A la satisfacción por el recorte
Reducción de impuestos, reforma tributaria y privatización
Los años ochenta fueron testigo del renacimiento de la economía de empresa en Gran Bretaña. Esta fue, en general, una década de gran prosperidad en la que nuestra actuación económica sorprendió al mundo. Teniendo en cuenta que nuestra economía se había rezagado respecto a otros países de la Comunidad Europea en los años sesenta y setenta, en los ochenta creció más rápido que la de todos los demás, con excepción de España. Mientras que la mayoría de las economías europeas crecía más lentamente en esta última década que en la anterior, la británica lo hizo con mayor velocidad. A partir de 1987 aparecieron los síntomas clásicos del «recalentamiento» y la confusión inicial sobre lo que mostraban los indicadores monetarios. El que Nigel Lawson siguiese los pasos del marco alemán implicó que no emprendiésemos la acción necesaria para hacer más rigurosa la política monetaria con suficiente rapidez. Esto no significa que la ola de prosperidad de esos años fuese sólo o incluso principalmente el resultado de un auge artificial del consumo. Tenía una base más sólida que eso. El déficit por cuenta corriente, que se transformó en un problema real, no debe ocultar el hecho —en realidad, en cierta medida lo reflejó— de que durante este período la industria estaba invirtiendo de cara al futuro: en los años ochenta la inversión empresarial creció con más rapidez que en cualquiera de los principales países industriales, a excepción de Japón. La rentabilidad aumentó tanto como la productividad. De hecho, el incremento de la productividad de la industria manufacturera británica fue mayor que en las demás economías industriales durante esa década. Se establecieron nuevas sociedades que crecieron y se expandieron. Como consecuencia se crearon 3.320.000 nuevos empleos entre marzo de 1983 y marzo de 1990.
Por lo tanto, tan importante es comprender lo que funcionó durante estos años como lo que salió mal. Siempre que la combinación de una gestión imprudente de las finanzas públicas y una eurorregulación no anulen los beneficios, las mejoras fundamentales de la economía británica de la década de los ochenta perdurarán. Donde surgió el problema fue en el «sector de la demanda» cuando dinero y crédito se expandieron con demasiada rapidez y elevaron vertiginosamente los precios de los bienes, particularmente los de los situados al margen del comercio internacional, como las viviendas. Esta espiral no podía continuar y tenía que interrumpirse por sí misma o por una acción exterior. En contraste, las reformas del «sector de la oferta» tenían un gran éxito. Estos fueron los cambios que aumentaron la eficiencia y la flexibilidad y de ese modo capacitaron a la empresa británica para satisfacer las demandas del mercado interno y externo. Sin ellos, la economía no hubiera podido crecer tan velozmente ni producir tales mejoras en beneficios, nivel de vida y empleo: en síntesis, el país hubiera sido más pobre.
La reforma de los sindicatos fue crucial. Los cambios más importantes fueron los efectuados entre 1982 y 1984, que ya se han descrito con algún detalle. Pero el proceso continuó hasta el momento en que dejé mi cargo. La Ley del Empleo de 1988, basada en los compromisos de nuestro programa, reforzó los derechos de los individuos sindicados ante la acción industrial organizada por sus sindicatos sin votación, y ante sus intentos de «disciplinar» a los que no se adhirieran a una huelga. También se nombró un comisario especial para ayudar a estos individuos en el ejercicio de sus derechos, y se sometieron a inspección las cuentas de los sindicatos. Con la Ley del Empleo de 1990 culminó el largo proceso de paulatina reducción de este negocio cerrado, que había mantenido a tanta gente en terrible esclavitud durante los años setenta. Actualmente es ilegal negarle trabajo a alguien por pertenecer —o por no pertenecer— a un sindicato. Esta reducción del poder de los sindicatos, junto con el reforzamiento de los derechos y responsabilidades de sus miembros individuales, fueron cruciales para establecer un mercado laboral que funcionara adecuadamente, en el cual quedasen superadas las prácticas restrictivas y se mantuviesen los costos por unidad de trabajo por debajo de los niveles que, de otro modo, habrían alcanzado. La supresión de ese monumento al ludismo moderno —el Plan Nacional para los Trabajadores Portuarios— fue otro golpe a las prácticas restrictivas.
