Más que un programa, una forma de vida
Política familiar, bellas artes, radio y televisión, ciencia y medio ambiente
INDIVIDUOS Y COMUNIDADES
El auge de la prosperidad —en buena parte con bases sólidas, pero también en cierta medida insostenible— que se experimentó entre 1986 y 1989 produjo un efecto paradójico. La izquierda, desprovista al menos por el momento de una oportunidad para vilipendiar al Gobierno y culpar al capitalismo de libre empresa por haber fracasado en crear puestos de trabajo y conseguir aumentar el nivel de vida, trasladó su atención a unos asuntos ajenos a la economía. La idea de que el Estado era el motor del progreso económico quedó desacreditada, y cada vez más conforme se iban conociendo los fracasos del comunismo. Sin embargo, ¿no sería demasiado elevado el precio de la prosperidad capitalista? ¿No estaría teniendo como resultado el materialismo burdo y ofensivo, los atascos de tráfico y la contaminación? Las actitudes que eran necesarias para avanzar en la Gran Bretaña de Thatcher, ¿no estarían causando la marginación de los débiles, el aumento del número de personas sin hogar, la desintegración de las comunidades? En pocas palabras, ¿no se estaría viendo amenazada la «calidad de vida»?
A mí todo esto me parecía descaminado e hipócrita. Si el socialismo hubiera tenido como resultado el éxito económico, aquellos mismos críticos lo estarían celebrando en público. Pero el socialismo había fracasado. Y quienes más habían sufrido de resultas de dicho fracaso eran los miembros más pobres y más débiles de la sociedad. Más aún, no obstante, el socialismo, a pesar de la elevada retórica en la que se enmarcaban sus razonamientos, se había aprovechado de los aspectos más negativos de la naturaleza humana. Literalmente, había desmoralizado a comunidades y familias, al ofrecer dependencia en lugar de independencia, y también al someter a los valores tradicionales a un ridículo constante. Había una considerable dosis de cinismo en la táctica de la izquierda de empezar a hablar como tories chapados a la antigua que lucharan por conservar la decencia en medio de la desintegración social.
Sin embargo, tampoco se podía hacer caso omiso de los razonamientos. Algunos miembros del Partido Conservador siempre se veían tentados a apaciguar las argumentaciones sociales de la izquierda —al igual que, antes de que yo asumiera el mando, habían apaciguado sus argumentaciones económicas— alegando que nosotros mismos éramos en la práctica casi tan socialistas como ellos. Estas eran las personas que opinaban que la respuesta a todas las críticas consistía en que el Estado gastara más, e interviniera más, algo que para mí resultaba inaceptable. Había motivos para la intervención estatal en ciertos casos específicos; por ejemplo, para proteger a los niños que corrían verdadero peligro en manos de unos padres malvados. El Estado debe imponer la ley y asegurar el castigo de los criminales; esta era una esfera que me producía una profunda preocupación, ya que en nuestras calles la violencia estaba creciendo en lugar de disminuir, a pesar de los considerables aumentos en el número de agentes de policía y en las plazas carcelarias. Sin embargo, el motivo inicial de nuestros problemas sociales contemporáneos —en cuanto no reflejaban la influencia atemporal y los inagotables recursos de la maldad humana de siempre— era que el Estado había hecho demasiado. Una política social conservadora no podía sino admitir este extremo. La sociedad se componía de individuos y comunidades. Si se desalentaba a los individuos y se desorientaba a las comunidades por medio de un Estado que irrumpía para tomar unas decisiones que correspondía tomar a las personas, las familias y los vecindarios, entonces los problemas de la sociedad aumentarían en lugar de disminuir.
Esta era la creencia que yacía bajo los comentarios que hice a una revista femenina durante una entrevista —que en su momento produjo un revuelo de indignación— en el sentido de que «la sociedad no existe». Sin embargo, en la revista no se reproducía el resto de mi declaración. Yo continuaba así:
Existen los individuos, hombres y mujeres, y existen las familias. Y ningún gobierno puede hacer nada si no es a través de las personas, y las personas han de ocuparse de ellas mismas ante todo. Nuestro deber consiste en ocuparnos de nosotros mismos, y después, en ocuparnos de nuestro prójimo.
El significado que yo pretendía transmitir, y que resultaba claro en aquel momento pero que más tarde se distorsionaría hasta convertirse en irreconocible, era que la sociedad no es una abstracción, una entidad distinta a los hombres y las mujeres que la componen, sino una estructura viva compuesta de individuos, familias, vecinos y asociaciones de voluntarios. En este sentido, yo esperaba grandes cosas de la sociedad, ya que opinaba que, a medida que fuera aumentando la riqueza económica, los individuos y los grupos de voluntarios deberían asumir una responsabilidad creciente en relación con las penalidades de sus prójimos. El error ante el cual yo manifestaba mis objeciones era el de confundir a la sociedad con el Estado en tanto que primera fuente de ayuda. Siempre que oía a la gente quejarse de que la «sociedad» no debería permitir un infortunio determinado, yo solía contestar: «¿Y qué es lo que está haciendo usted al respecto?». Para mí, la sociedad no era una excusa, sino una fuente de obligaciones.
Yo era una individualista en el sentido de que creía que, en última instancia, los individuos son responsables de sus acciones y como tales deberían comportarse. Sin embargo, siempre me negué a aceptar que existiera algún tipo de conflicto entre este tipo de individualismo y la responsabilidad social. Me vi apoyada en este punto de vista concreto por los escritos de los pensadores conservadores de Estados Unidos en los que se hablaba del crecimiento de una «subclase» y del desarrollo de una cultura de la dependencia. Si el comportamiento irresponsable implica algún tipo de penalización, la irresponsabilidad se convertirá en la norma para un gran número de personas. Y, lo que es aún más importante, sus actitudes se pueden transmitir a los hijos de estas personas, con lo cual emprenderán un camino equivocado.
