Una actitud positiva
Reformas en la educación, la vivienda y la sanidad pública; la situación en Escocia
EL NUEVO GOBIERNO
La principal prioridad tras la victoria en las elecciones de 1987 era contar con el equipo ministerial adecuado para introducir las reformas planteadas en nuestro programa electoral. La reordenación ministerial fue limitada: cinco ministros del anterior Gabinete abandonaron sus cargos, dos de ellos a petición propia.
El balance general del nuevo Gobierno dejaba claro que la «consolidación» no era mi opción preferida, ni antes ni después de las elecciones. John Biffen, que había sido el autor de ese eslogan tan poco inspirado, salió del Gabinete. En algunos aspectos esto representó una pérdida, ya que era un hombre que estaba de acuerdo conmigo en lo referente a Europa y tenía también buen instinto en el terreno de la economía, pero había llegado a preferir los comentarios a asumir la responsabilidad colectiva. Perdí a Norman Tebbit por razones que ya he explicado, pero Cecil Parkinson, un radical de mi línea de pensamiento, volvió a incorporarse al equipo ministerial como responsable de Energía. No hice cambio alguno en Educación, donde Ken Baker podía compensar con su imagen y su capacidad para la divulgación de nuestras ideas lo que le faltaba en atención a los detalles; ni en Medio Ambiente, donde Nick Ridley era evidentemente el hombre adecuado para poner en práctica las reformas en el campo de la vivienda que él mismo había concebido.
Estas dos áreas —enseñanza y vivienda— eran en las que nos proponíamos introducir cambios de mayor alcance. No obstante, no pasó mucho tiempo antes de que decidiera que era necesario efectuar también reformas importantes en el campo de la sanidad pública. John Moore, a quien había ascendido al cargo de secretario de Estado de Sanidad y Servicios Sociales, era otro radical ansioso por reestructurar el anquilosado sistema que había heredado. Así pues, el Gobierno no tardó mucho tiempo en verse embarcado en reformas sociales de un alcance aún mayor del que originalmente habíamos previsto.
ENFOQUE DE LA REFORMA EDUCATIVA
La base de la reforma educativa propuesta en nuestro programa electoral era la profunda insatisfacción (que compartía totalmente) existente respecto a la calidad de la educación en Gran Bretaña. Se habían introducido mejoras en la proporción profesores-alumnos e incrementos reales en las inversiones por niño, pero el aumento en el gasto público no había conseguido, en términos generales, mejorar su nivel. Un ejemplo clásico era el de las autoridades de la zona central de Londres para la educación (Inner London Education Authority, ILEA), organismo controlado por la izquierda: gastaba más por alumno que cualquier otra institución educativa, obteniendo a cambio algunos de los peores resultados en los exámenes. Se produjo un vigoroso debate en torno a la cuestión de cuáles eran exactamente las condiciones y la calidad que caracterizaban a los buenos colegios. Yo siempre había defendido las escuelas relativamente pequeñas frente a los centros grandes y deshumanizados. Creía también que había un número excesivo de profesores que eran menos competentes y mostraban más prejuicios ideológicos que sus predecesores. No confiaba en las nuevas técnicas pedagógicas «centradas en el niño», en el énfasis en la relación imaginativa más que en el aprendizaje de datos, ni en la tendencia moderna a desdibujar las fronteras de temas independientes fundiéndolos en entidades más amplias y menos definibles como las «humanidades». Sabía a través de padres, empresarios y de los propios alumnos, que había demasiada gente que abandonaba los estudios sin haber llegado a dominar conocimientos básicos como la lectura, la escritura y la aritmética. Con todo, no resultaría fácil mejorar la situación en los colegios. En teoría, una de las opciones posibles habría sido ir mucho más lejos en el camino de la centralización. De hecho, llegué a la conclusión de que tenía que existir cierto grado de consistencia en los planes de estudio, al menos en lo referente a las asignaturas básicas. El estado no podía permanecer indiferente respecto a lo que estudiaban los niños. Después de todo, se trataba de futuros ciudadanos y teníamos un deber para con ellos. Lo que es más, resultaba destructivo que los niños que pasaban de un centro a otro tuvieran que enfrentarse a cursos en los que prácticamente todo difería de aquello a lo que se habían acostumbrado. Junto con los planes a nivel nacional, debía existir un sistema reconocido por todos y controlado de modo fiable para poner a prueba, en diversas fases, el desarrollo escolar de los alumnos. Esta medida permitiría a los padres, los profesores, las autoridades locales y el Gobierno central saber qué era lo que iba bien y lo que iba mal y, en caso necesario, adoptar medidas para remediarlo. El hecho de que desde 1944 la única asignatura obligatoria en los planes de estudio del país hubiera sido la educación religiosa reflejaba una sana desconfianza ante la posibilidad de que el Estado empleara el control centralizado de la enseñanza como medio de propaganda, pero esto no constituía ya un riesgo real: la propaganda provenía de las autoridades locales, los profesores y los grupos de presión de la izquierda, no de nosotros. No obstante, nunca he creído que el Estado deba reglamentar cada detalle de lo que pasa en los centros escolares. Algunas personas sostenían que el sistema centralizado francés funcionaba pero, fuera o no así en Francia, semejante sistema no habría sido aceptado en Gran Bretaña. Aquí, incluso los objetivos educativos estrictamente limitados que propuse a nivel nacional fueron interpretados inmediatamente por los grupos de interés enmascarados en el campo de la enseñanza como una oportunidad para imponer su propio programa.
La otra posibilidad consistía en ir mucho más lejos en el camino de la descentralización, dando poder y capacidad de elección a los padres. Keith Joseph y yo siempre nos habíamos sentido atraídos por la idea del «vale de educación» (Education Voucher), un sistema que concedería a los padres una suma fija —tal vez tras considerar sus ingresos— para que pudieran buscar en los sectores público y privado el mejor colegio para sus hijos. Los argumentos en contra eran más políticos que prácticos. Gracias a la evaluación de ingresos era posible incluso reducir el coste en «peso muerto», es decir, la cantidad perdida por el erario público en forma de subsidios a aquellos padres que, de todos modos, habrían matriculado a sus hijos en colegios privados.
No obstante, Keith Joseph recomendó —y yo acepté— que no pusiésemos directamente en marcha un plan de este tipo. Tal y como se desarrollaron los acontecimientos logramos, a través de otras reformas educativas, materializar los objetivos de introducir la capacidad de elección y la variedad educativa por otras vías. A través del programa de plazas subvencionadas (assisted places) y del derecho a la elección de colegio por parte de los padres, introducidos en nuestra Carta de los padres (Parents’ Charter) de 1980, avanzamos hacia nuestro objetivo sin pronunciar siquiera la palabra «vale».
