económicas.
Todo esto resultó evidente durante la conferencia del partido en 1989, para la cual, con más optimismo que prudencia, el nuevo presidente del partido, Ken Baker, había escogido como lema «El equipo adecuado». La subida de los tipos de interés en Alemania nos había llevado a seguir sus pasos, y adoptamos la desagradable medida de elevarlos hasta un 15 por ciento la víspera de la conferencia. The Daily Mail se cebó en Nigel llamándole «canciller en la bancarrota» y exigiendo su dimisión. Nigel, a quien nunca le faltaron redaños, ofreció un discurso poderoso que fue bien recibido. Incluso en aquel momento tuvimos que negociar el modo de plantear en nuestros discursos y declaraciones las referencias al tipo de cambio. Había una clara diferencia de énfasis, si no una clara contradicción, entre su modo de formularlas:
El Partido Conservador nunca ha sido y nunca será el partido de la devaluación.
Afirmación que implicaba que el valor de la libra en el mercado de cambios estaba en nuestras manos, y mi propia formulación:
Cómo dejó claro ayer Nigel Lawson, la industria no debe aspirar a encontrar refugio en una moneda en perpetua depreciación.
Lo que constituía un punto de vista muy diferente, basado en un análisis también distinto.
Sobrevivimos sin incidentes a la conferencia del partido. Pero en la prensa se reflejaba el sentimiento generalizado de que, a la vista de las desagradables noticias económicas que aún quedaban por venir, sería difícil que Nigel continuara en su puesto. Si decidía hacerlo, gozaría de mi apoyo e incluso de mi protección, como siempre había ocurrido. Por muy cómodo que pudiera haber resultado, no estaba dispuesta a echarle a los lobos. Tal vez algo menos caritativamente pensaba que, dado que nos había conducido hasta el nivel de inflación en que nos hallábamos, debía ser él quien adoptara las medidas necesarias para librarnos de ella, por impopulares que fueran. Después de todo, la perspectiva sería extraordinariamente desagradable para cualquier otro ministro entrante. En cualquier caso —por razones y circunstancias que describiré en breve— yo había realizado lo que pretendía que fuera el último reajuste ministerial de aquella legislatura, pasando a Geoffrey Howe de Asuntos Exteriores al puesto de líder del grupo parlamentario. Había decidido —correcta o incorrectamente— que Nigel siguiera en su cargo. ¿Qué era lo que había decidido Nigel?
LA DIMISIÓN DE NIGEL LAWSON
He mencionado ya la agitación que creó la publicación de los comentarios de Alan Walters, extraídos del pasado y a menudo descontextualizados. Aún más, dado que el momento de su aparición era impredecible, dependía de la rapidez con la que los periodistas les siguieran la pista y los publicaran de nuevo, había poco que mi personal o Alan pudieran hacer. El 18 de octubre The Financial Times publicó un artículo en el que aparecían citas de Alan describiendo al SME como un plato «a medio cocinar». El artículo se basaba en un ensayo que iba a ser publicado en The American Economist. Pero lo que no mencionaba el periódico era que había sido escrito en 1988, mucho antes de que volviera a actuar como mi consejero económico.
En mi opinión, no tenía nada de lo que excusarse y le envié una nota:
Dado que el artículo fue escrito mucho antes de Madrid (donde Alan actuó también como consejero), no veo cuál es el problema. Lo que es más, los Consejeros ACONSEJAN. Son los ministros quienes toman las decisiones políticas.
A las cuatro y media de la madrugada del miércoles 25 de octubre, el VC10 que me traía de vuelta de la Conferencia de la Commonwealth en Kuala-Lumpur llegó a Heathrow. De vuelta en el Número 10, deshice el equipaje, discutí mi programa de trabajo con Amanda Ponsonby (mi indispensable secretaria a cargo de la agenda), comí y después me entrevisté con Nigel Lawson en una de nuestras habituales reuniones bilaterales. Estaba muy irritado con Alan Walters, ya que le habían preguntado repetidas veces en diversas entrevistas si éste debía ser cesado o no. Pero había muchas otras cosas en las que teníamos que pensar. En particular teníamos que llegar a un acuerdo sobre la actitud que debía adoptar Nigel en la inminente reunión de ministros de finanzas de la Comunidad Europea para hablar de la UEM. Nigel había diseñado un ingenioso enfoque alternativo, basado en la idea de Friedrich Hayek sobre la competencia entre monedas, según el cual sería el mercado, y no los Gobiernos, el encargado de impulsar la unión monetaria. (Desgraciadamente, esta propuesta no llegó muy lejos, en buena parte debido a que no era para nada el modelo estatalista y centralista que preferían nuestros socios de la CEE). Tras mi entrevista con Nigel, mantuve una discusión más amplia sobre la UEM, en la que participaron también John Major (secretario de Exteriores) y Nick Ridley (secretario de Comercio e Industria). En ella aprobamos la propuesta de Nigel, aceptando que su objetivo era fundamentalmente táctico, ya que se trataba de frenar las discusiones sobre la UEM en el seno de la Comunidad.