Yo sentía un enorme respeto hacia la mentalidad victoriana, y por varios motivos. No era el menor de ellos el espíritu cívico que con tanta elocuencia quedaba de manifiesto en el aumento del número de sociedades benéficas y de voluntarios y la habilitación de grandes edificios y fundaciones en nuestras ciudades durante aquella época. Nunca me preocupó el hecho de ensalzar los «valores Victorianos» o, en la frase que empleaba inicialmente, las «virtudes victorianas», entre otras cosas porque en ningún sentido eran exclusivamente Victorianos. Los Victorianos, sin embargo, también tenían una forma de hablar que resumía lo que ahora estábamos volviendo a descubrir; hacían una distinción entre los pobres «dignos» y los pobres «indignos». Ambos grupos deberían recibir ayuda; sin embargo, ésta tendría que adoptar modalidades muy diferentes si no se deseaba que el gasto público se limitara a reforzar la cultura de la dependencia. El fallo en nuestro Estado de bienestar estribaba en que, quizás hasta cierto punto de manera inevitable, habíamos fracasado a la hora de recordar aquella distinción, y proporcionábamos el mismo tipo de «ayuda» a quienes verdaderamente estaban en apuros y necesitaban que se les echara una mano para poder superar sus dificultades, y a quienes sencillamente habían perdido la voluntad o el hábito del trabajo y del progreso personal. El objeto de la ayuda no debería ser que las personas se limitaran a sobrevivir, sino devolverles la autodisciplina y, por medio de ésta, también su autoestima.
También me afectaron los escritos del teólogo y sociólogo Michael Novak, quien plasmó en un lenguaje nuevo y llamativo lo que yo siempre había creído acerca de los individuos y de las comunidades. El señor Novak recalcaba el hecho de que lo que él denominaba «capitalismo democrático» era un sistema moral y social, y no meramente económico, que fomentaba toda una gama de virtudes y que dependía de la cooperación, y no se limitaba a dejar que cada uno campara por sus respetos. Estas eran ideas importantes y, junto con nuestra forma de pensar acerca de los efectos de la cultura de la dependencia, proporcionaban la base intelectual para mi manera de enfrentarme con aquellos grandes temas que en el lenguaje de la política se reúnen bajo el término «calidad de vida».
LA FAMILIA
El hecho de que los ataques que se lanzaban contra el tipo de economía y de sociedad que la concepción de mi política pretendía fomentar estuvieran basados en unos razonamientos confusos y mal concebidos no quitaba, naturalmente, que sí existieran problemas sociales, y que en ciertos aspectos su importancia fuese en aumento. Ya he hablado del incremento de la tasa de criminalidad. El Ministerio del Interior y la opinión liberal, de manera más general, tenían cierta tendencia a dudarlo. Cierto es que era posible señalar unas tendencias similares a lo largo y ancho de Occidente, y a una criminalidad aún peor en las ciudades norteamericanas. También podía argumentarse que el aumento en el número de delitos de los que se tenía constancia reflejaba una mayor disposición a denunciar unos crímenes —la violación, por ejemplo— que anteriormente no hubieran llegado a oídos de la policía. Sin embargo, a mí nunca me impresionaron excesivamente los razonamientos que reducían la extensión y la importancia del crimen. Yo compartía el punto de vista del público en general, en el sentido de que se debería hacer más para capturar y castigar a los autores del crimen. Creía que, aunque era conveniente que quienes en realidad no necesitaban ser recluidos fueran penalizados por otros medios, los criminales violentos debían ser objeto de unas sentencias ejemplares. En este sentido, la que más satisfacción me produjo de las medidas introducidas por nosotros fue la redacción de la Ley de Justicia Penal (Criminal Justice Act) de 1988, que facultaba al ministro de Justicia para apelar las sentencias excesivamente blandas dictadas por el Tribunal de la Corona (Crown Court).
El hecho de que el nivel de criminalidad aumentara por igual en tiempos de recesión y en tiempos de prosperidad desmentía la creencia de que la pobreza explicaba, o incluso justificaba, el comportamiento criminal. Hubiera podido decirse que lo contrario podía haber sido verdad: la mayor prosperidad llevaría a un aumento en las oportunidades de robo para los ladrones. En cualquier caso, el crecimiento en el número de crímenes con violencia en ningún sentido podía considerarse como un fenómeno económico, ni tampoco los alarmantes niveles de delincuencia juvenil. Estos tenían sus orígenes en algún punto más profundo de la sociedad.
Durante mis dos o tres últimos años de mandato, iba aumentando mi convicción de que, aunque existían unos límites de importancia esencial sobre lo que los políticos podían hacer en esta esfera, sólo podríamos llegar a las raíces del crimen, y de muchas otras cosas, si nos centrábamos en el fortalecimiento de la familia tradicional. Las estadísticas narraban su propia historia. De cada cuatro criaturas, una nacía fuera del matrimonio. Al menos uno de cada cinco niños experimentaba el divorcio de sus padres antes de cumplir los dieciséis años. Por supuesto, las rupturas familiares y los padres y las madres sin pareja no presuponían como resultado inevitable la delincuencia juvenil: los abuelos, los amigos y los vecinos pueden, en determinadas circunstancias, ayudar a las madres que han de sacar adelante a su familia por sí solas a enfrentarse a su situación con bastante éxito. Sin embargo, todos los indicios, tanto estadísticos como anecdóticos, señalaban la desintegración familiar como el punto de partida de todo un abanico de males sociales, entre los cuales los problemas con la policía sólo eran uno. Los muchachos carentes de la guía que proporciona un padre son más propensos a padecer todo tipo de problemas sociales. Los padres y las madres sin pareja tienen más probabilidades de vivir en relativa pobreza y en viviendas con características inferiores a la media. Los niños pueden quedar mucho más traumatizados por el divorcio de lo que creen los padres. Los niños con antecedentes familiares poco estables corren mayor riesgo de padecer dificultades de aprendizaje y de sufrir en sus hogares los malos tratos de unos hombres que no son sus verdaderos padres. También tienen más probabilidades de escaparse a nuestras ciudades, para unirse allí al número de jóvenes sin hogar, y ser presa, una vez más, de todo tipo de males.