Con la Ley de Reforma Educativa (Education Reform Act) de 1988 avanzamos aún más en esa dirección. Introdujimos la matriculación abierta, que permitía que las escuelas más populares se expandieran hasta los límites de su capacidad física (juzgada, a grandes rasgos, por el número de niños matriculados en 1979). Esto amplió significativamente las opciones de los padres, impidiendo que las autoridades locales establecieran límites arbitrarios a los buenos colegios con el único fin de mantener llenos los centros impopulares. Un elemento esencial de estas mismas reformas fue la financiación per capita, que significaba que el dinero del Estado seguía al niño a cualquier colegio al que asistiera. Los padres votaban así por los diferentes colegios a través de sus hijos y éstos obtenían más recursos cuando ganaban alumnos. En estas circunstancias, los peores centros se verían obligados a mejorar sus servicios o a cerrar. A todos los efectos, habíamos ido tan lejos como era posible en la dirección del «vale para el sector público». Me hubiera gustado llegar aún más allá, y decidí que debíamos trabajar sobre las posibilidades de introducir un programa a gran escala. Insinué esto en mi discurso final ante la Conferencia del partido, pero no tuve tiempo para llevar la idea más lejos.
EL PLAN NACIONAL DE ESTUDIOS
Las características descentralizadoras de nuestra política —matriculación abierta, financiación per capita, escuelas de FP (City Technology Colleges), gestión local de las escuelas y, por encima de todo, los centros subvencionados no dependientes de las autoridades locales (grant maintained schools, GMS)— tuvieron un gran éxito. Por el contrario, el Plan Nacional de Estudios —la más importante de las medidas centralizadoras— pronto chocó con dificultades. Jamás imaginé que acabaríamos enfrentándonos a la burocracia y el marasmo de prescripciones que finalmente surgieron. Yo quería que el DES se concentrara en elaborar un plan básico de estudios para el inglés, las matemáticas y las ciencias, con exámenes sencillos que mostraran lo que habían aprendido los alumnos. Siempre me había parecido que un pequeño comité de buenos maestros debía ser capaz de aportar su experiencia conjunta y redactar una lista de temas y fuentes a cubrir sin demasiadas dificultades. Debía quedar el horizonte necesario para que cada profesor, individualmente, pudiera concentrarse con sus alumnos en los aspectos particulares de cada tema hacia los que él o ella sintiera un entusiasmo o interés especiales. No tenía el menor deseo de poner una camisa de fuerza a los buenos maestros. En cuanto a los exámenes, siempre he reconocido que ninguna prueba puntual del rendimiento de un niño, una clase o un colegio en un determinado día pudiera representar toda la verdad. Sin embargo, los exámenes constituían sin duda un mecanismo de verificación exterior independiente de lo que estaba ocurriendo. Tampoco creía que hubiera que rehuir el hecho de que algunos escolares aprenden más que otros. Por supuesto, no todos los niños tienen las mismas capacidades, y menos aún en todas las asignaturas, pero el propósito de las pruebas no era evaluar los méritos individuales, sino los conocimientos generales y la capacidad de aplicarlos. Desafortunadamente, mi filosofía resultó ser diferente de la de aquellos a quienes Ken Baker confió la elaboración del Plan Nacional de Estudios y la formulación de las pruebas que debían acompañarlo.
En julio de 1988 recibí los documentos sobre el Plan Nacional de Estudios para las matemáticas. Formaban una pequeña montaña. Sin duda, una complicada serie de «niveles», «objetivos» y «perfiles», basados en «tareas» que se suponía que debían realizar los niños, no era lo que los maestros necesitaban. Al comentar esto, subrayé la necesidad de una mayor claridad y sencillez y de un enfoque más práctico.
En octubre, leí el primer informe del grupo de trabajo para los estudios de inglés. También me pareció decepcionante —y por las mismas razones— que el anterior informe del Comité Kingman sobre la enseñanza de la lengua inglesa. Aunque en él se aceptaba que la asignatura debía existir, el tradicional estudio de la gramática y la memorización que, en mi opinión, eran vitales para ejercitar la memoria, no parecían gozar de favor alguno. Todo esto me resultaba insatisfactorio, pero el hecho de que muchos críticos consideraran que la orientación de estas recomendaciones era controvertida demostraba hasta qué punto se habían deteriorado las cosas en muchas aulas. Lo que es más, el informe final del grupo de trabajo sobre la lengua inglesa respondió a las críticas hechas al primer informe y, al menos, puso algo más de énfasis en la gramática y la ortografía.
En julio de 1989 el grupo de trabajo de historia presentó su informe provisional. Me quedé horrorizada. Ponía todo el énfasis en la interpretación y la indagación frente al contenido y el conocimiento. No se le otorgaba suficiente peso a la historia británica. No se ponía suficientemente énfasis en el carácter de la historia como estudio cronológico. Ken Baker era partidario de aceptar en líneas generales el informe y de pedir al presidente del grupo de trabajo que hiciera que los objetivos a alcanzar incluyeran de manera más clara el estudio de hechos concretos, así como que se incrementara el contenido en historia de Gran Bretaña. Pero desde mi punto de vista esto no era suficiente. Yo opinaba que el documento tenía muchas deficiencias y le dije a Ken que debían introducirse en él cambios importantes, no sólo modificaciones menores. En particular, quería que se introdujera un marco cronológico claro para todo el plan de estudios de historia. Por supuesto, la prueba definitiva sería el informe final.
Cuando llegó éste, en marzo de 1990, John MacGregor había entrado en Educación. Pensé que resultaría más eficaz que Ken Baker a la hora de controlar la puesta en práctica de nuestras propuestas para la reforma educativa, aunque sabía que no tenía el talento especial de Ken para divulgar nuestros objetivos entre el público. En esta ocasión, no obstante, John MacGregor se mostró mucho más inclinado a dar la bienvenida al informe de lo que yo había esperado. Bien es cierto que ahora daba más importancia a la historia británica, pero los objetivos que planteaba no incluían de modo específico el conocimiento de hechos históricos, lo que me pareció realmente asombroso. Por otra parte, el enfoque de algunos temas —por ejemplo, la historia de Gran Bretaña en el siglo XX— estaba demasiado orientado hacia cuestiones religiosas, sociales, culturales y estéticas, y no prestaba suficiente atención a los acontecimientos políticos. El Plan de Estudios de Historia era tan detallado que representaría un marco de trabajo excesivamente inflexible para los maestros. Planteé estas cuestiones en una reunión con John la tarde del lunes 19 de marzo. Él defendió las propuestas del informe, pero yo insistí en que no sería correcto imponer el tipo de enfoque que contenía. Habría que someterlo a consultas, pero de momento no se redactaría ninguna directiva.
Llegados a este punto me sentía totalmente exasperada por el modo en que las propuestas para el Plan Nacional de Estudios estaban alejándose de su objetivo original. Hice públicas mis reservas en una entrevista concedida a The Sunday Telegraph a comienzos de abril, en la que defendí los principios del Plan Nacional de Estudios, aunque criticando sus minuciosos preceptos —que por aquel entonces se habían convertido en su característica menos atractiva— en todo aquello que no fueran temas básicos. Mis comentarios fueron recibidos con consternación por el DES.
