Jeux Sans Frontières
Las relaciones con la Comunidad Europea: 1984-1987
DOS FORMAS DE VER EUROPA
La sabiduría que se hace posible cuando las cosas se ven desde la perspectiva del tiempo —y que tan útil resulta a los historiadores y, por supuesto, a los autores de memorias— les es negada, lamentablemente, a los políticos en ejercicio. Si miramos hacia atrás, ahora nos resulta posible ver el período de mi segundo mandato como primer ministro como la etapa en que la Comunidad Europea, con sutileza pero con seguridad, cambió de dirección, pasando de ser una Comunidad de libre comercio, reglamentación leve y Estados soberanos que colaboraban libremente a convertirse en otra, en la que predominaban el estatismo y el centralismo. Sólo puedo decir que en aquel momento la realidad no tenía ese aspecto. Fue durante este período cuando yo logré no sólo asegurar una solución económica duradera para el desequilibrio del presupuesto de Gran Bretaña en la Comunidad y empezar a hacer que Europa se tomara más en serio la disciplina económica, sino también iniciar el impulso hacia un verdadero Mercado Común libre de proteccionismos ocultos. Desde el principio, yo tenía muy claro que existían dos formas de ver a Europa que competían entre sí: sin embargo, en mi opinión nuestro sueño de una Europe des patries basada en la libre empresa era la que predominaba.
Ahora veo esos tiempos desde una perspectiva un tanto diferente. Las fuerzas subyacentes del federalismo y de la burocracia adquirían fuerza a medida que una coalición de gobiernos socialistas y democristianos forzaban el ritmo de integración desde Francia, España, Italia y Alemania, y que una comisión dotada de unos poderes extraordinarios empezaba a manipularlos para favorecer su propio programa. La verdadera magnitud del reto sólo quedó de manifiesto en los últimos días de mi mandato y bajo el de mi sucesor.
En aquel momento yo creía sinceramente que una vez que se hubiera resuelto el asunto de nuestra aportación al presupuesto y que hubiéramos puesto en marcha un marco de orden financiero, Gran Bretaña estaría en situación de ejercer una función positiva fuerte dentro de la Comunidad. Yo me consideraba una idealista europea, aún cuando mis ideales diferían en cierta medida de los que con distintos grados de sinceridad manifestaban otros jefes de Gobierno europeos. El martes, 8 de marzo de 1984, con ocasión de una cena de miembros conservadores de la Asamblea Europea, hice las siguientes declaraciones:
No deseo empapelar las fisuras con documentos: lo que deseo es eliminar las fisuras. Quiero reconstruir los cimientos.
[…] Quiero resolver [los problemas actuales] de tal manera que podamos dedicarnos a construir la Comunidad del futuro. Una Comunidad que luche por un comercio más libre, por medio de la eliminación de las barreras que en Europa y en el mundo impiden el libre intercambio de bienes, de capital y de servicios; del trabajo conjunto para hacer de Europa el centro de las industrias del mañana; de la toma de iniciativa respecto a los problemas mundiales, en lugar de la reacción cansina ante los mismos; de la creación de vínculos políticos que crucen la línea divisoria europea, para crear a su vez una relación más esperanzada entre el Este y el Oeste; de la utilización de su influencia como una zona vital de estabilidad y democracia para reforzar la democracia en todo el mundo.
Ése es mi sueño.
Éste, por cierto, era también el sueño en el que nos basaríamos a la hora de emprender la batalla de las elecciones a la Asamblea Europea, más adelante aquel mismo año, logrando unos resultados dignos de mención, ya que nos hicimos con 45 de los 81 escaños del Reino Unido.
LA REFORMA DE LAS FINANZAS DE LA COMUNIDAD: LA APORTACIÓN DE GRAN BRETAÑA AL PRESUPUESTO
Antes de que existiera cualquier esperanza de avanzar de forma significativa hacia aquellos objetivos más amplios, yo tenía que lograr que aumentaran la comprensión y el apoyo hacia nuestra posición por parte de otros jefes de Gobierno de la Comunidad. La presidencia francesa de la primera mitad de 1984 parecía ofrecer una oportunidad que había que aprovechar. En gran medida, se consideró que los acontecimientos que tuvieron lugar en Atenas el mes de diciembre anterior —lo único digno de mención fue el desacuerdo— habían reducido las negociaciones comunitarias al nivel de una farsa[47]. Yo sabía que el presidente Mitterrand disfrutaba con los logros diplomáticos, y que probablemente estaría dispuesto a sacrificar los intereses nacionales de Francia —al menos de modo marginal— con el fin de alcanzar uno de estos logros. Mantuve conversaciones con él en enero (en París) y a principios del mes de marzo (en Chequers). En enero, Geoffrey Howe y yo también mantuvimos conversaciones sobre el presupuesto de la Comunidad y sobre otros asuntos con el Gobierno italiano en Roma. El mes siguiente, el canciller Kohl y yo mantuvimos conversaciones en el Número 10. Estas reuniones fueron sin duda agradables, pero en las mismas no se manifestó ningún compromiso claro. Los Consejos de Asuntos Exteriores —esto es, las reuniones de ministros de Asuntos Exteriores de la Comunidad— celebrados durante los meses de febrero y marzo tampoco lograron que los asuntos experimentaran un desarrollo adicional. Sin embargo, yo sentía un optimismo razonable en el sentido de que la reunión del Consejo Europeo de Bruselas, en la que yo participaría el lunes 19 y el martes 20 de marzo, podría proporcionarnos la solución duradera y satisfactoria que yo deseaba en cuanto a la aportación de Gran Bretaña al presupuesto.
Cuando los jefes de Gobierno se reunieron a finales de la mañana, la sesión se abrió con un torrente de euroidealismo. El canciller Kohl y el presidente Mitterrand adoptaron un tono bastante lírico para hablar del tema de la eliminación de controles en las fronteras, tema que parecían revestir de un enorme significado simbólico. Entonces, el presidente Mitterrand hizo un llamamiento para que Europa no se quedara atrás con respecto a Estados Unidos en la carrera espacial. El ministro de Exteriores italiano habló con entusiasmo aún mayor para insistir en que Europa debería estar a la vanguardia en los movimientos contra la «militarización del espacio». A mí me parecía que sería más sensato centrarse antes en resolver el asunto del presupuesto comunitario; por fin fuimos al grano.
Entonces los conceptos sublimes desaparecieron como por arte de magia. El primer ministro irlandés intentó, sin éxito, obtener una exención especial de las medidas destinadas a limitar la producción láctea que los demás deseábamos. Acto seguido, invocó el compromiso de Luxemburgo y se marchó. A las cuatro de la tarde se suspendió la sesión durante un tiempo considerable con el fin de que pudiéramos estudiar una versión nueva del borrador de comunicado. Nuevamente reunidos, volvimos a discutir los problemas presupuestarios. Los italianos y los griegos se mantuvieron firmes en contra de la concesión a Gran Bretaña de cualquier acuerdo permanente de deducción para nuestras contribuciones netas al presupuesto; el presidente Mitterrand parecía haber tomado partido con ellos, lo cual para nosotros era más serio. Yo tomé la palabra para indicar que llevaba cinco años librando esta batalla, y que tenía la intención de lograr un sistema que fuera justo, y también duradero. En aquel momento —no sé si de forma espontánea o por acuerdo previo con el presidente Mitterrand— el canciller Kohl tomó la palabra para ofrecer a Gran Bretaña una deducción de 1.000 millones de ecus a lo largo de cinco años, cantidad con mucho inferior a la que yo deseaba, y que de cualquier manera no dejaba de ser una medida provisional. Casi inmediatamente, Francia y los demás dieron su acuerdo a la propuesta alemana. Yo me encontraba aislada. Me negué a aceptar su propuesta: no había nada más que hacer. No se hizo pública ninguna declaración acordada. Para hurgar todavía más en la llaga, Francia e Italia, durante una reunión del Consejo de Ministros de Asuntos Exteriores celebrada inmediatamente después de que terminara la cumbre de jefes de Gobierno, bloquearon los pagos de nuestros reembolsos correspondientes a 1983.
