CAPÍTULO XV



No para de llover

Las dificultades políticas a medio plazo de 1985-1986

MALESTAR POLÍTICO

A pesar de los beneficios políticos conseguidos a largo plazo tras los resultados satisfactorios de la huelga de los mineros, a partir de la primavera de 1985 tuvimos que enfrentarnos a un incremento de las dificultades políticas. A asuntos poco importantes en sí mismos, y, a menudo, de limitado interés general para el público, se les confería una enorme trascendencia en el hiperactivo e incestuoso mundo de Westminster. Este fenómeno no es, en modo alguno, exclusivamente británico: mis amigos norteamericanos me hablan con frecuencia del abismo que separa las prioridades de la clase política gobernante y las de aquellos que están fuera de ella. Por tanto cualquier político demócrata debe ser capaz de diferenciarlas y de reconocer la preeminencia de las últimas.

Aquella primavera el Partido Laborista comenzó a sacarnos ventaja en los sondeos de opinión. En las elecciones locales de mayo perdimos el control de cierto número de condados, en beneficio, principalmente, de la Alianza Liberal/SPD. Francis Pym aprovechó la oportunidad para crear un nuevo grupo de diputados conservadores que criticaban mi política. A ese grupo se le conocía oficialmente como «Centro Progresista». Sin embargo, su fracaso para ofrecer una alternativa coherente provocó que, en una editorial del Times se le calificase de «Centro Retrógrado». Algunos partidarios de Francis se apresuraron a negar cualquier conexión con el grupo y, después del frenesí publicitario inicial, éste se hundió en el olvido. Pero, puesto que la prensa lo comentaba a diario, este hecho provocó que se produjesen rumores de disidencia en el Grupo Parlamentario. Yo no podía ignorarlos.

La lucha de opiniones aumentó en el mes de julio, que siempre es una mala época para la política británica, ya que los parlamentarios están impacientes por volver a sus circunscripciones o, en algunos casos, a sus casas de campo en el condado de Chianti. El jueves 4 de julio, tuvimos unos resultados espectacularmente malos en las elecciones locales de Brecon y Radnor, que ganó la Alianza por una ventaja de casi el 16 por ciento sobre los conservadores. Nuestro candidato quedó en tercer lugar. Con bastante inexactitud, aquello fue descrito como la peor derrota tory desde 1962. Siempre hay que tomar en serio los resultados de las elecciones locales, aún cuando sean sólo un indicio de lo que sucedería en unas elecciones generales, en las que los votantes saben que van a elegir un gobierno y no a manifestar su protesta. Pero la prensa estaba llena de críticas injustificadas al Gobierno y a mi persona, que tenían un inequívoco tufillo de pánico y confirmaban que el grupo parlamentario sufría un grave proceso de inestabilidad.

La publicación quince días más tarde de que aceptábamos las recomendaciones de la Junta para la Revisión de los Salarios Máximos (Top Salaries Review Board, TSRB) proporcionó la ocasión para una gran rebelión entre los parlamentarios de la Cámara de los Comunes. Lo que realmente provocó el escándalo fueron los importantes aumentos salariales para los altos cargos de la Administración. A mí no me cabía la menor duda de que no podríamos conservar a las personas adecuadas en puestos de importancia vital dentro de la Administración del Gobierno a menos que sus salarios se aproximaran a los de sus equivalentes en el sector privado. El coste que esto suponía para las arcas públicas era, por supuesto, sólo una pequeñísima fracción de cualquier modesto incremento concedido a los grandes grupos de trabajadores del sector público. Llegué a la conclusión de que lo mejor era corregir aquella anomalía inmediatamente. Cuando el Partido Laborista protestó, les recordé que Jim Callaghan había hecho lo mismo en 1978. Es decir, no resolvimos bien el problema. El miedo a las filtraciones tuvo como consecuencia que los responsables de explicar los fundamentos de nuestra resolución no la conociesen con tiempo suficiente. Ni a Bernard Ingham se le había informado; y cuando lo comentó conmigo posteriormente, reconocí que era absurdo. A partir de ese momento dimos un tratamiento mucho más cuidadoso a los comunicados del TSRB. Pero en aquella ocasión el daño ya no tenía remedio.

