La insurrección del señor Scargill
Antecedentes y desarrollo de la huelga minera de 1984-1985
PRELUDIO
El resultado de las elecciones generales de 1983 constituyó la derrota más devastadora jamás infligida al socialismo democrático en Gran Bretaña. Tras ser derrotado en base a un programa que constituía la enunciación más clara de los objetivos socialistas que jamás se haya hecho en este país, la izquierda nunca podría atribuirse con credibilidad el apoyo popular a su programa, que incluía nacionalizaciones en masa, un gigantesco incremento del gasto público, mayor poder para los sindicatos y un desarme nuclear unilateral. Sin embargo, también existía el socialismo no democrático, y era necesario derrotarlo. Yo nunca había albergado la más mínima duda sobre los objetivos reales de la izquierda radical: estaba formada por revolucionarios que pretendían imponer un sistema marxista en Gran Bretaña por cualquier medio y a cualquier precio. Muchos no hacían esfuerzo alguno por ocultar sus fines. Para ellos las instituciones democráticas no eran más que molestos obstáculos en la larga marcha hacia la utopía marxista. En el transcurso de la campaña electoral habían tenido las manos atadas por la necesidad de atraer a los votantes moderados, pero tras la derrota quedaron libres de toda limitación y ansiaban librar la batalla en sus propios términos.
El poder del ala dura de la izquierda estaba atrincherado en tres reductos: el partido laborista, los gobiernos locales y los sindicatos. Fue desde estas posiciones desde donde lanzaron su ataque contra nuestro nuevo mandato. Como era predecible, quien aportó las fuerzas de choque de la izquierda fue la NUM, Nation Union of Mineworkers, el sindicato minero, encabezado por un presidente de filiación marxista, Arthur Scargill. Sus intenciones estaban claras; antes de que hubiera transcurrido un mes desde las elecciones de 1983, el señor Scargill manifestaba abiertamente que no estaba dispuesto a aceptar «que tengamos que cargar otros cuatro años con este Gobierno». Sus ataques no habían de dirigirse solamente contra el Gobierno, sino contra todo aquello que pudiera interponerse en el camino de la izquierda, incluyendo sus compañeros mineros y sus familias, la policía, los tribunales, la ley y el propio Parlamento.
Tras la experiencia del gobierno conservador de 1970-1974, yo albergaba pocas dudas de que algún día tendríamos que hacer frente a otra huelga minera. En el momento en que el señor Scargill fue elegido como líder de la NUM en 1981 lo supe a ciencia cierta. Yo no tenía ningún deseo de que se produjera aquel conflicto. No había ninguna razón económica para ello. La Junta Nacional del Carbón (NCB), el Gobierno y la gran mayoría de los mineros deseaban que la industria del carbón fuera próspera y competitiva. Sin embargo, la historia se fundía con el mito y parecía haber asignado a la minería del carbón en Gran Bretaña un papel especial: se había convertido en una industria en la que simplemente era imposible aplicar el imperio de la razón. La Revolución Industrial en Gran Bretaña se basó, en gran medida, en la abundancia de carbón fácilmente extraíble. En el mejor momento de la industria, en vísperas de la I Guerra Mundial, daba trabajo a más de un millón de hombres en más de tres mil minas, y la producción alcanzaba los 292 millones de toneladas. A partir de ese momento, su declive fue ininterrumpido y las relaciones entre mineros y propietarios fueron frecuentemente amargas. Los conflictos de la industria del carbón precipitaron, en 1926, la única huelga general que ha habido en Gran Bretaña (anunciando ya posteriores acontecimientos, la Unión Nacional de Mineros se escindió durante la huelga de un año de duración que siguió a la huelga general y se estableció un segundo sindicato en Nottinghamshire). Tras la guerra, sucesivos gobiernos se vieron arrastrados, cada vez más profundamente, a la tarea de racionalizar y regular la industria del carbón. Finalmente, en 1946, el gobierno laborista de posguerra acabó nacionalizándola. Por aquel entonces, la producción había descendido a 187 millones de toneladas en 980 minas con una mano de obra de algo más de 700.000 hombres.
El Gobierno empezó a introducir objetivos de producción e inversión para la industria del carbón en una serie de documentos que fue inaugurada por el Plan para el Carbón de 1950. En ellos se sobreestimaban, una y otra vez, tanto la demanda de carbón como las perspectivas de que mejorara la productividad. Los únicos objetivos que se cumplían eran los de inversión. Los fondos públicos no dejaban de entrar, pero existían dos problemas que resultaron insolubles: el exceso de capacidad productiva y la resistencia sindical al cierre de las minas no rentables. Cuanto más se acentuaba el declive de la industria del carbón, más se apoyaban los mineros en su capacidad de presión para conservar sus puestos de trabajo.
En los años setenta, la minería del carbón había llegado a simbolizar lo que funcionaba mal en Gran Bretaña. En febrero de 1972, la simple presión numérica de los piquetes encabezados por Arthur Scargill obligó a cerrar el depósito de coque de Saltley en Birmingham. Fue una alarmante demostración de la impotencia de la policía frente a tal tipo de desórdenes. La caída del gobierno de Ted Heath tras unas elecciones generales precipitadas por la huelga minera de 1973-1974, dio cuerpo al mito de que la NUM tenía poder suficiente para derrocar gobiernos o alzarlos al poder o, como mínimo, el poder necesario para imponer su veto, impidiendo que el carbón llegara a las centrales energéticas, a toda política que amenazara sus intereses.
He descrito ya la amenaza de una huelga minera a la que tuvimos que enfrentarnos en febrero de 1981, y el modo en que se evitó ésta. A partir de aquel momento, era tan solo cuestión de tiempo. ¿Estaríamos suficientemente preparados para ganar la batalla cuando, inevitablemente, se planteara el desafío? El acceso del señor Scargill a la presidencia del sindicato a finales de 1981 representó un hito significativo. Tanto el poder de la NUM como el temor que inspiraba, quedaban en manos de aquellos cuyos objetivos eran descaradamente políticos.
Quedó fundamentalmente en manos de Nigel Lawson, ministro de Energía desde septiembre de 1981, la tarea de acumular, de manera continua y del modo menos provocador posible, las reservas de carbón precisas para permitir al país hacer frente a una huelga minera. Durante los meses siguientes habríamos de emplear muy a menudo la palabra resistencia. Para maximizar la resistencia, era esencial que las reservas de carbón se almacenaran en las centrales energéticas y no en las minas, donde los piquetes de mineros podían hacer imposible su traslado. No obstante, no era éste el único elemento a considerar a la hora de determinar la capacidad de resistencia de las centrales energéticas. Algunas de las pertenecientes a la Junta Central de Energía Eléctrica (CEGB, Central Electricity Generating Board), el principal organismo responsable de la producción de energía eléctrica, funcionaban con petróleo. Normalmente, se empleaban sólo a tiempo parcial para hacer frente a los momentos de máxima demanda, pero en caso de necesidad podían operar a pleno rendimiento y de forma continuada para contribuir a la provisión de «carga básica» (parte de la demanda de electricidad que es más o menos constante). Quemar petróleo resultaba caro, pero supondría una contribución significativa a la capacidad del sistema para soportar una huelga. Una ventaja adicional era el hecho de que el suministro de petróleo a las centrales estuviera relativamente garantizado. Las centrales nucleares, que aportaban alrededor de un 14 por ciento del suministro, se encontraban en su mayor parte a cierta distancia de las áreas mineras, y su suministro de combustible estaba, por supuesto, garantizado. En años sucesivos se incorporarían a la red más reactores avanzados refrigerados por gas (AGR), que reducirían aún más nuestra dependencia de la energía producida por las centrales de carbón. Aún estábamos en pleno proceso de construcción de un enlace a través del Canal que nos permitiría comprar energía a Francia, y disponíamos ya de un enlace funcional entre la red inglesa y la escocesa («el interconector escocés»). Además, hicimos todo lo posible para animar a la industria a que acumulase mayores reservas.
La situación empezó a resultar amenazadora en el otoño de 1983. Por aquel entonces, el ministro de Energía era Peter Walker, cargo para el que le había nombrado tras las elecciones generales de junio. Como responsable de Agricultura durante nuestro primer mandato, había resultado ser un negociador duro. Era también un hábil comunicador, cualidad ésta que resultaría importante a la hora de obtener y conservar el apoyo de la opinión pública en el conflicto que los sindicalistas mineros nos impondrían algún día. Peter telefoneaba personalmente y de forma regular a los editores de los periódicos para exponerles nuestra posición. Este no fue nunca mi método preferido, pero me vi obligada a reconocer su eficacia durante la huelga. Por desgracia, Peter Walker nunca se llevó bien con Ian MacGregor y, a veces, esto fue causa de tensiones.
Ian MacGregor se hizo cargo de la presidencia de la NCB (Junta Nacional del Carbón) el 1 de septiembre. Había sido un excelente presidente de la British Steel Corporation, a la que había vuelto del revés tras la destructiva huelga de la industria del acero en 1980, que duró tres meses. Si la industria del carbón de Gran Bretaña había de llegar a ser alguna vez un negocio rentable en lugar de una organización de beneficencia, él disponía de la experiencia y la determinación necesarias para hacer que así fuera. Al contrario que los líderes sindicales mineros, Ian MacGregor estaba realmente deseoso de ver una industria minera floreciente, capaz de emplear adecuadamente las inversiones que en ella se hacían y los recursos humanos de los que disponía. Probablemente, su mayor cualidad fuera el valor. En el seno de la NCB se encontró a menudo rodeado de gente que había hecho carrera gracias a una política de apaciguamiento y de colaboración con la NUM. Estas personas se mostraban muy resentidas por el cambio de atmósfera que Ian había traído consigo. Por extraño que parezca, resultó que Ian MacGregor carecía de astucia. Estaba muy acostumbrado a enfrentarse a todo tipo de dificultades financieras y negociaciones difíciles, pero carecía de experiencia a la hora de enfrentarse a líderes sindicales cuyo objetivo era emplear el proceso de negociación como mecanismo para apuntarse tantos políticos. Una y otra vez, él y sus colegas se vieron desbordados por las maniobras de Arthur Scargill y los líderes del sindicato minero. Durante el conflicto, Peter Walker y yo seguimos con gran ansiedad todas y cada una de las fases de la batalla por ganarse a la opinión pública. Los líderes de la NUM recurrieron a todas las argucias posibles para distorsionar la verdad y desinformar al público en general y a sus propios afiliados.