El aspecto de mayor importancia, y también el más difícil, de la tarea consistía en reducir los incentivos a realizar la conducta irresponsable. Las jóvenes se sentían tentadas a quedarse embarazadas porque su embarazo les proporcionaba una vivienda municipal y unos ingresos estatales. Tanto mis consejeros como yo misma estábamos sopesando la posibilidad de proporcionarles un alojamiento menos atractivo, pero al mismo tiempo más seguro y mejor supervisado, para estas jóvenes. Yo había tenido ocasión de ver algunos albergues excelentes de este tipo, gestionados por grupos religiosos. Los jóvenes que se fugaban de casa para terminar durmiendo en las calles también necesitaban ayuda. Sin embargo, yo me resistía firmemente a aceptar que la pobreza era el motivo básico —y no el resultado— de sus apuros, y opinaba que eran los organismos voluntarios quienes podían proporcionarles no sólo plazas de alojamiento (que a menudo sobraban) sino también consejos y amistad de un tipo que el Estado jamás podría proporcionarles.
Estábamos tanteando el camino que nos llevara a una nueva ética de la política de asistencia pública, restando preponderancia a la dependencia con respecto al Estado y fomentando la auto dependencia; propugnando un mayor uso de los organismos voluntarios, entre ellos las organizaciones religiosas y de beneficencia como el Ejército de Salvación; y también —y éste fue el factor más polémico— creando una serie de estímulos que llevaran a un comportamiento honrado y responsable. Podríamos entonces reducir el problema durante la siguiente generación, en lugar de aumentarlo, como había sucedido en el caso de la generación anterior. Sin embargo, nuestros intentos de volver a plasmar la beneficencia siguiendo estas líneas se enfrentaron con varias objeciones. Algunas de ellas eran de índole estrictamente práctica, y tuvimos que respetarlas. Otras, sin embargo, tenían sus orígenes en una actitud que propugnaba que no le correspondía al Estado hacer distinciones morales en su política social. De hecho, cuando yo planteaba estos asuntos, a veces me resultaba divertido llegar a percibir expresiones de desaprobación mal disimulada en los rostros de los funcionarios, bajo el barniz de la cortesía oficial.
A pesar de todas las dificultades cuando dejé mi cargo mis asesores y yo estábamos elaborando un paquete de medidas de apoyo a la familia tradicional, cuya desintegración constituía la fuente común de tanto sufrimiento. No nos hacíamos ilusiones: los efectos de cualquier medida que se emprendiera sólo serían marginales. Tampoco, en cierto sentido, hubiera deseado yo que fueran más allá, ya que, aunque la estabilidad de la familia es una condición previa para el orden social y el progreso económico, la independencia de la familia supone un límite poderoso a la autoridad del Estado. Existen ciertas fronteras que la «política familiar» no debería intentar cruzar.
Todo esto hacía que a mí me pareciera importante prestar apoyo a los organismos voluntarios provistos de unos valores y una visión de la realidad adecuados. Yo prefería, en la medida de lo posible, que la ayuda directa viniera de alguien que no fueran los asistentes sociales profesionales. Por supuesto, los profesionales pueden desarrollar un papel esencial en los casos más difíciles; por ejemplo, en aquellos en los que se ha de obtener acceso al hogar para evitar que se produzca una tragedia. Durante los últimos años, sin embargo, ciertos asistentes sociales han exagerado sus capacidades y su función, pasando, de hecho, a sustituir a los progenitores sin motivos suficientes.
También me horrorizaba la forma en que los hombres engendraban una criatura y luego desaparecían, dejando a la madre sola —y al contribuyente la carga de correr con los gastos derivados de su irresponsabilidad— y condenando a la criatura a un nivel de vida inferior al que le correspondería. Me parecía escandaloso que sólo una de cada tres criaturas con derecho a percibir una pensión alimenticia llegara a beneficiarse de unos pagos regulares. Por tanto, y en contra de la considerable oposición de Tony Newton, secretario de Seguridad Social, y de la oficina del presidente de la Cámara de los Lores, insistí en que se estableciera un nuevo Organismo de Apoyo a la Infancia, y en que las pensiones alimenticias se basaran no sólo en el coste correspondiente a la crianza de un niño, sino también en el derecho de este niño a compartir el aumento en el nivel de vida de sus padres. Estos fueron los antecedentes de la Ley de Apoyo a la Infancia (Child Support Act) de 1991.
En cuanto al divorcio en sí, yo no aceptaba que tuviéramos que seguir la recomendación de la Comisión de la Ley de noviembre de 1990, en el sentido de que este asunto se convirtiera en un mero «proceso» en el cual la «culpa» no entrara en juego. En ciertos casos —por ejemplo, aquellos en los que está presente la violencia— yo opinaba que el divorcio no sólo era admisible, sino incluso inevitable. Sin embargo, también estaba convencida de que si se eliminaba todo residuo de culpa correspondiente al abandono matrimonial, el divorcio llegaría a ser aún más común.
Se trataba de hallar la mejor manera de prestar apoyo a las familias con hijos, por medio del sistema fiscal y de la seguridad social; este era un asunto molesto al que yo misma y mis asesores estábamos prestando mucha atención en el momento en que yo dejé mi cargo. Existían presiones considerables, contra las cuales tuve que luchar denodadamente, para que se proporcionaran subsidios o desgravaciones fiscales en relación con el cuidado de los niños. Esto, por supuesto, habría contribuido aún más a desanimar a las madres a la hora de quedarse en casa. A mí me parecía que era posible, como yo misma había demostrado, tener una familia sin dejar de trabajar, siempre y cuando una estuviera dispuesta a hacer un esfuerzo enorme para organizar su propio tiempo de manera conveniente, con algo de ayuda adicional. Pero a mí no me parecía justo —poniéndome en el lugar de las madres que optaran por quedarse en casa y criar a sus familias con una sola fuente de ingresos— autorizar desgravaciones fiscales para las que iban a trabajar y disponían de dos fuentes de ingresos[54]. Siempre me ha parecido extraño que las feministas, que se muestran tan sensibles ante el paternalismo de los hombres y tan poco sensibles ante el paternalismo de la sociedad, no puedan comprender este extremo.
