CAPÍTULO XVII



Poniendo el mundo en su sitio

Diplomacia y visitas a Extremo Oriente, Oriente Medio y África: 1984-1990

Cuando estaba en la oposición dudaba del valor de la diplomacia estatal de alto nivel. Hasta cierto punto, sigo pensando lo mismo. Mi filosofía política en temas internos se fundamenta en un profundo escepticismo sobre la capacidad de los políticos para cambiar las bases de la economía o la sociedad: lo mejor que podemos hacer es crear un contexto en el que el talento y las virtudes de la gente se movilicen, no se destruyan. De forma parecida, en asuntos exteriores, las realidades subyacentes del poder no se transforman por reuniones y acuerdos entre jefes de Gobierno. Un país con una economía débil, una base social inestable o una administración poco eficaz no puede compensar estos hechos —al menos durante mucho tiempo— con un programa diplomático ambicioso. Es decir, mi experiencia como primera ministra me convenció de que una política exterior hábilmente dirigida y basada en la firmeza puede aumentar la influencia de un país y permitir que se hagan progresos al negociar problemas difíciles en todo el mundo. Según pasaban los años, dediqué un esfuerzo cada vez mayor a la diplomacia internacional.

Más, a pesar de todo, es necesario tener una idea clara del potencial y los límites del arte de gobernar. Las tentaciones, opuestas y gemelas, del estadista son la soberbia y la timidez. Es fácil suscribir declaraciones llamativas y planes globales ambiciosos. Es bastante más difícil mantener una opinión juiciosa con medidas prácticas y constancia. En determinadas circunstancias, intentando «resolver» definitivamente un problema muy antiguo sólo se consigue empeorarlo. En otras circunstancias, el más pequeño retraso significará una oportunidad perdida. El estadista tiene que ser capaz de distinguir entre ambas coyunturas, sabiendo siempre cuál es el objetivo sin presuponer nunca que el camino esté abierto; después, cuando lo esté, seguir adelante con todos los medios a su alcance.

Y nunca se debe perder de vista la importancia de la atracción o repulsión química personal que existe entre quienes dirigen los destinos de las naciones. Me he visto a mi misma apreciando y respetando a jefes de Gobierno no sólo como políticos sino como personas —pero a veces he despreciado profundamente a otros, sin llegar nunca a confiar en ellos—. Y lo hacía independientemente del color, credo y opiniones políticas. Las relaciones personales no se deben convertir nunca en un sustituto de la firme consecución de los intereses nacionales, pero ningún estadista debe ignorar su importancia. Las visitas al extranjero me permitieron conocer, hablar e intentar influir sobre jefes de Gobierno en su propio terreno. Estas visitas me proporcionaron una visión de la forma en que aquellos con quienes trataba en la atmósfera aséptica de las grandes conferencias internacionales vivían y sentían en realidad. Por otra parte, idéntica oportunidad tuvieron ellos de conocerme. La permanencia en el cargo tiene sus inconvenientes y dificultades en la política interna, donde los medios de comunicación están siempre suspirando por una cara nueva. Pero en asuntos exteriores representa una ventaja, importante y acumulativa, el mero hecho de ser conocido tanto por los políticos como por la gente corriente de todo el mundo.

Todos estos elementos estaban presentes en mis visitas al Extremo Oriente, Oriente Medio y África y en mis negociaciones con los países de dicha zona. En estas regiones —en último caso continentes enteros— la batalla entre el Este y el Oeste se libraba por medio de influencias y armas. Pero en cada uno de esos contextos también se manifestaban otros problemas particulares de cada región.

En Extremo Oriente, las cuestiones a largo plazo dominantes afectaban al futuro papel y desarrollo de una superpotencia política y militar, la República Popular de China, y de un superpoder económico, Japón. Pero para Inglaterra, lo que tenía prioridad sobre todo lo demás era el futuro de Hong Kong.

En Oriente Medio fue la guerra Irán-Irak, con su corriente subyacente de fundamentalismo islámico desestabilizador, lo que costó más dinero y causó más daños económicos. Pero yo siempre supe que el conflicto árabe-israelí era de una importancia aún más duradera. Porque era éste, presentándose una y otra vez, el que impedía la aparición —al menos hasta la guerra del Golfo— de un bloque sólido de Estados árabes pro occidentales, más o menos seguros de sí mismos, que no tuvieran que estar pendientes de cómo utilizarían sus críticos la difícil situación de los palestinos sin tierra.

Finalmente, en África —donde, como en Oriente Medio, Inglaterra no era sólo un jugador más de la gran partida, sino un país con lazos históricos y una imagen distinta, aunque no siempre favorable—, era el futuro de Suráfrica el problema dominante. Por razones que quedarán claras más adelante, nadie tuvo mejor oportunidad —o tarea más ingrata— que yo para resolver un problema que había envenenado las relaciones de Occidente con el África negra, aislando a la potencia económica más desarrollada del continente, y que, dicho sea de paso, se había utilizado para justificar más hipocresía y exageraciones de las que yo nunca haya oído sobre ninguna otra cuestión.

EXTREMO ORIENTE

Hong Kong

La visita a China en septiembre de 1982 y las conversaciones con Zhao Ziyang y Deng Xiaoping tuvieron tres efectos beneficiosos. Primero, restaurar la confianza de Hong Kong en el futuro. Segundo, ahora tenía una idea muy clara de lo que los chinos aceptarían y no aceptarían. Tercero, teníamos un sistema de comunicación que, tanto los chinos como nosotros, podíamos utilizar en el futuro de Hong Kong y que sentaba las bases para seguir conversando entre nosotros. Pero había un riesgo real de que cada uno de estos logros fuera transitorio. La confianza de la colonia era frágil. No estaba claro cómo podríamos convencer a los chinos para que fueran más explícitos en los tocante a sus garantías. Y —lo que encontraba más preocupante— los chinos se mostraban muy reticentes para continuar con las conversaciones que yo había previsto cuando abandoné Pekín. Durante meses no sucedió nada. Pedí consejo a un hombre con influencia en China desde antaño, Henry Kissinger: su respuesta fue «no te preocupes, es su forma de hacer las cosas». Pero estaba preocupada y según pasaba el tiempo me iba preocupando más.

La mañana del viernes 28 de enero de 1983 celebré una reunión con ministros, funcionarios y el gobernador de Hong Kong para reconsiderar la situación. Habíamos sabido que, en junio, los chinos se proponían anunciar unilateralmente su propio plan sobre el futuro de Hong Kong. Todos estuvimos de acuerdo en que debíamos impedir que esto sucediera. Yo había vuelto a pensar detenidamente en nuestros objetivos y propuse que, ante la falta de progresos en las conversaciones, deberíamos desarrollar ahora una estructura democrática en Hong Kong, como si nuestro propósito fuera llegar a la independencia o el autogobierno en un período breve de tiempo, igual que habíamos hecho en Singapur. Ello implicaba fomentar un gobierno y una administración de Hong Kong con mayor participación de chinos, donde fueran tomando progresivamente sus propias decisiones, e Inglaterra adoptara poco a poco una posición subordinada. También podía estudiarse acudir al referendo, institución aceptada en la ciudad. Más adelante, las elecciones legislativas han puesto de manifiesto la mucha hambre de democracia que sienten los chinos de Hong Kong, y el Gobierno ha tenido que responder a ello. En esa época, sin embargo, nadie más parecía muy atraído por estas ideas; al final, de mala gana, tuve que admitir que puesto que los chinos no aceptarían semejante planteamiento, no merecía la pena trabajar más en el tema. Pero no podía dejar las cosas como estaban, así que en marzo de 1983 envié una carta privada a Zhao Ziyang que nos sacó del punto muerto, logrando que las conversaciones anglo-chinas despegaran de nuevo. En parte, la carta iba más lejos de lo que yo había planteado en Pekín. Allí había dicho al señor Deng que estaba dispuesta a considerar la posibilidad de hacer recomendaciones al Parlamento sobre la soberanía de Hong Kong, si se podían conseguir acuerdos aceptables para preservar su estabilidad y prosperidad. Ahora sutilmente reforzaba esa exposición:

Suponiendo que se puedan alcanzar acuerdos entre los Gobiernos chino y británico sobre una serie de disposiciones administrativas para Hong Kong por las que se garantice la futura prosperidad y estabilidad de Hong Kong, siendo igualmente aceptables para el Parlamento británico, el pueblo de Hong Kong y el Gobierno chino, estaría dispuesta a recomendar al Parlamento que la plena soberanía de Hong Kong revierta a China. (Las cursivas son mías).

Geoffrey Howe y el Ministerio de Asuntos Exteriores querían ir más lejos: sostenían, con toda energía, que debía aceptar desde el principio de las conversaciones que la administración británica no se prolongaría en Hong Kong. No vi motivo alguno para hacer semejante concesión. Quería conseguir de cada carta negociadora el máximo efecto. Sin embargo, pronto se hizo patente que no disponíamos de muchas cartas.

Hubo durante el verano tres rondas de conversaciones, sin que en ellas se lograra progreso alguno. Cuando recapitulamos sobre la situación en una reunión, el lunes 5 de septiembre, estaba claro que las conversaciones se romperían, cuando se reanudasen el 22 de septiembre, a menos que entregásemos a los chinos tanto la administración como la soberanía. Un problema particular era que la fecha de las negociaciones se hacía pública, y se había convertido en costumbre anunciar al final de cada sesión la fecha de la siguiente. Si los chinos decidían continuar con los contactos o romperlas de modo definitivo, se sabría de inmediato, con la consiguiente pérdida de confianza por parte de Hong Kong.

Esto es lo que de hecho sucedió tras las conversaciones de los días 22 y 23 de septiembre. La intensa propaganda china y la inquietud ante la ausencia de todo elemento tranquilizador en el comunicado oficial provocaron una fuga masiva de capital en dólares de Hong Kong, así como la caída de su cotización en las bolsas extranjeras.

A primeras horas de la mañana del domingo, 25 de septiembre, recibí una llamada telefónica de Alan Walters, que en ese momento se encontraba en Washington y no había logrado localizar a Nigel Lawson ni al gobernador del Banco de Inglaterra. Alan estaba convencido de que la única forma de impedir un colapso de la moneda —y todas las consecuencias políticas que ello traía consigo— era restablecer el sistema de comisión monetaria, respaldando el cambio del dólar de Hong Kong a la par con el dólar de Estados Unidos. (Las reservas de divisas del Gobierno de Hong Kong eran lo suficientemente grandes para hacerlo posible). Aunque los argumentos de Alan me habían convencido hasta el punto de aceptar la urgente necesidad de hacer algo, todavía tenía algunas dudas, sobre todo si nuestras de reservas de divisas corrían algún riesgo. Pero informé al Ministerio de Hacienda de lo que consideraba una crisis peligrosa, que debía conocerse inmediatamente. Desde allí se pusieron en contacto con Nigel y el gobernador del Banco de Inglaterra. El martes siguiente me reuní con Nigel, el gobernador y Alan en la Embajada de Washington. Aunque Nigel era reacio, al principio, y el gobernador tenía reservas, finalmente estuvieron de acuerdo conmigo en que la única solución era establecer de nuevo la comisión monetaria. Como siempre, estas noticias se filtraron rápidamente a los mercados financieros, contribuyendo a que se restaurara la confianza y a que concluyera la crisis del dólar de Hong Kong. La cerramos totalmente, más tarde, el 16 de octubre de 1983, fijando el tipo de cambio en 7,80 dólares de Hong Kong por dólar de los Estados Unidos. La prensa financiera pensó que era «un éxito rotundo». Y así lo ha demostrado el tiempo.

