El truco del sombrero50
Preparativos y desarrollo de la campaña para las elecciones generales de 1987
Vistas a posteriori, todas las victorias electorales parecen inevitables, contrariamente a lo que ocurre antes de las elecciones. Las heridas que sufrieron el Gobierno y el Partido Conservador debido al asunto Westland, la BL y las reacciones ante el ataque aéreo de Estados Unidos contra Libia tardarían mucho en curarse. La recuperación económica supondría con el tiempo un paliativo eficaz, ya que quedó claro que nuestra política estaba generando crecimiento con baja inflación, un mayor nivel de vida y, a partir del verano de 1986, una reducción constante del desempleo. Mientras tanto, el Partido Laborista había desarrollado hambre de poder, había moderado su imagen y estaba por delante en las encuestas de opinión. Era importante unir al partido en torno a mi autoridad y a mi visión del conservadurismo. Esto no había de resultar fácil.
ESTILO Y TONO
Tal vez la imputación más dañina que se me hizo durante el affaire Westland fue que no escuchaba. Como ocurre con la mayor parte de las acusaciones que se sostienen, aquella contenía un ápice de verdad. Una vez que emprendo una línea de pensamiento no es fácil distraerme. Eso tiene sus ventajas. Quiere decir que soy capaz de concentrarme en un asunto delicado pase lo que pase a mi alrededor. Una habilidad útil, por ejemplo, en las comparecencias parlamentarias. Por supuesto, también significa que tengo propensión a hablar ignorando las objeciones y razonamientos tímidos o inarticulados. Quien no me conoce ni sabe como trabajo, llega a la conclusión de que no he prestado atención a lo que se me ha dicho. Sin embargo, aquellos que me conocen mejor confirmarán que no suele ser así. Frecuentemente me retiro después para revisar mis puntos de vista a la luz de lo que he oído. De hecho, incluso algunos de mis seguidores me han acusado de prestar demasiada atención a quienes no están de acuerdo conmigo.
No obstante, cuando se dice que no escucho, especialmente si lo dicen ex ministros, puede significar simplemente que no coincido con sus puntos de vista. Podría decirse que presido «en primera línea de fuego». Me gusta decir desde el primer momento lo que pienso y ver si se me ofrecen razonamientos que demuestren que estoy equivocada, en cuyo caso no tengo ningún problema en cambiar de postura. Por supuesto, no es éste el modo tradicional y formal de presidir reuniones. Según mi experiencia, a un grupo de hombres que se sientan en torno a una mesa pocas cosas les gustan más que escuchar sus propias voces, y nada les agrada menos que la posibilidad de que se llegue a una conclusión sin haber tenido oportunidad de dar lectura a sus informes. Mi estilo a la hora de presidir desconcertó sin duda a algunos colegas que conocían sus informes peor que yo. Adopto esta técnica porque, en mi opinión, la discusión es el mejor camino para llegar a la verdad, no porque desee suprimir las discusiones. De hecho, iría aún más lejos: nada es más importante para el éxito de un Gobierno democrático que la disposición a discutir con franqueza y energía, excepto, tal vez, la disposición a asumir colectivamente la responsabilidad una vez tomada una decisión.
Así pues, puse en marcha una serie de medidas para dejar claro que el Gobierno comprendía un amplio abanico de puntos de vista y era receptivo ante éstos. Mi primera preocupación era hacer frente a la impresión, aparentemente muy extendida, de que el Gobierno no era consciente de las preocupaciones del pueblo. Podía hacerlo sin diluir la filosofía thatcherista puesto que, al margen de lo que opinaran los comentaristas políticos, los sueños y aspiraciones de la gran mayoría sintonizaban con mis creencias. Precisamente sabía esto porque sí prestaba atención a lo que decía el pueblo. Jamás confundí la portada de The Guardian con la vox populi.
Empleé mi discurso ante la conferencia del partido Conservador escocés en la ciudad de Perth, el viernes 16 de mayo de 1986, para hacer hincapié en el hecho de que sí prestábamos atención a las preocupaciones del pueblo y, en algunos casos, ya habíamos actuado para poner las cosas en orden. Los escoceses se habían mostrado muy soliviantados por la revaluación de los impuestos municipales, que había hecho que las contribuciones de algunas personas crecieran desorbitadamente mientras que las de otras, al parecer, habían disminuido inexplicablemente. Por ello, recordé en la Conferencia escocesa de 1986 que:
Hace un año, cuando comparecí ante vosotros, dejasteis clara vuestra profunda preocupación por los impuestos municipales. Os escuchamos. Os comprendimos. Estamos trabajando en ello. Debido a la urgencia del problema, esos impuestos serán abolidos en Escocia antes que en Inglaterra y Gales.
Continué afirmando que se aplicaría el mismo enfoque radical y receptivo a las preocupaciones de la gente en el campo de la educación, donde existía un gran descontento, y en el de la sanidad, donde éste era aún mayor. Reconocí que:
Existen preocupaciones legítimas. ¿Cuánto tiempo tendrán que esperar nuestros familiares ya mayores para la operación de cadera que tanto dolor podría ahorrarles? ¿Será atendida la futura madre por el mismo equipo médico durante todo su embarazo? […] Conozco vuestras preocupaciones y estamos dispuestos a hacerles frente.
Lo importante de aquel discurso, y lo más comentado, fue su tono. Por supuesto, nunca es suficiente limitarse a escuchar: hay que ofrecer soluciones. Pero en aquel momento era necesario demostrar receptividad y el discurso fue bien acogido.