Casi siempre, el malestar político se extiende porque las condiciones económicas subyacentes son malas o están empeorando. Pero en aquella ocasión no era así. En realidad la inflación había aumentado desde un nivel muy bajo, al que se había llegado después de las elecciones, y el desempleo, un indicador siempre disfrazado, seguía siendo alto; pero la economía crecía rápidamente. Comprendí claramente que la raíz de nuestros problemas estaba en la presentación de nuestra política y, por tanto, era un asunto de personal. Por supuesto, hay una tendencia general en todos los gobiernos —sobre todo en los gobiernos conservadores— a echar la culpa de sus males a la presentación de sus políticas y no a sus políticas mismas pero lo cierto es que, en 1985, algunos ministros no ocupaban el cargo adecuado y no pudieron explicar nuestra política a la opinión pública. Sólo había una forma de cambiar la imagen del Gobierno, y era cambiar a sus miembros: era necesaria una reorganización ministerial.

LA REORGANIZACIÓN MINISTERIAL DE 1985

La primera conversación sobre el reajuste de 1985 la mantuve con Willie Whitelaw y John Wakeham, entonces secretario general del partido, durante una cena celebrada en el Número 10 de Downing Street a finales de mayo. Willie y John eran los dos muy hábiles y siempre estaban al tanto de los rumores que constituyen la opinión parlamentaria. Cada uno de ellos tenía sus preferencias y sus aversiones que yo en privado trataba de sortear, pero escuché sus consejos con mucha atención. Me recomendaron encarecidamente hacer una reorganización ministerial en julio. No podía estar de acuerdo con ellos, me disgustaba destituir ministros y no podía dejar de pensar en lo que significaba para ellos y sus familias: la repentina pérdida de salario, coche y prestigio[44]. Prefería pensar que dispondrían de las largas vacaciones parlamentarias del verano antes de regresar en septiembre y enterarse de las malas noticias. El problema era que la prensa se pasaría todo ese tiempo especulando sobre quiénes continuarían en el cargo y quiénes lo dejarían. Por tanto, finalmente, accedí a hacer una reorganización ministerial a finales de julio; pero no antes.

Planificar una reorganización ministerial es tremendamente complejo. Nunca se consigue un resultado perfecto. En primer lugar hay que tomar decisiones sobre los principales ministerios y a partir de ahí descender a los demás niveles. Tampoco es posible dar siempre los mejores cargos a los candidatos más próximos a uno mismo. El Gabinete no sólo debe reflejar, en lo posible, los diferentes puntos de vista del grupo parlamentario en un momento determinado sino que es mejor incluir a ciertas personas porque causarían más problemas fuera que dentro. Peter Walker y, en menor medida, Kenneth Clarke son ejemplos de lo anterior, precisamente porque lucharon duramente por sus puntos de vista. Existía otro problema: descubrí que, en general, la izquierda parecía ser mejor en la exposición de su programa político y la derecha en llevar a cabo el trabajo (aunque Norman Tebbit y Cecil Parkinson conseguían hacer bien ambas cosas).

Quería tener la seguridad de que la política del Gobierno se expondría de forma adecuada desde aquel momento hasta las elecciones generales. Aquello implicaba algún cambio en los tres puestos más importantes: Hacienda, Asuntos Exteriores e Interior. Nigel Lawson estaba demostrando que era un eficaz ministro de Hacienda en la reforma de los impuestos, Geoffrey Howe parecía ser un ministro de Exteriores competente (yo no había advertido todavía la amplitud de nuestro desacuerdo), así que Leon Brittan era el candidato evidente para ser sustituido ya que, desgraciadamente, no conseguía ser convincente. Sabía que aquello le dejaría hundido, pero había que hacerlo.

Le pedí a Leon que fuera a Chequers el domingo 1 de septiembre por la tarde, donde Willie, John y yo estábamos dando los últimos retoques a nuestras decisiones. Willie es un buen conocedor del carácter humano. Me dijo que lo primero que preguntaría Leon, cuando le diese la noticia, era si mantendría su orden de precedencia en la lista del Gabinete. Para mi sorpresa, eso fue lo que realmente preguntó. Prevenida como estaba, pude tranquilizarle. También pude decirle —y lo digo sinceramente— que al estar a punto de aparecer la compleja legislación de los Servicios Financieros, que proporcionaría el marco de regulación para la City londinense, el talento de Leon tendría adecuado empleo en el Ministerio de Comercio e Industria, adonde pensaba trasladarle.

