La sombra de los pistoleros
La respuesta política y de seguridad al terrorismo del IRA: 1979-1990
LA BOMBA DE BRIGHTON
Como era normal, hacia el final de la semana del Congreso del Partido de 1984, yo estaba cada vez más nerviosa con mi discurso. Un buen discurso ante el Congreso no puede escribirse así como así, de antemano; hay que tomar el pulso al congreso para lograr el tono correcto. Pasé todo el tiempo que pude elaborando el texto con los redactores durante la tarde y la noche del jueves, salí para hacer una visita relámpago al baile de los conservadores y volví a mi suite del Grand Hotel poco después de las once.
Sobre las tres menos veinte de la madrugada, el discurso, por lo menos desde mi punto de vista, estaba terminado. Así que mientras los redactores, a los que se había sumado Norman Tebbit, se iban a la cama, mis sacrificados ayudantes empezaron a mecanografiar lo que yo esperaba que fueran los últimos cambios en el texto, y preparaban la cinta para el monitor. Entre tanto, seguí despachando algunos asuntos de gobierno.
A las tres menos diez Robin Butler me pidió que viera un último informe. Era sobre el Festival de Jardinería de Liverpool. Le di a Robin mi opinión y empezó a recoger los papeles. A las tres menos seis minutos un ruido sordo, muy fuerte, sacudió la habitación. Hubo unos instantes de silencio y luego otro segundo ruido algo diferente, originado por el derrumbe de la estructura del edificio. Me di cuenta inmediatamente de que se trataba de una bomba, quizá dos bombas, una grande seguida de otra menor. Pero, al principio no sabía que la explosión se había producido dentro del hotel. Los cristales de las ventanas de mi salón estaban esparcidos por la alfombra. Pero yo pensé que podría tratarse de un coche bomba en la calle. No me di cuenta de que la bomba había explotado encima de nosotros hasta que Penny, la mujer de John Gummer, bajó todavía en pijama. El cuarto de baño contiguo había sufrido mayores daños, aunque las consecuencias para mí se limitaron a algunos pequeños cortes. Los que pretendían matarme habían colocado la bomba donde no era.
Aparte de los cristales rotos y una alarma que se había disparado con la explosión, había una normalidad extraña y, según se vio después, decepcionante. Las luces, afortunadamente, permanecieron encendidas. Durante un tiempo tuve presente la importancia de aquel hecho y hasta meses después siempre dejaba una linterna junto a mi cama cuando pasaba la noche en una casa ajena. Denis asomó la cabeza por la puerta del dormitorio, vio que yo estaba bien y volvió a meterse en la habitación para vestirse. Ninguno de nosotros logra entender por qué se llevó, además, otro par de zapatos, que luego habría de usar Charles Price, embajador norteamericano, que había perdido los suyos en la confusión al abandonar el hotel. Mientras «Crawfie» reunía mi neceser, unas blusas y dos trajes, uno de ellos para el día siguiente, Robin Butler entró para encargarse de los documentos estatales. Crucé el rellano hasta el cuarto de las secretarias para ver si estaban bien. Una de ellas había recibido una descarga eléctrica de la fotocopiadora. Pero, aparte de eso, todo iba bien. Se preocupaban tanto por mi discurso, mecanografiado sólo en parte, como por ellas mismas. «No ha pasado nada», me aseguraron, «tenemos el discurso». Una copia fue directamente a mi portafolios.
Para aquel entonces comenzó a aparecer cada vez más gente en el despacho de las secretarias: los Gummer, los Howe, David Wolfson, Michael Alison y otros; despeinados, nerviosos, pero sin perder la calma. En ese momento, salvo los heridos, ninguno de nosotros tenía una idea clara de la magnitud de los daños. Mientras hablábamos, mis detectives se ocuparon lo mejor que pudieron de nuestra seguridad inmediata. Siempre existe el temor a una segunda bomba, programada cuidadosamente para atrapar y matar a los que huyen de la primera explosión. También tenían que encontrar un camino despejado y seguro para salir del hotel.
A las tres y diez empezamos a salir en grupos. La primera ruta que nos habían sugerido resultó impracticable y un bombero nos hizo volver atrás. Así que regresamos al despacho a esperar. Más tarde nos dijeron que se podía salir, y bajamos por la escalera principal. Fue entonces cuando, al ver los escombros en la entrada, comprendí por primera vez la potencia de la explosión. Esperaba que el conserje no hubiera resultado herido. El aire estaba plagado de un espeso polvo de cemento que me entraba en la boca y me cubría la ropa, mientras sorteaba escombros y muebles rotos hacia la puerta posterior del hotel. Todavía no se me había ocurrido que pudiera haber muerto nadie.
Diez minutos más tarde Denis, «Crawfie» y yo llegamos en un coche de la policía a la comisaría de Brighton. Nos ofrecieron un té en el despacho del comisario. Pronto empezaron a llegar amigos y colegas para verme. Entró Willie Whitelaw. También llegaron los Howe, con su perrito Budget. Pero, con quienes más tenía que hablar era con Leon Brittan, ministro del Interior, y con John Gummer, presidente del partido. En aquel momento ninguno de nosotros sabía si el congreso podría continuar. ¿No habría sido en la sala de congresos donde habían puesto la bomba?. Pese a todo, yo ya tenía decidido que, si era físicamente posible hacerlo, pronunciaría mi discurso. Hubo algún comentario sobre si yo debía volver al Número 10, pero les dije «No, yo me quedo». Por fin quedó decidido que pasara el resto de la noche en la Escuela de Policía de Lewes. Me cambié el vestido de noche por un traje azul y, al salir de la comisaría con Denis y «Crawfie», hice una breve declaración a la prensa. Después de esto nos llevaron en coche a Lewes.
Nadie pronunció palabra durante el trayecto. Todos seguíamos con el pensamiento en el Grand Hotel. Ya fuera por casualidad o por disposición previa, no había nadie en la Escuela. Me dieron una pequeña sala con una televisión y un dormitorio con dos camas y baño privado. A Denis y a los detectives les fueron asignadas otras habitaciones siguiendo el mismo pasillo. «Crawfie» y yo compartimos la mía. Nos sentamos cada una en su cama especulando sobre lo que había sucedido. Yo ya estaba convencida de que debía de haber heridos. Pero no sabíamos nada.
Sólo podíamos hacer una cosa. Crawfie y yo nos arrodillamos cada una al lado de su cama y rezamos durante un rato en silencio.
No había llevado conmigo ropa para dormir, así que me tumbé totalmente vestida y dormí, más bien mal, durante quizás una hora y media. Me desperté al oír el noticiario de las seis y media en la televisión. Las noticias eran malas, mucho peores de lo que había temido. Vi las imágenes de cómo sacaban a Norman Tebbit de los escombros. Luego llegó la noticia de que Roberta Wakeham y el diputado Anthony Berry habían muerto. Sabía que no podía permitir que me dominaran las emociones. Tenía que estar en forma física y mentalmente para el día que tenía por delante. Traté de no mirar aquellas imágenes escalofriantes, aunque no me sirvió de mucho. Necesitaba conocer todos los detalles de lo que había sucedido, pero cada uno era peor que el anterior.
Me di un baño rápido, me cambié y tomé un desayuno frugal con mucho café. Pronto quedó claro que el Congreso podía seguir adelante. Le dije al agente de policía que estaba al mando que tenía que volver a Brighton para comenzar a tiempo la conferencia.
Era un típico día de otoño y cuando íbamos en el coche hacia Brighton el cielo estaba despejado y el mar en calma. Al llegar, vi la fachada del Grand Hotel: toda una sección vertical del edificio se había derrumbado.
Después nos dirigimos a la sala de congresos. A las nueve y veinte comenzó la sesión inaugural y a las nueve y media en punto los funcionarios de la Unión Nacional[34] y yo subimos al estrado. (Muchos de ellos habían tenido que dejar la ropa en el hotel pero Alistair McAlpine había convencido a los de la tienda Mark & Spencer para que abrieran más temprano, y para entonces estaban todos impecablemente vestidos). Sólo estaba llena la mitad de la sala ya que había un riguroso control de seguridad que impedía la entrada de la multitud. Pero la ovación fue colosal. Todos estábamos contentos de estar vivos, pero tristes por la tragedia y decididos a demostrarles a los terroristas que no habían podido quebrantar nuestro espíritu.
Casualmente —aunque resultaba muy apropiado en aquellos momentos— el primer debate trataba sobre Irlanda del Norte. Me quedé a escucharlo y después me marché para dar una última revisión completa a mi discurso. Michael Alison (mi secretario privado en el Parlamento) y yo, fuimos a un despacho cercano donde nos dedicamos a eliminar del discurso la mayor parte de las secciones partidistas: no era el momento adecuado para atacar al Partido Laborista sino el de abogar por una unidad en defensa de la democracia. Tuvimos que volver a escribir páginas enteras, pero había pasajes muy duros relacionados con la ley y el orden que pudimos utilizar tal cual estaban. Después Ronnie Millar pulió el texto a medida que le dábamos una última lectura. Mientras tanto, y a pesar de los esfuerzos por parte de mi equipo para reducir al máximo las interrupciones, recibía mensajes y despachaba visitas de colegas y amigos. Me enteré de que John Wakeham continuaba sin ser rescatado de entre los escombros y que todavía había muchas personas desaparecidas. Llegaban flores constantemente, que luego enviamos al hospital donde habían trasladado a los heridos.