LOS PREPARATIVOS PARA LAS ELECCIONES Y EL MANIFIESTO
Cuando volvió a reunirse el Parlamento, la actitud del partido era muy diferente a la que había mantenido tan sólo unos meses antes. Con el fin de que no quedaran pendientes leyes cruciales en caso de que decidiéramos convocar elecciones anticipadas el verano siguiente, disponíamos de un conciso programa legislativo para el que habíamos contado con la asesoría de David John. Nuestra aceptación en las encuestas había empezado a mejorar. El grupo de estrategia y los grupos de política se reunían regularmente. Norman me mantenía informada sobre el trabajo realizado en la sede central de cara a las elecciones, fuese cual fuese la fecha de convocatoria de éstas. Ya el 2 de julio me había entregado un informe en el que mencionaba cuales eran, en su opinión, los mejores días para celebrarlas.
El conjunto de documentos que constituye el programa del partido para una campaña electoral recibe tradicionalmente el nombre de «libro de campaña» (War Book). El 23 de diciembre Norman me envió el primer borrador «como regalo de Navidad». Aunque no me apenó que terminara el año 1986, sentí un renovado entusiasmo al considerar nuestras nuevas líneas políticas y la batalla que habría que librar en su nombre en 1987.
En mi opinión, el manifiesto conservador era mi principal responsabilidad. Brian Griffiths y Robin Harris reunieron en un único informe las propuestas de los ministros y los comités políticos. Discutimos el documento el domingo 1 de febrero en Chequers. Estaban presentes Nigel Lawson, Norman Tebbit y Nick Ridley, los tres mejores cerebros del gabinete, cada uno en lo suyo. En esta fase era tan importante descartar como aprobar las diferentes propuestas. Me gustan los manifiestos que contienen un número limitado de medidas radicales y sorprendentes y no pequeños bloques de medidas menores. Fue en esta reunión donde tomó forma la orientación de las propuestas. Acordamos incluir la propuesta de fijar un tipo básico de impuesto sobre la renta de un 25 por ciento. No daríamos cifra para la reducción del tipo máximo, aunque pensábamos que se estableciera alrededor de un 50 por ciento. Excluí del documento todo compromiso sobre desgravaciones transferibles entre marido y mujer que, si se hubieran implantado siguiendo la línea del anterior Libro Verde, habrían resultado extremadamente onerosas. Encargué nuevos trabajos sobre posibles candidatos a la privatización, ya que deseaba exponer claramente el tema en el propio manifiesto. Estábamos todos de acuerdo en que la educación sería uno de los terrenos cruciales dentro de las nuevas propuestas. En gran medida como resultado del trabajo de Brian Griffiths, yo ya tenía claro cuales debían de ser éstas. Había que crear un programa de estudios básicos, que garantizara que todos los niños estudiaran las asignaturas fundamentales. Debían existir exámenes o calificaciones escolares para juzgar el nivel de conocimientos de los niños. Todas las escuelas debían gozar de mayor autonomía financiera. Había que crear un nuevo sistema de financiación per capita que, junto con la «libre elección de matrícula», significaría que los colegios populares y de éxito se vieran financieramente recompensados, lo que les permitiría crecer. Los directores debían tener mayor poder de decisión. Finalmente, estaba lo que resultó ser una medida especialmente controvertida: había que otorgar a los colegios la capacidad de solicitar lo que, en esa fase, describíamos como status de «subvención directa», con lo que queríamos decir que podían convertirse, a todos los efectos, en «escuelas públicas independientes» —expresión que la DES detestaba e intentaba continuamente suprimir de mis discursos, sustituyéndola por la más burocrática «colegios subvencionados», libres del control de las autoridades locales de Educación.
La vivienda era otro terreno en el que se estaban estudiando propuestas radicales. Nick Ridley había preparado ya los documentos, pero estaban aún pendientes de una discusión adecuada. Sus principales ideas, que acabaron todas incorporándose al manifiesto, consistían en ofrecer a las agrupaciones de inquilinos el derecho a formar cooperativas y a cada inquilino, individualmente, el derecho a transferir la propiedad de su casa (o piso) a una asociación para la vivienda u otra institución competente. En otras palabras, a cambiar de casero. Habían de crearse las Housing Action Trusts (HAT), constituidas según el modelo de gran éxito de las Corporaciones de Desarrollo Urbano, para hacerse cargo de los inmuebles en mal estado, renovarlos y ofrecerlos de nuevo en alquiler o en propiedad. También reformaríamos el sistema de créditos a la vivienda concedidos a las autoridades locales para impedir que el dinero obtenido siguiera empleándose en subvenciones municipales cuando debería haber sido destinado a reparaciones y renovación de los inmuebles.
Estábamos sometidos ya a una importante presión política en el campo de la sanidad, y en nuestra reunión discutimos posibles respuestas. Por bueno que fuera el historial de este servicio en su conjunto, existían pruebas abundantes de que no era lo suficientemente receptivo a los deseos de los pacientes, que en él había un alto grado de ineficacia, y que en algunas zonas y hospitales el rendimiento era inexplicablemente menor que en otras: se atendía a menos pacientes, etc. En la conferencia del partido de 1986, Norman Fowler había establecido una serie de objetivos, respaldados por asignaciones especiales del gasto público, para conseguir incrementar el número de determinado tipo de operaciones. Aquel anuncio había sido bien recibido. Dado que, entre otras cosas, era un campo que no se había estudiado aún suficientemente, no me sentía inclinada a añadir la sanidad a la lista de las áreas en las que proponíamos reformas fundamentales. El servicio nacional de la salud (NHS) era considerado por muchos la piedra de toque de nuestro compromiso con el estado del bienestar, y era muy peligroso sacarse de la manga nuevas propuestas. La orientación de la reforma que quería ver se basaba en la reducción de las listas de espera, y en garantizar que el dinero se moviera junto con el paciente en lugar de perderse en el laberinto burocrático de la sanidad pública. No obstante, esto dejaba aún tantos interrogantes sin resolver que finalmente descarté la incorporación al manifiesto de cualquier nueva propuesta sustancial en este terreno.