Sustituí a Leon por Douglas Hurd en el Ministerio del Interior, que encajaba mejor en el puesto, tranquilizó enormemente a los policías, y aunque nadie podría decir que fuera un experto en los medios de comunicación, inspiró una gran dosis de confianza al Grupo Parlamentario. Había adquirido firmeza y prudencia desempeñando el cargo de secretario de Estado para Irlanda del Norte. También conocía el Ministerio, ya que había sido el número dos de Leon. En conjunto, fue un nombramiento acertado.

Tuve que trasladar a Leon; pero ¿hice lo correcto trasladándole al Ministerio de Comercio e Industria? Aunque el fallo principal en la situación posterior se hallaba con seguridad en otra parte, la actitud de Leon al ocupar el nuevo ministerio encerraba cierto peligro. Estaba, evidentemente, conmocionado —más tarde sus amigos le describieron como un tanto desmoralizado— y decidido a dejar su huella política. Como resultado de lo anterior, demostró ser demasiado sensible en su posición cuando estalló el escándalo Westland. Todo aquello le llevó a caer en errores de juicio cuando tuvo que enfrentarse a un oponente implacable como Michael Heseltine. Resultaba que el Ministerio de Comercio e Industria tenía incluso más peligros que el Ministerio del Interior para este político civilizado pero no muy conocedor de la calle. En aquel momento, sin embargo, parecía un puesto que permitiría que Leon estuviese menos en el candelero, y aprovechase más su formidable inteligencia y extraordinaria capacidad de trabajo, que era lo que yo quería. Pero, aunque Leon hubiese hecho frente al problema de Westland, se habría encontrado en dificultades con el tema de privatizar la BL.

EL ATAQUE AÉREO CONTRA LIBIA

Me encontraba en Chequers, el viernes 27 de diciembre de 1985, cuando me informaron de que unos terroristas habían disparado contra los pasajeros que esperaban en los vestíbulos de los aeropuertos de Roma y Viena, y habían matado a diecisiete personas. Muy pronto se descubrió que los pistoleros eran terroristas palestinos del grupo de Abu Nidal. Aparentemente habían sido entrenados en Líbano, pero muy pronto se hallaron pruebas de la conexión libia. Desde luego, el Gobierno libio no escatimó elogios por los ataques, describiéndolos como «acciones heroicas». Tanto nosotros como los norteamericanos compartíamos desde hacía tiempo numerosos informes sobre el apoyo que prestaba Libia al terrorismo. La cuestión no era si el coronel Gaddafi gobernaba un Estado terrorista sino qué hacer al respecto. Inglaterra había adoptado una actitud mucho más dura que otros países europeos hacia Libia desde el asesinato de la oficial de policía Yvonne Flecther en 1984. Pero los norteamericanos querían que Inglaterra y el resto de Europa fueran todavía más lejos en sus sanciones económicas, concretamente querían que cesaran las compras de petróleo libio, del que los europeos compraban el 75 por ciento.

El martes 7 de enero, los Estados Unidos impusieron unilateralmente sanciones a Libia sin consulta y esperaban que el resto de los países occidentales les siguieran. Yo no estaba dispuesta a aprobarlo. El Departamento de Estado de los Estados Unidos estaba muy contrariado y llegó a sugerir que Inglaterra era el país menos colaborador de sus aliados europeos, algo totalmente injusto puesto que ya estábamos aplicando rígidas medidas contra Libia como control de armamento, créditos e inmigración, además de haber clausurado la «Oficina del Pueblo» libia. Una de las razones por la que los Estados Unidos consideraban a Inglaterra particularmente difícil era por mi costumbre, poco europea, de decir las cosas claras cuando no estaba de acuerdo. Cuando discutí con el presidente Mitterrand en Lille, a mediados de enero, sobre qué trato dar a Libia, parecía bastante más enérgico que yo. No había duda de que los norteamericanos estaban recibiendo una impresión similar.

Desde finales de enero y a lo largo de febrero y marzo aumentó la tensión entre los Estados Unidos y Libia mientras las fuerzas navales de Estados Unidos iniciaban maniobras en una zona del golfo de Sirte que Libia, violando las leyes y la opinión internacional, reclamaba como aguas territoriales propias. El lunes 24 de marzo, misiles libios disparados desde la costa atacaron aviones norteamericanos. Las fuerzas estadounidenses devolvieron el ataque sobre los emplazamientos de los misiles libios y hundieron una lancha patrullera.