Como en los viejos tiempos, pronuncié mi discurso valiéndome del texto mecanografiado y no del autocue, y también improvisé mucho. Pero sabía que lo más importante no era lo que decía sino el hecho de que yo, la primera ministra, podía estar allí para decirlo. No me detuve demasiado en lo que había pasado. Pero traté de expresar con pocas palabras lo que todos sentíamos.
El atentado […] no fue sólo un intento de interrumpir y poner fin a nuestro Congreso. Ha sido un intento de cercenar el Gobierno de Su Majestad, elegido democráticamente. Esa es la magnitud del atentado que todos hemos sufrido. Y el hecho de que ahora estemos aquí reunidos, conmocionados pero serenos y decididos, no sólo es la señal de que este ataque ha fracasado, sino también la señal de que todos los intentos de destruir la democracia estarán condenados al fracaso.
No continué allí después de mi discurso, sino que me fui inmediatamente al Royal Sussex County Hospital a visitar a los heridos. Habían muerto ya cuatro personas. A Muriel McLean le estaban administrando suero y moriría poco después. John Wakeham seguía inconsciente y así permanecería aún varios días. Tuvo que ser sometido a una serie de operaciones diarias durante un tiempo para poder salvarle las piernas que habían quedado aplastadas por los escombros. Por casualidad, todos conocíamos al especialista que le estaba atendiendo, Tony Trafford, que había sido diputado por el Partido Conservador. Pasé horas al teléfono intentando conseguir la mejor información posible sobre traumatólogos expertos en fracturas por aplastamiento. Al final resultó que había en el hospital un médico de El Salvador con la experiencia necesaria. Entre los dos lograron salvarle la pierna a John. Yo estaba aún en el hospital cuando Norman Tebbit volvió en sí y logramos intercambiar unas pocas palabras. Tenía la cara hinchada por haber permanecido tanto tiempo bajo los escombros. Apenas pude reconocerlo. También hablé con Margaret Tebbit que estaba en la unidad de cuidados intensivos. Me dijo que no sentía nada del cuello para abajo. Como había sido enfermera, sabía bien lo que aquello significaba.
Dejé el hospital impresionada por tanto valor y sufrimiento. Aquella tarde me llevaron en coche a Chequers a una velocidad a la que no recuerdo haber viajado nunca antes, rodeada por toda una escolta de motoristas. Pasé toda la noche allí, que ya era como mi propio hogar, pensando en aquellos que ya no podrían volver más al suyo.
EL DILEMA IRLANDÉS
Lo que sucedió en Brighton impactó al mundo entero. Pero la gente de Irlanda del Norte y las fuerzas de seguridad se enfrentan día tras día con la despiadada realidad del terrorismo. No hay excusas para el reinado de terror del IRA. Si su violencia fuera, como la calificaban erróneamente, «insensata», sería más fácil catalogarla como la manifestación de un desorden psíquico. Pero el terrorismo no es eso, aunque pueda resultar atractivo para muchos psicópatas. El terrorismo es el empleo calculado de la violencia y de su amenaza para lograr fines políticos. En el caso del IRA esos fines son coaccionar a la mayoría del pueblo de Irlanda del Norte, que ya ha evidenciado su voluntad de mantenerse dentro del Reino Unido, para que se integren en un Estado único irlandés. En aras del objetivo político se cometen crímenes de otros tipos como robos, impuestos revolucionarios, fraude, por nombrar sólo unos pocos.
Hay terroristas en ambas comunidades, la católica y la protestante, y demasiada gente que les apoya o, al menos, aprueba sus actividades. Además, oponerse al terrorismo implica grandes riesgos personales. Y en consecuencia resulta prácticamente imposible hacer una política de seguridad aislada, la necesaria para prevenir los ataques terroristas y aislar a quienes los ejecutan, desde el amplio y antiguo enfoque político del «Problema de Irlanda del Norte». Para algunas personas, esa conexión implica hacer concesiones a los terroristas, particularmente las que debilitan la Unión entre el Ulster y Gran Bretaña. Pero para mí eso nunca se planteó así. Mi política sobre Irlanda del Norte siempre se basó en el respeto, sobre todo, de la democracia y de la ley. Por lo tanto, siempre estuvo condicionada por lo que consideré, en cada momento, lo mejor para la seguridad.
El IRA es el núcleo del problema del terrorismo y si pudiera ser derrotado probablemente desaparecería su contrapartida en el lado protestante. Pero la mejor oportunidad para vencerlos sería que se dieran tres condiciones. Primero, que el IRA fuera rechazado por la minoría nacionalista de la que depende para su cobertura y soporte[35]. Para esto sería necesario que la minoría apoyara o, al menos, aceptara el esquema constitucional del Estado en el que viven. Segundo, que el IRA se quedara sin el apoyo internacional, ya fuera de los bienintencionados aunque ingenuos norteamericanos de origen irlandés, o de los regímenes revolucionarios árabes, como el del coronel Gaddafi. Esto exige prestar una atención constante a la política exterior explicando los hechos a los desinformados y quitándoles las armas a los malintencionados. Tercero, y vinculado con los dos anteriores, que las relaciones entre Gran Bretaña y la República de Irlanda se traten con el máximo cuidado. Aunque el IRA tiene mucho apoyo en zonas como el Oeste de Belfast dentro de Irlanda del Norte, muy a menudo suele ser en el Sur donde van a entrenarse, recibir dinero, armas y a esconderse después de haber cometido crímenes dentro del Reino Unido. La frontera, extensa y difícil de patrullar, tiene una importancia crucial para el problema de la seguridad. Mucho depende de la buena voluntad y la habilidad de los líderes políticos de la República para cooperar con nuestras fuerzas de seguridad, inteligencia y cortes de justicia. Por eso durante mi mandato se conectaron los temas políticos con los de seguridad.
Yo soy, por naturaleza, partidaria de la unión. Por lo tanto es bastante paradójico que mis relaciones con los políticos unionistas fuesen casi siempre tan incómodas. Airey Neave y yo sentíamos una enorme simpatía por los unionistas cuando estábamos en la oposición. Sabía que aquella gente compartía muchas de mis actitudes provenientes de una educación sólidamente metodista. Eran muy cordiales pero también muy herméticos. Su patriotismo era real y ferviente, aunque estrecho de miras. Habían dado por hechas demasiadas cosas. Como resultado de mis visitas a Irlanda del Norte, habitualmente después de horribles tragedias, llegué a profesar una admiración especial por las pequeñas comunidades rurales protestantes, sobre todo por la forma en que se unían y se apoyaban unos a otros después de que ocurría algo terrible. Además, en el fondo todos los conservadores eran un poco unionistas. A lo largo de toda su historia, nuestro partido ha estado siempre comprometido con la defensa de la unión. De hecho, en vísperas de la Primera Guerra Mundial los Conservadores casi provocan un levantamiento civil por apoyarla. Es por eso que nunca he podido comprender por qué importantes unionistas insinuaron, aparentemente en serio, que lo que yo intentaba a través de mis negociaciones con el Sur y sobre todo durante la elaboración del acuerdo anglo-irlandés, que pronto analizaremos, era venderlos a la República.
¿Pero existirá algún día un político británico que entienda realmente a Irlanda del Norte? Sospecho que incluso hasta los más apasionados partidarios británicos del Ulster le entienden mucho menos de lo que se creen. Por cierto, una y otra vez descubrí que palabras y frases aparentemente inocuas tenían un significado especial en el recalentado mundo político del Ulster. Incluso alegan que el usar este último nombre para la provincia implica un sesgo protestante. En la historia de Irlanda, del Norte y del Sur, (que siempre que pude intenté leer, especialmente en mis primeros años de mandato), la realidad y los mitos desde el siglo XVII hasta los años 1920 tienen un carácter muy similar a los de los Balcanes. La desconfianza llega hasta el aborrecimiento y las venganzas siempre están a punto de aflorar políticamente. Y quienes se dediquen a ella deben hacerlo con extrema precaución.
Comencé por la necesidad de incrementar la seguridad, cosa que era imprescindible. Si aquello implicaba tener que hacer algunas concesiones políticas al Sur, yo no tenía más remedio que aceptarlo por más que me disgustasen aquel tipo de negociaciones. Pero teníamos que lograr resultados en términos de seguridad. Incluso en Irlanda del Norte yo hubiera optado al principio por un gobierno de la mayoría, un gobierno establecido con el mismo fundamento que el de Westminster y sujeto a su supremacía, con fuertes garantías para los derechos humanos de la minoría y de todos los demás. Esa es, a grandes rasgos, la aproximación que Airey y yo teníamos en mente cuando se elaboró el Manifiesto de 1979. Pero poco después me di cuenta que ese modelo no podría funcionar, al menos de momento. La minoría nacionalista no estaba dispuesta a creer que el gobierno de la mayoría asegurara sus derechos, fuera bajo la forma de una asamblea en Belfast o de un gobierno local más poderoso. Insistieron en llegar a algún tipo de «poder compartido» (que ambos bandos participasen de algún modo en la función ejecutiva) además de pedir que la República desempeñara un papel en Irlanda del Norte. Ambas demandas eran anatema para los unionistas.