Tras la reunión, escribí a los ministros del Gabinete solicitándoles que plantearan cualquier proyecto pendiente de aprobación para su presentación en el nuevo Parlamento. Una vez recibidas las propuestas, podrían elaborarse los borradores de ley. Al objeto de encajar todas estas proposiciones en un todo coherente, creé un pequeño comité presidido por el secretario de Hacienda John MacGregor, que me informaba directamente. Sus otros miembros eran Brian Griffiths, Stephen Sherbourne, Robin Harris y John O’Sullivan, anteriormente director adjunto de The Times, que se había incorporado a mi grupo como asesor especial y había de convertirse en autor del borrador de nuestro manifiesto político.
Este programa tenía como objetivo solventar un grave problema político del partido. Tras ocho años en el Gobierno necesitábamos disipar la idea de que nos habíamos estancado y carecíamos de ideas nuevas. Por consiguiente, teníamos que planificar una serie de reformas claras, específicas, novedosas y bien estudiadas. Al mismo tiempo teníamos que protegernos contra el ataque: ¿si esas ideas son tan buenas por qué no fueron introducidas antes? Resolvimos el problema presentando nuestras reformas como tercera fase del programa thatcherista. Durante la primera legislatura hicimos revivir la economía y reformamos las leyes sindicales. En la segunda distribuimos la riqueza y la propiedad del capital más allá de lo que nunca se había logrado anteriormente. En la tercera ofreceríamos al ciudadano de a pie, a través de los servicios públicos, las opciones y la calidad de vida de las que disfrutaban ya los ciudadanos ricos. Visto a posteriori, una vez publicado el manifiesto nadie volvió a decir que al Gobierno se le estuvieran acabando las fuerzas.
El documento fue el mejor que jamás haya producido el Partido Conservador, y no solamente porque contuviera propuestas de largo alcance de cara a la reforma de la educación, la vivienda, la financiación de los gobiernos locales, los sindicatos, una mayor privatización y la reducción de los impuestos. También lo fue porque planteaba un objetivo y después disponía a su alrededor, de un modo claro y lógico, las medidas políticas necesarias para alcanzarlo. Así, por ejemplo, las propuestas sobre educación, vivienda y sindicatos (que proponían un mayor uso del voto secreto y protegían los derechos individuales de los trabajadores a no sumarse a una huelga) aparecían casi al principio del documento. Esto realzaba el hecho de que nos habíamos embarcado en un gran programa de ambiciosas reformas sociales para dar poder al pueblo. Las personas a quienes deseábamos entregar ese poder no eran sólo (ni siquiera fundamentalmente) aquellas que podían pagarse sus propios hogares o permitirse enviar a sus hijos a colegios privados, ni los grandes inversores, sino precisamente aquellas que carecían de estas ventajas. El programa expresaba el núcleo de mis convicciones. Creo firmemente que la política conservadora debe liberar y otorgar poder a aquellos a quienes el socialismo atrapa, desmoraliza y después ignora despreciativamente. Esto, que es precisamente lo que más temen los socialistas, inquieta también, por supuesto, a toda una serie de tories paternalistas.
Además del manifiesto y los preparativos prácticos de cara a la campaña, en los primeros meses de 1987 quedaba otra tarea que me concernía. Esta era la necesidad de hacer frente a la alianza de socialdemócratas y liberales. Por aquel entonces, la alianza estaba ya encabezada por el dúo, al comienzo atractivo pero posteriormente cada vez más ridículo, de los dos David: Steel y Owen. Pretendían dar la imagen de tercera fuerza política creíble y radical. Si conseguían hacerlo, podían atraer hacia su coalición el voto de lo que (en la jerga psefológica, previsiones electorales por medio de encuestas, que a todos nos resultaba imposible evitar) recibe el nombre de respaldo «débil» a los conservadores. En el seno del Partido Conservador había un intenso debate sobre cómo hacer frente a la Alianza. Algunos miembros de la izquierda del partido, que sin duda sentían algo más que ocultas simpatías por sus críticas a mi política, eran partidarios de no hacerle mucho caso o simplemente de ignorarla.
Ni Norman Tebitt ni yo veíamos así las cosas. El hecho era que, a pesar de sus proclamas, el SDP estaba compuesto por socialistas reciclados que mientras estaban en el Gobierno habían aceptado las nacionalizaciones y aumentado el poder de los sindicatos, y sólo se habían planteado dudas acerca de la doctrina socialista cuando dejaron de percibir sus salarios como ministros en 1979. Por su parte, los liberales, especializados en tácticas dudosas, siempre han sido la fuerza menos escrupulosa de la política británica, la publicación de encuestas falsas la víspera de las elecciones a diputados para sugerir un repentino e inexistente crecimiento liberal eran un ejemplo clásico de su estrategia. Otra táctica, que el SDP tomó inmediatamente prestada, consistía en respaldar diferentes políticas según el grupo al que se dirigiese. El análisis que Norman había realizado mostraba con toda claridad que había divisiones e inconsistencias que debíamos explotar. En la medida de lo posible, debíamos hacerlo antes de que comenzara la campaña en sí, momento en que tales cuestiones corrían el riesgo de quedar ocultas.