La disponibilidad de viviendas resulta vital para un mercado laboral que funcione adecuadamente[59]. Si la gente no puede trasladarse a las regiones en que hay trabajo —«en su bici», para citar la frase inmortal de Norman Tebbit— seguirá habiendo bolsas de desempleo irreductible. Y cuanto menos dispuesta o capacitada esté para mudarse, mayor será la llamada a una intervención estatal que fuerce o soborne a empresas para que se instalen en localidades comercialmente inconvenientes con el objetivo de proporcionar los empleos. El sector privado de alquiler de viviendas sería la fuente ideal de alojamiento barato, a menudo temporal, del tipo que probablemente querrían aquellos que buscan trabajo. Tras décadas de control de alquileres, sin embargo, el arrendamiento de casas —de modo casi único en Gran Bretaña— está popularmente asociado con explotación y malas condiciones. Esto significa que nunca se ha podido llevar a cabo una acción radical necesaria para revertir la disminución de esta clase de alojamiento, que ha ido empeorando sin interrupción desde la Primera Guerra Mundial.
En nuestro programa de 1987 prometimos —y consecuentemente incluimos en nuestra Ley de Vivienda de 1988— algunas medidas destinadas a revitalizar el sector privado de alquileres. Desarrollamos aún más los dos esquemas —originalmente introducidos en 1980— de arrendamiento a corto plazo (a precios de mercado y tras cuyo término el casero puede recuperar la posesión) y de ocupación asegurada (también a precios de mercado pero con seguridad de permanencia). Estas medidas surtieron algún efecto, al menos frenaron la disminución del mercado privado de viviendas en alquiler, aunque sigue haciendo falta un cambio de actitud radical para que pueda crecer hasta representar una contribución importante a la movilidad laboral.
Por otro lado están las viviendas de protección oficial que son la causa principal de la inmovilidad. Muchos de estos grandes centros habitacionales protegidos reúnen a desempleados que disfrutan de una seguridad de ocupación con un alquiler subvencionado. No sólo tienen todos los incentivos para permanecer donde están sino que además entre ellos se refuerzan su actitud pasiva y se minan cualquier iniciativa. De esta manera se desarrolla una cultura en la que los desempleados están contentos de seguir viviendo principalmente del Estado, y no tienen ninguna gana de moverse ni de encontrar trabajo.
Por lo tanto el gran incremento de la propiedad privada en el sector de la vivienda durante los años en que fui primera ministra, y la correspondiente reducción de la participación del sector público en la oferta habitacional, representaron un importante beneficio para la economía. Hubo intentos de negar esta realidad, basados en motivos financieros de estrechas miras. En particular, se dijo que mediante la desgravación fiscal hipotecaria se había canalizado demasiado ahorro nacional hacia el sector de la construcción, y muy poco hacia el de la industria. Este argumento nunca me pareció convincente. En primer lugar, pasa por alto el hecho de que mucha gente, cuya principal forma de ahorro consiste en comprarse una casa mediante una hipoteca, en otra situación no invertiría su dinero en acciones o en iniciar una empresa: por más omnipresente que sea el incentivo empresarial, la mayoría de la gente no nace empresaria. En realidad, para mucha gente comprar una casa es la puerta de acceso a otras inversiones. En segundo lugar, la idea de que la industria británica ha retrocedido en las últimas décadas debido a una carencia de inversión es, en el mejor de los casos, una verdad a medias. Lo cierto es que gran parte de la inversión se ha hecho de un modo equivocado y se ha dirigido incorrectamente. De lo que Gran Bretaña ha carecido en el pasado ha sido de oportunidades favorables que le permitiesen hacer uso de la inversión disponible, debido a una baja productividad, a unas malas relaciones laborales, a unos beneficios reducidos y a una mala gestión. Lo cierto es que un nivel elevado de propietarios de viviendas requiere el complemento de un sector privado dedicado al alquiler que sea suficientemente amplio, lo cual no es nuestro caso. En este último punto sólo obtuvimos éxitos parciales y el sector privado de alquileres es un área en la que me habría gustado hacer más si hubiera tenido tiempo.
