Un pequeño problema local
La sustitución del sistema de impuestos locales por la tasa comunal
La introducción de la tasa comunal en sustitución de las tasas locales resultó ser el cambio más conflictivo de todos los que prometimos en nuestro manifiesto para las elecciones generales de 1987. Mientras que los demás elementos de estas reformas —en educación, en vivienda y en materia sindical— arraigaron bien, la tasa comunal fue luego abolida por un gobierno compuesto principalmente por quienes la idearon y la pusieron en vigor.
La mencionada tasa se convirtió en caballo de batalla de mis detractores, tanto dentro del Partido Conservador como en la extrema izquierda. Si no me hubiera tenido que enfrentar a problemas en otros frentes —sobre todo, si el Gabinete y el partido no hubieran perdido la calma— habría logrado superar las dificultades. De hecho, la tasa comunal, tras una serie de modificaciones, empezaba a funcionar en el momento en que se desechó. Con tiempo, se habría visto en ella una de las reformas más beneficiosas y de mayor alcance de la historia de la Administración local. Sobre todo, la tasa comunal era la última oportunidad de establecer una democracia local responsable y eficiente en Gran Bretaña. Su derogación supondrá que cada vez más poderes pasen al Gobierno central, y que aumenten, por tanto, las presiones tendentes a incrementar el gasto público y la fiscalidad, por no decir que cada vez será más difícil encontrar gente capacitada en el desempeño de los cargos locales.
PROBLEMAS DEL SISTEMA ANTIGUO
No emprendimos a la ligera el camino de la reforma radical del sistema financiero de la Administración local. También yo pensaba, dentro de la tradición conservadora, que es mejor pensárselo mucho antes de volver del revés un sistema administrativo o financiero. Si hubiera sido posible seguir como hasta ese momento, habría estado muy dispuesta a hacerlo. Pero casi todo el mundo estaba de acuerdo en que no era posible. Quien mejor lo sabía era Michael Heseltine —que luego fue, de hecho, el hombre que más abiertamente se opuso a la tasa comunal dentro del Partido Conservador—. A principios de los ochenta, Michael, en su calidad de secretario de Medio Ambiente[55], había intentado hacer funcionar el viejo sistema recurriendo a mecanismos cada vez más complicados. Asumió toda una serie de nuevos poderes en un intento de afrontar el problema; a saber: que no disponíamos de medios para controlar el gasto de la Administración local, aunque éste supusiera una parte muy importante del gasto público general. Michael introdujo un nuevo sistema de subvenciones, las «asignaciones de gastos en relación con ayudas» (grant-related expenditure assessments, GREA), las «metas» y las «retenciones», el límite a los gastos de capital de las autoridades locales, y la Comisión de Auditores, además de poner en marcha un fuerte control de las subvenciones del Gobierno central, todo ello concebido para limitar el gasto local y proporcionar a los contribuyentes un incentivo para que se lo pensaran dos veces antes de reelegir ayuntamientos muy dispendiosos[56].
El sistema se hizo tan complicado que casi nadie lo entendía. Era como el «problema de Schleswig-Holstein» del siglo pasado: en una ocasión, Palmerston bromeó diciendo que sólo tres personas lo habían entendido realmente (una estaba muerta, la otra se había vuelto loca, y a él se le había olvidado). El sistema también produjo un enorme rechazo, al ser muy arbitrario en cuanto a su aplicación e inexplicablemente injusto para las autoridades con antecedentes de gastos muy reducidos: a muchos de ellos se les impusieron metas por debajo de sus GREA. Y lo peor era que no funcionaba. Los ministros podían suplicar, quejarse y lanzar amenazas, pero el gasto de la Administración local seguía aumentando inexorablemente en términos reales, año tras año.
De modo que en 1981 Michael vino con nuevas ideas. Propuso que si las autoridades locales gastaban más de una cierta cantidad por encima de sus GREA todos los gastos extra tendrían que correr por cuenta de los contribuyentes locales. El Gobierno también acordó que se celebrara un referéndum local antes de que un ayuntamiento pudiera seguir adelante con gastos extraordinarios. Esta propuesta tenía algo nuevo e importante a su favor, porque —al menos de manera marginal— reforzaba la responsabilidad local, que, como no me cansaré de decir, era la base del problema. Pero a pesar de ello, o precisamente por ello, provocó enormes protestas por parte de las autoridades locales y los diputados conservadores en quienes tan fácilmente influían. Hubo que retirar la propuesta.
Con lo cual los sucesores de Michael en el Departamento de Medio Ambiente —Tom King y Patrick Jenkin— no tuvieron otra alternativa que aplicar controles centrales cada vez más complejos, mientras las autoridades locales seguían gastando. En 1984 asumimos poderes para limitar directamente las tasas de determinados ayuntamientos, reservándonos competencias para limitarlos todos. Este procedimiento, conocido como «tope impositivo», fue una de las armas más eficaces de que dispusimos. Gran parte del exceso de gastos se concentraba en un reducido número de ayuntamientos, de modo que poniendo tope a menos de veinte ya se obtenían resultados considerables. Así ofrecíamos cierta protección ante el exceso tributario a establecimientos y familias que intentaban salir adelante bajo el mando municipal de autoridades laboristas derrochadoras: en especial, aquellas familias cuyos ingresos se encontraban justo por encima de los niveles de subvención, que no podían contar con el Estado para pagar sus crecientes impuestos. Pero la restricción de impuestos era una cuestión complicada: rebasaba las atribuciones del Departamento de Medio Ambiente y podía ser cuestionado en los tribunales. El problema fundamental seguía en pie.