Por lo tanto, Norman y yo acordamos que en la reunión del comité central (Central Council), que se celebraría en Torquay el sábado 21 de marzo de 1987, ambos aprovecharíamos la ocasión para lanzar un ataque contra la Alianza. Yo la llamé «el partido laborista en el exilio», recordé el importante papel de los líderes del SDP en el último Gobierno laborista y terminé mi intervención haciendo referencia a una vieja canción de music-hall:
Tengo entendido que en las próximas elecciones los dos David aspiran a que se les pida un bis de esa delicia musical siempre tan del gusto del público: «No le digas a mamá que hago de medio caballo en una comedia».
Mientras se elaboraba el borrador del manifiesto programático yo discutía con Norman Tebitt lo que esperaba fuera el enfoque final de la campaña y mi propio papel en ella. En nuestra reunión del martes 16 de abril revisamos los temas de las conferencias de prensa, la publicidad y los espacios electorales en radio y televisión. Por aquellas fechas me sentía inclinada a convocar elecciones anticipadas en junio. Habríamos cumplido los cuatro años que siempre he creído que debe durar un mandato y tenía el presentimiento de que la opinión pública estaba a nuestro favor y de que los trucos publicitarios de los laboristas empezaban a resultar ya un poco manidos.
Como ocurre siempre con estas cosas, la fecha más apropiada para las elecciones, el jueves 11 de junio, acabó inscribiéndose por sí misma en nuestro programa. Para entonces ya sabríamos los resultados de las elecciones locales que, al igual que en 1983, serían procesados en nuestra sede central para emplearlos como orientación de cara a las elecciones generales. Como medida complementaria, utilizaríamos otras encuestas privadas encargadas por Norman. Esto era especialmente necesario en el caso de Escocia y Londres, donde aquel año no había elecciones locales. También se realizarían algunas encuestas en circunscripciones clave, aunque los problemas que plantean este tipo de muestreos son tales que no se debe dar excesivo peso a sus resultados. El domingo examiné los resultados del análisis y escuché las opiniones de viejos compañeros en Chequers. Sabía ya que el manifiesto había alcanzado casi su forma final, puesto que el sábado había repasado el texto definitivo con sus redactores y con Nigel y Norman.
Tuvimos un último desacuerdo. Nigel quería incluir el compromiso de alcanzar una tasa de inflación cero en la siguiente legislatura. En mi opinión, esto era ponerse en manos de la suerte. Desafortunadamente, los acontecimientos me dieron la razón.
Como siempre, consulté con la almohada la decisión de irme al campo y el lunes 11 de mayo concerté una entrevista con la reina a las doce y veinticinco para proceder a la disolución del parlamento de cara a las elecciones del 11 de junio.
VESTUARIO
En mi caso, los preparativos para las elecciones implicaban algo más, aparte de la actividad política. También tenía que vestirme para la ocasión. Ya había encargado a Aquascutum trajes, chaquetas y faldas, «ropa de trabajo» para la campaña.
Como hacen la mayor parte de las mujeres, prestaba mucho interés al vestuario. Era extremadamente importante que la impresión producida fuera la apropiada para la ocasión política. Cuando estaba en la oposición había empleado ropa de diversas firmas. Si me quedaba alguna duda sobre la importancia de organizar con gran cuidado estas cuestiones, ésta quedó disipada tras la llegada de un conjunto que había encargado para la primera sesión del Parlamento en 1979. Era un precioso traje azul zafiro con un sombrero a juego. No tuve tiempo para probármelo y cuando me lo puse, con sólo unos pocos minutos de margen, descubrí horrorizada que ni era mi talla ni me sentaba bien, y tuve que salir corriendo para cambiarme de ropa. Fue una lección que me enseñó a no hacer encargos sobre figurines, en los que nunca aparecen las imperfecciones que resultan dolorosamente obvias para la usuaria de carne y hueso.
Desde mi llegada a Downing Street, la encargada de ayudarme a seleccionar mi vestuario fue «Crawfie». Discutíamos juntas el estilo, el color y la tela. La ropa tenía que servirme en ocasiones muy distintas, por lo que los trajes sastre parecían lo más adecuado (tienen también la ventaja de ocultar discretamente la cintura). Probablemente los conjuntos más llamativos eran los que encargué, en negro o azul oscuro, para el banquete anual del alcalde de Londres. En las visitas al extranjero era, por supuesto, especialmente importante ir adecuadamente vestida. Siempre prestábamos atención a los colores de la bandera nacional a la hora de decidir la ropa que debía ponerme. Con todo, el mayor cambio fue el nuevo estilo que adopté al visitar la Unión Soviética en la primavera de 1987. Lucí un abrigo negro con hombreras que «Crawfie» había visto en el escaparate de Aquascutum y un maravilloso sombrero de piel de zorro (desde entonces Aquascutum ha sido el proveedor de la mayor parte de mi vestuario). Con la entrada de la televisión en la Cámara de los Comunes a partir de noviembre de 1989, tuvimos que incorporar nuevas consideraciones. Las telas a rayas y a cuadros resultaban atractivas y alegres en directo, pero podían deslumbrar al televidente. Un día que no tuve tiempo para cambiarme antes de ir a la Cámara, aparecí con un traje a cuadros blancos y negros. Posteriormente, un colega del Parlamento que me había visto por televisión me comentó, «Lo que dijiste estuvo bien, pero tenías un aspecto horrible». Aprendí la lección. Los telespectadores también se fijaban en si había empleado el mismo traje en sucesivas ocasiones, e incluso escribían acerca de ello. Desde aquel momento «Crawfie» siempre tomó nota de lo que me ponía cada semana en las comparecencias parlamentarias como primera ministra. A partir de sus notas surgió un diario, y cada conjunto recibió su propio nombre que, normalmente, hacía referencia a la ocasión en la que lo había usado por vez primera. Sus páginas recordaban a un diario de viajes: Ópera de París, Rosa Washington, Azul marino Reagan, Turquesa Toronto, Azul Tokio, Plata Kremlin, Negro Pekín y, por último, pero no por ello menos importante, Jardín Inglés. Pero ahora mi mente estaba en la inminente campaña: había llegado el momento de sacar mi traje a cuadros blancos y azul marino que recibiría el nombre de «Elecciones del 87».
