Hombres con los que negociar
Relaciones Este-Oeste durante el segundo mandato: 1983-1987
NUEVA VALORACIÓN DE LA UNIÓN SOVIÉTICA
En el transcurso de 1983, los soviéticos comenzaron a darse cuenta de que su juego de manipulación e intimidación se superaría pronto. Los Gobiernos europeos no estaban dispuestos a caer en la trampa abierta por la propuesta soviética de crear una «zona desnuclearizada» en Europa. Los preparativos para el despliegue de misiles Cruise y Pershing siguieron adelante. En marzo, el presidente Reagan anunció los planes para una Iniciativa de Defensa Estratégica (SDI) cuyas implicaciones financieras y tecnológicas eran devastadoras para la URSS. Después, a principios de septiembre los soviéticos derribaron un avión de las líneas aéreas civiles surcoreanas, matando a 269 pasajeros. Quedó expuesta claramente no sólo la insensibilidad sino la incompetencia del régimen soviético, que ni siquiera tuvo el valor de disculparse. Se silenció el estúpido rumor, basado en una mezcla de espejismo occidental y desinformación soviética, sobre el señor Andropov, culto, cosmopolita y liberal dirigente de la Unión Soviética, que haría del mundo un lugar más seguro. Quizás, por primera vez, desde la Segunda Guerra Mundial, se empezó a decir, incluso en círculos occidentales liberales, que la Unión Soviética estaba enferma y en actitud defensiva.
Hubo un nuevo enfriamiento en las relaciones Este-Oeste. Habíamos entrado en una fase peligrosa. Tanto Ronald Reagan como yo éramos conscientes de ello. Sabíamos que la estrategia de igualar a los soviéticos en poderío militar y su derrota en el campo de batalla de las ideas era un éxito y debía continuar. Pero, mientras tanto, teníamos que ganar la Guerra Fría sin correr riesgos innecesarios.
En realidad la Guerra Fría nunca había terminado, al menos por parte de la Unión Soviética: simplemente había variaciones en el grado de enfriamiento. A veces, como en Corea y Vietnam, ha sido bastante más que fría. Pero siempre era, como yo nunca olvidaba, un conflicto entre un sistema y otro. En este sentido, el análisis de la ideología comunista era correcto: nuestros dos sistemas eran incompatibles, aunque, debido a que ambos bandos poseían medios de destrucción nuclear, teníamos que realizar los ajustes y compromisos necesarios para vivir juntos. Lo que teníamos que hacer en Occidente era aprender todo lo que fuera posible sobre el sistema y el pueblo con los que nos enfrentábamos, y estar en estrecho contacto con los que vivían bajo ese sistema mientras fuera compatible con nuestra seguridad. En la Guerra Fría, igual que en la guerra convencional, es provechoso conocer al enemigo, porque en algún momento del futuro puede darse la oportunidad de convertirle en amigo.
Esa era la idea que se hallaba detrás de mi decisión de organizar un seminario en Chequers, el jueves 8 de septiembre de 1983, para seleccionar a los expertos en la Unión Soviética. La dificultad de influir en la opinión exterior, incluso en nuestro sistema democrático abierto demuestra por qué los sistemas totalitarios cerrados son tan lentos y mediocres. Me había acostumbrado a seminarios de largo alcance desde los tiempos de la oposición y siempre los había encontrado estimulantes e instructivos. Pero en vez de las mejores mentes sobre el sistema soviético, me encontraba ahora con una lista de las mejores mentes del Ministerio de Asuntos Exteriores, que no es exactamente lo mismo. Anoté sobre el listado original de los posibles participantes:
Esto NO es lo que quiero; no estoy interesada en reunir a todos los subsecretarios, ni a nadie que haya tratado alguna vez el tema en el Ministerio de Asuntos Exteriores. El Ministerio de Asuntos Exteriores debe hacer sus preparativos antes. También quiero personas que hayan estudiado realmente Rusia, la mente rusa, y que hayan tenido alguna experiencia viviendo allí. Más de la mitad de las personas que hay en la lista saben menos que yo.
Había que empezar de nuevo.
De hecho, cuando comenzó el seminario me di cuenta que para entonces sí teníamos la gente adecuada y algunos documentos de primera clase. Éstos últimos abarcaban casi todos los factores que tendríamos que tener en cuenta en años venideros al tratar con los soviéticos y su sistema. Discutimos la economía soviética, su inercia tecnológica y las consecuencias de la misma, el impacto de los problemas religiosos, la doctrina militar soviética, el gasto en defensa y los beneficios y costes que representaba para la Unión Soviética el control de Europa del Este. El único problema que, retrospectivamente, no valoramos lo suficiente, aunque figuraba brevemente, fue el tema de las nacionalidades, tema pendiente que conduciría finalmente al desmembramiento de la propia Unión Soviética. Quizá para mí el documento más interesante fue uno que describía y analizaba la estructura de poder del Estado soviético desarrollando lo que ya había aprendido en la oposición con Robert Conquest.
Por supuesto, el objetivo de aquel seminario no era fundamentalmente académico, sino el de proporcionarme a mí la información sobre la que modelar la política sobre la Unión Soviética y el bloque Oriental en los meses y años próximos. Hubo siempre, hasta los últimos días de la Unión Soviética, dos puntos de vista opuestos entre los «sovietólogos».
A riesgo de simplificarlos en exceso, son los siguientes. Por un lado, estaban los que restaban importancia a las diferencias entre los sistemas soviético y occidental, que procedían de análisis políticos y análisis de sistemas. Eran personas que aparecían noche tras noche en nuestras pantallas de televisión analizando la Unión Soviética en términos extraídos de las democracias liberales. Eran los optimistas buscando la luz al final del túnel más largo, confiados en que, de alguna forma, surgiría la racionalidad y el compromiso dentro del sistema totalitario soviético. Recuerdo una observación de Bob Conquest que decía que el problema del análisis de sistemas era que si se analizan los sistemas de un caballo y un tigre, éstos son muy parecidos, pero que sería un gran error tratar a un tigre como si fuera un caballo. Por otro lado estaban los que mantenían, principalmente los historiadores, que los sistemas totalitarios son diferentes en clase —no sólo en grado— de las democracias liberales, y que los enfoques que eran relevantes para uno eran irrelevantes para el otro. Estos analistas argumentaban que un sistema totalitario genera una clase de dirigentes políticos diferentes a los democráticos y que la capacidad de cualquier individuo para cambiar ese sistema era prácticamente insignificante.
Mi propio punto de vista estaba mucho más próximo al segundo que al primero de esos análisis, pero con una diferencia muy importante. Siempre creí que finalmente triunfaría nuestro sistema occidental, si no renunciábamos a nuestras ventajas, porque descansa en la exclusiva, casi ilimitada, creatividad y vitalidad de los individuos. Incluso un sistema como el soviético, que se basaba en la aniquilación del individuo, nunca lo conseguiría totalmente, como lo demuestran los Solzhenitsin, Sajarov, Bukovsky, Ratushinskaya y miles de disidentes y refuseniks más. Aquello también implicaba que en algún momento el individuo adecuado podía desafiar incluso al sistema que había utilizado para obtener el poder. Por eso, a diferencia de las numerosas personas que compartían mi análisis de la Unión Soviética, yo estaba convencida de que debíamos buscar la persona adecuada entre la nueva generación de dirigentes soviéticos para después cuidarle y apoyarle, mientras reconociéramos claramente los límites de nuestra capacidad para hacerlo. Esa es la razón por la cual los que, posteriormente, consideraron que había renunciado a mi método inicial sobre la Unión Soviética porque estaba deslumbrada con el señor Gorbachov estaban equivocados. Le escogí porque buscaba a alguien como él. Y tenía confianza en que aquella persona existiera, incluso dentro de una estructura totalitaria, porque creía que el espíritu del individuo nunca podría ser aniquilado en el Kremlin más que en el Gulag.
En la época de mi seminario en Chequers, aunque he explicado que las relaciones Este-Oeste estaban empeorando —y llegaron a ser todavía peores cuando los soviéticos abandonaron las conversaciones sobre el control armamentista en Ginebra como respuesta a la instalación de misiles Cruise y Pershing—, parecía que pronto se producirían cambios importantes en la dirección soviética. El señor Andropov, aunque no era un liberal, quería sin lugar a dudas revitalizar la economía soviética, que estaba en peor estado del que cualquiera de nosotros sospechaba en aquel momento. Para conseguirlo, necesitaba recortar la burocracia y mejorar la eficacia. Aunque había heredado una clase dirigente que no podía cambiar repentinamente, la elevada edad media de los miembros del Politburó le proporcionaría la oportunidad de cubrir las vacantes con los hombres adecuados para sus objetivos. Ya había dudas sobre la salud de Andropov. Sin embargo, si vivía sólo unos pocos años más, era probable que la dirección pasara a una nueva generación. Parecía que los dos competidores principales eran Grigory Romanov y Mijail Gorbachov. Solicité toda la información que teníamos sobre ambos. No era demasiada y en gran parte era vaga y anecdótica. Sin embargo, pronto me di cuenta de que, aunque la idea de ver a un Romanov de vuelta en el Kremlin era atractiva, tendría probablemente otras consecuencias desagradables. Romanov, como primer secretario del Partido Comunista en Leningrado, era famoso por su eficacia pero también por ser un marxista de la línea dura, la cual combinaba, como muchos de su clase, con un extravagante estilo de vida. Confieso que cuando leí cómo rompieron aquellos inapreciables vasos de cristal procedentes del Hermitage en la celebración de la boda de su hija, también su nombre perdió parte del atractivo que tenía para mí.
Lo poco que sabíamos del señor Gorbachov parecía modestamente alentador. Desde luego, era el miembro del Politburó más instruido, aunque nadie hubiera descrito como intelectuales a aquel grupo de ancianos soldados y burócratas. Había adquirido fama de imparcial pero, por supuesto, aquello podía ser una cuestión de estilo. Había ascendido poco a poco en el partido desde la época de Jruschov, Brezhnev y ahora Andropov, de quien era, evidentemente, el protegido especial; aunque eso podría ser un signo de conformidad más que de talento. No obstante, aquel mismo mes, el primer ministro de Canadá, Pierre Trudeau, me informó favorablemente sobre él. Comencé a prestar una atención especial cada vez que se mencionaba su nombre en los informes sobre la Unión Soviética.
VISITA A HUNGRÍA
Sin embargo, las relaciones con los soviéticos eran tan malas de momento que el contacto directo con ellos parecía casi imposible. Me daba la impresión de que tendríamos que trabajar a través de Europa del Este. El viceprimer ministro de Hungría, señor Marjai, me había visitado en marzo, antes de las elecciones generales, y había reiterado la invitación de su Gobierno para que visitase Hungría. Me había fascinado lo que me contó sobre el «experimento económico» húngaro. En un momento dado, al observar el señor Marjai la importancia de los beneficios y los incentivos, declaró que no era al Gobierno a quien correspondía distribuir dinero porque el Gobierno no lo tenía. Le comenté que aquellas observaciones las podría haber hecho yo en cualquiera de mis discursos.