Pero también era necesario que se reanudaran las conversaciones anglo-chinas. El 14 de octubre envié un mensaje más extenso a Zhao Ziyang, expresándole nuestro deseo de conocer las ideas chinas sobre el futuro de Hong Kong y abriendo la posibilidad de un acuerdo sobre esas bases. Para entonces había decidido, a regañadientes, que tendríamos que conceder no sólo la soberanía sino la administración a los chinos. En consecuencia, el 19 de octubre se reanudaron las conversaciones.

Esperaba que, al destacar en mi mensaje aquellos aspectos de la posición negociadora china que podían, previsiblemente, aportar tanta autonomía y el menor número de cambios en la forma de vida del pueblo de Hong Kong como fuera posible, podríamos lograr algún progreso. En noviembre, autoricé que se dieran a conocer a los chinos los papeles de trabajo sobre el sistema legal, el sistema financiero y las relaciones económicas exteriores de Hong Kong. Pero ellos endurecieron su posición, dejando claro que no estaban en absoluto dispuestos a firmar un tratado con nosotros, sino a declarar sus propios «objetivos políticos» para Hong Kong. En ese momento abandoné toda esperanza de convertir Hong Kong en un territorio con su propio Gobierno. El objetivo primordial era evitar una ruptura de las negociaciones, así que di autorización a nuestro embajador en Pekín para que explicara con más claridad el contenido de mi carta del 14 de octubre: que no preveíamos la persistencia de lazos de autoridad o responsabilidad entre Inglaterra y Hong Kong a partir de 1997. Pero me sentía muy descontenta.

En esta época fui profusamente aconsejada por una persona cuya experiencia en negociar con los chinos yo sabía inigualable. En la reunión de jefes de Gobierno de la Commonwealth (Commonwealth Heads of Government Meeting, CHOGM) celebrada en Nueva Delhi consulté nuestros problemas de negociación con los chinos a Lee Kuan Yew, primer ministro de Singapur. Desgraciadamente, la conversación se vio interrumpida en varias ocasiones y el señor Lee hubo de comunicarme sus opiniones por teléfono, más adelante: debíamos enviar un ministro o emisario muy importante para trasladar nuestras propuestas al más alto nivel posible del Gobierno chino. Era crucial, dijo, que adoptáramos la actitud correcta —ni desafiante ni sumisa, sino serena y amistosa—. Debíamos expresar claramente que la realidad era que si China no deseaba que Hong Kong sobreviviese, nada podría impedir su desaparición. Éste, por supuesto, era precisamente el aspecto que Deng Xiaoping me había indicado en septiembre de 1982. Entonces había conseguido convencerle de que tendrían que pagar un precio internacional si se limitaban a ocupar la zona sin ninguna consideración para la prosperidad y el sistema de Hong Kong. Pero ahora tenía que admitir que la preocupación de China por su reputación internacional no llegaba a tanto como para permitirnos muchas libertades. El consejo del señor Lee confirmaba, por lo tanto, la táctica que había decidido seguir el mes anterior. La cuestión seguía siendo la misma; ¿cuáles serían las bases de la administración china? De ahora en adelante debíamos concentrarnos en los temas de la autonomía y la conservación del sistema social, económico y legal a partir 1997.

Fueran cuales fueran las concesiones que tuviésemos que hacer, estaba decidida a que los representantes del pueblo de Hong Kong —los miembros «no oficiales» del Consejo Ejecutivo de Hong Kong (Hong Kong Executive Council, EXCO)— fueran consultados en cada etapa crucial del proceso. Geoffrey Howe y yo nos reunimos con ellos la mañana del 16 de enero de 1984, en Downing Street. Como siempre, me quedé impresionada por su sentido común y realismo sobre las opciones, tremendamente ingratas, que a ellos les constaba que estábamos obligados a tener en cuenta. Básicamente compartían nuestro objetivo, que estribaba en obtener para Hong Kong el más alto grado de autonomía posible, respaldado por las mejores garantías chinas que cupiera lograr. Después de esta reunión pensé en la mejor forma para llegar a un compromiso de derecho de entrada en el Reino Unido para las personas de Hong Kong que se pusieran a sí mismas y a sus familias en peligro realizando una tarea apreciable para el Gobierno de Hong Kong entre el momento presente y el año de 1997. Cuando discutí este tema con los ministros y funcionarios, en julio, dije que debíamos inclinarnos por la generosidad. Que no se diga nunca que el Reino Unido paga la lealtad con deslealtad.

La cuestión concreta más difícil con que nos enfrentábamos ahora en las negociaciones con los chinos era el emplazamiento del «Grupo Conjunto de Enlace» que se crearía después de firmar los planeados acuerdos anglo-chinos, para ocuparse de las cuestiones relativas a la transición. Me preocupaba que, durante la transición, este órgano se convirtiese en un centro de poder alternativo al gobernador o, lo que era peor, que produjera la impresión de algún tipo de «condominio» anglo-chino que pusiera en serio peligro la confianza. Pero también insistí en que el grupo debía proseguir sus tareas durante tres años, después de 1997, para mantener la confianza tras el traspaso administrativo. A este efecto envié una carta al señor Zhao.

Geoffrey Howe, que ha había visitado Pekín en abril, regresó en julio, acompañado por sir Percy Cradock y logró una solución de compromiso para el Grupo Conjunto de Enlace, que no entraría en funcionamiento en Hong Kong antes de 1988. Las pacientes negociaciones de Geoffrey acabaron por conseguir un acuerdo. No era un triunfo: ni lo podía ser, considerando el hecho de que tratábamos con una potencia intransigente y abrumadoramente superior.

Los términos del pacto ofrecían tres ventajas principales. Primera, sería, de forma inequívoca, un acuerdo internacional obligatorio. Segunda, estaba suficientemente claro y detallado qué sucedería en Hong Kong después de 1997, para merecer la confianza del pueblo de Hong Kong. Tercera, se disponía que los términos del propuesto acuerdo anglo-chino hallarían reflejo en la Ley Básica que debía aprobar el Congreso Popular Chino; ella sería, de hecho, la Constitución de Hong Kong a partir de 1997.

Geoffrey era siempre bueno en el proceso de negociación propiamente dicho, aunque a veces no estuviéramos de acuerdo sobre el resultado final de las negociaciones. En este caso, no obstante, había evidenciado en todo momento una impresionante comprensión de los problemas; por otra parte, sus contactos con el señor Deng fueron de gran eficacia, porque convencieron a los chinos de que podían confiar en nosotros, preparando así el camino para que yo volviese a Pekín a firmar el acuerdo de unión. Felicité a Geoffrey en el Consejo de Ministros a su regreso de China, y lo hice de corazón.

Mi visita a China en diciembre para firmar el Acuerdo Conjunto sobre Hong Kong la efectué en un clima de menor tensión que la visita de dos años antes. Las difíciles negociaciones ya habían concluido. Habíamos conseguido el apoyo al acuerdo, con algunas reservas, por parte de los miembros no oficiales del EXCO. Había explicado su contenido al presidente Reagan, logrando también su apoyo. Por tanto, el objetivo principal de mis conversaciones en Pekín era fortalecer la confianza que los chinos tenían en nuestra buena fe sobre la administración de la transición hasta 1997 y reforzar de todas las formas posibles su sentido de la obligación para cumplir el acuerdo.

Llegué a Pekín la tarde del miércoles 18 de diciembre. La ceremonia de bienvenida oficial se llevó a cabo a las nueve de la mañana siguiente: pasé revista a la guardia de honor en la plaza de Tiananmen, donde, menos de cinco años más tarde, ocurriría la matanza de los manifestantes, lo que de pronto arrojó dudas sobre el acuerdo cuidadosamente negociado que yo iba a concluir aquí.

El resto de la mañana la pasé en dos horas y media de conversaciones con el primer ministro Zhao Ziyang. El ambiente era agradable y relajado, pero estaba claro que los chinos estaban tan preocupados por el período de transición como yo. Querían mantener la estabilidad y prosperidad, pero tenían sus propias ideas sobre cómo hacerlo. Insistí en que todo se redujera al borrador de la Ley Básica. Esta debía ser conforme al sistema capitalista y guardar consistencia con el sistema jurídico de Hong Kong. Subrayé lo importante que era que China hubiese expresado su deseo de solicitar la opinión de una amplia gama de personas de Hong Kong. Después mencioné una cuestión que yo sabía aún más delicada: dije que los chinos habían de tener en cuenta nuestras propuestas para el desarrollo constitucional de Hong Kong, reforzando, en la medida de la posible, la democracia y autonomía, aunque puse buen cuidado en no utilizar tales palabras. El señor Zhao respondió que el Gobierno chino no haría comentario alguno sobre desarrollo constitucional en el período de transición. En principio, los chinos también querían que hubiera más ciudadanos de Hong Kong implicados en la administración. Pero el proceso no debía afectar de forma adversa la estabilidad y prosperidad, ni entorpecer la transferencia de gobierno en 1997. Lo dejé en ese punto; había llegado todo lo lejos que consideré prudente en aquella reunión.

Por la tarde hablé con el secretario general del Partido Comunista Chino, Hu Yaobang, cuya influencia me habían comentado era mayor de lo que los observadores extranjeros pensaban. Había conocido antes al diminuto señor Hu cuando visitó Londres. Se le consideraba —quizá demasiado, para sus propios intereses, como luego pudo comprobarse— el sucesor preferido de Deng Xiaoping, y tenía reputación de reformista. Le había dicho abiertamente en Londres que muchos de nosotros esperábamos que quienes, como él, habían vivido la experiencia de la Revolución Cultural trajesen un nuevo método de enfoque de los asuntos chinos. Él pasó a hablarme, con lágrimas en los ojos, de los padecimientos que en aquellos días había soportado. Era bueno pensar que aquel hombre estaba en condiciones de comprender, al menos en parte, los problemas relativos al futuro de Hong Kong; pero tal vez la naturaleza humana no sea tan simple.

Después vino la reunión crucial con Deng Xiaoping. La garantía inmediata más importante para el futuro de Hong Kong dependía de los buenos deseos de Deng. Le dije que la «baza genial» de las negociaciones había sido su idea de «un país, dos sistemas». El, con adecuada modestia, atribuyó el mérito de la idea a la dialéctica histórica marxista, o al principio, que venía muy al caso esta vez, de «buscar la verdad en los hechos». Aparentemente, el concepto de «un país, dos sistemas» se contenía originalmente en las propuestas chinas de 1980 para negociar con Taiwan. (De hecho, resultó bastante más apropiado para Hong Kong: la actitud de Taiwan era claramente «un país, un sistema: el nuestro» y, dado su éxito económico y su movimiento hacia la democracia, una no puede sino estar de acuerdo con ellos).