D-21 A D-14
El jueves fue mi primer día de viaje en el «autobús de campaña». Era una nueva versión de alta tecnología del que había empleado en 1983. Estaba repleto de toda clase de aparatos avanzados: un ordenador, diferentes tipos de radioteléfonos, un fax, una fotocopiadora, y llevábamos a bordo un técnico para hacerse cargo de todos ellos. De color azul, el autobús de campaña llevaba pintado el grito de guerra «Avanzando con Maggie». Mi primera sesión fotográfica junto al autobús tuvo lugar en Docklands, lugar escogido como ejemplo de nuestro lema conservador de «regeneración». Abandoné Docklands para volver al Número 10 a la hora de comer. Mientras tanto, llevaron a reparar el autobús, que había sufrido algunos daños tras colisionar con un BMW. Los abollones fueron reparados de la noche a la mañana y parecía prácticamente nuevo al día siguiente.
Siempre celebraba mi acto inaugural en Finchley el jueves en lugar del viernes ya que, en caso contrario, su abundante población judía habría estado preparándose para el sabbath. En mi discurso de aquel jueves por la noche me concentré en gran medida en el tema de la defensa nacional, tomando como objetivos no sólo al Partido Laborista sino también a la Alianza, con gran irritación por parte de ésta.
Durante aquella fase, la política de defensa seguía dominando los titulares de la prensa. En parte, aquello obedecía a que habíamos basado deliberadamente nuestro ataque inicial en ella, pero fundamentalmente se debió a la extraordinaria metedura de pata de Neil Kinnock en una entrevista para la televisión, en la que sugirió que la respuesta laborista ante una agresión armada sería echarse al monte en una guerra de guerrillas. Saltamos regocijados sobre esta oportunidad, que fue la inspiración del único anuncio realmente bueno de nuestra campaña. En él se representaba la «política armamentista» laborista en forma de un soldado británico que se rendía con las manos en alto. El martes por la noche, tras un día de campaña electoral en Gales, hablé ante una gran concentración en Cardiff:
La política de defensa no nuclear de los laboristas es, de hecho, una política de derrota, rendición, ocupación y, en última instancia, de una prolongada guerra de guerrillas […] No comprendo como nadie que aspire a gobernar el país puede tratar tan a la ligera la defensa de la nación.
El discurso fue muy bien recibido. Bajo la supervisión de Harvey Thomas, nuestros mítines se habían puesto ya a la altura del siglo XX. Lanzábamos hielo seco sobre las primeras seis filas, envolviendo a la prensa en una densa niebla; los láseres recorrían enloquecidamente todo el auditorio; el lema musical de nuestra campaña, compuesto por Andrew Lloyd Webber para la ocasión, sonaba a todo volumen. Se exhibía un video de mis visitas al extranjero y, a continuación, salía yo a pronunciar mi discurso con la impresión de que mi aparición constituía, en cierto modo, un anticlímax.
La conferencia de prensa del miércoles era de especial importancia para la campaña, ya que como tema central habíamos elegido la educación. Ken Baker compareció conmigo con el fin de despejar las dudas que nuestra confusión inicial había generado y retomar la iniciativa sobre un tema que yo consideraba central para nuestro manifiesto. Fue todo bien.
Pero no ocurrió lo mismo con mis giras, y en esto hubo unanimidad. Neil Kinnock estaba obteniendo una cobertura televisiva mejor y más abundante. En sus imágenes aparecía, como yo había solicitado expresamente al comienzo de la campaña que debía ocurrir con las mías, sobre un fondo de multitudes enardecidas, o bien desarrollando alguna actividad que encajara en el tema del día. Los medios, sospecho que mucho más que el público en general, estaban fascinados por el video electoral de los laboristas, muy cuidado, en el que aparecían Neil y Glenys caminando cogidos de la mano, bañados por la cálida luz del sol del verano, con un fondo de música patriótica y un aspecto que recordaba los anuncios sobre la jubilación anticipada. Probablemente esto animara a los medios a dar una cobertura favorable a la gira electoral de Kinnock. ¿Qué estaba haciendo yo ese miércoles? Visitaba un centro de entrenamiento de perros lazarillo para personas ciegas. El simbolismo y significado de esto no encontró eco, no sólo en los medios, sino tampoco en mí. Aunque disfruté mucho viendo los perros, ellos no tenían derecho al voto. Tenía la sensación de que no estaba reuniéndome con suficientes personas de carne y hueso. Estaba recorriendo demasiadas fábricas y empresas. Esto se debía en parte a las severas limitaciones que condicionaban el programa de mi gira por motivos de seguridad, pero la estrategia básica era errónea, ya que los desplazamientos se habían organizado en torno a las oportunidades fotográficas y nadie estaba viendo las fotos.
Empecé a improvisar un poco por mi cuenta. Aquella tarde, a nuestro regreso, hice que el autobús se detuviera en un comercio rural abundantemente provisto de tocino, chutney y nata. Los autobuses de prensa que nos seguían se detuvieron también y nos metimos todos en la tienda. Compré nata y todo el mundo pareció hacer lo mismo. Había sido mi contribución personal a la economía rural. Tal vez lográramos al fin un tiempo razonable de emisión televisada.