El viernes 21 de octubre de 1983, una conferencia de delegados del sindicato minero votó a favor de la supresión de las horas extra como protesta contra la oferta de la NCB de un incremento salarial de un 5,2 por ciento y contra la perspectiva de cierre de algunas minas. A la vista de la gran cantidad de reservas de carbón acumuladas, la medida de protesta en sí no tendría demasiado efecto. Es posible que tuviera como objetivo real hacer subir la tensión entre los mineros para predisponerlos aún más a la huelga de cara al momento en que los líderes de la NUM consideraran que era posible convocarla con éxito. Siempre fuimos conscientes de que sería el cierre de las minas lo que probablemente haría saltar la chispa de la huelga, y no una disputa salarial. En términos económicos, las razones para cerrar algunas minas seguían siendo abrumadoras. Incluso los laboristas lo habían reconocido: el Gobierno laborista había cerrado 32 minas entre 1974 y 1979. No obstante, el señor Scargill negaba la necesidad económica de estos cierres. Mantenía que no debía cerrarse ni una sola mina a menos que estuviera literalmente agotada y, de hecho, negaba la existencia de «minas no rentables». Desde su perspectiva, una mina que tuviera pérdidas (y había muchas) no requería más que nuevas inversiones. Convocado a declarar ante una comisión especial, se le había preguntado si existía algún nivel de pérdidas que, en su opinión, resultara insostenible. Su respuesta fue memorable: «Por lo que a mí respecta no hay límite para las pérdidas», Ian MacGregor formuló sus planes durante el otoño e invierno de 1983-1984. Por aquel entonces la mano de obra de la industria del carbón estaba integrada por 202.000 mineros. En 1983, la Comisión de Monopolios y Fusiones había publicado un informe sobre la industria del carbón que mostraba que alrededor de un 65 por ciento de las minas registraba pérdidas. Frente a estos datos, MacGregor adoptó el objetivo de equiparar ingresos y gastos para 1988. En septiembre de 1983 comunicó al Gobierno que tenía la intención de reducir el volumen de la mano de obra en unos 64.000 trabajadores a lo largo de tres años, reduciendo la capacidad de producción en 25 millones de toneladas. No obstante, nunca existió ninguna lista secreta de minas a cerrar: las decisiones al respecto habían de tomarse mina por mina con arreglo al procedimiento de revisión ya existente. Volvió a dirigirse a nosotros en diciembre de 1983, para comunicarnos que había decidido acelerar el programa con el fin de recortar el número de mineros en 44.000 a lo largo de los dos años siguientes. Para lograrlo, nos pidió que ampliáramos el programa de regulación de empleo ya existente de modo que incluyera a los mineros con menos de cincuenta años de edad. Los términos acordados en enero de 1984 eran extremadamente generosos: se pagaría la suma de 1.000 libras por cada año de trabajo. El programa estaría en vigor tan sólo dos años, por lo que un trabajador que hubiera pasado toda su vida laboral en las minas obtendría más de treinta mil libras. MacGregor proponía 20.000 rescisiones de contrato para el año siguiente (1984-1985). Confiábamos en que fuera posible alcanzar esta cifra sin que nadie se viera obligado a abandonar las minas contra su voluntad. Se cerrarían alrededor de veinte minas y la capacidad de producción anual se vería reducida en 4 millones de toneladas al año.
Mientras continuaban las conversaciones, empezaron a volar acusaciones sobre una «lista negra» de minas a cerrar. La retórica de los líderes de la NUM se alejaba cada vez más de la realidad (en especial, de la realidad económica de que la industria del carbón recibía 1.300 millones de libras en subvenciones salidas del bolsillo de los contribuyentes en 1983-1984). Daba la impresión de que el señor Scargill estaba preparando a sus tropas para ir a la guerra. A finales de febrero hubo una muestra adelantada de la violencia que caracterizaría al conflicto cuando Ian MacGregor, que entonces contaba setenta años, fue empujado por una manifestación de mineros en una mina de Northumberland y cayó al suelo. Aquello me conmocionó y le escribí para transmitirle mis simpatías. Aún habíamos de ser testigos de cosas mucho peores.
Evidentemente, éramos conscientes de que en cualquier momento podía producirse una huelga, pero dudábamos que esto pudiera ocurrir antes de finales de 1984, cuando comenzara el invierno y la demanda de carbón alcanzara su máximo anual. Comenzar una huelga en primavera era la peor táctica posible para la NUM. Sin embargo, en este aspecto, el señor Scargill engañó a sus propios afiliados: en febrero empezó a hacer afirmaciones demenciales, diciendo que la CEGB sólo disponía de reservas de carbón para ocho semanas. De hecho, como podía haberse deducido fácilmente por medio de cifras que eran del dominio público, las reservas eran muy superiores. No obstante, el sindicato tenía como tradición solicitar el voto de sus miembros antes de emprender una huelga, y existían buenos motivos para pensar que el señor Scargill no obtendría la mayoría necesaria (55 por ciento) para convocar una huelga nacional en un futuro inmediato. Desde su acceso a la presidencia, los miembros de la NUM habían votado ya tres veces en contra de la huelga. Hubiera sido imposible prever la táctica desesperada y autodestructiva que decidió adoptar.
EL COMIENZO DE LA HUELGA
El jueves 1 de marzo la NCB anunció el cierre de la mina de Cortonwood en el estado de York. El anuncio no fue precisamente un ejemplo de habilidad política por parte de la NCB local ya que dio toda la impresión de que se pretendía pasar por alto el habitual proceso de revisión de la mina, a pesar de que la NCB no tenía semejante intención. Como protesta ante la medida, y basando su autoridad en una votación local realizada dos años antes, la ejecutiva del sindicato minero del área de York (de donde era originario el Scargill), caracterizada por su radicalismo, convocó una huelga.
El caso de Cortonwood podía haberse convertido en el detonador deI conflicto, pero no fue así. La verdad es que, una vez que los líderes de la NUM tomaron la decisión de oponerse al cierre de cualquier mina por motivos económicos, la huelga era inevitable, a menos que la NCB renunciara a todo control efectivo sobre la industria. Incluso aunque el incidente de Cortonwood no hubiese tenido lugar, la reunión mantenida entre la NCB y la NUM el 6 de marzo habría producido los mismos resultados. En ella, Ian MacGregor esbozó sus planes para el año entrante y confirmó la cifra de 20 cierres. La reacción por parte de los sindicatos fue inmediata. Aquel mismo día la NUM escocesa convocó una huelga a partir del 12 de marzo. Dos días más tarde, el jueves 8 de marzo, se reunió la ejecutiva nacional del sindicato minero para respaldar oficialmente las huelgas de York y Escocia.
La huelga comenzó el lunes 12 de marzo. Durante las dos semanas siguientes cayó sobre las áreas mineras el peso brutal de las tropas de choque de los sindicatos y, por un momento, pareció que la racionalidad y la decencia quedarían aplastadas. El primer día de conflicto había 83 minas funcionando y 81 cerradas. En 10 de éstas, según me comunicaron, el trabajo se había interrumpido más a causa de los piquetes que por el deseo de sumarse a la huelga. A final del día, el número de minas en las que se había suspendido el trabajo había llegado casi a cien. La policía libraba una batalla sin esperanzas para garantizar que quienes quisieran seguir trabajando pudieran hacerlo. Los responsables de Interior, tanto a nivel ministerial como del funcionariado, ofrecieron todo su apoyo, pero la situación fue empeorando. El martes por la mañana volvieron a aparecer los piquetes volantes. Dio la casualidad de que aquel día estaba previsto que me reuniera con Ian MacGregor para hablar del túnel del Canal de la Mancha. Se trataba de una cuestión totalmente al margen de la huelga, en la que estaba muy interesado. Se nos unió más tarde Peter Walker y discutimos la situación de las minas. MacGregor me dijo que, amparándose en nuestra nueva ley sindical, había solicitado y obtenido un requerimiento judicial del Tribunal Supremo contra la ejecutiva de la NUM para que restringiera el uso de piquetes. No obstante, tenía la impresión de que las fuerzas policiales no estaban consiguiendo imponer la ley, y que los piquetes habían logrado impedir que los mineros acudieran al trabajo. La amenaza de violencia había hecho que se pospusieran los planes de una votación sobre la huelga en el área de Lancaster. En los condados de Nottingham y Derby debía votarse el jueves, pero existía el peligro real de que se frustrara la votación, o de que la intimidación forzara a los mineros a quedarse en casa. Le dije que me sentía abrumada por sus noticias. Aquello era una repetición de lo que había ocurrido en Saltley en 1962. Había que defender las leyes. Mantuve que ayudar a quienes deseaban trabajar no era suficiente; también había que poner coto a las intimidaciones. Nada más salir de aquella reunión, manifesté mi deseo de hablar con Leon Brittan. Casualmente, la siguiente reunión de aquel día había sido convocada para discutir el tema de las huelgas que pudiesen afectar a servicios esenciales, asunto sobre el cual nos habíamos comprometido electoralmente. Leon y otros ministros implicados estaban ya en camino. Durante la sesión, insistí en que debíamos imponer la ley frente a los piquetes. Leon compartía mi inquietud por lo que estaba ocurriendo. En su opinión, la policía disponía ya de todos los poderes necesarios para hacer frente al problema, incluyendo el de obligar a los piquetes a retirarse y el de dispersarlos si el número de sus componentes era excesivo. Nos dijo que ya había dejado clara su actitud en público y que repetiría el mensaje. Por supuesto, existían estrictos límites constitucionales a su actuación como responsable de Interior a la hora de dar instrucciones a las fuerzas del orden sobre sus deberes. Acordamos que fuera Michael Havers el encargado de exponer la situación legal ante el Congreso. Yo estaba decidida a que el gobierno transmitiera su mensaje de forma clara y categórica: no daríamos nuestro brazo a torcer ante aquella chusma y defenderíamos el derecho al trabajo.
Los piquetes masivos siguieron actuando. El miércoles por la mañana sólo seguían trabajando con normalidad 29 minas. Por aquel entonces, se estaban desplazando refuerzos policiales desde otros lugares del país (participaron 3.000 policías de 17 cuerpos) para proteger a los mineros que desearan acudir al trabajo. En aquel momento del conflicto, la violencia estaba centrada en Nottingham, donde los piquetes volantes del condado de York luchaban denodadamente por asegurarse una victoria rápida. No obstante, los trabajadores de Nottingham siguieron adelante con su votación y aquel viernes los resultados de ésta mostraron que un 73 por ciento estaba en contra de la huelga. Las votaciones por zonas realizadas el siguiente día en las minas del centro, noroeste y nordeste de Inglaterra se saldaron también con una gran mayoría en contra de la huelga. En total, de los 70.000 mineros que votaron más de 50.000 lo hicieron a favor de seguir trabajando.
Aunque esto ocurrió muy al principio, constituyó uno de los puntos de inflexión de la huelga. La gigantesca operación policial fue tremendamente eficaz y, junto con la fuerza moral de los resultados de las votaciones, invirtió la tendencia a mantener cerradas las minas. Se había ganado la primera y crucial batalla. El lunes por la mañana me transmitieron las últimas informaciones por teléfono a Bruselas, donde asistía a una reunión del Consejo Europeo. Se habían reincorporado al trabajo 44 minas, frente a las 11 que estaban en funcionamiento el lunes. En las zonas en las que se había votado a favor de volver al trabajo, la mayoría de las minas estaban entrando de nuevo en funcionamiento. Los sindicalistas militantes eran conscientes de que, de no haber sido por el valor y la competencia de la policía, el resultado habría sido muy distinto, por lo que, a partir de aquel momento, tanto ellos como sus portavoces del Partido Laborista iniciaron una campaña de calumnias en su contra.