No había razón para que las propuestas sobre el plan y los exámenes se desarrollaran como lo hicieron. Ken Baker había prestado excesiva atención al DES, al HMI y a los teóricos progresistas de la educación en sus nombramientos y primeras decisiones, y una vez en marcha la máquina burocrática resultaba difícil ponerle freno. John MacGregor, a quien sometí a una presión constante, hizo lo que pudo. Introdujo cambios en el Plan de Estudios de Historia que reforzaban el papel de la historia británica y redujo en parte las imposiciones innecesarias. Insistió en que las ciencias podían enseñarse por separado, no como una única asignatura integrada. Estipuló que al menos un 30 por ciento del plan de estudios de la lengua inglesa debía ponerse a prueba por medio de exámenes escritos. Con todo, el sistema en su conjunto era muy diferente a lo que yo había imaginado originalmente. Cuando abandoné el cargo estaba convencida de que era necesario un nuevo impulso para simplificar el plan nacional de estudios y los exámenes.
LA SIGUIENTE OLEADA DE REFORMAS EDUCATIVAS
La política educativa era una de las áreas en las que tanto yo como mi equipo habíamos pensado introducir propuestas radicales —parte de las cuales pensábamos anunciar por adelantado, tal vez en la reunión del comité central en marzo de 1991— de cara al próximo manifiesto electoral. Brian Griffiths y yo nos concentrábamos en tres cuestiones cuando abandoné el cargo.
En primer lugar, era necesario desarrollar mucho más la opción de «escapar» al control de las Autoridades Locales de Educación (LEA). Autoricé a John MacGregor para que anunciara ante la conferencia del partido en octubre de 1990 la extensión a los centros de primaria del programa de centros de subvención directa. No obstante, tenía en mente opciones mucho más radicales. Brian Griffiths había preparado para mí un trabajo en el que examinaba la transferencia de muchos más colegios a la condición de GM y la de otros —que no estaban aún preparadas para asumir toda la responsabilidad— a la administración de fideicomisos especiales creados a tal efecto. Esencialmente, esto hubiera supuesto la supresión de muchos de los poderes de las autoridades locales, a las que se asignaría tan sólo un papel de control y asesoramiento, y a largo plazo tal vez ni siquiera eso. Habría sido una forma de reducir aún más el papel del Estado en el campo de la educación, lo que habría corregido algunos de los peores aspectos de la política educativa de posguerra.
En segundo lugar, era necesario mejorar radicalmente la formación de los profesores. Aunque yo raramente hacía cosas así, había enviado un memorándum personal a Ken Baker en noviembre de 1988 en el que le expresaba mis preocupaciones al respecto. Le decía que debíamos ir mucho más lejos en este terreno y solicitaba sus propuestas. Como telón de fondo estaba el hecho de que Keith Joseph había creado el Consejo para la Acreditación de la Formación de los Maestros (Council for the Accreditation of Teacher Education, CATE) en 1984, responsable de supervisar y aprobar los cursos de formación para profesores. Aún así, la situación prácticamente no había mejorado. Seguía sin ponerse suficiente énfasis en el conocimiento fáctico de las asignaturas que los profesores debían enseñar, el grado de experiencia en las aulas era insuficiente, y se hacía demasiado hincapié en los aspectos sociológicos y psicológicos de la enseñanza. Por ejemplo, los contenidos de uno de los cursos de la Politécnica de Brighton —aprobado por el CATE—, sobre el que nos ofreció detalles un alarmado simpatizante conservador, me resultaban casi imposibles de creer. Denominado «Contextos para el aprendizaje», se afirmaba que el curso capacitaba a los maestros para hacer frente a interrogantes tan fundamentales como «¿Hasta qué punto refuerzan los colegios los estereotipos sexuales?». Continuaba: «A los estudiantes se les incorpora entonces al debate entre los protagonistas [sic] de la educación y quienes defienden una educación antirracista». En mi opinión los «protagonistas» de la educación defendían una mejor causa.
Había que romper el monopolio de hecho que ejercitaban las instituciones dedicadas a la formación de profesores. Ken Baker desarrolló dos planes: el de los «maestros licenciados», para atraer a quienes desearan entrar en el campo de la enseñanza como segunda carrera, y el de los «maestros contratados», que era esencialmente un programa de aprendizaje «sobre la marcha» para graduados más jóvenes. Estas propuestas eran buenas, pero no había nada que garantizara que la influencia de estos nuevos profesores fuera suficiente para cambiar significativamente la ética de la profesión y elevar sus estándares. Por ello hice que Brian Griffiths se pusiera a trabajar sobre el problema de cómo aumentar su número: queríamos que al menos la mitad de los nuevos maestros procediera de estos planes u otros similares, frente a los procedentes de las instituciones encargadas de la formación de maestros.
La tercera cuestión sobre política educativa en la que estábamos trabajando afectaba a las universidades. Por medio de la presión financiera habíamos incrementado su eficacia administrativa e inducido su largamente esperada racionalización. Las universidades, que empezaban a desarrollar vínculos con las empresas, se estaban volviendo cada vez más emprendedoras. También habíamos introducido los préstamos a los estudiantes (que complementaban a las becas): estos harían que los alumnos discriminaran más a la hora de elegir sus asignaturas. Un desplazamiento del apoyo a las becas universitarias hacia el pago de los costes de matriculación llevaba en la misma dirección, produciendo una mayor sensibilidad hacia el mercado. Los límites impuestos a la seguridad de los cargos ocupados por el personal de la universidad también animaban a los profesores a dedicar mayor atención a satisfacer los requerimientos educativos que se les exigían. Todo esto fue objeto de una fuerte oposición política en el seno de las universidades. En parte era predecible que así fuera, pero no cabe duda de que otros críticos se sentían genuinamente preocupados por la futura autonomía e integridad académica de las universidades.
Me vi obligada a aceptar que estas personas tenían más razón de la que me hubiera gustado admitir. Me preocupó que muchos académicos distinguidos pensaran que el thatcherismo en la educación representaba una subordinación filistea del conocimiento a los requerimientos inmediatos de la formación universitaria. Desde luego aquello no entraba en mi forma de ver el thatcherismo[51]. Antes de que yo abandonara el cargo, Brian Griffiths, animado por mí, había empezado a trabajar sobre un plan para dotar a las principales universidades de mucha más independencia. Se trataba de darles la opción a «escapar» de las normas financieras del Tesoro y acumular y conservar su propio capital, manteniendo la propiedad de sus activos en forma de fideicomiso. Esto habría representado una descentralización radical de todo el sistema.
PASOS ULTERIORES EN LA POLÍTICA DE VIVIENDA
Desde la primavera de 1988, Peter Walker había venido defendiendo en Gales un plan, al que había bautizado con el nombre de «flexi-propiedad», por medio del cual los inquilinos del sector público que no podían ejercitar el «derecho de compra» —incluso con los grandes descuentos disponibles— podían adquirir «acciones» sobre sus casas, que irían acumulándose con el paso del tiempo, y cuyo valor se iría actualizando con arreglo a las variaciones de precio de las viviendas a nivel local. Inicialmente, tuve dudas acerca de esta idea a diferentes niveles. Desde el punto de vista financiero, porque la gente podría optar por recurrir a esta alternativa en lugar de al «derecho a la compra», y las ventas y los ingresos disminuirían. Desde el punto de vista político, porque aquéllos que habían ejercitado ya su derecho a la compra y habían realizado los correspondientes sacrificios podían sentirse agraviados. Tanto Medio Ambiente como Hacienda estaban decididamente en contra. En Escocia se había desarrollado asimismo otra variante de esta misma idea llamada «rentas para hipotecas» (Rents to Mortgages). En este proyecto, el pago de los alquileres —descontada una determinada suma para reparaciones y mantenimiento— se convertiría en amortizaciones hipotecarias.