Los chinos habían introducido en el acuerdo un período de vigencia de cincuenta años a partir de 1997. Me llamó la atención este punto y quise saber el motivo de aquellos cincuenta años. El señor Deng dijo que China esperaba acercarse al nivel económico de los países desarrollados al final de tal período. Si China quería desarrollarse, tendría que permanecer abierta al mundo exterior durante todo ese tiempo. El mantenimiento de la estabilidad y la prosperidad de Hong Kong era coincidente con el interés de China por modernizar su economía. Ello no significaba que dentro de cincuenta años China fuera a ser un país capitalista; nada más lejos de la realidad. Dijo que los mil millones de chinos del continente seguirían firmemente el camino del socialismo. Si Taiwan y Hong Kong practicaban el capitalismo, ello no afectaría a la orientación socialista del grueso del país. La práctica del capitalismo más bien iría en beneficio del socialismo, siempre que se redujera a alguna zona reducida. (Luego se ha hecho evidente que socialismo chino es cualquier cosa que haga el Gobierno chino; y lo que ha venido haciendo es, en pocas palabras, abrazar con todas sus ganas el capitalismo. En política económica, al menos, el señor Deng ha buscado, realmente, la verdad derivada de los hechos).

Su análisis me pareció tranquilizador, ya que no convincente, porque indicaba que los chinos, por propio interés, sostendrían la prosperidad de Hong Kong. No era convincente por muy diferentes razones. El convencimiento chino de que no es necesario implantar el sistema económico liberal para disfrutar de sus ventajas me parecía falso a largo plazo. Claro que la cultura y el carácter nacional determinan los sistemas políticos y económicos en determinados países. La ruptura que se produjo tras la matanza de Tiananmen, en junio de 1989, convenció a muchos observadores extranjeros de que en China la libertad política y la económica no dependían una de otra. Evidentemente, tras aquellos terribles sucesos volvimos a someter a estudio lo que se podía hacer para asegurar el futuro de Hong Kong. Desde luego, me confirmaba en mi resolución de hacer honor a las obligaciones de Inglaterra con aquellos de quienes dependía la administración británica y la prosperidad de Hong Kong hasta 1997. En cualquier caso, siempre pensé que Inglaterra se beneficiaría económicamente de los empresarios y personas de talento que abandonasen Hong Kong para instalarse en las Islas.

Por tanto, en 1990 se aprobó conceder la ciudadanía británica a 50.000 personas clave de la colonia y a sus familiares, aunque el propósito esencial de la medida era ofrecer suficientes garantías para convencerlos de permanecer en sus puestos en Hong Kong, donde eran de vital necesidad. También nos vimos obligados por fuertes presiones a acelerar todo lo posible el proceso de democratización de Hong Kong. Había, en cualquier caso, argumentos morales para hacerlo así. Pero todos mis reflejos políticos me decían que éste no era el momento adecuado. Los líderes chinos pasaban por una fase de extremada aprensión. Aquel paso, en aquel momento, podía provocar una fuerte reacción defensiva que socavara el Acuerdo de Hong Kong. Necesitábamos esperar tiempos más tranquilos antes de pensar en hacer camino hacia la democracia, siempre dentro del alcance del acuerdo.

Si Hong Kong pudo beneficiarse de la aplicación por parte de China del principio de «un país, dos sistemas», haciendo posible el acuerdo, a largo plazo iba a hacer falta algo más. Tarde o temprano, el creciente impulso hacia el cambio económico acabaría por llevar a China al cambio político. Mantener abiertos los canales de comunicación y comercio, mientras se presiona firmemente para que China respete los derechos humanos, son los mejores medios de asegurar que esta gran potencia militar, a punto de convertirse en gran potencia económica, llegue también a ser uno más entre los miembros fiables y predecibles de la comunidad internacional.

ORIENTE MEDIO

Egipto y Jordania

Pocos progresos hubo, durante mi mandato, en la resolución del conflicto árabe-israelí. Es importante, no obstante, que expresemos con claridad lo que puede ser «solución» y lo que no puede serlo. La posibilidad de que los implicados empiecen a considerar el problema de un modo distinto no puede considerarse. Tampoco llegarán a desaparecer por completo las influencias extranjeras en la región. Desde luego, el fin de la manipulación comunista de los problemas en litigio permite potencialmente lograr un acuerdo más fácil con los árabes moderados; y hace posible que los Estados Unidos dejen claros los límites de su apoyo a puntos concretos de la política israelí. Pero, en última instancia, los Estados Unidos, que fueron la potencia que mayor papel desempeñó en la creación del Estado de Israel, siempre estarán dispuestos y siempre tendrán el deber de contribuir a la seguridad de Israel. No obstante, es igualmente cierto que los palestinos deberían recuperar su tierra y dignidad; y como suele suceder, según mi experiencia, lo que es moralmente correcto suele acabar por convertirse en políticamente conveniente. Suprimir, incluso en pequeña medida, el motivo de queja de los palestinos es una condición necesaria, si no suficiente, para extirpar de raíz el cáncer del terrorismo en Oriente Medio. La única forma de conseguirlo, como está claro desde hace tiempo, es que Israel cambie «territorios por paz», devolviendo los territorios ocupados a los palestinos a cambio de que su seguridad se garantice en términos creíbles. Es posible que los ataques de los misiles Scud (afortunadamente inofensivos) durante la guerra del Golfo demostraran a Israel que no puede mantener su seguridad por el mero procedimiento de ensanchar las fronteras, lo cual acabará por abrir camino a la obtención de un acuerdo. Pero esto es anticiparse a los hechos: porque cuando fui primera ministra todas las iniciativas partían del principio de que ambas partes, en el fondo, no veían necesidad alguna de modificar sus posiciones. Ello, sin embargo, no significaba que debiéramos cruzarnos de brazos y dejar que los acontecimientos siguieran su curso. Las iniciativas, al menos, ofrecían alguna esperanza: el estancamiento en el proceso de paz de Oriente Medio nunca ha augurado más que desastres.

En septiembre de 1985 visité los dos países árabes moderados y clave, Egipto y Jordania. El presidente de Egipto, Mubarak, ha seguido aplicando, aunque con gran prudencia, la política de su predecesor, Anwar Sadat, asesinado en el ejercicio de su cargo. El rey Hussein de Jordania presentó una propuesta para una conferencia internacional de paz, como preludio a la cual el embajador de Estados Unidos, Murphy, se reuniría con una delegación jordano-palestina. Los egipcios deseaban que la iniciativa jordana tuviese éxito. Pero el punto conflictivo era que los representantes palestinos fueran aceptables para los estadounidenses, que no querían tener nada que ver directamente con la OLP. El presidente Mubarak pensaba que los norteamericanos no eran suficientemente positivos. Yo tendía a estar de acuerdo con tal punto de vista, aunque volví a reiterar que era un principio fundamental para EE. UU., al igual que para Gran Bretaña, el no estar de acuerdo en mantener conversaciones con quienes practicaban el terrorismo. Creo que el presidente Mubarak y yo nos entendimos bien. Tenía una gran personalidad, era convincente y directo, el tipo de persona que puede desempeñar un papel clave en un acuerdo.

Mi principal gesto político en Egipto, en beneficio de la actividad empresarial británica, fue el nada romántico acto de inaugurar el Proyecto de Aprovechamiento de Aguas de El Cairo, de construcción británica, el alcantarillado urbano, a fin de cuentas. Pero antes de abandonar Egipto hice el típico —aunque no por eso menos fascinante— recorrido de Karnak y Luxor. Hacía mucho calor. Pero para entonces ya había aprendido la lección: llevaba mi propia botella de agua mineral en el coche. No obstante, un pequeño desastre sobrevino cuando varios integrantes de mi séquito, creyendo ingenuamente que las botellas marcadas en el museo con la etiqueta de agua mineral contenía en efecto tal cosa, fueron cayendo enfermos uno tras otro.

Me figuro que aún se alegraron más que yo cuando aquella tarde (miércoles 18 de septiembre) llegamos a Ammán.

Conocía de antes al rey Hussein y me agradaba. Había venido a verme a Downing Street en varias ocasiones. El rey Hussein, lo mismo que el presidente Mubarak, o incluso más todavía, estaba indispuesto con los norteamericanos, por creer que primero lo habían animado a impulsar una iniciativa de paz y ahora, por presiones judías internas, se retiraban. Comprendí que viera así las cosas. Había corrido un auténtico riesgo al promover su iniciativa y yo pensaba que merecía más apoyo. Quería hacer lo que pudiese para ayudarle, así que cuando el rey me dijo que dos destacados partidarios de la OLP preparaban la renuncia pública al terrorismo y aceptaban la resolución 242 de las Naciones Unidas, le dije que si lo hacían, me reuniría con ellos en Londres. Lo anuncié en la conferencia de prensa. Sería el primer encuentro entre un gobernante británico y representantes de la OLP. Más tarde, cuando llegaron a Londres, comprobé si aún estaban dispuestos a aceptar estas condiciones. Uno de ellos lo hizo, pero el otro no pudo: temía por su vida. Ése fue el motivo de que no llegara a conocerlos. Me alegra decir que el rey Hussein me apoyó en esa decisión. Pero aquella venía a demostrar —como si hicieran falta más demostraciones— lo traicioneras que eran estas aguas.

Antes de partir de Jordania me llevaron a ver un campo de refugiados palestinos. Denis solía decirme que estos campos siempre le rompían el corazón. Esta visita no fue una excepción: estaba limpio, bien organizado, ordenado y era completamente desesperante. De hecho, estaba llevado por la OLP, que tenía un incuestionable interés en hacer de tales campos un terreno permanente de reclutamiento para su lucha revolucionaria. Los palestinos de más talento e instrucción no permanecían mucho tiempo allí, prefiriendo unirse a la diáspora por todo el mundo árabe. Hablé con una anciana, medio ciega, tumbada a la sombra de un árbol junto a la choza de su familia. Decían que tenía unos cien años. Pero en su cabeza predominaba una idea sobre todas las demás: la reivindicación de los derechos palestinos.

Israel

Había estado en Israel varias veces antes de acceder a la presidencia del Consejo de Ministros y cada vez que visité el lugar que para las tres grandes religiones del mundo es «Tierra Santa», me produjo una impresión indeleble. Todo el que haya estado en Jerusalén comprenderá por qué el general Allenby, al arrebatar la ciudad a los turcos, desmontó de su caballo para entrar en ella a pie, en señal de respeto.

Siento una enorme admiración por el pueblo judío, dentro y fuera de Israel. Siempre ha habido judíos entre los miembros de mi personal y de mi Gabinete. Yo sólo quería un Gabinete de personas activas e inteligentes y, con frecuencia, esas características eran judías. Mi viejo distrito de Finchley cuenta con un gran número de judíos. En los treinta y tres años que los he representado nunca ha venido un judío pobre y desesperado a uno de los gabinetes de consulta de mi distrito electoral. Ellos mismos han cuidado siempre de su propia comunidad.