Tenía que decidir cuál debería ser nuestra reacción. Tenía clara conciencia de que había cinco mil súbditos británicos en Libia, mientras que los Estados Unidos sólo tenían mil. También era consciente de la posibilidad de una acción libia contra nuestra base en Chipre. Pero dije al Consejo de Ministros que, a pesar de todo, debíamos apoyar el derecho de los Estados Unidos a preservar la libertad de movimientos en el espacio aéreo y las aguas internacionales, y el derecho a la propia defensa según la Carta de las Naciones Unidas.

Mientras tanto, los norteamericanos habían empezado a ver quiénes eran sus verdaderos amigos. Supe que los franceses expresaban reservas sobre cualquier política de confrontación con el coronel Gaddafi, argumentando que cualquier acción militar de los Estados Unidos proporcionaría apoyos a Libia, y recomendaban la necesidad de evitar una «provocación».

Más tarde, en las primeras horas del sábado 5 de abril, explotó una bomba en una discoteca de Berlín Occidental frecuentada por militares estadounidenses. Murieron dos personas —una de ellas era un soldado norteamericano— y hubo 200 heridos, de los cuales 60 eran norteamericanos. Informes procedentes de los Estados Unidos, y confirmados por nuestros servicios secretos, indicaban implicaciones libias. Para los norteamericanos esa fue la gota que rebosaba el vaso.

Poco antes de las once de la noche del martes 8 de abril recibí un mensaje del presidente Reagan. Solicitaba nuestro apoyo para utilizar los aviones FI y FII y colaboración para los aviones con base en Inglaterra en los ataques contra Libia; quería una respuesta antes de las doce del mediodía del día siguiente. En esta fase de la operación no había nada que indicase la naturaleza exacta de los objetivos norteamericanos. Convoqué inmediatamente a Geoffrey Howe y George Younger para discutir lo que se debería hacer. A la una de la madrugada envié una contestación provisional al presidente pidiéndole que lo pensase detenidamente. Manifestaba que mi deseo inmediato era apoyar a los Estados Unidos, pero también expresaba la gran ansiedad que provocaba lo que se había planteado. Quería más información sobre los objetivos en Libia. Me preocupaba que una acción de los Estados Unidos iniciara una espiral de venganza y que hubiese una justificación pública adecuada para la acción que se iba a emprender, de otro modo podríamos fortalecer la posición de Gaddafi. También me preocupaban las implicaciones para los rehenes británicos en el Líbano (y los hechos me demostrarían que tenía razón al preocuparme).

Examinando el pasado, creo que esta respuesta inicial fue, probablemente, demasiado negativa. Por supuesto, los norteamericanos así lo entendieron, pero tuvo el beneficio práctico de hacerles pensar cuidadosamente cuáles eran sus objetivos y cómo iban a justificarlos, cosa que, con seguridad, es uno de los favores que se espera de los amigos. Otras dos consideraciones influyeron en mí: primero, pensaba que en los Estados Unidos había cierta inclinación a precipitar los acontecimientos, producto, sin lugar a dudas, de la sensación de letargo que veían en Europa; segundo, incluso en esta fase sabía que el coste político que tendría que pagar, por conceder permiso a los Estados Unidos para utilizar las bases americanas en sus ataques contra Libia, sería alto. El Gobierno se estaba recobrando de la caída sufrida con los problemas de Westland y BL, pero aquella era una recuperación delicada. No podía tomar una decisión a la ligera.

Geoffrey, George, otros altos funcionarios y yo nos reunimos la mañana siguiente a las ocho menos cuarto de la mañana en el Número 10 de Downing Street. Se había recibido un mensaje de la Casa Blanca que decía que ya no era necesario que la respuesta a la solicitud original estuviera lista antes de las doce. Decidí utilizar el tiempo disponible para preparar una lista de posibles objetivos libios lo más reducida posible. También se redactó, con esperanza más que con anticipación, una lista de acciones no militares que podrían emprender los norteamericanos. Celebré otra reunión a primeras horas de la tarde, pero había pocas cosas útiles que pudiéramos hacer hasta recibir la contestación del presidente norteamericano a mi mensaje. Esperé con cierta ansiedad toda la tarde.