Discutimos las posibilidades de ambos planes durante el verano y el otoño de 1988. El caso escocés era diferente del de Gales ya que, como explicaré más adelante, el número de viviendas en propiedad era mucho menor. Otra diferencia consistía en que, por mediación de Scottish Homes, el Gobierno era uno de los principales caseros de Escocia, lo que hacía innecesaria la introducción de una legislación nueva. Fue por ello por lo que acepté que se llevara a cabo un experimento siguiendo estas líneas en Escocia, mientras que decidí esperar en el caso de Gales.
El siempre ingenioso Peter Walker utilizó bien su talento. Desarrolló un proyecto similar para Gales, que operaría a través de la Junta de Desarrollo Rural de Gales (Development Board for Rural Wales) de Newtown Powys. Medio Ambiente y Hacienda seguían oponiéndose sobre la base de que, en última instancia, la idea no podría circunscribirse a Gales y, caso de aplicarse en Inglaterra, se perderían sustanciales ingresos procedentes de las ventas por «derecho de compra». Sin embargo, yo era consciente de sus atractivos políticos. Era un proyecto razonablemente modesto y, en cualquier caso, era una idea de Peter Walker y en mi opinión había que permitirle seguir adelante. Le autoricé a hacerlo a finales de junio de 1989. Con todo, el problema más preocupante por aquellas fechas era la carencia de viviendas. Hay que decir de inmediato que las cifras alarmantemente elevadas de «personas sin hogar» no reflejaban por definición el número de personas que carecían de un techo que las cubriera. Más bien, las cifras publicadas describían el número de personas —pertenecientes a determinados «grupos de prioridad» definidos por la Administración— aceptadas para la asignación de viviendas. En otras palabras, lejos de carecer de hogar, disponían de viviendas suministradas por las autoridades locales. Por triste que resultaran algunos de estos casos, el problema que preocupaba a la opinión pública —y también a mí— era el creciente número de personas (especialmente gente joven) que dormían al raso en las calles de Londres y otras grandes ciudades, a quienes se aplicaría mejor la definición de «sin techo». Aunque sin duda era cierto que las plazas de los albergues de «acceso directo» —por oposición a los albergues tradicionales, de mayor tamaño— eran insuficientes y que la disponibilidad de alojamientos privados en alquiler había disminuido debido al control de los alquileres, éste era esencialmente un problema más amplio de política social, no de política de la vivienda. Tampoco puede afirmarse que los problemas de conducta se resuelvan por medio de ladrillos y cemento. No estaba dispuesta a respaldar cambios en las prestaciones de la seguridad social para los menores de 25 años como los sugeridos por Tony Newton y el departamento de Seguridad Social. Me parecía vital que no multiplicáramos el atractivo para los jóvenes, ya excesivamente evidente, de la gran ciudad. Queríamos que volvieran con sus familias, no que se quedaran en Londres viviendo de los subsidios. Pedí al departamento de Medio Ambiente que solicitara la ayuda de las organizaciones de voluntarios para ver qué podían aportar ellas en lugar del Estado. También estaba convencida de que había demasiada gente con problemas —que debía haber sido ingresada en instituciones y había escapado a las medidas de protección de los Gobiernos central y locales— que se encontraba sin ningún lugar a dónde ir.
En noviembre de 1989, Chris Patten anunció un paquete de medidas en el que se asignaban 250 millones de libras en dos años a Londres y el Sureste, las áreas con mayores problemas, así como otras ayudas para mejorar la gestión de propiedades vacías por parte de los ayuntamientos y las asociaciones para la vivienda. No obstante, yo insistía en que, al margen de lo que hiciera el Gobierno para ayudar, debía haber un palo además de una zanahoria. No se puede permitir que multitudes de hombres borrachos, sucios, y a menudo violentos y agresivos, conviertan las zonas céntricas de la capital en lugares inaccesibles para los ciudadanos normales. La policía debía dispersarlas e impedir su regreso una vez que quedara claro que había alojamientos disponibles. Desafortunadamente, existía la tendencia, persistente en los círculos educados, a considerar a todos los «sin techo» víctimas de la clase media social, en lugar de considerar a la sociedad de clase media víctima de los «sin techo».
A finales de julio de 1990 pedí a Chris Patten y Michael Spicer, ministro de la Vivienda, que vinieran a discutir conmigo el conjunto de nuestra política de vivienda, tanto en lo referente a nuestra actitud frente a las iniciativas existentes como en lo referente a la dirección en que debíamos encaminarnos. Señalé tres áreas específicas de debate: qué hacer para mejorar el estado de las propiedades de los ayuntamientos; extender o no la «flexi-propiedad» (o los «alquileres para hipotecas») a Inglaterra; y la elaboración de un calendario para retirar de la calle a las personas «sin techo», suministrándoles un alojamiento decente. En septiembre, Chris Patten me entregó un documento en el que había plasmado sus últimas ideas. Me resultó de inmediato evidente que había algunas diferencias importantes entre su enfoque —o para ser más precisos el de Medio Ambiente— y el mío. Esto quedó confirmado cuando aquel mismo mes volvieron a visitarme Michael Spicer y él.
La ampliación del número de viviendas en propiedad había sido uno de los mayores éxitos del Gobierno a lo largo de la última década. Había aumentado (en Inglaterra) de un 57 a un 68 por ciento del parque total de viviendas. Las ventas basadas en el «derecho de compra» seguían siendo de alrededor de 80.000 al año. Las autoridades locales prácticamente habían dejado de construir casas nuevas y se concentraban en la renovación de las antiguas, tendencia que se vería acelerada por el nuevo sistema de financiación. Nueve ayuntamientos habían transferido la totalidad o parte de su parque a asociaciones para la vivienda, aunque no en las principales áreas urbanas. Lo que estaba claro, no obstante, era que para el departamento de Medio Ambiente esto planteaba más problemas de los que resolvía. Desde su punto de vista —que jamás parecía alterarse— había una «escasez de viviendas» que hacía necesario que el sector público construyera casas nuevas a bajo precio para hacer frente a la «demanda» de un creciente número de familias. Por consiguiente, consideraba indeseables las medidas para aumentar el número de viviendas en propiedad —como la propuesta de la «flexi-propiedad», que resultaría particularmente atractiva para las familias más pobres— ya que reducirían la disponibilidad de viviendas municipales baratas en alquiler. Este análisis no parecía asumir que la venta de una casa a su inquilino reduce, junto con la oferta, la demanda de viviendas en alquiler, y que un mayor número de viviendas en propiedad —incluso una propiedad parcial con un número limitado de «acciones»— convertiría incluso los edificios en mal estado en lugares mucho más tolerables para sus habitantes, ya que el orgullo de ser propietarios mejoraría el vecindario. Lo que era más grave, asumía también que la «demanda» de viviendas era finita, lo que no era cierto si éstas eran subvencionadas. De hecho, estaban actuando ya incentivos perversos, que favorecían la descomposición de las grandes familias y la formación de unidades más pequeñas, por ejemplo en el tratamiento de las necesidades de vivienda de las mujeres solteras embarazadas. Analizar la demanda y la oferta sin considerar el efecto del precio es una fórmula perfecta para que fracase cualquier política.