El día siguiente, jueves, habían de surgir nuevas dificultades, pero por aquel entonces no podía ni imaginarme cuántas. No sólo era el día de mi habitual comparecencia parlamentaria: tenía también que explicar los resultados de la Conferencia de Jefes de Gobierno de la Commonwealth de Kuala-Lumpur y responder a las preguntas sobre ésta, y también, inevitablemente, sobre Suráfrica. Estaba en el secador poco después de las ocho de la mañana cuando recibí un mensaje de mi oficina privada a través de «Crawfie» en el que se me comunicaba que Nigel Lawson quería verme a las nueve menos diez, es decir, justo antes de mi sesión de preparación para la comparecencia parlamentaria. «Crawfie» me comentó que parecía algo serio y que era posible que Nigel estuviera pensando en dimitir. Yo le respondí: «Oh no querida, estás equivocada. Sale esta tarde para una reunión en Alemania y supongo que es por eso por lo que quiere verme». Así pues, cuando bajé las escaleras para ver a Nigel en mi estudio, no estaba preparada en absoluto para lo que me iba a comunicar. Me dijo que si Alan Walters no se iba dimitiría. Quería que accediera allí mismo a su exigencia.
Al principio, me costó tomarle en serio. Le dije que no fuera ridículo. Él ocupaba un alto cargo del Estado y se estaba rebajando simplemente por hablar en semejantes términos. En cuanto a Alan, era un miembro devoto y leal de mi equipo, que me había ofrecido consejos francos y útiles y había actuado siempre con propiedad. Si otros, incluyendo los medios de comunicación, habían intentado explotar y exagerar unas legítimas diferencias de opinión, no era responsabilidad suya. No estaba dispuesta a cesarle bajo ningún concepto. La reunión terminó de manera poco concluyente. Le pedí a Nigel que se lo pensara de nuevo. Creí que había aceptado mi consejo. Pero tuvimos poco tiempo para hablar ya que debía prepararme para mi comparecencia parlamentaria y para hacer una declaración en una reunión que debía empezar a las nueve de la mañana.
Una hora más tarde Nigel acudió a una reunión con otros ministros para discutir sobre el futuro del establecimiento de armas atómicas de Aldermaston (Atomic Weapons Establishment). Parecía encontrarse en buena forma y realizó varias agudas intervenciones. Esperaba que la tormenta se hubiera disipado, y creía que así había sido. A continuación nos reunimos de nuevo, esta vez en la reunión del Gabinete. Inicié la reunión diciendo que debíamos ponernos al trabajo sin dilación y resolver las cuestiones pendientes con rapidez ya que dos ministros tenían que marcharse para asistir a reuniones en Europa. Nigel era uno de ellos.
Así pues, me sentí doblemente sorprendida cuando me comunicaron, durante la ligera comida —sopa y fruta— que solía hacer los días de comparecencia parlamentaria, que Nigel quería verme de nuevo. Creía que ni siquiera estaba en el país. Volvimos a reunimos en mi estudio, donde me repitió sus exigencias y me comunicó que deseaba dimitir. Yo no tenía nada nuevo que decir y tenía poco tiempo para hacerlo, ya que debía comparecer en breve ante la Cámara de los Comunes. Pero dejé bien claro que no pensaba cesar a Alan Walters y que esperaba que Nigel reflexionara sobre el asunto. Le dije que me reuniría de nuevo con él tras la comparecencia y la declaración.
Estaba echando un último vistazo a los informes en mi despacho de la Cámara de los Comunes cuando a las tres y cinco de la tarde —poco más de diez minutos antes de mi comparecencia— mi secretario privado, Andrew Turnbull, entró para decirme que Nigel Lawson había decidido dimitir y deseaba que su decisión fuera anunciada antes de las tres y media de la tarde. Esto era totalmente imposible. No se lo habíamos comunicado a la Reina. No teníamos preparado ningún sucesor. Los mercados financieros de Londres estaban aún abiertos. Yo misma tenía que enfrentarme en aquel momento a una hora de pie respondiendo preguntas y realizando una declaración sobre la Conferencia de la Commonwealth. Repetí que me reuniría con Nigel entre las cinco y las cinco y media de la tarde en el Número 10.