El día en que se reunió la ejecutiva de la NUM, comuniqué al Gabinete mi intención de crear un comité ministerial, bajo mi presidencia, para seguir de cerca el conflicto y decidir qué medidas debían adoptarse.
El grupo se reunía alrededor de una vez por semana, o con mayor frecuencia si la situación lo requería. En la práctica, debido al número de sus integrantes, resultaba en ocasiones difícil de manejar, por lo que Peter Walker y yo tomamos algunas decisiones importantes, en especial cuando había poco tiempo para hacerlo, en reuniones mas restringidas, convocadas ad hoc para hacer frente a los acontecimientos según iban produciéndose.
A lo largo de la huelga, una cuestión aún más delicada fue la relación del Gobierno con la policía y los tribunales. En Gran Bretaña no existía una policía nacional propiamente dicha. La policía estaba organizada en 52 fuerzas locales, cada una de las cuales estaba encabezada por un jefe de policía responsable del control operativo. La autoridad estaba dividida entre el ministro del Interior, las autoridades policiales locales (compuestas por consejeros y magistrados locales), y los jefes de policía. En el transcurso del conflicto de los mineros, este sistema policial tripartito se vio inevitablemente sometido a considerables tensiones. Era obvio que había que hacer frente rápida y eficazmente a nivel nacional al desafío a la ley que representaba la violencia a gran escala desatada durante la huelga. Por consiguiente, se activó el Centro Nacional de Informes (NRC, National Reports Center) en Scotland Yard (creado originalmente en 1972) para que la policía pudiera aunar su información y coordinar la ayuda entre los diferentes cuerpos, de acuerdo con las estipulaciones de «ayuda mutua» previstas en la Ley de Policía de 1964. El sistema tripartito funcionó con mucha mayor eficacia de lo que sugerían las histéricas denuncias del Partido Laborista. Es cierto que bajo este sistema surgieron problemas en torno a la financiación de los costes suplementarios de la policía, pero éstos se resolvieron transmitiendo una parte cada vez mayor de la carga al erario público.
La violencia de las masas sólo puede ser contenida si los policías cuentan con un completo apoyo, tanto moral como práctico, por parte del Gobierno. Dejamos bien claro que los políticos no les abandonaríamos. Ya les habíamos dado el equipamiento y la formación necesarios tras aprender la lección de las algaradas urbanas de 1981. Más recientemente, la policía había mostrado su competencia a la hora de hacer frente a la violencia enmascarada en forma de piquetes cuando la Asociación Nacional de Artes Gráficas (NGA) había intentado cerrar el periódico de Eddie Shah, en Warrington, en noviembre de 1983. En aquella ocasión, la policía había dejado bien claro que no permitiría que la fuerza numérica impidiera a la gente acudir al trabajo si así lo deseaba. También había empleado eficazmente por vez primera su poder para impedir una alteración de la paz, rechazando a los piquetes antes de que llegaran a su destino.
Otro requisito previo para una acción policial eficaz es que las leyes estén claras. A comienzos de la huelga, Michael Havers hizo una lúcida declaración en una respuesta escrita a la Cámara de los Comunes, en la que exponía el alcance del poder policial para hacer frente a los piquetes, incluyendo la capacidad (mencionada anteriormente) de hacerles retroceder antes de llegar a su destino, cuando existen razones suficientes para pensar que puede producirse una alteración del orden. Durante la segunda semana de la huelga, la NUM de Kent cuestionó estas competencias ante los tribunales, pero perdió el caso. La capacidad de impedir que se reunieran piquetes multitudinarios dedicados a intimidar a quienes desearan trabajar había de resultar vital para el resultado del conflicto.
Las relaciones entre el Gobierno y los tribunales eran, si cabe, aún más delicadas. Es correcto que la opinión pública mantuviera una actitud vigilante al respecto. La independencia del estamento judicial es un principio constitucional, aunque la administración de los tribunales pertenece, de hecho, a la esfera de las responsabilidades del Gobierno. Al irse acumulando los incidentes violentos, empezó a preocuparnos seriamente el hecho de que fuese tan bajo el número de detenidos puestos a disposición judicial y condenados. Para que la ley y el orden prevalezcan es vital que actos criminales tan visibles como los que se produjeron durante la huelga sean castigados rápidamente: el pueblo necesita ver que la ley funciona. Se acumularon un gran número de casos pendientes debido, por una parte, a las tácticas dilatorias de los acusados y de sus abogados y, por otra, a la obstrucción de los magistrados en áreas en las que existían simpatías por la causa de los huelguistas. El gran número de denuncias representó también una carga repentina sobre el sistema. Con el tiempo, habilitamos más edificios y contratamos magistrados profesionales, con lo que la lista de casos pendientes empezó a reducirse. A pesar de que los magistrados contratados resuelven muchos más casos que los que son funcionarios, el presidente del Tribunal Supremo de Justicia sólo tenía autoridad para responder a solicitudes de ayuda, y no podía efectuar nombramientos por su cuenta. Otro problema era que los policías, sometidos a una lluvia de objetos arrojadizos y otros ataques, tenían pocas ocasiones de recoger pruebas detalladas. Las acusaciones resultaban, pues, difíciles de sostener. Al final fueron demasiados los responsables de la violencia que quedaron sin castigo.
Al llegar la última semana de marzo la situación estaba ya bastante clara. No parecía nada probable que se pudiera poner un fin rápido a la huelga. En la mayor parte de las minas, la fuerza del señor Scargill y de sus colegas era muy grande, y no sería fácil vencerles. Sin embargo, cuando a lo largo de los dos años anteriores elaborábamos nuestros planes ante la eventualidad de que surgiera un conflicto similar, no habíamos contado con que se fuese a extraer nada de carbón en caso de huelga; pero, de hecho, una parte sustancial de la industria del carbón seguía en activo. Si conseguíamos trasladar el carbón extraído hasta las centrales térmicas, multiplicaríamos nuestra capacidad de resistencia. Aquellos cálculos eran muy importantes para nuestra estrategia. Teníamos que proceder de tal forma que en ningún momento se unieran contra nosotros todos los sindicatos implicados en el uso y la distribución del carbón. Esto significaba que debíamos ser muy cautos respecto al modo y momento de aplicar el Código Civil, por lo que la NCB dejó en suspenso, aunque sin retirarlas, sus demandas civiles.
A pesar de lo ansioso que se había mostrado el señor Scargill por impedir que hubiera votaciones antes de que comenzara la huelga, para nosotros estaba claro que deseaba reservarse aquella opción. De hecho, al mes siguiente una conferencia extraordinaria de delegados de la NUM votó a favor de reducir la mayoría requerida para convocar una huelga de un 55 a un 50 por ciento. Al inicio del conflicto teníamos la esperanza de que los moderados de la Ejecutiva sindical consiguieran forzar una votación. Esto hacía aún más importante que la opinión mayoritaria de los mineros fuera favorable a nuestra causa ya que, al parecer, buena parte de la oposición a la huelga procedía de mineros irritados porque no se les hubiera permitido votar. ¿En qué sentido se pronunciarían los trabajadores en una votación realizada en plena huelga: a favor o en contra de Scargill? Realmente no me sentía capaz de predecirlo. Los líderes sindicales estaban dispuestos a cualquier cosa para impedir que el carbón fuera transportado por ferrocarril, carretera o mar. Aunque durante los conflictos se produjeron algunos problemas en los muelles y los huelguistas lograron frenar el ritmo del tráfico ferroviario, los conductores de camiones se negaron a dejarse intimidar por los trabajadores portuarios ni por ningún otro. Gradualmente, y hasta un punto que no habíamos previsto, las empresas de transporte por carretera lograron establecer un suministro ininterrumpido de carbón a las centrales térmicas y a otros grandes clientes industriales. Los trabajadores del acero, que habían padecido su propia huelga, larga y dañina, no estaban dispuestos a ver cómo se destruían centros y puestos de trabajo en su propia industria, simplemente para mostrar sus simpatías hacia la NUM que, dicho sea de paso, había demostrado en el pasado muy poca solidaridad hacia su causa. No obstante, lo que resultó realmente decisivo fue la actitud de los trabajadores del área energética. Si se hubieran declarado en huelga o hubieran adoptado medidas de apoyo a los mineros para impedir que explotáramos al máximo las centrales de petróleo, nos habríamos visto en grandes dificultades. Pero optaron por no participar en la huelga, y decidieron que su trabajo era garantizar que los habitantes de Gran Bretaña dispusieran de luz y de energía. Tampoco estaban dispuestos, ni ellos ni sus representantes, a dejarse coaccionar por otros líderes sindicales y hacer algo que consideraban fundamentalmente equivocado.
Todo se centró en la necesidad de optimizar nuestra capacidad de resistencia. Yo recibía informes semanales del Ministerio de Energía exponiendo la situación y los leía con sumo cuidado. A comienzos de la huelga, las centrales térmicas consumían carbón a un ritmo de unos 1,7 millones de toneladas a la semana, aunque la reducción neta de las reservas era algo menor debido a que algunos envíos estaban llegando a su destino. La CEGB estimó que había reservas para unos seis meses, asumiendo una explotación al máximo de las centrales de petróleo (es decir, empleándolas a pleno rendimiento), caso que no se había dado todavía. Teníamos que estimar en qué momento recurrir a ellas, ya que los líderes del sindicato minero lo considerarían sin duda una provocación. Aguantamos el tipo mientras pareció haber perspectivas de que los moderados de la NUM forzaran una votación. Finalmente, el lunes 26 de marzo decidí que había que hacer de tripas corazón y seguir adelante.
Las reservas industriales eran, por supuesto, muy inferiores a las de las centrales térmicas. La industria del cemento era particularmente vulnerable e importante, pero la que tenía problemas más inmediatos era la British Steel Corporation (BSC), que era la compañía siderúrgica nacional. Las acerías integradas de Redcar y Scunthorpe tendrían que cerrar en el plazo de dos semanas si no recibían y descargaban nuevos suministros de coque y carbón. En Port Talbot, Ravenscraig y Llanwern las reservas sólo durarían de tres a cinco semanas. No era sorprendente que la BSC se mostrara enormemente preocupada al ir cambiando la situación de un día para otro.
La situación que reinaba al concluir el primer mes de la huelga era de incertidumbre. Probablemente lo único seguro eran las intenciones del señor Scargill. En el Morning Star del 28 de marzo había escrito que «la NUM está librando la “Batalla de Inglaterra” a nivel social e industrial […] Necesitamos urgentemente una movilización rápida y total del movimiento sindical y laboral». Seguía sin estar claro si la lograría o no.