De manera más general, estaba el asunto del trato que se debería acordar a los niños dentro del sistema fiscal y del de prestaciones. En un extremo estaban los «libertarios» que opinaban que la infancia no merecía, dentro de los sistemas fiscal y de prestaciones, mayor reconocimiento que cualquier bien no perecedero. En el otro extremo estaban aquellos que hubieran preferido una «política natalista» declarada para aumentar la tasa de natalidad. Yo rechazaba ambos puntos de vista. Sin embargo, aceptaba la idea, que existía desde tiempo atrás, de que los impuestos que alguien pagaba sobre su renta deberían tener en cuenta sus cargas familiares. Este punto de partida era importante a la hora de decidir qué hacer con las prestaciones correspondientes a la infancia. Esta cantidad se pagaba —libre de impuestos— a muchas familias cuyos ingresos eran tales que en realidad no la necesitaban; y era muy costosa. Sin embargo, como señalé al Tesoro en varias ocasiones, se había introducido en parte como un equivalente de las desgravaciones fiscales por hijos (ahora eliminadas), con lo cual se podía razonar que, basándose en motivos de justicia, su valor real debería mantenerse. Con el tiempo, en el otoño de 1990, llegamos a un compromiso: esta cantidad se actualizaría para el primer hijo, pero no para los demás. Sin embargo, esta solución no resolvía la cuestión más amplia acerca de cuál debería ser el futuro de la ayuda correspondiente a los hijos. A mí me hubiera gustado volver a un sistema que incluyera desgravaciones fiscales por hijos, que en mi opinión hubiera sido más justo y más claro, y que, por cierto, era muy popular. Sin embargo, cuando dejé Downing Street, los puristas fiscales del Tesoro seguían oponiéndose con energía a mi forma de pensar en relación con este asunto.
Lo único que puede hacer la política familiar es crear un marco dentro del cual animar a las familias a mantenerse unidas y a ocuparse convenientemente de sus hijos. Las influencias más amplias de los medios de comunicación, las escuelas y, sobre todo, las iglesias, son más potentes que cualquier acción que el Gobierno pueda llevar a cabo. Sin embargo, había tantas cosas que dependían de lo que sucediera con la estructura de las familias de la nación que sólo el más miope de los libertarios podría considerar que este asunto era ajeno a la competencia del Estado: por lo que a mí respecta, yo opinaba que a lo largo de los años el Estado había hecho tanto mal que no podía dejar pasar la oportunidad de llevar a cabo cierto trabajo reparador.
LAS ARTES
Quizás en ningún lugar se discutieron más acaloradamente los límites adecuados de la actividad estatal que en el mundo de las artes. Los partidarios de los subsidios solían recalcar que el Estado hoy en día sólo estaba llevando a cabo la función de los generosos mecenas privados del pasado; que el acceso a los tesoros artísticos no debía depender de la riqueza personal; y, lo que es más práctico, que casi todos los países subvencionaban las artes, y por tanto nosotros también deberíamos hacerlo. En contra de este sentir —y se ha de mencionar que esta visión la compartía Nick Ridley, el único miembro del Gobierno que de verdad sabía pintar— se podía argumentar que ningún artista tenía el derecho especial a ganarse la vida sólo con su obra, y que se debería dejar actuar al mercado, como en el caso de cualquier otra actividad. En cuanto a mi propia forma de ver las cosas, era un tanto distinta de las dos. Yo no estaba convencida de que el Estado tuviera que hacer de mecenas. El talento artístico, y no digamos el genio artístico, es algo que no se puede planificar ni predecir; es excéntricamente individual. Si el Estado lo reglamenta, lo subvenciona, se convierte en su propietario y toma determinaciones al respecto, el talento artístico se marchita. Además, el «Estado» en estos casos viene a equivaler, en última instancia, a los intereses creados del grupo de presión del mundo de las artes. Lo que yo deseaba era un sector privado que reuniera más fondos y que aportara perspicacia comercial y eficacia a la administración de las instituciones culturales. Yo quería que se alentara a los ciudadanos privados a pactar aportaciones, no que el Estado las tomara a través de los impuestos. Pero tenía plena conciencia de que las colecciones artísticas, los museos, las bibliotecas, la ópera y las orquestas de un país se suman a su arquitectura y sus monumentos, y que el resultado de dicha suma aumenta su categoría internacional. No se trata sólo, ni tan siquiera principalmente, de los ingresos derivados del turismo: la manifestación pública de la cultura de una nación es una demostración de sus cualidades, en la misma medida que su PNB lo es de sus energías. Por tanto, a mí me importaba que, tanto desde el punto de vista cultural como desde el económico, Gran Bretaña fuera capaz de mantener bien alta la cabeza al compararse con Estados Unidos y Europa. Y, de hecho, así fue. Londres es uno de los grandes centros mundiales de la cultura. Tenemos en el West End el teatro comercial más animado del mundo. Probablemente disponemos de una gama de museos más amplia que la de cualquier ciudad, que incluye desde la colección Wallace, íntima y magnífica al mismo tiempo, hasta las glorias del Museo Británico. Las artes escénicas, ya sea en su versión teatral, musical u operística, están representadas con una variedad sorprendente.
Pero siempre quedan cosas por hacer, si es que uno se lo puede permitir desde el punto de vista económico. Sin duda, yo no lamenté que las inversiones del gobierno central en las artes —aunque, dado el coro de protestas acerca de los «recortes», uno no hubiera creído que fuera así— aumentaran de manera considerable durante mi estancia en Downing Street. También se reforzó la estabilidad: a partir de 1988, el presupuesto del Consejo de las Artes (Arts Council) se fijó para un período de tres años. Los fondos gubernamentales, siempre que resultaba posible, se utilizaban para atraer el patrocinio privado al desarrollo de los museos y galerías que ya existían. Por ejemplo, en el mes de marzo de 1990 hicimos pública la creación de un nuevo Fondo para la Mejora de Museos y Galerías (Museums and Galleries Improvement Fund), iniciativa emprendida conjuntamente con la Wolfson Foundation. En toda una sucesión de presupuestos se incluyeron estipulaciones para el fomento de las aportaciones pactadas. Entre estas, la que mayor importancia en potencia tuvo fue la introducción en el mes de octubre de 1990 de una nueva desgravación fiscal correspondiente a los donativos efectuados por una sola vez a las instituciones benéficas, por parte tanto de individuos como de empresas.