Sólo me fue posible hacer frente al período de preguntas y a la declaración relegando el problema de Nigel a un segundo plano. Alrededor de una hora más tarde, cuando salía de la Cámara, le pedí a John Mayor, que como Secretario de Exteriores se había sentado a mi lado durante la declaración, que me acompañara a mi despacho: «Tengo un problema».
Idealmente me habría gustado nombrar canciller a Nick Ridley. Pero, particularmente en estas difíciles circunstancias, su desprecio por la delicadeza expositiva podría haber multiplicado nuestro problema. John Major, que conocía el departamento del Tesoro debido a su período como secretario jefe (Chief Secretary), parecía la opción evidente. Había pensado más de una vez que John podía ser mi sucesor, pero me hubiera gustado que ganara más experiencia. Sólo había pasado pocas semanas al frente del Foreign Office y no había llegado a dominar aún el departamento, tan distinto al del Tesoro, donde había sido un secretario jefe eficaz y competente. A él le hubiera gustado permanecer en su puesto de ministro de Exteriores en lugar de volver al Tesoro a recoger los fragmentos dejados por Nigel. Cuando expresó su reticencia le dije que todos teníamos que aceptar el mal menor ocasionalmente. Aquello se aplicaba tanto a mí como a él. Aceptó con elegancia.
Volví rápidamente al Número 10 para ver a Nigel, que seguía insistiendo en que su dimisión debía ser anunciada inmediatamente. Visto a posteriori, sólo se me ocurre una explicación para la indecente prisa de Nigel. Creo que temía que yo pudiera telefonear a Alan Walters, que se encontraba en Estados Unidos y no estaba al corriente de los acontecimientos, y que Alan pudiera dimitir. Le comuniqué a Nigel que su cargo iba a ser ocupado por John Major. No había nada más que discutir y fue una reunión muy breve. Lamenté que nuestra larga, y en general fructífera, asociación tuviera que terminar así. Acto seguido telefoneé a Alan para ponerle al tanto de lo que había ocurrido. Me dijo que la dimisión de Nigel le ponía en una situación insostenible y, por consiguiente, insistió en dimitir también, a pesar de todos mis intentos por disuadirle.
JOHN MAJOR COMO MINISTRO
La partida de Nigel fue un mazazo para mí, y Geoffrey lo empleó para meter aún más cizaña. El siguiente fin de semana, en un discurso de calculada malicia, alabó el papel de Nigel como canciller de gran valentía e insistió en nuestra incorporación al SME en los términos esbozados en la reunión de Madrid. Pero la partida de Nigel fue también una bendición en un aspecto. Al menos, en John Major tenía un ministro que, aunque carecía del dominio de Nigel de la economía, no tenía un capital personal invertido en errores del pasado. Estaba en mejor disposición psicológica para hacer frente a sus consecuencias.
Las tres tareas principales a las que nos enfrentábamos eran: en primer lugar controlar la inflación, aunque era importante moderar la presión a tiempo para evitar una recesión; en segundo lugar, resolver la espinosa cuestión del SME, que tanto daño había hecho a la unidad y la posición del Gobierno; y en tercer lugar, evitar vernos absorbidos por la Unión Económica y Monetaria Europea. En el primero de estos temas —la inflación— sólo se trataba de aplicar la desagradable medicina de mantener unos tipos de interés elevados. Probablemente éstos se mantuvieran muy altos durante demasiado tiempo: llevaban casi un año en un 13 por ciento y habían subido hasta un 15 por ciento el mes anterior. No obstante, al irse revisando al alza las previsiones de inflación mes tras mes, había una cierta sensación de incertidumbre acerca de cuál era exactamente la situación subyacente. Por consiguiente decidí que era mejor errar por exceso de prudencia financiera. John y yo no teníamos ninguna diferencia grave sobre esta política. En octubre de 1990, cuando insistí en una rebaja de un 1 por ciento de los tipos de interés antes de nuestra incorporación al SME, ésta estaba justificada por el volumen de moneda en circulación, que había experimentado una disminución considerable: la cifra del IPC (RPI) estaba también cambiando tras llegar a un 12 por ciento, cifra que jamás pensé que se volvería a alcanzar durante mi estancia en el cargo de primera ministra.