Durante el mes de abril se mantuvo el punto muerto. Todavía parecía existir la posibilidad de que se produjera una votación sobre la huelga a nivel nacional, cuyo resultado nadie podía prever. A pesar de la ininterrumpida acción de los piquetes, se apreciaban ciertos indicios de una vuelta al trabajo, especialmente en Lancaster. Pero no dejaban de ser indicios. Los líderes de los sindicatos ferroviarios y marineros habían prometido apoyar a los mineros en su lucha. Hubo muchas declaraciones en ese sentido durante la huelga, pero los afiliados se mostraban más reticentes que sus líderes. Comenzaron los primeros juicios contra la NUM: dos transportistas de coque emprendieron acciones legales contra el sindicato minero en Gales del Sur por emplear piquetes en las acerías de Port Talbot.
Ya desde el comienzo del conflicto nos preocupaba que la NCB no fuera capaz de explicar su posición de manera asequible, tanto a sus propios empleados como al público en general. Esto no era algo que el Gobierno pudiera hacer en su lugar, aunque más adelante (como podrá verse) presionamos para que mejorara su presentación. Por el contrario, era a nosotros a quienes correspondía hablar sobre el tema del respeto a la ley, y lo hicimos enérgicamente. Cuando sir Robert Day me entrevistó en el programa Panorama el lunes 9 de abril, defendí firmemente la actuación de la policía durante los enfrentamientos:
La policía defiende la ley, no al Gobierno. Éste no es un enfrentamiento entre los mineros y el Gobierno, es una disputa entre mineros […]. La policía tiene a su cargo la defensa de la ley… y lo ha hecho espléndidamente.
Pocos días más tarde la policía se encontró en un frente de combate diferente. El 17 de abril, mientras vigilaba una manifestación pacífica, la agente de policía Yvonne Fletcher fue abatida en St. James Square por fuego de ametralladora procedente de la Embajada de Libia. Todo el país quedó sobrecogido. A pesar de ello, el señor Scargill entró en contacto con funcionarios libios. Un miembro de la NUM llegó incluso a entrevistarse con el Coronel Gaddafi con la esperanza de obtener dinero para seguir adelante con la huelga. Parecía como si existiera una insondable alianza entre aquellas dos fuerzas del desorden.
UNA LARGA Y AGOTADORA LABOR
En mayo, por vez primera desde el comienzo de la huelga, se produjeron breves pero reveladores contactos entre los responsables de la NCB y los líderes de la NUM. Las conversaciones, de las que recibí un informe completo al día siguiente, tuvieron lugar el miércoles 23 de mayo. El señor Scargill no estaba dispuesto a permitir que nadie que no fuera él hablara en nombre de la NUM: estaba claro que a los otros miembros de su ejecutiva se les había dicho que guardaran silencio. La NCB había expuesto dos planteamientos: uno sobre las perspectivas de mercado de la industria del carbón y otro sobre el estado de las minas, algunas de las cuales corrían el peligro de resultar inexplotables debido a su abandono por la huelga. Al final de cada una de estas exposiciones, los representantes de la NUM se negaron a hacer comentarios o preguntas. El señor Scargill realizó entonces unas declaraciones cuidadosamente preparadas. Insistió en que el tema del cierre de minas no estaba abierto a discusión más que sobre la base de su agotamiento, desde luego no por motivos económicos. Ian MacGregor hizo algunos breves comentarios respecto a que no veía motivo alguno para continuar la reunión a la luz de aquellas declaraciones, pero a pesar de todo sugirió que continuaran los contactos entre dos representantes de la NCB y dos de la NUM. El señor Scargill volvió a insistir en que la condición previa para cualquier conversación era la retirada de todos los planes de cierre. Allí concluyó la reunión, pero en ese momento los representantes de la NUM accionaron la trampa. Pidieron que se les permitiera permanecer en la sala donde se había celebrado la reunión para discutir entre ellos. A Ian MacGregor le pareció una solicitud totalmente inocente y no tuvo inconveniente alguno en permitirlo. Los representantes de la NCB salieron de la habitación y, más adelante, descubrimos que la NUM había conseguido convencer a la prensa de que la NCB había «abandonado las conversaciones». Mucha gente se aferró a aquel episodio, considerándolo como la evidencia de que Ian MacGregor no estaba dispuesto a negociar. Fue un clásico ejemplo de los riesgos de tratar con personas como el señor Scargill.
Semana tras semana la huelga iba agriándose. Había signos de que muchos mineros estaban perdiendo su entusiasmo inicial y empezaban a cuestionar las previsiones del señor Scargill sobre la capacidad de resistencia de las centrales térmicas. Los líderes sindicales respondieron incrementando las asignaciones que pagaban a los piquetes (no pagaban nada a los huelguistas que no participaban en ellos) y reclutando gente ajena a los mineros para la tarea.
Se produjo una escalada generalizada de la violencia. Evidentemente, la táctica consistía en lograr la máxima sorpresa, concentrando en un plazo muy breve de tiempo a un gran número de piquetes en una mina determinada. Probablemente las escenas de violencia más sobrecogedoras fueron las que tuvieron lugar en el exterior de la fábrica de coque de Orgreave, en un intento de impedir que los convoyes de este producto llegaran a las acerías de Scunthorpe. El martes 29 de mayo, más de cinco mil mineros integrados en piquetes se enfrentaron en violentos choques con la policía. Agredieron a los agentes con todo tipo de objetos arrojadizos, incluyendo ladrillos y dardos, y hubo 69 heridos. Cuando vi, igual que millones de espectadores, aquellas terribles escenas en la televisión pensé que, gracias a Dios, la policía disponía al menos de un equipamiento antidisturbios adecuado.
Hablé sobre ello en un discurso que pronuncié en Banbury al día siguiente:
Habéis visto las escenas […] anoche en la televisión. Debo decir que aquello a lo que nos enfrentamos es un intento de sustituir el imperio de la ley por el de la turba, y no podemos permitir que eso suceda. Hay personas que están utilizando la violencia y la intimidación para imponer su voluntad a otros. Están fracasando por dos motivos: en primer lugar gracias a nuestra magnífica fuerza policial, que está bien entrenada para cumplir con su deber valerosa e imparcialmente. En segundo lugar porque, en su inmensa mayoría, las personas de este país son ciudadanos honrados, decentes y respetuosos de la ley, que desean que ésta sea acatada y se niegan a dejarse intimidar. Rindo tributo al valor de quienes han acudido al trabajo atravesando los piquetes […] El imperio de la ley debe prevalecer sobre el de la violencia.
A lo largo de las siguientes tres semanas se produjeron más choques violentos en Orgreave, pero los piquetes no consiguieron detener en ningún momento los convoyes por carretera. La batalla de Orgreave tuvo un impacto e influencia enormes a la hora de hacer que la opinión pública se volviese en contra de los mineros en huelga.
Fue por esas fechas cuando obtuvimos las primeras pruebas irrefutables de que se estaban produciendo intimidaciones a gran escala en los pueblos mineros. El problema se mantuvo a lo largo de toda la huelga. El objetivo de las intimidaciones no eran sólo los mineros que iban al trabajo; también corrían peligro sus esposas e hijos. La clara malevolencia de aquellos sucesos constituye un antídoto valioso para algunas nociones románticas sobre el espíritu de las comunidades mineras. Por su propia naturaleza, la intimidación resulta muy difícil de combatir para la policía, aunque con el tiempo se desplegaron patrullas de agentes uniformados y agentes de paisano para hacerle frente.
Hubo abundantes críticas por parte de la opinión pública contra las industrias nacionalizadas por no hacer uso de los procedimientos que ofrecía nuestra legislación sindical. Al continuar la violencia y multiplicarse los problemas de la BSC, el grupo ministerial discutió frecuentemente si instarla o no a que empleara el Código civil contra la NUM y contra otros sindicatos implicados en acciones de apoyo. La falta de querellas civiles contra los sindicatos y sus vías de financiación cargaba todo el peso sobre el Código penal y la policía, cuyo deber era hacerlo respetar. Se señalaba también que, caso de tener éxito, las acciones legales emprendidas contra la financiación de los sindicatos limitarían su capacidad de financiar a los piquetes masivos y de continuar sus acciones vandálicas. La gente manifestaba abiertamente la opinión de que la incapacidad de las industrias nacionalizadas a la hora de recurrir a las vías legales desacreditaba las reformas que habíamos impuesto en el marco sindical. Al igual que mis consejeros, yo coincidía bastante con dicha opinión.
Sin embargo, Peter Walker nos convenció de que recurrir a los tribunales podía arrebatarnos el apoyo de que disponíamos entre los mineros que seguían trabajando y entre los sindicalistas moderados. Los presidentes de las empresas del acero (BSC), el carbón (NCB), los ferrocarriles (BR) y la energía eléctrica (CEGB), estaban de acuerdo con él, al menos por el momento. Celebraron una reunión a finales de junio y decidieron que, de todas las circunstancias posibles, aquella era la menos indicada para recurrir a requerimientos judiciales. La policía tampoco estaba convencida de que presentarse ante los tribunales fuera a facilitar su tarea entre los piquetes. Por supuesto que aquello no impidió que otros, tanto empresarios como mineros, hicieran uso de las nuevas leyes. Durante todo aquel enfrentamiento hubo que hacer hincapié más de una vez en el hecho de que la ley que estaban violando los piquetes y sus líderes, no era una «ley Thatcher», sino el Código penal básico del país.
El razonamiento de Peter Walker se impuso y la NCB consiguió salir triunfante de la huelga. En cierto sentido, por consiguiente, la resolución del conflicto justificó la táctica. Pero, ¿se hubiera podido lograr el mismo resultado en menos tiempo por medio de acciones civiles que llevaran al embargo de los fondos sindicales de la NUM? Tales conjeturas resultan siempre imposibles de resolver. Visto en perspectiva, no obstante, habría sido razonable animar a las industrias nacionalizadas a que emprendieran desde un primer momento acciones contra la NUM. Cuando los mineros que acudían al trabajo tomaron la iniciativa (la mejor solución posible, aunque no podíamos confiar en que ocurriera), aquello supuso una enorme presión sobre el señor Scargill, y limitó seriamente la capacidad de la NUM para mantener la huelga. Desde entonces se ha generalizado la utilización de las «leyes Thatcher» en las relaciones laborales de Gran Bretaña, y el número de huelgas y conflictos ha decrecido espectacularmente.