Creo en los valores «judeocristianos»: en realidad toda mi filosofía política se basa en ellos. Pero siempre he tenido cuidado de no caer en la trampa de comparar las religiones cristiana y judía. No creo, como cristiana, que el Antiguo Testamento —la historia de la ley— se pueda comprender enteramente sin el Nuevo Testamento —la historia de la misericordia—. Aunque a menudo he deseado que los dignatarios cristianos siguieran el ejemplo de las enseñanzas de un maravilloso y antiguo rabino de Inglaterra, Immanuel Jakobovits, y los cristianos tomaran nota del énfasis que ponen los judíos en la ayuda mutua y en la aceptación de la responsabilidad personal. Por encima de todo eso, el asentamiento político y económico de Israel, en contra de adversarios tremendamente superiores y encarnizados, es una de las gestas heroicas de nuestra época. Ellos han sabido hacer realidad el «florecimiento del desierto». Me habría gustado, no obstante, que la insistencia israelí en el respeto de los derechos humanos de los rusefniks hubiera tenido equivalente en su valoración de las reclamaciones de los palestinos, despojados de tierra y sin Estado. Los israelíes sabían, cuando estuve en su país en mayo de 1986, que estaban tratando con alguien que no albergaba ninguna hostilidad hacia ellos, que comprendía sus inquietudes, pero que tampoco iba a aceptar sin condiciones los planteamientos sionistas. Por encima de cualquier otra cosa, me había ganado su respeto por alzarme contra el terrorismo dentro y fuera de las fronteras británicas. (Hacía sólo unas semanas, yo había estado entre los pocos que apoyaron el ataque aéreo norteamericano a Libia). Los israelíes también eran conscientes de la línea dura que habíamos adoptado con los sirios por el intento de Nezar Hindawi —que tenía claras conexiones con la Embajada y el Gobierno sirio— de colocar una bomba en un avión de El Al en Heathrow. Por tanto si alguien estaba en buena posición para decir verdades, sin miedo a ser mal interpretada, ese alguien era yo.

Esperaba ver al primer ministro, Shimon Peres, de nuevo. Sabía que era sincero, inteligente y razonable y me había encontrado con él muchas veces. Era una gran lástima que al cabo de poco tiempo, por obra del acuerdo alcanzado con el partido Likud en la coalición nacional, tuviera que entregar el cargo de primer ministro al duro Isaac Shamir. El señor Peres y yo nos preguntábamos, a la luz de la historia pasada, cómo reaccionaría la gente al ver las banderas de la Union Jack y la estrella de David ondeando una al lado de la otra. Pero no teníamos por qué preocuparnos. Cuando llegué a Tel Aviv fui recibida por una multitud entusiasta. A continuación nos dirigimos por carretera a Jerusalén, para alojarme en el hotel Rey David, un nombre lleno de resonancias para mí y para todo el pueblo británico[46]. Fuera del hotel una muchedumbre, aún mayor, daba gritos de entusiasmo en la oscuridad. Insistí en bajar del coche para verlos, lo que provocó un ataque de agitación en el personal de seguridad. Pero merecía la pena: la gente estaba encantada.

A la mañana siguiente desayuné con Teddy Kollek, el alcalde de Jerusalén. Le conocía bien: combinaba una humanidad cálida con un formidable celo administrativo y —característica aún más valiosa— lealtad hacia su pueblo, con una generosa comprensión de los problemas árabes. Todo el día —domingo 25 de mayo— estuvo lleno de actos evocadores de la historia e identidad de Israel. Naturalmente, acudí al monumento Yad Vashem, dedicado al holocausto: como en cada ocasión, salí paralizada por la impresión de que los seres humanos pudieran hundirse en semejante depravación.

A continuación tuve una reunión con el señor Shamir. Es imposible concebir a nadie más diferente de Shimon Peres. Era un hombre duro, aunque indudablemente un hombre de principios, cuyo pasado había dejado cicatrices en su personalidad. No hubo hostilidad entre nosotros pero, en el fondo, tampoco podía haber acuerdo en nuestras opiniones sobre el modo de proceder. Estaba claro que no había ninguna posibilidad de que el señor Shamir entregase «territorios por paz» y que la colonización judía de la orilla occidental iba a seguir adelante.

Yo estaba convencida de que el auténtico objetivo consistía en reforzar la posición de los palestinos moderados, probablemente en asociación con Jordania, que con el tiempo abandonaría a los extremistas de la OLP. Mas esto nunca sucedería si Israel no lo promovía y las condiciones miserables en las que tenían que vivir los árabes en Cisjordania y en Gaza no hacían más que empeorar las cosas. También pensaba que debían celebrarse elecciones locales en la Cisjordania. Pero en esa época, uno de los opositores más enérgicos a estas concesiones —o a cualquier otra parecida— era el ministro de Defensa, señor Rabin, con quien había desayunado el lunes. Rabin estuvo leyéndome sus consideraciones durante cuarenta minutos, sin dar tiempo a que nos comiéramos una triste tostada.

Pero no me iba a desanimar tan fácilmente: en el discurso de aquella tarde en el Knesset —el Parlamento israelí, presidido por el elocuente y respetado Abba Eban—, ante un grupo de parlamentarios, reiteré mis propuestas de que se celebraran elecciones locales.

Más tarde fui a cenar con un grupo de palestinos moderados, cuidadosamente elegidos; hombres de negocios y universitarios, en su mayor parte, la clase de personas con las que los israelíes deberían estar dispuestos a negociar. Expusieron sus quejas, en particular sobre el tratamiento a que se les sometía en Cisjordania y especialmente en Gaza, donde las condiciones estaban empeorando, debido tanto a una política de seguridad poco sensata como a la discriminación económica en favor de la actividad comercial judía. Prometí elevar estas cuestiones al señor Peres, y así lo hice con todo detalle al día siguiente, aunque también les dejé clara la necesidad de rechazar el terrorismo y a aquellos que lo practicaban. Aunque la opinión general era que sólo la OLP era capaz de representar a los palestinos, detecté, en las conversaciones con grupos pequeños, que ello no significaba que hubiese un gran aprecio por esa organización.

Durante mi visita tuve dos largas conversaciones con el señor Peres. Él era consciente de la necesidad de mantener en marcha la iniciativa de paz del rey Hussein, ahora fallida, para evitar la desestabilización de la propia Jordania. Pero, evidentemente, acogía con gran escepticismo la propuesta de una conferencia internacional de paz. A pesar de que Peres comprendía la necesidad de llegar a algún tipo de solución intermedia, no salí nada optimista. De hecho, la sucesión del señor Samir como primer ministro apagaría muy pronto estos escasos rayos de luz.

Por muy difíciles que fueran los problemas diplomáticos, de lo que no cabía duda era de lo muy efusivamente que me habían recibido en Israel, y esto cada vez más, durante toda la duración de mi visita. El martes, de camino hacia el aeropuerto para el viaje de regreso, hice un alto en Ramat Gan, localidad de las afueras de Tel Aviv hermanada con Finchley, mi viejo distrito de Inglaterra. Esperaba encontrarme con el alcalde y con unos cuantos dignatarios, quizá algunos viejos conocidos. Pero me esperaban 25.000 personas. Me vi inmersa —a veces, para horror de mis escoltas y funcionarios, casi sepultada— en una enorme multitud de entusiastas ciudadanos, mientras me abrían paso a codazos entre el gentío hasta una tribuna desde la que tuve que hacer un discurso improvisado, que son siempre los mejores. Posteriormente, durante la guerra del Golfo, cayeron en Ramat Gan misiles Scud procedentes de Irak. En el pueblo de Finchley se recaudó dinero para volver a levantar los edificios destruidos. Ésta, pensé, es la «hermandad» que tendría que haber en todas partes.

ÁFRICA

El problema de Suráfrica

No compartía el punto de vista sobre África del Ministerio de Asuntos Exteriores más de lo que compartía el de Oriente Medio. Israel era considerado el paria de Oriente Medio, un país con el que no sería bueno establecer vínculos demasiado estrechos. El mismo papel se adjudicaba a Suráfrica en el continente africano. El supuesto básico, casi nunca expresado, parecía ser que los intereses nacionales británicos exigían que, a la larga, estuviésemos dispuestos a aceptar la opinión de los más radicales entre los Estados africanos negros de la Commonwealth. En realidad, el buen análisis sugería algo muy diferente.

Admitiendo que en el sistema surafricano hay que introducir cambios fundamentales, la cuestión era cómo llevarlos a cabo de la mejor manera posible. En mi opinión, el peor de los planteamientos posibles era el de seguir aislando cada vez más a Suráfrica. En realidad, el aislamiento ya había ido demasiado lejos, contribuyendo a una sensación de sitio e inflexibilidad entre la clase gobernante afrikaner. Era absurdo creer que renunciarían al poder, de buenas a primeras, sin garantías aceptables. Quizá, si así hubiera sucedido, el resultado habría sido la anarquía, que habría derivado en peores padecimientos para los surafricanos de raza negra.

Yo sabía, además, que estos últimos tampoco podían considerarse un grupo homogéneo. La lealtad a la propia tribu era de gran importancia. Por ejemplo, los zulúes son una nación orgullosa y consciente de su propia entidad, con un perfilado sentido de la identidad. Cualquier marco político nuevo para Suráfrica tenía que tener en cuenta tales diferencias. No creía yo, y no sólo por estas complejidades, que fueran los forasteros los llamados a imponer una solución. Lo que yo quería alcanzar era una reforma escalonada —con más democracia, derechos humanos estables y una próspera economía de empresa libre—, capaz de generar riqueza y mejorar el nivel de vida de la población negra. Quería ver a Suráfrica completamente reintegrada a la comunidad internacional. Tampoco pensaba, a pesar del ruido y la cólera de la izquierda, que en ello había algo más que un elevado ideal del que nadie tenía por qué avergonzarse.

También era verdad que Inglaterra tenía importantes intereses comerciales en el continente, más o menos repartidos a partes iguales entre el África negra y Suráfrica. Ésta poseía, con gran diferencia, la gama de recursos naturales más rica y variada de todos los países africanos. Era el mayor proveedor del mundo de oro, platino, gemas, diamantes, cromo, vanadio, magnesio y otros productos vitales. Además, en cierto número de estos productos, el único competidor real de Suráfrica era la Unión Soviética. Incluso si hubiera sido moralmente aceptable llevar a cabo una política que condujese al colapso de Suráfrica, no habría sido, por esta razón, una estrategia inteligente.

Suráfrica no era rica sólo por sus recursos naturales sino porque su economía seguía el modelo de libre empresa. Otros países africanos, bien dotados de recursos naturales, eran todavía pobres porque sus economías eran socialistas y centralistas. En consecuencia, los negros de Suráfrica tenían ingresos más altos y eran, en general, más instruidos que cualquier otro país de África: ésa era la razón por la que los surafricanos levantaban vallas de seguridad, para impedir entrar a los inmigrantes, a diferencia del muro de Berlín, que mantenía dentro a los bendecidos por el sistema socialista. Las críticas a Suráfrica nunca mencionaban estos incómodos hechos. Aunque el simple hecho de que yo los reconociera no significaba que apoyase el apartheid. El color de la piel no debía condicionar los derechos políticos.