Siempre había sentido una gran aversión por este tipo de tasas. Todo impuesto sobre la propiedad es básicamente un impuesto sobre la mejora de la propia casa. Era claramente injusto y nada propio del espíritu conservador. Del contacto con mi distrito electoral y de las cartas procedentes de todo el país me llegaba un coro de lamentaciones de personas que vivían solas —viudas, por ejemplo— y que participaban en mucho menor grado de los servicios de las autoridades locales que la familia numerosa de la casa de al lado, con varios hijos trabajando; y, sin embargo, a estas personas se les exigía que pagaran los mismos impuestos, sin tener en cuenta sus ingresos. Yo era portavoz del Departamento de Medio Ambiente en la Sombra en las elecciones de octubre de 1974, cuando prometimos abolir este tipo de tasas. De hecho, fue una promesa de última hora, hecha por insistencia de Ted Heath, y respecto a la cual yo tenía dudas considerables, ya que no habíamos reflexionado adecuadamente sobre lo que había de sustituir a las tasas; sin embargo, no se me olvidaba la cólera y la angustia que provocó la subida de tasas de 1973, y creía firmemente que algo nuevo debía de sustituir al actual y desacreditado sistema[57]. Cuando fui elegida primera ministra puse fin a todas las subidas de tasas en Inglaterra. (En Escocia el sistema era diferente, porque la ley prescribía que las tasas locales se revaluaran cada cinco años, aunque era posible prescribir aplazamientos, como hicimos para atrasar dos años una revaluación prevista para 1983). Pero la contrapartida de esta decisión era que el caos potencial que una revaluación de impuestos locales podía causar en Inglaterra aumentaba. Y no podíamos aplazarla eternamente.
El hecho de que la Administración local dependa de las tasas sobre la propiedad como principal fuente de ingresos se remonta a varios siglos atrás. Puede que las tasas sobre la propiedad tuvieran sentido cuando la mayor parte de los servicios de las autoridades locales iban destinados a cuestiones relacionadas con la propiedad —carreteras, agua y alcantarillado, etc.—; pero a lo largo del siglo actual los ayuntamientos se han ido convirtiendo cada vez más en proveedores de servicios personales, como es el caso de la educación, las bibliotecas y los servicios sociales.
Además, el derecho al voto en las elecciones locales se ha ampliado espectacularmente. En un principio se limitaba a quienes tenían propiedades; ahora, el electorado coincide casi exactamente con el de las elecciones generales. El antiguo voto empresarial también ha desaparecido. El único argumento serio en favor de las tasas locales —sobre empresas y propiedades particulares— es que son relativamente fáciles de recaudar: las personas pueden escurrir el bulto, pero no así los edificios y las fábricas. Las tasas locales se convirtieron en contribuciones indoloras para el gran número de los electores locales que no tenían obligación de pagarlos. Pero eso es lo que hacía que el antiguo sistema fuera tan deficiente y, en última instancia, hasta peligroso. De los 35 millones de electores locales de Inglaterra, 17 millones no estaban sujetos a los impuestos locales, y de los 18 millones restantes 3 millones no pagaban todos los impuestos y otros 3 millones no pagaban nada. Aunque algunos de los que no tenían que pagar contribuían a los impuestos pagados por otros (por ejemplo, los cónyuges y los hijos trabajadores que residían en casa del contribuyente), muchos no tenían razones directas para preocuparse del exceso de gastos de su ayuntamiento, ya que otras personas pagaban toda o parte de la cuenta. Peor aún, la gente no disponía de la información necesaria para pedir cuentas a sus autoridades locales: todo el sistema de finanzas de la Administración local estaba destinado a ocultar la actuación de las autoridades individuales. No resulta sorprendente que muchos concejales se sintieran libres para seguir líneas políticas que la correcta disciplina democrática jamás habría permitido.
Esta falta de responsabilidad era motivo de un continuo exceso de gastos. Aunque Hacienda fue reduciendo cada vez más la proporción de gastos de la Administración local cubiertos por el erario público, el resultado que solía obtenerse era el incremento de las tasas locales, en vez de la reducción de los gastos. Esto resultaba insatisfactorio para la economía en general, y era ruinoso para las empresas locales y, en última instancia, también para las comunidades. En el verano de 1985, cuando empezamos a examinar seriamente las alternativas al sistema de tasas locales, alrededor del 60 por ciento de los ingresos tributarios de las autoridades locales de Inglaterra procedían de las empresas. Sin embargo, en algunas áreas el porcentaje era mucho más alto. Por ejemplo, en el municipio londinense de Camden, controlado por los laboristas, alcanzaba el 75 por ciento. De este modo, los ayuntamientos socialistas podían exprimir a las empresas locales hasta la última gota, sin que éstas pudieran hacer nada más que abandonar las zonas o presionar al Gobierno central para que pusiera límite a las tasas del ayuntamiento en cuestión. Cabía imaginar que el devastador efecto derivado de esta política de gastos acabaría por desanimar a las autoridades laboristas. Pero yo jamás olvidaba que el objetivo secreto del socialismo —municipal o nacional— es hacer que la gente dependa cada vez más del Gobierno. La pobreza no era sólo el caldo de cultivo del socialismo; era también su consecuencia deseada y provocada.