Mi mayor decepción fue mi incapacidad a la hora de lograr para Gran Bretaña la magnífica colección Thyssen. En el mes de febrero de 1988, mi viejo amigo sir Peter Smithers me escribió desde Suiza para informarme de que su vecino, el Barón «Heinie» Thyssen-Bornemisza, estaba interesado en que su colección de obras de maestros antiguos y modernos se trasladara permanentemente a Gran Bretaña. Cincuenta pinturas de la colección Thyssen estaban expuestas en la Royal Academy, y yo, al igual que muchas otras personas, había ido a verlas; eran sencillamente fabulosas. Solicité un informe sobre la colección Thyssen en su totalidad, y me enteré de que contenía algunas obras maestras sublimes, entre ellas una Anunciación de Van Eyck, el Cristo entre los doctores de Durero y el Enrique VIII de Holbein, al igual que obras de Carpaccio, Caravaggio, Cézanne, Degas y Van Gogh. Estaba decidida a hacer todo lo posible para asegurar que Gran Bretaña obtuviera la colección. Yo había estado en Portugal en 1984; allí pude ver la colección Gulbenkian, que había sido ofrecida a Gran Bretaña en la década de 1930 pero que, lamentablemente, se había dejado pasar.
El proyecto habría sido muy costoso. Considerábamos que serían necesarios al menos 200 millones de libras esterlinas para cumplir con los requisitos del Barón; a cambio, sin embargo, recibiríamos una colección que la casa de subastas Sotheby había valorado en 1.200 millones de libras esterlinas. El coste se tendría que haber cubierto por medio de una combinación de fondos públicos y privados, que se destinarían al edificio en el que se alojaría la colección. Esto habría causado un revuelo de protestas por parte de ciertos sectores del lobby artístico Británico, en los que se consideraba, como es comprensible, que sería más razonable invertir estas sumas en ellos mismos y en sus proyectos favoritos. Sin embargo, el asunto merecía la pena.
Nick Ridley y yo misma nos hicimos cargo de las negociaciones. El Consejo de Ministros dio su acuerdo a la asignación de fondos. Los problemas jurídicos internacionales se resolvieron en su totalidad. Al cabo de unas seis semanas, Robin Butler, secretario del Consejo, entregó en persona la oferta formal al Barón Thyssen en Suiza. Lamentablemente, el verdadero problema —que resultó ser insuperable— era que no estaba claro quién tenía la última palabra acerca del destino de la colección. Tampoco estaba clara la situación de un acuerdo de préstamo alcanzado con el Gobierno español según el cual la colección se trasladaría a ese país durante algunos años. En última instancia, terminó yendo a España en calidad de préstamo. Sin embargo, no me pesaba haber intentado obtener esta colección para Gran Bretaña. No sólo era un gran tesoro, sino una buena inversión, en todos los sentidos.
LA RADIO Y LA TELEVISIÓN
El mundo de los medios de comunicación tenía en común con el de las artes un sentido muy desarrollado de su propia importancia para la vida de la nación. Sin embargo, mientras que el grupo de presión de las artes instaba incesantemente al Gobierno a hacer más, desde el mundo de la radio y la televisión se nos instaba a hacer menos. La de la radio y la televisión era una de varias esferas —las profesiones como la enseñanza, la medicina y el derecho eran otras— en las que los alegatos especiales por parte de poderosos grupos de interés se ocultaban bajo el disfraz de dedicación sublime a algún bien superior. De manera que cualquier persona que se planteaba, como lo hacía yo, si unos derechos de licencia —cuyo impago estaba sometido a sanciones penales— constituían la mejor manera de sufragar la BBC, corría peligro de ser puesta en la picota por filistea en el mejor de los casos, y en el peor de los casos por minar su «independencia constitucional». Las críticas de las decisiones por parte de los medios de comunicación audiovisuales a la hora de emitir material que ultrajaba el sentido público de la decencia o que beneficiaba a los terroristas y los criminales siempre se enfrentaban con la posibilidad de acusaciones de censura. Los intentos realizados para anular el poderoso duopolio que habrían logrado la BBC y la ITV —que fomentaban prácticas restrictivas, aumentaban los costes y cerraban el paso al talento— se tachaban de ser amenazas a la «calidad de las emisiones». Parte de la televisión y la radio británicas contaban en efecto con una altísima calidad, especialmente las emisiones teatrales y de noticias. A nivel internacional, no tenían igual. Sin embargo, la idea de que una pequeña camarilla de profesionales de los medios siempre supieran lo que era mejor y que tuvieran que ser más o menos inmunes a la crítica o la competencia era algo que yo no podía aceptar. Lamentablemente, el mundo de los medios audiovisuales a menudo encontraba en el Ministerio del Interior a un defensor bien dispuesto. No se captaba la paradoja que suponía el uso de una teoría al estilo de Reith para defender una neutralidad moral entre el terrorismo y las fuerzas de la ley y el orden, así como unos programas que a muchos les parecían viles y ofensivos.
El concepto de «emisiones de servicio público» estaba en el meollo de lo que los miembros del oligopolio de la difusión decían defender. Desgraciadamente, al someterse a una inspección más estrecha ese meollo empezaba a desintegrarse con gran rapidez. Las «emisiones de servicio público» eran extraordinariamente difíciles de definir. Se suponía que uno de sus elementos era que los televidentes o radioyentes de cualquier parte del país que pagaban los mismos derechos de licencia deberían tener la posibilidad de recibir la totalidad de los medios de comunicación audiovisuales de servicio público; eso era lo que se describía como concepto de «universalidad». Sin embargo, se le daba más importancia a la idea de que debería existir un equilibrio adecuado entre la información, la educación y el ocio, ofrecidos por medio de una amplia gama de programas de alta calidad. Poco antes, la obligación de servicio público se había ampliado de manera que cubriera los programas «minoritarios» específicos. La BBC y la IBA, encargada de la reglamentación de las sociedades independientes de televisión, dieron fuerza a esta obligación de servicio público principalmente por medio de su influencia sobre la programación.
Y ahí se acababa la teoría, un tanto nebulosa, y cada vez más anticuada conforme transcurría el tiempo. La práctica era muy diferente. La BBC1 y la ITV emitían unos programas que con el tiempo se iban haciendo imposibles de distinguir de la programación comercial en los canales del mercado: telenovelas, deportes, concursos y películas rodadas para la televisión. Como hubiera dicho Bentham, las emisoras públicas reivindicaban los derechos de la poesía pero nos proporcionaban un producto infantil. Podría decirse que éste era divertido; pero, ¿de verdad dependía de él nuestra civilización?