La desregulación de la actividad comercial fue una historia diferente. Año tras año —y aún con mayor impulso desde que David Young asumió el Departamento de Comercio e Industria (DTI) en junio de 1987— se identificaron y eliminaron las regulaciones innecesarias. Todas las presiones de la vida moderna (o al menos de la política moderna, que no siempre es exactamente lo mismo) se orientan a imponer más controles: proteger a los consumidores, a los inversores, al medio ambiente y, cada vez más, a proteger a los poderosos lobbies de la Comunidad Europea. Pero se olvida la verdad general que es que mayor regulación significa costos más elevados, menor competitividad, menos empleos y por tanto menos riqueza para elevar la verdadera calidad de vida a largo plazo.
Todas estas áreas —poder sindical, capacitación, vivienda y regulación empresarial— fueron en las que progresamos, en diverso grado, al fortalecer el «sector de la oferta» en la economía. Sin embargo los cambios más importantes y de mayor alcance fueron los de reforma impositiva y privatización. Los recortes de impuestos aumentaron los incentivos tanto para el taller como para la sala de juntas. La privatización premió la eficiencia de la empresa privada, aboliendo así la preferencia por la ineptitud estatal. Éstos fueron los pilares sobre los que descansó el resto de nuestra política económica.
REDUCCIÓN DE IMPUESTOS Y REFORMAS TRIBUTARIAS
Las reformas impositivas de Nigel Lawson lo señalan como un canciller de imaginación constructiva y dominio técnico extraordinarios. Mantuvimos algunas diferencias; no fue la menor aquélla sobre la desgravación fiscal hipotecaria, que a él le hubiese gustado suprimir, y cuyo umbral a mí ciertamente me hubiera gustado elevar. Pero a Nigel generalmente no le agradaba pedir o seguir consejos. Sin duda creía que no le hacía falta. Su estilo era precisamente el opuesto al colegiado que antes practicara Geoffrey Howe. Prefería hacerme examinar sus propuestas presupuestarias cuando ya las tenía bastante elaboradas y no había presente ningún secretario delante para tomar notas. Por ejemplo, presentármelas después de cenar en el Número 10 un domingo a fines de enero. Si en aquellas ocasiones yo me hubiese limitado a escuchar la información sobre sus planes, me habría resultado difícil ejercer alguna influencia real, ya que digerir cuestiones de tal complejidad después del café de sobremesa pone a prueba la resistencia de cualquiera. Pero en realidad, espías del Tesoro, que se daban cuenta de que ésta era una forma absurdamente secreta de proceder con alguien que después de todo era «primera dama del Tesoro», me instruían a escondidas —con las instrucciones más estrictas de no divulgar lo que yo sabía— antes de que Nigel me anunciara orgulloso su estrategia presupuestaria. Esto por lo menos me colocaba en mejor posición para cuestionar la posición fiscal propuesta u objetar medidas individuales.
Pero el hecho es que los presupuestos de Nigel eran esencialmente suyos. Así que, del mismo modo en que lo hago principal responsable de los errores programáticos que nos hicieron fracasar en el tema de la inflación, no dudo en otorgarle la parte del león en el crédito por las medidas ingeniosas de sus presupuestos.