Por varias razones, fue Hungría el país que elegí en mi primera visita como primera ministra a un país del Pacto de Varsovia. Los húngaros habían avanzado bastante por la senda de la reforma económica, aunque se mostraban ansiosos por llamarlo de cualquier forma excepto capitalismo. Se había conseguido cierto grado de libertad, aunque se castigaba la disidencia radical. La estrategia de János Kádár, oficialmente primer secretario del Partido Comunista Húngaro pero de hecho líder indiscutido, se resumía en el lema tan poco original de: «el que no está con nosotros está contra nosotros». Aprovechaba los lazos económicos con Occidente para proporcionar a su pueblo un nivel de vida aceptable, mientras afirmaba constantemente la lealtad de Hungría al Pacto de Varsovia, al socialismo y a la Unión Soviética, cosa que era necesaria dados los casi sesenta mil soldados soviéticos que estaban estacionados «temporalmente» en Hungría desde 1948. En aquella época el señor Kádár parecía gozar de cierto respeto, quizá hasta cariño, por parte de muchos húngaros, porque se le reconocía el hecho de evitar la repetición de los sucesos de 1956, a la vez que permitía que continuara el proceso gradual de reformas. Aunque él mismo había sido torturado por sus camaradas, su pasado incluía incidentes de infamia característicos en las carreras de toda esa generación de viejos dirigentes comunistas: había sido responsable de la tortura y proceso del cardenal Mindszenty, de la ejecución de su amigo, el ministro de Asuntos Exteriores Rajk, y de la traición de la Revolución de 1956. Sin embargo ante mí negó que hubiese tenido ninguna responsabilidad en la ejecución de Imre Nagy, el dirigente comunista reformista; de hecho dijo que los soviéticos le habían prometido que perdonarían la vida a Nagy. En cualquier caso, el hecho de que Kádár hubiese estado en el poder durante tanto tiempo significaba que había llegado a conocer a los soviéticos y su forma de pensar mejor que cualquier otro dirigente de la Europa del Este. Conocía, sobre todo, al señor Andropov, que había sido embajador en Budapest en la época del levantamiento de 1956, y con el que creíamos que mantenía unas relaciones estrechas. Yo esperaba que informase al líder soviético de nuestras conversaciones.
Descendí del avión a las diez de la noche del jueves 2 de febrero de 1984, para ser recibida por el primer ministro húngaro, señor Lázár, y después caminar juntos por encima de una espesa capa de nieve para inspeccionar a la guardia de honor iluminada con focos. Mi primer compromiso oficial a la mañana siguiente fue una conversación privada con el señor Lázár, un modesto funcionario que manifestaba todos los signos de lealtad al sistema comunista. Pero lo que tenía que decirme mostraba las raíces de aquella lealtad. Me advirtió que lo peor que podía hacer durante mi visita era proyectar cualquier tipo de duda sobre la permanencia de Hungría como parte del bloque socialista. Los húngaros estaban preocupados con lo que el vicepresidente George Bush había dicho al respecto en Viena, después de visitar su país. Me di cuenta de que la adhesión formal al sistema soviético era el precio por las limitadas reformas que habían hecho. Inmediatamente le contesté que lo comprendía y tuve cuidado entonces y después de mantener mi palabra.
Más tarde aquella mañana, vi al señor Kádár. Sólo le quedaban cuatro años más en el poder, pero todavía era enérgico y controlaba la situación. Era un hombre de cara cuadrada, huesos largos y complexión saludable, con un aire de innata autoridad y aparentemente sensato en la discusión. No dependía, a diferencia de otros muchos líderes comunistas, de una larga serie de consejeros y sólo estábamos acompañados por los intérpretes.
El mensaje principal que intenté transmitirle era que Occidente y el presidente Reagan en persona buscaban realmente el desarme. Lo que nosotros queríamos era preservar nuestra propia seguridad, pero con un bajo nivel de armamento, en particular de armamento nuclear. Le dije al señor Kádár que sabía por el presidente Reagan, de quien era amigo personal, lo dolido que se había sentido por la respuesta que había recibido al intentar conseguir un mejor entendimiento con la Unión Soviética. Describí el tono en el que el presidente Reagan había hablado, cuando los dos paseábamos por el jardín de la Embajada de los Estados Unidos en París, sobre una carta personal que había escrito de su puño y letra al presidente Brezhnev expresándole el deseo de paz de EE. UU. Esperó con ansiedad la contestación, que tardó mucho tiempo en llegar. Y cuando llegó, se trataba tan sólo de la típica carta oficial mecanografiada, breve y desalentadora. Añadí que era verdad que desde entonces el presidente Reagan había incrementado la fuerza militar de los Estados Unidos pero que él quería que mejoraran las relaciones entre la OTAN y el Pacto de Varsovia.
Después intenté obtener del señor Kádár una visión más clara de la situación en la URSS. Me habló de la personalidad de los distintos dirigentes soviéticos que había conocido: como señaló, «los rusos también son personas». Jrushchov era impulsivo. El señor Kádár le había dicho que era como un viejo bolchevique, en vez de decir «buenos días», le gustaba darte un puñetazo en el estómago. Describió a Brezhnev como una persona muy emocional. Andropov también era diferente. Le describió como un hombre muy duro y calculador, pero alguien capaz de escuchar. Me confirmó que Andropov estaba enfermo, pero dijo que mentalmente estaba en perfecto estado y nunca dejaba de trabajar. También me contó que su estado de salud mejoraba y que los húngaros cruzaban los dedos por su restablecimiento. Añadió que la dirección soviética se estaba fortaleciendo con personas más jóvenes que querían la paz y estaban dispuestas a mantener conversaciones al respecto. Por supuesto, aquel retrato de la vida en el Kremlin apenas podía considerarse ecuánime, dada la larga relación del señor Kádar con Andropov. Y puesto que Andropov murió seis días más tarde, lo que me contó sobre el estado de salud de este último o bien era tremendamente optimista o una mentira diplomática. Pero, no obstante, sus opiniones me resultaron interesantes.
También fue mi primera experiencia de lo que era la vida para la gente corriente en un país comunista. El sábado por la mañana visité el mercado central cubierto más grande de Budapest, hablé con los comerciantes y compradores y compré miel, pimientos y especias. Se reunió una multitud enorme y amistosa a pesar del frío intenso. El mercado estaba mejor provisto de artículos de lo que imaginaba. Pero lo que conservo en mi mente, todavía hoy, fue el recibimiento caluroso, incluso apasionado, de la muchedumbre de compradores. No era sólo que yo fuera una jefe de Gobierno occidental lo que producía aquello, sino mi reputación de enérgico líder político anticomunista, una reputación bastante conocida internacionalmente por la guerra de las Malvinas, dos años antes, e incluso por los ataques soviéticos sobre mi persona calificándome de Dama de Hierro. Respondí calurosamente a la multitud y, a mi regreso a Londres, descubrí que varios periodistas informaban sobre mi descubrimiento de que «los comunistas también eran seres humanos». Lo que en realidad había descubierto o, mejor dicho, confirmado, era que los seres humanos de los países comunistas no eran en absoluto comunistas sino que conservaban el ansia de libertad.
También me impresionó el orgullo que sentía la gente en la vieja Hungría, que desde entonces se ha convertido en la base del nuevo país poscomunista.
La única sorpresa —y desilusión— de mi visita fue ver lo lejos que, incluso Hungría, estaba de la economía libre. Existían algunos negocios pequeños, pero no se les permitía que prosperasen más allá de ciertas dimensiones. El énfasis principal de las reformas económicas húngaras no era el incremento de la propiedad privada de la tierra o las inversiones, sino que los particulares o las cooperativas utilizaran los servicios de propiedad estatal. Visité un proyecto de construcción de viviendas en Szentendre en el que participaba la firma británica Wimpey. Al preguntar a la gente que me encontré allí, descubrí que aunque podían comprarse apartamentos no podían luego venderlos libremente en el mercado, sino solamente al Estado, más o menos la misma política, todo hay que decirlo, que el Partido Laborista de Gran Bretaña había adoptado con la venta de las viviendas protegidas.
Transmití mis impresiones al presidente Reagan en un mensaje:
El experimento económico húngaro es dirigido con límites muy estrictos: un único partido político, la prensa controlada, la farsa del Parlamento, la propiedad estatal de todo excepto de las unidades económicas más pequeñas, pero sobre todo la íntima alianza con Moscú. Kádár y Lazar tienen perfectamente claro que estas cosas no cambiarán […] Estoy convencida de que es más probable que hagamos progresos sobre las detalladas negociaciones de control de armamento si conseguimos establecer primero unas bases más amplias de comprensión entre Oriente y Occidente. Pero no me hago ilusiones de que sea fácil llegar a ese punto. Será un proceso gradual y lento, durante el cual nunca deberemos bajar la guardia. Sin embargo, creo que hay que hacer el esfuerzo.
Mirándolo retrospectivamente, mi visita a Hungría fue la primera incursión de lo que llegó a ser un símbolo de la diplomacia británica con las naciones cautivas de Europa del Este. El primer paso fue establecer vínculos comerciales y económicos más importantes con los regímenes existentes, haciéndoles menos dependientes del cerrado sistema del COMECON. Más tarde, pusimos el acento en los derechos humanos y, finalmente, cuando el control soviético de la Europa del Este comenzó a decaer, convertimos las reformas políticas internas en condición para la ayuda occidental. Mi visita a Hungría, que inició esta afortunada estrategia diplomática, había demostrado ser, en conjunto, más significativa de lo que pudiera haber imaginado.
MOSCÚ: EL FUNERAL DE ANDROPOV
Sólo unos cuantos días después de mi regreso de Hungría murió el señor Andropov. A pesar de todo, el funeral, al que decidí asistir, me proporcionó la oportunidad de conocer al hombre que, para nuestra sorpresa, se erigiría en el nuevo líder soviético: Konstantin Chernenko. Creíamos que el señor Chernenko era demasiado viejo, estaba enfermo y demasiado unido al señor Brezhnev y a su época como para sucederle en el liderazgo, y según se desarrollaron los sucesos habíamos sido más astutos que sus colegas del Politburó. Pero al menos los comentaristas occidentales no pudieron describir a aquel anciano servidor eterno del Estado como heraldo de una transformación radical de los totalitarismos en democracias liberales.
El día del funeral era luminoso, despejado y, si era posible, aún más frío que el día de mi llegada. En estas ocasiones los dignatarios invitados no disponen de asientos: tuvimos que permanecer de pie durante varias horas en un recinto especialmente reservado para nosotros. Posteriormente me reuní con el nuevo líder de la Unión Soviética para celebrar un breve encuentro privado en el que leyó rápidamente, tropezando con las palabras de vez en cuando, un texto ya preparado. Le acompañaba el ministro de Asuntos Exteriores, señor Gromyko. Fue un acontecimiento formal, en el que trató todos los viejos puntos de los temas del desarme. No quedé impresionada.