La otra diferencia entre nuestros análisis se encontraba en los distintos puntos de vista que manteníamos sobre del papel de las autoridades locales. Medio Ambiente consideraba que el principal impulso de la renovación debía proceder de una ampliación del programa de «Acción inmobiliaria» (Estate Action) —que operaba a través de las autoridades locales— por el cual se asignaba dinero para la mejora de las propiedades en peor estado. Tomados individualmente, muchos de estos programas eran consistentes e imaginativos. De hecho, yo iba incluso más allá que el Ministerio del Medio Ambiente en la opinión de que el diseño de las casas era crucial para su éxito y para reducir la criminalidad. Era una gran admiradora del trabajo realizado por Alice Coleman en este terreno y la había nombrado consejera del Ministerio del Medio Ambiente, muy para la contrariedad de éste. En lo que no estaba de acuerdo era en que las autoridades locales debieran ser los principales agentes de la mejora. Mi equipo político estaba trabajando en una interesante vía alternativa que habría puesto en marcha una nueva QUANGO (organización no gubernamental cuasi autónoma) —a prudente distancia de Medio Ambiente y no confabulado con las autoridades locales— para respaldar unos consorcios comunitarios para la vivienda. Se trataba de un programa a través del cual pensábamos que podrían combinarse las inversiones públicas y privadas para mejorar la infraestructura de la propiedad y otorgar a los residentes una participación en sus hogares. Según el proyecto, estas propiedades serían gestionadas por una empresa privada. Así pues, constituía una vía diferente hacia el objetivo para el que se habían creado los HAT, pero esta vez la iniciativa privada se incorporaba desde el principio y se otorgaba a los residentes un interés financiero directo en su éxito.
La discusión de septiembre de 1990 con Chris Patten y Michael Spicer no fue especialmente alentadora. Michael estaba muy interesado en concentrarse en nuevas medidas para revivir el sector del alquiler privado. Yo estaba de acuerdo con él en esto, pero en mi opinión era más importante a corto plazo hacer frente a los problemas de las viviendas del sector público. Sospecho que Chris opinaba que el mejor modo de hacerlo era simplemente construir más viviendas públicas. En cualquier caso, parecía satisfecho con trabajar en el marco actual, dominado por las autoridades locales. Tras la reunión, mantuve una discusión con mis consejeros y redacté una nota personal para Chris Patten en la que le comunicaba mi decepción. Añadía:
No estoy convencida de que estemos siendo lo suficientemente audaces en el desarrollo de iniciativas políticas a corto plazo que resulten prometedoras y prácticas; tampoco hemos explorado aún con la necesaria meticulosidad y perspectiva todo el abanico de opciones para la implantación de políticas a más largo plazo.
Subrayaba de forma especial la importancia de ampliar el número de viviendas en propiedad por medio de los planes de «derecho a la compra», los «alquileres para hipotecas» y la recuperación de viviendas, suministrando a la gente el dinero necesario para renovar y, finalmente adquirir, propiedades abandonadas. Me reafirmé en mi deseo de que las autoridades locales dejaran de ser gestoras y propietarias de las viviendas. Para mí estaba claro que debíamos volver al estilo fundamental de pensamiento político que Nick Ridley —que no formaba ya parte del Gobierno— había aportado en su día. También le decía que tenía intención de convocar a una serie de expertos y empresarios para hablar sobre todos estos temas en una cena a la que, por supuesto, Chris debía asistir; pero antes de llevar a cabo la reunión había abandonado ya el Número 10. La inercia de Medio Ambiente le había concedido la victoria.
LA REFORMA DE LA SANIDAD PÚBLICA (NHS)
La vivienda, como la educación, se encontraba en los primeros puestos de la lista de reformas en 1989, pero había reservado la sanidad para un estudio más detallado. En mi opinión, el NHS era un servicio del que podíamos sentirnos auténticamente orgullosos. Ofrecía una atención sanitaria de alta calidad —especialmente en el caso de las enfermedades agudas— a un precio razonablemente moderado, al menos comparado con otros sistemas basados en los seguros. Con todo, había grandes diferencias, a priori injustificables, entre el rendimiento obtenido en las distintas áreas. Por consiguiente, era mucho más reticente a plantear cambios fundamentales en este caso que en el de los colegios del país. Aunque deseaba que el sector sanitario privado floreciera junto a la sanidad pública, siempre he considerado que el Servicio Nacional de Salud y sus principios básicos eran un elemento inmutable de nuestros planteamientos políticos. Así pues, si bien no sentía la menor obligación de defender el rendimiento de nuestros colegios cuando eran criticados, salpicaba mis discursos y entrevistas de cifras sobre a la incorporación de nuevos doctores, dentistas y comadronas, pacientes tratados, intervenciones realizadas y construcción de nuevos hospitales. Pensaba que sobre la base de este historial nos debía ser posible defender nuestra posición.
Algunas de las dificultades políticas a las que nos enfrentamos en el campo de la sanidad pública eran atribuibles a la explotación de casos límite por parte de los políticos de la oposición y la prensa; aunque, por supuesto, eso no era todo. Era inevitable que existiera una demanda potencialmente ilimitada de atención sanitaria (en el sentido más amplio) en la medida en que fuera suministrada gratuitamente. El número de personas de edad —el grupo que mayor uso hace del NHS— iba en aumento, lo que incrementaba aún más la presión. Los adelantos en el campo de la medicina abrían la posibilidad —y la demanda— de nuevos tratamientos, a menudo onerosos.
La sanidad pública carecía, en diversos aspectos significativos, de los indicadores económicos adecuados para hacer frente a estas presiones. Su personal mostraba, sin duda, una gran dedicación; lo que no mostraba era ser consciente de los costes en los que incurría. De hecho, no había razón alguna por la que los doctores, las enfermeras o los pacientes debieran formar parte de un sistema monolítico suministrado por el Estado. Lo que es más, aunque las personas gravemente enfermas normalmente podían confiar en obtener un tratamiento de primera clase, en otros aspectos existía poca receptividad hacia las preferencias y conveniencias de los pacientes.
Si hubiera sido necesario recrear el NHS partiendo de cero, yo habría dejado margen para un sector privado de mayor peso —tanto en lo tocante a los médicos de medicina general (GP) como a los hospitales— y habría estudiado mucho más detalladamente la posibilidad de obtener fuentes adicionales de financiación aparte de los impuestos. No obstante, no nos enfrentábamos a una pizarra en blanco. El NHS era una organización gigantesca que inspiraba al menos tanto afecto como exasperación, sus servicios de urgencias reconfortaban incluso a aquellos que esperaban no necesitarlos nunca, y su estructura básica, en opinión de la mayor parte del público, era adecuada. Ninguna reforma que pudiera contemplarse debía minar la confianza de los ciudadanos en la sanidad pública.