Mientras tanto, seguíamos muy de cerca la información sobre el número de minas que se reabrían y el de mineros que regresaban al trabajo. Dado que en julio y agosto muchas minas cierran por vacaciones, teníamos cierta esperanza de que cuando éstas terminaran se produjera una vuelta al trabajo a gran escala. También existía el miedo de que algunos pozos que habían estado funcionando antes de las vacaciones no volviesen a abrir debido a los renovados esfuerzos de los piquetes. Una consideración a tener en cuenta a la hora de estimar los posibles acontecimientos futuros, era el coste que significaba para los mineros y sus familias el mantener la huelga; pero tal vez fuera aún más importante el aspecto psicológico. Una reincorporación al trabajo tras las vacaciones que fuese realmente significativa podría generar una inercia propia. Por su parte, el señor Scargill intentaría convencer a sus huestes de que con la inminencia del otoño había esperanzas de que la NCB se viera obligada a ceder, debido a las presiones de un Gobierno poco dispuesto a imponer restricciones energéticas durante el invierno.
Resultaba evidente que era muy importante que la NCB hiciese todo lo posible para transmitir su mensaje a quienes pudieran estar tentados para abandonar la huelga y volver al trabajo. De acuerdo con mis recomendaciones, Tim Bell, que tan buenos consejos sobre el modo de exponer distintas cuestiones me había ofrecido en el pasado, había empezado a trabajar como consejero de Ian MacGregor. Existían, sin duda, razonamientos muy persuasivos que exponer: en los planes ya existentes estaban previstas grandes inversiones en las minas y, aunque estaban actualmente retenidas, si se reanudaba el trabajo los mineros podrían beneficiarse de la prometida subida salarial. También había aspectos negativos: era probable que algunas minas no volvieran a abrirse por culpa del deterioro sufrido en el transcurso de la huelga. Estábamos perdiendo clientes, algunos de ellos probablemente para siempre. Aunque algunas industrias se sintieran tentadas de pasar de otros combustibles al carbón, incitadas por nuestras subvenciones, a partir de entonces ninguna se sentiría del todo segura respecto del suministro. Habría sido posible seguir adelante con el cierre de minas por motivos económicos incluso mientras continuaba la huelga, y de hecho debatimos el tema, pero el riesgo de perder el posible apoyo de los mineros moderados era excesivo. Teníamos que considerar también si era o no conveniente animar a más mineros a aceptar los términos extraordinariamente generosos de escisión de contrato que se les habían ofrecido. En este terreno nos enfrentábamos a dos problemas. En primer lugar, si un gran número de mineros aceptaba la oferta, no existía garantía alguna de que pertenecieran a las minas que necesitábamos cerrar, y el ahorro previsto dependía del cierre de las minas no rentables. En segundo lugar, existía el riesgo muy real de que fueran los mineros moderados, hartos de violencia e intimidaciones, los que consideraran especialmente atractivos los términos de la oferta, lo que otorgaría a los radicales la mayoría en algunas zonas, e incluso a nivel nacional. Una vez más decidimos esperar.
Julio resultó ser uno de los meses más difíciles de la huelga. El lunes 9, y casi sin previo aviso, la Unión de los Trabajadores del Transporte y Afines (TGWU) convocó una huelga de estibadores a nivel nacional por una supuesta violación del Plan Nacional para los Trabajadores Portuarios (NDLS).
En 1982 habíamos realizado un extenso estudio sobre las implicaciones que podía tener una huelga nacional de estibadores. Parecía probable que la huelga (que seguramente afectaría seriamente sólo a aquellos puertos que formaran parte del citado plan) tuviese poco impacto directo sobre el resultado del conflicto minero. Aunque no estábamos importando carbón para las centrales energéticas (hacerlo habría supuesto perder el apoyo de los mineros que aún seguían trabajando), una huelga de estibadores tendría graves implicaciones para la British Steel Company, ya que interrumpiría sus importaciones de carbón y mineral de hierro. De hecho, todo parecía indicar que uno de los motivos principales de la huelga era el deseo que manifestaban los líderes izquierdistas de la TGWU de apoyar a los mineros estrechando el cerco en torno a las principales acerías, con el fin de contrarrestar el éxito que había tenido la BSC al organizar el transporte de carbón por carretera como respuesta a las acciones de los huelguistas contra el ferrocarril. El efecto general sobre el comercio, especialmente sobre la importación de alimentos, sería muy grave, aunque el transporte de alrededor de una tercera parte de los cargamentos, a excepción de los que no eran a granel, se realizaba por medio de barcos que llevaban sus propios camiones de transporte, buena parte de los cuales iban escoltados por los conductores y atracaban en puertos no pertenecientes al Plan, como Dover y Felixstowe. Todo dependía del apoyo que obtuviera la huelga y de si quedaba confinada o no a los puertos incluidos en el NDLS.
Ahora, en las reuniones regulares del grupo ministerial formado para atender el problema del carbón, tendríamos que hacer frente a dos huelgas en lugar de a una. Al día siguiente de comenzar la huelga de estibadores comenté con los miembros del grupo que era vital realizar un gran esfuerzo para movilizar a la opinión pública en las próximas cuarenta y ocho horas. Debíamos animar a los empresarios portuarios a que adoptaran un enfoque resuelto y emplearan todos los medios necesarios para extender la oposición a la huelga entre los trabajadores de las industrias que pudieran verse perjudicadas por ella, así como entre el público en general. Había que demostrar claramente que el pretexto empleado para justificar la huelga era falso y que quienes habían emprendido aquella acción disfrutaban ya de extraordinarios privilegios. Debíamos recalcar claramente que, según todas las estimaciones, 4.000 de los 13.000 estibadores registrados en el NDLS constituían un excedente laboral respecto a los requerimientos de la industria. Por supuesto, no era el momento apropiado (en mitad de una huelga minera) para abolir el NDLS, pero debíamos tener como objetivo inmediato el resolver la disputa sin descartar la posibilidad de introducir cambios en el futuro. Movilizamos a la Unidad de Defensa Civil como preparativo para hacer frente a la crisis, pero evitamos proclamar un estado de emergencia que podría haber requerido el empleo de tropas. Todo signo de reacción excesiva ante la huelga de los estibadores habría alentado a los mineros y otros sindicalistas agresivos. Nuestra estrategia debía consistir en poner fin a la huelga de estibadores lo antes posible, con el objeto de concentramos en el conflicto de los mineros del carbón durante todo el tiempo que fuera necesario.
Al principio todo parecía indicar que la huelga de los estibadores resultaría extremadamente problemática. El lunes 16 de julio me reuní a comer con los miembros del Consejo General de Transporte Marítimo y pude apreciar que adoptaban una actitud derrotista. Era un ejemplo de algo que acabaría conociendo muy bien: los empresarios siempre me recomendaban que fuera dura, excepto cuando se trataba de su propio negocio. Me comentaron que era la huelga de mayor alcance que habían visto en los muelles.
Yo había convocado una reunión ministerial para aquella misma noche con el fin expreso de revisar la situación global, y en ella estudiamos las posibles alternativas. Éramos conscientes de que si los piquetes se extendían hasta los puertos no integrados en el Plan, había muchas probabilidades de que se interpusieran acciones legales contra el sindicato de los trabajadores del transporte (TGWU). Aquello sería una razón importante para reactivar las acciones legales contra la NUM por parte de la NCB, que habían quedado en suspenso. El conflicto parecía estar al borde de una grave escalada. Yo tenía el convencimiento de que el modo de presentar las cosas era de gran importancia, así que adopté la iniciativa específica de crear un grupo de representantes de los departamentos ministeriales implicados bajo la presidencia de King, por aquel entonces ministro de Trabajo, para que se encargara de la coordinación de los comunicados del Gobierno durante la crisis.
Al final, la huelga de estibadores resultó mucho menos grave de lo que habíamos temido. Pensaran lo que pensaran sus líderes, los trabajadores sencillamente no estaban dispuestos a respaldar acciones que pusieran en peligro sus puestos de trabajo. Incluso los de los puertos incluidos en la NDLS se mostraron poco entusiastas, temiendo que una huelga acelerase la defunción del propio Plan. Sin embargo, el papel decisivo fue el desempeñado por los conductores de transporte por carretera, que tenían un interés aún mayor en que entraran las mercancías y no estaban dispuestos a dejarse amenazar ni intimidar. Al llegar el 20 de julio, la TGWU no tuvo más remedio que desconvocar la huelga. Tan sólo había durado diez días.
El fin del conflicto de los estibadores fue sólo un punto dentro de una serie de acontecimientos importantes que tuvieron lugar en aquellas fechas. Tras la infructuosa reunión entre la NCB y la NUM, el 23 de mayo, las conversaciones se habían reanudado a comienzos de julio. Teníamos la esperanza de que concluyeran rápidamente y que, en esta ocasión, la NCB tuviera éxito y consiguiera dejar patente lo poco razonable que era la posición del señor Scargill. Esto nos daría la oportunidad de hacer comprender a los mineros en huelga que no había posibilidad de que ganaran, y de convencerles de que volvieran al trabajo.
Sin embargo, las conversaciones continuaban y existían indicios de que la posición negociadora de la NCB se estaba desvirtuando cada vez más. Uno de los problemas era que cada nueva ronda de negociaciones representaba un paso atrás en el retorno al trabajo: pocos se arriesgarían a volver mientras existiera la posibilidad de un acuerdo inmediato. Lo que aún resultaba más alarmante era que existía el peligro real de que las conversaciones acabaran desdibujando la cuestión de fondo: el cierre de las minas no rentables. Se estaba desarrollando una fórmula basada en el supuesto de que no debía cerrarse ninguna mina si cabía la posibilidad de explotarla «provechosamente». La NCB estaba también dispuesta a comprometerse a mantener abiertas cinco minas que, según la NUM, estaba previsto cerrar. Nos alarmamos muchísimo. No sólo había ambigüedades en la redacción de las propuestas sino que, lo cual es mucho más grave, un acuerdo dentro de aquella línea habría ofrecido al señor Scargill la oportunidad de cantar victoria.
Pero el 18 de julio, dos días antes del final de la huelga de estibadores, las negociaciones se vinieron abajo. Tengo que reconocer que me sentí enormemente aliviada.
Un mes más tarde llegó lo que para mí fue un momento muy importante en la historia de la huelga, aunque por aquellas fechas estaban al corriente muy pocas personas. El miércoles 25 de julio, bajo estrictas medidas de seguridad, me reuní con Peter Walker y sir Walter Marshall, presidente de la CEGB, para discutir la capacidad de resistencia de las centrales energéticas. Aquel mismo día, Norman Tebbit me había escrito para expresarme su temor de que el tiempo no estuviera de nuestra parte en la huelga del carbón. Había visto estimaciones que sugerían que las reservas de las centrales estarían agotadas a mediados de enero. Si efectivamente era así, él opinaba que era necesario estudiar cuanto antes las medidas que debíamos adoptar para acabar con la huelga antes de finales de otoño, ya que no podríamos permitirnos el lujo de llegar al límite de nuestra resistencia.