Las marcas distintivas de los presupuestos de Nigel eran la claridad y la inteligencia. Mientras que Geoffrey Howe era instintivamente un canciller al que gustaban los paquetes de medidas bien equilibrados, Nigel Lawson prefería un presupuesto en que todo se basara sobre un tema y propósito principal. Geoffrey siempre elegía un curso prudente de acción, aunque el efecto fuese poco dramático, al tiempo que la búsqueda de Nigel de una solución brillante a un problema fiscal podía llevarle a arriesgar todo en un golpe ganador. En realidad era un jugador por naturaleza.
Empecé por cuestionar la magnitud —aunque no la clase— de los recortes impositivos que Nigel estaba proponiendo, en parte porque tenía la sensación —otra vez correcta— de que grandes reducciones de impuestos a la renta en un clima de excesiva confianza empresarial y de consumo podía tener un efecto psicológico, impredecible por parte de la dudosa ciencia económica, pero no por eso menos real. Podían prender fuego a lo que ya parecía ser recalentamiento.
En 1989 la confianza, aparentemente ilimitada, de Nigel respecto a nuestras perspectivas económicas estaba empezando a decaer. La política monetaria se había ajustado rigurosamente para reducir la inflación. ¿Pero, y la política fiscal? Estaba claro que el superávit presupuestario reflejaba, en igual medida, tanto el paso acelerado del crecimiento económico en la recaudación fiscal, como la solidez financiera subyacente. Aun así, resultaba difícil opinar que un superávit tan grande pudiese incrementarse todavía más.
Y, por cierto, cuando vi a Nigel para nuestra reunión habitual el domingo 12 de febrero, encontré menos dificultades que de costumbre para persuadirlo de que viera las cosas desde mi punto de vista. Lo insté a que reexaminara su informe del Gabinete, a que fuera menos autosuficiente, a no recortar ni un penique más del impuesto a la renta (dije que estaría mal visto psicológicamente), a olvidarse de su propuesta de eliminar el impuesto sobre la jubilación básica y en cambio desmontar la normativa sobre ganancias[60]. También le dije que no debía haber ninguna distensión en la política monetaria. Estuvo de acuerdo en todo. Entonces empleó parte de la renta disponible para efectuar cambios perceptibles en la estructura de las contribuciones de los empleados a la Seguridad Social.
Pero Nigel decidió no elevar los impuestos sobre el consumo al ritmo de la inflación, sesgando artificialmente hacia abajo su línea de incremento, lo que le permitió predecir que la misma aumentaría hasta cerca de un 8 por ciento antes de volver a caer en la segunda mitad del año a un 5,5 y quizás a un 4,5 por ciento en el segundo trimestre de 1990. Sin embargo, para entonces resultó alcanzar casi un 10 por ciento. El grado de inflación que había provocado en el sistema el hecho de seguir los pasos del marco alemán era mayor de lo que nadie hubiese podido prever, incluido Nigel. Pero, para 1990, Mister 10 por ciento se había ido y fueron otros quienes se quedaron para afrontar las consecuencias.
John Major era, en algunos aspectos, completamente diferente a Nigel Lawson como canciller. Me pareció extraño que habiendo sido un competente primer secretario, no se sintiera más cómodo abordando las difíciles cuestiones que ahora afrontaba al regresar al Tesoro. Pero probablemente Nigel había tomado todas las decisiones importantes y John no había tenido oportunidad de participar. Como preparación para el presupuesto de 1990, hicimos un seminario al que, aparte de John y yo, asistieron Richard Ryder, secretario económico del Tesoro, y altos funcionarios (Nigel no hubiera soñado nunca en algo así antes de un presupuesto). Aquello no nos sirvió de mucho, cosa que no fue culpa de John. El problema era que, para entonces, ninguno de nosotros tenía fe alguna en las previsiones. Sólo estuve en desacuerdo con John en una cuestión: detuve toda especulación sobre un nuevo impuesto al crédito. Compartía bastante la opinión de que los bancos y sociedades de préstamo inmobiliario habían hecho el crédito demasiado fácil de obtener y que aquello estaba endeudando a prestatarios irreflexivos o, simplemente, inexpertos. Pero nunca dudé de que si intentábamos detenerlo gravándolo con un impuesto, todo ese apoyo general que en principio suscita una política puritana se transformaría pronto en una protesta hedonista, en cuanto los vídeos, los almuerzos caros, los coches deportivos y las vacaciones en el extranjero quedaran fuera del alcance financiero. El impuesto también habría elevado el índice de precios al consumidor, aunque ése habría sido un efecto solamente inicial. En realidad, dentro del reducido margen de maniobra disponible en esas circunstancias, el único presupuesto elaborado por John Major tuvo un éxito modesto, ya que contenía varias propuestas atrayentes para incentivar el nivel de ahorro, lamentablemente bajo. Pero, para entonces, hubiera sido necesario algo más que un presupuesto prudente —incluso más que una primera ministra y un canciller coincidentes en la política a seguir— para evitar las consecuencias políticas y económicas que acarrearía el hecho de permitir que aumentase la inflación.