Yo no me había esperado un resultado tan completamente negativo. Siendo así las cosas, se planteó inmediatamente la pregunta de si deberíamos retener nuestros pagos al presupuesto de la Comunidad. Éste era en parte un asunto jurídico, y en parte un asunto político. Nuestros asesores siempre nos habían dicho que, de retener nuestras contribuciones, se daría la práctica seguridad de que perderíamos cualquier proceso posterior ante el Tribunal Europeo. Sin embargo, en este caso concreto nuestras bases jurídicas eran algo más firmes, ya que la Comunidad estaba reteniendo los pagos de unas devoluciones a las que teníamos derecho por acuerdo previo. Probablemente habríamos perdido el pleito de cualquier manera. Sin embargo, quizás habría valido la pena luchar, desde el punto de vista político: en otras palabras, podríamos haber obtenido por este medio un compromiso favorable, siempre y cuando hubiéramos gozado del apoyo unido del grupo parlamentario. Lamentablemente, en los bancos traseros correspondientes al partido tory había un foco de euroentusiastas que de manera instintiva daban su apoyo a la Comunidad en cualquier disputa con Gran Bretaña. A pesar de constituir una clara minoría, nos privaban de las ventajas que aporta la unidad. Por tanto, al igual que en ocasiones anteriores, opté por no seguir la vía de retener las aportaciones. Además, había otros asuntos a los que atender.
Aparte de celebrar mis propias reuniones en la cumbre con los otros jefes de Gobierno europeos durante las fases previas a las reuniones importantes del Consejo, yo recibía informes totalmente actualizados de nuestras Embajadas y nuestros funcionarios sobre lo que se podía deducir acerca de las intenciones privadas de los demás gobiernos, y sobre el estado de la opinión pública y de la prensa en sus respectivos países. Los dos partícipes esenciales serían Francia —que aún ostentaba la presidencia— y Alemania. Antes de iniciar la campaña electoral para la Asamblea Europea, intenté persuadir al presidente Mitterrand y al canciller Kohl para que dieran su acuerdo a la solución de los problemas del presupuesto. En este asunto yo sin duda estaba siendo «mejor» europea que ellos, ya que la opinión pública en Gran Bretaña estaba totalmente a favor de la intransigencia. Sin embargo, sospecho que al menos el presidente francés no tenía intención de llegar a un acuerdo hasta que las elecciones hubieran pasado. Mis esfuerzos no llegaron a buen fin.
A medida que se aproximaba la fecha de la reunión del Consejo, nos seguía pareciendo que el presidente Mitterrand aún no había tomado una decisión final en cuanto a las dos vías de acción posibles: una solución que fuera un triunfo diplomático para Francia (que entonces ostentaba la presidencia) o un fracaso que se podría atribuir en su totalidad a la «pérfida Albión». Fueran cuales fueran sus cálculos políticos privados, en aquel momento el presidente de Francia también estaba haciendo un llamamiento público a aún otro «relanzamiento» de la Comunidad, palabras agradabilísimas a los oídos del canciller Kohl. De manera que, cuando elaboramos nuestro propio documento sobre el futuro de la Comunidad para la próxima cumbre, acepté que éste incluyera una generosa cantidad de frases de estilo communautaire.
Las intenciones del presidente francés seguían siendo poco claras. Aún no podíamos decir si los propios franceses estaban desconcertados o si estas tácticas tenían como fin desconcertarnos a nosotros, siguiendo la mejor tradición gala. Circulaban varias ideas francesas, sin aparente coordinación, para la solución del asunto del presupuesto; cuál de ellas gozaba del apoyo del presidente, si es que lo gozaba alguna, era algo que se desconocía. Entonces, la víspera de la reunión del Consejo, el presidente Mitterrand se marchó a Moscú, con un aire de despreocupación que en sí mismo podría haber sido un aspecto más de la guerra psicológica.
¿Cuál sería la postura alemana? Había ciertos motivos para el optimismo. Parecía que ahora el canciller Kohl deseaba definitivamente que la reunión en la cumbre tuviera resultados positivos. En Bruselas, donde se le había culpado del fracaso de las negociaciones presupuestarias, había comprendido el peligro que puede derivarse de unas iniciativas poco maduradas. Nosotros opinábamos que daría su apoyo a la presidencia francesa y que probablemente estaría dispuesto a dar su acuerdo a un trato más favorable para Gran Bretaña que el que él había propuesto en Bruselas. La consideración más alentadora era que él necesitaba el acuerdo de la Comunidad que le permitiera proporcionar a sus agricultores un subsidio políticamente necesario; y en el caso del canciller Kohl, los factores políticos nacionales siempre eran los más importantes. Los alemanes, que eran con mucho quienes hacían la mayor aportación neta a la Comunidad, deseaban fijar un límite a sus contribuciones —al igual que nosotros— y también deseaban cerciorarse de que no acabarían teniendo que pagar la totalidad de nuestra deducción. Sin embargo, hicieron gala de una vaguedad sorprendente en cuanto a la forma precisa de lograrlo.
LA REUNIÓN DEL CONSEJO EUROPEO EN FONTAINEBLEAU
La reunión del Consejo Europeo se celebró en Fontainebleau, a las afueras de París, el lunes 25 y el martes 26 de junio. Durante el breve vuelo de Northolt a Orly, finalicé nuestra estrategia táctica. Geoffrey Howe y yo compartíamos un mismo análisis de la situación. Deseábamos llegar a un acuerdo durante esta reunión, pero sólo si se aproximaba aceptablemente a nuestras condiciones. Teníamos nuestros motivos. Después de ostentarla Francia, la presidencia pasaría a Irlanda, lo cual no supondría ninguna mejora; de hecho, las cosas empeorarían, ya que los propios franceses, por los motivos que he esbozado, solían mostrarse más difíciles cuando no ostentaban la presidencia. Además, no teníamos ningún acuerdo en cuanto a las deducciones correspondientes al año en curso, ni tampoco en cuanto a las del futuro; y la devolución de los 750 millones de ecus (400 millones de libras esterlinas) correspondientes a 1983 se nos seguía reteniendo. Yo estaba dispuesta a aceptar, de ser necesario, una fórmula distinta a la que habíamos propuesto, pero la cantidad de la deducción tendría que ser suficiente y el acuerdo debería ser duradero.
Llegué al castillo de Fontainebleau a la hora de comer; allí me recibieron el presidente Mitterrand y una guardia de honor al completo. Los franceses saben hacer muy bien estas cosas. Mientras que Versalles permitía a los jefes de gobierno conocer directamente el esplendor de la Francia del Grand Siécle, Fontainebleau, construido por el mismo Francisco I que se enfrentó con nuestro Enrique VIII en el famoso Campo del Paño de Oro, representa el punto culminante de la cultura renacentista en Francia. El almuerzo se celebró en la Galería de las Columnas del castillo, y a continuación procedimos al Salón de Baile, cuyo esplendor estaba camuflado por las cabinas de interpretación, para celebrar la primera sesión del Consejo. Sin previo aviso, el presidente Mitterrand me pidió que abriera la sesión con un resumen de los resultados de la reciente cumbre económica celebrada en Londres. A continuación tomaron la palabra otras personas que deseaban manifestar sus propios puntos de vista; así transcurrieron dos horas. Yo empezaba a ponerme nerviosa. ¿No serían éstas unas tácticas dilatorias? Por fin llegamos al asunto del presupuesto. Una vez más yo fui la primera en tomar la palabra, demostrando los aspectos que me parecían insatisfactorios de las otras propuestas que se habían presentado para proporcionar una solución, y argumentando a favor de nuestras propias ideas con respecto a una fórmula. Se produjo un debate adicional. Entonces, el presidente Mitterrand remitió el asunto a los ministros de Exteriores para su discusión aquella noche. A continuación, la reunión volvió a tratar de generalidades, centrándose especialmente en la animada narración de su reciente visita a Moscú por parte del presidente Mitterrand.