ORÍGENES DE LA TASA COMUNAL
De modo que cuando Ken Baker, entonces ministro de Medio Ambiente responsable de la Administración local, William Waldegrave y Lord Rothschild hicieron su propuesta en un seminario que dirigí en Chequers a finales de marzo de 1985, yo estaba muy abierta a las ideas nuevas. Fue en la reunión de Chequers donde nació la tasa comunal. Ellos me convencieron de que debíamos abolir las tasas locales y reemplazarlas por una tasa comunal fija para todos los adultos residentes en la zona. Habría descuentos para personas con ingresos bajos, aunque sin llegar nunca al 100 por ciento, para que todos contribuyeran en algo, y por lo tanto salieran perjudicados si votaban por un ayuntamiento derrochador. Este principio de responsabilidad era el fondo de toda la reforma.
El segundo elemento del enfoque era que a las empresas se les aplicaría una tasa impositiva común para todo al ámbito nacional, y que lo recaudado se redistribuiría a las autoridades locales sobre una base per capita. La reforma de los impuestos a las empresas también haría posible poner fin a una de las características menos satisfactorias del sistema antiguo: la «igualación de recursos». Un problema del sistema de tasas locales era que la base imponible variaba enormemente de una autoridad a otra, dado que variaban las propiedades en cuanto a su valor y su cantidad —en especial la propiedad comercial y empresarial—. «Igualación de recursos» era el nombre otorgado al proceso por el que el Gobierno central redistribuía los ingresos entre las autoridades para igualar el resultado final. En consecuencia había grandes variaciones dentro del país respecto a la cantidad de impuestos pagados por propiedades parecidas para un determinado nivel de servicio, generalmente dejando en desventaja al Sur, donde la propiedad solía tener una valoración mucho más alta. Había una gran cantidad de dinero en juego, aunque —como ocurría en muchos otros aspectos de las cuentas de la Administración local— el elector medio nunca tuvo noticias de ello. Este tipo de sistema, claro está, hacía que a los electores les resultara aún más difícil determinar si su ayuntamiento les estaba dando un buen servicio a cambio de su dinero. Pero con la abolición de las tasas locales y la distribución del impuesto empresarial nacional sobre una base per capita, la base imponible ya no podía variar de un concejo municipal a otro, y de este modo desapareció la necesidad de «igualación de recursos». Obviamente algunos ayuntamientos tenían necesidades mayores que otros, pero esto se podía compensar por medio de una mayor subvención por parte del Gobierno central. Por primera vez sería posible que cada ayuntamiento proporcionara el mismo nivel de servicio con el mismo nivel de impuestos en todo el país, de modo que se podían hacer comparaciones mucho más transparentes entre ayuntamientos.
En la consiguiente discusión, hubo muchas preguntas difíciles, pero en general se apoyó el enfoque del Departamento de Medio Ambiente y sobre todo el compromiso de que aumentaría la responsabilidad contable de la Administración local. La única opción era internarse aún más en la centralización, mediante, por ejemplo, el traspaso al Gobierno de funciones específicamente municipales, como la educación o los salarios de los profesores, y por medio de controles aún más severos sobre el gasto. A ser posible, queríamos evitarlo.
En septiembre de 1985 ascendí a Ken Baker de su cargo de ministro de la Administración Local a secretario de Estado para el Medio Ambiente, con la responsabilidad de afinar y posteriormente presentar las propuestas. A lo largo del otoño y el invierno de ese año trabajamos duramente en el comité del Gabinete. Las cifras del Departamento de Medio Ambiente dejaban claro que introducir la tasa comunal de una sola vez sería perjudicial para muchos, en especial (pero no exclusivamente) en los municipios del centro de Londres. El grado en que se produjeran estos cambios dependería mucho del nivel del propio impuesto; en esta fase —1985-1986— se nos aconsejó que el nivel medio se mantuviera por debajo de las 200 libras. Pero yo era plenamente consciente de que incluso con estas cifras habría verdaderas dificultades en la transición, y que habría que encontrarles remedio.
Con la abolición de la «igualación de recursos» y el reparto de los impuestos empresariales habría grandes cambios en la carga tributaria local de una zona a otra. Las áreas con altos valores imponibles y bajos niveles de gastos tenderían a beneficiarse. Aquellas que tuvieran bajos valores imponibles y elevados niveles de gastos saldrían perjudicadas. Londres tenía sus propios problemas. El centro de Londres había recibido subvenciones muy generosas; algunas de las autoridades de Londres eran muy derrochadoras; también estaba la carga representada por los gastos de la Jefatura de Enseñanza del Londres Central, hasta que finalmente la abolimos; asimismo, estaba el hecho de que los impuestos a las empresas, que las autoridades socialistas en el pasado habían podido aumentar más o menos arbitrariamente, ahora se verían limitados y repartidos, con el resultado de que recaerían cargas añadidas sobre los contribuyentes individuales. A fin de solventar estos cambios entre áreas se arbitró un sistema denominado «red de seguridad», para suavizar la transición. Se pretendía que la red se autofinanciara, haciendo más lentas las pérdidas de una zona mientras aplazaba los beneficios de otra. Esta medida, mal recibida por las áreas que salían beneficiadas, era inevitable, a no ser que interviniera el erario público para sufragar la diferencia. Esta red tampoco podía afrontar directamente la cuestión más sensible desde un punto de vista político, que era la de las modificaciones de las cargas entre individuos y entre familias.