Durante las largas horas que hube de permanecer de pie, me alegré de que Robin Butler me hubiera convencido de llevar botas forradas de piel, en vez de mis habituales tacones altos. Habían sido caras, pero cuando me reuní con el señor Chernenko cruzó por mi mente el pensamiento de que probablemente volverían a serme útiles muy pronto.
VISITA DE LOS GORBACHOV A GRAN BRETAÑA
Ahora tenía que considerar nuevos pasos en mi estrategia para conseguir unas relaciones más estrechas, en los términos apropiados, con la Unión Soviética. Evidentemente, tenía que haber más contacto personal con los dirigentes soviéticos. Geoffrey Howe quería que cursásemos una invitación al señor Chernenko para que visitara Gran Bretaña, pero le dije que era demasiado pronto. Primero necesitábamos saber más acerca de la dirección que tomaba el nuevo líder soviético. Pero yo tenía muchas ganas de invitar a otros dirigentes y en consecuencia se enviaron invitaciones a varias figuras soviéticas importantes, incluido el señor Gorbachov. En seguida se puso de manifiesto que el señor Gorbachov deseaba venir a la que sería su primera visita a un país capitalista europeo y quería hacerlo pronto. Para entonces ya teníamos más información sobre sus antecedentes y los de su esposa, Raisa, que, a diferencia de las esposas de otros dirigentes políticos soviéticos, era vista con frecuencia en público y era una mujer atractiva y culta. Decidí que los Gorbachov debían venir a Chequers, que tenía el ambiente de casa de campo adecuado para propiciar una buena conversación. Consideré el encuentro de significativa importancia potencial. En realidad, antes de su llegada, celebré un extenso seminario con expertos en la Unión Soviética para abarcar todos los temas y el trabajo a realizar en el enfoque que pensaba dar.
Los Gorbachov llegaron en coche desde Londres la mañana del 16 de diciembre, a tiempo para almorzar. Durante el aperitivo en el gran vestíbulo, el señor Gorbachov comentó el interés que le había despertado ver las tierras cultivadas camino a Chequers y comparamos observaciones sobre los diferentes sistemas agrícolas de nuestros países. Aquel había sido su trabajo durante una serie de años y, aparentemente, había conseguido un modesto progreso al reformar las granjas colectivas, pero se perdía hasta un 30 por ciento de las cosechas debido a los problemas de distribución.
También Raisa Gorbachov hacía su primera visita a Europa Occidental y sólo sabía un poco de inglés (según pude comprobar, su marido no sabía nada), pero iba vestida con un elegante conjunto de estilo occidental: un traje gris con rayitas blancas y de buen corte. Exactamente la clase de ropa que yo me habría puesto, pensé. Era licenciada en filosofía y había sido catedrática. Nuestro informe de aquella época era que la señora Gorbachov era una marxista convencida perteneciente a la línea dura; su evidente interés en el Leviathan de Hobbes, que sacó de la estantería de la biblioteca, era probablemente la confirmación de todo aquello. Pero más adelante, cuando yo ya había dejado mi cargo, me contaría que su abuelo había sido uno de esos millones de kulaks muertos durante la colectivización forzosa de la agricultura en el Gobierno de Stalin. Su familia no tenía buenos recuerdos para hacerse ilusiones con el comunismo.
Pasamos al comedor. Yo estaba acompañada por un equipo bastante grande formado por Willie Whitelaw, Geoffrey Howe, Michael Heseltine, Michael Jopling, Malcom Rifkind, Paul Channon y otros consejeros. Mijail y Raisa lo estaban por el señor Zamyatin, el embajador soviético, y el impresionante señor Alexander Yakovlev, el consejero que iba a jugar un importante papel en las reformas de los «años Gorbachov». No pasó mucho tiempo antes de que la conversación cambiase las trivialidades, que ni al señor Gorbachov ni a mí nos gustaban, por un enérgico debate a dos bandas. En cierto sentido, la polémica ha continuado desde entonces y surge dondequiera que nos encontramos y, como siempre se dirige directamente a la esencia de lo que realmente es la política, nunca me canso de ella.
Me habló de los programas económicos del sistema soviético, de la transformación de grandes plantas industriales en pequeños proyectos y «negocios», de los ambiciosos planes de regadío y de la forma en que los planificadores industriales adaptaban la capacidad industrial a la fuerza de trabajo para evitar el desempleo. Le pregunté si todo aquello no sería ser más fácil si la reforma partiese desde un supuesto de libre empresa, con la aportación de incentivos y la libertad para que las empresas locales llevaran la voz cantante, en vez de estar todo centralizado. El señor Gorbachov rechazó indignado el que todo estuviese centralizado en la URSS. Cambié de táctica y le expliqué que en el sistema occidental todo el mundo, incluidos los más pobres, a la larga recibían más de la forma en que lo hacíamos nosotros que si dependiesen simplemente de un sistema de redistribución. En realidad, en Gran Bretaña estábamos intentando reducir los impuestos para incrementar los incentivos de forma que pudiéramos crear riqueza, compitiendo en los mercados mundiales. Le dije que no deseaba tener el poder de decidir donde debía trabajar la gente y lo que debía recibir a cambio de su trabajo.
El señor Gorbachov, sin embargo, insistió en la superioridad del sistema soviético. No sólo producía mayores índices de crecimiento sino que, si iba a la URSS, vería como vivía el pueblo soviético: «alegremente». Si aquello era así, contraataqué, ¿por qué las autoridades soviéticas no permitían a la gente abandonar el país con la misma facilidad con que podían hacerlo los británicos?
Critiqué, en particular, las limitaciones impuestas a los judíos para emigrar a Israel. Él afirmó que el 80 por ciento de los que habían expresado el deseo de salir de la Unión Soviética lo habían hecho. Dije que esa no era la información que yo tenía. Pero repitió la línea soviética, que yo tampoco creía, de que aquellos a los que se les prohibía salir habían estado trabajando en áreas relacionadas con la seguridad nacional. Sabía que en aquel momento no valía la pena seguir insistiendo; pero el tema había quedado sobre la mesa. Los soviéticos tenían que saber que cada vez que nos reuniésemos volvería a plantearse el tema del tratamiento que daban a los refuseniks.
Si en aquella fase sólo hubiese prestado atención al contenido de las afirmaciones hechas por Gorbachov, en su mayor parte pertenecientes a la línea marxista oficial, habría llegado a la conclusión de que estaba forjado en el habitual modelo comunista. Pero su personalidad no podía diferir más de la inexpresiva ventriloquia del apparatchik soviético medio. Sonreía, se reía, utilizaba las manos para enfatizar, modulaba la voz, llevaba su argumentación hasta el final y era un agudo polemista. Se le veía seguro de sí mismo y aunque entreveraba sus afirmaciones con respetuosas referencias al señor Chernenko, de quien había traído un mensaje escrito no muy alentador, no parecía oponerse en absoluto a entrar en áreas controvertidas de la alta política. Aquella impresión se vio reforzada durante las horas de discusión que vinieron a continuación. Nunca leía informes preparados de antemano, sino que recurría a un pequeño bloc con notas. Tan sólo en lo referente a la pronunciación de nombres extranjeros buscaba consejo en sus colegas. Su línea de pensamiento no difería de lo que ya habría esperado; su estilo, sí. Según transcurría el día, comprendí que era mucho más el estilo que la retórica marxista lo que expresaba la esencia de la personalidad subyacente. Descubrí que me gustaba.
La cuestión práctica que tenía que discutir en aquella ocasión era el control de armamento. Era un momento importante. El secretario de estado, Schultz, y el ministro de Asuntos Exteriores, Gromyko, debían reunirse muy temprano en Año Nuevo en Ginebra, para ver si las conversaciones sobre armamento que se encontraban suspendidas, podrían reanudarse. Yo había descubierto, al hablar con los húngaros, que el mejor punto de partida para discutir de control de armamento en una atmósfera relativamente tranquila, era señalar que nuestros dos sistemas opuestos debían vivir codo con codo, con menor hostilidad y niveles de armamento más bajos. En aquella ocasión hice lo mismo.
Añadí que, tal vez, al igual que la última generación de políticos que recordaban la Segunda Guerra Mundial, teníamos el deber y la obligación de asegurar que semejante conflicto no volviera a repetirse. Sobre estas bases comenzó nuestra detallada conversación: dos cosas quedaron rápidamente en claro. La primera, era lo bien informado que estaba el señor Gorbachov sobre Occidente. Habló de mis discursos, que había leído cuidadosamente, citó la máxima de lord Palmerston de que Gran Bretaña no tenía amigos o enemigos eternos sino sólo intereses eternos. Había seguido de cerca lo tratado en las reuniones del Consejo de Seguridad Nacional norteamericano, que había aparecido en la prensa estadounidense, referido a que los Estados Unidos tenían interés en no permitir a la economía soviética que saliese del estancamiento.
En un momento dado, con un toque teatral, sacó una página entera con un diagrama del The New York Times, ilustrando la capacidad destructiva de las armas de las dos superpotencias, comparada con la capacidad destructiva disponible en la Segunda Guerra Mundial. Conocía muy bien los argumentos de moda que circulaban sobre la posibilidad de un «invierno nuclear» resultante de un conflicto atómico. Todo aquello no me impresionó demasiado. Le dije que lo que más me interesaba, aún más que el concepto del «invierno nuclear», era evitar la incineración, muerte y destrucción que le precedería. Pero el objetivo de las armas nucleares era, en cualquier caso, disuadir, no iniciar una guerra. Las armas nucleares nos han proporcionado un grado mayor de protección contra la guerra que el que habíamos tenido antes. Aún así, eso podía, y debería, lograrse con un nivel de armamento más bajo. El señor Gorbachov argumentó que si ambos lados continuaban aumentando su armamento eso podría provocar accidentes o circunstancias imprevistas; y con la generación actual de armas nucleares el tiempo para tomar una decisión se podría contar en minutos. Como él señaló, con uno de los más oscuros proverbios rusos, «una vez al año, incluso un arma descargada puede dispararse».
El otro punto que surgió fue la desconfianza soviética hacia las intenciones de la Administración Reagan en general y hacia sus planes para la Iniciativa de Defensa Estratégica (SDI) en particular. Yo destaqué en más de una ocasión que se podía confiar en el presidente Reagan y que la última cosa que él quería era la guerra. Hablé, como lo había hecho en Hungría, del deseo de paz que se exponía en su primera carta al presidente Brezhnev. En ella continuaba algo que era característico de Norteamérica. Los Estados Unidos nunca habían manifestado deseos de dominar el mundo. Cuando poco después de la guerra detentaron el monopolio de las armas nucleares, nunca utilizaron ese monopolio para amenazar a los demás. Los norteamericanos siempre habían utilizado su poder juiciosamente y habían demostrado una extraordinaria generosidad con otros países. Dejé claro que, mientras que estaba enérgicamente a favor de que los norteamericanos siguieran adelante con el SDI, no compartía el punto de vista del presidente Reagan de que era un medio de librar al mundo totalmente de armas nucleares. Esto me parecía un sueño inalcanzable, no se podía suprimir el conocimiento de cómo fabricar tales armas. Pero también recordé al señor Gorbachov que la Unión Soviética había sido el primer país en desarrollar la capacidad antisatélites (ASAT). Estaba claro que no era factible pensar en términos de detener la investigación sobre sistemas basados en el espacio. La fase crítica llegaba cuando los resultados de esa investigación eran trasladados a la producción de armas a gran escala.