Aquella noche recorrimos la carretera que atravesaba el bosque para volver a nuestro hotel, en Barbizon. Esta pequeña población es un centro de atracción para artistas y gastrónomos por igual. Cualquiera que haya tenido la ocasión de degustar la cocina de la Hótelleríe du Bas-Bréau comprenderá muy bien el motivo: la comida es sencillamente deliciosa[48]. Mientras cenaba, me preguntaba a qué conclusión llegarían los ministros de Exteriores. Mientras nos tomábamos el café, pudimos observar que los ministros de Asuntos Exteriores se estaban trasladando a la terraza para tomarse el suyo, y llegamos a la conclusión natural de que habían terminado su tarea. Nada más lejos de ello. Parecía que el señor Cheysson, ministro francés de Asuntos Exteriores, había amenizado la cena a sus colegas con sus propios recuerdos de Moscú. El presidente Mitterrand no ocultó su disgusto, y los ministros de Asuntos Exteriores volvieron rápidamente al interior del edificio para centrarse en las discusiones presupuestarias.
En cuanto a nosotros, los jefes de Gobierno, dedicamos algún tiempo a comentar el futuro de la Comunidad. Estudiamos el número de miembros de la Comisión que habría una vez se hubiera producido la ampliación de resultas del ingreso de España y Portugal. Yo era la única persona dispuesta a dar mi acuerdo a un miembro por país, con el fin de reducir el número de dieciséis a doce. Pregunté al señor Thorn (con cuyas opiniones yo coincidía a menudo ya que él no tenía las ambiciones grandiosas y las tendencias burocráticas de su sucesor) si de verdad había suficiente trabajo para diecisiete miembros en la Comisión. Me respondió negativamente. Sin embargo, mis colegas de Francia, Alemania e Italia no estaban dispuestos a reducir su representación. Por tanto, la Comisión acabó con el número al completo; y cuando el diablo no tiene qué hacer, mata moscas con el rabo.
Alrededor de la una y media de la tarde, el señor Cheysson volvió a aparecer para informarnos que los ministros de Exteriores habían «clarificado aquellos puntos en los que existían diferencias». De hecho, por lo que parecía, los franceses habían logrado persuadir a los ministros de Exteriores para que favorecieran un sistema de deducciones que nos devolviera un simple porcentaje de nuestra contribución neta. Partiendo de tal sistema de porcentajes, no habría un vínculo entre contribuciones netas y prosperidad relativa, a diferencia de lo que sucedería de aplicarse el sistema de «umbrales» que nosotros defendíamos. En privado, habíamos previsto que las cosas podrían terminar de este modo.
Sin embargo, ¿a qué haría referencia este porcentaje? Todos podíamos dar nuestro acuerdo a que fuera un porcentaje del desfase entre las cantidades que pagáramos a la Comunidad y las cantidades que recibiéramos de la misma. Los franceses proponían que para calcular nuestras contribuciones tuviéramos en cuenta sólo aquellos pagos a la Comunidad que Gran Bretaña efectuara en relación con el IVA. Sin embargo, esa fórmula hacía caso omiso de las considerables contribuciones que también efectuábamos por medio de la recaudación de impuestos y aranceles. Todas nuestras anteriores propuestas se habían basado en esta suma más cuantiosa, pero al final tuvimos que aceptar que el cálculo se realizara sobre la base del IVA.
Y, por último, ¿con qué porcentaje se correspondería la deducción? Tendría que ser bastante grande si se quería que abandonáramos la idea del umbral, y por tanto cualquier tipo de vínculo entre aportación neta y prosperidad. De hecho, yo tenía en mente una cantidad bastante superior al 70 por ciento. Sin embargo, por lo que sucedió en la reunión de ministros de Asuntos Exteriores, parecía que ahora existía la probabilidad de que se nos ofreciera, como mucho, una cifra de entre el 50 y el 60 por ciento con categoría provisional a lo largo de dos años, que arrojaría un total de 1000 millones de ecus al año de devolución durante los dos primeros años. No me cabía en la cabeza cómo Geoffrey, que tan espléndida firmeza había demostrado hasta entonces durante las negociaciones, había podido permitir que los ministros de Asuntos Exteriores llegaran a tamaña conclusión.
Estaba desesperada. Dije a los jefes de Gobierno que desde el principio Gran Bretaña jamás había sido objeto de un trato justo. No estaba dispuesta a volver a hablar de una cantidad provisional; si ésta era su mejor oferta, la reunión del Consejo de Fontainebleau sería un desastre.
A continuación, Geoffrey, algunos funcionarios y yo nos reunimos para debatir qué hacer. Nuestros funcionarios —quienes, me constaba, tenían la inteligencia, la experiencia y la determinación necesarias para sacar algo en concreto de este desastre— pusieron manos a la obra con sus equivalentes de los otros países, y trabajaron a lo largo de toda aquella noche y hasta las primeras horas de la mañana siguiente. Como resultado de sus esfuerzos, la siguiente jornada tuvo un principio muchísimo mejor de lo que había sido el final de la anterior.
Es probable que el desayuno del presidente Mitterrand y el canciller Kohl a la mañana siguiente despejara el camino hacia una solución. El presidente Mitterrand abrió la sesión oficial diciendo que teníamos que intentar alcanzar un acuerdo en cuanto al presupuesto, pero que de no haberlo alcanzado a la hora de comer deberíamos pasar a otros asuntos. Yo dejé muy claro que estaba dispuesta a negociar sobre la base de un acuerdo de porcentajes, pero insistía en una cifra superior al 70 por ciento. Muy pronto, y haciendo gala de gran prudencia, el presidente Mitterrand suspendió la sesión principal para permitir que se celebraran reuniones bilaterales.
¿Cuál debería ser el límite de mi resistencia en cuanto a las cifras? Como ya dije, había causas justificadas para que yo quisiera resolver el asunto entonces. También, dada la necesidad de que la Comunidad hiciera frente al asunto financiero del techo del uno por ciento de IVA (ellos conocían la existencia de nuestro veto en cuanto al aumento de esta cifra) existían unas razones igualmente poderosas para que los otros miembros de la Comunidad cooperaran. En esta fase, el presidente francés se negaba a ir más allá del 60 por ciento. El canciller Kohl podría llegar al 65 por ciento. Yo evalué la situación cuidadosamente, y llegué a la conclusión de que podría alcanzar un acuerdo basado en una devolución de los dos tercios. Sin embargo, estaba decidida a lograr el 66 por ciento en su totalidad. Sólo lo logré cuando se reanudó la sesión plenaria. Dije que sería absurdo que se me negara el uno por ciento que pedía. El presidente francés, sonriendo, me dijo: «Naturalmente, señora primera ministra, lo tendrá usted». Y así fue como se alcanzó el acuerdo.
O casi se alcanzó. Cuando se estaba redactando el acuerdo, se intentó excluir los costes de la ampliación de este acuerdo de devolución. Me resistí con fuerza, y gané. Los jefes de Gobierno también dieron su acuerdo a la liberación de nuestra devolución correspondiente a 1983.
Inmediatamente después, el canciller Kohl presentó el asunto de un subsidio especial para sus agricultores. Dijo que, puesto que Alemania había facilitado la solución del presupuesto al proporcionar buena parte de los fondos, le parecía que tenía derecho a subvencionar a sus propios agricultores, contraviniendo directamente la política agraria comunitaria. Esto no fue del agrado de los holandeses, ya que, en la práctica, se verían obligados a subvencionar a sus propios agricultores en la misma medida; sin embargo, los Países Bajos ni querían ni podían oponerse a Alemania. El resultado fue que Kohl se salió con la suya.
Tras unas discusiones adicionales, especialmente las que mantuvimos Garret FitzGerald y yo, en cuanto a cómo hacer frente al presupuesto de la Comunidad de 1984, del que ya se había gastado en exceso, el presidente Mitterrand dio por terminada la conferencia y pasamos a comer, tarde pero muy animados, ya que se había roto el punto muerto que pesaba sobre el presupuesto.