Yo comprendía perfectamente la preocupación de Norman, y fue en parte debido a que compartía su desconfianza instintiva hacia aquellas cifras (y a que tampoco confiaba totalmente en el optimismo relajado de Peter Walker), por lo que había solicitado la reunión con Peter y Walter Marshall. En ella recibí una información extremadamente alentadora. Walter Marshall me confirmó que la situación era tal y como Peter la había descrito. Si los suministros de carbón a las centrales, procedentes de Nottingham y de otras áreas en las que continuaba el trabajo, se mantenían al nivel de aquel momento, la fecha límite fiable de resistencia sería junio de 1985. De hecho, en la CEGB opinaban que era posible mantener las centrales energéticas en funcionamiento hasta noviembre de 1985. Me enseñó un gráfico que mostraba que la producción conjunta de energía por parte de las centrales de carbón, petróleo y nucleares era casi exactamente idéntica a la demanda (inferior) estival. Si podíamos resistir hasta la primavera de 1986 (cosa que podríamos hacer, por ejemplo, logrando que más mineros volvieran al trabajo) nos sería posible aguantar hasta el invierno siguiente.
El martes 31 de julio hablé en un debate de la Cámara de los Comunes durante una moción de censura que el Partido Laborista había tenido la imprudencia de presentar. El debate iba mucho más allá de la huelga minera, pero ésta estaba en la mente de todos e, inevitablemente, fueron los intercambios de opiniones sobre el tema los que captaron la atención del público. No me anduve con rodeos:
El Partido Laborista es un partido que apoya todas las huelgas, sea cual sea su pretexto y por dañina que resulte. Pero, por encima de todo, es el apoyo del Partido Laborista a los mineros en huelga frente a los mineros que desean seguir trabajando lo que priva definitivamente de toda credibilidad a su afirmación de que representa los verdaderos intereses de la población trabajadora en este país.
A continuación me dirigí a Neil Kinnock:
El líder de la oposición no dijo una palabra respecto a la necesidad de una votación hasta que la NUM cambió sus normas, rebajando la mayoría necesaria. Acto seguido declaró ante la Cámara que una votación a nivel nacional del sindicato minero era una perspectiva más clara y próxima. Esto ocurrió el 12 de abril, la última vez que le hemos oído hablar del tema. Pero el 14 de julio apareció en un mitin de la NUM y dijo: «No hay más alternativa que la lucha: todos los demás caminos están cerrados». ¿Qué ha sido de la votación?
No hubo respuesta alguna.
Neil Kinnock había sucedido a Michael Foot como líder del Partido Laborista en octubre de 1983. Lo tuve frente a mí, al otro lado de la tribuna de oradores de la Cámara de los Comunes, durante siete años. Al igual que Michael Foot, Neil Kinnock era un orador de talento pero, al contrario que Foot, no era un parlamentario. Sus intervenciones ante la Cámara quedaban ensombrecidas por su verborrea, su incapacidad para exponer los hechos y argumentaciones técnicas y, por encima de todo, su falta de claridad intelectual. Este último defecto reflejaba algo más profundo. El señor Kinnock era, de la cabeza a los pies, un producto del laborismo moderno: izquierdista, próximo a los sindicatos, hábil en la gestión del partido y en la manipulación política, convencido de que las derrotas sufridas por el laborismo en el pasado hacían sido el resultado de una presentación errónea más que de una política equivocada. Consideraba que las palabras —ya fueran discursos, textos de programas electorales o documentos políticos— constituían un medio de ocultar las ideas socialistas que compartía con el Partido Laborista, en vez de ser un vehículo para convencer a otros de su valor. Denunciaba con energía —y, en ocasiones, de modo valeroso— a los troskistas y otros agitadores de izquierdas, no por sus tácticas brutales o sus objetivos revolucionarios extremistas, sino porque representaban un engorro que obstaculizaba sus ambiciones y las de su partido. Ser líder de la oposición, como yo bien recordaba, no es una tarea sencilla. Ser líder del Partido Laborista en la oposición debía ser una pesadilla. Aún así, no me resultaba fácil simpatizar con el señor Kinnock. Se encontraba inmerso en lo que, en mi opinión, era una empresa totalmente deshonrosa: —conseguir que tanto él como su partido parecieran ser lo que no eran. La Cámara de los Comunes y el electorado le desenmascararon. Como líder de la oposición estaba fuera de su terreno; como primer ministro se habría hundido.
Cuando comenzó agosto teníamos razones para pensar que la peor parte de la huelga había pasado ya. Arthur Scargill y los mineros se encontraban cada vez más aislados y frustrados. La huelga de estibadores se había venido abajo, y tanto la actitud del Gobierno como la de la NCB eran vistas con mayor simpatía. El Partido Laborista estaba sumido en la confusión. Aunque las reincorporaciones al trabajo seguían produciéndose con cuentagotas —alrededor de quinientos trabajadores en el mes de julio— no había signo alguno de que en los pozos en los que se seguía trabajando estuviera debilitándose la determinación de los mineros. Finalmente, el martes 7 de agosto, dos mineros de Yorkshire denunciaron a la rama local de la NUM ante el Tribunal Supremo por convocar una huelga sin la preceptiva votación previa. Esto fue el golpe decisivo, y tuvo como consecuencia última el embargo de la totalidad de los bienes del sindicato minero.
Un indicador del grado de frustración al que habían llegado los sindicalistas militantes fue el aumento de la violencia contra los mineros que continuaban trabajando y sus familias. La situación parecía estar controlada en Nottinghamshire, pero estaba empeorando en Derbyshire, en parte porque la zona estaba más profundamente dividida y también porque estaba más cerca de las minas de Yorkshire, de donde procedían la mayoría de los piquetes. Ian MacGregor se mantenía en contacto con nosotros en el Número 10 y con el Ministerio del Interior. Temía que estas intimidaciones, estremecedoras por sí mismas, pudieran también retardar la vuelta a los pozos y asustar a los mineros que actualmente estaban trabajando, haciendo que se quedaran en casa. En opinión de la policía se había producido, al parecer, un cambio de táctica por parte de los líderes de la NUM: desalentados por el fracaso de los piquetes, parecían haber decidido emprender una guerra de guerrillas basada en las amenazas a las personas y las empresas. La policía aumentó las medidas de protección a los mineros de Derbyshire: se instalaron líneas telefónicas gratuitas con las estaciones de policía, se emplearon patrullas de agentes de paisano para contrarrestar la intimidación y los policías de uniforme patrullaban las calles de los pueblos.
Surgió también la amenaza de una nueva huelga portuaria. En Hunterston, el puerto escocés de aguas profundas que abastecía a la planta de la BSC en Ravenscraig, la situación era tensa. Una importante carga de carbón del tipo necesario para los hornos de coque de Ravenscraig se encontraba a bordo del buque de transporte Ostia, en aquel momento fondeado en la ensenada de Belfast. La BSC nos informó de que si no era descargado rápidamente tendrían que empezar a cerrar Ravenscraig. Los hornos de las acerías no pueden apagarse por completo sin que se produzcan daños irreversibles, y era extremadamente probable que toda la planta tuviese que cerrar si se interrumpían los suministros de carbón. Como había ocurrido con el anterior conflicto portuario, el pretexto para la amenaza de huelga eran unas prácticas restrictivas absurdas. En Hunterston el procedimiento normal de descarga para los cargamentos con destino a la BSC se dividía entre el trabajo hecho a bordo del buque por los estibadores afiliados a la TGWU y el trabajo realizado en tierra por miembros del sindicato del metal, el ISTC. No obstante, era posible descargar un 90 por ciento de la carga sin necesidad de recurrir a los estibadores. La BSC quería emplear a sus propios trabajadores para descargar el carbón, pero era bastante probable que la TGWU, con el fin de provocar una nueva disputa en los muelles, afirmara que tal acción era contraria al acuerdo de la Junta Nacional de Trabajadores Portuarios (National Dock Labour Board, NDLB). La BSC nos comunicó que estaba dispuesta a recurrir a los tribunales si resultaba imposible proceder a la descarga.
Aquella era una situación muy delicada y Norman Tebbit se mantenía en contacto con la BSC. Se solicitó un pronunciamiento de la NDLB, pero ésta pospuso su decisión y, finalmente, se amilanó y no resolvió nada. La BSC empezó a cerrar Ravenscraig el 17 de agosto; nos comunicó que, a menos que el carbón fuera desembarcado para los días 23 ó 24 de agosto, tendría que poner sus hornos al mínimo, y que la producción se interrumpiría el 28 ó 29 de agosto. Esto iría seguido de un cierre definitivo si no se reanudaba el suministro. Finalmente, tras prorrogar la decisión todo lo que fue posible, la BSC hizo que sus empleados empezaran a descargar el Ostia la mañana del jueves 23 de agosto. Aunque la BSC actuó de conformidad con un acuerdo portuario local alcanzado en 1984, los estibadores abandonaron inmediatamente el puerto y el sindicato convocó una segunda huelga a nivel nacional. La opinión pública escocesa mostró una fuerte oposición a toda medida que amenazara el futuro de Ravenscraig, por lo que teníamos nuestras dudas de que el sindicato consiguiera mantener la huelga en toda Escocia, y menos aún en la totalidad del Reino Unido. Y teníamos razón. Aquella huelga nos causó muchos menos problemas que la primera. Aunque inicialmente recibió un considerable apoyo por parte de los estibadores sindicados, la mayoría de los puertos permanecieron abiertos. Finalmente la TGWU desconvocó la huelga el 18 de septiembre.
Seguí la historia del Ostia por télex, ya que del 9 al 27 de agosto estuve de vacaciones en Suiza y Austria. En mi ausencia, Peter Walker se hizo cargo de la política día a día en relación con la huelga minera. Pero un primer ministro nunca está realmente de vacaciones. Estaba acompañada por el embajador local, que previamente había sido uno de mis secretarios privados, cinco secretarias (Garden Room girls), que estaban de servicio las veinticuatro horas del día, un técnico encargado de supervisar las comunicaciones con Downing Street y el elenco habitual de guardaespaldas. A través de la valija diplomática me llegaban cajas rojas, el télex repiqueteaba continuamente y Willie Whitelaw me pidió que tomara al menos una decisión importante por teléfono. Clarissa Eden dijo en una ocasión que a veces tenía la impresión de que el canal de Suez pasaba por el comedor del Número 10 de Downing Street. Por mi parte, a veces, al final del día, tenía la impresión de que si miraba por la ventana vería a una pareja de mineros de Yorkshire bajando por las laderas de las montañas suizas. Por algún motivo, ni el deslumbrante paisaje de montaña, ni mis lecturas favoritas —las novelas de Frederick Forsyth y John Le Carré— conseguían distraerme.
A mi regreso, la situación continuaba siendo más o menos la misma que a mi partida, a no ser por lo que resultó ser una ominosa excepción. Seguía habiendo una considerable cantidad de violencia e intimidaciones. Por aquellas fechas se habían realizado ya 5.897 arrestos en el curso del conflicto y se habían dictado 1.039 condenas, de las cuales las más graves suponían nueve meses de cárcel. Los magistrados contratados actuarían por vez primera en septiembre en Rotherham y Doncaster.