D-14 A D-7
Llevábamos ya una semana de campaña y, a pesar de nuestras dificultades, la situación política seguía siéndonos favorable. Nuestra ventaja en las encuestas se mantenía. De hecho, éstas registraron pocos cambios en lo referente a la fuerza del partido durante la campaña aunque, como veremos después, hubo unos cuantos sondeos descontrolados que produjeron cierta alarma. El apoyo a la Alianza, cuya campaña se había visto oscurecida por las divisiones internas y esa incoherencia básica que es la némesis de quienes ignoran los principios en el campo de la política, había sufrido una fuerte erosión. Neil Kinnock se mantenía alejado de los principales periodistas con base en Londres y Bryan Gould se había hecho cargo de la mayor parte de las conferencias de prensa. No obstante, en el transcurso de la segunda semana esta táctica empezó a resultar contraproducente: la prensa de Fleet Street se sentía frustrada y adoptó una actitud crítica. A mí podían someterme a sus interrogatorios día tras día, y deseaban disfrutar de las mismas oportunidades con el líder de la oposición. En esto contaban con el apoyo entusiasta de Norman Tebbit quien, por temperamento y talento, estaba perfectamente capacitado para dar revolcones a Neil Kinnock, cosa que hizo con toda eficacia en sucesivos discursos durante el desarrollo de la campaña.
La conferencia de prensa del jueves estaba dedicada a la salud pública. Normal Fowler había realizado una espléndida ilustración de los nuevos hospitales construidos en todo el Reino Unido, que aparecían sobre un mapa en forma de pequeñas luces que se encendían al pulsar un interruptor. Como ocurrió con el video electoral de Kinock, hice que repitiera su actuación por petición popular. Desgraciadamente, como había de ocurrir con buena parte de la campaña, no resultaba bien en televisión. La conferencia de prensa se desarrolló sin ningún incidente, pero lo que me preocupaba, como de costumbre, era el discurso que tenía que pronunciar aquella tarde en Solihull.
Habíamos trabajado en el borrador hasta las tres y media de la madrugada, pero yo seguía sin estar satisfecha. Estuve haciendo escapadas todo el día para trabajar en él a cada ocasión que se me ofrecía. Es decir, cuando no tenía reuniones con candidatos, charlas con jefes de redacción regionales, visitas a la fábrica Jaguar y después presentaciones ante el público en la exposición Hogar y Jardín en Birmingham. En cuanto llegamos a la casa de Joan Seccombe, una de las damas voluntarias más comprometida con nuestro partido, abandoné a los demás para disfrutar de su hospitalidad y me encerré con mis redactores de discursos para trabajar frenéticamente sobre el texto hasta el último minuto. Por alguna misteriosa razón, cuanto más se sufre preparando un discurso mejor resulta. Y ése resultó extraordinariamente bueno. Contenía un hiriente pasaje que produjo un rugido de aprobación entre el público asistente:
Nunca hasta el momento había ofrecido el Partido Laborista al país una política de defensa tan insensata. Ha hablado de ocupación: una política defensiva de bandera blanca. Sólo una vez durante mi estancia en el Gobierno han formado parte de nuestro vocabulario las banderas blancas. Fue la noche en que, al finalizar la guerra de las Malvinas, acudí a la Cámara de los Comunes para informar: «Las banderas blancas ondean sobre Port Stanley».
Aún había de ampliar mi ataque sobre los laboristas en aquel discurso. Dirigí el punto de mira a la política socialista de la «izquierda demente» de los ayuntamientos y a las campañas de propaganda sexual con fondos municipales. Esto desencadenó aplausos que incluso a mí me sorprendieron. Quedaba claro que había una genuina ansiedad entre el público en torno al extremismo que la imagen moderada del laborismo encubría. Emprendí con renovada energía la tarea de ganarme a los votantes tradicionales del partido laborista en cada discurso. De hecho, éste se convirtió en uno de mis principales objetivos.
Al día siguiente, volé a Escocia tras presidir una conferencia de prensa que, una vez más, se centró en la economía. El laborismo había decidido mantenerse alejado de los temas políticos y había filtrado que pensaba concentrarse en ataques personales contra mí. Neil Kinnock no mostró precisamente gran sutileza: me describía como una «aspirante a emperatriz» y al Gabinete como un grupo de «parásitos y aduladores». Estaba decidida a hacer que esta táctica se volviera contra ellos. Aquella noche, en un acto electoral en Edimburgo, comenté:
Esta semana [los laboristas] recurren a las descalificaciones personales. Es una excelente señal. Los insultos personales no pueden sustituir a la política. Se trata de una muestra de pánico. En todo caso, permítanme asegurarles que no van a afectarme en lo más mínimo. Como observó Harry Truman, aquel gran norteamericano: «Si no puedes soportar el calor, sal de la cocina». Bien, señor presidente, tras ocho años en los fogones creo que puedo decir con la debida modestia que el calor es perfectamente tolerable.
A pesar del mal tiempo había sido un agradable día de campaña al viejo estilo. Denis también disfrutó mucho. Visitamos la fábrica de cerveza Scotish & Newcastle en Edimburgo y Denis, fingiendo hacerlo a regañadientes, se bebió la pinta de rigor en mi nombre. A la mañana siguiente, tras conceder entrevistas a la prensa y la televisión, volé hasta Newcastle y me desplacé hasta el centro comercial de Gateshead Metro donde, entre el abundante público que se reunió mientras visitaba las diferentes tiendas, sentí que por fin estaba entrando realmente en contacto con el electorado.