Siempre sentí mucho respeto por el antiguo sistema Stormont[36]. Cuando yo era ministra de Educación estaba impresionada por la eficiencia del servicio educacional de Irlanda del Norte. La provincia había conservado los institutos de segunda enseñanza, logrando así algunos de los mejores resultados académicos del Reino Unido. Pero el gobierno de la mayoría implicaba un permanente poder de los protestantes y, haciendo justicia, no se podía negar el hecho de que los largos años de gobierno unionista fueron años de discriminación contra los católicos. Creo que se exageraron los errores, pero el resentimiento de los católicos fue utilizado para crear el movimiento por los derechos humanos de finales de la década de 1960, que el IRA explotaría. A principios de 1972 se produjeron desórdenes civiles a una escala tal que se suspendió el Stormont reemplazándose por un gobierno directo desde Londres. Simultáneamente el Gobierno británico garantizó que, mientras así lo expresara la mayoría del pueblo irlandés, Irlanda del Norte seguiría formando parte del Reino Unido, y esa ha seguido siendo la piedra fundamental del gobierno de ambos partidos.
La realidad política de Irlanda del Norte impidió el regreso a un gobierno de la mayoría. Aquello fue algo que muchos unionistas se negaron a aceptar, pero en 1974 se había unido a ellos Enoch Powell en la Cámara de los Comunes, quien contribuyó a que algunos cambiasen radicalmente de opinión. Su objetivo era la «integración». Esencialmente, aquello habría significado la eliminación de cualquier diferencia entre el Gobierno de Irlanda del Norte y el del resto del Reino Unido, descartar la idea de una devolución (se tratase de un gobierno de la mayoría o de un co-gobierno) como la de asignar ningún tipo de papel especial para la República. El criterio de Enoch era que la incertidumbre de la posición constitucional del Ulster favorecía a los terroristas; sostenía que para acabar con aquella incertidumbre había que lograr una integración plena combinada con una severa política de seguridad. No estoy de acuerdo con ese planteamiento por dos razones. Primero porque, como ya he dicho, no creía que el tema de la seguridad pudiera tratarse por separado de otros temas políticos de mayor amplitud. Segundo, porque nunca consideré que un gobierno o una asamblea delegados fuesen un factor de debilitamiento para Irlanda del Norte, sino más bien de fortalecimiento para la unión. Al igual que el anterior sistema Stormont, otorgaría a Dublín una clara perspectiva de alternativa sin por ello minar la soberanía del Parlamento de Westminster.
PRIMEROS INTENTOS DE DEVOLUCIÓN
Aquello era lo que pensaba sobre el futuro de Irlanda del Norte cuando asumí el poder. Mi convicción de que deberían aumentarse los esfuerzos tanto en el frente político como en el de seguridad, se vio fortalecida por los acontecimientos del segundo semestre de 1979. En el transcurso de aquel mes de octubre se discutió en el Gobierno la necesidad de una iniciativa con el fin de devolver Irlanda del Norte. Yo no me sentía muy optimista con las perspectivas, pero acepté que se redactara un documento sobre las opciones a discutir. Se convocaría una conferencia con los principales partidos de Irlanda del Norte para estudiar el tipo de acuerdo al que se podría llegar.
El lunes 7 de enero de 1980, se inauguró la conferencia de Belfast. Desde los traumáticos acontecimientos de finales de la década de 1960 y principios de la de 1970, las fuerzas del unionismo en Irlanda del Norte se dividieron, añadiendo la rivalidad entre facciones a los demás problemas que ya tenía el Ulster. En aquella ocasión, el mayor grupo unionista, el Partido Unionista Oficial (OUP) se negó a asistir. Sí lo hicieron el combativo partido del doctor Paisley, el Partido Unionista Democrático (DUP), el de mayoría católica y nacionalista Partido Social Demócrata coaligado con el Partido Laborista (SDLP) y el moderado partido de clase media Partido de Alianza. Pero no existía entre ellos ninguna base en común, cosa que no sorprendió a nadie.
En marzo suspendimos la conferencia y empezamos a considerar la posibilidad de presentar propuestas más concretas a través de un Libro Blanco. En junio los ministros se reunieron para discutir un proyecto presentado por el ministro para Irlanda del Norte, Humphrey Atkins. Yo había introducido algunas modificaciones en el texto teniendo en cuenta la susceptibilidad de los unionistas. No me sentía más optimista que antes en cuanto al éxito de aquella iniciativa, pero creí que valía la pena el esfuerzo y estuve de acuerdo en que el Libro Blanco se publicara a principios de julio. En él se describían las áreas (excluyendo la de seguridad) en las que se transferirían los poderes a un Ejecutivo elegido por una asamblea provincial. También se detallaban dos maneras posibles de elegir ese Ejecutivo: una que optaba por el gobierno de la mayoría, y otra que planteaba un poder compartido. Prosiguieron las discusiones con los partidos de Irlanda del Norte durante el verano y el otoño. Pero en noviembre ya estaba claro que nunca alcanzarían un acuerdo suficiente como para continuar con la asamblea.
En cualquier caso, los presos republicanos de la cárcel de Maze habían iniciado la primera de sus dos huelgas de hambre. Decidí que mientras se mantuvieran en esa actitud era imposible tomar ninguna decisión política. No debíamos dar la impresión de que accedíamos a las demandas terroristas. En aquel entonces también fui muy prudente respecto a los contacto de alto nivel con el Gobierno Irlandés, por idéntica razón.
Charles Haughey había sido elegido líder del Partido Fianna Fáil y Taoiseach[37] a mediados de diciembre de 1979. Durante toda su carrera Haughey había estado relacionado con las filas más republicanas dentro de una política irlandesa respetable. Aunque la «respetabilidad» estaba sujeta a mucha controversia: en un famoso caso de 1970, y siendo ministro irlandés, se le acusó de estar implicado en la importación de armas para el IRA. Aquel solo hecho podía inhibir su republicanismo. A mí me parecía una persona accesible, menos hablador y más realista que Garret FitzGerald, el líder de Fine Gael. Charles Haughey era un hombre duro, hábil y astuto políticamente, con pocas ilusiones y, estoy segura, poco afecto hacia los británicos. Me había ido a visitar al Número 10 en mayo y habíamos mantenido una discusión amable y en términos generales sobre la situación de Irlanda del Norte. Insistió en establecer un paralelismo, que me pareció muy poco convincente, entre la solución que yo había encontrado para el problema de Rodesia y la que se buscaba para Irlanda del Norte. No estaba segura de si aquello era una forma irlandesa de dar coba o era pura adulación premeditada. Me llevó de regalo una hermosa tetera de plata georgiana, lo cual fue muy amable de su parte. (Costaba más del límite fijado para regalos oficiales y tuve que dejarla en el Número 10 al acabar mi mandato). La siguiente vez que volví a encontrarme con el señor Haughey, que fue cuando ambos asistimos a la reunión del Consejo Europeo en Luxemburgo, el lunes 1 de diciembre de 1980, la principal preocupación de los irlandeses era la huelga de hambre.
LAS HUELGAS DE HAMBRE
Para comprender el telón de fondo de las huelgas de hambre, es necesario hacer referencia a la «categoría especial» de los presos terroristas convictos en las cárceles de Irlanda del Norte, instaurada como concesión al IRA en 1972[38]. Aquello fue, como pronto quedó demostrado, un error. Se anuló en 1976. A partir de entonces los presos condenados por tales delitos serían tratados como presos comunes, sin privilegio de ningún tipo en cuanto a ropa o derecho a asociación. Pero la medida no era retroactiva. Por lo tanto algunos presos de «categoría especial» siguieron en celdas aparte y con un régimen diferente al de otros terroristas. En los llamados «bloques H» de la cárcel de Maze donde estaban los terroristas presos, las protestas habían sido más o menos constantes, incluyendo la desagradable «protesta sucia», que consistió en ensuciar las celdas y destruir el mobiliario. El 10 de octubre un número determinado de presos anunció su intención de iniciar una huelga de hambre el lunes 27 de octubre, si no se accedía a algunas de sus demandas. De todas ellas, las más significativas eran las de que se les permitiese usar su propia ropa, reunirse libremente con otros presos «políticos» y prescindir del trabajo obligatorio.
A continuación hubo varias reuniones entre diferentes ministros para ver cuáles eran las concesiones que podrían hacerse para evitar la huelga. Mi intuición me decía que no debíamos ceder ante las presiones pero era evidente que no podía cambiarse el régimen carcelario una vez iniciada la huelga. Jamás se barajó la posibilidad de concederles un estatuto político. Pero el jefe de policía de la RUC creía que hacer algunas concesiones antes de la fecha marcada por ellos ayudaría a controlar la amenaza de disturbios que acarrearía dicha huelga y, aunque no creíamos que con ello pudiésemos evitar la huelga de hambre, estábamos deseosos de ganar la batalla ante la opinión pública. Por lo tanto acordamos que se permitiera a todos los presos (y no sólo a los que habían cometido crímenes terroristas) vestirse de civil, aunque no con ropa de su propiedad, siempre que obedecieran las leyes de la cárcel. Como había previsto, aquellas concesiones no evitaron la huelga de hambre.
Es probable que a los de fuera el tema de la disputa les pareciera trivial. Pero tanto el IRA como el Gobierno sabían que no lo era. El IRA y los presos estaban decididos a ganar el control de la cárcel e idearon una astuta estrategia centrándola en su oposición al régimen carcelario. El objetivo de aquellos privilegios que exigían no era el de mejorar la condición de los presos, sino el de restarles poder a las autoridades carcelarias. También querían dejar sentado una vez más, como creían haberlo hecho en 1972, que sus crímenes eran «políticos», lo que otorgaba a sus autores cierto tipo de respetabilidad, de nobleza incluso. Eso sí que no podíamos permitirlo. Pero, por encima de todo, me mantendría firme en el principio de que no haríamos ningún tipo de concesiones mientras continuara la huelga de hambre. El IRA pretendía plantear, con inhumana persistencia, una guerra psicológica paralela a su campaña de violencia: había que resistírsele a ambos niveles.