Mantuve varias discusiones de gran calado sobre el futuro de la sanidad pública con Norman Fowler, por aquel entonces secretario de Estado del DHSS, durante el verano y el otoño de 1986. Eran tiempos de renovado interés sobre los aspectos económicos de la atención sanitaria. El doctor Alain Enthoven, de la Universidad de Stanford, había avanzado ideas sobre la creación de un mercado interno en el seno del NHS a través del cual se aplicaría la disciplina de mercado, si bien no la de un mercado libre a gran escala. Algunos de los grupos de estudio estaban puliendo estos conceptos, por lo que había mucho de qué hablar. Norman aportó un estudio que discutí con él y con otros a finales de enero de 1987. El objetivo de la reforma, que incluso entonces considerábamos central, era avanzar hacia un nuevo mecanismo de asignación de fondos en el seno del NHS con el fin de que los hospitales que trataran a más pacientes recibieran mayores ingresos. También era necesario establecer una conexión más íntima y clara entre la demanda de atención sanitaria, su coste y la forma de pago. Discutimos la posibilidad de financiar el NHS por medio de un «bono sanitario» en lugar de a través de los impuestos. No obstante, estos debates eran muy teóricos; en mi opinión no estábamos aún en posición de plantear propuestas significativas de cara a nuestro manifiesto. Ni siquiera estaba segura de que pudiéramos hacerlo en las primeras fases del nuevo Parlamento. Incluso la posibilidad de recurrir a una Comisión Real —recurso que normalmente no me hubiera atraído, pero que había sido utilizado por el anterior Gobierno laborista para el estudio de la sanidad pública— tenía para mí cierto atractivo.
Norman Fowler era mucho más competente a la hora de defender públicamente el NHS de lo que lo hubiera sido reformándolo, pero su sucesor, John Moore, estaba muy interesado en efectuar una revisión a fondo del servicio. John y yo habíamos discutido el tema en términos generales por primera vez a finales de julio de 1987. En aquel momento, yo aún deseaba que se concentrara en obtener un mejor rendimiento económico del sistema existente. Sin embargo, al ir transcurriendo el año, también para mí empezó a resultar patente que era necesaria una revisión profunda a largo plazo. Durante el invierno de 1987-1988, la prensa empezó a publicar a diario historias de horror sobre el NHS. Solicité del DHSS que me enviara una nota explicándome donde estaba yendo a parar todo el dinero extra que le había proporcionado el Gobierno. En su lugar, recibí un informe sobre las presiones suplementarias a las que se enfrentaba el NHS —lo que no era en absoluto la misma cosa—. Contesté que el DHSS debía hacer un esfuerzo por responder rápidamente a los ataques contra el historial y el rendimiento del servicio. Después de todo, habíamos incrementado en un 40 por ciento los gastos reales en la sanidad pública en menos de una década.
Pero la presión para asignar más fondos a la sanidad pública empezó a resultar prácticamente irresistible. Muchas de las autoridades sanitarias de distrito (DHA)[52], que dirigían los hospitales, gastaban en exceso durante la primera mitad del año y después se veían obligadas a recortar los gastos cerrando pabellones y posponiendo operaciones. Inmediatamente nos echaban la culpa a nosotros, haciendo públicos los tristes casos de los pacientes cuyas intervenciones habían sido aplazadas o, por emplear la macabra frase que utilizaban los médicos, «ondeando mortajas». El NHS parecía haberse convertido en un abismo financiero sin fondo. Si había que aportar más fondos estaba decidida a que, al menos, fuera con condiciones, y la mejor forma de dar cuerpo a esas condiciones era hacer que adoptaran la forma de una revisión a gran escala del NHS.
Desgraciadamente, hubo un retraso antes de que llegáramos siquiera a decidir que se llevaría a cabo la revisión. John Moore cayó gravemente enfermo de neumonía en noviembre, y casi se desmayó durante una reunión en el Número 10. Con su característica gallardía, insistió en volver al trabajo en cuanto estuvo en condiciones para hacerlo; en mi opinión, fue demasiado pronto. Al no estar totalmente recuperado, no pudo dedicar suficiente energía al complejo y arduo proceso de reforma y tuvo varias intervenciones en la Cámara de los Comunes que no estuvieron a la altura de su capacidad. Lo trágico de todo esto es que sus ideas para la reforma eran, en términos generales, las correctas. De hecho se hizo acreedor a mucho mayor crédito por el paquete final de medidas que el que jamás se le ha otorgado.
Tomé la decisión definitiva de proceder a una revisión de la sanidad a finales de enero de 1988. Con este fin, crearíamos un grupo ministerial que yo presidiría. Dejé bien claro desde el principio que la atención médica debía seguir estando a disposición de todos aquellos que la necesitaran y que debía seguir siendo gratuita allá donde se prestara. El objetivo de la revisión era reformar la estructura administrativa del NHS para convertir las buenas intenciones en mejores resultados. Con esto en mente, establecí cuatro principios que debían informar su trabajo. En primer lugar, debía haber un alto nivel de asistencia médica disponible para todas las personas, al margen de sus ingresos. En segundo lugar, las disposiciones acordadas debían orientarse a ofrecer a los usuarios de los servicios sanitarios, tanto en el sector público como en el privado, el mayor número posible de opciones. En tercer lugar, todo cambio introducido debía conducir a una mejora real de la atención sanitaria, no simplemente a un aumento de los ingresos de quienes trabajan en la sanidad pública. En cuarto lugar, la responsabilidad, tanto respecto a las decisiones médicas como a los presupuestos, debía ejercerse en el nivel más bajo y próximo al paciente posible.
Por lo que se refiere a su solidez intelectual, los documentos elaborados constituían una relación de prácticamente todas las ideas brillantes concebibles para la reforma, y contenían, si mal no recuerdo, alrededor de dieciocho propuestas. Pero en el informe de John Moore, las posibilidades más realistas se reducían, en última instancia, a dos enfoques amplios. Por una parte, podíamos intentar reformar el mecanismo de financiación del NHS, tal vez sustituyendo el sistema existente, basado en los impuestos, por algún tipo de seguro o, menos radicalmente, ofreciendo incentivos fiscales a las personas que desearan suscribir un seguro privado. Existían varios modelos posibles. Por otra parte podíamos concentrarnos en la reforma de la estructura del NHS, dejando más o menos inalterado su sistema de financiación. También podíamos intentar combinar ambos tipos de cambios.