El presidente P. W. Botha iba a visitar Europa con ocasión del cuarenta aniversario del desembarco de Normandía y le hice llegar una invitación para que viniera a verme a Chequers. El presidente Botha tenía un apretado programa de visitas en Europa por el acuerdo que había alcanzado a principios de año con el presidente de Mozambique, Machel, que a muchos Estados europeos les parecía una evolución prometedora. No obstante, mi invitación provocó acusaciones de «blandura» frente al apartheid. El miércoles 30 de mayo, el obispo Trevor Huddleston, veterano propagandista anti-apartheid, vino a Downing Street para manifestarme su oposición a la entrevista con el señor Botha. Su argumento fue que al presidente surafricano no se le debía dar credibilidad como hombre de paz y que a Suráfrica no se le debía permitir volver a entrar en la comunidad internacional hasta que introdujese un giro en su política interna. Este planteamiento no contemplaba el principal aspecto del problema: el aislamiento de Suráfrica, que constituía un obstáculo para la reforma. Antes de su viaje europeo, el único país que había visitado el señor Botha era Taiwan.

Una cosa que los adversarios del apartheid —quizá porque muchos de ellos eran socialistas— nunca parecían comprender del todo era que el capitalismo constituía la mayor fuerza para obtener las reformas y la liberalización política de Suráfrica, al igual que lo era en los países comunistas. Suráfrica no podía desarrollar su potencial económico a menos que los trabajadores negros acudieran a las ciudades y se les formara profesionalmente. El capitalismo de Suráfrica ya estaba creando una clase media negra que a la larga encontraría el modo de compartir el poder.

El presidente Botha llegó a Chequers la mañana del sábado 2 de junio. Tuve una conversación privada con él durante casi cuarenta minutos, uniéndose a nosotros para el almuerzo Geoffrey Howe, Malcom Rifkind y otros funcionarios; el presidente surafricano venía acompañado por su ministro de Asuntos Exteriores, R. F. Pik Botha. El presidente Botha me dijo que a Suráfrica nunca se le reconocían las mejoras que había introducido en las condiciones de vida de los negros. Aunque había algo de verdad en esto, tuve que decirle también que veíamos con espanto el traslado forzoso de los negros, expulsándolos de las áreas que habían designado sólo para residentes blancos. A continuación planteé el caso de Nelson Mandela, que seguía en prisión y cuya libertad habíamos tratado insistentemente de conseguir. Además, desde mi punto, de vista la solución a largo plazo de los problemas de Suráfrica no llegaría sin cooperación. Pero la discusión principal se centró en Namibia, la antigua colonia surafricana, donde el año anterior Suráfrica había vuelto a imponer el gobierno directo. Nuestra política era apoyar la independencia de Namibia. En este aspecto no adelantamos mucho: Suráfrica no tenía intención de permitir la independencia de Namibia mientras las tropas cubanas permanecieran en Angola, pero no había perspectivas de una retirada cubana hasta que la guerra civil terminase en Angola, lo cual, por el momento, parecía una esperanza poco probable. Los surafricanos querían estabilizar las relaciones con sus vecinos y esperaban que la zanahoria de la ayuda económica por parte de Suráfrica pudiera contribuir a mejorarlas. En realidad, por las razones esbozadas anteriormente, aquella iba a ser una esperanza vana, porque el sistema político y social de Suráfrica coartaba el crecimiento económico.

No me despertó un especial entusiasmo el presidente Botha, a quien ya conocía de antes, pero para hacerle justicia hay que decir que escuchó atentamente lo que le dije. Me encontré con que cuando sacaba a colación datos concretos él se manifestaba dispuesto a investigarlos personalmente y cuando se comprometió a tomar medidas demostró que cumplía su palabra. El resultado principal de esta reunión fue, sin embargo, que a partir de entonces pude hacerle llegar mensajes privados sobre temas difíciles; unos mensajes que, seguramente, constituían el único contacto provechoso entre Botha y los Gobiernos occidentales. Como luego dije en el consejo de ministros, había que aprovechar la oportunidad de exponerle, hasta donde fuera posible, nuestros puntos de vista. Había que aplicar a Suráfrica, con igual fuerza, los argumentos por los que su justificaba el diálogo con la Unión Soviética.

En el año 1985 aumentó la crisis en Suráfrica, los disturbios se extendieron, se declaró el estado de excepción en muchas partes del país. Los bancos extranjeros no renovaron los créditos a Suráfrica y el Gobierno declaró una congelación de cuatro meses en el pago de la deuda exterior. Mi viejo amigo Fritz Lautwiler, ex director del banco central suizo, fue nombrado mediador entre los bancos y el Gobierno surafricano. Nos mantuvimos en contacto para saber lo que estaba sucediendo. La presión internacional sobre Suráfrica iba en aumento. El presidente Reagan, que al igual que yo se oponía a las sanciones económicas, presentó un paquete limitado de sanciones para aplacar las presiones del Congreso de su país. Estaba claro que la reunión que en octubre tendrían los jefes de Gobierno de la Commonwealth en Nassau, Bahamas, iba a ser difícil para mí.

En septiembre celebré un seminario en Chequers para aclararnos las ideas sobre la táctica a seguir con Suráfrica. Además de Geoffrey Howe, Malcom Rifkind, Paul Channon e Ian Stewart (del Tesoro), estaba presente un grupo de hombres de negocios y de universitarios, más un par de parlamentarios interesados en la cuestión y bien informados. Ninguno de nosotros habría partido del punto en que nos hallábamos, de haber podido elegir. Por una parte, el proceso surafricano de reformas se hallaba en punto muerto: las reformas constitucionales no habían producido resultado alguno, porque no habían llegado a interesar ni siquiera a los sectores más moderados de la clase media negra. Por otra parte, la Comunidad Económica Europea se disponía a imponer sanciones. Nosotros habíamos expresado reservas sobre las medidas acordadas a principios de mes por la Comunidad Económica Europea, aunque, en un examen más detallado, la mayoría de las medidas coincidían con nuestra práctica actual. Estuve de acuerdo en exponerlas ante la Conferencia de Jefes de Estado de la Commonwealth. Una idea que surgió en la reunión fue la de enviar un «grupo de contacto», formado por «notables», para tratar de dar impulso a las conversaciones entre el Gobierno surafricano y representantes de la comunidad negra.

Durante los preparativos de la conferencia hice lo que pude por contener a Gadarane en su prisa por imponer sanciones. Escribí a los jefes de Gobierno de la Commonwealth instándoles en cambio a organizar negociaciones entre el Gobierno de Suráfrica y representantes de la comunidad negra. Pero ya estaba claro que íbamos a disfrutar de un montón de aspirantes haciendo numeritos de teatro para destacar en la escena internacional.

La reunión de jefes de Gobierno de la Commonwealth en Nassau

Vi a Brian Mulroney en Nassau la primera tarde de la conferencia. Me animó a tomar la iniciativa proponiendo un paquete de medidas que representaban el mínimo común denominador del acuerdo de la Commonwealth. Todas se presentarían como el mínimo exigible, pero los Gobiernos, individualmente, podrían ir más lejos si así lo elegían. Le dije que la experiencia me había enseñado a no exponer nunca las ideas en público demasiado pronto y terminé diciendo: «He dado mi último paso, y cuando digo el último quiero decir el último, aceptando la posición europea sobre las sanciones. No me apetece quedarme aislada dentro de la Commonwealth, pero si es necesario, así será». Seguí la misma línea en encuentros similares con Robert Mugabe, Kenneth Kaunda y Bob Hawke.

Bob Hawke abrió el debate de la conferencia sobre Suráfrica buscando una solución intermedia. Luego vino Kenneth Kaunda con una temperamental apelación a las sanciones. Yo intenté recoger ambos puntos de vista en mi réplica, explicando la evidencia de cambios económicos y sociales en Suráfrica. Cité cuidadosamente el número de negros surafricanos que poseían cualificación profesional, coche, negocios en marcha. Por supuesto, aún quedaba un largo camino por recorrer, pero no nos enfrentábamos con una situación estática. El discurso tuvo su efecto, por las reacciones de los que se sentaban alrededor de la mesa, mas la cautela natural me había hecho tener preparada una postura de repliegue: después de mi reunión con Brian Mulroney mis ayudantes habían elaborado una relación de opciones de medidas más amplias, que llevaría conmigo al retiro de los jefes de Gobierno, el fin de semana en Lyford Cay, donde se trataron los acuerdos reales.

Lyford Cay es un lugar hermoso con interesantes vinculaciones históricas. Habían preparado casas particulares de la finca para las delegaciones. El club central era el centro de conferencias. En un gesto muy simpático, el primer ministro de las Bahamas observó que la casa destinada a mi delegación era donde Harold Macmillan y John Kennedy habían firmado, en 1962, el acuerdo de los Polaris. En Lyford Cay elaboramos una especie de borrador del comité de jefes de Gobierno y en el curso de la mañana del sábado se hizo un comunicado sobre Suráfrica. Mientras tanto, yo continuaba con otro trabajo: a las dos de la tarde, Brian Mulroney y Rajiv Gandhi acudieron a la casa de la delegación inglesa para mostrarme lo que aplicadamente habían preparado. ¡Ay de mí! No pude ponerles buenas notas y me pasé casi dos horas explicándoles por qué no podía aceptar sus propuestas. Sugerí que el texto debía incluir una firme llamada al fin de la violencia en Suráfrica como condición para un diálogo más amplio; pero lo consideraron demasiado polémico.

Después de cenar fui invitada a unirme a un grupo más amplio y sometida a grandes presiones para que aceptase la línea que ellos querían. Bob Hawke me atacó con amargura. Le repliqué enérgicamente. La discusión siguió en una atmósfera cada vez más enrarecida, durante cerca de tres horas. Afortunadamente, aún no ha llegado el día en que alguien me venza por agotamiento.

En el transcurso de la noche hice que mis ayudantes prepararan un texto opcional para presentarlo en la sesión plenaria de las diez y media de la mañana siguiente, antes de la cual un desalentado Sonny Ramphal, secretario general de la Commonwealth, me rogó que cediera y mostrase buena voluntad. Ciertamente, no abundaba la buena voluntad cuando comenzó la reunión. El texto británico ni siquiera fue tomado en consideración. Recibí sermones sobre mi moral política, mi inclinación a preferir a un inglés trabajando que a un negro vivo, mi falta de interés por los derechos humanos. Una tras otra, sus acusaciones se fueron haciendo cada vez más acidas y más personales, hasta que no pude soportarlo más.

Con patente alarma por su parte, empecé a cantarles unas cuantas verdades a mis antagonistas africanos. Señalé que estaban comerciando activamente con Suráfrica, al mismo tiempo que me atacaban por negarme a aplicar sanciones. Les pregunté cuándo demostrarían igual preocupación por los abusos de la Unión Soviética, con quien, claro está, no sólo mantenían relaciones comerciales, sino muy estrechos lazos políticos. Les pregunté cuándo iba a oírles atacar el terrorismo. Les recordé su propia historia sobre derechos humanos, tan poco edificante. Y cuando el representante de Uganda me acusó de racista, me volví hacia él y le recordé los asiáticos que Uganda había expulsado por motivos raciales, muchos de los cuales se habían establecido en mi distrito del norte de Londres, donde eran ciudadanos modelos y se ganaban la vida. Nadie me apoyó, si bien el presidente Jayewardene de Sri Lanka provocó un estremecimiento colectivo cuando dijo que, en cualquier caso, él no tenía intención de romper los lazos comerciales con Suráfrica, porque no iba a dejar sin trabajo a los plantadores de té de Sri Lanka. Los jefes de Gobierno de algunos de los Estados más pequeños me comunicaron en privado que estaban de acuerdo conmigo.