Como la huelga de hambre continuaba y aumentaban las posibilidades de que algunos presos murieran, nos encontrábamos bajo una enorme presión. Cuando me reuní con Haughey el lunes 1 de diciembre de 1980, víspera del Consejo Europeo de Luxemburgo, me instó a que encontrara algún modo de salir bien parada pero que permitiera a los huelguistas poner fin a su actitud, aunque dijo que el asunto de concederles estatuto político quedaba fuera de toda cuestión. Le contesté que el Gobierno no podía continuar haciendo ofertas. Ya no quedaba nada por otorgarles. Tampoco estaba tan convencida entonces, ni lo estuve después, de que los huelguistas pudieran abandonar el ayuno, aunque quisieran, contra los deseos de los líderes del IRA. No tenía ningún problema en repetir lo que ya habíamos dicho, pero no haría más concesiones bajo presión.
Exactamente una semana después volvimos a encontrarnos con ocasión de nuestra segunda cumbre anglo-irlandesa de Dublín. Aquella reunión hizo más mal que bien porque, contra mi costumbre, no me involucré lo suficiente en la redacción del comunicado y, como resultado, dejé escapar la declaración de que Haughey y yo «dedicaríamos nuestra próxima reunión en Londres a prestar una especial atención a las relaciones entre estas islas». Luego Haughey dio una conferencia de prensa que hizo que los periodistas escribieran sobre un avance en el tema constitucional. Por supuesto que no hubo nada por el estilo. Pero el daño ya estaba hecho y fue como agitar un trapo rojo ante el toro unionista.
También la Iglesia católica era un factor a tener en cuenta en las negociaciones de la huelga de hambre. Expliqué personalmente las circunstancias al Papa en una visita que hice a Roma el 24 de noviembre. Sentía tan poca simpatía hacia los terroristas como yo, tal como ya había dejado en evidencia durante su visita a la República el año anterior. Después de que el Vaticano presionara a las altas jerarquías de la iglesia católica irlandesa, ésta emitió un comunicado instando a los presos a poner fin a la huelga de hambre, aunque al mismo tiempo aconsejaba al Gobierno mostrar cierta «flexibilidad».
Continuaron las conversaciones sobre concesiones y compromisos, que se fueron haciendo cada vez más intensas a medida que aumentaba el riesgo de muerte de algunos presos. Aquello era algo imposible de predecir con exactitud. Pero entonces, el jueves 18 de diciembre uno de los presos empezó a perder el conocimiento y la huelga se desconvocó abruptamente. Después el IRA declararía que lo había hecho porque nosotros habíamos accedido a ciertas concesiones, lo cual era totalmente falso. Con aquellas declaraciones pretendían disculpar su derrota, desacreditarnos y preparar el terreno para futuras protestas cuando se comprobase que las inexistentes concesiones, evidentemente, no se materializarían.
Yo tenía la esperanza de que aquello pusiera fin a la táctica de la huelga de hambre y a todas las otras protestas carcelarias. Pero no habría de ser así. En enero de 1981 intentamos acabar con la «protesta sucia» pero, a los pocos días, los presos que habían sido trasladados a celdas limpias comenzaron a destrozarlas. Entonces en febrero nos informaron de que habría otra huelga de hambre. El líder del IRA Bobby Sands, que estaba en la cárcel de Maze, inició la huelga el 1 de marzo de 1981, a la que se unían otros durante breves períodos de tiempo. Mientras tanto suspendieron la «protesta sucia», evidentemente para concentrar la atención en la huelga de hambre.
Aquel fue el comienzo de una época muy problemática. El IRA creció desde el punto de vista político: el mismo Sands ganó in absentia el escaño de Fermanagh y South Tyrone en el Parlamento, en una elección parcial convocada tras la muerte de un diputado republicano independiente. En términos generales, el SDLP estaba perdiendo terreno a favor de los Republicanos. Aquello no sólo reflejaba la creciente polarización de la opinión de ambas comunidades que, en última instancia, era el objetivo que se había propuesto el IRA, sino que también demostraba la ineficacia general de los diputados del SDLP. Corrió el rumor, que hasta algunos de mis parlamentarios creyeron, de que el IRA se estaba planteando la posibilidad de abandonar el terrorismo y alcanzar el poder a través de las urnas. Nunca lo creí. Pero era un indicio de lo efectiva que podía ser su propaganda.
Michael Foot, por entonces líder de la oposición, vino a verme para pedir concesiones para los huelguistas. Quedé asombrada de que aquel hombre tan cabal pudiera adoptar esa línea y así se lo dije. Le recordé que las condiciones en la cárcel de Maze eran de las mejores, muy por encima del estándar general de las demás cárceles británicas abarrotadas. Ya se habían introducido muchas más mejoras de las que el año anterior había recomendado la Comisión Europea de Derechos Humanos. Le dije a Michael Foot que se había dejado manipular. Lo que los presos terroristas querían era un estatuto político, y no iban a conseguirlo.
Bobby Sands murió el martes 5 de mayo. Para mí, personalmente, la fecha tenía cierto significado, aunque no lo sabía entonces. A partir de aquel momento me convertí en el principal objetivo de los asesinos del IRA.
La muerte de Sands provocó disturbios y violencia, sobre todo en Londonderry y Belfast, y a las fuerzas de seguridad se les exigía cada vez más. Se podía admirar el coraje de Sands y de otros huelguistas que murieron de hambre, pero no sentir simpatía por su causa criminal. Hicimos todo lo que estaba en nuestras manos para persuadirles de abandonar su actitud.
Lo mismo hizo la Iglesia católica. Me di cuenta de que la Iglesia podía ejercer una presión sobre los huelguistas que yo no podía. Por eso llegué lo más lejos que pude para involucrar a alguna organización conectada con la jerarquía católica (la Comisión Irlandesa por la Justicia y por la Paz, ICJP), con la esperanza de que los huelguistas la escucharan aunque, en última instancia, nuestra recompensa resultó ser que nos denunciaran a la ICJP por volver a utilizar procedimientos que supuestamente habíamos emprendido en las conversaciones que habíamos mantenido con ellos. Aquel falso alegato fue apoyado por Garret FitzGerald que asumió el cargo de Taoiseach, en sustitución de Haughey, a principios de julio de 1981. Dirigí una carta al nuevo Taoiseach para decirle que no debiera llamarse a engaño pensando que la huelga de hambre era susceptible de tener una solución fácil y que dependía sólo de una flexibilidad por nuestra parte. Los huelguistas estaban tratando de asegurarse un régimen carcelario en el cual fueran los presos, y no los funcionarios de la cárcel, los que decidieran cómo tenían que hacerse las cosas.
También conversé con el Primado Católico de Irlanda, Cardenal O’Fiaich, en el Número 10, la tarde del jueves 2 de julio, con la remota esperanza de que utilizara su influencia de un modo inteligente. El Cardenal Fiaich no era un mal hombre, pero era un republicano romántico, cuyo nacionalismo parecía prevalecer sobre su deber cristiano de ofrecer una indiscriminada resistencia al terrorismo y al crimen. Creía que los huelguistas de hambre no actuaban por orden del IRA; yo no estaba tan segura. Me aclaró las demandas de un estatuto de categoría especial por parte de los presos, y pronto quedó clara la razón. Me dijo que toda Irlanda del Norte era una mentira del comienzo al final. Los huelguistas creían en el fondo que estaban luchando por una Irlanda unida. Me preguntó cuándo iba el Gobierno británico a admitir que su presencia era divisionista. La única solución era reunir a todo el pueblo irlandés bajo un gobierno de irlandeses, ya sea en un Estado federal o en uno unitario. Le contesté que la salida que él defendía no podía convertirse en una opción política para el Gobierno británico porque no era una solución aceptable para la mayoría de la población de Irlanda del Norte. La frontera era un hecho. Quienes creyeran en una Irlanda unida deberían saber que lo que no podía lograrse por medio de la persuasión, no podría lograrse por medio de la violencia. Hablamos con contundencia, pero resultó una reunión instructiva.
Mientras seguía luchando por poner fin a la crisis, ordené que se suspendiera la alimentación a la fuerza, por considerarla una práctica degradante y peligrosa, que yo misma no podía apoyar. Durante todo el tiempo a los huelguistas se les ofrecían tres comidas diarias, tenían constante atención médica y, por supuesto, tomaban agua. Cuando los huelguistas perdieran el conocimiento, sus familiares podrían autorizar a los médicos para que les alimentaran por sonda. Mi esperanza era que los familiares aprovecharan para poner fin a la huelga de hambre. Después de la muerte de diez presos, un grupo de familiares anunció que intervendrían para evitar las muertes de sus parientes y el IRA desconvocó la huelga el sábado 3 de octubre. Terminada la huelga, autoricé algunas concesiones sobre la ropa, la asociación y la pérdida del derecho a la reducción de pena. Pero el resultado fue una importante derrota para el IRA.
Pese a todo, el IRA se había reagrupado durante las huelgas haciendo grandes progresos entre la comunidad nacionalista. Entonces volvieron a practicar la violencia a gran escala, especialmente en Gran Bretaña. El peor incidente lo causó el IRA con una bomba en el exterior del cuartel de Chelsea el lunes 10 de octubre. Pusieron una bomba a un autocar que transportaba guardias irlandeses, matando un transeúnte e hiriendo a varios soldados. La bomba contenía clavos de seis pulgadas para tratar de causar el mayor daño y sufrimiento posibles. Me apresuré a presentarme en la escena del atentado y, con gran espanto, extraje uno de los clavos de un lateral del autocar. Decir que alguien capaz de eso es un animal sería equivocado: ningún animal haría tal cosa. Fui a visitar a los heridos a los tres hospitales de Londres a los que habían sido trasladados. Salí más decidida que nunca a que se aislara, se privara de ayuda y se venciera a los terroristas.