Decidí muy pronto que debíamos poner todo el énfasis en alterar la estructura de la sanidad pública, y no su financiación. Sin duda, la idea de financiar el NHS por medio de un seguro nacional o un impuesto especial tenía su atractivo, ya que habría hecho consciente al público del verdadero coste de la atención sanitaria y, en algunos modelos, le hubiera dado la opción de contratar ciertos servicios del Estado si así lo deseaba. En las primeras fases, tanto John Moore como el DHSS estaban muy a favor de este modelo, por la razón nada misteriosa de que habría asegurado al departamento unos ingresos sustanciosos, estables y crecientes. Lo que sí constituía un misterio, no obstante, era por qué Hacienda parecía mostrar inicialmente simpatía hacia este enfoque. Si descartamos, tal vez injustamente, una curiosidad intelectual genuinamente desinteresada, los motivos del Tesoro probablemente fueran buscar una alianza con el DHSS con el fin de hacerse con el control de la revisión y poner freno a cualquier enfoque radical que desaprobara. Más adelante, podría renunciar a su aparente respaldo al impuesto especial, que, de hecho, fue lo que hizo uno o dos meses después de iniciarse los trabajos. Durante el verano decidimos que todo estudio ulterior en el campo de las finanzas debía centrarse en la posibilidad de ofrecer incentivos fiscales para las cuotas de los seguros sanitarios privados pagados por los enfermos, así como para favorecer la creación de programas de seguros en las empresas[53].
En el otro lado de la ecuación —la reforma de la estructura del NHS— había dos opciones que parecían especialmente atractivas. La primera era la posibilidad de establecer unos «fondos sanitarios locales» (Local Health Funds, LHF). Estos eran, esencialmente, una variante de las Organizaciones de mantenimiento de la salud (Health Maintenance Organizations) norteamericanas. El público tendría la opción de elegir a qué LHF apuntarse. Este recurso ofrecería servicios de atención sanitaria de amplio espectro a sus suscriptores, bien por medio del propio LHF, o contratándolos a otros LHF o proveedores independientes. La ventaja de este sistema —que también se atribuía a las HMO norteamericanas— era que contaba con incentivos intrínsecos en favor de la eficacia, y por consiguiente en favor del control de los costes que, en caso contrario, habrían aumentado como lo habían hecho en algunos sistemas de seguros médicos. Lo que no estaba tan claro era si, siendo organismos del sector público, tendrían alguna ventaja evidente sobre una estructura reformada de autoridades sanitarias de distrito. Así pues, me quedé impresionada ante una sugerencia incluida en el trabajo de John. Proponía el autogobierno de los hospitales del NHS y su independencia de las DHA. Esta era una propuesta —un tanto más ambiciosa que la que finalmente adoptamos— por la cual todos los hospitales serían contratados (tal vez con limitadas excepciones), individualmente o en grupo, a través de organizaciones de beneficencia, o privatizados, comprados, o tal vez arrendados a empresas creadas por su propio personal. Esto aliviaría el control centralizado, excesivamente rígido, del servicio hospitalario e introduciría una mayor diversidad en la oferta de atención sanitaria. Lo que era aún más importante, establecería una clara distinción entre compradores y proveedores. Las DHA dejarían de participar en la provisión de atención sanitaria y se convertirían en compradoras, contratando con los hospitales más eficientes el suministro de esta atención a los pacientes.
Esta distinción comprador/proveedor tenía como objetivo eliminar los rasgos más negativos del sistema existente: la falta de incentivos para mejorar el rendimiento e incluso de información básica. La crudeza de este sistema queda clara cuando uno se da cuenta de que por aquel entonces no existía virtualmente información alguna acerca de los costes incurridos el seno del NHS. Habíamos empezado ya a remediar esto, pero cuando durante una reunión pregunté al DHSS cuanto tiempo tardaríamos en disponer de un flujo de información totalmente operativo y me contestaron que seis años, exploté involuntariamente: «¡Santo Cielo! ¡Ganamos la Segunda Guerra Mundial en seis años!».
Dentro del NHS el dinero se asignaba de las regiones a los distritos, y a continuación a los hospitales, por medio de complejas fórmulas basadas en mediciones teóricas de sus respectivas necesidades. Los hospitales que atendían a más pacientes no recibían más dinero por hacerlo; de hecho, era más frecuente que sus gastos fueran superiores a su presupuesto y se vieran obligados a recortar sus servicios. El mecanismo financiero para el reembolso a las DHA cuando asistían a pacientes de otras áreas consistía en ajustar sus asignaciones de gasto futuro varios años después, un sistema con una capacidad de respuesta irremediablemente limitada. Si las DHA actuaran como compradoras, el dinero seguiría al paciente, y los gastos generados por los enfermos de un área tratados en otra serían pagados inmediatamente. Los hospitales que atendieran a más pacientes generarían mayores ingresos y así mejorarían sus servicios, en lugar de verse obligados a recortar gastos. La competencia resultante entre hospitales —tanto en el seno del NHS como entre los sectores público y privado— aumentaría la eficacia de éstos y beneficiaría a los pacientes. Organicé dos seminarios sobre el NHS en Chequers —uno en marzo con doctores y el otro en abril con administradores— para informarme más a fondo. Seguidamente, en mayo, comenzamos nuestra siguiente ronda de discusiones sobre los trabajos realizados por John Moore y Nigel Lawson.
Nigel adoptó una actitud crítica hacia las ideas de John Moore. A estas alturas el Tesoro estaba muy alarmado por la posibilidad de que la ampliación de la estructura existente del NHS pudiera llevar a un importante aumento del gasto público. A pesar del aparente interés anterior del Tesoro en la idea de un «mercado interno», a finales de mayo Nigel me envió un documento en el que cuestionaba la orientación de nuestras ideas. John Major continuó el ataque con una propuesta en favor de un sistema de «recortes por arriba», por medio del cual el sistema existente para asignar fondos a las autoridades sanitarias seguiría en vigor, pero el elemento extra aportado para el crecimiento del presupuesto anual de la sanidad sería retenido («recortado por arriba») y asignado por separado a los hospitales que cumplieran los objetivos de rendimiento establecidos desde el centro. Esto se presentó como una forma más práctica e inmediata de lograr el objetivo de que «el dinero siguiera al paciente». Por supuesto, no se trataba de nada semejante. En relación con el presupuesto global de los hospitales, la cantidad de dinero aportada como recompensa al rendimiento habría sido muy pequeña. En el mejor de los casos el control central sobre el servicio de los hospitales habría aumentado. Y no habría habido el más mínimo intento de separar a los compradores de los proveedores —al menos, a corto plazo— ni, por consiguiente, ningún mecanismo real para hacer que el dinero siguiera al paciente. En pocas palabras, aquello era una argucia característica del erario público para reafirmar su control centralizado del gasto, enmascarándolo en forma de una ampliación de las opciones del consumidor.
A la vista de esta oposición, John Moore no defendió su enfoque con excesiva energía y también yo empecé a preguntarme si realmente había sido estudiado a fondo. Tuvimos una reunión particularmente difícil el miércoles 25 de mayo, en la que llegamos a la conclusión de encargar ulteriores trabajos sobre el «recorte por arriba». Mientras tanto, Hacienda no se salió totalmente con la suya. Pedí que me preparara un informe sobre la posibilidad de nuevos incentivos fiscales para el sector privado, una idea a la que Nigel se oponía ferozmente.