SDI (INICIATIVA DE DEFENSA ESTRATÉGICA)
La Iniciativa de Defensa Estratégica del presidente Reagan, sobre la que los soviéticos y el señor Gorbachov estaban tan alarmados, iba a demostrar ser de capital importancia en la victoria Occidental en la Guerra Fría. Aunque, como ya he dicho, mi punto de vista difería del que tenía el presidente Reagan en cuanto a que la SDI era el paso principal hacia un mundo libre de armas nucleares (cosa que no creía ni posible ni deseable), no tenía la menor duda sobre la honradez de su compromiso para llevar adelante el programa. Mirando hacia atrás, ahora veo con toda claridad que la decisión original del presidente Reagan sobre la SDI fue la decisión más importante de su presidencia.
En Gran Bretaña, yo mantenía un estrecho control personal sobre las decisiones relacionadas con la SDI y nuestras reacciones al respecto. Sabía el daño irreparable que podría haber hecho a nuestras relaciones con Estados Unidos adoptar una postura o, incluso, un tono equivocado.
Al formular nuestro enfoque sobre la SDI, había cuatro elementos distintos que me pasaban por la mente. El primero era la ciencia misma. El objetivo norteamericano en la SDI era desarrollar una defensa nueva y mucho más eficaz contra los misiles balísticos: lo que se llamaba Defensa de Misiles Balísticos (BMD) de «blanco múltiple», que utiliza armas tanto con base en tierra como con base en el espacio. Ese concepto de defensa se basaba en la capacidad de destruir misiles balísticos disparados en cualquiera de las etapas de vuelo, desde la fase de despegue, cuando el misil y todas las cabezas nucleares y cebos están juntos —que es el mejor momento—, hasta el momento en que entra en la atmósfera en su trayectoria hacia el objetivo. Los avances científicos desarrollaban nuevas posibilidades para hacer semejante defensa bastante más eficaz que las defensas de misiles antibalísticos (ABM) existentes. Los avances más importantes fueron, probablemente, los relacionados con el uso de las armas de energía cinética (que no eran nucleares y que, cuando se lanzaran a gran velocidad contra el misil nuclear, le destruirían) y con el uso de las armas láser. Sin embargo, aún más estimulante que el desarrollo de esos elementos diferentes de la SDI, era la necesidad de un ordenador sofisticado y enormemente potente capaz de dirigir y coordinar el sistema en su totalidad. Semejante empresa, no sólo requería enormes sumas de dinero, sino que también pondría a prueba las últimas capacidades creativas de los sistemas comunista y occidental compitiendo para conseguirlo.
El segundo elemento era la existencia de acuerdos internacionales que limitaran el despliegue de armas en el espacio y de sistemas ABM. El tratado ABM de 1972, rectificado por el Protocolo de 1974, permitía a los Estados Unidos y a la Unión Soviética desplegar un sistema estático ABM con cien lanzacohetes para defender una base de silos de misiles balísticos intercontinentales (ICBM) o la capital nacional. Las implicaciones exactas del tratado para la investigación, prueba, desarrollo y despliegue de nuevos tipos de sistemas ABM estaban sujetas a acaloradas disputas legales. Los soviéticos habían partido de una «interpretación amplia» del tratado que posteriormente restringieron cuando les convino. Dentro de la Administración norteamericana se hallaban los que presionaban en favor de una interpretación «más extensa y amplia» que no presentase, prácticamente, ningún obstáculo para el desarrollo y despliegue de la SDI. El Ministerio de Asuntos Exteriores y el ministro de Defensa británicos intentaban siempre preconizar la interpretación menos amplia posible, lo cual supondría según los norteamericanos (y yo estaba de acuerdo con ellos) matar a la SDI antes de que naciera. Yo siempre trataba de escapar de aquella palabrería y dejar claro, en público y en privado, que la investigación sobre la viabilidad de un sistema no podía concluir hasta que se hubiese probado con éxito. Detrás de aquella jerga, todo aquel enfoque aparentemente técnico que había, no era otra cosa que puro sentido común. Pero fue el asunto que habría de dividir a los Estados Unidos y la URSS en la cumbre de Reykjavik, y por tanto adquirió gran importancia.
El tercer elemento era el relativo poderío de ambas partes en relación a la defensa por misil balístico. Sólo la Unión Soviética poseía un sistema ABM en funcionamiento (conocido como GALOSH) alrededor de Moscú, que estaba modernizando. Los norteamericanos no habían desplegado nunca un sistema equivalente, y calculaban que los soviéticos gastaban del orden de mil millones de dólares al año en el programa de investigación de defensa contra misiles balísticos. Los soviéticos también estaban bastante adelantados en armamento antisatélites. Existía, por tanto, el importante argumento de que los soviéticos ya habían logrado una ventaja inaceptable en aquel área.
El cuarto elemento era la repercusión de la SDI en el terreno de la disuasión. Empecé a mostrar grandes dosis de simpatía por el método que había detrás del tratado ABM: consistía en que cuanto más sofisticada y eficaz era la defensa contra misiles nucleares, mayor era la presión para buscar avances, tremendamente caros en tecnología de armas nucleares. Siempre había sido partidaria de una versión poco cualificada de la doctrina conocida como MAD: «destrucción mutuamente asegurada». Era tal el miedo a la «destrucción inaceptable» (que era como yo prefería llamarle) que sobrevendría a un intercambio nuclear, que las armas nucleares representaban una disuasión eficaz, no sólo contra ese tipo de guerra, sino también contra la guerra convencional. Tenía que considerar si era posible que la SDI lo socavara. Por supuesto que, desde un punto de vista, lo haría: si cualquier potencia pensaba que tenía un escudo totalmente eficaz contra las armas nucleares tendría en teoría mayores tentaciones para usarlas. Yo sabía, y la experiencia de la posguerra lo demostraba sin lugar a duda, que los Estados Unidos nunca iniciarían una guerra lanzando el primer ataque contra la Unión Soviética, creyeran o no que estaban a salvo de represalias. Los soviéticos, por el contrario, afirmaban no tener esa seguridad.
Pero pronto comencé a ver que la SDI, más que debilitarla, fortalecía la disuasión nuclear. A diferencia del presidente Reagan y de algunos miembros de su Administración, nunca creí que la SDI pudiera ofrecer un cien por cien de protección, pero sí que podría permitir que un número suficiente de misiles norteamericanos sobrevivieran a un primer ataque soviético. Pensaba que los soviéticos tenían más probabilidades de caer en la tentación de utilizar armas nucleares en primer lugar.
Sin embargo, para mí el argumento decisivo fue precisamente el que me hizo rechazar el sueño de un mundo sin armas nucleares del presidente Reagan: el de que al final no se puede impedir investigar más a la SDI de lo que se impide investigar en nuevos tipos de armas ofensivas. Teníamos que ser los primeros en conseguirlo. La ciencia es imparable: no se le detiene ignorándola. El despliegue de la SDI, como el despliegue de armas nucleares, debe ser controlado y negociado cuidadosamente, pero la investigación, que implica necesariamente pruebas, debe seguir adelante.
DISCUSIÓN DE LA SDI EN CAMP DAVID
El tema de la SDI dominó mis conversaciones con el presidente Reagan y los miembros de su Administración cuando fui a Camp David, el sábado 22 de diciembre de 1984, para informar a los norteamericanos de mis conversaciones con el señor Gorbachov. Fue la primera ocasión en que oí al presidente Reagan hablar de la SDI y lo hizo con pasión. Era un gran idealista. Señaló que la SDI sería un sistema defensivo y que no deseaba conseguir una ventaja unilateral para los Estados Unidos. Dijo que si la SDI tenía éxito, estaba dispuesto a internacionalizarlo de forma que estuviese al servicio de todos los países, y así se lo había dicho al señor Gromyko. Confirmó de nuevo su objetivo, a largo plazo, de deshacerse completamente de todas las armas nucleares.
Estas observaciones me pusieron nerviosa. Me horrorizaba pensar que los Estados Unidos estuvieran dispuestos a desperdiciar el liderazgo tecnológico, ganado con gran esfuerzo, poniéndolo a disposición de todo el mundo. (Afortunadamente los soviéticos nunca creyeron que lo haría). Pero no hablé de aquel tema, sino que abordé las cuestiones en que estaba de acuerdo con el presidente: dije que era esencial proseguir la investigación, pero que si llegaba el momento en que se tuviese que tomar la decisión de producir y desplegar armas en el espacio, la situación sería muy diferente. El despliegue tampoco era coherente con el tratado ABM de 1972 o con el tratado del Espacio Exterior de 1967; los dos tendrían que ser renegociados. También expuse mi preocupación sobre el posible efecto que la SDI pudiera tener en un plazo medio sobre la doctrina de disuasión. Me preocupaba que el despliegue del sistema de defensa por misil balístico (BMD) fuera desestabilizador, porque al mismo tiempo que se construía, se presentaba como una opción atractiva la idea de un primer ataque preventivo contra el mismo. Pero reconocí no tener suficiente información sobre todos los aspectos técnicos y quería saber más al respecto. Tenía muchas ganas de interrogar a los norteamericanos respecto a aquel tema, no sólo para conocer mejor sus intenciones, sino para asegurarme de que tenían claras todas las consecuencias de los pasos que estaban dando.
Lo que oí una vez que dejamos de lado las visiones grandiosas y abordamos la discusión de una realidad probable, me tranquilizó. El presidente Reagan no pretendía saber adónde les conducirían finalmente las investigaciones. Pero subrayó que, además de los anteriores argumentos en favor de la SDI, el intentar seguirle el ritmo a los Estados Unidos supondría una sangría económica para la Unión Soviética. Adujo que tenía que haber un límite práctico donde el Gobierno soviético no podría pedir al pueblo más austeridad. Como tantas otras veces había dado con la clave de todo el problema de forma instintiva. ¿Cuáles serían los efectos de la SDI en la Unión Soviética? Como él pronosticara, los soviéticos retrocedieron ante el desafío de la SDI, renunciando finalmente al objetivo de la superioridad militar que sólo había servido para darles la confianza para oponerse a las demandas de reforma dentro de su propio sistema. Pero, por supuesto, eso estaba todavía por venir.