En torno a las cuestiones del SME y la UEM era cada vez más consciente de que tenía ante mí un canciller de un tipo muy diferente a Nigel. John Major —tal vez porque se había ganado su prestigio como whip o tal vez porque no le emocionan el tipo de conceptos que Nigel y yo consideramos fundamentales en política— tenía un gran objetivo: mantener unido al partido. Para él esto significaba que debíamos entrar en el SME lo antes posible para aliviar las tensiones políticas. Esta prevalencia de la política sobre la economía, un extraño atributo en un ministro del Tesoro, significaba que se sentía atraído por una posible forma de eludir la UEM que paliara el miedo a vernos «aislados» de los timoratos europeístas del partido. Había aceptado en principio nuestra incorporación al SME con las condiciones expuestas en Madrid, aunque me seguía desagradando el Sistema Monetario Europeo y por mucho que recelara de sus fines. Sobre la UEM, que en mi opinión afectaba no sólo al debate sobre el futuro de Europa sino también al futuro de Gran Bretaña como Estado democrático soberano, no estaba dispuesta a aceptar compromiso alguno.
DISCUSIONES SOBRE EL SME Y LA UEM: 1990
A partir de la primavera de 1990, empecé a discutir el tema del SME con John Major de modo bastante regular. Cuando me reuní con él la mañana del jueves 29 de marzo le dije que, en mi opinión, no se habían satisfecho aún las condiciones para nuestro ingreso. Aunque habría que considerar la fecha de nuestra incorporación antes de las siguientes elecciones, seguía siendo inaceptable publicar una fecha concreta para el acontecimiento. Me alegró saber que John estaba de acuerdo conmigo. Contrariamente a lo que había ocurrido con Geoffrey y Nigel, él era consciente de que fijar una fecha por adelantado nos dejaría a merced de los mercados. Pero estaba quedando cada vez más claro que él quería que nos incorporáramos lo antes posible. Me dijo que, considerando el probable impacto favorable que tendría nuestro ingreso en el SME tanto en lo político como en el mercado, sería más fácil reducir los tipos de interés y mantener un tipo de cambio firme dentro que fuera del SME. Esto me recordaba demasiado el disco rayado de Nigel en el sentido de que era necesario orientarse por el tipo de cambio en vez de hacerlo por el volumen de moneda en circulación. Desgraciadamente, aquella política nos había llevado a un enorme aumento de la inflación. El enfoque de John era que si el partido y el Gobierno se unían en torno a esta política y daba la impresión de que ganaríamos las siguientes elecciones, las perspectivas económicas mejorarían también. Pero yo sabía perfectamente que cuando se adoptan medidas económicas con fines políticos se corren riesgos considerables.
Pocos días más tarde hablé con John acerca de la UEM y el informe Delors. Me dijo que me mantendría al corriente de sus conclusiones sobre el camino a seguir. Mencionó también que la estrategia debía consistir en frenar el avance hacia las fases dos y tres del plan Delors y hacia la erosión de la soberanía nacional que éstas representaban, garantizando a la vez que el Reino Unido no quedara excluido del proceso negociador. Tenía la sensación de que esta posición era bastante elástica. Por ello, le dije que toda postura que implicara que podían aceptarse medidas hacia una mayor integración económica y monetaria más allá de la incorporación al SME sería muy peligrosa. Si otros estados miembros querían dar esos pasos era asunto suyo, pero el Reino Unido no participaría en semejante proceso. Si dejábamos esto absolutamente claro, en mi opinión era probable que, bajo la presión del Bundesbank, Alemania se negara también a pasar a las siguientes fases de la UEM. Intenté que John considerara todo esto en un contexto más amplio, y le hablé de la necesidad de desarrollar relaciones comerciales libres con Estados Unidos y otros países señalando que no se debía permitir que bloques de países con un control central —lo que en mi opinión sería una Europa federal— lo impidieran.
John Major empezó a mostrarse cada vez más excitado tanto sobre la incorporación al SME como sobre la UEM. El 9 de abril de 1990 me envió un documento en el que me comunicaba que le había sorprendido la determinación de otros ministros de finanzas de la Comunidad Europea por llegar a un acuerdo sobre un tratado para la plena Unión Económica y Monetaria. No había encontrado grandes apoyos a nuestro nuevo enfoque alternativo —la circulación de un «ecu duro», gestionado por un Fondo Monetario Europeo, junto a las monedas existentes— que habíamos planteado como «enfoque evolutivo» de la UEM[64]. Por consiguiente, establecí una serie de opciones sobre nuestras posibles actitudes. Entre ellas, la que él recomendaba —y que finalmente sería desarrollada en Maastricht— era trabajar en favor de un tratado que definiera claramente la UEM y las instituciones necesarias para su fase final (junto con cualquier fase de transición, si se estimaba necesaria), previendo un mecanismo de «ingreso opcional» para los Estados miembros. Esto les permitiría incorporarse a la fase tres —es decir, a la moneda única— a su propio ritmo. En su opinión, éste era el objetivo que debíamos perseguir en la Conferencia Intergubernamental (IGC). En una reunión que mantuvimos el viernes 18 de abril, John ensayó los razonamientos contenidos en su informe poniendo el énfasis en que el objetivo de la UEM, tal y como la describía Delors, era compartido por todos los países menos el Reino Unido.