Además, el duopolio estaba siendo minado por los acontecimientos tecnológicos. Anteriormente, la escasa variedad del espectro que estaba disponible había limitado el número de canales que podían emitir. Pero esta situación estaba cambiando. Parecía probable que se podrían ir utilizando zonas del espectro con unas frecuencias cada vez más elevadas. La televisión por cable y la emisión directa vía satélite también parecían poder contribuir a la transformación de las posibilidades. Existía una mayor oportunidad de pagos por suscripción, ya fuera por canal o por programa. Todo un nuevo mundo se estaba abriendo ante nosotros.
Yo opinaba que debíamos beneficiarnos de estas posibilidades técnicas para proporcionar a los televidentes una posibilidad de elección mucho mayor. Esto ya estaba sucediendo en unos países tan diversos como Estados Unidos y Luxemburgo: ¿por qué no en Gran Bretaña? Sin embargo, este descomunal aumento en la posible demanda de programas no debería cubrirse desde dentro del duopolio existente. Yo quería ver la más amplia competencia y también las mayores oportunidades posibles para los productores independientes, que a su vez eran prácticamente el resultado de nuestra anterior decisión de establecer el Canal 4 en 1982. También creía yo que sería posible combinar una mayor posibilidad de elección para los televidentes con una oportunidad también mayor para aquellos productores cuyas normas, tanto de producción como de buen gusto, fueran tan elevadas como las vigentes bajo el duopolio existente, si no aún más elevadas. No obstante, yo quería, para disponer de una doble garantía, establecer una vigilancia independiente con el fin de mantener un buen nivel de calidad, por medio de la exposición de los emisores a la crítica, a las reclamaciones y al debate público.
El Comité de Radiodifusión (Peacock Committee on Broadcasting, creado por Leon Brittan en su calidad de ministro del Interior en el mes de marzo de 1985 y que emitió un informe el año siguiente), proporcionó una buena oportunidad para volver a estudiar todos estos asuntos. Me habría gustado hallar una alternativa a los derechos de licencia de la BBC. Una posibilidad era la publicidad: Peacock rechazó esta idea. También Willie Whitelaw se oponía con fuerza a la misma, y de hecho amenazó con dimitir del Gobierno si se llegara a introducir. En mi opinión, la vinculación de los derechos de licencia a un índice lograba unos efectos similares: hacer que la BBC se preocupara más de los costes y desarrollara una actitud más práctica. En octubre de 1986, el Comité Ministerial para la Radio y la Televisión, comité que yo presidía, dio su acuerdo a que los derechos de licencia de la BBC continuaran en 58 libras esterlinas hasta el mes de abril de 1988, quedando entonces vinculados al índice de precios hasta 1991. Pero no abandoné mis reservas de mucho tiempo atrás sobre los derechos de licencia como fuente de financiación. Se acordó estudiar la posibilidad de que la licencia pudiera quedar sustituida por una suscripción.
La necesidad de deshacer el duopolio del que gozaban la BBC y la ITV sobre la producción de los programas que emitían tendría la misma importancia en el futuro. Mi grupo ministerial dio su acuerdo para que el Gobierno estableciera un objetivo del 25 por ciento de programas de la BBC y la ITV que deberían ser proporcionados por los productores independientes. Sin embargo, existía una marcada división entre aquellos de nosotros, como Nigel Lawson y David Young, que opinaban que la BBC y la ITV se aprovecharían de todas las oportunidades para resistir ante este objetivo, y Douglas Hurd y Willie Whitelaw, que opinaban que se les podría persuadir sin necesidad de legislación. Douglas entablaría conversaciones con los representantes de las emisoras de radio y televisión y nos informaría de los resultados. Al final, tuvimos que legislar para asegurarnos de estos resultados.
Después de las elecciones hubo más tiempo para pensar sobre el futuro a largo plazo de las emisoras de radio y televisión. Aparte del aumento en las posibilidades que para los canales ofrecía la tecnología y de las discusiones permanentes acerca del modo de lograr el objetivo del 25 por ciento para los productores independientes, necesitábamos tener en cuenta el futuro del Canal 4 —que yo hubiera deseado privatizar en su totalidad, en contra de la opinión de Douglas Hurd— y el asunto aún más importante de cómo se debería modificar el sistema existente de asignación de franquicias de la ITV. El Comité Peacock recomendó que se modificara el sistema para hacerlo más «transparente», objetivo con el cual yo estaba muy de acuerdo. Siguiendo las propuestas Peacock, si la IBA tomara la decisión de otorgar una franquicia a un contratista que no fuera el mayor postor, tendría que hacer pública una declaración completa y detallada de sus motivos. Este método tenía el mérito de ser directo y sencillo, así como de llevar al máximo los ingresos del Tesoro. Sin embargo, nos enfrentamos inmediatamente con una multitud de razonamientos relacionados con la «calidad».
Durante el mes de septiembre de 1987 celebré un seminario al que fueron invitadas las principales personalidades del mundo de los medios de difusión para hablar del futuro. Se produjo un mayor acuerdo del que yo hubiera creído posible en cuanto a las posibilidades técnicas y a la necesidad de más variedad y competencia. Sin embargo, algunos de los presentes manifestaron una opinión negativa acerca de nuestra decisión de establecer el Consejo Normativo de Radiodifusión (Broadcasting Standards Council) y de eliminar la exención acordada a la televisión y la radio en cuanto a las estipulaciones de la ley de publicaciones contrarias a la moral, (Obscene Publications Act). Mi decisión fue inquebrantable. Dije que tenían que recordar que la televisión era un medio de comunicación especial, en la medida en que se veía en la sala de estar familiar. Las normas que afectaban a la televisión causaban un efecto sobre la sociedad en su conjunto, y por tanto constituían un asunto de legítimo interés público para el Gobierno.
Celebramos varias conversaciones a lo largo del año 1988 acerca del contenido del futuro Libro Blanco sobre la radio y la televisión (que sería publicado en el mes de noviembre). Yo insistía en que la eliminación total de los derechos de licencia de la BBC se anunciara en dicho documento. Sin embargo, Douglas estaba en contra de esta medida, y se creó un poderoso grupo de presión a favor de la BBC. En última instancia, accedí a desistir de mi insistencia al respecto, y también respecto de la privatización del Canal 4. Sin embargo, logré cierto progreso a la hora de asegurar que el Canal 3 quedara sometido a una reglamentación mucho menos severa bajo la nueva ITC (Independent Televisión Commission) que bajo la IBA.