Durante mi rueda de prensa, y también durante mi posterior comparecencia ante la Cámara de los Comunes para hablar de los resultados alcanzados en Fontainebleau, se oyeron ciertas críticas en el sentido de que debería haber obtenido más resultados. Sin embargo, el logro esencial consistía en haber llegado a una solución que duraría tanto como duraran los «recursos propios» ampliados generados a partir del nuevo techo de 1,4 por ciento correspondiente al IVA. Por supuesto, en cierto sentido aquello no era «permanente»: sin embargo, significaba que no me vería obligada a tener que volver a negociar la deducción cada dos años hasta que se agotara el nuevo límite correspondiente al IVA, y que cuando lo hiciera mi posición sería igual de fuerte que lo había sido en Fontainebleau a la hora de vetar cualesquiera «recursos propios» adicionales a no ser que yo lograra un trato satisfactorio sobre la contribución de Gran Bretaña al presupuesto. De forma más general, la solución de esta disputa significó que ahora la Comunidad podía seguir adelante tanto en lo referente al asunto de la ampliación como al de las medidas del Mercado Único que yo deseaba. En toda negociación se llega a un punto que es el mejor momento posible para pactar: ese punto había llegado.
LA AMPLIACIÓN DE LA COMUNIDAD
Por lo general, se había dado por sentado que una vez que tanto nosotros como los alemanes hubiéramos aceptado a aumentar los «recursos propios» de la Comunidad, el ingreso de España y Portugal se produciría sin grandes obstáculos. De hecho, sólo se resolvió este asunto tras dos reuniones del Consejo Europeo, en Dublín y en Bruselas. Al haber asumido los irlandeses la presidencia de la Comunidad, la reunión del Consejo en Dublín se fijó para el lunes y el martes, 3 y 4 de diciembre, respectivamente. Yo siempre destacaba en estas ocasiones, sencillamente porque, al ser principal objetivo político del IRA, se hacía necesario rodearme de unas medidas de seguridad especialmente rigurosas. El Gobierno y el Ejército de Irlanda hacían grandes esfuerzos en este sentido, y yo les manifestaba mi agradecimiento. Sin embargo, no podía prácticamente poner un pie fuera del castillo de Dublín, donde me solía alojar, y viajaba de un lado a otro en helicóptero solamente en la medida en que fuera estrictamente necesario.
Al menos en esta ocasión, el malo de la película no fue Gran Bretaña, sino Grecia; y en este caso con algo de razón. Los dos temas más destacados en relación con las condiciones para el ingreso de España y de Portugal habían resultado ser el vino y la pesca; de estos dos dependían en gran medida los países de la península Ibérica. Las negociaciones parecían estar aproximándose a una conclusión satisfactoria para ambas partes. En aquel momento, el señor Papandreu, hombre de izquierdas y primer ministro griego, nos sorprendió con un poco de teatro clásico. El señor Papandreu, un hombre agradable y encantador en privado, cambiaba por completo de personalidad cuando se trataba de obtener más dinero para Grecia. Intervino entonces, consiguiendo vetar la ampliación a no ser que obtuviera un compromiso en el sentido de que a Grecia se le otorgarían unas cantidades descomunales a lo largo de los seis años siguientes. La ocasión para este asunto surgió de resultas de unas conversaciones que se habían venido celebrando durante algún tiempo en relación con un «programa integrado para el Mediterráneo», programa de ayuda cuyo principal beneficiario sería Grecia. Parecía ser que a los griegos se les había abierto el apetito tras una discusión, que no estaba autorizada, durante la cual se habló de grandes cantidades en el seno de la Comisión. La declaración del señor Papandreu produjo consternación en el Consejo. Todos tomamos a mal no sólo el hecho de que Grecia nos estuviera haciendo chantaje, ni incluso las tácticas específicas que se estaban utilizando, sino aún más el hecho de que, aunque se había permitido el ingreso de Grecia a la Comunidad precisamente para arraigar su democracia recuperada, ahora los griegos se negaban a permitir a la Comunidad que hiciera lo mismo para España y Portugal, dos antiguas dictaduras.
De hecho, tuve ocasión de conversar con el presidente español, don Felipe González, cuando ambos viajamos a Moscú para asistir al funeral del señor Chernenko, el siguiente mes de marzo. El señor González, por quien yo sentía una simpatía personal por mucho que no estuviera de acuerdo con su socialismo, estaba indignado con los términos que se ofrecían a España para su ingreso en la Comunidad. Yo le comprendía muy bien. Anteriormente, yo había recalcado al presidente Mitterrand que era esencial que España y Portugal se incorporaran rápidamente, y que no se debía permitir que unas consideraciones egoístas a corto plazo constituyeran un obstáculo para lo que se tenía que hacer con el fin de fortalecer la democracia en Europa. Sin embargo, ahora advertí al señor González que no debía esperar a lograr unos términos más favorables, términos que yo dudaba que pudiera conseguir. Le dije que me parecía más indicado defender el caso desde dentro. Por el motivo que fuera, aceptó mi consejo, y el mes siguiente, durante la reunión del Consejo celebrada en Bruselas bajo la presidencia de Italia, y que no resultó especialmente destacada en otros sentidos, se llevaron a buen fin las negociaciones correspondientes al ingreso de España y Portugal. Para Gran Bretaña, la admisión de España supondría un beneficio adicional, ya que, a lo largo del tiempo, este país se vería obligado a eliminar los aranceles que nos discriminaban en la esfera de la importación de automóviles, y que durante mucho tiempo habían sido fuente de irritación en dicha industria.
Sin embargo, se tenía que pagar el rescate griego. Yo fui la única persona que se manifestó enérgicamente en Bruselas contra el total de la factura que se nos presentó en relación con el «programa integrado para el Mediterráneo». Los alemanes parecían curiosamente reacios a la hora de defender sus propios intereses económicos, y rechazaron nuestros intentos, que se produjeron a nivel ministerial y oficial, de establecer con ellos un programa de trabajo conjunto. En última instancia, resultó que incluso Francia e Italia acabaron por efectuar contribuciones netas. Grecia podía contar con una lluvia de oro.
En Bruselas también lancé una iniciativa sobre la desreglamentación, con el objeto de aportar un impulso al desarrollo de la Comunidad en tanto que zona de libre comercio y libre empresa. La intención consistía en adaptar lo anterior a nuestra propia política económica: jamás he llegado a comprender por qué parece que algunos conservadores aceptan el hecho de que los mercados libres están bien para Gran Bretaña, pero al mismo tiempo están dispuestos a aceptar el dirigisme cuando viene envuelto en la bandera europea. Durante mis declaraciones ante el Consejo, recurrí un poquito al ridículo para hacer ver mi punto de vista acerca del torrente de directivas que manaban de Bruselas. Observé que el Tratado de Roma era un documento para la libertad económica, y no nos podíamos permitir convertirlo en un tratado que diera amparo a miles de reglamentaciones de menor cuantía. Teníamos que intentar reducir la burocracia que afecta a los negocios, y que cerciorarnos de que los mercados laborales funcionaban adecuadamente con el objeto de crear puestos de trabajo. Parte de la legislación comunitaria se había sometido a enmiendas hasta en cuarenta ocasiones: teníamos que plantearnos lo que esto suponía para los pequeños comerciantes. Mostré un voluminoso montón de directivas que tenía delante, correspondientes a la legislación sobre el IVA y las sociedades. En 1984 se habían elaborado 59 nuevas normas. Entre todas ellas, mis preferidas eran las siguientes: un borrador de directiva sobre el lodo en la agricultura, un borrador de directiva sobre el comercio de conserva de macedonia de frutas, y un borrador de directiva por el que se enmendaba la norma principal sobre la organización común del mercado de carne de cabra.
Obtuve un apoyo considerable para la iniciativa; sin embargo, naturalmente era a la Comisión —la fuente misma del problema— a quien correspondía llevarla a cabo. Sería necesario algo más que este gesto de modesta utilidad para lograr modificar el funcionamiento de la Comisión: muy pronto le concederíamos aún más facultades.
La aprobación de la nueva Comisión, presidida por el señor Delors, tuvo lugar en Bruselas. Por aquel entonces, lo único que yo sabía del señor Delors era que poseía una inteligencia y una energía extraordinarias, y también que, en calidad de ministro de Hacienda francés, se le había atribuido el mérito de poner freno a las políticas socialistas de izquierdas iniciales del Gobierno del presidente Mitterrand, y de establecer la economía francesa sobre una base más sólida. El socialista francés es un ser formidable. Suele tener una formación académica de altísimo nivel y una total seguridad en sí mismo, y suele ser un dirigiste convencido dentro de una cultura política que es dirigiste por tradición. Así era el señor Delors.