Durante el descanso de mediodía, tomé una decisión táctica sobre cuál de las opciones que tenía preparadas iba a preparadas admitir. Mi modesta elección fue tomar acciones unilaterales en contra de la importación de krugerrands (moneda de oro de Suráfrica, que a menudo se compra como inversión) y retirar el apoyo oficial para la promoción del comercio con Suráfrica. Sin embargo, sólo haría esto si había en el comunicado una clara referencia a la necesidad de poner fin a la violencia. A las tres y media de la tarde fui a reunirme con el «comité de redacción» en la biblioteca.

Cuando entré en la habitación todos me miraron con furia. Era extraordinaria la forma en que el instinto de manada de los políticos podía transformar a un grupo de personas corteses, y en algunos casos encantadoras, en una banda de rufianes. Nunca me habían tratado así y no iba a soportarlo. Así que empecé diciendo que nunca me habían insultado tanto como lo habían hecho las personas que estaban en esa habitación y que era una forma totalmente inaceptable de llevar las relaciones internacionales. Al instante, se elevaron murmullos de sorpresa y de disculpa: uno por uno, todos fueron alegando que no era nada «personal». Respondí que era claramente personal y que no lo podía consentir. La atmósfera se suavizó inmediatamente. Quisieron saber qué era lo que yo aceptaría. Anuncié las concesiones que estaba dispuesta a hacer. Expuse hasta dónde pensaba llegar: si mis propuestas no se aceptaban me retiraría de la conferencia y el Reino Unido presentaría su propia declaración. El antiguo «borrador» quedó arrinconado. Diez minutos más tarde todo había terminado. De repente, me convertí en una mujer de Estado al aceptar una «solución intermedia». Se aprobó un texto y en la sesión plenaria de esa misma tarde se aceptó sin enmiendas.

Aunque estaba realmente dolida y consternada por su comportamiento, di testimonio de mi opinión y no estaba disgustada con los resultados. En concreto, estaba encantada de que los jefes de Gobierno de la Commonwealth suscribieran una idea con la que varios de nosotros habíamos especulado, la de enviar un grupo de «notables» a Suráfrica para que luego informaran de la situación, en una próxima conferencia. Esto tenía el gran mérito de darnos tiempo, tanto para presionar a Suráfrica de modo que ensanchase el ámbito de sus reformas, como para llevar adelante la batalla diplomática. Traté de persuadir a Geoffrey Howe para que fuera uno de los «notables», pero no hubo modo. Probablemente, consideraba que las posibilidades de éxito eran pocas, y los hechos demostraron que tenía razón. Puede que yo fuese poco diplomática, porque cuando protestó diciendo que él era el ministro de Exteriores y no podía hacer ambos trabajos, le dije que yo podía encargarme de su cartera mientras se hallase en el extranjero. A partir de aquel momento fui yo quien me ocupé de las cuestiones relativas a nuestro acercamiento a Suráfrica, tomando las principales decisiones directamente desde el Número 10 de Downing Street. Una ventaja de los que, finalmente, fueron elegidos como miembros del «grupo de notables» era que un distinguido negro africano, el nigeriano general Obasanjo, actuaba como presidente del grupo y vería por sí mismo cual era la realidad de la vida en Suráfrica. Pero esta ventaja se echó a perder por los problemas que suscitó Malcom Fraser, quien, lleno todavía de rencor por haber caído ante Bob Hawke en las elecciones, estaba ansioso de recuperar su prestigio internacional y quiso estar en el grupo de los «notables».

En la conferencia de prensa posterior a la cumbre afirmé, con absoluta exactitud, que mis concesiones en el tema de las sanciones habían sido «diminutas»: lo cual enfureció a la izquierda e irritó, sin lugar a dudas, al Ministerio de Asuntos Exteriores. Pero yo no creía en las sanciones, y no estaba dispuesta a justificarlas. Pude abandonar las playas de Nassau con mi política intacta, aunque con mis relaciones personales con los líderes de la Commonwealth algo magulladas; pero eso, después de todo, no era sólo culpa mía. Y miles de africanos negros conservarían sus puestos de trabajo gracias a la batalla que había librado.

Nuevos debates en la Comunidad Europea y en la Commonwealth sobre las sanciones a Suráfrica

No me hacía ilusiones: mi único éxito en Nassau había consistido en aliviar de momento las presiones tendentes a la imposición de sanciones a Suráfrica. Faltaba ver qué salía de la visita de «notables» al sur de África. De hecho, fue un desastre sin paliativos. No sé si para hacer naufragar la iniciativa o por otras razones que no guardaban relación, las fuerzas armadas surafricanas lanzaron varios ataques contra las bases del Congreso Nacional Africano (CNA) en Botswana, Zambia y Zimbabwe, y el grupo de notables anuló la visita.

Esto me dejaba un difícil papel que desempeñar en la reunión del Consejo Europeo de La Haya, en junio de 1986. Lo que hicieran los países de la Comunidad Europea, a diferencia de la mayoría de los miembros de la Commonwealth, podía tener un impacto real en la economía de Suráfrica, de modo que éste era un foro tan importante, en el tema de las sanciones como la Conferencia de Jefes de Gobierno de la Commonwealth. Los propios holandeses —Holanda era la cuna de los afrikaners— padecían un omnipresente complejo de culpabilidad ante Suráfrica, lo cual les impedía ser los presidentes ideales de la CEE. Pero el canciller Kohl —quien al menos, en este escenario, se oponía a las sanciones con tanta energía como yo— dirigía el debate. Lo apoyé, secundada por el primer ministro de Portugal. Al final estuvimos de acuerdo en estudiar, ese mismo año, la prohibición de nuevas inversiones y la puesta en práctica de sanciones contra Suráfrica en materia de importaciones de carbón, hierro, acero y krugerrands. También se estuvo de acuerdo en que, puesto que Gran Bretaña se haría cargo de la presidencia de la Comunidad en breve, Geoffrey Howe debía visitar Suráfrica en calidad de «notable» único, para presionar en favor de la reforma y la liberación de Nelson Mandela.

Geoffrey era extremadamente reacio a ir y hay que reconocer que sus reticencias resultaron justificadas, porque fue insultado por el presidente Kaunda y desairado por el presidente Botha. Posteriormente, supe que creía que yo le había enviado a una misión imposible y estaba muy enfadado por ello. Sólo puedo decir que no fue ésa mi intención. Admiraba de verdad a Geoffrey por su talento para la diplomacia más reposada. Si alguien podía haber conseguido algún avance decisivo, habría sido él.

Poco después de que Geoffrey regresara tuve que enfrentarme a la Conferencia Especial de la Commonwealth sobre Suráfrica acordada en Lyford Cay para examinar los progresos hechos. Se había decidido que siete jefes de Gobierno de la Commonwealth se reunieran en Londres en agosto. El peor aspecto era que, debido a la obstinación del presidente P. W. Botha, no contábamos con suficientes hechos para mostrar un camino de progreso desde la reunión de Nassau. Habían realizado algunas reformas significativas y en marzo habían levanto el estado de excepción parcial, pero en cambio habían impuesto el estado de excepción nacional en junio; el señor Mandela todavía estaba en prisión y el CNA y otras organizaciones similares seguían prohibidas. Si a ello añadimos el fracaso del «grupo de notables», no había perspectivas de un diálogo político pacífico entre el Gobierno de Suráfrica y los representantes de la población negra. El Congreso de los Estados Unidos aumentó la presión para imponer sanciones serias y, posteriormente, ese año obligó a una modificación de la política norteamericana anulando el veto del presidente Reagan con un nuevo proyecto de ley sobre las sanciones. Estaba claro que tendría que presentarme con un modesto paquete de medidas, aunque fuera dudoso que con ello pudiera detener la marcha hacia las sanciones económicas a gran escala. Además, tenía otra lista de países de la Commonwealth que aplicaban la detención preventiva sin procesamiento, así como otras prácticas represoras parecidas, preparada para utilizarla como arma diplomática o de cualquier otra clase, sólo por si acaso.

Los medios de comunicación y la oposición estaban de momento obsesionados con Suráfrica. Hubo comentarios en el sentido de que la Commonwealth se disolvería si Inglaterra no modificaba su postura ante las sanciones, aunque nunca hubo ninguna probabilidad de que esto sucediera. Yo estaba convencida —y las cartas que recibía a diario lo demostraban— de que las opiniones y prioridades de tales comentaristas no representaban el sentimiento del público en general. Pero ello no hacía el caso más agradable. La víspera de la conferencia, Denis y yo visitamos Edimburgo, donde se celebraban los Juegos de la Commonwealth. Fuimos a ver a los participantes —al menos los de los países que no habían boicoteado este acontecimiento— a la «villa» de los Juegos y nos recibieron con silbidos y críticas cáusticas. Estuve de acuerdo con Denis cuando observó que ésta era una de las visitas más venenosas que habíamos realizado. Fue un descanso cenar esa noche con mi buen amigo Laurens van der Post, que cuando habla de Suráfrica dice cosas llenas de sentido común y que fue de gran ayuda cuando negociamos la independencia de Zimbabwe.

Luego, vuelta a la irracionalidad, con la Conferencia Especial de Londres. Las reuniones con los jefes de Gobierno, antes de la apertura oficial, me llenaron de tristeza. Brian Mulroney me instó a que Inglaterra «marcara la pauta» y me pareció que quería que le revelase mi baza negociadora por adelantado: pero yo no tenía intención de hacerlo, habiendo visto muchas veces que semejantes «concesiones» se reciben y a continuación se olvidan de inmediato. Kenneth Kaunda tenía un estado de ánimo totalmente santurrón y poco cooperativo cuando fui a verlo a su hotel. Predijo que si no se aplicaban las sanciones, Suráfrica ardería en llamas. Di rápidamente por concluida la reunión y dije que sería mejor posponer nuestra charla. Más tarde comuniqué a Rajiv Gandhi que estaba dispuesta a modificar «un poco» mi postura en la conferencia. Estuvo bastante más tratable que en Nassau, como sucede siempre en privado.