LAS GARRAS DE LA VICTORIA
El acontecimiento más serio, no obstante, había sido una circular enviada el 15 de agosto por la NCB a los miembros de la Asociación Nacional de Capataces, Delegados y Dinamiteros (NACODS, National Association of Colliery, Overmen, Deputies and Shotfirers). Según la ley, sólo se podía extraer carbón en presencia de personal de seguridad adecuadamente cualificado, que en su gran mayoría pertenecía a la NACODS. En abril, sus miembros votaron a favor de la huelga, pero con un margen inferior a los dos tercios exigidos por los estatutos del sindicato. Hasta mediados de agosto la NCB había mantenido una posición fluctuante respecto a la NACODS. En algunas zonas se permitía a sus miembros permanecer alejados de los pozos en huelga, donde no se estaba extrayendo carbón. En otras se les pedía que atravesaran las líneas de los piquetes. La circular de la NCB generalizaba esta segunda política, y amenazaba con retener los salarios de quienes se negaran a obedecerla. La circular hizo el juego a los líderes de la NACODS, en especial su presidente, que sentían fuertes simpatías por la NUM. Por fin contaban con un pretexto para persuadir a sus miembros de la necesidad de una huelga. No era difícil comprender por qué la NCB hacía actuado como lo hizo, pero fue un grave error, que posteriormente se vio multiplicado por su incapacidad para detectar el giro en favor de la huelga entre los miembros de la NACODS, y estuvo a punto de precipitar un desastre.
Siempre tuvimos claro que septiembre y octubre probablemente serían meses difíciles. Los mineros esperaban con ansia el invierno, cuando la demanda de electricidad alcanza su techo y la probabilidad de restricciones aumenta. A comienzos de septiembre, en la Conferencia de la TUC, la mayoría de los sindicatos —con la fuerte oposición de los trabajadores del sector eléctrico y energético— se comprometieron a apoyar a los mineros, aunque en la mayor parte de los casos no tenían intención alguna de hacerlo. Cuando el líder del sector eléctrico Eric Hammond, que no tenía pelos en la lengua, subrayó esto en un enérgico discurso, recibió un sonoro abucheo. Neil Kinnock se dirigió también a la conferencia, y fue la vez que más cerca estuvo de condenar directamente la violencia de los piquetes, aunque no llegó a adoptar medida alguna para expulsar de su partido a quienes la respaldaban.
Mientras tanto, el señor Scargill reafirmaba su punto de vista de que no existía el concepto de «pozos no rentables»; tan sólo existían explotaciones en las que no se habían realizado las inversiones necesarias.
Las negociaciones entre la NCB y la NUM se reanudaron el 9 de septiembre. Mientras continuaran las discusiones en torno al sexo de los ángeles resultaría difícil que el público en general pudiera detectar qué era exactamente lo que separaba las posiciones. Siempre me había preocupado que Ian MacGregor y el equipo de la NCB abandonaran inconscientemente los principios básicos en torno a los cuales se estaba librando la batalla de la huelga. En las conversaciones de julio ya habían pasado del principio de cerrar los pozos «no rentables» al concepto, mucho más nebuloso, de cerrar aquellos que no pudieran ser «explotados provechosamente». Afortunadamente, Scargill no se había mostrado dispuesto a aceptar este ambiguo objetivo. En todo momento, Peter Walker y yo tuvimos la impresión de que Ian MacGregor no acababa de comprender la despiadada crueldad de los líderes sindicales a los que se enfrentaba. Era un hombre de negocios, no un político, y pensaba en términos de lo que era razonable con el fin de alcanzar un acuerdo. Sospecho que el punto de vista de MacGregor era que una vez alcanzado el objetivo de que los mineros volvieran al trabajo podría reestructurar la industria con arreglo a sus deseos, cualesquiera que fueran los términos del acuerdo alcanzado. El resto de nosotros, como fruto de nuestra larga experiencia, comprendíamos que Arthur Scargill y sus amigos explotarían cualquier desviación de la fórmula acordada, con lo que nos encontraríamos de vuelta al principio. Era crucial para el futuro de la industria del carbón, y para el del propio país, rebatir de forma palmaria y pública la afirmación de la NUM de que no debían cerrarse los pozos no rentables, y que quedara desacreditado de una vez por todas el recurso a la huelga con fines políticos.
Fue también en septiembre cuando conocí personalmente a algunas de las integrantes de la campaña «Vuelta al trabajo», emprendida por las esposas de los mineros. Sus representantes vinieron a verme al Número 10 de Downing Street y me sentí conmovida por el valor de aquellas mujeres, cuyas familias se veían sometidas a todo tipo de abusos y amenazas. Me contaron muchas cosas y confirmaron algunas de mis sospechas acerca del modo en que la NCB estaba haciendo frente a la huelga. Me dijeron que la mayor parte de los mineros seguía sin comprender hasta donde llegaba la oferta salarial y los planes de inversión de la NCB: había que hacer mayores esfuerzos para hacer llegar su mensaje a los mineros en huelga, muchos de los cuales dependían de la NUM para obtener su información. Me confirmaron que mientras continuaran las conversaciones entre la NCB y la NUM, o hubiera perspectivas de que se reanudasen, resultaría extremadamente difícil convencer a los hombres para que volvieran al trabajo. Me explicaron el chantaje al que se habían visto sometidas pequeñas tiendas de las zonas mineras para que suministraran mercancías y alimentos a los mineros en huelga, y como estos productos estaban siendo retenidos para que no llegaran hasta los mineros que continuaban trabajando. Tal vez lo más chocante de todo lo que escuché fue que, en algunas áreas, los gestores locales de la NCB no estaban particularmente ansiosos por promover una vuelta al trabajo y que, en un área en particular, estaban tomando partido activamente en favor de la NUM para que no se produjera. En aquella industria excesivamente impregnada de política sindical nada me parecía ya imposible.
Por supuesto, lo vital para aquellas mujeres era que la NCB hiciera todo lo posible por proteger a los mineros que habían encabezado la vuelta al trabajo, transfiriéndoles en caso necesario a otros pozos donde hubiera menos militancia sindicalista, y dándoles prioridad en las solicitudes de extinción de contrato. Les dije que no les abandonaríamos —y creo que cumplí mi palabra— y que todo el país estaba en deuda con ellos.
La señora McGibbon, esposa de un minero de Kent que continuaba trabajando, intervino en la conferencia del partido conservador describiendo las amargas experiencias que habían sufrido ella y su familia. La vileza de las tácticas de los huelguistas no conocía límite. Incluso sus hijos pequeños se habían convertido en su objetivo: les habían amenazado con que sus padres morirían. Poco después de su intervención, el Morning Star publicó su dirección. Una semana más tarde su hogar fue atacado.
El 11 de septiembre se constituyó un Comité Nacional de Mineros partidarios de la vuelta al trabajo (National Working Miners’ Committee). Este fue un acontecimiento importante en la historia del movimiento de los mineros partidarios de reintegrarse a sus puestos. De manera informal, obtuve abundantes noticias acerca de lo que estaba ocurriendo a través de David Hart, un amigo que estaba haciendo grandes esfuerzos por ayudar a los mineros que continuaban con su tarea. Me sentía ansiosa por estar al corriente de todo.
El miércoles 26 de septiembre fui a York. Visité su iglesia que, recientemente, había sufrido los efectos de un rayo. El fuego había producido graves daños (castigo divino, en opinión de algunos, por la descarriada teología de los principales clérigos anglicanos). También comenté con los responsables policiales de Yorkshire y algunos habitantes de la localidad el daño que la huelga estaba ocasionando a la comunidad. Durante una comida con activistas del Partido Conservador, algunos de los procedentes de Barnley confirmaron la impresión que habíamos obtenido a todo lo largo de la huelga: la propaganda de la NCB sobre sus propuestas era realmente desastrosa. También se contaron casos de intimidación, con lo que estaba ya casi excesivamente familiarizada. Tampoco era posible dudar de las dificultades económicas que la terquedad del señor Scargill estaba haciendo pasar a sus propios seguidores. Alguien me comentó que los mineros estaban teniendo que recurrir a todo tipo de tubérculos y raíces arrancados en los campos para alimentar a sus familias. Un resultado positivo de la visita fue mi encuentro con Michael Eaton, director para la zona norte de Yorkshire de la NCB, quien había iniciado la explotación del nuevo pozo de Selby.
En York me volvieron a comentar, como habían hecho antes mis consejeros, lo eficaz que era. Tiene un hermoso y dulce acento de Yorkshire y un magnífico modo de explicar las cosas, por lo que sugerí que fuera nombrado portavoz nacional para que contribuyera a mejorar la presentación de las ofertas de la NCB. Eaton hizo un magnífico trabajo, aunque por desgracia su posición se hizo difícil debido a los celos y el obstruccionismo de otros miembros de la NCB.
Mientras tanto, la amenaza de la NACODS se nos venía sigilosamente encima. Sus líderes estaban claramente empeñados en convocar una huelga y anunciaron que se efectuaría una votación el 28 de septiembre.
El martes 25 de septiembre, Peter Walker comunicó al grupo ministerial para la crisis del carbón que parecía probable que esta vez la NACODS votara por la huelga. Estaba en lo cierto: cuando el viernes se hicieron públicos los resultados, un 82,5 por ciento de los votos le habían sido favorables.
Eran muy malas noticias. Durante toda la huelga minera los acontecimientos habían oscilado impredeciblemente en una dirección y después en la contraria —súbitamente iban a nuestro favor y de pronto, e igual de inopinadamente, se ponían en contra nuestra— y jamás llegué a sentirme totalmente confiada acerca del resultado final. Aparte de los primeros días de la huelga minera en marzo, éste fue el momento más preocupante. En Whitehall había quien temía que el triunfo empezara a inclinarse hacia el señor Scargill. Nos resultaba imposible saber qué efecto podía tener la resolución de apoyo a la NUM de la TUC. El otoño se nos echaba encima y esto podía alentar a los huelguistas. Además estaba la amenaza de la huelga de la NACODS.
Alguien sugirió que la mayor parte de los miembros de la NACODS había votado a favor de la huelga con el fin de favorecer las bazas negociadoras de sus líderes, y que la votación no significaba que necesariamente fuera a producirse. Tras la votación, la ejecutiva de la NACODS había anunciado una prórroga de nueve días para su comienzo lo que, hasta cierto punto, hacía plausible esta interpretación. Para la mayor parte de los líderes, la disputa original acerca del cruce de las líneas de los piquetes era totalmente secundaria; su objetivo real era garantizar que el fin de la huelga minera se produciría en los términos deseados por la NUM. Nuestra única oportunidad de evitar la huelga de NACODS, o de minimizar sus efectos si era imposible impedirla, consistía en introducir una cuña entre los líderes del sindicato y sus afiliados. Era por tanto vital que la actitud de la NCB fuera extremadamente conciliadora, dentro de lo posible, acerca de las cuestiones clave.