Designé a lord Cockfield como nuevo miembro de la Comisión por Gran Bretaña. Ya no me resultaba posible hallarle un cargo en el Consejo de Ministros, y me pareció que sería eficaz en Bruselas. Así fue. Siempre reconocí su aportación al programa del Mercado Único. Arthur Cockfield era un tecnócrata por naturaleza, con gran capacidad y una actitud idónea para la solución de problemas. Lamentablemente, tenía una tendencia a pasar por alto los temas más amplios de la política (la soberanía constitucional, el sentimiento nacional y las fuerzas de la libertad). Era al mismo tiempo el amo y el prisionero del tema al que se dedicaba. Por tanto, le resultaba excesivamente sencillo pasarse al otro bando, y en lugar de desreglamentar el mercado volver a reglamentarlo bajo la rúbrica de la armonización. Desgraciadamente, no pasó mucho tiempo antes de que mi antiguo amigo y yo nos enfrentáramos.
Desde la perspectiva del tiempo, las cumbres de Dublín y de Bruselas habían representado un interludio —si bien un interludio animado— entre los dos grandes temas que dominaban la política de la Comunidad durante aquellos años: el presupuesto y el Mercado Único. El Mercado Único, promovido por Gran Bretaña, tenía por objeto dotar de auténtica sustancia al Tratado de Roma y revivir sus fines liberales, de libre comercio y de desreglamentación. Yo me daba cuenta de hasta qué punto resultaba importante establecer con anticipación las bases para esta nueva fase del desarrollo de la Comunidad.
La presión por parte de la mayoría de los demás países de la Comunidad, de la Comisión Europea, de la Asamblea Europea y de las personalidades influyentes de los medios de comunicación para una cooperación y una integración europea más estrechas eran tan fuertes que resultaban prácticamente irresistibles. Sin embargo, ¿de qué tipo de integración se trataba? Mi meta tenía que ser cerciorarme de que no nos viéramos impulsados atropelladamente hacia el federalismo europeo. El impulso de la Comunidad debía llevar al logro del auténtico Mercado Común según se concebía en el tratado original, una fuerza a favor del libre comercio y no del proteccionismo. Para lograrlo, yo tendría que establecer alianzas con otros gobiernos, que aceptar compromisos y que emplear un lenguaje que no me parecía atrayente. Tendría que afirmar de manera persuasiva las credenciales británicas ante Europa, y al mismo tiempo estar preparada para enfrentarme contra la mayoría en relación con los asuntos de verdadera importancia para Gran Bretaña. Este planteamiento jamás resultaría fácil.
LA REUNIÓN DEL CONSEJO EUROPEO DE MILÁN
Yo esperaba que un primer paso significativo fuera el dado por medio del documento que Geoffrey Howe y yo elaboramos para el Consejo de Milán, en el cual la presidencia le correspondería a Italia, el país anfitrión, y que se celebraría el viernes y el sábado, 28 y 29 de junio. El lenguaje y la dirección que se seguían en este documento eran aparentemente communautaires. El documento cubría cuatro esferas: la ampliación del Mercado Común, el fortalecimiento de la cooperación política, las mejoras en el proceso de toma de decisiones y las mejoras en la explotación de la alta tecnología. El elemento más significativo era el relacionado con la «cooperación política», que en la lengua de todos los días significa política exterior. Se trataba de lograr una cooperación más estrecha entre los Estados miembros de la Comunidad, que sin embargo mantendría el derecho de los Estados a seguir sus propios caminos.
En aquel momento parecían existir varios buenos motivos para este enfoque. La guerra de las Malvinas me había demostrado hasta qué punto sería útil que todos los miembros de la Comunidad estuvieran dispuestos a comprometerse a dar su apoyo a un miembro individual en dificultades. El presidente Mitterrand había sido un fiel aliado: sin embargo, algunos de los otros miembros de la Comunidad habían dudado, y los instintos de uno o dos eran abiertamente hostiles. Quizás era aún más importante la necesidad de solidaridad occidental a la hora de hacer frente a la situación del bloque oriental. La cooperación en política extranjera dentro de la Comunidad Europea ayudaría a fortalecer a Occidente, siempre y cuando las relaciones favorables con Estados Unidos continuaran siendo el factor de mayor importancia. Sin embargo, lo que yo no quería que sucediera era que se injertara un nuevo tratado al Tratado de Roma. Yo creía que podríamos lograr una colaboración política más estrecha al tiempo que progresábamos hacia un Mercado Único sin un tratado de este tipo; y mis instintos me advertían de las fantasías federalistas que podrían plantearse si abríamos esta caja de Pandora.
Tenía un enorme interés en obtener el acuerdo a nuestro planteamiento con mucha antelación a la reunión del Consejo en Milán. Por tanto, cuando el canciller Kohl vino a verme para una tarde de conversaciones en Chequers, el sábado 18 de mayo, le enseñé el documento sobre cooperación política y le dije que estábamos pensando en presentarlo en Milán. Añadí que lo que yo deseaba era algo claramente distinto del Tratado de Roma, que hiciera que la cooperación se basara en un acuerdo intergubernamental. Al canciller Kohl pareció complacerle nuestro planteamiento, y a su debido tiempo también envié una copia a Francia. Cabe imaginarse mi sorpresa cuando, la víspera de la fecha en que tenía que ir a Milán, me enteré de que Alemania y Francia habían presentado su propio documento, prácticamente idéntico al nuestro. Tales eran las consecuencias de las consultas previas.
El malestar que esta situación creó fue, a su manera, un logro extraordinario, ya que casi todos nosotros habíamos acudido allí con la intención de seguir más o menos la misma dirección. Tampoco ayudó a resolver las cosas la presidencia del primer ministro italiano, Betino Craxi. El señor Craxi, socialista, y su ministro de Asuntos Exteriores, el señor Andreotti, democristiano, eran rivales políticos, pero compartían una misma determinación de convocar una conferencia intergubernamental. Esta conferencia, que se podía convocar por mayoría simple, sería necesaria en el supuesto de producirse cambios en el Tratado de Roma, cambios que a su vez, sin embargo, tendrían que votarse por unanimidad. A mí me parecía que una conferencia intergubernamental sería innecesaria (así lo dije), y peligrosa (así lo pensaba). No estaba muy claro exactamente qué era lo que deseaban los franceses y los alemanes, aparte de un tratado distinto para la cooperación política. Sin duda querían que se dieran pasos adicionales hacia la «integración» europea en general, y tenía que ser probable que quisieran una conferencia intergubernamental si esto era posible, como lo fue, por unos motivos que explicaré en breve. También es posible que se hubiera alcanzado algún tipo de acuerdo secreto en este sentido antes de que comenzara la reunión del Consejo. Sin duda, cuando él y yo celebramos una reunión bilateral a primera hora de la mañana del viernes, el señor Craxi no se podía haber mostrado más agradablemente razonable; de hecho, se comentó como posibilidad una conferencia intergubernamental, pero yo dejé muy clara mi opinión en el sentido de que las decisiones pertinentes se podían tomar en gran medida durante la presente reunión del Consejo, sin los aplazamientos que serían inevitables si se llegaba a convocar una conferencia intergubernamental con todas sus consecuencias. Al marcharme, pensaba en lo fácil que había sido hacerle comprender mi punto de vista.
Merece la pena recordar el proceso inicial por el cual se había ido creando la presión para celebrar una conferencia intergubernamental. Un año antes, en uno de esos gestos que en su momento parecen un tanto insignificantes pero que a la luz de los acontecimientos adquieren una importancia enorme, acordamos (en Fontainebleau) crear un comité ad hoc, bajo la presidencia del senador irlandés James Dooge, para sugerir mejoras en la cooperación europea. Algunas de las propuestas del comité eran razonables, como por ejemplo su insistencia en una cooperación política más efectiva y en un Mercado Único; algunas eran censurables, como el «logro de un área social europea», que prefiguraba el planteamiento de la posterior Carta Social; y algunas eran auténticas chifladuras, como el fomento de «valores culturales comunes». Pero por encima de todo el Comité Dooge propuso una conferencia intergubernamental para la ratificación de la totalidad de sus propuestas de enmienda al tratado con vistas a la creación de una «Unión Europea». De modo que, de forma inevitable, una propuesta de este tipo fue la que se presentó en Milán. Una vez que esto hubo sucedido, la conferencia intergubernamental que se proponía parecía ser el vehículo perfecto para las ideas particulares de casi todos los demás en cuanto al desarrollo europeo. Esto hizo que resultara bastante difícil oponer resistencia.