No estaba de acuerdo ni con el análisis ni con las conclusiones de John. Le dije que el Gobierno no podía suscribir una enmienda a un tratado que contuviera la definición de la UEM de Delors en su totalidad. Habría que trabajar más por desarrollar nuestra propuesta de un Fondo Monetario Europeo, que podríamos plantear como el máximo necesario para la comunidad en aquel momento. Me preocupó enormemente que el canciller hubiera aceptado tan rápidamente los eslóganes del lobby europeo. En aquel momento, no obstante, pensé que era mejor mantenerme en silencio. John era nuevo en el trabajo. Era correcto que buscara un camino para avanzar que pudiera proporcionarnos aliados en Europa además de convencer a los parlamentarios conservadores de que nuestra actitud era razonable. Pero ya resultaba claro que estaba pensando en términos de llegar a compromisos aceptables para mí y que, intelectualmente, se estaba dejando arrastrar por la marea.
LA INCORPORACIÓN DE LA LIBRA AL SME
Junto con las consideraciones sobre las tácticas a aplicar ante la UEM se encontraban las consideraciones sobre el momento adecuado para nuestro ingreso en el SME. El Tesoro redactó una nota dirigida a mí sobre cuál sería el mejor momento para la incorporación de la libra a la vista de las circunstancias económicas y los acontecimientos políticos. Aunque los demás países y bancos centrales estaban presionándonos para que nos sumáramos, seguiría existiendo un procedimiento establecido para hacerlo. Por ello se asumía que anunciaríamos nuestras intenciones un viernes con el fin de dejar el fin de semana libre para discutir los detalles antes de la apertura de los mercados el lunes. Tendría que haber una discusión inicial entre el Ministerio de Finanzas y los representantes del Banco Central en el Comité Monetario de la CEE: había que tomar en consideración la posibilidad de convocar una reunión plenaria de ministros y gobernadores, aunque en la práctica resultó ser innecesario. Después de elegir el momento apropiado, las dos cuestiones más importantes eran a qué amplitud de «banda» (es decir, con qué margen superior e inferior respecto a la paridad central escogida) y con qué paridad se incorporaría la libra. Por supuesto estos dos puntos recibieron gran atención, tanto por mi parte como por la del Tesoro. Los debates hipotéticos previos se habían basado en la idea de una banda estrecha (+ 0 - 2,25 por ciento); pero John y yo éramos de la opinión de que sería mejor una banda más ancha (+ 0 - 6 por ciento) ya que nos dejaría más margen de maniobra.
En cuanto al tipo de cambio central de la libra respecto al marco, éste se veía influido por varios factores. En primer lugar, la paridad elegida debía ser creíble a la luz de los últimos movimientos cambiarios. En segundo lugar, no debía ser tan baja como para debilitar nuestra lucha contra la inflación haciendo necesario un tipo de interés imprudentemente bajo para mantener el precio de nuestra moneda. En tercer lugar, y por contraste, tampoco debería ser tan alta como para imponer presiones innecesarias sobre la industria, tanto debido a los tipos de interés elevados, que harían subir el precio del dinero, como al tipo de cambio, que haría que nuestros bienes fueran poco competitivos.
Desde luego, hubiera sido una prueba incluso para la sabiduría de Salomón decidir cuál era el tipo «correcto»: de hecho dudo mucho que Salomón, en su sabiduría, se hubiera planteado jamás semejante tarea. Esto obedece a que, en última instancia, no existe ningún nivel «correcto» para la libra que no sea el que determine el mercado. Pretender encontrar semejante cosa es, en cierto sentido, caer en la trampa de creer en el viejo concepto pre capitalista de que existe un «precio justo». Si Nigel Lawson hubiera conseguido convencerme de que la libra se incorporara al SME en noviembre de 1985, el tipo de cambio libra/marco habría rondado los 3,75 marcos. Un año más tarde, la libra había bajado a 2,88 marcos. En noviembre de 1987 había subido a 2,98. En noviembre de 1988 había vuelto a subir hasta 3,16 marcos. En noviembre de 1989 había vuelto a bajar a 2,87. Cuando nos incorporamos al SME fue con una paridad central de 2,95 marcos. Era el tipo de cambio con el que había cerrado el mercado de Londres ese mismo día. Lo que esto muestra a primera vista es que para mantener la libra en el seno del sistema durante este período habría sido necesario recurrir a las revaluaciones y/o a fuertes intervenciones y grandes variaciones en los tipos de interés. De hecho, es una demostración de que Alan Walters había estado en lo cierto al decir que el Sistema Monetario Europeo no garantizaba la estabilidad, sino más bien el tipo de inestabilidad que produce un movimiento a grandes saltos en lugar del acomodo gradual que impone el mercado.