El problema de limitar las pérdidas individuales planteaba la cuestión de si la propia tasa comunal debía instaurarse por fases, y en ese caso, cómo había de hacerse. Ken Baker —siempre cauto y prudente— quería un período de transición muy largo, durante el cual coexistieran las tasas locales y la tasa comunal. De hecho, en un primer borrador del documento informativo que publicaríamos en enero de 1986, se quiso dejar abierta la cuestión de la abolición de las tasas locales. Yo intervine: tenía que quedar claro que la tasa comunal sustituiría totalmente a las tasas locales, y en un futuro no muy lejano. La postura final comunicada por Ken Baker a la Cámara de los Comunes el martes 28 de enero de 1986 era que la tasa comunal empezaría a un nivel bajo, con el correspondiente recorte en las tasas locales. Pero toda la carga de cualquier aumento de los gastos recaería desde el principio en la tasa comunal, de modo que habría un vínculo claro entre la elevación del gasto y la de la tasa comunal. En los años siguientes habría más traspasos de las tasas locales en favor de la comunal. En algunas zonas las tasas locales desaparecerían en tres años, y se eliminarían de todas las zonas en el espacio de diez años. El informe dejaba claro que mantendríamos las restricciones sobre los impuestos. Aconsejados por los ministros escoceses, que nos recordaban con mucha insistencia y vigor hasta qué punto odiaban los escoceses las tasas locales, también aceptamos que tendríamos que regular la entrada en vigor de la tasa comunal en Escocia antes que en Inglaterra.
CRECE LA CRISIS POLÍTICA
Empezó a filtrarse una avalancha de malas noticias sobre los altos niveles que iba a alcanzar la tasa comunal. Para enero de 1990 el Departamento de Medio Ambiente había elevado su cálculo de la tasa comunal media a 340 libras. Íbamos camino de doblar el cálculo original. Esto ya habría sido negativo de por sí. Ahora, en febrero, con la probabilidad de que las autoridades locales aumentaran sus gastos de un 15 a un 16 por ciento, los últimos indicios eran que subiría 20 libras o más.
Otra mala noticia fue que el Comité Asesor del índice de Precios al Consumo había decido por su cuenta y riesgo que la tasa comunal debía incluirse en el índice de Precios al Consumo, dándole el mismo trato que a las tasas locales, pero no que a otros impuestos directos. No se incluían, en cambio, las enormes exenciones aplicadas a los contribuyentes individuales. Esta ficción administrativa impulsaba otra subida del índice de Precios y aumentaba enormemente el daño político que estábamos padeciendo.
El ambiente político se ensombrecía. Mi intuición me decía que no podíamos seguir como estábamos. El jueves 22 de marzo sufrimos una severa derrota en las elecciones parciales de Mid-Staffordshire, perdiendo un escaño en el que habíamos gozado de una mayoría de más de diecinueve mil votos. La prensa estaba llena de indignadas críticas de partidarios del Partido Conservador a la tasa comunal. Yo estaba profundamente preocupada. Lo que me dolía era que quienes siempre habían podido contar conmigo para protegerlos de la explotación del Estado socialista eran los que más sufrían ahora. Eran las personas situadas justamente por encima del nivel en el que se perdía los descuentos sobre la tasa comunal, pero que de ninguna manera eran acomodadas, y que habían tenido que hacer mil economías para comprarse una casa. Nuestro nuevo plan de ayuda transitorio no bastaba para protegerlos de los ayuntamientos derrochadores. Había que hacer algo más.
Mis ideas tomaron forma en la conversación que mantuve con Ken Baker, Tim Bell y Gordon Reece en una cena en Chequers el sábado 24 de marzo. Ellos traían un claro mensaje: había que situar en niveles más bajos la tasa comunal. Si no lo conseguíamos, las consecuencias políticas serían graves. Esto encajaba totalmente con mi análisis.
Había un amplio apoyo al principio de que todos debían contribuir al coste de la Administración local, lo cual sólo podía garantizarse mediante la tasa comunal. Cuando la gente se quejaba de que fuera igual para todos, no solían hacerlo por repetir el argumento estereotipado —y falso— del duque y el basurero hipotéticos que pagaban lo mismo. A no ser que el duque fuera muy pobre o el basurero muy rico, esto era imposible, ya que aproximadamente la mitad de los gastos de las Administraciones locales se cubrían con la recaudación de los impuestos generales, donde quedaba reflejada la «capacidad de pago» de cada uno. El problema lo planteaban los niveles a los que ahora se recaudaba la tasa y el hecho de que su impacto fuese repentino e inesperado (y que era a nuestra propia gente a quien perjudicaba en mayor medida). Eso era lo que querían decir todos los que me escribían cartas de queja. Pero ¿que podíamos hacer?
Me parecía que lo esencial era asegurar que el Gobierno central tomara medidas para proteger a las víctimas de lo que en el fondo era un abuso arbitrario de poder por parte de ayuntamientos irresponsables. Los argumentos sobre la responsabilidad y las perspectivas de una mejora a largo plazo sencillamente tendrían que pasar a un segundo plano.