Sea como fuere, para mi sorpresa e indignación el señor Craxi propuso una votación y el Consejo decidió por mayoría establecer una conferencia intergubernamental. Yo había perdido el tiempo, no sólo durante la reunión del Consejo sino durante todos los días de trabajo que la precedieron. Tendría que volver a la Cámara de los Comunes y explicar por qué todas las grandes esperanzas que se habían puesto en Milán se habían venido abajo. Además, durante el tiempo que estuve allí ni tan siquiera tuve ocasión de ir una vez a la ópera.
LA OBSESIÓN DEL MERCADO ÚNICO
A pesar de mi malestar ante lo que había sucedido, yo me daba cuenta de que teníamos que conformarnos con las cosas tal como estaban. Dejé muy claro que participaríamos en la conferencia intergubernamental; no veía ninguna ventaja en la política alternativa de la «silla vacía», que durante algún tiempo había practicado Francia en años anteriores. Ha de estar en juego un asunto de principios de primera magnitud para justificar que cualquier nación se niegue a tomar parte en los debates comunitarios. Este no era el caso: estábamos de acuerdo con los objetivos de reforzar la cooperación política y del Mercado Único; con lo que no estábamos de acuerdo era sólo con los medios para aplicarlos; esto es, con la conferencia intergubernamental. Además, por lo general a mí me parecía que era mejor defender nuestra posición en una fase temprana, ya fuera durante una reunión del Consejo o durante la conferencia intergubernamental, y no durante la fase final, cuando la propuesta se hubiera convertido en una enmienda al Tratado de Roma. En esta instancia, sin embargo, mis cálculos se basaban en la buena fe y la lealtad de las conversaciones entre jefes de Gobierno y con la Comisión. A medida que transcurría el tiempo, empecé a tener motivos para dudar de una y otra.
Entonces se inició una serie aparentemente interminable de reuniones y de borradores como preparación para la reunión del Consejo Europeo que se celebraría en Luxemburgo durante el mes de diciembre. Los informes sobre algunas de estas conversaciones, que tuve ocasión de leer, ilustraban hasta qué punto eran distintos los objetivos de los diferentes partícipes. El señor Delors instaba al cumplimiento de lo que él había descrito como los «dos grandes sueños» para Europa: una zona sin fronteras y la unión monetaria. Toda exención, toda derogación pretendida por otros países, como Gran Bretaña, parecían constituir una especie de traición. Se me dijo que él había censurado a casi todos los estados miembros en algún momento, con la salvedad de Italia, Bélgica y los Países Bajos.
El segundo premio al exceso de ambición les correspondía a los italianos. Los señores Craxi y Andreotti habían llegado a considerar la ampliación de los poderes de la Asamblea Europea como la piedra de toque de sus principios federalistas. Querían dotar a la asamblea de un poder de «decisión conjunta» con el Consejo, algo que de hecho habría paralizado a la Comunidad al someter a los jefes de Gobierno a injerencias perpetuas por parte de este organismo incipiente, falto de experiencia y a menudo irresponsable.
Los países europeos más pequeños en realidad tenían como objetivo alcanzar la vía más rápida, y para ellos también la más barata, hacia la unión económica y política europea; por tanto, era probable que estuvieran de acuerdo con cualquier movimiento en aquella dirección que no les alejara de los alemanes y los franceses. El asunto en su totalidad me lo resumía en una carta el señor Jacques Santer, primer ministro de Luxemburgo, minúsculo país anfitrión de la entonces próxima reunión del Consejo. Me instaba a «recordar nuestro magno objetivo de unión monetaria y económica», y añadía: «sin duda, una actitud decididamente ambiciosa nos permitirá obtener unos resultados estimulantes, y proporcionará un punto de partida para los cambios económicos y psicológicos que se hacen esenciales a medida que Europa asume su nueva función». En la delegación británica se daba una tendencia a descartar esta retórica por considerarla el reflejo de unas aspiraciones vagas y poco realistas, que no tenían ninguna posibilidad de aplicación. No nos equivocábamos al considerar que carecían de realismo; en lo que sí nos equivocábamos era en subestimar la determinación que algunos políticos europeos ponían en llevarlas a cabo.
En aquel momento, era aún más importante para los cálculos británicos el hecho de que los franceses y los alemanes querían salir de todo aquello. Para entonces, el eje franco alemán era una vez más tan fuerte como lo había sido bajo el presidente Giscard y el canciller Schmidt. El presidente Mitterrand y el canciller Kohl, al contrario que sus predecesores, tenían poco en común a nivel personal. El canciller Kohl tiene la buena mano propia de un político alemán de provincias, algo que siempre le ha sido muy útil a nivel político. Sólo hace poco —de hecho, a partir de la reunificación alemana— ha golpeado con una política exterior distintiva alemana. Durante la mayor parte de la década de 1980 parecía estar dispuesto a subordinar los intereses alemanes a la dirección francesa, ya que este método tranquilizaba a los vecinos de Alemania. Además, en tanto que democristiano está situado en la derecha social más que en la económica, y por tanto su visión del mundo está mucho más próxima a la del presidente socialista de Francia que lo estaría la de cualquier conservador británico. El presidente Mitterrand es un hombre culto y cosmopolita, pero un tanto distante en la política nacional francesa. Al igual que a muchos franceses de su generación, le obsesiona el temor de las consecuencias de una dominación alemana. Sin embargo, con independencia de lo que pudiera haberme dicho en privado, su línea de actuación en público y sus acciones, por este mismo motivo, siempre tendrían por objeto mantener a los alemanes dentro de la Comunidad Europea, donde los franceses tendrían ocasión de ejercer sobre ellos una influencia considerable. Por tanto, me constaba que la actitud francesa durante la próxima reunión del Consejo se centraría en hacer presión a favor de una «Unión Europea» más estrecha, ya que es ésta la frase que permite a ambas naciones dedicarse a sus propios intereses nacionales de forma respetable. Estas tendencias, como diré más adelante, irían adquiriendo importancia a medida que transcurría el tiempo.
Yo tenía una meta positiva de máxima importancia. Esta meta era la de crear un Mercado Común único. Los aranceles internos de mercancías de la Comunidad se habían abolido en el mes de julio de 1968. Al mismo tiempo, se había convertido en una unión aduanera, extremo que Gran Bretaña había aceptado plenamente en el mes de julio de 1977. Lo que quedaban eran las conocidas como barreras no arancelarias. Estas podían adquirir una enorme variedad de formas más o menos sutiles. Había normas nacionales diferentes correspondientes a asuntos que abarcaban unos temas que iban de la seguridad a la sanidad, normativas que hacían discriminación contra los productos extranjeros, políticas de abastecimiento público, retrasos y procedimientos excesivamente complejos en los puestos de aduanas; todo esto y muchas otras realidades similares colaboraban para frustrar la existencia de un verdadero Mercado Común. Las empresas británicas estaban entre las que más posibilidades tendrían de beneficiarse con la apertura de los mercados de otros países. Por ejemplo, estábamos excluidos de manera más o menos efectiva de los importantísimos mercados de seguros y de servicios financieros alemanes, donde me constaba —como supongo que también les constaba a los alemanes— que nuestra gente destacaría. El transporte era aún otra esfera importante en la que se nos cerraba el paso para la penetración que deseábamos iniciar. El precio que tendríamos que pagar para lograr un Mercado Único con todos sus beneficios económicos, sin embargo, era el de un aumento en el voto mayoritario dentro de la Comunidad. No había forma de eludirlo, ya que de no ser así los países específicos sucumbirían ante las presiones internas e impedirían la apertura de sus mercados. También se necesitaba un aumento en el poder de la Comisión Europea: sin embargo, dicho poder tenía que utilizarse para crear y mantener un Mercado Único, y no para apoyar otros objetivos.