Poco después de medianoche llegó la respuesta del presidente Reagan a través de la línea directa. Era una respuesta enérgica, detallada y no exenta de crítica a los puntos que yo le había planteado. El presidente Reagan subrayaba que la acción que planeaba no pondría en marcha una espiral de venganza porque la violencia había comenzado hacía mucho tiempo, como demostraba el historial de acciones terroristas de Gaddafi. Hacía hincapié en lo que sabíamos, por los informes de los servicios secretos, acerca de la dirección libia en la violencia terrorista. Argumentaba que era la ausencia de una respuesta occidental firme lo que había permitido estos hechos. Pensaba que la justificación legal para la acción que iba a emprender estaba clara. El presidente norteamericano ponía el acento en que la acción de los Estados Unidos estaría dirigida contra el principal cuartel general de Gaddafi y sus fuerzas de seguridad, más que contra el pueblo libio, e incluso las concentraciones de tropas de las Fuerzas Armadas regulares. Los ataques se realizarían sobre objetivos limitados. Yo estaba especialmente impresionada por la juiciosa valoración hecha por el presidente de los probables efectos de lo que planeaba. Reagan escribía:

No me hago ilusiones de que estas acciones eliminen totalmente la amenaza terrorista, pero demostrarán que los actos terroristas fomentados oficialmente por un gobierno —como Libia ha hecho repetidamente— no quedarán sin castigo. La pérdida de semejante patrocinio debilitará, inevitablemente, la capacidad de las organizaciones terroristas para perpetrar ataques criminales, mientras seguimos trabajando por vía económica, política y diplomática para mitigar las causas fundamentales de ese terrorismo.

Leí y releí el mensaje del presidente. Estaba claramente decidido a seguir adelante.

Cuanto más consideraba el problema, más clara me parecía la justificación del planteamiento norteamericano sobre Libia. El fenómeno del terrorismo de Estado que proyecta la violencia contra sus enemigos por todo el mundo, utilizando sustitutos siempre que es posible, es algo a lo que nunca se enfrentaron las generaciones anteriores. Los medios necesarios para eliminar esta amenaza para la paz y el orden en el mundo también tienen que ser diferentes. No había dudas sobre la culpabilidad de Gaddafi. Ni tampoco debía haber ninguna duda sobre la actitud de Gran Bretaña cuando el país más poderoso del mundo libre decidiera actuar contra él. No importaba el coste político que aquello me acarrease, yo sabía que lo que era impensable era el precio que pagaría Gran Bretaña por no apoyar la acción norteamericana. Si a Estados Unidos le abandonaba su mejor aliado, el pueblo norteamericano y su gobierno se sentirían amargamente traicionados, y con toda razón. Desde ese momento, mis esfuerzos no se dirigieron a hacer cambiar de idea a Estados Unidos sino a prestarles toda la ayuda posible, ya sea concediendo el permiso para la utilización de las bases como justificando su acción frente a lo que sabía que provocaría una tormenta de oposición en Gran Bretaña y Europa. Aquello no significaba, sin embargo, que estuviese de acuerdo con todas las sugerencias americanas. Era vital que los ataques aéreos se limitasen a objetivos claramente definidos y que la acción, en su conjunto, pudiera justificarse en términos de defensa propia.

Lo primero que tuve que hacer al día siguiente, fue convencer a mis colegas sobre los pasos a seguir. Geoffrey Howe estaba en contra de la intervención norteamericana pero, una vez que se tomó la decisión de apoyarla, la defendió incondicionalmente en público. George Younger la apoyó desde el principio.

Esa tarde envié un nuevo mensaje al Presidente Reagan en el que le brindaba «nuestro apoyo incondicional para llevar a cabo las acciones dirigidas contra objetivos libios específicos, involucrados de forma clara en la realización y apoyo de actividades terroristas». Prometía apoyar la utilización de los aviones estadounidenses con base en el Reino Unido siempre que se respetase dicho criterio. Pero cuestionaba algunos de los objetivos propuestos y le advertía que, si la acción adquiría mayores proporciones, los norteamericanos debían de admitir que incluso aquellos más dispuestos a prestarles todo el apoyo posible se encontrarían en una situación difícil.