Por supuesto, había ciertos límites a lo que se podía hacer por medio de un cambio en el marco del sistema: como siempre, el factor clave lo constituían las personas que operaban en su interior. El nombramiento de Hussey como presidente de la BBC en 1986 y más tarde de John Birt como director general adjunto constituyeron una mejora en todos los sentidos. Cuando conocí a Hussey y a Joel Barnett —su adjunto— en septiembre de 1988, les manifesté mi fuerte apoyo al nuevo enfoque. Al mismo tiempo, sin embargo, no oculté mi ira ante la continuada ambivalencia de la BBC en la información sobre el terrorismo y la violencia. Dije que la BBC tenía el deber de dar su apoyo a las magnas instituciones y libertades del país de las que todos nos beneficiábamos.
Desde las emisoras continuó una feroz campaña de presión contra las propuestas contenidas en el Libro Blanco sobre la radio y la televisión acerca del proceso de subasta para las franquicias de la ITV. El enfoque que yo prefería consistía en que todos los solicitantes se vieran obligados a superar un «umbral de calidad» y a efectuar a continuación una oferta económica, con la obligación para la ITC de seleccionar la más elevada de todas. De no ser así, una reunión que contara con la participación de los mejores y los más grandes podría elegir de manera esencialmente arbitraria, con claras posibilidades de favoritismo, injusticia y refuerzo del statu quo. No obstante, el equipo del Ministerio del Interior argumentó que teníamos que hacer concesiones, primero en el mes de junio de 1989 como respuesta a una consulta sobre el Libro Blanco y luego durante la etapa de redacción de la legislación sobre emisoras en la primavera de 1990, cuando dijo que de no ser así se plantearían enormes dificultades a nivel parlamentario. Desgraciadamente, todo ello enturbió la transparencia que yo había confiado poder lograr, y produjo un compromiso que no resultó satisfactorio cuando al año siguiente la ITC otorgó las franquicias «a la manera antigua». Sin embargo, el nuevo sistema de subastas, junto con el objetivo del 25 por ciento para los productores independientes, la llegada de los nuevos canales por satélite y los resultados positivos del ataque contra las actuaciones sindicales restrictivas, contribuyeron en cierta medida a debilitar el monopolio sobre el control del sector de los medios de comunicación audiovisuales. No lo rompieron, sin embargo.
CIENCIA Y MEDIO AMBIENTE
En 1988 y en 1989 se produjo una enorme explosión del interés público por el medio ambiente. Lamentablemente, bajo este paraguas verde se cobijaban varios asuntos relacionados por unos lazos bastante tenues. Al nivel más bajo, aunque en absoluto al menos importante, existía una preocupación por el medio ambiente local, que yo siempre había sentido con fuerza. De hecho, cada vez que regresaba de cualquier ciudad extranjera que se destacaba por la pulcritud de su aspecto, el personal de mi Gabinete y el entonces ministro de Medio Ambiente sabían que podían disponerse a oír un sermón sobre la suciedad visible en las calles de algunas zonas de Londres. Pero, en esencia y por necesidad, este asunto le correspondía a la comunidad local, aunque la privatización de los servicios de limpieza municipales mal gestionados a menudo resultaba una medida útil.
También había cierta preocupación en cuanto a la planificación —o, más bien, a la supuesta ausencia de planificación— y al desarrollo excesivo de los terrenos rurales. Aquí existía, y Nick Ridley lo indicó con energía, ganándose así cierta dosis de impopularidad, una opción muy directa. Para que la gente pudiera permitirse la compra de viviendas, tenía que estar disponible una cantidad suficiente de terreno para la construcción. Una planificación más rigurosa significaba una reducción en la cantidad de terrenos para la construcción, y por tanto en las oportunidades para la adquisición de viviendas.
También existía una preocupación pública generalizada —justificada sólo en parte— acerca del estado de las aguas potables, los ríos y el mar de Gran Bretaña. La Comisión Europea descubrió esta esfera fructífera a la cual extendería sus «competencias» siempre que fuera posible. De hecho, se estaba desarrollando un programa, con unos costes descomunales y con grandes logros, cuyo objeto era limpiar nuestros ríos y cuyos resultados ya eran evidentes; por ejemplo, en el regreso de peces sanos y en cantidad abundante a los ríos Támesis, Tyne, Wear y Tees.
Yo siempre tracé una clara línea divisoria entre estas preocupaciones «medioambientales» y el asunto muy distinto de la contaminación atmosférica. En mi opinión, el punto de partida adecuado para la formulación de una política con respecto a este último problema era la ciencia. Siempre tenía que existir una base científica correcta, y también, por supuesto, una estimación muy clara de los costes previstos en términos de gasto público y de crecimiento económico, si se quería evitar verse impulsado al tipo de «socialismo verde» que la izquierda deseaba fomentar. Sin embargo, cuanto mayor era la atención con que yo examinaba lo que le estaba sucediendo al esfuerzo científico de Gran Bretaña, menor satisfacción sentía al respecto.
Existían dos problemas. El primero era que la proporción de financiación del Gobierno que se estaba dedicando al presupuesto de Defensa era excesiva. El segundo —y este factor reflejaba el mismo enfoque— era que se estaba dando una importancia excesiva al desarrollo de productos para el mercado, a expensas de las ciencias puras. El Gobierno estaba financiando una investigación que podría y debería estar llevando a cabo el mundo de la industria, y, de resultas, existía una tendencia a que los esfuerzos de investigación en las universidades y en los institutos científicos salieran perdiendo. Yo estaba convencida de que esto no debería ser así. Como persona con antecedentes científicos, yo sabía que los grandes beneficios económicos de la investigación científica siempre se habían derivado de los progresos alcanzados en el conocimiento fundamental, y no de la búsqueda de aplicaciones específicas. Por ejemplo, los transistores no fueron un invento logrado por la industria del ocio en su búsqueda de nuevos medios para la comercialización de la música pop, sino más bien el logro de unas personas que estudiaban la mecánica ondulatoria y la física de estado sólido.