Mi satisfacción, no obstante, se vio ensombrecida por la aparición de un terrible dolor de muelas. Había acudido al dentista antes del comienzo de la campaña y todo parecía estar en orden, pero el dolor fue empeorando a lo largo de la tarde y aquella noche, tras mi regreso a Londres, volví a visitarle. Aparentemente tenía un absceso que requeriría un tratamiento adecuado más adelante. Por el momento, tuve que recurrir a los analgésicos. A mi regreso a Londres tenía otra cuestión desagradable sobre la que meditar. A lo largo de la tarde me habían comunicado que la encuesta Gallup que se publicaría al día siguiente, mostraría por vez primera un desplazamiento del voto hacia los laboristas que reducía las distancias hasta un 4 por ciento.
D-7 A DÍA-D
Aquella noche no pude dormir por culpa del dolor. Alrededor de las cuatro de la madrugada, «Crawfie» me dio unos analgésicos que aliviaron las molestias y me permitieron descansar un poco. Sin embargo, hicieron que me sintiera y (según pude averiguar más adelante) pareciera, catatónica cuando a la mañana siguiente me dirigí a nuestra sede central. Aquel día pasó a la mitología política con el nombre de «jueves tambaleante» o «jueves negro»: dado que no nos tambaleamos, aunque las noticias eran más bien sombrías, prefiero la segunda definición.
El tema del día eran las pensiones y la seguridad social. Había advertido expresamente a mis colaboradores que deseaba abordar también el asunto de la sanidad, pero esto no había sido tenido en cuenta, lo cual me puso de muy mal humor. Durante los preparativos para la conferencia de prensa había reaparecido mi dolor de muelas y arremetí, un tanto injustamente, contra el borrador de un comunicado que había preparado Norman Fowler hasta que David Wolfson, una de las pocas personas que pueden hacer una cosa así y salir bien libradas, me dijo que «cerrara la boca» y lo leyera entero antes de seguir introduciendo cambios. Así lo hice y lo aprobé. A continuación me dispuse a enfrentarme a las noticias sobre la encuesta. Lo peor de todo era que al día siguiente se publicaría otro sondeo realizado por Marplan que era objeto de las más enloquecidas especulaciones. Mostraría si el resultado de Gallup era meramente circunstancial o si nuestra ventaja estaba realmente desapareciendo.
Había hablado con David John la noche anterior acerca de mis preocupaciones en cuanto a la orientación de la campaña. En mi opinión parecía desenfocada y no estaba consiguiendo realzar suficientemente nuestros argumentos más poderosos, en especial nuestros logros en el campo de la prosperidad económica. Al día siguiente, Norman Tebbit y yo tuvimos una impresionante trifulca. Esto despejó el ambiente. Acordamos que había que dar más presencia a algunos de nuestros ministros más jóvenes, como John Moore y Kenneth Clarke. Lo dispuse todo para aparecer en el programa de David Frost, del que había sido retirada. No obstante, a estas alturas todavía no habíamos llegado a un acuerdo sobre la publicidad a realizar durante la semana siguiente.
Según la opinión más generalizada, la conferencia de prensa de aquel día fue un desastre para nosotros, y se me echó a mí la culpa. El conflicto surgió en torno a la atención sanitaria privada. Me negué a pedir excusas por emplear un seguro médico privado para conseguir que me realizasen con prontitud intervenciones menores sin tener que aumentar las listas de espera del NHS y empleando mi propio dinero. Mis palabras fueron inmediatamente explotadas como una muestra de insensibilidad, dureza y desapego. Yo era consciente de que la conferencia de prensa no había sido un éxito en lo que a las relaciones públicas se refería, pero no estaba dispuesta a dar marcha atrás por mucho que quienes me rodeaban esperaran que mantuviera silencio sobre el tema durante las entrevistas, donde inevitablemente sería mencionado. Como quedó demostrado, mi intuición era acertada. La prensa emprendió lo que resultó ser una fructífera búsqueda de ejemplos de políticos laboristas y sus familias que recurrieran a la atención sanitaria privada. Al concluir la campaña yo había ganado, y desde luego merecía la pena hacerlo, aquel debate.
Estaba previsto que hablara en Chester el viernes. No llegué a concentrarme realmente en el borrador de mi discurso hasta que estuve en el tren aquella mañana en dirección a Gatwick. Me pareció excesivamente teatral. Se suponía que debería utilizar trucos, como recurso para asegurarnos que las noticias de la televisión se concentraran en determinados pasajes, tales como mostrar una gran llave para ilustrar los avances logrados en el campo de la propiedad de las viviendas. Este no era más que un ejemplo entre muchos. Se pidió inmediatamente a Stephen Sherbourne y John Whittingdale que se dejasen de fantasías y rehicieran el texto. Como tan a menudo ocurre con los discursos, el pánico resultó productivo. El texto revisado era de primera categoría: el público también mostró su aprobación.
A lo largo del fin de semana concedí varias entrevistas importantes más. El Today Programme del sábado por la mañana me fue característicamente hostil. No obstante, aquella misma mañana, pasé un rato agradable en Face the People, del Canal 4. En él los votantes de circunscripciones marginales me interrogaron sobre nuestra política. Me encantan estas ocasiones: las preguntas son reales y tienen una vida y una profundidad que las entrevistas frente a frente jamás consiguen. El domingo fui entrevistada por David Frost. Las preguntas fueron duras pero justas, y se concentraron especialmente, una vez más, en el tema de la sanidad privada. A todos nos pareció que había resultado bastante bien.
Aquel fue también el día de nuestro último «acto familiar» en Wembley, donde, como en 1983, nos ofrecieron públicamente su apoyo personalidades de la televisión, actores, humoristas y músicos. Ronnie Millar había escrito una versión del tema musical central de El ejército de papá (Dad’s Army), «¿A quién se cree que engaña, señor Kinnock?», que el público coreó con entusiasmo. Tuvo muy buena aceptación y, cuando me llegó el turno de hablar, hice la predicción de que millones de votantes tradicionales del laborismo, disgustados con el giro a la izquierda y la defensa de la neutralidad por parte de su partido, pronto se unirían al «ejército de mamá». Muy para mi sorpresa esto se convirtió en la principal noticia en televisión aquella noche. Sentí que al menos este importante mensaje había llegado al público.