Que el regreso de la inflación y luego la recesión hayan oscurecido los beneficios de los cambios tributarios que introdujeron los presupuestos de Nigel Lawson no significa que tales beneficios se hayan evaporado. La inflación distorsiona pero, una vez domada de nuevo, se evidencia que no ha destruido las mejoras en el funcionamiento económico que generan impuestos más reducidos, y simples. Sólo una cosa puede minar esos beneficios para la economía de oferta: el que se permita que el gasto público quede fuera de control, porque eso aumenta los préstamos y al final requiere subidas de impuestos que arruinan los incentivos. Cuando dejé el cargo, tanto el gasto público como el préstamo estaban firmemente controlados. Por cierto, todavía estábamos elaborando un presupuesto con superávit. Y, durante mi período de gestión, el gasto público descendió de un 44 por ciento del PIB en 1979-1980 al 40,5 por ciento en 1990-1991. Desde entonces se ha elevado a un 45,5 por ciento (1993-1994) y los préstamos del sector público a cerca de cincuenta mil millones de libras, alrededor de un 8 por ciento del PIB. Estos guarismos traen extraños ecos del pasado. En política no existen las victorias totales.
PRIVATIZACIONES
La privatización, en no menor medida que la estructura tributaria, era fundamental para mejorar el funcionamiento de la economía británica. Pero para mí era también mucho más que eso: constituía uno de los medios cruciales para revertir los efectos corrosivos y corruptores del socialismo. La propiedad del Estado es justamente eso: la posesión de un bien por una entidad legal impersonal, lo que implica un control por parte de políticos y funcionarios, y es un error describir la nacionalización, como hizo el Partido Laborista, como una «propiedad pública». Pero mediante la privatización —particularmente a través de la que conduce al reparto más amplio posible de la propiedad entre miembros del público— se reduce el poder del Estado y se fortalece el del pueblo. Igual que la nacionalización estaba en el núcleo del programa colectivista con el que los Gobiernos laboristas trataron de remodelar la sociedad británica, la privatización está en el centro de cualquier programa que reivindique espacio para la libertad. Cualesquiera sean las discusiones que pudiese —y debería— haber acerca de las formas de venta, de las estructuras competitivas o de los marcos regulatorios adoptados en diferentes casos, no debería olvidarse este propósito fundamental de la privatización. Esta consideración tuvo relevancia práctica. Ya que significó que en algunos casos, si había que elegir entre esperar las circunstancias ideales para privatizar, lo que podía tomar años, o hacerlo dentro de una escala temporal determinada políticamente, la segunda resultaba la opción preferible.