Es casi imposible mantener algo en secreto en Washington, que en aquel momento era un hervidero de rumores acerca de los preparativos de Estados Unidos para llevar a cabo una acción militar contra Libia. Aquello hizo que no fuese nada fácil mantener un discreto silencio sobre nuestra propia actitud en la intervención militar. En un momento determinado del viernes pareció que Estados Unidos no pensaba utilizar los FI y FII con base en Inglaterra lo que, por supuesto, hubiese suavizado considerablemente nuestra situación. Pero, por la tarde, resultó que sí deseaban hacerlo. Más tarde volví a recibir un mensaje del presidente Reagan agradeciendo nuestra oferta de cooperación y confirmando que los objetivos estarían claramente definidos bajo tres categorías: los relacionados directamente con el terrorismo; los que tenían que ver con la dirección, control y logística, relacionados indirectamente; y los relativos a la eliminación del sistema defensivo, es decir, radar y otros equipos que pusieran en peligro los aviones norteamericanos.

El sábado por la mañana vino a verme el general Vernon Walters para explicarme con más detalle las intenciones norteamericanas. Comencé diciéndole que estaba horrorizada por la difusión que se había dado en la prensa de su país a lo esencial de mis intercambios con el presidente Reagan. Aquello significaba, por supuesto, que la batalla propagandística era aún más importante. Acepté ansiosa la oferta del general Walters de enseñarnos por anticipado las declaraciones que haría el presidente Reagan para anunciar y explicar el ataque aéreo sobre Libia. También discutimos sobre qué parte de la información secreta se podía utilizar en público para justificar la acción. Yo era más reacia que los norteamericanos a revelar información secreta, pero en esta ocasión consideraba vital hacerlo si había que convencer al público de la certeza de las acusaciones contra Gaddafi. De hecho, aunque no pensaba que se pusiese en peligro la vida de nadie como consecuencia de aquellas revelaciones, era obvio que un buen número de informes secretos perderían su utilidad. También traté con el general Walters la última lista de objetivos del presidente norteamericano, la cual me pareció razonablemente tranquilizadora. Supongo que el general sabía perfectamente, cuando vino a verme, cuáles serían los objetivos que los Estados Unidos atacarían. Si así era, fue muy inteligente de su parte el no revelármelos. Esperaba que fuera aún más discreto en el resto de su viaje a París, Roma, Bonn y Madrid, donde iba a explicar las razones por las que iban a entrar en acción y a pedir el apoyo de Europa.

Ahora que Estados Unidos pedía realmente a los europeos una ayuda que implicaba cierto precio político, los gobiernos europeos acogieron la petición con respuestas poco favorables. Parece ser que el canciller Kohl dijo a los norteamericanos que los Estados Unidos no deberían esperar un apoyo entusiasta de sus aliados europeos y que todo dependería del éxito de la intervención. Los franceses, que acababan de dar rienda suelta a sus amenazas, por lo menos a nivel privado, negaron el permiso para que los aviones FI y FII cruzaran el espacio aéreo francés. Los españoles dijeron que los aviones norteamericanos podían sobrevolar España, pero sólo si lo hacían sin llamar la atención. Puesto que aquella condición era imposible de cumplir, tuvieron que volar a través del Estrecho de Gibraltar.

Las especulaciones eran numerosas. No podíamos confirmar ni negar nuestros intercambios con los norteamericanos. Los partidos Laborista y Liberal insistieron en que debíamos excluir la utilización de las bases norteamericanas en el Reino Unido de la intervención que, para entonces, parecía que todo el mundo esperaba. Fue importante confirmar que los miembros más importantes del Gabinete apoyaban mi decisión. A mediodía del lunes 14 de abril expliqué al Comité de Defensa y Ultramar del Gabinete lo que había sucedido en los últimos días. Dije que era evidente que los Estados Unidos tenían razones justificadas para actuar en defensa propia, según el artículo 51 del Tratado de las Naciones Unidas. Finalmente, insistí en que teníamos que apoyar a los norteamericanos, al igual que ellos nos habían apoyado en las Malvinas.