ANTECEDENTES DEL ACUERDO ANGLO-IRLANDÉS, 1983-1985
La mañana del lunes 7 de noviembre de 1983, recibí a Garret FitzGerald en Chequers para nuestra segunda cumbre bilateral. Resultó ser una charla moderadamente útil, aunque el irlandés siempre tenía cierta dificultad para comprender que no podía tomarse como punto de partida una soberanía compartida. En cuanto se fue el equipo irlandés mantuve otra reunión con funcionarios y oficiales. Sentía que había llegado el momento de presentar nuestras propuestas y le pedí a Robert Armstrong que esbozara un plan inicial para establecer las opciones. Puse especial énfasis en la necesidad de que todo se mantuviera en secreto; cualquier filtración echaría por tierra la perspectiva de una nueva iniciativa. Esta reunión fue el origen por nuestra parte del posterior acuerdo anglo-irlandés.
Después del cruento asesinato cometido el domingo 20 de noviembre contra los feligreses en el Pentecostal Gospel Hall, en Darkley, Condado de Armagh, por el Ejército de Liberación Nacional Irlandés (INLA), la necesidad de la colaboración irlandesa en el tema de seguridad se hizo de nuevo evidente. A pesar de toda las buenas palabras sobre la necesidad de derrotar al terrorismo que llevaba escuchando del Taoiseach, el ministro irlandés de Justicia se negó a entrevistarse con Jim Prior, para revisar la cooperación en el tema de seguridad, y el comisario del Garda (policía irlandesa) también rehusó reunirse con el jefe de policía de la RUC.
Entonces el IRA volvió a golpear en Gran Bretaña. El sábado 17 de diciembre salí de Chequers para ir a un concierto de villancicos en el Royal Festival Hall. Mientras estaba allí recibí la noticia de que había explotado un coche bomba justo frente a Harrods. Salí en cuanto me fue posible para ir a la escena del atentado. Cuando llegué, la mayor parte de los muertos y heridos habían sido evacuados pero nunca olvidaré el aspecto del cuerpo carbonizado de una adolescente que yacía junto a uno de los escaparates de la tienda, donde la había alcanzado la onda expansiva. Incluso para lo que eran los procedimientos habituales del IRA aquel era un atentado particularmente cruel. Murieron cinco personas entre las que se incluían dos oficiales de policía. El hecho de que uno de los muertos fuera norteamericano debió hacer ver a los simpatizantes estadounidenses del IRA la verdadera naturaleza del terrorismo irlandés.
La bomba de Harrods estaba destinada a intimidar, no sólo al Gobierno sino al pueblo británico en general. El IRA eligió la tienda en ese entonces más prestigiosa del país, en un momento en que las calles de Londres estaban llenas de gente alegre que hacía sus compras de Navidad. Instintivamente se sentía —como reacción al ultraje— que todos teníamos que continuar con nuestros asuntos. Denis estaba entre quienes fueron a hacer compras a Harrods el lunes siguiente, especialmente por esa razón.
Dos días después de aquella bomba me enteré de que el Gabinete irlandés se iba a reunir al día siguiente para estudiar la proscripción del Sin Fein al sur de la frontera. De inmediato convoqué un Consejo de Ministros para considerar nuestra respuesta. Evidentemente, si los irlandeses lo proscribían, tendríamos que tomar una decisión similar. Pero llegamos a la conclusión de que la proscripción no afectaría directamente a la lucha contra el terrorismo irlandés en Gran Bretaña, y probablemente causaría desórdenes y violencia en Irlanda del Norte. Más adelante, el Gabinete irlandés decidió no llevarla a cabo.
A finales de año parecía razonable prever que habría negociaciones, pero la prueba más dura para mí sería el tema de la seguridad. No se trataba de que el marco general de la seguridad fuera desastroso en su totalidad. El Gobierno irlandés destinó importantes recursos para la seguridad; una cantidad per capita más elevada que el Reino Unido. También había una buena cooperación entre Dublín y Londres. La verdadera dificultad estaba en la cooperación interfronteriza entre el Garda y la RUC. Pese a nuestros esfuerzos por ayudar, el entrenamiento y uso de la información por parte del Garda dejaban mucho que desear. Aquellas carencias se agravaron debido a la desconfianza entre el personal del Garda y de la RUC. Queríamos encontrar una solución a aquellos problemas, algunos de los cuales requerían que los irlandeses desplegaran más recursos en la frontera y otros se remitían a la voluntad política. La mayor esperanza respecto a todo el asunto parecía residir en un acuerdo anglo-irlandés que hiciera conocer públicamente el interés de la República en los asuntos del Norte pese a que las decisiones finales no estuvieran en sus manos sino en las nuestras. Aquello era lo que entonces me proponía lograr.
EL ACUERDO ANGLO-IRLANDÉS Y SUS CONSECUENCIAS: 1985-1987
A las dos de la tarde del viernes 15 de noviembre Garret FitzGerald y yo firmamos el acuerdo anglo-irlandés en Hillsborough Castle, en Irlanda del Norte.
El acuerdo en sí estaría sujeto a revisión al cabo de tres años, o antes, si alguno de los Gobiernos así lo pedía. El Taoiseach dijo también que el Gobierno tenía la intención de adherirse lo antes posible al ECST.
El tema principal era ahora si el resultado del acuerdo sería un aumento en la seguridad. La fuerte oposición de los unionistas podía ser el peor obstáculo. Por contraste, la reacción internacional, especialmente la americana, resultó muy favorable. Sin embargo esperábamos una más cooperadora por parte del Gobierno irlandés, las fuerzas de seguridad y los tribunales. Si lo lográbamos, el acuerdo sería un éxito. Había que esperar y ver qué pasaba.
Uno de los que no estaba dispuesto a esperar era Ian Gow. Durante un tiempo traté de convencerle de que no lo hiciera, pero finalmente dimitió como ministro de Hacienda. Aquello me afectó personalmente aunque me alegra poder decir que la amistad entre nosotros y nuestras familias no se vio afectada. Ian fue uno de los escasos componentes de mi Gobierno que renunció por cuestión de principios. Le respeto en la misma medida en la que estoy en desacuerdo con él.
Pero, hacia finales del año, comencé a estar muy preocupada por la reacción de los unionistas. Era peor de lo que todos me habían dicho. De nuestros legítimos líderes políticos, Ian Paisley estaba en la vanguardia de la campaña masiva contra el acuerdo. Pero aún más me preocupaba el hecho de que, tras él y otros líderes, se alzaran figuras más siniestras que incluso podían cruzar fácilmente la línea divisoria entre la desobediencia civil y la violencia. Como le dije al doctor FitzGerald cuando lo vi la mañana del martes 3 de diciembre en Luxemburgo, en aquel momento era vital que se evidenciaran resultados prácticos inmediatos, sobre todo en lo que concernía a la cooperación en materia de seguridad, a la adhesión irlandesa al ECST y a la actitud cooperadora del SDLP a la devolución. Pero, tanto entonces como más tarde, me parecía que no podía dejar de ver la importancia de lograr el apoyo o al menos la aquiescencia de la mayoría unionista.
Poco antes del acuerdo, Tom King había asumido el cargo de ministro para Irlanda del Norte. En un principio Tom se mostraba bastante escéptico en cuanto al valor del acuerdo, incluso a las pocas semanas de ocupar el puesto me había enviado un memorando argumentando que el equilibrio del acuerdo, tal como estaba esbozado, se inclinaba marcadamente a favor de Irlanda, aunque después se mostró más entusiasta. Ambos compartíamos la opinión de que la prioridad política era lograr el apoyo de, al menos, algunos de los líderes unionistas y de aquel amplio sector de opinión unionista que yo creía que probablemente sería más comprensivo respecto a lo que estábamos tratando de conseguir. Estaba convencida que la gente que se me acercó en el transcurso de mi visita a Irlanda del Norte no podía albergar dudas respecto a mi dedicación a su seguridad y libertad. En realidad confirmé aquello cuando, el 5 de febrero de 1986, invité a almorzar al Número 10 a los representantes no políticos de la mayoría de la comunidad, pertenecientes al campo profesional y de los negocios. Sus opiniones respecto al empleo, la vivienda y la educación (es decir, el tipo de temas en los que se centra la política de Gran Bretaña), eran compartidas por mucha gente de Irlanda del Norte. También confirmé mi sospecha de que el problema de la política de Irlanda del Norte era que ya no resultaba atractiva para la gente importante.
En todo caso, la posición del Gobierno de Garret FitzGerald se estaba debilitando. Pese a nuestras delegaciones había vuelto a insistir ante la Convención Europea para que interviniera respecto a la Supresión del Terrorismo a través del Dáil (Cámara Baja del Parlamento de la República de Irlanda). Su Gobierno se encontraba entonces en minoría y nos dijo que les estaban presionando para que se nos exigiera un caso prima facie antes de que se garantizara la extradición al Reino Unido. Aquello habría empeorado bastante la situación de cualquier extradición reiterándose antiguas dificultades que la reciente ley irlandesa había superado. El doctor FitzGerald nos dijo que se estaba esforzando en resistir las presiones, aunque pronto vimos que lo que quería era un quid pro quo. Quería que creáramos tres Cortes de Justicia para los casos de terrorismo en Irlanda del Norte. Después de una reunión con el Taoiseach en Dublín, Tom King redactó un proyecto respaldando la idea; respaldo al que se sumaron Geoffrey Howe y Douglas Hurd. Pero los abogados se sintieron ofendidos y yo les entendía perfectamente. No creía que fuera un caso para tres Cortes de Justicia, ni veía razón alguna por la que tuviéramos que hacer concesiones para lograr que el Gobierno irlandés pudiera lograr su cometido. La propuesta fue rechazada en una reunión ministerial, a comienzos de octubre de 1986.