El lunes, tras presidir nuestra conferencia de prensa y grabar posteriormente una entrevista con sir Robin Day, salí de viaje para asistir a la Cumbre Económica del Grupo de los Siete en Venecia. Antes de comenzar la campaña había decidido que asistiría a la reunión, igual que había asistido a la de Williamsburg en 1983. En aquella ocasión mi papel como «estadista internacional» era un elemento importante de nuestra campaña electoral, por lo que había razones políticas aún más poderosas para realizar la visita. En cualquier caso, no perdí la oportunidad de hablar con el presidente Reagan. Lo hice tanto durante la cena de aquella noche, en la que nuestra conversación se centró en el control de armamento, como en nuestro encuentro téte-á-téte a la mañana siguiente, antes de la primera reunión formal dedicada a la economía. Había una importante cuestión a debatir en torno al tema del control de armamento sobre la que deseaba dejar clara mi posición. El canciller Kohl quería seguir adelante con las negociaciones con los soviéticos para la eliminación de las armas nucleares de corto alcance. Yo no estaba dispuesta a que las fuerzas británicas estacionadas en Alemania se quedaran sin protección y así lo dije con toda energía durante la cena. Estaba decidida a no suscribir ningún comunicado en el que se establecieran como objetivo ulteriores reducciones, al menos hasta que se alcanzara un acuerdo para eliminar las armas químicas y compensar el desequilibrio en fuerzas convencionales. Recibí el apoyo crucial del presidente Reagan.
El martes por la tarde, a las dos y media, estaba de vuelta en Gran Bretaña. Cuando aterricé en Gatwick me esperaban Stephen Sherbourne y los redactores de discursos con un borrador del que debía pronunciar aquella noche en Harrogate. Para su asombro y mi alivio me gustó. Era esencialmente un resumen de lo que, al menos en mi opinión, constituían los tres temas centrales de las elecciones: prosperidad con los conservadores, extremismo de los laboristas (especialmente en el campo de la defensa) y nuevas reformas en los campos de la educación y la vivienda para dar mayor poder al pueblo. De camino a Harrogate me habían comunicado los resultados de la encuesta Gallup 2000 que, dado que se basaba en un muestreo particularmente amplio, era significativa. Nos otorgaba una ventaja de 7 puntos. «No es suficiente», dije. Aún así, eran buenas noticias. Al parecer, nuestra posición en las encuestas de opinión había permanecido prácticamente invariable durante toda la campaña.
Volví a Londres, pero no aflojé el ritmo. El miércoles por la mañana respondí a las preguntas telefónicas del público en el programa Election Call. Pasé la mayor parte de la tarde haciendo campaña en Portsmouth y Southampton.
Tras depositar mi voto pasé la mañana y las primeras horas de la tarde del jueves en Finchley, visitando las sedes de nuestros comités locales y después, al acercarse la hora de animar a los votantes tardíos a desplazarse a las urnas, regresé al Número 10. Norman Tebbit se presentó allí y tuvimos una larga charla mientras tomábamos unas copas en mi estudio. Hablamos no sólo acerca de la campaña y los posibles resultados, sino también sobre los planes de Norman. Me había comunicado ya que deseaba abandonar el Gobierno tras las elecciones porque pensaba que debía pasar más tiempo con Margaret. No había gran cosa que yo pudiera decir para persuadirle de que no lo hiciera, ya que sus razones eran tan personales como admirables, pero lamenté amargamente su decisión. Tenía pocos partidarios como él en el Gobierno y, de ellos, ninguno tenía la fuerza y la perspicacia de Norman.
Cené en casa y escuché los comentarios y especulaciones sobre los resultados de las elecciones en la televisión. Antes de salir hacia Finchley a las diez y media escuché a Vincent Hanna predecir en la BBC un empate parlamentario. En la ITV pronosticaban una mayoría conservadora de 40 parlamentarios. Yo me sentía razonablemente segura de que, tras el claro hundimiento del voto de la Alianza SDP-Liberales, obtendríamos la mayoría, pero no tenía confianza alguna en lo referente a sus dimensiones. Mis propios resultados serían de los últimos, pero los primeros empezaron a aparecer a partir de las once de la noche. Conservábamos Torbay con una mayoría superior a la prevista. A continuación ganamos en Hyndburn, el segundo escaño más marginal, luego en Cheltenham, un escaño al que aspiraban los liberales, y después en Basildon. Alrededor de las dos y cuarto de la madrugada habíamos llegado a la meta. En mi propia circunscripción había perdido 400 votos, a pesar de que había obtenido un porcentaje ligeramente superior (53,9 por ciento).
Me condujeron en coche a la ciudad, y llegamos a la sede central a las tres menos cuarto de la madrugada para celebrar la victoria y dar las gracias a quienes nos habían ayudado a lograrla. Más tarde, regresé a Downing Street donde fui recibida por los miembros de mi equipo personal. Les estaba agradecida porque, cualesquiera que hubieran sido las deficiencias de la campaña a nivel nacional, ellos habían hecho un trabajo soberbio. Recuerdo que Denis le dijo a Stephen Sherbourne mientras íbamos saludándoles: «Has hecho tanto como el que más por ganar estas elecciones. No lo habríamos logrado sin ti». Tal vez a Stephen le agradara menos mi siguiente comentario. Le pedí que subiera a mi estudio para empezar a trabajar en la composición del siguiente Gabinete. Había empezado un nuevo día.