Las discusiones formales fueron, todo el tiempo, tan desagradables como en Lyford Cay, aunque al menos fueron más breves. Mi negativa a aprobar las sanciones que ellos proponían fue atacada por los señores Kaunda, Mugabe, Mulroney y Hawke. No hallé ningún apoyo. Sus propuestas iban bastante más lejos que las del año anterior: en Nassau quisieron suprimir las comunicaciones aéreas con Suráfrica, prohibir las inversiones, las importaciones agrícolas, la promoción del turismo y otras medidas. Ahora reclamaban no sólo hacer efectivas esas sanciones, sino un paquete completo de medidas adicionales: prohibición de nuevos préstamos bancarios, de importación de uranio, carbón, hierro, acero y la retirada de los servicios consulares. Semejante paquete de medidas sacrificaba el nivel de vida de la población negra surafricana a la postura de los antagonistas de Suráfrica y a los intereses de sus industrias nacionales. No estaba dispuesta a suscribirlo. En su lugar, inserté en el comunicado un párrafo independiente, detallando nuestra postura (contemplando la posibilidad de aprobar una prohibición a las importaciones de carbón, hierro y acero de Suráfrica, si la Comunidad Económica Europea lo decidía, e introduciendo inmediatamente la prohibición de nuevas inversiones y la promoción del turismo en Suráfrica). Luego vimos que la CEE no aprobaba las sanciones sobre el carbón, porque se opuso enérgicamente Alemania, aunque las demás sanciones propuestas en La Haya se aplicaron en septiembre de 1986.

La característica más extraordinaria de estas discusiones era que parecían desarrollarse sin tener en cuenta lo que estaba sucediendo en la propia Suráfrica. El Gobierno de P. W. Botha carecía de imaginación y flexibilidad y había impuesto el estado de excepción en todo el país. Pero, como me informaba nuestro nuevo y excelente embajador, Robin Renwick, y otros que trataban con la Suráfrica real más que con la artificial, estaban ocurriendo cambios fundamentales. Se habían legalizado sindicatos negros, se había revocado la Ley de Matrimonios Mixtos, había quedado abolido el control de entrada y se había eliminado (aunque no sin excepciones) la política general de traslados forzosos de negros, así como las reservas de trabajo para los blancos y las impopulares leyes de salvoconductos. Y lo que era todavía más importante, había una ruptura práctica del apartheid en los lugares de trabajo, los hoteles, las oficinas y el centro de la ciudad. Había una propuesta de revocar la Ley de Actividades Separadas, y parecía probable que se llevara a cabo. El apartheid, como continuaba llamándolo la izquierda, estaba en todos estos aspectos, si no muerto, al menos agonizando rápidamente. A pesar de todo, Suráfrica no recibía el reconocimiento internacional, sino sólo una hostilidad irreflexiva.

Estaba menos dispuesta que nunca a aprobar medidas que debilitasen la economía surafricana y retrasar de paso las reformas. Se iba aproximando la Conferencia de Jefes de Gobierno de la Commonwealth de 1987 en Vancouver y yo aún no estaba dispuesta a aceptar compromisos. En algunos aspectos la situación era más fácil para mí de lo que había sido en Nassau y en Londres. Era probable que los acontecimientos de Fiyi y Sri Lanka ocuparan buena parte de la atención en la conferencia. Mi actitud respecto a las sanciones era bien conocida y la presión dentro de Inglaterra había disminuido: había hecho progresos al ganar la discusión interna sobre la sanciones durante la conferencia de Londres. Pero no iba a ser todo tan sencillo. Me pareció que los canadienses, nuestros anfitriones, querían ser más africanos que los propios africanos, sobre todo sabiendo que países como Zimbabwe no podían permitirse hacer efectivas sanciones a gran escala, y esperaban que nosotros las efectuásemos por ellos. Brian Mulroney quería conseguir un acuerdo para organizar un comité de ministros de Asuntos Exteriores de la Commonwealth que controlase los acontecimientos de Suráfrica, lo que me pareció no sólo una pérdida de tiempo, sino, además, contraproductivo. Y así se lo dije al propio señor Mulroney en una reunión que tuve con él la víspera de la conferencia. Le dije que su único propósito era satisfacer el ego de los jefes de Gobierno de la Commonwealth y que lo criticaría enérgicamente en público.

También conversé con el presidente Kaunda, que necesitaba poner en orden los asuntos económicos de su propio país, cumpliendo con los requerimientos del Fondo Monetario Internacional. Nuestras opiniones sobre Suráfrica no eran diferentes de lo que habían sido. En un momento dado dije que lamentaba no haber podido visitar África todavía, con excepción de la asistencia a la CHOGM de Lusaka en 1979. El señor Kaunda contestó que África no era en modo alguno mi zona de trabajo, lo cual me irritó profundamente. Le repliqué, con toda sequedad, que él en persona me había encargado la tarea de conducir Rodesia a la total independencia con el nombre de Zimbabwe, en la conferencia de Lusaka, y que la había llevado a término. Esa observación suya, tan fuera de lugar, me confirmó la necesidad de hacer pronto una visita a los países del África negra.

En mi discurso de la Conferencia canadiense señalé lo perjudiciales que resultaban las sanciones y la ausencia de inversiones para aquellos a los que, supuestamente, tratábamos de ayudar. Expuse el ejemplo de una empresa australiana que acababa de cerrar una fábrica de pescado envasado cerca de Ciudad del Cabo, dejando a 120 negros sin trabajo. Observé que un embargo a las exportaciones de verduras y frutas destruiría entre 100.000 y 200.000 puestos de trabajo para los negros; y ninguno de los afectados tendría los beneficios de la seguridad social. Estrechando el cerco, dije que comprendía muy bien la razón de que los países vecinos de Suráfrica no hubieran impuesto todo el paquete de sanciones. El ochenta por ciento del comercio exterior de Zimbabwe pasaba por Suráfrica. Un millón de trabajadores inmigrantes se ganaban la vida allí. Más de la mitad del PNB de Lesotho procedía de los envíos de sus emigrantes. Por tanto estaba más convencida que nunca de que las sanciones no eran la respuesta adecuada. Por supuesto, tales argumentos no impresionaron a quienes venían dispuestos, más que a ninguna otra cosa, a las posturas.

Como es habitual, las decisiones se dejaron para el retiro —esta vez misericordiosamente breve— en el centro de esparcimiento del lago Okanagan, en lo alto de los montes. Las sesiones y el almuerzo se celebraban en el hotel central, que tenía una serie de chalés diseminados en torno. Hacía un frío tremendo en el lago Okanagan. Los africanos, desde luego, lo sentían más que yo: se presentaron en el hotel con mantas sobre los hombros. Rajiv Gandhi consideraba que el ejercicio era la mejor forma de combatir el frío y siempre aparecía con ropa de deporte, tras haber hecho un poco de jogging entre reunión y reunión.

El ambiente de las discusiones no era mucho más cálido. Yo no estaba dispuesta a aprobar el borrador del comunicado que ellos querían. En una cena ofrecida por Rajiv Gandhi me tuvieron cuarenta y cinco minutos esperando a que apareciera algún otro jefe de Gobierno. De hecho, estaban celebrando su propia conferencia sobre Suráfrica, no ya sin invitarme, sino sin comunicármelo siquiera.

Pero ya habíamos dado todo lo que podíamos dar. En contestación a las críticas mojigatas de nuestros anfitriones canadienses, exhibí una serie de datos donde se demostraba que Canadá había aumentado sus importaciones de Suráfrica. Vino muy bien aquella especie de apostilla a la sinceridad de los jefes de Gobierno de la Commonwealth. No sólo el señor Mulroney, sino casi todo el mundo explotó indignado por esta intromisión de la realidad en la retórica. Mi sospecha de que en este tema los líderes políticos habían perdido el contacto con el pueblo se confirmó al ver que la gente me recibía con entusiasmo en Vancouver: un hombre no hacía más que gritar «Mantente firme, chica, mantente firme». Eso hice.

Retórica y realidad surafricanas: 1989-1990

Siempre había pensado que en Suráfrica no se producirían reformas fundamentales mientras P. W. Botha fuera presidente. Pero en enero de 1989 el señor Botha sufrió un ataque al corazón y al mes siguiente le sucedía al frente del Partido Nacional F. W. de Klerk, que accedió a la presidencia en agosto. Era justo dar al nuevo líder surafricano la oportunidad de tomar sus propias decisiones sin sentirse acosado por la intervención exterior.

La reunión del CHOGM de 1989 se celebró en octubre, en Kuala Lumpur, donde hacía las veces de anfitrión el doctor Mahathir. Acudí con un nuevo ministro de Asuntos Exteriores, John Major, y con la renovada intención de no seguir adelante con las sanciones. También intenté que los asistentes a la reunión apartaran los ojos de sus propios ombligos y apreciaran los grandes cambios que estaban ocurriendo en el mundo. En mi discurso preliminar a la sesión sobre el «Panorama político del mundo», llamé la atención sobre los cambios trascendentales que se estaban dando en la Unión Soviética y sus posibles consecuencias para todos nosotros. Dije que ahora existía la posibilidad de resolver los conflictos regionales —también los africanos— agravados por la subversión internacional del comunismo. Ahora era el momento de invocar ardientemente la democracia y un sistema económico mucho más libre. Secretamente, esperaba que el mensaje no se les pasara por alto a los numerosos países colectivistas y no liberales de la Commonwealth cuyos representantes se hallaban en la sala.

El debate sobre Suráfrica sacó a la luz toda la virulencia acumulada con el tiempo. Bob Hawke y Kenneth Kaunda sostuvieron la necesidad de las sanciones. Intervine para leer una carta que acababa de recibir de una compañía británica con inversiones en Suráfrica, en el campo de las conservas de piña, a quien las sanciones de Estados Unidos y Canadá le tenían cerrados los mercados de tan importantes países, por lo que se había visto obligada a suspender sus actividades, dejando en la calle a 1.100 trabajadores negros y 40 blancos surafricanos. Ése era el único sentido en que «funcionaban» las sanciones. También aporté datos demostrativos de que el porcentaje de importaciones y exportaciones surafricanas de Gran Bretaña se había reducido considerablemente más en los últimos ocho años que el del resto de la Commonwealth, añadiendo que nuestra participación había sido absorbida en gran parte por Japón y Alemania. Señalé que Inglaterra aportaba ayudas importantes para los negros surafricanos (su educación, sus viviendas), los proyectos rurales, y los refugiados procedentes de Mozambique. Estábamos contribuyendo a la «Operación Hambre», que proporcionaba alimentos a millones de surafricanos pobres. Por el contrario, el objetivo de muchos otros países en la CHOGM parecía consistir en multiplicar el número de los que pasaban hambre.

Para entonces, ya estaba acostumbrada a los ataques personales e inmisericordes con que me obsequiaban mis colegas de la Commonwealth. John Major no lo estaba; el comportamiento de aquellos jefes de Gobierno se le antojaba totalmente bochornoso. Lo dejé en Kuala Lumpur con otros ministros de Asuntos Exteriores, redactando el comunicado, mientras los jefes de Gobierno partíamos hacia nuestro retiro en Langkawi. Encontrándonos allí, mis ayudantes recibieron por fax un texto con el que los ministros de Asuntos Exteriores pensaban que todos podríamos «convivir». Pero yo sólo podía firmarlo si, además, se especificaban en una declaración separada y sin ambigüedades nuestros propios puntos de vista. La redacté y se la envié a John Major, en Kuala Lumpur. Al contrario de lo que la prensa —casi tan atenta a los «soplos» como a describir el «aislamiento» británico— alegaría con posterioridad, a John le pareció muy bien la idea de aprobar un documento británico anejo, e introdujo en él algunos cambios que recibieron mi aprobación. No obstante, nuestro documento anejo provocó aullidos de rabia entre los demás jefes de Gobierno. Durante la sesión de la CHOGM en que el doctor Mahathir leyó su informe sobre los resultados del retiro de Langkawi, Bob Hawke intervino para protestar ante lo hecho por Gran Bretaña. Brian Mulroney le apoyó. En realidad estaba planeado. Ambos llegaron juntos a la reunión y se hicieron señas antes de que Bob hablase. Repliqué diciendo que no debía explicaciones a nadie y que estaba sorprendida de que se pusieran objeciones a un país por hacer públicas sus propias opiniones. Ellos habían expuesto las suyas en discursos y conferencias de prensa, y el Reino Unido tenía idéntico derecho a la libertad de expresión. Ello concluyó con la discusión.