Lo que quería conseguir ahora era una postura común respecto a la SDI, que tanto el presidente Reagan como yo pudiéramos apoyar, aunque nuestros puntos de vista a largo plazo fueran diferentes. Había estado pensando en ello los últimos días, sobre todo durante el largo viaje desde Pekín, donde había asistido a la firma de la Declaración Conjunta sobre Hong Kong. Anoté, mientras hablaba con el consejero de Seguridad Nacional, Bud McFarlane, los cuatro puntos que me parecían cruciales.
Después, mis ayudantes completaron los detalles. El presidente Reagan y yo nos pusimos de acuerdo en un texto que explicara nuestra política. El apartado principal de mi declaración es el siguiente:
Le conté al presidente Reagan mi firme convicción de que el programa de investigación SDI debía seguir adelante. La investigación está, por supuesto, permitida según los tratados soviético-norteamericanos existentes; nosotros sabemos que los rusos ya tienen su programa de investigación y, en opinión de Estados Unidos, que han ido más allá del mismo. Estamos de acuerdo en cuatro puntos: (1) el propósito de los EE. UU. y de los países occidentales no es el de lograr una superioridad, sino el de mantener el equilibrio, teniendo en cuenta los avances soviéticos; (2) teniendo en cuenta las obligaciones del tratado, el mencionado despliegue de la SDI era un tema que tenía someterse a negociaciones; (3) el objetivo prioritario es reforzar, no reducir, la disuasión; (4) las negociaciones Este-Oeste debían encaminarse a lograr la seguridad con reducidos niveles de sistemas ofensivos por ambas partes. Este será el objetivo de la reanudación de las negociaciones soviético-norteamericanas sobre control de armamento, a las que doy calurosamente la bienvenida.
Con posterioridad supe que George Schultz pensaba que había conseguido excesivas concesiones por parte de los norteamericanos en la redacción; pero en realidad aquello nos proporcionó, tanto a ellos como a nosotros, una línea defendible y ayudó a tranquilizar a los miembros europeos de la OTAN. Un buen día de trabajo.
REYKJAVIK
El mes siguiente (marzo de 1985) murió Chernenko y, con extraordinaria rapidez, le sucedió Gorbachov en el liderazgo soviético. Una vez más asistí a un funeral en Moscú: hacía mucho más frío aún, si es que aquello era posible, que en el de Yuri Andropov. El señor Gorbachov tenía que ver a un gran número de dignatarios extranjeros, pero aquella tarde tuve con él una conversación de casi una hora en la sala de Santa Catalina, en el Kremlin. La atmósfera era más formal que en Chequers y la sardónica y silenciosa presencia del señor Gromyko no ayudó nada. Pero pude explicarle las implicaciones de la política que había acordado con el presidente Reagan, el diciembre anterior en Camp David. Estaba claro que la SDI era, en aquel momento, la principal preocupación de los soviéticos en lo referente a control de armamentista.
El señor Gorbachov imprimió, como esperaba, un nuevo estilo en el Gobierno soviético. Habló abiertamente del terrible estado de la economía, aunque en aquella fase todavía confiaba más en los métodos asociados con la dirección del señor Andropov para conseguir mayor eficacia que en reformas radicales. Un ejemplo fueron las draconianas medidas que adoptó contra el alcoholismo. Sin embargo, según transcurría el año, no hubo signos de mejoría en las condiciones de la Unión Soviética. En realidad, como señalaba nuestro nuevo y excelente embajador en Moscú, Brian Cartledge (que había sido mi secretario privado de Asuntos Exteriores la primera vez que fui primera ministra), en uno de sus primeros despachos: era un asunto de «mañana tendremos mermelada pero, mientras tanto, hoy no hay vodka».
La expulsión de Gran Bretaña de funcionarios soviéticos implicados en espionaje, (expulsión que yo autoricé), provocó un claro enfriamiento en las relaciones entre Gran Bretaña y la Unión Soviética. La deserción de Oleg Gordievsky, un antiguo oficial de alta graduación del KGB, significaba que los soviéticos sabían lo bien informados que estábamos de sus actividades. Me reuní en varias ocasiones con el señor Gordievsky y tuve en gran consideración sus juicios sobre los acontecimientos de la URSS. Intenté repetidamente, pero sin éxito, que los soviéticos dejaran salir a su familia para reunirse con él en Occidente. (Llegaron, por fin, después del fallido golpe de estado de agosto de 1991).
En noviembre el presidente Reagan y el señor Gorbachov se reunieron por primera vez en Ginebra. Nada importante salió de la reunión: los soviéticos insistieron en supeditar los recortes en armas nucleares estratégicas al final de la investigación de la SDI. Pero rápidamente se estableció una buena comunicación personal entre los dos líderes (aunque, tristemente, no entre sus esposas). Existía cierta preocupación porque el presidente Reagan pudiera ser superado en la estrategia por el agudo, ingenioso y más joven líder soviético, pero no fue así, lo cual no me sorprende en absoluto. Porque Ronald Reagan había adquirido mucha práctica en su juventud, como presidente de la Asociación de Actores Cinematográficos, en negociar con sindicatos testarudos, y nadie era más testarudo que el señor Gorbachov.
Durante 1986 el señor Gorbachov demostró gran sutileza al jugar con la opinión pública occidental, presentando propuestas sobre control de armamento tentadoras pero inaceptables. Los soviéticos dijeron relativamente poco sobre la conexión entre la SDI y los recortes de armas nucleares. Pero no se les dieron razones para creer que los norteamericanos estaban dispuestos a suspender o detener la investigación de la SDI. Más tarde aquel mismo año, se acordó que el presidente Reagan y el señor Gorbachov, con sus ministros de Asuntos Exteriores, se reunieran en Reykjavik, Islandia, para discutir propuestas importantes.
Retrospectivamente, la cumbre de Reykjavik, celebrada el fin de semana del 11 y 12 de octubre, tuvo una importancia muy diferente de la que pensaron la mayor parte de los comentaristas de la época. Habían preparado una trampa para los norteamericanos. Durante la cumbre, los soviéticos hicieron aún mayores concesiones: por primera vez aceptaron que la fuerza nuclear disuasoria británica y francesa se excluyera de las negociaciones INF; y que los recortes en armamento nuclear estratégico debían dejar a ambas partes con igual número de cabezas nucleares, en vez de un simple recorte proporcional, que habría situado a los soviéticos por delante. También hicieron importantes concesiones en el número de INF. Cuando la cumbre llegaba a su término, el presidente Reagan propuso un acuerdo según el cual todo el arsenal estratégico de armas nucleares (bombarderos, misiles balísticos y Cruise de largo alcance) se reduciría a la mitad en un período de cinco años, y las más poderosas de estas armas, los misiles balísticos estratégicos, se eliminarían totalmente en diez años. El señor Gorbachov fue todavía más ambicioso: quería la eliminación de todo el armamento nuclear estratégico al finalizar el período de diez años.
Pero de repente, casi al final, surgió la trampa: el presidente Reagan había accedido a que durante el período de diez años ambas partes acordaran no retirarse del tratado ABM, aunque se permitirían desarrollos y pruebas compatibles con el tratado. El señor Gorbachov dijo que todo dependía de confinar a la SDI a los laboratorios, una restricción mucha más estricta que probablemente acabaría con la SDI. El presidente Reagan rechazó el trato y ese fue el final de la cumbre. Se dijo que aquel fracaso se había debido a la estúpida intransigencia de un anciano presidente norteamericano obsesionado con un sueño irrealizable. En realidad, la negativa del presidente Reagan a abandonar la SDI por lo que parecía la realización de su sueño de un mundo desnuclearizado fue crucial para lograr la victoria sobre el comunismo. Dijo que era un farol de los soviéticos. Es posible que los rusos se apuntasen una victoria propagandística inmediata cuando se rompieron las conversaciones, pero perdieron el juego; y no tengo ninguna duda de que se dieron cuenta de ello[45]. Porque en aquel momento debieron comprender que no podían pretender competir con los Estados Unidos en la carrera por la supremacía tecnológica militar, y muchas de las concesiones que hicieron en Reykjavik probaban que su restablecimiento era imposible.
Cuando me enteré de lo lejos que los norteamericanos habían estado dispuestos a llegar, fue como si hubiera habido un terremoto debajo de mis pies. Yo apoyaba la idea de una reducción del 50 por ciento de los misiles balísticos estratégicos a lo largo de cinco años, pero la propuesta de Reagan de eliminarlos todos en diez años era un asunto diferente. Todo el sistema de disuasión nuclear, que había mantenido la paz durante cuarenta años, estuvo a punto de abandonarse. Si las propuestas del presidente norteamericano hubieran prosperado, también habrían acabado eficazmente con los misiles Trident, obligándonos a adquirir un sistema de defensa diferente si queríamos mantener una fuerza de disuasión nuclear independiente. El gran alivio que había sentido cuando me enteré de que la duplicidad soviética había provocado, finalmente, la retirada de aquellas propuestas, se empañó por la ansiedad que me roía: podían volver a proponerlo en cualquier otra ocasión. Siempre me había disgustado la «opción cero» del INF original, porque pensaba que aquellas armas disimulaban la falta de preparación de Europa para enfrentarse a un ataque repentino y masivo por parte del Pacto de Varsovia; yo la había aprobado con la esperanza de que los soviéticos nunca la aceptaran. Pero ampliar este planteamiento a todos los misiles balísticos estratégicos habría permitido a los soviéticos enfrentarse a Europa Occidental con una enorme superioridad de fuerzas convencionales, armas químicas y misiles de corto alcance. También socavaba la credibilidad de la disuasión: hablar de eliminar misiles balísticos estratégicos (y posiblemente las armas nucleares de forma total), en algún momento del futuro, hacía que la gente dudara sobre si los Estados Unidos estaban preparados para utilizar armas nucleares en el presente. De alguna forma tenía que conseguir que los norteamericanos volvieran a poner los pies en el suelo con una política creíble de disuasión nuclear. Preparé un viaje a Estados Unidos para ver al presidente Reagan.
NUEVAS CONVERSACIONES SOBRE ESTRATEGIA NUCLEAR EN CAMP DAVID
Nunca fui tan consciente, como en la preparación de aquella visita, de lo mucho que esperaba de mi relación con el presidente Reagan. Me parecía que estábamos suspendidos entre un éxito importante y una posible catástrofe. Pedí a los militares la información más completa posible sobre las implicaciones de una estrategia de defensa que supusiese la eliminación de todos los misiles balísticos. Algunos sectores de la Administración de EE. UU. sostenían que la estrategia de la OTAN no se vería minada por la eliminación de los misiles balísticos estratégicos, y que la aviación, los misiles Cruise y la artillería nuclear en los que Occidente era superior, representaba una disuasión aún mejor. Toda la estrategia de la OTAN de respuesta flexible (dependiente, como era, de una gama completa de posibles respuestas militares a un ataque soviético, incluida la nuclear) habría dejado de ser viable. No existía la seguridad de que el llamado «Air Breathing System» (misiles Cruise y bombarderos) atravesase las defensas soviéticas y, en términos generales, era más vulnerable a un ataque preventivo. Eso debilitaba su valor disuasorio. Europa quedaba peligrosamente expuesta.