De modo que el domingo por la mañana, antes de empezar a trabajar con mis asesores en Chequers para redactar mi discurso del Consejo Central, llamé al ministro de Hacienda, John Major. Le dije que había estado leyendo los documentos relativos al tope de las cargas comunales para 1990-1991. Tenía una serie de preocupaciones fundamentales. La primera era política. Al desarrollar el sistema de tasas comunales habíamos dado por supuesto que si las autoridades seguían manteniendo altos niveles de gastos, la gente culparía de los consiguientes aumentos en las tasas locales a estos mismos ayuntamientos. Sin embargo, no estaba ocurriendo así. El público nos echaba la culpa a nosotros e incluso al nivel de gastos de una serie de ayuntamientos controlados por los conservadores. En segundo lugar, el impacto de los elevados impuestos municipales recaía en las personas con ingresos medios a quienes se podía llamar «la gente corriente concienciada». Los que tenían ingresos reducidos estaban adecuadamente protegidos por los diversos sistemas de bonificación. De hecho, nos enfrentábamos a unos gastos públicos muy por encima de lo esperado para los descuentos a la tasa comunal, debido a la propia elevación de las cargas. Esto se agravaría aún más debido a que, como los niveles de la tasa comunal forzaban la subida del IPC, el próximo otoño tendrían que subir por encima de lo esperado las exenciones de la seguridad social. El nuevo sistema aún no había generado un aumento de responsabilidad. Tampoco me parecía que fuera a materializarse en el segundo año. Podíamos ofrecer una modesta protección a los contribuyentes durante el período 1990-1991, si seguíamos adelante con las propuestas actuales en favor de la restricción de los impuestos locales, y de hecho esto era lo que teníamos que hacer. Pero las consecuencias para el contribuyente medio serían mínimas, en el mejor de los casos. Por lo tanto, teníamos que considerar otras medidas radicales para 1991-1992.
La opción fundamental parecía ser la introducción de un control central directo sobre el nivel de gastos municipales; por ejemplo, dejando sentado que el gasto de cada ayuntamiento no podía superar en un porcentaje determinado la Evaluación del Gasto Normal, es decir, el nivel de gastos necesario para que un ayuntamiento pudiera prestar un determinado nivel de servicios normalizado a escala nacional. Sin embargo, esto tendría que corresponderse con un considerable aumento del nivel de subvención gubernamental a las autoridades locales, quizá con una mayor proporción del total en forma de subvenciones específicas para servicios concretos. No veía ninguna razón por la que no fuera posible este enfoque dual de la reducción del total de gastos públicos por parte de las autoridades locales. A partir de ahí tendríamos que pensarnos si seguíamos con la tasa comunal como único medio para financiar los gastos por encima del nivel permitido, dado que en ese momento todos los gastos extraordinarios recaían sobre este impuesto. Una opción sería traspasar parte de la carga del exceso de gastos al impuesto sobre las empresas. Todo ello apuntaba la necesidad de una mayor revisión interna que tendría que efectuarse con gran rapidez. Sería necesario indicar públicamente que se estaba efectuando algún tipo de revisión, aunque los términos y la manera de presentar el tema iban a precisar una cuidadosa reflexión.
John Major no discrepó de mi conclusión de que era necesaria una revisión radical. También estaba de acuerdo en que los cambios que eligiéramos tendrían que servir para controlar el gasto público en su totalidad. Terminé anunciándole que muy pronto hablaría con los responsables de Medio Ambiente para informarles de lo que quería que hicieran.
De una manera o de otra iba a mantener este planteamiento durante los próximos meses, hasta que, como describiré más adelante, una serie de inesperadas consideraciones legales me llevaron a cambiar mi punto de vista acerca del mejor camino a seguir. No obstante, ni siquiera entonces llegué a modificar la opinión que me había hecho respecto al futuro de la financiación de la Administración local. Seguía creyendo que el sentido de la responsabilidad, robustecido por la tasa comunal, tendría efectos saludables. De pasada, contribuiría a que se eligieran gobiernos municipales generalmente conservadores, con tendencia a reducir gastos. Pero también había visto, y tenía intención de olvidar, la perversidad, la incompetencia y muchas veces la simple y llana malicia de muchos ayuntamientos. No podíamos permitir que las grandes declaraciones sobre democracia local ocultaran la política de baja estofa de la gente a la que nos enfrentábamos. Esto significaba que el Gobierno central tenía que disponer de los poderes adecuados, y estar dispuesto a emplearlos, para proteger al ciudadano contra las autoridades corrompidas.
Pero la principal oposición a la tasa comunal provenía no de las tan respetables clases medias-bajas conservadoras, cuya suerte tanto lamentaba yo, sino de la izquierda. Desde 1988, una serie de diputados laboristas, principalmente en Escocia, venía anunciado su determinación de infringir la ley y negarse a pagar la tasa comunal, y la extrema izquierda llevaba a cabo una eficaz campaña también en Inglaterra. Encontraron poco apoyo entre la mayoría de partidarios laboristas respetuosos de la ley. Pero había bastantes individuos dispuestos a ponerse al frente de la resistencia violenta. El sábado 31 de marzo, un día antes de que se introdujera la tasa comunal en Inglaterra y Gales, una manifestación en contra de este impuesto degeneró en disturbios en Trafalgar Square y sus alrededores. Se recogieron pruebas indudables de que un grupo de provocadores había fomentado la violencia de manera deliberada. Desmontaron los andamios de un edificio en construcción que había en la plaza y los utilizaron como proyectiles. Prendieron fuego a los coches. Casi cuatrocientos policías resultaron heridos, y hubo 339 detenidos. Me quedé horrorizada ante semejante maldad.
Por primera vez, un Gobierno había declarado que todo el que razonablemente pudiera permitírselo debía contribuir en algo al mantenimiento de las instalaciones y servicios de los que se beneficiaba. Una clase entera —una «subclase», si se quiere— había sido llevada a rastras hasta incluirla en el seno de la sociedad responsable, exigiéndoseles a sus componentes que dejaran de depender de los demás y se convirtieran en auténticos ciudadanos. Los violentos disturbios ocurridos el 31 de marzo en Trafalgar Square y alrededores eran su respuesta y la de la izquierda. Y el abandono final de la tasa supuso una de las mayores victorias jamás otorgada a esa gente por un Gobierno conservador.