Finalmente el doctor FitzGerald logró que se aprobara su legislación, pero con la salvedad de que no se haría efectiva a menos que fuera confirmada por el Dáil un año después, cosa que sólo logró posponer los problemas. Poco después, en febrero de 1987, su Gobierno de coalición se derrumbó y la elección subsiguiente volvió a poner a Charles Haughey en el despacho del Taoiseach. Aquello era el anuncio de más dificultades. Haughey y su Partido se habían opuesto al acuerdo, aunque su posición formal era ahora la de estar dispuestos a cumplir con su trabajo. De todas formas yo sabía que no se sentía comprometido con aquello y sospeché que estaría dispuesto a hacer que respaldaba la opinión Republicana en el Sur más que su predecesor.
También se había deteriorado la posición de la seguridad en la provincia. Recibí un informe de George Younger sobre la fuerza del IRA al norte y sur de la frontera, que me convenció de la necesidad de dar un nuevo paso contra ellos. Había un aumento de la violencia, particularmente en contra de los miembros de las fuerzas de seguridad, y la cooperación a uno y otro lado de la frontera aún no era efectiva. El nivel de abastecimiento de armas que estaba recibiendo el IRA, sobre el que estábamos bastante bien informados, quedó confirmado en octubre gracias a la intercepción, por parte de funcionarios franceses, del Eksund, que transportaba un cargamento de armas libias.
ATAQUES DEL IRA Y MEDIDAS EXTRAORDINARIAS DE SEGURIDAD, 1987-1990
Me encontraba en el Cenotafio, en la recepción posterior a la misa celebrada en conmemoración del Armisticio de 1918 (Remembrance Sunday), cuando me comunicaron que había explotado una bomba en Ennis, en el condado de Fermanagh. Había sido colocada a unos metros del monumento a los Caídos de la ciudad, en una vieja escuela, parte de la cual se derrumbó sobre la muchedumbre congregada para el acto. Once personas habían resultado muertas y más de sesenta heridas. No se había dado aviso ninguno.
Al día siguiente (lunes 9 de noviembre), me reuní con la delegación compuesta por Jim Molyneaux, Ken Maginnis, el diputado local, y ciudadanos de Enniskillen. Querían que extremara las medidas de seguridad mediante la anulación del 50 por ciento de remisión de la pena vigente para los presos terroristas ya sentenciados[39], la proscripción del Sinn Fein, un mayor control de las fronteras, la anulación del llamado derecho al silencio (la cláusula mediante la cual el negarse a responder preguntas no puede esgrimirse en los Tribunales como evidencia de culpa) y mediante la legalización de la detención preventiva[40]. Yo también creía que había que volver a revisar las cláusulas de seguridad; de hecho ya había comenzado con una. Vería cuál, si la hubiera, seguía siendo practicable.
Al menos sentí que podría hacer algún gesto personal que sabía que apreciarían. El domingo 22 de noviembre volé a Irlanda del Norte para asistir a los funerales en la catedral de St. Martin, en Enniskillen. Era un día frío y húmedo. Después del servicio conversé brevemente con los deudos, incluyendo al señor Gordon Wilson cuya hija Marie murió a su lado durante la explosión y quien públicamente perdonó a los asesinos en términos que, tal vez, hayan inspirado cierta vergüenza en quienes lo escucharon.
A partir de entonces las exigencias de medidas prácticas de seguridad, revisadas después de cada nueva tragedia, prevalecieron cada vez más en mi política sobre Irlanda del Norte y sobre la República. Poco a poco fui comprendiendo con mayor claridad que aún estaban muy lejanas aquellas grandes ventajas a las que yo aspiraba, como el amplio apoyo a la lucha contra el terrorismo por parte de la minoría nacionalista de Irlanda del Norte o del Gobierno irlandés y su gente. Sólo se notó una mayor fluidez en las negociaciones a nivel internacional como resultado del acuerdo. Muy a mi pesar, había llegado a la conclusión de que el terrorismo sólo podría combatirse con actividades antiterroristas cada vez más efectivas. Y que tendríamos que arreglárnoslas solos para combatir el terror, mientras los irlandeses condescendían con gestos políticos.
Sin embargo mantuve la presión sobre los irlandeses para lograr arreglos efectivos en cuanto a la extradición de terroristas sospechosos de ofensas cometidas dentro del Reino Unido. Como era de esperar, el Gobierno Haughey se mostraba reacio a confirmar el Acta de Extradición aprobada por el doctor FitzGerald a finales de su Administración sin obtener alguna compensación a cambio. Volvimos a escuchar la tradicional solicitud de tres Cortes de Justicia, seguida de una nueva demanda a nuestro fiscal general, para que enviara a su homónimo irlandés una notificación que confirmara su intención de llevar a cabo una acción judicial fundada en suficientes evidencias, notificación que sería sometida al escrutinio de los tribunales irlandeses. Aquel esquema era imposible y lo rechazamos. El resultado fue una nueva legislación irlandesa que, de momento, frenó toda posibilidad de extradición.
Entre tanto, nuestra propia revisión de la seguridad llegó a una serie de conclusiones como, por ejemplo, el despliegue del Ejército para reforzar las operaciones antiterroristas y patrullar las zonas cercanas a la frontera. Por cortesía escribí al señor Haughey, en enero de 1988, para informarle de lo que estábamos haciendo. Pero pronto quedó claro que hacía falta una revisión mucho más profunda de la seguridad, para la cual podíamos esperar muy poca ayuda de la actitud de los irlandeses.
El domingo 6 de marzo tres terroristas irlandeses fueron abatidos a tiros en Gibraltar por nuestras fuerzas de seguridad. No existía la menor duda sobre la identidad de los terroristas ni sobre sus intenciones. Contrariamente a lo que se dijo en informes posteriores, las autoridades españolas nos brindaron una enorme cooperación. El funeral de los terroristas se llevó a cabo en el cementerio de Milltown, en Belfast. Por los centenares de personas que presenciaron la ceremonia podía pensarse que los muertos eran héroes y no terroristas. Entonces se aceleró la espiral de violencia. Un pistolero atacó a los que asistían al funeral, tres personas resultaron muertas y 68 heridas. Fue el funeral que se celebraría por dos de aquellos últimos muertos lo que me quedaría grabado en la mente como el acontecimiento más horrible ocurrido en Irlanda del Norte durante mi Gobierno.
Nadie que haya visto la película del linchamiento de dos jóvenes soldados, atrapados por un tropel de republicanos enloquecidos que los sacaron del coche donde iban, los desnudaron y los asesinaron, creerá que la razón o la buena voluntad pueda sustituir nunca a la fuerza en la lucha contra el terrorismo. Fui a acompañar a los familiares de nuestros soldados asesinados cuando llevaron los cadáveres de regreso a Northolt; nunca olvidaré la observación de Gerry Adams, el líder del Sinn Fein, que dijo que me encontraría con muchos más cadáveres como aquellos. Apenas sí podía creerlo cuando me enteré de que, en un principio, la BBC se había negado a proporcionarle aquella filmación a la RUC, que tan útil hubiera resultado para llevar ante la justicia a quienes perpetraron ese crimen. Finalmente la BBC accedió a hacerlo. Pero yo sabía que nuestra tarea más importante era hacer uso de todos los medios posibles para derrotar al IRA. El mismo día que nos enteramos de lo que había sucedido, le dije a Tom King que había que presentar un proyecto de ley estableciendo todas las opciones. Estaba determinada a que no quedara nada descartado.
Durante la tarde del martes 22 de marzo mantuve una primera reunión al respecto. La política de los funerales ya estaba bajo revisión. Dije que las fuerzas de seguridad debían dar todos los pasos necesarios, incluyendo investigaciones exhaustivas en las áreas nacionalistas, para apresar a los responsables del asesinato de los soldados del Ejército británico. Teníamos que investigar las medidas para mejorar las probabilidades de seguridad en las Cortes de Irlanda del Norte, tales como las usadas por el DNA con huellas dactilares, terminar con el «derecho al silencio» e imponer medidas para calibrar la dimensión de los grupos financieros que practican o apoyan la violencia. Teníamos que fortalecer la cooperación de seguridad a ambos lados de la frontera, aumentando, a su vez, la seguridad en la frontera misma. Teníamos que examinar las instrucciones respecto a las circunstancias en las que las fuerzas de seguridad están autorizadas a recurrir a las armas (la «tarjeta amarilla») para ver si no eran demasiado restrictivas. Además, insistí en que ahora habría que considerar establecer medidas que llegaran más lejos. Tal vez incluso habría que prohibir el Sinn Fein. Tendríamos que considerar la posibilidad de la prisión selectiva, que sería bastante más eficaz si la imponíamos simultáneamente en la República. Me pregunté si, imponer tarjetas de identidad en Irlanda del Norte, podría facilitarnos el controlar más fácilmente el desplazamiento de los sospechosos. ¿Habría que aumentar el número de soldados en Irlanda del Norte? ¿Habría que cambiar la actual doctrina de «primacía policial» y darle al ejército el control en temas de seguridad? ¿Cabía hacer algo más para privar a los terroristas del «oxígeno de la publicidad»?(Esta última frase fue tomada con permiso, pero sin atribuírsela al jefe Rabbi). De hecho, tanto en uno como en otro terreno, muchas de estas posibilidades hubieran sonado a desastre en pleno vuelo. Pero yo sentía que, por la deuda que tenía con aquellos dos soldados y sus familias, debía hacer todo lo posible para asegurarme de que nada que sirviera para salvar la vida de otros jóvenes hubiera sido dejado de lado.