Con gran alivio por mi parte, el presidente norteamericano comprendió rápidamente por qué estaba tan preocupada respecto a lo sucedido en Reykjavik. Aprobó el borrador de las declaraciones que habíamos acabado después de hablar con George Schultz el día anterior, y que yo di a conocer a continuación en mi conferencia de prensa. Definía nuestra política sobre control de armamento después de Reykjavik. Decía lo siguiente:
Estamos de acuerdo en que se debe dar prioridad a: un acuerdo INF con limitaciones sobre los sistemas de corto alcance; un 50 por ciento de reducción a lo largo de cinco años en las armas ofensivas estratégicas de Estados Unidos y la Unión Soviética, y una prohibición de las armas químicas. En los tres casos, la verificación efectiva será un elemento esencial. También estamos de acuerdo en la necesidad de seguir adelante con el programa de investigación SDI permitida por el tratado ABM. Confirmamos que la estrategia de defensa avanzada y la respuesta flexible de la OTAN continuará exigiendo una disuasión nuclear eficaz, basada en una combinación de sistemas. Al mismo tiempo, las reducciones de armas nucleares incrementarían la importancia de eliminar las diferencias convencionales. No se pueden negociar las armas nucleares aisladamente, dada la necesidad de un lograr un equilibrio conjunto estable en todo momento. También estamos de acuerdo en que estos temas deberán seguir siendo objeto de próximas consultas dentro de la Alianza. El presidente Reagan reafirma la intención de los Estados Unidos de continuar con el programa de modernización estratégica, incluidos los misiles Trident. Confirma su completo apoyo a los planes hechos para modernizar con Tridents la disuasión nuclear independiente por parte de Gran Bretaña.
Tenía razones para estar satisfecha.
PREPARATIVOS PARA VISITAR MOSCÚ
Es fácil imaginar el efecto que las declaraciones de Camp David debieron tener en Moscú. Significaba el fin de la esperanza soviética de utilizar la SDI y del sueño de un mundo sin armas nucleares del presidente Reagan para avanzar en su estrategia de desnuclearizar Europa, haciéndonos vulnerables al chantaje militar y debilitando los lazos entre los socios europeos y norteamericanos de la OTAN. También demostraba que, les gustase o no, yo era capaz de influir en el presidente Reagan en cuestiones fundamentales de alianzas políticas. El señor Gorbachov, por tanto, tenía tantas razones para negociar conmigo como yo con él. Si a eso añadimos que los soviéticos preferían con frecuencia tratar con Gobiernos occidentales conservadores porque los consideraban negociadores realistas que, sin embargo, mantenían un acuerdo cuando se alcanzaba, y que yo había establecido una buena relación personal con el señor Gorbachov en Chequers antes de convertirse en líder, no es sorprendente que muy pronto fuese invitada a Moscú.
Me preparé intensamente. El viernes 27 de febrero de 1987 celebré en Chequers un seminario sobre la Unión Soviética que duró todo el día. Las dos tendencias opuestas entre los sovietólogos, a las cuales ya me he referido anteriormente, fueron evidentes en aquella ocasión. Los entusiastas destacaban el alcance y energía de las reformas del señor Gorbachov. Los escépticos enfatizaban la ortodoxia de los objetivos comunistas que perseguía el presidente soviético y el limitado efecto que estaban teniendo incluso aquellas modestas medidas de reforma. Mirándolo bien, los escépticos contaban probablemente con el mejor de todos los argumentos: en el programa no figuraba ningún cambio fundamental, sólo cambios limitados que conservarían completamente los poderes y el papel dirigente del Partido Comunista. Aunque al señor Gorbachov le hubiese gustado recoger los frutos de un sistema de incentivos, no podía correr el riesgo de adoptarlo. Por tanto, la reforma sería conducida firmemente dentro de los límites del sistema socialista. Retrospectivamente, podemos darnos cuenta de que aquel análisis falló debido a la confusión entre las intenciones del señor Gorbachov, que en todo momento estaban limitadas tanto por su sistema comunista de pensamiento como por las circunstancias del momento, y los efectos de sus reformas, que habrían de desencadenar fuerzas que arrasarían con el sistema y el Estado soviético.
El seminario fue sólo una parte de mis preparativos. También leí con todo detalle los discursos, largos e indigestos, que había estado haciendo el señor Gorbachov. Aunque el lenguaje político era muy diferente del que yo habría utilizado, notaba que algo nuevo emergía de ellos. Era evidente que el más importante de todos era el que había entregado al Comité Central del Partido Comunista a finales de enero de 1987. En él daba un nuevo énfasis a la democratización del partido y, a nivel local, a la nueva estructura política soviética: las siguientes elecciones locales soviéticas permitirían la nominación de más candidatos que escaños disponibles en un pequeño número de distritos electorales de múltiples miembros. Aquel fue el principio, aunque sólo el principio, de la sustitución de un centralismo democrático por una democracia auténtica en la Unión Soviética.
La política soviética funcionaba a partir de lemas, a los que no podía darse un valor real ni una interpretación occidental. Pero que, igualmente, había que tomar en serio. Los lemas estaban sufriendo un cambio profundo con el señor Gorbachov. La perestroika (reestructuración) había ocupado el lugar de la uskorenie (aceleración), reflejando su comprensión de que los problemas fundamentales de la economía soviética no requerían exactamente más de lo mismo (controles centrales, disciplina, dirección eficaz) sino un cambio radical real. De igual modo, los nuevos aires de la glasnost (apertura) se basaban en la comprensión de que, a no ser que se conocieran los hechos y se dijera al menos algo de la verdad sobre lo que sucedía, las condiciones no mejorarían nunca.
En los dos años transcurridos desde que el señor Gorbachov se convirtiese en líder soviético, las reformas políticas eran ya más evidentes que los beneficios económicos. Aunque había muy pocas evidencias de que la economía soviética funcionara mejor, existían bastantes más discusiones sobre la necesidad de una libertad política y de una democracia. El señor Gorbachov había recorrido un largo camino para lograr que algunos de los disidentes más conocidos, en particular el profesor Sajarov, apoyaran su programa. Empezó a publicarse la verdad sobre los horrores de Stalin, aunque se dejaron de lado los de Lenin. Los soviéticos empezaron a mostrar más sensibilidad hacia los derechos humanos, permitiendo que pudiese emigrar un mayor número de judíos soviéticos (aunque no todos). Cualesquiera que fueran los objetivos del señor Gorbachov a largo plazo, no me cabía ninguna duda de que estaba convirtiendo a la Unión Soviética en algo mejor que una «cárcel de naciones» y que debíamos apoyarle en sus esfuerzos.
Sin duda necesitaba de aquel apoyo. A pesar de que había una atmósfera política más libre y de que las mejoras políticas le granjearon el apoyo de algunos intelectuales, los ciudadanos soviéticos normales no vieron progresos materiales reales. Y aunque se había sustituido a numerosos miembros del Politburó y del Comité Central, aquello no significó que todos los miembros apoyaran necesariamente al señor Gorbachov y a la reforma. También existían dudas sobre la actitud del ejército y de la KGB. Todo ello planteaba un dilema al líder soviético, y nos lo planteaba a nosotros también.
Occidente tenía que asegurarse, sobre todo, de que las reformas del señor Gorbachov condujeran a mejoras prácticas de nuestra propia seguridad. ¿Estaban los soviéticos dispuestos a reducir la amenaza militar? ¿Estaban dispuestos a retirarse de Afganistán? ¿Terminarían con su política de subversión internacional? Debíamos presionarles en todos aquellos temas, pero no de tal forma que el programa de reformas del señor Gorbachov quedara desacreditado y cambiase de signo, ya fuera por iniciativa suya o por la de un sucesor de la línea dura.
Yo no iba a Moscú como representante de Occidente, iba sólo como «agente de negocios» entre la URSS y los Estados Unidos, pero desde luego era muy importante que otros dirigentes occidentales conocieran la línea que intentaba seguir y que yo calibrara sus opiniones de antemano. Sabía lo que pensaba el presidente Reagan y contaba con su confianza. Me limité, por tanto, a enviarle un extenso mensaje. Sólo quedaba un punto político específico que era necesario plantear. Era el referente a la propuesta que había hecho a los norteamericanos y que estaban estudiando, pero que todavía no estaban dispuestos a aceptar, de que los Estados Unidos debían dar a los soviéticos garantías sobre la configuración y datos temporales de la SDI, lo que en la jerga se conocía como «predictibilidad». Mi planteamiento fue que, puesto que pasarían cierto número de años antes de tener que tomar la decisión sobre el despliegue de la SDI, no existían en aquel entonces motivos para alarmar a los soviéticos innecesariamente.
También concerté un encuentro con el presidente Mitterrand y después con el canciller Kohl, para el lunes 2 de marzo. El presidente francés, socialista o no, disponía de algunos châteaux deliciosos. También parecía tener acceso a los mejores chefs de la República francesa. Cuando almorcé con él en el château de Benouville en Normandía no fue una excepción. Y, naturalmente, cada plato debía tener un sabor tradicional normando, con salsas de sidra o calvados y algunos de esos aromáticos camembert, en contra de los cuales trabajaban en vano los burócratas conscientes de la salud de la Comunidad Europea. La actitud del presidente Mitterrand hacia los soviéticos era muy parecida a la mía. Creía, como yo, que el señor Gorbachov estaba dispuesto a recorrer un largo camino para cambiar el sistema. Una de sus observaciones más sagaces y penetrantes fue que el líder soviético descubriría que «cuando cambias la forma, estás en el camino para cambiar la esencia». Pero el presidente francés también sabía que los soviéticos respetaban la firmeza. Dijo que debíamos oponernos al intento de desnuclearizar Europa; apoyé sus palabras con entusiasmo.
Tampoco hubo ningún desacuerdo con el canciller Kohl. La división de Alemania, su historia y la existencia de un gran número de alemanes viviendo como minorías por todo el bloque soviético proporcionaban al líder alemán una clara visión de la URSS. Además me recordó que Alemania Federal había sido durante muchos años el objetivo principal de la propaganda soviética. El canciller Kohl tenía dudas respecto a la supervivencia de Gorbachov, pues creía que estaba llevando a cabo una política de alto riesgo. Y nosotros tampoco debíamos creer que sus reformas, que el canciller veía como un intento de modernizar el sistema comunista, no de crear un sistema democrático, pudieran ser realizadas sin sufrimiento. Helmut Kohl tenía siempre un gran sentido de la historia y me recordó que, desde la época de Pedro el Grande, las reformas de los líderes rusos no se habían hecho sin víctimas.