El problema era que, dada la importancia de las facturas impositivas que estaban recibiendo, las personas respetuosas de la ley —de quienes tanto dependíamos para vencer a la chusma— también empezaron a protestar contra el nuevo sistema. Por lo tanto, no iban a ser los disturbios quienes me hicieran abandonar mi resolución de seguir adelante con la tasa comunal, ni de llevar ante los tribunales a los culpables de aquellos sucesos. Pero sí venían a reforzar las conclusiones a que había llegado respecto a la necesidad de emprender acciones eficaces para limitar la carga que suponía para quienes yo había descrito a John Major como «la gente corriente concienciada».
De hecho, sin que yo lo supiera, los alborotadores se dirigían a Whitehall en el momento mismo en que yo pronunciaba un discurso ante el Consejo Central, en Cheltenham.
Comencé el discurso con lo que sería el primero de una serie de chistes cada vez más cáusticos sobre la amenaza política que se cernía sobre mi autoridad.
La fama de Cheltenham como tradicional centro de retiro de quienes gobernaron nuestro antiguo imperio me dio el pretexto. Empecé diciendo:
Es un gran placer estar nuevamente en Cheltenham. Para evitar cualquier posible malentendido, y a riesgo de decepcionar a unos cuantos coroneles valientes, permítanme que deje una cosa totalmente en claro: no he venido a Cheltenham a retirarme.
Casi sin solución de continuidad, pasé a lo esencial del asunto que atormentaba al partido:
Muchas de las facturas que la gente está recibiendo por la tasa comunal son demasiado altas. Comparto su indignación. Pero seamos claros: la cuestión no está en cómo se recauda el dinero, es en la cantidad de dinero que se están gastando las administraciones locales. Ese es el verdadero problema. Ningún plan, por muy hábil que sea, puede financiar unos gastos elevados con unos impuestos bajos.
Sin embargo, sí anuncié una serie de ayudas especiales. Este paquete de medidas, a pesar de su modestia, me había obligado a romper un vacilante borrador de Hacienda y escribir otro yo misma. La endeblez del borrador, la falta de ayudantes y lo avanzado de la hora me habían impedido incluir en el discurso los datos de peso y contenido que lo substanciaran, como a mí me habría gustado. De modo que tuve que contentarme con esbozar ideas sobre una ampliación de los poderes de restricción de gastos para lidiar con los derrochadores.
Mi principal mensaje, por lo tanto, tenía que ser que la manera de obtener una reducción de la tasa comunal era votando a los conservadores en las siguientes elecciones municipales. Señalé algunas cifras relativas al impuesto para ilustrar mi argumento:
El privilegio de vivir en el Warrington de los laboristas cuesta 96 libras más que vivir en la vecina Trafford de los conservadores; 108 libras más cuesta vivir en el Liverpool de los laboristas que en la vecina Wirral de los conservadores; y vivir en el Camden de los laboristas sale por la espeluznante cifra de 339 libras más que en la vecina Westminster de los conservadores.
Pero también extraje una lección más amplia, y al hacerlo quise volver a situar el debate en el marco de una cuestión política más amplia, la diferencia entre el planteamiento conservador y el laborista (volviendo, además, a los valores que yo personalmente respaldaba):
Nuestra lucha contra el Partido Laborista jamás ha sido una cuestión meramente económica. Tiene que ver con la forma de vida que creemos adecuada para Gran Bretaña, ahora y en lo porvenir. Tiene que ver con los valores que rigen nuestras vidas. El socialismo es un credo del Estado. Considera a los seres humanos como materia prima para sus programas de cambio social. Pero nosotros ponemos nuestra fe en la gente, en esos millones de personas que gastan lo que ellos mismos ganan, y no lo que ganan otros. Que se sacrifican por su joven familia o sus ancianos padres. Que ayudan a sus vecinos y cuidan su vecindad. El tipo de personas con quienes me crié. Esta es la gente por la que me hice cargo de la jefatura del partido, para poderla defender. La gente que nos dio su confianza. A ellos les digo: claro que comprendo vuestras preocupaciones. También son las mías, y comparto vuestras aspiraciones. No pedís la luna. Pero sí queréis la oportunidad de poder salir adelante, vosotros y vuestros hijos.
La acogida fue buena. Pero nuestras inquietudes no habían terminado, ni las mías ni las suyas.
¿CON TOPE O SIN TOPE?
Ahora tenía que asegurarme de que mis colegas se implicaran tan de lleno como yo en la tarea de proteger a nuestra gente del tipo de problemas que estábamos padeciendo en 1990-1991. No podíamos hacer mucho respecto a las facturas de este año. Los abogados me advirtieron que nada parecido a la escala de topes que yo tenía en mente podía prosperar en los tribunales. En consecuencia, Chris Patten sólo pudo comunicar los topes de veinte ayuntamientos. Fue una gran decepción. Pero una derrota en los tribunales habría trastornado todo el sistema si, por ejemplo, los jueces hubieran dictaminado no sólo en contra de la decisión relativa a un ayuntamiento en concreto, sino contra la justicia del sistema de evaluación de gastos normales, que era esencial para la tasa comunal.
Todo esto contribuyó a aumentar nuestra necesidad de procurarnos nuevos medios para limitar los gastos de las Administraciones locales —y, por lo tanto, reducir las tasas comunales— al año siguiente. Insistí ante Hacienda y Medio Ambiente en mis ideas para aumentar el control directo sobre los gastos de los ayuntamientos, en combinación con una aplicación más extensa de subvenciones concretas. También se me había ocurrido la idea de singularizar los rangos de autoridad, de modo que —por mucho que la eliminación de los concejos de condado enfureciera a los concejales conservadores— la identidad de los culpables del derroche y de la subida de las tasas municipales quedara mucho más clara a los ojos de los electores locales.