En principio, yo no tenía objeción alguna al planteamiento evolutivo de la introducción del autogobierno en los hospitales. Disponíamos ya de un modelo en nuestras reformas educativas: los hospitales podían optar por salirse del control de las DHA, aún permaneciendo en el seno del NHS, del mismo modo que los colegios subvencionados podían optar por escapar al control de las autoridades locales, aún permaneciendo en el sector público. Desconfiaba de la distinción que empezaba a surgir entre cambios a corto y a largo plazo. Me preocupaba la lentitud con la que se estaba desarrollando la revisión del sistema y opinaba que estábamos alejándonos del buen camino.
A finales de julio de 1988 tomé la difícil decisión de sustituir a John Moore. Aproveché la oportunidad para dividir el mastodóntico DHSS en dos departamentos, el de Sanidad y el de Seguridad Social, dejando a John a cargo del segundo e incorporando a Ken Clarke como secretario de Sanidad. No cabe duda de que John había efectuado una importante aportación. La idea de que el dinero debía seguir al paciente, la distinción entre compradores y proveedores y el concepto de autogobierno de los hospitales emergieron durante su período como secretario de Estado. También había presionado mucho en favor de los incentivos fiscales, lo que Ken Clarke no habría hecho. Como demostraría durante el breve período que fue mi secretario de Estado para la Educación (cuando descartó públicamente mi defensa de los «vales» para la educación), Ken Clarke era un firme creyente en el papel del Estado. Cualesquiera que fueran las diferencias filosóficas entre nosotros, el nombramiento de Ken resultó útil. Su llegada al Departamento de Sanidad supuso sin duda una contribución a nuestras deliberaciones. Era un ministro extremadamente eficaz, duro a la hora de hacer frente a los intereses ocultos y los sindicatos, directo y persuasivo en su divulgación de la política del Gobierno.
Ken Clarke revivió la idea que había venido planteando mi equipo político: que a los especialistas de medicina general deberían asignárseles presupuestos. En la versión de Ken, los médicos de medicina general dispondrían así de dinero para comprar a los hospitales «servicios electivos especializados», intervenciones quirúrgicas sin riesgo para la vida, como la implantación de prótesis de caderas y las operaciones de cataratas. Existían servicios en los cuales el paciente disponía (al menos, en teoría) de cierta capacidad de elección en cuanto a fecha, lugar y especialista, y para los cuales los responsables de medicina general podían hacer sus recomendaciones a la hora de elegir entre proveedores del sector público y privado. Este enfoque tenía una serie de ventajas: acercaría más al paciente la elección de los servicios y haría que los médicos respondieran mejor a sus deseos. Mantendría la libertad tradicional de la que gozaban éstos para decidir a qué hospitales y especialistas deseaban enviar a sus pacientes. También mejoraría las perspectivas de los hospitales que hubieran optado por abandonar el control de las DHA y autogobernarse: en caso contrario, era extremadamente probable que las autoridades sanitarias de distrito, al ser las únicas compradoras, discriminaran a todos aquellos hospitales que hubieran optado por rehuir su control.
Al llegar el otoño de 1988 tenía ya claro que el movimiento hacia el autogobierno de los hospitales y la asignación de presupuestos a los especialistas de medicina general, la distinción comprador/proveedor, en las que las DHA serían compradoras, y la vinculación entre el dinero y el paciente eran los pilares que permitirían una futura transformación del NHS. Eran el medio para ofrecer tratamientos mejores y más eficaces en términos de su coste.
Por entonces se había trabajado ya mucho sobre el tema del autogobierno de los hospitales. Como había ocurrido con nuestras reformas en el campo de la educación, deseábamos que todos los hospitales ejercitaran una mayor responsabilidad sobre sus propios asuntos, y que los que hubieran optado por el autogobierno fueran virtualmente independientes en el seno del NHS. Quería ser testigo de la implantación de un procedimiento lo más simple posible para que los hospitales modificaran su situación y se convirtieran en independientes. También debían ser propietarios de sus propios activos, aunque estaba de acuerdo con el Tesoro en que había que establecer límites globales a los préstamos que les fueran otorgados. También era importante que el sistema se pusiera en marcha rápidamente, y que dispusiéramos de un número significativo de hospitales independientes para las siguientes elecciones. Al llegar diciembre estábamos ya en posición de empezar a comentar el primer borrador del Libro Blanco, en el que plantearíamos nuestras propuestas. En enero de 1989 discutimos propuestas para dotar al NHS de una estructura de gestión apropiada. Más tarde, a finales de mes, tras la vigesimocuarta reunión ministerial que había presidido sobre el tema, se publicó finalmente el Libro Blanco.
A partir de entonces, la provisión y financiación de la atención sanitaria habían de quedar separadas, y el dinero debía seguir al paciente. El viejo sistema de financiación por el RAWP (Resource Allocation Working Party), excesivamente complejo y distorsionador, sería suprimido y sustituido por un nuevo sistema, basado en la población y compensado con arreglo a criterios de edad y salud, e incluiría algunas medidas especiales para Londres, que tenía sus propios problemas. Los hospitales serían libres de optar por rehuir el control de las autoridades sanitarias de distrito para convertirse en fideicomisos independientes, financiados por medio de los impuestos y libres para establecer los salarios y condiciones de trabajo de su personal, así como para vender sus servicios en los sectores público y privado. Los médicos de medicina general con grandes consultas dispondrían de la oportunidad de tener sus propios presupuestos en el NHS. Las competencias de la Comisión de Auditorías (Audit Commission), un organismo independiente, se ampliarían para incluir al NHS. Habría incentivos fiscales sobre las cuotas pagadas a seguros médicos privados para los mayores de sesenta años. En todo el sistema sanitario se otorgarían mayores poderes a la dirección de los hospitales locales.
Cada una a su modo, las reformas del Libro Blanco llevarían a un cambio fundamental en la cultura del NHS en beneficio de los pacientes, los contribuyentes y los trabajadores del sector de la sanidad. Cuando abandoné el cargo los resultados empezaban ya a percibirse. Cincuenta y siete hospitales estaban inmersos en el proceso de convertirse en fideicomisos. Lo que es más, el clima político estaba cambiando. La estridencia de las campañas de la BMA (la asociación médica británica) contra nuestras reformas empezaba a producir efectos contraproducentes entre los médicos moderados. Los laboristas estaban a la defensiva y habían empezado a hablar de la necesidad de introducir reformas, aunque por supuesto no las nuestras.
Estaba decidida a seguir construyendo sobre lo que ya habíamos logrado y tenía a mi equipo político trabajando en nuevas propuestas. Estábamos estudiando la posibilidad de favorecer aún más los seguros médicos privados por medio de exenciones fiscales, las reformas estructurales del NHS para reducir la burocracia, una mayor contratación exterior de los servicios auxiliares y —medida que habría tenido un gran alcance— la introducción de una provisión según la cual toda persona que hubiera tenido que esperar más de un determinado tiempo para ciertos tipos de intervención recibiría un crédito de la autoridad sanitaria de distrito para su tratamiento, bien en otras dependencias del NHS o en el sector privado. El debate sobre la sanidad seguía adelante y, por vez primera en mi vida, la derecha estaba ganando.