Esta revisión de largo alcance de las medidas de seguridad continuó durante la primavera. El señor Haughey se sumó al problema de restaurar la confianza y la estabilidad en Irlanda del Norte en un asombroso discurso pronunciado en Estados Unidos en abril. En este discurso enumeraba todas sus objeciones a la política británica, presentando en confuso montón la decisión del fiscal general de no emprender procedimientos judiciales como consecuencia del Informe Stalker-Sampson para la RUC[41], el rechazo por parte de los tribunales de la apelación en el caso llamado de los Seis de Birmingham[42] (como si incumbiera al Gobierno británico indicar a los tribunales de la nación el modo en que tienen que administrar justicia), la muerte de los terroristas en Gibraltar y otros temas. No hubo mención al IRA en su discurso sobre la violencia ni se dio por enterado de la necesidad de cooperación entre ambos lados de la frontera ni de la aceptación del acuerdo anglo-irlandés. Fue un miserable caso de actuación para la galería irlandesa de Estados Unidos.
El viernes 27 de abril escribí a Haughey una carta de protesta en los términos más vigorosos posibles. Le dije que se responsabilizara no sólo de lo que había dicho, sino también por lo que no dijo sobre la cooperación policial a ambos lados de la frontera. Pese a un mal juzgado discurso de Geoffrey Howe en el que dijo que «no desestimaba el daño experimentado por los irlandeses durante los últimos meses», dejé claro que no había posibilidad alguna de relaciones normales con Dublín hasta que recibiera respuesta a mi carta, respuesta que no llegaría hasta el miércoles 15 de junio. Cuando llegó era corta y evasiva. Pero me di cuenta de que la severidad de mi carta había servido para algo cuando recibí una respuesta de Haughey, previa a mi encuentro con él en la reunión del Consejo Europeo de Hannover, el martes 28 de junio. En ésta reafirmaba en los términos más fuertes su oposición al terrorismo, reiteraba su respeto del acuerdo anglo-irlandés y garantizaba su apoyo personal a las medidas de cooperación en materia de seguridad. Pero aquellas declaraciones también pusieron en evidencia contra qué estábamos luchando; porque dejó bien claro que todo su enfoque estaba basado en el objetivo de una Irlanda unida y que veía el acuerdo anglo-irlandés como una etapa para lograrlo. Lo que nos resultaba de todo punto inaceptable.
En la siguiente reunión del Consejo Europeo, en Hannover, planteé el tema de la cooperación de seguridad, que me resultaba mucho más importante que cualquier diferencia personal. Dije que, si bien Haughey había afirmado tener dificultades sobre el tema con la opinión pública irlandesa, a mi vez yo tenía dificultad con las bombas, las armas, los explosivos, la gente asesinada a golpes y los linchamientos. Tuve que ver a más jóvenes de las fuerzas de seguridad asesinados. Sabíamos que los terroristas seguían cruzando la frontera a la República para planificar operaciones y reponer armas. No recibimos informes satisfactorios de Inteligencia sobre sus movimientos. En cuanto cruzaban la frontera se perdían. Incluso recibíamos mejor cooperación de inteligencia de casi todos los demás países europeos que de la República. Si era un problema de recursos, estábamos dispuestos a ofrecer equipos y entrenamiento. Y si la dificultad era política, había otros países que podían ofrecer ese tipo de ayuda. No había lugar para improvisaciones.
El señor Haughey defendió el informe sobre las fuerzas de seguridad del Gobierno Irlandés. Pero yo no estaba convencida. Le pregunté al señor Haughey si se daba cuenta de que la mayor concentración de terroristas en el mundo, salvo en el Líbano, se encontraba en Irlanda. La frontera estaba virtualmente abierta en cuanto a terroristas se refiere. Acepté que los recursos de la República eran limitados, pero no me parecía que los usaran con la mejor efectividad. Dije que los resultados del acuerdo anglo-irlandés habían sido hasta entonces desalentadores. Tampoco estaba menos desilusionada por la actitud del SDLP. En cuanto a la sugerencia de que reinaría la luz y la paz si Irlanda estuviera unida, como sugería un reciente mensaje de Haughey, la realidad era que se iba a producir la peor guerra civil nunca vista. En cualquier caso, la mayoría de los nacionalistas del Norte preferirían seguir viviendo allí porque estaban más adaptados que a la República. Por algo seguía habiendo un importante flujo migratorio de la República Irlandesa al Reino Unido, donde constituían una grave carga para el sistema de bienestar social.
Fue sorprendente que ninguno de nosotros abandonara la reunión con rencor o mala voluntad, pese a que las expresiones que ambos usamos eran bastante agresivas. Haughey conocía perfectamente lo que yo pensaba. A su vez él, finalmente, había tomado en serio al menos algunas de las cosas que dije sobre la insuficiencia de la cooperación irlandesa en materia de seguridad. Por mi parte, sentí que le comprendía mejor que antes y, tal vez, mejor de lo que había comprendido a Garret FitzGerald.
A partir de agosto hubo una escalada de la violencia del IRA. Comenzó con una bomba en el Centro de Comunicaciones del Ejército, en Mili Hill, en el norte de Londres. Un soldado fue asesinado. Fue la primera bomba en Gran Bretaña desde 1984. Yo estaba en Alice Springs, de visita oficial en Australia, cuando me enteré de la noticia. Los simpatizantes republicanos irlandeses hicieron lo posible, en las calles y en los medios de comunicación, por entorpecer mi gira. Hubo algunos momentos especialmente tensos en Melbourne cuando una muchedumbre de oponentes y de simpatizantes fueron encerrados por la policía australiana, que carecía de experiencia para hacer frente a aquellas situaciones, en una galería comercial abarrotada de público. Pero aproveché todas las oportunidades que se me presentaron para expresar mi desprecio por el IRA. Durante una entrevista para la televisión, dije que «debían ser borrados del mundo civilizado».
Los atentados continuaron. Estaba de vacaciones en Cornwall cuando me despertaron muy temprano el sábado 20 de agosto para decirme que había habido un atentado en Ballygawley, en el condado de Tyrone, contra un autobús que llevaba soldados británicos que volvían de Belfast después de un permiso de quince días. Siete resultaron muertos y veintiocho heridos. Regresé inmediatamente a Londres y llegué en helicóptero al cuartel de Wellington a las nueve y veinte. Archie Hamilton (mi antiguo secretario privado y por entonces ministro de las Fuerzas Armadas) llegó directamente al Número 10 para informarme. Me dijo que el autobús no iba por su ruta regular en el momento de la explosión, sino por un camino paralelo que quedaba a unos cuatro kilómetros de distancia. Habían colocado una bomba de gran potencia, accionada a distancia, que hicieron explotar al pasar el autobús. Le pregunté si consideraba que aquella era una manera segura de desplazar a nuestras tropas por la provincia. Pero acepté que probablemente no existiera ninguna «manera segura».
El diputado Ken Maginnis, cuyo distrito electoral volvía a ser la escena de otra tragedia, vino a verme durante el almuerzo, acompañado del granjero que había sido el primero en llegar al lugar del atentado, y del cirujano del hospital local responsable de la operación de varios heridos. Después, esa misma tarde, mantuve una prolongada reunión con Tom King, Archie y los jefes de las fuerzas de seguridad de la provincia.
Aunque el autobús viajaba por una ruta prohibida, aquello no parece que influyera en el asunto. Desde 1986 el IRA había logrado acceso al material explosivo de Semtex, producido en Checoslovaquia y abastecido probablemente a través de Libia. Aquella sustancia era extremadamente potente, liviana y de manipulación relativamente segura, lo cual otorgaba a los terroristas una ventaja técnica. Aquel explosivo podía colocarse con gran rapidez, por lo que el atentado podía haberse llevado a cabo en cualquiera de las dos rutas. También estaba claro que el IRA había planificado todo aquello con cierta antelación. La RUC informó que los terroristas estaban bien preparados y que habían logrado introducir una gran cantidad de armas y explosivos desde el Sur. A continuación discutimos la coordinación de los servicios de inteligencia, la cooperación con la República en el tema de la seguridad, la necesidad de lograr el control de los fertilizantes (que podían ser usados como base en la fabricación de bombas), la postura respecto a las sentencias, la reducción de penas y otros temas. Les pedí más informes por escrito sobre aquellos asuntos y un estricto seguimiento de todos los temas de seguridad que yo ya había planteado cuando el asesinato de nuestros soldados a principios de año en Belfast.
Después repasamos todas las posibilidades una por una. Algunas medidas, como la proscripción del Sinn Fein, retirar la ciudadanía británica a los indeseables que tuvieran la doble ciudadanía (irlandesa y británica)[43] o la introducción de sentencias mínimas para los delitos terroristas, parecían menos prometedoras cuanto más las discutíamos. Pero otras (como la de eliminar la reducción del 50 por ciento de la pena para todos los presos de Irlanda del Norte, asegurar que los convictos de algunos delitos terroristas cumplieran consecutivamente en una nueva sentencia la parte no expirada de una sentencia antes remitida, elaborar medidas para controlar las finanzas de los terroristas, o mejorar la coordinación entre servicios de inteligencia) requerían mucho más trabajo.