Chris Patten se oponía rotundamente a imponer cualquier tipo de restricción global a las autoridades locales. Mantenía que minaría el principio de responsabilidad local, y que un sistema de este tipo no podría organizarse y ponerse en funcionamiento a tiempo para 1991-1992. Pero yo insistí en que Medio Ambiente desarrollara las opciones. Quería ver recortes en los gastos de algunas autoridades locales.
Los resultados de las elecciones municipales el jueves 3 de mayo de 1990 apuntaban claramente a que allí donde los concejales y candidatos conservadores empleaban la tasa comunal para señalar nuestra ventaja con respecto al Partido Laborista, y a continuación se esforzaban en conseguir la victoria para los conservadores —en lugar de dedicarse a recriminar al Gobierno—, podíamos conseguir muy buenos resultados. (De hecho, hubo concejales nuestros que se opusieron a que en 1990-1991 se ampliaran las restricciones, con el argumento de que ello les impediría dar el golpe de gracia electoral a los ayuntamientos derrochadores de signo laborista). Los éxitos conservadores en Wandsworth y Westminster fueron resultado de este enfoque. Allí donde los conservadores tenían a su cargo una Administración, nuestros resultados eran mejores cuanto más pequeña era la tasa comunal. Lo mismo sucedía, pero a la inversa, en los ayuntamientos laboristas. A este respecto la tasa comunal ya estaba transformando a la Administración local. La perspectiva era de que incluso en un mal año para el Partido Conservador a escala nacional, ahora podíamos celebrar elecciones municipales y ganarlas sobre bases auténticamente locales, en lugar de que el control político de los ayuntamientos fuera cambiando según las tendencias a escala nacional (algo que siempre había desmoralizado a los concejales con sentido común, de ambos partidos).
No obstante, estos éxitos no hicieron menos acuciante la necesidad de poner los medios para que los niveles impositivos del año siguiente se mantuvieran bajos en todo el país. A lo largo de mayo y junio se elaboraron diversos documentos y se celebraron conversaciones entre ministros y funcionarios. Chris Patten y yo seguíamos en desacuerdo sobre la capacidad para fijar topes de carácter general. Él reclamaba un considerable aumento de la subvención central, suficiente como para permitirnos afirmar de modo creíble que las autoridades responsables podrían fijar los impuestos para 1991-1992 al mismo nivel que los de 1990-1991. Yo ejercí cierta presión sobre él, negándome a que se discutiera el nivel de reducciones subvencionadas por la Administración central hasta que no hubiéramos tomado una resolución en lo tocante a la limitación del gasto. John Major estaba indeciso. Por un lado, como ministro de Hacienda, quería que hubiera un eficaz control del gasto público. Por otro, quizá como antiguo whip, no le parecía fácil conseguir que el grupo parlamentario aprobara la nueva legislación para un aumento del la facultad restrictiva. Y no dejaba de tener razón. Varios de nuestros diputados ahora se encontraban en un estado de ánimo cercano al pánico y era difícil saber cómo reaccionarían a cualquier nueva medida legislativa en la que vieran una oportunidad —por medio de enmiendas— de modificar aspectos clave de la tasa comunal (de la cual, en su opinión dependía su personal futuro en las próximas elecciones). No sé exactamente cuál habría sido el desenlace.
Pero de repente toda la base para nuestras conversaciones cambió ante la llegada de nuevos asesoramientos legales. Cuando nos reunimos el jueves 17 de mayo, los abogados nos habían advertido que una nueva legislación sobre restricciones se vendría abajo ante los jueces. Esto me parecía asombroso. Quería decir que los tribunales no permitirían que el Parlamento cumpliera con su obligación de proteger al ciudadano ante lo poco razonable de los niveles impositivos: ponía en duda nuestra capacidad para controlar el gasto público y gestionar la economía. Llegados a este punto, pedí consejo urgente sobre cómo superar estas dificultades.
Es fácil imaginar mi sorpresa —y mi incredulidad inicial— cuando al repasar los informes recibidos la noche del miércoles 13 de junio encontré una nota de mi secretario privado informándome de una conversación telefónica mantenida esa misma tarde con los abogados del Gobierno. Ahora consideraban posible que la legislación actual —por no decir nada de la futura— fuera más sólida de lo que su opinión profesional indicara en principio[58]. Nos dijeron que podíamos poner freno a muchas autoridades locales mientras dejáramos claro al principio del ciclo presupuestario qué era lo que considerábamos un aumento excesivo de los gastos: y que podía hacerse sin las dificultades que siempre trae consigo la aprobación de nuevas leyes. Este asesoramiento legal se vio fortalecido cuando unos días más tarde el Gobierno ganó un juicio en el que una serie de ayuntamientos apelaba contra las restricciones.