Mi última declaración pública sobre la Unión Soviética antes de partir había sido mi discurso ante el Consejo Central Conservador en Torquay, el sábado 21 de marzo. Podría haber suavizado el tono de mi crítica al régimen soviético, pero no estaba dispuesta a hacerlo. Con demasiada frecuencia los líderes occidentales habían preferido en el pasado plantear unas relaciones sin problemas con los autócratas extranjeros en lugar de decir la verdad sobre lo que pensaban. Dije:
Hemos visto que el señor Gorbachov admite claramente en sus discursos que el sistema comunista no funciona. Que dicho sistema no sólo impide a la Unión Soviética ponerse a la altura de Occidente, sino que se está quedando cada vez más retrasada. Observamos que sus líderes utilizan un nuevo lenguaje. Palabras que reconocemos, como «apertura» y «democratización». Pero ¿tienen el mismo significado para ellos que para nosotros? Algunas personas que han estado en la cárcel por sus creencias políticas y religiosas han sido liberadas. Nos alegramos de ello. Pero todavía permanecen muchas más personas en prisión o se les niega el permiso para emigrar. Queremos verlas libres o junto a sus familias en el extranjero, si es que es eso lo que eligen […] Cuando vaya a Moscú para reunirme con el señor Gorbachov la semana próxima, mi objetivo será el de una paz basada no en la ilusión o en la capitulación, sino en el realismo y en la fortaleza […] La paz necesita confianza y responsabilidad entre los países y los pueblos. La paz significa el fin de la guerra en Camboya, el fin de la matanza en Afganistán. Significa respetar las obligaciones que la Unión Soviética aceptó libremente en el Acta Final de Helsinki en 1975 para permitir la libre circulación de personas e ideas, y otros derechos humanos básicos […] Conseguiremos nuestros objetivos no con palabras, ni con intenciones, ni con promesas, sino con acciones y resultados.
VISITA A LA UNIÓN SOVIÉTICA: MARZO-ABRIL DE 1987
Salí de Heathrow en dirección a Moscú poco después del mediodía del sábado 28 de marzo. En aquellos vuelos siempre utilizaba un avión especial VC10. En la base de Brize Norton había, de forma permanente, una docena de aquellos aviones de los que dos o tres se habían adaptado para visitas ministeriales al extranjero. El VC10 no era un avión moderno y sí bastante ruidoso, pero agradable para hacer viajes, y tenía dos grandes ventajas. Una era que contaba con espacio de sobra para mí y mi personal. Había mesas para trabajar, un compartimento independiente para dormir una o dos horas cuando me tomaba un descanso entre escribir discursos y leer documentos; y había, incluso, espacio para los periodistas en la parte posterior del aparato. La otra ventaja era el personal de la RAF, que nos servía unas comidas y bebidas deliciosas y nos brindaba un agradable servicio.
Cuando aterricé, hubo una ceremonia de bienvenida oficial que comenzó en el aeropuerto de Moscú, donde me obsequiaron con un gran ramo de rosas, que demostraron ser notablemente fotogénicas contra el fondo negro de mi abrigo y el sombrero de piel de zorro. Luego nos dirigimos velozmente hacia el Kremlin por el carril central de la carretera, reservado a altos cargos y sus invitados. Allí tuve que recorrer el largo vestíbulo de San Jorge, bajo las centelleantes lámparas de cristal, para encontrarme con el señor y la señora Gorbachov e intercambiar cumplidos formales. No puedo negar que disfruto del esplendor de esas ocasiones, pero algunas veces pienso que las formalidades tradicionales tienen como objetivo revestir con adornos de legitimidad a los regímenes que no tienen credenciales históricas ni democráticas.
El domingo por la mañana fuimos en coche al monasterio ortodoxo ruso de Zagorsk, a 80 kilómetros de Moscú. Sabía que aquel era un momento muy importante para los cristianos ortodoxos de Rusia que, al año siguiente, celebrarían el milenio de su iglesia. Las autoridades soviéticas habían permitido que algunas iglesias reabrieran sus puertas y que el número de seminarios aumentara un poco. También se había permitido un ligero incremento en el volumen de literatura religiosa. Como demostraban los años de Jrushchov, cuando aumentó la persecución religiosa, aunque en otras áreas se produjo una liberalización, no había garantías de que la presión sobre los cristianos hubiera cambiado sólo por la glasnost y la perestroika. Sabía que era muy importante que yo demostrase solidaridad.
Una multitud esperaba en las puertas del monasterio cuando llegué. En contra de los deseos del ministro comunista para Asuntos Religiosos (sic) que me acompañaba, insistí en bajar del coche para hablar con la gente. Después, regresé al coche y entramos en el monasterio. Nunca había asistido a la liturgia ortodoxa. Me impresionó por la riqueza de los cánticos, las nubes de incienso, lo llamativo de las vestiduras, la sensualidad de toda la experiencia. Tenía poco que ver con el servicio dominical de la iglesia metodista de Finkin Street, en Grantham. También estaba conmovida por la devoción de los fieles, sería excesivo decir «la congregación», porque gran parte de lo que sucedía era evidentemente cuestión de oración interior, con gente entrando y saliendo para asistir a partes del, aparentemente, inacabable ritual. Permanecí allí durante cuarenta minutos más o menos y después encendí una de las largas y delgadas velas ortodoxas, colocada en una caja con arena que contenía otras muchas. Pensé que harían falta más que las limitadas reformas del sistema comunista para contener el poder de aquel renacimiento cristiano.
Lo mejor que se puede decir de la mayoría de los líderes de la iglesia ortodoxa rusa es que, con toda probabilidad, no tenían otra elección sino colaborar estrechamente con los comunistas. Lo peor es que eran agentes activos de la KGB. Desde luego, el discurso del representante del Patriarca en la comida podría haber sido redactado por el Agitprop: se concentraba machaconamente en la necesidad de librarnos de todas las armas nucleares. Descartando mi propio texto preparado, respondí destacando en su lugar la necesidad de liberar a los presos de conciencia. En el coche, de regreso a Moscú, pregunté al ministro de Asuntos Religiosos si todavía había gente en prisión por sus creencias religiosas. Dijo, «No, a menos que estén presos por alguna otra razón». Como tener una Biblia, pensé.
Aquella tarde, a sugerencia mía, se organizó un «paseo» del tipo que suele ocurrírsele a cualquier político occidental pero que los soviéticos evitan habitualmente, quizás por buenas razones. (El señor Gorbachov, no obstante, en aquel y otros aspectos era un político de estilo occidental). Mientras paseaba, entre la nieve medio derretida y un viento penetrante, por unos grandes bloques de casas en un suburbio desierto de Moscú, más y más gente se reunía para conocerme. Pronto empezó a aparecer por todos lados una enorme multitud que gritaba con entusiasmo, sonreía y quería estrecharme la mano. Al igual que en Hungría, aquellos que conocían el sistema mejor que yo, me recibían con entusiasmo como anticomunista.
Por la tarde asistí con los Gorbachov a una representación del Lago de los Cisnes en el teatro Bolshoi. Compartimos un palco. Como todos los rusos, eran entusiastas del ballet. A mí también me gusta el ballet, casi tanto como la ópera; descubrimos que teníamos aquello en común. En el descanso los Gorbachov me ofrecieron una cena ligera en una sala privada. Fue una ocasión relajante y por alguna razón la conversación saltó de la historia del Lago de los Cisnes al tema de la elaboración del pan en la Unión Soviética. El señor Gorbachov me comentó que, en parte debido a la ayuda que la Unión Soviética recibía del ICI, la calidad del pan soviético era ahora mucho mejor que antes, pero que el pueblo era difícil de complacer. Cuando la calidad era inferior tenían que añadirle sal. Ahora que la calidad había mejorado, de forma que la sal ya no era necesaria en el pan, la gente seguía prefiriendo el pan salado. Le había dicho al ministro soviético responsable de la elaboración del pan que explicase a los ciudadanos en la televisión que ahora el pan era mejor, aunque no estuviesen acostumbrados a él. Irónicamente, el gran disidente Vladimir Bukovsky había hecho recientemente una precisión similar. Señalaba que siempre que los medios de comunicación soviéticos informaban que los científicos habían descubierto que algún alimento (digamos, las salchichas) era perjudicial para la salud, los rusos de la calle reaccionaban inmediatamente diciéndose unos a otros: «Eso es que se les han terminado las salchichas». Aquellas eran las consecuencias imprevistas de la colectivización.
Bebimos un vino georgiano excelente. Me animé a tomar otra copa cuando Gorbachov me aseguró que hacía que algunos georgianos vivieran cien años. Gorbachov era consciente de la impopularidad de las medidas que había tomado contra el alcoholismo. Aquellas medidas ya habían tenido como resultado un descenso en los accidentes de trabajo y de carretera. Pero era una batalla difícil. Él había leído que en Occidente se pensaba que la perestroika estaba condenada porque había suprimido el alcohol al pueblo y los privilegios a los funcionarios del partido. Nos retrasamos bastante tiempo en la sobremesa y cuando regresamos el público ya llevaba un rato sentado con las luces apagadas. Cuando nos despedimos el señor Gorbachov que todavía estaba de buen humor, dijo que esperaba con ilusión la reunión del día siguiente.
El lunes comenzó con una reunión con lo que podríamos llamar, quizás de forma descortés pero exacta, unos secuaces soviéticos impecablemente distinguidos. Aquel grupo de artistas, académicos y científicos domesticados sacó de nuevo el tema destacado por el representante del patriarca en su discurso. Presumiblemente, sabían que iba a almorzar con el doctor Sajarov y otros disidentes y querían alabar primero los méritos del comunismo. Luego partí hacia el Kremlin, donde tenía la reunión con el señor Gorbachov.
Me senté a la mesa enfrente de él, con un alto florero entre nosotros. Sólo me acompañaba un miembro de mi personal y un intérprete. Pronto quedó claro que, echando un vistazo de vez en cuando a las notas que tenía delante, se proponía reprenderme por mi discurso al Consejo Central Conservador. Me dijo que cuando los dirigentes soviéticos lo habían estudiado sintieron el soplo helado de los años cuarenta y cincuenta. Les recordó al discurso de Winston Churchill en Fulton, Missouri (sobre el «telón de acero») y la doctrina Truman. Incluso habían estado considerado si cancelar la visita.
No me disculpé. Le dije que había un punto que no había tratado en mi discurso ante el Consejo Central pero que lo haría entonces. Aquel punto era que yo no tenía pruebas de que la Unión Soviética hubiese abandonado la doctrina Brezhnev ni el propósito de asegurar el dominio mundial del comunismo. Estábamos preparados para librar la batalla de las ideas: en realidad aquella era la forma correcta de librarla. Pero lo que veíamos en Occidente era la subversión soviética en Yemen del Sur, Etiopía, Mozambique, Angola y Nicaragua, veíamos a Vietnam apoyado por la Unión Soviética en la conquista de Camboya, veíamos Afganistán ocupado por tropas soviéticas. Naturalmente, sacábamos la conclusión de que el comunismo todavía perseguía el objetivo de dominar el mundo; aquella era una consideración crucial para Occidente. Reconocíamos que el señor Gorbachov intentaba llevar a cabo reformas internas en la Unión Soviética, pero nos preguntábamos si aquellas conducirían a cambios en la política exterior.