Fue sólo en mi reunión con John Major el miércoles 13 de junio cuando reconocí que no podía oponerme a que la libra se incorporara al SME. Pero el momento en que debía hacerlo seguía abierto al debate. Aunque los términos que había planteado no habían sido totalmente satisfechos, disponía de demasiados pocos aliados como para mantener la resistencia y salir triunfante. Hay límites a lo que puede hacer la capacidad del más decidido de los líderes democráticos cuando tiene que hacer frente a las exigencias del Gabinete, el grupo parlamentario, el lobby industrial y la prensa, en especial, cuando ha tenido que vivir durante tanto tiempo como lo había hecho yo con un planteamiento totalmente insatisfactorio (unirse «cuando llegue el momento preciso»), que había sido aún más definido por las condiciones de Madrid. A estas alturas todos mis consejeros me decían, aunque más por motivos políticos que económicos, que debía permitir que la libra se incorporara al sistema. Prácticamente el único aliado que me quedaba en el Gabinete era Nick Ridley, que no tardaría en dimitir: no éramos una combinación suficientemente fuerte como para hacer lo que nos habríamos visto obligados a hacer, es decir, poner de manifiesto que, por una cuestión de principios, no permitiríamos el ingreso en el SME ni ahora ni en el futuro.
Sin embargo, mi disposición a incorporarnos al sistema europeo iba acompañada de un condicionante crucial: no estaba dispuesta a mantener ninguna paridad a expensas de la situación monetaria interior. Insistí en que entráramos en la banda ancha (6 por ciento en ambos sentidos). Incluso entonces dejé bien claro a John Major que si la libra se veía sometida a presiones, no pensaba recurrir a intervenciones masivas, ya fuera poniendo libras en circulación y recortando los tipos de interés para mantener bajo el tipo de cambio de la libra, ya subiendo estos hasta niveles perjudiciales y recurriendo a nuestras preciosas reservas para mantenerlo alto. Para mí, una condición esencial para nuestro ingreso era la opción de realinearnos en el seno del SME, como habían hecho otros países, si las circunstancias lo exigían. Esto ridiculiza la afirmación, que escuchamos en ocasiones a los defensores del SME para explicar su subsiguiente hundimiento, de que hicimos bien en ingresar pero nos equivocamos respecto al tipo de cambio. De hecho, un tipo de cambio correcto hoy puede estar equivocado mañana y viceversa. Hasta aquel momento, el SME no había sido nunca un sistema rígido. No era necesario explicarle esto a nuestros socios europeos ya que, cualesquiera que fueran los detalles de la letra pequeña, todo país que deseara realinearse siempre había podido hacerlo en la práctica. Ahora que el Reino Unido pertenecía al SME, los demás países se habrían mostrado tan ansiosos por mantenernos en el seno del sistema que no hubieran planteado grandes dificultades, de plantear alguna, para nuestro realineamiento.
Tras la publicación del informe Delors, no obstante, los europeos empezaron a considerar el SME como parte del mecanismo que habría de producir una estabilidad total de las monedas, llevando finalmente a la moneda única. Por consiguiente, las devaluaciones empezaron a estar cada vez peor vistas. Pero seguían produciéndose, y tendría que ser así mientras siguiéramos insistiendo en efectuarlas. Fue sólo cuando mi sucesor accedió a los objetivos de la UEM tal y como se describían en el Tratado de Maastricht y dejó claro que la libra nunca entraría en la banda estrecha del SME, cuando la presión de no revaluar nunca «creció y creció» hasta convertirse en un dogma inatacable. Yo no tenía la más mínima duda de que si el SME llegaba a desarrollarse con la rigidez que les hubiera gustado a muchos otros Gobiernos europeos y a la Comisión, resultaría impracticable y se descompondría. Jamás pensé que un Gobierno conservador caería en la trampa de considerar una determinada paridad de la libra esterlina como piedra de toque de su política económica e incluso de su credibilidad política.