En Suráfrica, con el comienzo del año 1990, se iniciaron los movimientos que yo había esperado y en los que llevaba tiempo trabajando. Hubo indicaciones de que Nelson Mandela sería liberado, tras varios años de prisión. Le dije a nuestro embajador, Robin Renwick, que estaría encantada de ver al presidente De Klerk, en Chequers, si visitaba Europa en primavera. Comuniqué al Ministerio de Asuntos Exteriores —donde no gustó nada— que tan pronto como el señor Mandela fuese liberado quería que respondiéramos, rápidamente, cancelando o suavizando las medidas que habíamos tomado contra Suráfrica, empezando con las relativamente menores, que sólo manteníamos nosotros y no tenían que ser discutidas con la Comunidad Económica Europea.

El 2 de febrero de 1990 el presidente De Klerk pronunció un discurso en el que anunciaba la inminente liberación del señor Mandela y otros líderes negros, la legalización del CNA y otras organizaciones políticas negras y prometía el fin del estado de excepción tan pronto como fuera posible. Regresé, inmediatamente, al Ministerio de Asuntos Exteriores y dije que una vez que las promesas se cumpliesen debíamos dar por terminado el embargo «voluntario» de las inversiones y animar a los demás países de la Comunidad Económica Europea a hacer lo mismo. Pedí a Douglas Hurd —ahora ministro de Asuntos Exteriores— que propusiera en la reunión quincenal de ministros de Asuntos Exteriores de la CEE el fin de las restricciones sobre compras de krugerrands, hierro y acero. También decidí enviar mensajes a otros jefes de Gobierno recomendándoles el reconocimiento de lo que estaba sucediendo en Suráfrica. En abril fui informada por el doctor Gerrit Viljoen, ministro de Desarrollo Constitucional de Suráfrica, de los contactos entre el gobierno y el CNA, ahora presidido de nuevo por el señor Mandela. Me desilusionó el hecho de que el señor Mandela siguiera repitiendo las viejas frases rituales, quizá adecuadas para un movimiento al que se niega reconocimiento, pero no para un aspirante a un papel dirigente y, tal vez, dominante en el Gobierno. El Gobierno surafricano formulaba sus propias ideas para la constitución y se inclinaba por una combinación de cámara baja elegida por el sistema un hombre, un voto, y de cámara alta con representación especial de las minorías. Este sistema ayudaría a dar cabida a la gran diversidad étnica que caracteriza a Suráfrica, aunque a largo plazo podía ser necesario una especie de sistema cantonal para hacerlo eficaz.

Antes de que el presidente De Klerk se pusiese en camino para mantener conversaciones con los líderes europeos en mayo, habían comenzado formalmente las negociaciones con el CNA. También me alegraba de que el gobierno de Suráfrica prestase el debido reconocimiento al jefe Buthelezi, que se había opuesto valientemente a la violencia en Suráfrica, mientras el CNA aprobaba la revolución marxista, a la que algunos de sus miembros todavía estaban ligados.

Conversaciones con el presidente De Klerk y el señor Mandela

El presidente De Klerk, Pik Botha y sus respectivas esposas acudieron a un almuerzo en Chequers el sábado 19 de mayo. Me dio la impresión de que el señor De Klerk había aumentado su talla como jefe de Estado desde mi última reunión con él, hacía un año. Me llamó la atención el paralelismo con el señor Gorbachov, aunque quizá nadie hubiera acogido bien la comparación: en ambos casos un hombre llevado al poder por un sistema injusto y opresivo, tuvo la visión y prudencia necesarias para hacer cambiar el sistema. Mis conversaciones con el señor De Klerk se centraron en sus planes para dar los próximos pasos que llevasen al CNA a aceptar un sistema político y económico capaz de garantizar el futuro de Suráfrica en cuanto país liberal y de libre empresa. La violencia entre negros, que había empeorado, era ya el único obstáculo importante que se interponía en el camino hacia la solución. Pero él era optimista en cuanto a las perspectivas de acuerdos con el CNA sobre una nueva constitución; y pensaba que el CNA también lo deseaba.

Discutimos qué se debería hacer con respecto a las sanciones. Dijo que no era un perro pidiendo una galleta, buscando recompensas específicas por las acciones que había llevado a cabo. Lo que quería era el reconocimiento internacional más amplio posible y apoyo para lo que estaba haciendo, de modo que todo ello desembocase en la revisión fundamental de las actitudes hacia Suráfrica. Todo ello me pareció muy sensato. El señor De Klerk también me invito a Suráfrica. Dije que me encantaría ir pero que no quería ponerle las cosas más difíciles en este momento concreto. Me constaba que no había nada mejor para enturbiar sus negociaciones con otros Gobiernos —demostradamente equivocados en el caso de Suráfrica— que una visita mía a su país, dando la impresión de que acudía a proclamar el hecho de haber tenido razón desde el principio. (En realidad, me entristece no haber ido nunca a Suráfrica como primera ministra; finalmente, sólo acepté su invitación tras haber dejado el cargo).

El miércoles 4 de julio mantuve conversaciones y almorcé en Downing Street con otro de los principales actores de la política surafricana, Nelson Mandela. Lo había visto brevemente en primavera cuando lo homenajearon los medios de comunicación izquierdistas, montando un concierto en Wembley en su honor, pero ésta era la primera vez que llegaba a conocerlo. La izquierda se sintió muy ofendida de que señor Mandela se manifestara dispuesto a verme. Pero a él, a diferencia de ellos, no se le ocultaba en absoluto cuál era la presión que había tenido más éxito a la hora de liberarlo de la cárcel. Encontré al señor Mandela extremadamente educado, con auténtica nobleza en el porte y —lo más destacado después de todo lo que había sufrido— sin ninguna amargura. Le cobré afecto. Pero también encontré muy anticuada su actitud, anclado en una especie de socialismo deformado por el tiempo, en el que nada había cambiado, ni política ni económicamente, desde los años cuarenta. Quizá ello no fuera sorprendente tras tantos años de prisión; pero era una desventaja en los primeros meses de libertad, porque tendía a repetir esos tópicos desfasados que confirmaban las desmesuradas expectativas de sus seguidores.

Hice cuatro puntualizaciones durante nuestra entrevista. Primera: lo insté a suspender la «lucha armada»; cualquier justificación que pudiera haber habido para ella, ahora había desaparecido. Segunda: yo apoyaba los argumentos del Gobierno surafricano en contra de una Asamblea Constituyente elegida que elaborase una Constitución. Me parecía que para mantener tanto la confianza de la población blanca como la ley y el orden, correspondía al Gobierno, al CNA, a Inkatha (el movimiento del jefe Buthelezi) y otros grupos ponerse ahora de acuerdo sobre la Constitución. Tercera: destaqué el daño que todas las declaraciones sobre la nacionalización podía hacer a la inversión extranjera y la economía en general. Finalmente, dije que pensaba que debería reunirse personalmente con el jefe Buthelezi, lo que él se negaba a hacer. A pesar de su punto de vista socialista, consideré que Suráfrica era afortunada al poder contar en este momento con un hombre de la estatura del señor Mandela. Francamente, esperaba que se diera más a valer, a expensas de algunos de sus colegas del CNA.

Fue sólo poco antes de que dejase el cargo cuando el presidente De Klerk vino, otra vez, a verme a Chequers el domingo 14 de octubre. Se habían producido algunos progresos desde que había visto al señor Mandela en junio. El CNA había aceptado la suspensión de la «lucha armada», y ambas partes habían alcanzado un acuerdo para el regreso de los exiliados surafricanos y la liberación del resto de los prisioneros políticos. Lo que quedaba del antiguo sistema del apartheid estaba siendo desmantelado. Se esperaba la abolición de los decretos de la tierra, y el decreto de censo de la población —último bastión legislativo del apartheid— desaparecería cuando se aprobase una nueva constitución. Sólo permanecía segregada la enseñanza estatal, pero también se habían emprendido cambios en este asunto tan delicado para los blancos. Sin embargo, la violencia entre los negros empeoró bruscamente y estaba emponzoñando la atmósfera de las negociaciones.

Los surafricanos iban con cuidado en su presión para que se levantaran las restantes sanciones. La contribución más importante en este sentido habría sido la del CNA; pero, obstinadamente, se negaban a reconocer que el tema de la sanciones —hasta el extremo que habían llegado— estaba muerto. Dentro de la Comunidad Económica Europea la clave para un cambio formal de política era, en este momento, Alemania, aunque por razones políticas internas el canciller Kohl no deseaba actuar todavía. Los norteamericanos se contenían por razones parecidas. Sin embargo, como me dijo el presidente De Klerk, en la práctica casi todas las sanciones iban esfumándose progresivamente y lo que realmente preocupaba ahora a los surafricanos era el acceso a los créditos e inversiones extranjeras. (De hecho, las sanciones desaparecieron gradualmente en los años siguientes: la comunidad internacional empezó a preparar ayuda financiera para Suráfrica para deshacer así el daño que las propias sanciones habían ocasionado).

El presidente De Klerk se sentía frustrado por el hecho de que la amplia ronda de contactos informales con el CNA sobre la constitución, por la que él había estado presionando, no se hubiese producido todavía. Cuanto más se prolongara el proceso, más oportunidades tendrían los partidarios de la línea dura —de ambos lados— para hacer descarrilar las negociaciones. El principal obstáculo para que se celebrasen era que debía haber un poder compartido en el ejecutivo. En la nueva Suráfrica nadie debía tener tanto poder como él tenía. En algunos aspectos pensaba que el Gabinete federal suizo era el modelo que necesitaban. Esto me parecía a mí lo más adecuado; no es que las constituciones híbridas o sistemas federales tengan mucho atractivo intrínseco, pero en los países donde las lealtades se dirigen tanto o más a los grupos subordinados como a las instancias superiores del Estado, bien pueden constituir la menos mala de las propuestas. Queda todavía por ver si los dirigentes del CNA están preparados para reconocer esto. Con todos los riesgos de violencia y todas las limitaciones de las diversas facciones políticas, Suráfrica sigue siendo la economía más fuerte del continente y cuenta con la población más preparada e instruida. Sería una tragedia que no pudiese explotar estas ventajas para construir una verdadera democracia que respete los derechos de las minorías, sobre las bases de una economía libre.