Continué para demostrar que había leído los discursos del señor Gorbachov con tanto cuidado como parecía que él había leído los míos. Le dije que había encontrado fascinante su discurso de enero ante el Comité Central, pero quería saber si los cambios internos que estaba haciendo también producirían cambios en la política exterior de la Unión Soviética. Añadí que no había esperado que la conversación fuera tan acalorada nada más comenzar. Gorbachov contestó con una carcajada que a él le gustaba la «aceleración» y que le complacía que hablásemos con toda franqueza.
La conversación avanzó y retrocedió, cubriendo no sólo los conflictos regionales (culpando yo a la Unión Soviética y el señor Gorbachov a Occidente), sino tratando abiertamente lo que diferenciaba a los sistemas comunista y occidental. Describí aquello como una distinción entre sociedades donde el poder estaba disperso y sociedades basadas en el control central y la coacción.
El señor Gorbachov era tan crítico con el conservadurismo como yo lo era con el comunismo. Pero él estaba bastante peor informado. Su opinión era que el Partido Conservador británico era el partido de los «ricos» de Inglaterra y que nuestro sistema, que él llamaba «democracia burguesa», estaba diseñado para engañar al pueblo sobre quién controlaba en realidad los resortes del poder. Le expliqué que lo que yo trataba de hacer era crear, no una clase de ricos sino una sociedad de «ricos».
Después volvimos al control de armamento. Como en nuestra reunión en Chequers, demostró conocer perfectamente todo lo que se había escrito en Occidente sobre la Unión Soviética. Sabía que se decía abiertamente que la Unión Soviética necesitaba reducir su presupuesto militar para financiar el desarrollo de la economía civil y que los soviéticos estaban desesperados por conseguir un acuerdo sobre el control de armamento. Estaba claramente sensibilizado y preocupado porque Occidente les humillaba. En concreto, me culpó de frustrar los intentos encaminados a conseguir la eliminación de las armas nucleares que se habían discutido en Reykjavik. (Así que las declaraciones de Camp David se habían tenido realmente en cuenta). Me encontré discutiendo, una vez más, el mantenimiento de la disuasión nuclear. También dije que, para mí, estaba claro que el objetivo de la Unión Soviética era conseguir la desnuclearización de Europa, que dejaría en manos de la URSS el predominio de las armas convencionales y químicas. Pero aprobé el hecho de que el señor Gorbachov hubiera roto entonces la relación, a la que los soviéticos habían recurrido previamente, entre el acuerdo INF y otras consecuencias del control de armamento, como la SDI. Después fui a almorzar (bastante tarde, porque nuestra animada conversación había rebasado el límite de tiempo programado) con los Sajarov y otros antiguos disidentes que actualmente apoyaban las reformas de Gorbachov. Quedé impresionada por lo que me contaron sobre los cambios que se habían hecho. Pero les dije que no bastaba con apoyar al señor Gorbachov en aquel momento. Que debían estar dispuestos a apoyarle dentro de cinco o diez años, cuando el camino emprendido se tornase realmente difícil. Les dije que los costes de la reforma se evidenciarían mucho antes que los beneficios.
Posteriormente regresé al Kremlin para continuar las conversaciones con el señor Gorbachov. Estaban preparando la Sala de Santa Catalina, donde nos habíamos reunido por la mañana, para una sesión plenaria que se iba a celebrar allí. Así que nos trasladamos a la «Sala Roja» del Kremlin. El señor Gorbachov me dijo que esperaba que ésta influyera positivamente en mis opiniones. La discusión que sostuvimos por la tarde fue menos conflictiva y más informativa. Me explicó las reformas económicas que estaba realizando y los problemas a los que todavía tenía que enfrentarse. Esto nos llevó a la tecnología: afirmó tener confianza en la capacidad de la Unión Soviética para desarrollar el campo de los ordenadores en competencia con los Estados Unidos. Pero yo no estaba tan convencida. Y aquello nos llevó otra vez a la SDI a la que, según el señor Gorbachov, los soviéticos igualarían (aunque no dijo cómo). Intenté que se interesase en mi propuesta de una mayor «predictibilidad» en relación con el desarrollo del programa SDI norteamericano, cosa que aparentemente no dio resultado.
Después presioné al señor Gorbachov en el asunto de los derechos humanos en general y en el trato que se daba a los judíos en particular. También suscité la cuestión de Afganistán, de donde yo tenía la impresión que estaba buscando una forma de salir. Finalmente, enumeré los puntos en los que pensaba que podíamos estar de acuerdo para hacer un comunicado público de nuestras conversaciones que, según admitió, habían contribuido a mejorar las relaciones y generar mayor confianza entre nosotros. Pero ya era muy tarde. Los invitados se estaban reuniendo para el banquete oficial en el que yo tenía que hablar. La sesión plenaria había terminado. Le di prioridad a la diplomacia por encima de la moda, y abandoné mis planes de regresar a la embajada y cambiarme: asistí al banquete con el vestido corto de lana que había llevado durante todo el día. Me sentí como Ninochka, pero al revés.
El martes comenzó con una reunión bastante aburrida con el primer ministro Ryzhkov, un hombre aparentemente competente y agradable que, desgraciadamente, no conseguía librarse nunca de la armadura de su entrenamiento comunista, y otros ministros soviéticos. Me hubiera gustado saber más cosas sobre las reformas económicas soviéticas, pero de nuevo nos empantanamos en el control de armamento y después en los problemas de comercio bilaterales.
Bastante más excitante y valiosa para todos los implicados fue la entrevista que concedí a tres periodistas de la televisión soviética. Me enteré después que había tenido un impacto enorme en la opinión pública soviética. La mayoría de las preguntas se referían a las armas nucleares. Defendí la postura de Occidente y, claro está, el mantenimiento de la disuasión nuclear. A continuación señalé que había más armas nucleares en la Unión Soviética que en cualquier otro país y que los soviéticos también habían iniciado el despliegue de las armas de corto y medio alcance. Les recordé su tremenda superioridad en armas convencionales y químicas. Destaqué que la Unión Soviética estaba por delante de Estados Unidos en defensa ABM. Nadie había contado antes a los rusos aquellos hechos; los supieron por primera vez a raíz de mi entrevista. La entrevista se emitió sin censurar en la televisión soviética, lo que consideré más tarde una prueba de que mi confianza en la integridad básica del señor Gorbachov no era equivocada.
Esa tarde los Gorbachov me ofrecieron una cena en una antigua mansión, remodelada muchos años antes para alojar invitados extranjeros. La atmósfera era, quizás deliberadamente, tan parecida a la de Chequers como no he encontrado otra en la Unión Soviética. En las habitaciones que nos mostró el señor Gorbachov, habían fumado, bebido y discutido Churchill, Eden, Stalin y Molotov. Éramos un grupo pequeño, a los Gorbachov sólo se habían unido los Ryzhkov, que no tomaron parte muy activa en la conversación. Una chimenea en la que ardía un vivo fuego (de nuevo como en Chequers) iluminaba la habitación a la que pasamos más tarde para, entre cafés y licores, poner en orden los problemas del mundo. Observé dos ejemplos interesantes de la forma en que las viejas certezas marxistas estaban siendo desafiadas. Hubo una animada discusión entre los Gorbachov, que yo provoqué, sobre la definición de «clase trabajadora», de la que tanto había oído hablar en la propaganda soviética. Quería saber como la definían, un aspecto importante en un sistema en el que, como dice el viejo proverbio polaco, «fingimos trabajar y ellos fingen pagarnos». La señora Gorbachov pensaba que cualquiera que trabajase, fuera cual fuese su profesión, era un trabajador. Su marido sostuvo, inicialmente, que sólo contaban los trabajadores no cualificados. Pero luego lo reconsideró y dijo que ese era principalmente un término histórico o «científico» (es decir marxista) que no hacía justicia a la diversidad de la sociedad actual.
La segunda indicación de ruptura con las viejas seguridades socialistas fue cuando me habló, con exasperante brevedad, de los planes que se estaban discutiendo para aumentar los ingresos de la gente, que después tendrían que pagar algo por servicios públicos como la salud y la educación. No es sorprendente que tales planes, cualesquiera que fuesen, quedaran en nada.
A la mañana siguiente desayuné con refuseniks en la Embajada británica. La suya fue una inquietante narración de heroísmo bajo una persecución en pequeñas dosis, pero continua. Se les ponía todo tipo de obstáculos, que llegaban casi a la prohibición total, en la expresión del culto religioso y de la identidad cultural. Eran discriminados en el trabajo, si es que encontraban trabajo. Me contaron que la forma más fácil de ganarse la vida era dando clases particulares, ya que eran personas instruidas, cuyo talento debería de haber valorado el Estado soviético. Uno de sus dirigentes, Josif Begun, me entregó una diminuta estrella de David, que había tallado en un cuerno mientras estaba en la cárcel y que yo siempre he conservado.
Aquella mañana, más tarde, partí de Moscú hacia Tiblisi y Georgia. Quería ver otras repúblicas soviéticas además de Rusia, y sabía que Georgia presentaba grandes contrastes culturales y geográficos. Esto, desde luego, resultó ser cierto. De todo lo que vi, y de la excelente y exótica comida y vino georgianos, estaba claro que dadas unas condiciones políticas y económicas correctas, aquella era una zona donde podría florecer la industria turística. Pero como en la novela policíaca, quizás la característica más importante de mi breve visita fue ver que Georgia era, en aquel momento, como «el perro que no ladraba». Aunque me ofrecieron todas las pruebas de un folclore propio y aunque ya sabía lo antigua y diferente que era Georgia (no pasó a estar bajo el control de Rusia hasta principios del siglo XIX), no había todavía evidencia de ese deseo de autodeterminación nacional e independencia que habría de manifestarse.
Aquella noche salí del aeropuerto de Tiblisi en dirección a Londres. Había sido, sencillamente, la visita al extranjero más fascinante e importante que había hecho. Pude observar en los cuatro días que pasé en la Unión Soviética un movimiento subterráneo que socavaba el sistema comunista. Me vino a la mente la perspicacia de Tocqueville; la experiencia demuestra que el momento más peligroso de un mal Gobierno es, por lo general, aquél en el que comienza a implantar reformas. El recibimiento que me dispensaron, tanto el caluroso afecto de las multitudes rusas, como el respeto de las autoridades soviéticas en las largas horas de negociaciones, sugería que algo fundamental estaba sucediendo bajo la superficie. El sistema de libertad occidental que Ronald Reagan y yo personificábamos para el bloque del Este (irónicamente, gracias a los efectos de la propaganda comunista), aumentaba progresivamente su influencia. El sistema soviético mostraba sus grietas. Me di cuenta de que se aproximaban grandes cambios, pero nunca me hubiera imaginado lo rápidamente que se iban a producir.