Por supuesto que los argumentos económicos —más estrechos— a favor de la privatización eran también abrumadores. El Estado no debía hacer negocios. Que la propiedad sea del Estado elimina efectivamente —o al menos reduce radicalmente— el riesgo de quiebra, que resulta ser una disciplina para las empresas privadas. La inversión en industrias propiedad del Estado se considera como otra demanda a la Hacienda, y entra en competencia con escuelas o caminos. Como resultado, las decisiones de inversión se toman de acuerdo a criterios bastante diferentes de aquellos que se aplicarían a negocios en el sector privado. Ni, a pesar de valientes intentos de elaborarlo (cosa en que los Gobiernos conservadores no fueron los últimos), se puede encontrar un marco siquiera moderadamente satisfactorio para la toma de decisiones sobre el futuro de las industrias estatales. Se pueden fijar objetivos, aventurar advertencias, seguir la marcha de las cosas y designar nuevos presidentes. Esas cosas ayudan. Pero las empresas estatales nunca pueden funcionar adecuadamente como empresas. El mismo hecho de que sea el Estado el que, en un caso extremo, se responsabilice de ellas ante el Parlamento, en lugar de que sean unos accionistas los que controlen su administración, refleja la imposibilidad de su funcionamiento. Simplemente no existe ningún tipo de incentivo.
La privatización por sí misma no resuelve todos los problemas; sin embargo, como voy a demostrar, puso ciertamente al descubierto problemas ocultos que así pudieron afrontarse. Los monopolios totales o parciales que se transfieren al sector privado requieren una cuidadosa regulación para evitar abusos de poder en el mercado, ya sea a expensas de los posibles competidores o de los consumidores. Pero en el terreno de la reglamentación también existen buenos argumentos a favor de la propiedad privada: la regulación, que había estado encubierta bajo el sector público, ahora debía ser manifiesta y específica. Esto produce una disciplina más clara y mejor. Y en forma más general, por supuesto, la evidencia de la lamentable actuación del Gobierno al frente de cualquier empresa —o incluso administrando cualquier servicio— es tan abrumadora que en todos los casos debería recaer sobre los estadistas la carga de demostrar por qué el Gobierno debería desempeñar una función en particular, en vez de por qué no debería hacerlo el sector privado.
Ahora que casi todo el mundo defiende la privatización resulta difícil recordar cuan revolucionario —casi impensable— parecía a finales de la década de los setenta.
Me sentí especialmente contenta al ver cómo empresas que habían absorbido enormes sumas de dinero de los contribuyentes, y habían sido consideradas como sinónimos del fracaso industrial del Reino Unido, dejaban de ser propiedad del Estado y prosperaban en el sector privado. La sola perspectiva de privatización las compelía a volverse rentables y competitivas. Lord King transformó por completo la situación de British Airways mediante una audaz política de reducción de plantilla, mejorando su servicio al cliente y ofreciendo a sus empleados un premio por su éxito. En 1987 se vendió como una compañía floreciente. British Steel, que había absorbido grandes subvenciones en la década de los setenta y principios de los ochenta, reingresó en el sector privado en 1988 transformada en una empresa rentable.
PRIVATIZACIÓN DE LOS SERVICIOS PÚBLICOS
British Telecom fue el primer servicio privatizado. Su venta contribuyó, más que cualquier otro hecho, a sentar las bases de un capitalismo popular de accionistas en Gran Bretaña. Pero la relación entre privatización y liberalización, que significa abrir las telecomunicaciones a una mayor competencia, era compleja. Los primeros pasos hacia la liberalización se habían dado bajo Keith Joseph, que había separado British Telecom de Correos, eliminado el monopolio sobre las ventas telefónicas y otorgado a Mercury licencia para organizar una red competidora. Se liberalizó aún más en el momento de la privatización.
Pero si hubiésemos querido ir más allá y desconcentrar a la BT en empresas separadas, lo que hubiera sido mejor en términos de promoción de la competencia, tendríamos que haber esperado muchos años antes de poder efectuar la privatización. Esto sucedió porque sus sistemas de administración y contabilidad eran, para las normas modernas, casi inexistentes. No había manera de que las cifras que interesaban a los inversores pudiesen determinarse con rapidez o fiabilidad. Por tanto estuve bastante satisfecha cuando, tras el retraso provocado por la necesidad de retirar el proyecto de ley ante las elecciones generales de 1983, BT se privatizó con éxito en noviembre de 1984.