Me constaba que tendría que desarrollar una enérgica acción de retaguardia en contra de los intentos de debilitar el control de Gran Bretaña sobre las esferas de interés nacional vital para nosotros. Yo no tenía intención de permitir que el voto mayoritario fuera aplicable, por ejemplo, a la tributación, que a la Comisión le hubiera gustado que «armonizáramos». La competencia entre los sistemas fiscales es mucho más sana que la imposición de un sistema único. Obliga a los gobiernos a reducir tanto sus gastos como la fiscalidad, y a limitar la carga que las normas representan; y cuando fracasan en estos aspectos, permite a las empresas y a los contribuyentes trasladarse a otros lugares. En cualquier caso, la capacidad de fijar los propios niveles fiscales es un elemento esencial de la soberanía nacional. Yo no estaba dispuesta a renunciar a nuestra facultad para controlar la inmigración (de países ajenos a la Comunidad Europea), para combatir el terrorismo, el crimen y el narcotráfico y para tomar medidas en la esfera de la sanidad humana, animal y vegetal, cerrando el paso a los agentes transmisores de enfermedades peligrosas; todo esto necesitaba unos controles de fronteras adecuados. Me parecía que existía un razonamiento perfectamente práctico para todo esto: en tanto que isla —y una isla bastante poco acostumbrada a los sistemas continentales más autoritarios de documentos de identidad y control policial— era natural que aplicáramos los controles necesarios en nuestros puertos y aeropuertos en lugar de a nivel interno. Esto era, una vez más, un factor esencial de la soberanía nacional, que un gobierno ha de justificar ante su propio Parlamento y su propio pueblo. Yo estaba dispuesta a acceder a cierta medida modesta de aumento en las facultades de la Asamblea Europea, que poco después, y con cierta imprecisión, se describiría como un Parlamento: sin embargo, el Consejo de Ministros, que representaba a unos gobiernos responsables ante los parlamentos nacionales, siempre tendría que tener la última palabra. Por último, me iba a oponer a cualquier intento de efectuar modificaciones en el tratado que permitieran a la Comisión —y al Consejo, por voto mayoritario— amontonar cargas adicionales sobre las empresas británicas.
Hasta el inicio mismo de la reunión del Consejo de Luxemburgo, creía que podíamos confiar en el apoyo alemán a la hora de oponernos a cualquier mención del SME y de la unión económica y monetaria en las revisiones del tratado. Sin embargo, entonces, al igual que ahora, existía una tensión inherente entre el deseo alemán de retener el control sobre su propia política monetaria para poner freno a la inflación, por una parte, y por la otra su deseo de probar sus credenciales europeas ejerciendo una presión adicional hacia la unión económica y monetaria.
Yo había comentado este extremo con el ministro de Hacienda británico, y él y yo compartíamos la misma opinión. Algunos días antes del inicio de la reunión del Consejo, Nigel Lawson manifestó sus puntos de vista con admirable claridad en un escrito en el que me instaba a mantenerme firme. Me recordaba que el canciller Kohl me había dicho el día anterior que los alemanes, al igual que nosotros, se oponían totalmente a cualquier enmienda a las estipulaciones monetarias del Tratado de Roma. Sin embargo, añadía que si la posición sufría un deterioro, yo tendría que tener en reserva algún texto posible. Nigel recalcó que sería esencial asegurarse de que la redacción no incluyera ninguna obligación para nosotros de unirnos al Mecanismo de Tipos de Cambio, dejar claro que la política de tipos de cambio es responsabilidad de las autoridades nacionales, llevar al mínimo cualquier ampliación de las competencias de la Comunidad y evitar cualquier referencia en el tratado a la UME. Terminaba diciendo que, tras haber estudiado las opciones, se veía obligado a decirme que con mucho la mejor vía sería no dejarse atrapar en este asunto. Yo opinaba lo mismo.
REUNIÓN DEL CONSEJO EUROPEO DE LUXEMBURGO
Llegué a Luxemburgo a las 10 de la mañana del lunes 2 de diciembre de 1985. La primera sesión de la reunión del Consejo empezó poco después. Los jefes de Gobierno procedimos a estudiar el borrador de tratado —lo que después se convertiría en el Acta Única Europea— que la presidencia y la Comisión habían redactado. Al principio, las discusiones se prolongaban, y se dedicaban varias horas a cada cláusula individual. La capacidad de los presentes para debatir en gran detalle y con considerable repetición unos asuntos de escaso interés me resultaba tan sorprendente como siempre. Hubiera sido mucho mejor si, como yo había deseado al principio, no se hubiera celebrado una conferencia intergubernamental, ni hubiera habido un nuevo tratado, sino solamente algunos acuerdos prácticos limitados.
También me consternaba ver que los alemanes cambiaban de posición y decían que ahora estaban dispuestos a incluir asuntos monetarios en el tratado. Sin embargo, me fue posible, en una conversación marginal con el canciller Kohl, reducir la fórmula a lo que yo consideraba como unas proporciones insignificantes que se limitaban a describir el statu quo, en lugar de fijar nuevas metas. Esto añadía a la frase «Unión Económica y Monetaria» la importante glosa de «cooperación en política económica y monetaria». La primera había sido, lamentablemente, el objetivo oficial desde el mes de octubre de 1972; yo esperaba que la segunda indicara los límites que imponía el documento. Sin embargo, esta fórmula sólo retrasó muy brevemente el impulso del señor Delors hacia la unión monetaria.
Quizás incluso aquellos jefes de Gobierno en quienes se manifestaba en mayor medida la sed de jerga europea se aburrían un poco una vez transcurrido el primer día. Sin duda alguna, los debates del martes, a pesar de ser dilatados e intensos, fueron mucho más productivos. Para cuando celebré mi rueda de prensa sobre las conclusiones de la reunión del Consejo, ya era medianoche. Estaba satisfecha de los logros obtenidos. Habíamos emprendido el camino hacia el Mercado Único de 1992. Me había visto obligada a hacer relativamente pocas concesiones en cuanto a la redacción; no había renunciado a ningún interés británico de importancia; tenía reservas únicamente en cuanto a un aspecto del tratado correspondiente a la política social[49]. Italia, que desde el principio había insistido en que se celebrara la conferencia intergubernamental, no sólo era el país que más reservas había manifestado en cuanto a la misma sino que también exigía el acuerdo de la Asamblea Europea.
Quizás lo que más satisfacción me produjo fue la inclusión en el acta oficial de la conferencia de una «declaración general» que venía a decir que nada de lo contenido en aquellas estipulaciones afectaría al derecho de los Estados miembros a tomar aquellas medidas que consideraran necesarias con el fin de controlar la inmigración de terceros países, y de combatir el terrorismo, el narcotráfico y el comercio ilícito en obras de arte y antigüedades.
Yo insistí en que se incluyera esta declaración. Dije que, de no hacerse, los terroristas, los narcotraficantes y los criminales utilizarían las estipulaciones del documento en beneficio propio, y en detrimento del público. De no haberse incorporado, yo no podría haber dado mi acuerdo al Acta Única Europea. De hecho, ni la Comisión ni el Consejo, ni el Tribunal Europeo, habrían estado dispuestos a la larga a defender lo que se había acordado en esta declaración, así como tampoco respetarían las limitaciones en cuanto al voto mayoritario que se recogían en el tratado en sí. Pero no nos adelantemos a los acontecimientos.
Los primeros frutos de lo que vendría en llamarse el Acta Única Europea fueron positivos para Gran Bretaña. Por fin, me parecía, íbamos a hacer que la Comunidad volviera al buen camino, a concentrarse en su función de enorme mercado, con todas las oportunidades que ello proporcionaría a nuestras industrias. No hay duda de que de este logro seguirán manando ventajas hasta muy entrado el futuro, a pesar de que la armonización y la normalización en sí amenazan incesantemente con convertirse en fines. El problema estribaba —y he de dar pleno crédito a aquellos tories que me advirtieron en ese sentido por aquel entonces— en que los nuevos poderes que había recibido la Comisión no parecían hacer otra cosa que estimular su apetito.