La tarde del jueves 26 de junio celebré una reunión de ministros para aclarar nuestra posición exacta. Los abogados confirmaron su consejo de que era poco probable que con una nueva legislación tuviéramos más cubiertas las espaldas que en la situación actual, si decidíamos seguir adelante con el sistema de topes. Yo me resistía a la idea de dejar de introducir en la legislación una facultad general de limitación. Me habría gustado poder combinarlo con la obligación de celebrar plebiscitos locales para que el electorado pudiera aprobar o rechazar que su ayuntamiento rebasara los límites del gasto fijados por el Gobierno. Esto hubiera contribuido enormemente a invalidar la acusación de que los nuevos controles de gastos acabarían con la democracia local. Sin embargo, a la luz de esta revisión de nuestra asesoría legal, acepté que a no ser que los tribunales dictaran alguna nueva sentencia que alterara la situación, lo mejor sería imponer las limitaciones para 1991-1992 dentro de los términos de la legislación actual. No obstante, era esencial conseguir el mayor efecto disuasorio, y por lo tanto Chris Patten tuvo que anunciar en julio —mucho antes de que las autoridades locales fijaran sus presupuestos— la manera en que pretendía emplear sus poderes. El otro aspecto que teníamos que debatir era el dinero extra necesario para limitar las cargas individuales. Chris recibió autorización para anunciar en la Cámara ciertas ampliaciones del plan de ayuda de transición, así como otros cambios.
El correspondiente comité del Gabinete se reunió a la semana siguiente, bajo mi presidencia, para dar el último toque a la tasa comunal y acordar los detalles para 1991-1992: las cantidades que íbamos a suministrar a las Administraciones locales en forma de subvenciones e impuestos empresariales, y la cantidad que pensábamos que debían gastar. Chris Patten y John MacGregor (el primer secretario) ya habían llegado a un acuerdo sobre un paquete. Nuestro fin era aprobar esta decisión; también quería asegurarme de que quedaba claro que el dinero extra para la tasa comunal no era síntoma de que se le hubieran retirado los frenos al gasto público —nada más lejos de la realidad—. Acordamos que las autoridades locales debían gastar 39.000 millones de libras, un aumento del 19 por ciento sobre el mismo cálculo para el año anterior, y del 7 por ciento sobre lo que de hecho habían gastado. Ello implicaba una tasa comunal de 379 libras en los municipios con gastos «dentro de la norma». Naturalmente, la tasa comunal real en una zona dada dependería de si la autoridad local gastaba más o menos de esta cantidad. Había que mantener la tasa comunal por debajo de una media de 400 libras, estableciendo rigurosas restricciones. Aún así esta cantidad era más del doble del cálculo original de la tasa comunal que se había planteado a los ministros. Yo subrayé que el dinero extra —casi mil millones— para aliviar la carga de la tasa comunal a los menos pudientes significaría que habría menos dinero para otros fines. Esa era la prioridad elegida y todos los ministros tendrían que atenerse a sus consecuencias. De otro modo perderíamos el control sobre el gasto público. Chris Patten presentó estas medidas ante la Cámara de los Comunes poco después. Se anunciaron nuevos detalles y modificaciones para finales de octubre.
El sistema de cuentas municipales que legué a mi sucesor siguió despertando mucho rechazo. Durante la lucha por el liderazgo en noviembre de 1990, Michael Heseltine publicó a grandes voces su promesa de revisar la tasa comunal y ello impulsó a John Major y a Douglas Hurd a prometer sus propias revisiones. A finales de marzo de 1991, Michael Heseltine, nuevamente secretario de Medio Ambiente, anunció el desenlace: el Gobierno había decidido abandonar la tasa comunal y volver a un impuesto sobre la propiedad, complementado con una fuerte subida del IVA del 15 por ciento al 17 por ciento.
Pocos episodios de mi época en el Gobierno han creado más mitos que el asunto de la tasa comunal. Generalmente se presenta como un plan doctrinario impuesto a sus renuentes ministros por una primera ministra autoritaria, y finalmente rechazado por la opinión pública, dada su inviabilidad. Ciertamente se cometieron errores a la hora de aplicar el impuesto, pero esta imagen no es más que una sarta de tonterías. Como generosamente ha reconocido Nigel Lawson, pocas leyes han sido sometidas a un examen tan riguroso por parte de ministros y funcionarios en los comités ministeriales afectados. La dificultad partía de una serie de factores: el empeoramiento de la situación económica y de la inflación; el hecho de que los cálculos sobre la cuantía de la tasa siempre fueron engañosos; y la certeza de que en cualquier reforma de las cuentas municipales, después de diecisiete años sin revaluación alguna, muchos habrían salido perdiendo, lo cual producía mucho rechazo. Mi conclusión es que fuera cual fuera la reforma elegida, la habríamos acompañado de restricciones draconianas a los gastos municipales por parte del Gobierno central, a fin de impedir que los ayuntamientos —tanto los conservadores como los laboristas, por desgracia— se aprovecharan de la transición para disparar los gastos y echar la culpa al Gobierno.
El hecho sigue siendo que con el impuesto se eliminaban en gran parte los defectos de nuestro sistema de finanzas municipales, y sus ventajas sólo habían empezado a vislumbrarse cuando quedó descartado. Estas ventajas se habrían hecho cada vez más evidentes al entrar en vigor la subcontratación de servicios municipales locales y la mejora de la eficacia municipal. Aunque las restricciones a la tasa comunal de 1990-1991 supusieron un éxito relativo a la hora de limitar los gastos de las autoridades locales, probablemente también habría sido necesario introducir controles directos de un alcance mucho más amplio sobre los gastos municipales, una idea sobre la que yo estuve trabajando hasta que nuestros asesores legales cambiaron de punto de vista. Habría tenido que pasar tiempo para que la disciplina del nuevo sistema empezara a surtir efecto en el rendimiento de los más derrochadores. Pero al final habría ocurrido. Sin embargo, se abandonó la tasa comunal. Los problemas fundamentales de la Administración local —mala gestión de los servicios, ambigua relación con el gobierno central, falta de verdadera responsabilidad local— no sólo siguen existiendo: se harán cada vez más graves.