Continué estudiando las posibilidades junto con los ministros durante una segunda reunión la tarde del martes 29 de septiembre. Durante aquella reunión, me concentré especialmente en el papel del Ejército. Era importante disminuir el número de efectivos destacados en Irlanda del Norte para que pudieran concentrar sus esfuerzos allí donde fueran más necesarios.
Una medida que anunciamos públicamente en octubre fue la prohibición de emitir los comunicados del Sinn Fein y otras fracciones de apoyo al terrorismo de Irlanda del Norte. Aquello provocó una inmediata reacción contra la censura; pero no me cabe ninguna duda de que no sólo tenía una buena razón para hacerlo, sino de que funcionó, y existen razones para creer que los terroristas piensan lo mismo. También se impusieron medidas para suspender la reducción de penas en Irlanda del Norte y la modificación del «derecho al silencio» en los tribunales irlandeses, igual que las tendentes a controlar las finanzas de los terroristas.
Cada vez más elementos de la lucha por la pacificación y el orden de Irlanda del Norte recaían en nuestros propios esfuerzos. Debido al profesionalismo y experiencia de nuestras fuerzas de seguridad, aquellos recursos eran adecuados para contener al IRA, aunque todavía no para derrotarlo. Siguieron ocurriendo terribles tragedias. Pero los terroristas no lograron que ni siquiera una mínima parte de la Provincia resultara ingobernable, ni tampoco lograron minar la confianza que la mayoría de la comunidad del Ulster tenía en sí misma, ni la voluntad por parte del Gobierno de mantener la unión.
Subsistía el hecho de que la contribución que aportaba a la actual situación el acuerdo anglo-irlandés era bastante limitada. Los unionistas seguían oponiéndose al acuerdo aunque con menos agresividad a medida que iba quedando claro que sus peores temores se habían demostrado infundados. Nunca mereció la pena retirar el acuerdo completo porque hubiera creado problemas, no sólo con la República sino, lo que era más importante, con la opinión internacional.
Aún así, sus resultados eran muy desalentadores. El caso Patrick Ryan fue una prueba de lo poco que podíamos esperar de los irlandeses. Ryan, un sacerdote católico que no ejercía como tal, era bien conocido en los círculos del servicio de seguridad por sus actividades terroristas. Durante algún tiempo había desempeñado un importante papel en la vinculación del IRA provisional con Libia. Los cargos contra Ryan eran de suma importancia, e incluían asociación con fines criminales y atentados con explosivos. En junio de 1988 habíamos pedido a los belgas que lo mantuvieran bajo vigilancia. Ellos, a su vez, nos presionaron para que tramitáramos la extradición. Así que trabajamos en estrecha cooperación con las autoridades belgas. El tribunal belga encargado de considerar nuestra petición de extradición, emitió un dictamen, que supimos que nos era favorable (cosa que el Gobierno belga jamás ha negado), para el ministro de Justicia. Este último elevó la resolución al Gabinete belga. El Gabinete decidió ignorar la opinión del tribunal y poner a Ryan en un avión rumbo a Irlanda, sin advertírnoslo de antemano. Presumiblemente esta decisión política fue provocada por temor a una represalia terrorista si los belgas llegaban a cooperar con nosotros.
Entonces quisimos extraditar a Ryan de la República, pero nos lo negaron, inicialmente debido a lo que parecía ser un mero inconveniente técnico, aunque más tarde el fiscal general de Irlanda expresó que Ryan nunca tendría un juicio justo ante un jurado británico. Envié una enérgica protesta a Haughey. Yo ya había discutido el tema personalmente con él y con el primer ministro belga, señor Martens, en el Consejo Europeo, celebrado en Rodas el viernes 2 y el sábado 3 de diciembre de 1988. Les dije a ambos lo defraudada que estaba. Me sentía especialmente enfadada con Martens. Le recordé como contrastaba la actitud de su Gobierno con la cooperación que nosotros habíamos brindado a Bélgica en relación con aquellos ciudadanos británicos acusados por los disturbios en el estadio de fútbol de Heysel. Las explicaciones de Martens ni me convencían ni me conmovían. Su Gobierno había tomado una decisión en clara contradicción con el dictamen legal y desafiándolo. Tal como le advertí que haría, expuse mis puntos de vista a la prensa en términos muy similares.
Y según quedó claro más tarde, en la guerra del Golfo, haría falta mucho más que aquello para hacer reaccionar al Gobierno belga dirigido por el mismo señor Martens. Y Patrick Ryan sigue suelto.
En la reorganización del Gabinete de julio de 1989 trasladé a Peter Brooke al puesto de ministro para Irlanda del Norte. Las conexiones de su familia con la Provincia y su profundo interés en los asuntos del Ulster, le convertían en el candidato ideal. Su inquebrantable buen humor también lo calificaba mejor que a ningún otro para llevar a cabo conversaciones con los partidos de Irlanda del Norte. Poco después de su designación, le autoricé a hacerlo y aquellas conversaciones continuaban en la época en que dejé mi cargo.
Mientras tanto, seguía la lucha por mantener la seguridad. Y también continuaba la campaña asesina del IRA. El viernes 22 de septiembre diez músicos de una orquesta resultaron muertos en un atentado en la Royal Marines School of Music, en Deal. El verano siguiente se reanudaron los atentados del IRA en Gran Bretaña. En junio de 1990 explotaron varias bombas frente a la antigua casa de Alistair McAlpine y después en el Club Carlton del Partido Conservador. Pero fue al mes siguiente cuando volví a sentir aquel profundo dolor personal que había sentido cuando asesinaron a Airey y cuando me enteré, aquel viernes de 1984 en Brighton, de las pérdidas humanas causadas por la explosión de la bomba en el Grand Hotel.
Ian Glow se convirtió en un objetivo del IRA porque sabían que era un enemigo inflexible. Aunque no tuviera un despacho propio en el Gobierno, Ian representaba un peligro para ellos debido a su total dedicación a la unión. No hay terrorismo que pueda triunfar mientras queden unos pocos hombres y mujeres de integridad y coraje que se atrevan a llamar al terrorismo, asesinato y al compromiso con el terrorismo, traición. Y, desgraciadamente, Ian no era de los que se tomaba en serio las precauciones para su propia seguridad. Y así una bomba del IRA le mató aquella mañana del lunes 30 de julio, cuando fue a poner en marcha su coche a la puerta de su casa. Cuando me enteré de lo ocurrido, no pude evitar pensar que mi hija Carol había viajado con Ian en su coche el fin de semana anterior para sacar a dar una vuelta al perro de los Gow; también a ella le pudo haber pasado. A primera hora de la tarde fui hasta Eastbourne para ver a Jane Gow y estuvimos hablando durante una o dos horas. Más tarde, aquel mismo día, asistí al funeral en la Iglesia anglo-católica a la que siempre asistían Ian y Jane, y me emocionó verla llena de gente que venía de su trabajo al terminar el día para llorar la pérdida de Ian. Siempre que Jane venía a verme a Chequers solía tocar el piano, es una excelente pianista. Una vez me dijo, hablando sobre la pérdida de Ian, «la gente dice que uno lo supera, pero no es cierto». Y eso debe ser siempre válido respecto a alguien a quien se ama, cualquiera que sea la forma en que ha muerto. Pero, por alguna razón, la pérdida de un amigo o miembro de la familia en un acto de violencia deja una herida aún más honda.
El IRA no cederá en su campaña a menos que se convenza de la imposibilidad de forzar a la mayoría de los habitantes de Irlanda del Norte contra su voluntad de seguir siendo una República. Por eso es por lo que nuestra política nunca tiene que dar la impresión de que estamos tratando de dirigir a los unionistas hacia una Irlanda unida contra su voluntad o sin su conocimiento. Además, no basta con condenar actos individuales de terrorismo y después negarse a apoyar medidas necesarias para combatirlo. Esto es aplicable tanto a los norteamericanos de origen irlandés que proveen de dinero a Noraid para matar ciudadanos británicos, como a los políticos irlandeses que se resisten a cooperar en el aumento de la seguridad en la frontera y al Partido Laborista que, durante años, ha rehusado dar su apoyo al Acta de Prevención del Terrorismo que ha salvado innumerables vidas.
Ian Gow y yo hemos tenido nuestras desavenencias, sobre todo en relación con el acuerdo anglo-irlandés. Pero creo, al igual que Ian, que ningún precio es demasiado alto a la hora de defender el derecho de aquellos que han sido leales al Reino Unido y que quieren seguir siendo sus ciudadanos y gozar de su protección.
Al tratar con Irlanda del Norte, todos los gobiernos han evitado cuidadosamente una política que pudiera enajenar al Gobierno Irlandés y a la opinión nacionalista irlandesa de Ulster, con la esperanza de lograr su apoyo contra el IRA. El acuerdo anglo-irlandés se mantuvo dentro de esos parámetros tradicionales. Pero he descubierto que los resultados de ese enfoque son desalentadores. Nuestras concesiones nos alejaron de los unionistas sin que obtuviéramos a cambio lo que teníamos derecho a esperar en relación con la cooperación en el tema de seguridad. Teniendo en cuenta aquella experiencia, no hay duda de que ha llegado el momento de considerar un enfoque alternativo.