Incluso por aquel entonces, distintas personas tenían unas ideas muy diferentes en cuanto al importe de lo que se había acordado en Luxemburgo. El señor Delors lo describió como un «compromiso con el progreso», lamentando que su propuesta de poderes adicionales para la Asamblea Europea no se hubiera aceptado, pero acogía con satisfacción lo que se había dicho acerca de los asuntos monetarios, ya que él consideraba que el ecu formaba «parte del sueño europeo». Los holandeses, federalistas por naturaleza, también estaban decepcionados. Sin embargo, algunos de ellos albergaban esperanzas. En un periódico holandés se decía que «el ideal de la unidad europea tendría que esperar hasta que un nuevo inquilino ocupara el Número 10». Los alemanes, con razón, veían que se había vuelto a tomar el impulso hacia su objetivo de la Unión Europea. El canciller Kohl, mostrando su satisfacción ante los resultados, declaró ante el Bundestag que el Consejo había «supuesto un paso decisivo hacia adelante para el desarrollo político e institucional de la Comunidad».
Por aquel entonces, mi punto de vista era diferente. Mientras respondía a las preguntas que se me planteaban en la Cámara de los Comunes acerca de los resultados de Luxemburgo, manifesté lo siguiente:
Reitero sin cesar que desearía que hablaran menos de la unión europea y política. Son términos que no se entienden en este país. En la medida en que se comprendan allí, significan considerablemente menos de lo que algunas personas de aquí creen que significan.
Desde la perspectiva actual, estaba equivocada al pensar así. Sin embargo, sigo opinando que hicimos bien en firmar el Acta Única Europea, porque deseábamos un Mercado Único Europeo.
Los asuntos europeos pasaron a un segundo plano para mí durante el resto de la vida de aquel Parlamento, con poquísimas excepciones. Las decisiones principales se habían tomado, e incluso la búsqueda de nuevas «iniciativas» por parte de la Comisión se había reducido de momento, de resultas de la necesidad de elaborar y aplicar el programa del Mercado Único. La Comunidad estaba gastando más de lo que le permitían sus recursos, pero aún no había alcanzado los nuevos límites de ingresos a través del IVA que se habían fijado. La ampliación tenía que llevarse a cabo. Había muchísimo que hacer.
LA REUNIÓN DEL CONSEJO EUROPEO DE LONDRES
Gran Bretaña asumió la presidencia, y el Consejo Europeo se reunió en Londres el viernes 5 y el sábado 6 de diciembre de 1986. La reunión se había de celebrar en el Queen Elizabeth II Conference Centre. El enorme coste y el diseño desagradable de este edificio sólo se pueden justificar con la fealdad del solar original —utilizado para aparcar coches— en el que se construyó. Yo me tomaba gran interés en los preparativos, tanto físicos como diplomáticos, para nuestras reuniones en la cumbre importantes. Por ejemplo, anteriormente había hecho que se sustituyeran las sillas giratorias que rodeaban la mesa de conferencias en el centro Queen Elizabeth II con otras sillas de madera más ligeras: siempre me pareció interesante poder mirar a los ojos de la persona que uno tiene enfrente sin darle la oportunidad de girarse hacia un lado, y así escapar. En esta ocasión, me cercioré de que las paredes, del mismo color gris que se suele ver en el casco de los acorazados, se taparan con cortinajes de color beige y con cuadros, asegurándome de que se colgaran unos dibujos de Henry Moore, que se tomaron prestados de la Moore Foundation, frente al lugar en el que se sentaría el presidente Mitterrand, al que yo sabía que le gustaba Henry Moore tanto como a mí.
Sin duda alguna, el principal logro de la presidencia británica fue conseguir adoptar un número récord de medidas para la aplicación del Mercado Único. Este era el tipo de progreso consistente que necesitaba la Comunidad, y no las iniciativas espectaculares que buscaban la publicidad, y que se quedaban en nada o se limitaban a causar malestar.
Sin embargo, la reunión del Consejo de Londres sólo podría alcanzar un éxito muy modesto. De camino a la cena, el canciller Kohl le había dejado muy claro a mi secretario privado, Charles Powell, que no había ninguna posibilidad de que Alemania pudiera tomar decisiones de primera magnitud en cuanto a la agricultura —el asunto más problemático por entonces— antes de las próximas elecciones en aquel país. Si no se pudo lograr ningún resultado espectacular en cuanto a la agricultura o al presupuesto, sin embargo, la reunión del Consejo se destacó porque allí emergió el señor Delors como una nueva especie de presidente de la Comisión Europea, un actor principal en el juego. Pude cerciorarme de antemano y brevemente de este extremo durante la cena de la primera noche, cuando, para mi sorpresa e irritación, que no oculté, aprovechó el período previo a la cena para pronunciar un larguísimo discurso sobre el alarmante estado económico en el que se hallaba la Comunidad de resultas de la política agrícola comunitaria y para proponer toda una gama de sugerencias muy detalladas. Yo le contesté que se nos debía haber expuesto aquello antes: resultaba evidente, por lo que él decía, que la Comunidad estaba en la ruina. Di mi aprobación a que el señor Delors efectuara visitas a las capitales europeas, tal como proponía, para intentar hallar una solución. Sin embargo, este tipo de proceder no debería repetirse. Me dije que nadie podía imaginarse a un alto funcionario británico dando este tipo de sorpresas a los ministros. El incidente sirvió para ilustrar con lamentable claridad lo que iba mal en la Comisión: estaba compuesta de una nueva raza de políticos, sin responsabilidad alguna hacia nadie.
En mi condición de presidente de la Comunidad, me vi obligada a celebrar una rueda de prensa para informar sobre los resultados, en la que me acompañó el señor Delors. En esta ocasión —sorprendiéndome una vez más— se negó a decir nada, incluso cuando le pedí que añadiera sus comentarios a una de mis respuestas. Seguí instándole a que hablara, pero sin obtener ningún resultado. «No sabía que usted fuera uno de esos hombres fuertes y silenciosos», comenté.
El señor Delors no tardó mucho en romper su silencio. Tres días más tarde, pronuncié un discurso para informar sobre la presidencia ante la Asamblea Europea en Estrasburgo, el martes 9 de diciembre. La cosa no habría podido ser más communautaire. Sin embargo, cuando volví a tomar asiento, el señor Delors —un señor Delors muy distinto al que antes había tenido ocasión de ver y oír— tomó la palabra. Pronunciaba una eurodemagogia destinada a llegar a los prejuicios de su público, a quitar importancia a la labor realizada por la presidencia británica y a pedir más dinero. No estaba dispuesta a consentir aquello. Cuando hubo terminado, me puse en pie y solicité del derecho de réplica; derecho que, por lo que parecía, era desconocido para aquel «Parlamento». Improvisé para responder a los temas que se habían planteado, como lo haría en una alocución final en la Cámara de los Comunes. No dejé de comentar que él no había dicho nada de aquello cuando tuvo la oportunidad de hacerlo, durante la conferencia de prensa que celebramos juntos. Llegó tarde a la comida que se celebró a continuación, y ocupó su asiento a mi lado. Entonces le dije que una y otra vez había defendido su posición en la Cámara de los Comunes, y me había negado a rechazar fondos adicionales, aún estando sometida a una presión extraordinariamente intensa. De una cosa podía estar seguro, le dije: aquello no volvería a suceder.
A lo largo de los dos años de politiqueo europeo que desembocaron en el Acta Única Europea, tuve ocasión de ser testigo de un profundo cambio en la manera de llevar a cabo la política europea, y por tanto en el tipo de Europa que estaba tomando forma. Había vuelto a aparecer un bloque franco alemán con su propio programa, fijando la dirección de la Comunidad. La Comisión Europea, que siempre había mostrado preferencia por el poder centralizado, ahora tenía al frente a un federalista europeo duro, un hombre de talento, cuya filosofía justificaba el centralismo. Además, el Ministerio de Asuntos Exteriores británico estaba desplazándose de manera prácticamente imperceptible hacia un compromiso con estos nuevos amigos europeos. Naturalmente, podíamos considerar el veto, las salvaguardias jurídicas y las exenciones declaradas. En un futuro, sin embargo, estas se verían burladas cada vez en mayor medida, si no eliminadas por completo.