Esa tarde, Washington nos confirmaba telefónicamente que los aviones norteamericanos despegarían pronto de sus bases británicas. Recibí las noticias poco después de asistir a un compromiso contraído desde hacía mucho tiempo con la revista The Economist: una recepción en honor al gran constitucionalista Victoriano Walter Bagehot o a St. John Stevas, su editor contemporáneo, según cómo se mire. Al entrar al edificio del The Economist, Andrew Knight, director de la revista, comentó con cierta preocupación lo pálida que estaba. Puesto que mi aspecto no ha sido nunca rubicundo, en aquel momento debía de parecer el fantasma de Banquo. Me preguntaba qué aspecto habría tenido Andrew Knight si supiese que los aviones norteamericanos FI y FII volaban en secreto y dando un largo rodeo en dirección a Trípoli. No obstante, elogié a Bagehot, besé a Norman y regresé al Número 10 de Downing Street.

Esa noche, ya tarde, recibí un mensaje del presidente Reagan diciendo que los aviones de Estados Unidos atacarían en breve cinco objetivos asociados con el terrorismo en Libia. El presidente Reagan me confirmó que el texto de sus declaraciones televisadas al pueblo norteamericano tendría en cuenta nuestro consejo de destacar el elemento de defensa propia, para detentar la posición legal correcta. También se estaba redactando en ese momento mi propia declaración sobre el ataque aéreo ante la Cámara de los Comunes, que tendría lugar el día siguiente.

El ataque norteamericano, como habíamos previsto, fue llevado a cabo principalmente por dieciséis FI y FII con base en el Reino Unido, aunque también se utilizaron un número indeterminado de otros aviones. El ataque duró cuarenta minutos. Los misiles y la artillería libios abrieron fuego, pero se logró destruir sus radares de defensa aérea. El ataque aéreo fue un éxito, aunque desgraciadamente hubo bajas civiles y se perdió un avión. Sin embargo, los informes de televisión se centraron, casi exclusivamente, en las madres y los niños que lloraban, en lugar de hacerlo en la importancia estratégica de los objetivos.

El impacto inicial sobre la opinión pública británica, al igual que en todos los demás sitios, fue peor aún de lo que había temido. La simpatía pública por los civiles libios se mezclaba con el miedo a una represalia terrorista por parte de Libia. La sede central del Partido Conservador recibió numerosas llamadas telefónicas de protesta, al igual que la centralita del Número 10 de Downing Street. Expresaban la preocupación por el destino de los súbditos británicos en Libia y la posibilidad de que se tomasen rehenes. La oposición y también los diputados conservadores y periódicos tories criticaban con amargura el hecho de haber dado permiso para la utilización de las bases. A mí se me calificó de servil con los Estados Unidos pero insensible con sus víctimas. Informé detalladamente al Gabinete sobre lo que había sucedido, después de lo cual me di cuenta que algunos de sus miembros deberían haber sido informados del ataque aéreo con antelación. Posteriormente, esa misma tarde, comparecí ante una Cámara de los Comunes escéptica y hostil en su mayor parte. Después me telefoneó el presidente Reagan para comentar en detalle lo que había sucedido y desearme suerte en la lucha con las críticas a las que sabía me enfrentaba. Dijo que, la noche anterior, al referirse en su discurso por televisión a la cooperación de los aliados europeos, sólo había pensado en un país: el Reino Unido.

Tenía que intervenir en la Cámara el miércoles por la tarde, en un debate de emergencia sobre el ataque aéreo contra Libia. Fue, intelectual y técnicamente, el discurso más difícil de preparar porque se basaba en gran medida en la descripción de informes de los servicios secretos sobre las actividades terroristas de Libia, y teníamos que discutir cada punto para proteger nuestra posición en aquellas circunstancias. Cada palabra del discurso tenía que ser comprobada por el servicio de inteligencia pertinente para verificar su exactitud y no poner en peligro las fuentes de información. El debate estuvo plagado de prejuicios antiamericanos. Neil Kinnock citó incorrectamente el discurso televisado del presidente Reagan; y lo hizo más de una vez. Yo ya le había escuchado hacerlo antes ese mismo día y le había entregado el texto completo de lo que en realidad había dicho el presidente Reagan, a Cranley Onslow, presidente del Comité Ejecutivo de 1922. El señor Kinnock dijo:

Según el presidente Reagan, el propósito del ataque aéreo sobre Trípoli y Bengazi del lunes por la noche, fue «poner fin al reino de terror de Gaddafi». No creo que nadie pueda pensar seriamente que ese objetivo haya sido alcanzado, o lo sea, con bombardeos.