Me opuse a los deseos de John Major de incorporarnos al SME en junio. Los indicadores económicos, que debían mostrar un descenso de la inflación para que pudiéramos acceder al Sistema Monetario Europeo con un mínimo de confianza en nuestra capacidad para mantener la paridad, no existían aún.
Con la llegada del otoño los altos tipos de interés estaban logrando sus objetivos. El volumen de dinero en circulación bajó considerablemente. Estaba claro que había llegado el momento de reducir los tipos de interés, independientemente de la cuestión del SME. Por lo que se refiere al ingreso en el sistema, no se habían satisfecho por completo las condiciones de Madrid, pero la consideración más importante era la inflación. No fue hasta finales del año cuando la inflación, con arreglo al IPC (fuertemente distorsionado por los intereses de las hipotecas y el papel que desempeñaba en el Comunity Charge) empezó a descender. Otros indicadores, no obstante —los informes de la CBI, las ventas de automóviles, las ventas al por menor y por encima de todo, el volumen de dinero en circulación— mostraban que estábamos consiguiendo vencer la inflación. Insistí en anunciar una reducción de un 1 por ciento en los tipos de interés, contra las recomendaciones del Tesoro y el Banco de Inglaterra. Estos no habían discutido que estuviera justificado hacerlo por las cifras monetarias y otros indicadores; pero habrían preferido retrasar la medida. Por mi parte, yo estaba decidida a demostrar que prestaríamos más atención a la situación monetaria que al tipo de cambio a la hora de establecer los tipos de interés. El 5 de octubre anunciamos que nos incorporaríamos al SME y yo puse un gran énfasis en la rebaja de los tipos de interés y en los motivos que me habían llevado a implantarlo cuando aquel día presenté la decisión.
NINGÚN COMPROMISO CON LA UEM
Como he explicado, la actitud adoptada por Gran Bretaña y el resto de la Comunidad frente a la UEM tuvo relación con el funcionamiento y el desarrollo del SME. Por supuesto, la UEM era una cuestión de mucho mayor alcance. La sensación que había obtenido en mi última reunión con John Major en abril era que empezaba a vacilar, y ésta aumentó cuando recibí un documento suyo poco más tarde, a finales de mayo. Contenía todas las frases hoy ya familiares sobre la perspectiva de una «Europa de dos velocidades» —al respecto me pregunté: «¿Qué pasa si la otra mitad va en dirección equivocada?»— y la terrible posibilidad de que los otros once estuvieran negociando un tratado independiente para la UEM. (Sobre esto escribí: «Que así sea. Alemania y Francia tendrán que costear todas las subvenciones regionales O no habrá NINGUNA, en cuyo caso las naciones más pobres NO lo firmarán»). Aparte de esta tendencia a sentirse derrotado por trivialidades, que me resultaba preocupante, no me dio la impresión de que John, que tan orgulloso se sentía de su intuición para la táctica política hubiera realmente pensado y meditado las implicaciones que tendría para el resto de los países de la Comunidad seguir adelante sin nosotros.
Así pues, en nuestra reunión del jueves 31 de mayo, intenté fortalecer la resolución de John y ampliar su perspectiva. Reiteró su preocupación de que nos viéramos «aislados» en vísperas de unas elecciones generales. Según él, para evitarlo, debíamos aceptar una enmienda al tratado estableciendo el objetivo de una unión económica y monetaria total pero insistiendo en la cláusula de «incorporación opcional», que dejaba a los Estados miembros la opción de elegir el momento de su incorporación, en caso de desearla. Yo le dije que era una actitud psicológicamente equivocada aceptar la inevitabilidad de la UEM en lugar de atacar el concepto en sí. Tuvimos discusiones que podrían haber persuadido tanto a los alemanes —que debían estar preocupados acerca del debilitamiento de su política anti inflacionista— como a los países más pobres —a los que había que explicar que no se les podría salvar de las consecuencias de una moneda única, que devastarían sus ineficaces economías—. Dije que no consideraba que el mecanismo de «opción de entrada» fuera una defensa adecuada contra la posibilidad de vernos arrastrados a una UEM plena. El mismo razonamiento que le había llevado a plantear que no teníamos más alternativa que aceptar el objetivo del tratado de alcanzar una UEM plena sería empleado más adelante para concluir que tampoco podíamos permitirnos rehuir la implantación de una moneda única. Por consiguiente, aceptar el mecanismo de la «opción de entrada» en aquel momento era equivalente a vincularse definitivamente a la UEM, y yo no estaba dispuesta a semejante compromiso.