En el verano de 1987 puse en marcha un nuevo planteamiento de la financiación gubernamental para la ciencia. Creé un nuevo subcomité del Comité Económico del Gabinete, el E(ST), en sustitución del E(RD), que Paul Channon había presidido en su calidad de ministro de Industria. También creé un comité del Gabinete compuesto de funcionarios y peritos —ACOST—, en sustitución del ACARD, que había estado haciendo el seguimiento del comité de Paul Channon. El E(ST) y el ACOST estudiaron los presupuestos científicos de los distintos departamentos, desglosándolos por partidas correspondientes a la ciencia elemental y al apoyo a la innovación, y dando mayor importancia a la primera. El ideal para mí consistía en buscar a los científicos más destacados y respaldarles, en lugar de intentar proporcionar apoyo al trabajo realizado en unos sectores específicos. Quienes no comprenden plenamente el mundo de la ciencia tienden a pasar por alto el hecho de que en las ciencias —al igual que en las artes— los logros más espectaculares no se pueden ni planificar ni predecir: son el resultado de la creatividad única de una mente individual.
En todas sus etapas, el conocimiento y el descubrimiento científico fijan los requisitos y los límites correspondientes al enfoque que deberíamos aplicar para lograr soluciones a los problemas del medio ambiente mundial. Por ejemplo, fue la expedición británica al Antártico la que descubrió un gran agujero en la capa de ozono que protege la vida de la acción de las radiaciones ultravioletas. Del mismo modo, fue la investigación científica la que demostró que el agotamiento del ozono se debía a la actividad de los clorofluorocarbonos (CFC). Los Gobiernos, convencidos ante esta evidencia, acordaron en primera instancia recortar y a continuación eliminar paulatinamente el uso de los clorofluorocarbonos, por ejemplo en las neveras, los aerosoles y los sistemas de aire acondicionado. Desde el mismo momento de la primera reunión internacional y del correspondiente acuerdo, en Montreal y en el año 1987, hasta los últimos días de mi mandato, cuando pronuncié una alocución ante la Segunda Conferencia Mundial sobre el Clima en Ginebra en relación con este tema, me tomé un enorme interés personal en estos asuntos a medida que se iba recopilando y analizando la evidencia científica.
El «calentamiento global» era otra amenaza atmosférica que necesitaba de la aplicación de unos principios científicos muy concienzudos. La relación entre la emisión industrial del dióxido de carbono, la causa más importante del «efecto invernadero» aunque no la única, y los cambios climatológicos, estaba demostrada a un nivel considerablemente menos seguro que la relación entre los clorofluorocarbonos y el agotamiento del ozono. La producción de energía nuclear no emitía dióxido de carbono, como tampoco producía los gases que daban lugar a la lluvia acida. Era una fuente de energía mucho más limpia que el carbón. Sin embargo, este hecho no atrajo la atención del grupo de presión medioambiental: más bien, utilizaron la preocupación causada por el calentamiento global para atacar al capitalismo, al crecimiento y a la industria. Yo intenté emplear la autoridad que había adquirido durante el debate medioambiental en su totalidad, principalmente de resultas de mi discurso ante la Royal Society en el mes de septiembre de 1988, para conseguir un sentido de la proporción.
Ese discurso fue fruto de considerable meditación y de mucho trabajo. Fue sir Crispin Tickell, nuestro embajador saliente ante la ONU, quien me sugirió por vez primera que yo pronunciara un discurso de primera magnitud sobre el tema. Decidí que la Royal Society era el foro perfecto. George Guise, mi asesor científico en la Policy Unit, y yo misma dedicamos dos fines de semana a la redacción del borrador. Abrió una novísima brecha en el campo político. Sin embargo, la ausencia de interés de los medios de comunicación sobre este tema se manifiesta de forma extraordinaria en el hecho de que, en contra de mis propias expectativas, la televisión ni tan siquiera se molestó en enviar equipos para cubrir el acto. De hecho, yo había confiado en los focos de la televisión para poder leer mi texto del discurso en las penumbras del Fishmongers Hall, donde lo había de pronunciar; dadas las circunstancias, me tuvieron que acercar varios de los candelabros que adornaban la mesa para que pudiera leerlo. El discurso en sí promovió un considerable debate, sobre todo por uno de sus pasajes:
A lo largo de generaciones, hemos dado por sentado que los esfuerzos de la humanidad resultarían en la estabilidad del equilibrio fundamental de los ecosistemas y la atmósfera. Sin embargo, es posible que, de resultas de estos enormes cambios (en la demografía, en la agricultura, en el uso de los combustibles fósiles) concentrados en un período tan breve, hayamos iniciado sin saberlo un descomunal experimento con el propio sistema de este planeta… No disponemos de ningún laboratorio donde llevar a cabo experimentos controlados para estudiar el ecosistema y el sistema de la atmósfera. Hemos de basarnos en nuestras observaciones de los sistemas naturales. Tenemos que identificar esferas de investigación específicas que nos ayuden a establecer cuáles son las causas, cuáles los efectos. Tenemos que estudiar en mayor detalle los efectos probables del cambio dentro de unas escalas de tiempo precisas. Hemos también de considerar las implicaciones más amplias para las políticas: para la producción de energía, para la eficacia de los combustibles, para la reforestación… Hemos de cerciorarnos de que lo que hagamos cuente con unas bases científicas sólidas para el establecimiento de causa y efecto.
La relación entre la investigación científica y la política en cuanto al medio ambiente mundial no era un mero asunto técnico. Llegaba al corazón mismo de lo que diferenciaba mi planteamiento del de los socialistas. Para mí, el progreso económico, los adelantos científicos y el debate público que se producen en las sociedades libres ofrecían por sí mismos los medios para superar las amenazas al bienestar individual y colectivo. Para los socialistas, cada descubrimiento nuevo revelaba un «problema» cuya única «solución» era la represión de la actividad humana por parte del Estado, y los objetivos de producción planificados por el Estado siempre debían tener prioridad. El paisaje devastado, los bosques moribundos, los ríos envenenados y los niños enfermos de los antiguos Estados comunistas constituyen un testimonio trágico a efectos de cuál de los sistemas funcionaba mejor, tanto para las personas como para el medio ambiente.