Cranley Onslow interrumpió para señalar que el presidente Reagan había dicho precisamente lo contrario:

No me hago ilusiones [la cursiva es mía] de que la acción de esta noche ponga fin al régimen de Gaddafi, pero mi misión, aún siendo violenta, contribuirá a hacer del mundo un lugar más seguro y estable para las mujeres y los hombres de bien.

Como los Victorianos solían decir: «fracaso de una buena fiesta».

Mi discurso tranquilizó al partido y el debate fue un éxito. Pero todavía existían grandes dosis de incomprensión, incluso entre nuestros partidarios. Fui ese viernes al distrito electoral de Cranley Onslow. Me di cuenta de que la gente me miraba raro, como si hubiese hecho algo terrible, lo cual era comprensible dada la cobertura sensacionalista y tendenciosa realizada por los medios de comunicación. Cuando les expliqué a algunos militantes del partido, durante una recepción, que nuestra intervención se había llevado a cabo para proteger a las víctimas del futuro terrorismo, lo comprendieron. Pero no podía despegarme de la acusación de crueldad, y aquello me hacía daño. No obstante el ataque aéreo sobre Libia también significó un cambio decisivo, y produjo tres beneficios inequívocos.

Primero, resultó ser un golpe contra el terrorismo patrocinado por Libia más decisivo de lo que nunca habría imaginado. Todos tendemos a olvidar que los tiranos gobiernan por la fuerza y el miedo, y que se mantienen por el mismo sistema. En venganza, hubo asesinatos organizados por parte de Libia de rehenes británicos, cosa que lamenté amargamente. Pero el cacareado contraataque libio no podía producirse y no se produjo. Gaddafi no había sido destruido, pero sí humillado. Durante los años siguientes fue evidente la disminución del terrorismo financiado por Libia.

Segundo, lo que habíamos hecho provocó una ola de gratitud por parte de los Estados Unidos que todavía sigue siendo muy útil para nuestro país. El Wall Street Journal me describía en términos lisonjeros como «magnífica». Me escribieron senadores dándome las gracias. Opuestamente a las reacciones suscitadas en Gran Bretaña, la centralita telefónica de nuestra embajada en Washington quedó bloqueada por las llamadas telefónicas de agradecimiento. Quedó muy claro para la Administración norteamericana que la opinión de Gran Bretaña tendría un peso especial en las negociaciones sobre control de armamento. El tratado de extradición, que considerábamos vital para traer a Gran Bretaña a los terroristas del IRA que se encontraban en Estados Unidos, iba a recibir un enérgico apoyo por parte de la Administración norteamericana en contra del obstruccionismo de la oposición. El hecho de que tan pocos países hubiesen apoyado a Estados Unidos en aquel momento decisivo para ellos, reforzó la «relación especial», que siempre seguirá siendo especial por los lazos culturales e históricos que unen a nuestros dos países, pero que gozó de una relación de proximidad muy particular durante el tiempo en que el presidente Reagan estuvo en la Casa Blanca.

El tercer beneficio, aunque parezca mentira, fue de carácter nacional, pero en absoluto inmediato. A pesar de su impopularidad, nadie podría dudar que nuestra acción había sido enérgica y decisiva. Yo había marcado una dirección y la había seguido. Los ministros y diputados disidentes podrían murmurar; pero ahora murmuraban sobre un liderazgo que no les gustaba, y no por el fracaso del liderazgo. Había vencido al antiamericanismo que amenazaba con envenenar las relaciones con nuestro aliado más cercano y poderoso, y no sólo sobreviví sino que resurgí con mayor autoridad e influencia en la escena mundial. Eso era algo que los críticos no podían ignorar. La política es tan paradójica que en menos de un año aquella ola de antiamericanismo se había convertido en una ayuda para el Gobierno. Los laboristas se empeñaron estúpidamente en una política de defensa antiamericana, lo cual provocó una fuerte reacción por parte de Cap Weinberger y Richard Perle. Cuando les dijimos a los británicos: «si queréis que nos vayamos, nos iremos», entonces despertaron a la realidad. El antiamericanismo de los laboristas, de moda el año anterior, empezó a diluirse progresivamente y cuando llegaron las elecciones contribuyó a hundirles.

Mientras la primavera de 1986 se transformaba en verano, el clima político comenzó lenta, pero inconfundiblemente, a mejorar.