Teníamos que aprovechar el tiempo antes de la conferencia intergubernamental de diciembre para intentar minar la voluntad de los otros Estados de pasar a la fase tres del plan Delors y desarrollar una perspectiva más amplia del camino que se abría ante nosotros. Examiné una vez más mis objeciones al establecimiento de bloques de países que se interpusieran en el camino de un internacionalismo más amplio. Dije que debíamos construir sobre las propuestas norteamericanas de ampliar los aspectos políticos de la OTAN proponiendo una dimensión comercial de la Alianza que uniera a Europa con un área de libre comercio norteamericana (EE. UU. y Canadá). En mi opinión, esto constituía una forma de rehuir la peligrosa perspectiva de un mundo dividido en tres bloques comerciales proteccionistas, cuya base sería la Comunidad Europea, Japón y los Estados Unidos que, con el tiempo, llegarían a ser gravemente inestables. También sugerí que examináramos la idea sobre la que había venido trabajando Alan Walters: un mecanismo para vincular las monedas a un «medidor» de referencia objetivo, como un índice mercantil, capaz de funcionar automáticamente sin necesidad de la parafernalia burocrática y la amenaza federalista contenida en las propuestas de Delors. Un sistema así podría incluir tanto al dólar como al yen. Dije que debíamos plantear nuestras ideas audazmente en las cumbres internacionales, subrayando que estábamos yendo más allá de los estrechos objetivos europeos, y que estábamos mucho más en sintonía con los acontecimientos políticos a un nivel más amplio. Yo era consciente de que todo esto eran propuestas visionarias, pero si alguna vez había existido un momento para las visiones era aquel. Por ello hice que el Ministerio de Asuntos Exteriores las estudiara, cosa que hizo sin gran entusiasmo. En mi opinión, aunque me gustaba mucho John Major, y valoraba grandemente su lealtad, debíamos incorporar a la discusión a alguien que se sintiera más a gusto con las grandes ideas y estrategias. Así pues, hice llamar a Nick Ridley y también a Douglas Hurd que, como ministro de Exteriores, estaba seriamente implicado, ya que la UEM se había convertido a estas alturas en el centro de los debates del Consejo Europeo. Pedí a Nick que preparara un documento sobre la UEM y sus propuestas alternativas, y asistió a mi reunión con John y Douglas la mañana del martes 19 de julio, antes de la inminente reunión del Consejo Europeo en Dublín. Nick hizo dos contribuciones de gran importancia al concepto de una Europa alternativa, orientada en un sentido diferente al de la Europa introspectiva, estatalista y proteccionista a la que nos enfrentábamos. La primera fue resaltar que la Europa estilo Delors, con una moneda única, constituiría un obstáculo para la ampliación de la Comunidad. Nuestra visión de una Europa más amplia, libre y flexible sería mucho más asequible a los países del mundo poscomunista. La segunda observación de Nick fue señalar que no debía alarmarnos que algunos países fueran por delante en la UEM dejándonos al margen: de hecho, éste era un modelo que debíamos favorecer: una Comunidad más amplia a la que se incorporaran los distintos países por diferentes motivos y en diferentes momentos.
En este punto tiene sentido considerar cómo habían venido desarrollándose los acontecimientos en la propia Comunidad Europea y la actitud que adoptamos frente al impulso que se había puesto de manifiesto hacia el federalismo. Si existe alguna lección que aprender de los acontecimientos económicos del período que va de 1987 a 1990 —confirmada desde entonces por las circunstancias que precedieron a la poco digna salida de Gran Bretaña del SME— es la que contiene la frase que empleé en la Cámara de los Comunes, que tanto enfureció a Nigel, en la que resumía las diferencias que nos separaban: «No hay forma de oponerse al mercado». Podría añadir que cuando se intenta hacerlo, es el mercado el que le hunde a uno. La fe en que las leyes de la economía y el juicio de los mercados pueden quedar en suspenso por la intervención de personas inteligentes —y Nigel Lawson era una de las personas más inteligentes de la política británica— es una tentación perpetua para el disparate. Esta locura nos costó cara. Pero por otra parte, la idea de que otras personas inteligentes —ya que Delors es una de las personas más listas que he conocido en el campo de la política europea— pueden construir su propia Torre de Babel sobre los inestables cimientos de naciones con una larga historia, y diferentes lenguas y economías, es aún más peligrosa. Los trabajos sobre esta peligrosa construcción aún siguen adelante.