Al mismo tiempo, se estableció un sistema de regulación bajo control de una Oficina de Telecomunicaciones (OFTEL), con el resultado de que la BT tuvo que mantener los incrementos de los precios en un nivel fijo por debajo de la tasa de inflación durante unos años. Este fue un punto de partida bastante novedoso y tuvo una influencia que se vio con el tiempo. La fórmula «IPC menos x» no sólo se convirtió en el modelo para las privatizaciones de servicios en Gran Bretaña, sino que desde entonces se ha adoptado en el extranjero, por ejemplo en Estados Unidos.
La consecuencia de la privatización de la BT fue que se duplicó su nivel de inversión, que ya no estaba constreñido por las reglas del Tesoro de aplicación en el sector público. Para los clientes fueron igualmente benéficas. Los precios cayeron bruscamente en términos reales, la lista de espera de teléfonos desapareció y aumentó el número de cabinas en uso en un momento dado. Fue una demostración convincente de que los servicios públicos estaban mejor gestionados por el sector privado.
Muchas de esas mismas cuestiones surgieron en la privatización de British Gas, que había estado nacionalizada durante casi cuarenta años. La BGC tenía cinco negocios principales: la compra de gas a las compañías petrolíferas que lo producían, la provisión de gas desde las cabezas de playa a las que llega hasta el consumidor, la exploración de yacimientos y producción de gas —sobre todo en el mar—, la venta de aparatos de gas en sus salas de exposición, y la instalación y el servicio de reparación de los mismos. De todas estas funciones sólo el suministro a los consumidores podría definirse como un monopolio natural. Pero había cierto número de consideraciones que se oponían a la reestructuración fundamental de la empresa o a su desconcentración. Curiosamente, era más importante la falta de tiempo parlamentario. El examen de la privatización había quedado inevitablemente suspendido por la huelga de los mineros de 1984-1985. Tanto la BGC como el ministro de Energía, Peter Walker, estaban decididos a privatizar la BGC en bloque y su cooperación total era esencial para poder lograrlo durante mi segundo mandato, como yo quería. Había mucho que decir en favor del empleo del modelo de British Telecom en lugar de ensayar uno fundamentalmente diferente en estas circunstancias.
En consecuencia, en una reunión que mantuve con Peter Walker, Nigel Lawson y John Moore el martes 26 de marzo de 1985, acordé que debíamos vender la empresa en bloque. La fórmula para la regulación y la cuestión de liberalizar las importaciones y exportaciones de gas se convirtieron en el centro de muchas discusiones entre Peter Walker, por un lado, que estaba dispuesto a aceptar cierto grado de monopolio como precio de una rápida privatización, y por el otro lado el Tesoro y el Ministerio de Comercio e Industria, que hubieran preferido una competencia más fuerte desde el principio. Pudimos liberalizar las exportaciones de gas pero seguí la mayoría de los consejos de Peter Walker con el fin de lograr la privatización en el tiempo disponible. Sigo creyendo que fue correcto hacerlo porque la privatización resultó un éxito clamoroso (ahora la Comisión de Monopolios y Fusiones está investigando los problemas del poder monopolístico de British Gas). Cuatro millones y medio de personas invirtieron en las acciones, incluidos casi todos los 130.000 empleados de la compañía.
La privatización de la industria hidráulica fue una cuestión políticamente más delicada. Se dijeron muchas cosas absurdas, del estilo de «miren a la primera ministra, va a privatizar hasta la lluvia que cae del cielo». Yo solía replicar que puede ser que la lluvia provenga del Todopoderoso pero que Él no enviaba las tuberías, ni los grifos ni la ingeniería para aprovecharlas. Los argumentos de la oposición eran aún más débiles, ya que alrededor de una cuarta parte de los servicios de suministro de agua de Inglaterra y Gales hacía mucho tiempo que estaba en manos privadas. De mayor significación era el hecho de que las compañías de dichos servicios no se limitan a proporcionar agua: también velan por la calidad de los ríos, controlan la contaminación del agua y tienen importantes responsabilidades sobre industrias pesqueras, conservación, recreo y navegación. Fue Nick Ridley, un hombre de campo con una natural sensibilidad para asuntos del medio ambiente, quien, tras haberse convertido en ministro de Medio Ambiente, se dio cuenta de que el error residía en que las compañías de los servicios de suministro de agua combinaban las funciones de reglamentación y suministro. No tenía sentido que quienes se encargaban del tratamiento y eliminación de las aguas residuales fueran los mismos que reglamentasen la contaminación. De modo que el proyecto de ley que presentó Nick también establecía una nueva Autoridad Nacional de Ríos. La privatización además implicó que las compañías podrían obtener dinero de los mercados de capital para las inversiones necesarias con el fin de mejorar la calidad del agua.
La privatización más difícil técnica y políticamente, y la que llegó más lejos en combinar la transferencia de un servicio público al sector privado con una reestructuración radical, fue la de la Electricity Supply Industry. Tenía dos componentes principales. Primero, estaba la Junta Central de Energía Eléctrica (CEGB) que se ocupaba de las centrales de energía y de la Red Nacional (el sistema de transmisión). Segundo, existían las doce Juntas de Área que distribuían el fluido a los consumidores (en Escocia había dos compañías a cargo de la actividad: la South of Scotland Electricity Board y la North of Scotland Hydro Board). Con la Ley de Energía de 1983 Nigel Lawson había intentado introducir algo de competencia en el sistema. Pero no había tenido efectos prácticos. La CEGB tenía un monopolio nacional y las Juntas de Área, monopolios regionales. Nuestro desafío era privatizar todo lo posible la industria al tiempo que suscitar el máximo grado de competencia.
Sostuve una discusión inicial sobre la privatización de la electricidad con Peter Walker y Nigel Lawson en vísperas de las elecciones generales de 1987. No tenía intención de mantener a Peter en Energía, así que no valía la pena entrar en detalles. Pero coincidimos en que la propuesta de privatización debía incluirse en la plataforma y presentarse en el siguiente Parlamento.
Cuando Cecil Parkinson asumió el cargo de ministro de Energía después de las elecciones, encontró que el modo de pensar del departamento había sido influido poderosamente por los instintos corporativos de Peter Walker, así como por su percepción de que Walter Marshall se opondría apasionadamente a la desconcentración de la CEGB, de la que fue presidente. Parecía que la idea dominante era que la CEGB y la Red Nacional serían lanzadas como una compañía y las Juntas de Área combinadas en otra. Eso hubiera sido convertir un monopolio en un duopolio, pero Cecil cambió todo aquello. Después fue blanco de muchas críticas injustas y maliciosas por los cambios que su sucesor, John Wakeham, tuvo que hacer en la estrategia de privatización original, particularmente sobre las centrales nucleares. En realidad, fue Cecil quien tomó la decisión, audaz y correcta, de desconcentrar la CEGB y, lo más fundamental, de sacar a la Red Nacional de su control. A partir de entonces la Red sería propiedad conjunta de las doce compañías de distribución, creadas a partir de las antiguas Juntas. Mientras que en el sistema anterior quien controlaba la Red era también casi su único proveedor, ahora lo harían quienes tenían el mayor interés en que se desarrollase la máxima competencia posible en la producción de energía. Estas dos decisiones convirtieron a la competencia en una realidad efectiva.
El resultado de la ingeniosa reorganización de Cecil Parkinson siguiendo líneas competitivas es que ahora Gran Bretaña posee, quizá, la industria de suministro eléctrico más eficiente del mundo. Y, debido a la «transparencia» requerida por la privatización, también nos transformamos en el primer país del mundo en investigar los costes totales de la energía nuclear y, por lo tanto, en implementar un apropiado abastecimiento financiero.