La NCB y la NACODS mantuvieron una reunión el lunes 1 de octubre. Llegaron a una serie de acuerdos salariales y trazaron unas líneas maestras respecto al tema del cruce de las líneas de los piquetes. Además, la NCB anularía la circular del 15 de agosto. Al día siguiente hubo conversaciones en torno a los mecanismos de revisión de los pozos y sobre la posibilidad de establecer alguna forma de arbitraje en caso de desacuerdo. Esto último había de convertirse en el problema más difícil de resolver. Por elaborado que fuera el proceso de consultas, la NCB se negaba a conceder a un tercero en discordia el derecho a adoptar la última decisión acerca del cierre de los pozos. Esto, aunque era en general comprendido, no debía exponerse de una manera excesivamente cruda.
Durante todo este período nos enfrentamos a todo tipo de presiones y comentarios hostiles. La conferencia del Partido Laborista respaldó de todo corazón a la NUM y condenó a la policía. Probablemente lo peor de todo fuera el discurso de Neil Kinnock, en el que, bajo la presión del ala izquierdista y los sindicatos, dio marcha atrás respecto a la actitud más crítica que había adoptado en la conferencia de la TUC. Se refugió en una condena generalizada de la violencia, en la que no hacía distinción alguna entre el uso de la violencia para violar la ley y el uso de la fuerza para hacerla respetar. Incluso logró equiparar la violencia y la intimidación con los males sociales que, según él, sufría Gran Bretaña: «La violencia de la desesperación, del paro de larga duración […] la soledad, el deterioro y la fealdad». No es de extrañar que el Partido Laborista perdiera tanto apoyo en Nottinghamshire entre los mineros y sus familias. Ellos sabían de primera mano qué era la violencia, aunque en el caso del líder de los laboristas no fuera así.
Como siempre, la conferencia del Partido Conservador se produjo inmediatamente después de la de los laboristas. Dediqué buena parte del tiempo que pasé en Brighton a seguir, como me fue posible, el curso de las negociaciones entre la NUM y la NCB en la sede del Servicio de Asesoramiento, Conciliación y Arbitraje (Advisory, Conciliation and Arbitration Service, ACAS).
Estas discusiones abarcaron toda la duración de la conferencia de nuestro partido. Durante la misma, Leon Brittan y Peter Walker realizaron una encendida defensa de nuestra posición. Pero el acontecimiento que ocupaba nuestros pensamientos en aquel momento era la bomba que el IRA había hecho estallar en el Grand Hotel. Mató a cinco de nuestros amigos y estuvo a punto de matarme a mí, a otros miembros del Gabinete y a muchas personas más.
CAMBIAN LAS TORNAS
Hacia finales de octubre, la situación experimentó un nuevo y espectacular cambio. En el plazo de una semana, tuvieron lugar tres acontecimientos que resultaron especialmente esperanzadores para nosotros y debieron representar auténticos mazazos para el señor Scargill. En primer lugar, el martes 24 de octubre, la ejecutiva de la NACODS decidió finalmente no ir a la huelga. No está claro qué fue exactamente lo que ocurrió. Con toda probabilidad, los moderados de la ejecutiva debieron convencer a los representantes de la línea dura de que sus afiliados se negarían a hacer el papel de secuaces de Arthur Scargill.
En segundo lugar, fue en aquellas fechas cuando los procedimientos judiciales empezaron finalmente a producir resultados. He mencionado ya una querella interpuesta contra la NUM por dos mineros de Yorkshire: el Tribunal Supremo se había pronunciado a favor de los dos trabajadores y había dictaminado que la huelga de Yorkshire no podía considerarse «oficial». La NUM había ignorado el veredicto y, como resultado, un asombrado señor Scargill había recibido un requerimiento judicial en plena conferencia del Partido Laborista. El 10 de octubre, tanto él como el sindicato habían sido considerados culpables de desacato y les había sido impuesta una multa de 1.000 y 200.000 libras respectivamente. La multa del señor Scargill fue pagada anónimamente, pero la NUM se negó a pagar y el Tribunal Supremo ordenó el embargo de sus bienes. Pronto quedó claro que el sindicato minero se había preparado para la eventualidad, pero la presión financiera a la que se vio sometido fue muy fuerte y su capacidad organizativa quedó enormemente mermada.
Finalmente, el domingo 28 de octubre —tan sólo tres días después de la orden de embargo— el Sunday Times reveló que un miembro de la NUM había visitado Libia y había apelado personalmente al coronel Gaddafi, pidiéndole apoyo. Estas noticias eran asombrosas y hasta los amigos del señor Scargill quedaron consternados. A comienzos de octubre, él mismo (viajando con el alias de Mr. Smith) había visitado París, acompañado por su colega Roger Windsor, para entrevistarse con representantes del sindicato comunista francés, la CGT. En la reunión estuvo presente un libio que, según el señor Scargill afirmó posteriormente, era un representante de los sindicalistas de aquel país (una rara especie sin duda, ya que el coronel Gaddafi había disuelto todos los sindicatos tras su acceso al poder en 1969). Parece probable que Gaddafi hiciera una donación a la NUM. Aunque no se sabe cuál fue su importe, se ha sugerido una suma de 150.000 libras. La visita del señor Windsor a Libia fue una continuación de la reunión de París.
Está demostrado más allá de toda duda que la NUM recibió también una aportación procedente de otra fuente igualmente improbable: los inexistentes «sindicatos» de Afganistán, por aquel entonces controlado por los soviéticos. En septiembre habían empezado a aparecer informes de que la NUM estaba recibiendo ayuda de los mineros soviéticos, un grupo cuyos miembros habrían visto con envidia las libertades, ingresos y condiciones de trabajo de sus equivalentes británicos. La información fue confirmada en noviembre. Estaba perfectamente claro que la iniciativa contaba con el apoyo del Gobierno soviético, ya que en caso contrario los mineros soviéticos jamás habrían tenido acceso a una moneda convertible. Nuestro desagrado ante estas informaciones fue puesto en conocimiento del embajador soviético de forma inequívoca, y yo misma le planteé el tema al señor Gorbachov, quien afirmó no estar al corriente[33], durante su primera visita a Gran Bretaña en diciembre.
Todo esto dañó gravemente la causa de la NUM, incluso de cara a otros compañeros sindicalistas. El pueblo británico siente gran simpatía por quien lucha por su puesto de trabajo, pero muy poca por quien busca la ayuda de potencias extranjeras para destruir la libertad de su país.
En noviembre el suelo continuó abriéndose bajo los pies de los radicales de la NUM. La NCB aprovechó el momento para lanzar una campaña en favor de la vuelta al trabajo. Se anunció que los mineros que se reintegrasen antes del lunes 19 de noviembre recibirían una sustanciosa bonificación de Navidad. La NCB montó una campaña directa por correo para llamar la atención de los mineros en huelga sobre la oferta. Combinada con la creciente desilusión con el señor Scargill, tuvo un efecto inmediato. Durante la primera semana, justo después de realizarse la oferta, volvieron al trabajo 2.203 mineros, seis veces más que la semana anterior. El retorno más significativo se produjo en North Derbyshire. Nuestra estrategia consistía en permitir que esta campaña continuara sin intentar obtener de ella ninguna rentabilidad política explícita, lo que podría haber sido contraproducente. Les dije a los ministros que había que permitir que las cifras hablaran por sí mismas, pero que debíamos seguir recalcando hasta qué punto era generoso lo que se ofrecía. Yo estaba muy interesada en que el público fuera consciente de que, a pesar de todos los esfuerzos de Scargill, la situación estaba por fin encarrilada en la dirección correcta.
En un discurso pronunciado en un banquete ofrecido por el alcalde de Londres el lunes 12 de noviembre manifesté:
El Gobierno se mantendrá firme. La NCB no puede ir más lejos. Día tras día, hombres y mujeres responsables se van distanciando de esta huelga. Los mineros están reafirmando el derecho a reintegrarse a sus puestos de trabajo. Quienes pertenecen a otros sindicatos ven ahora claramente la verdadera naturaleza y fines de quienes dirigen esta huelga.
Este ha sido un conflicto trágico, pero algo bueno saldrá de él. La valentía y lealtad de los mineros que decidieron continuar en su puesto de trabajo y la de sus familias jamás será olvidada. Su ejemplo servirá para hacer avanzar la causa del sindicalismo moderado y razonable en todo el mundo. Cuando la huelga finalice la victoria habrá sido suya.
De hecho, permanecía en contacto con representantes de los mineros que continuaban trabajando. Estaba deseosa de verles, pero al parecer existían ciertas rivalidades entre dos grupos: entrevistarme con uno de ellos sin estar presente el otro habría producido resentimientos y recibir a ambos a la vez habría sido poco diplomático. Acepté los consejos de Peter Walker en este sentido, pero comenté a mi equipo de ayudantes que deseaba ofrecer una recepción a los representantes de todos estos mineros y sus esposas en el Número 10, cosa que de hecho hice. (También me encontré con algunos de ellos en un buffet, que tuvo como anfitrión a Woodrow Wyatt, a finales de marzo del año siguiente).
Como otras muchas personas, sospecho, en el transcurso de la huelga me había visto obligada a reflexionar mucho sobre los peligros que amenazan a la democracia. En julio, en vísperas de las vacaciones parlamentarias, había hablado ante una reunión del Comité del 22 (‘22 Committee) sobre el tema del «enemigo interior». El discurso había provocado un gran número de comentarios hostiles. Los críticos habían intentado distorsionar mis palabras sugiriendo que la expresión era una referencia a los mineros en su conjunto, y no a la minoría de militantes marxistas —que era a quienes realmente estaba dirigida. Volví sobre el tema en el discurso que pronuncié en la sede tradicional del conservadurismo, el club Carlton, la noche del lunes 26 de noviembre—. Yo era la segunda conferenciante, el primero había sido Harold Macmillan, que recientemente había atacado nuestra forma de actuar durante la huelga en el discurso, característicamente elegante, de su primera toma de posesión en la Cámara de los Lores. En mi análisis sobre la amenaza del extremismo antidemocrático no sólo había tenido en cuenta a los líderes de la NUM, sino también a los terroristas que habían mostrado sus criminales intenciones en el Grand Hotel de Brighton pocas semanas antes. Esta fue mi reflexión:
Últimamente está de moda el punto de vista, que resulta extremadamente conveniente para muchos grupos con intereses peculiares, de que no hay necesidad de aceptar el veredicto de la mayoría: de que la minoría debería ser libre de presionar, e incluso coaccionar, para invertir ese veredicto. Los marxistas, por supuesto, siempre han dispuesto de una excusa cuando pierden las votaciones: sus oponentes no tienen «conciencia de clase» y no es necesario tomar en cuenta sus puntos de vista. Pero como de costumbre, los marxistas sólo ofrecen una falsa coartada intelectual a grupos que lo único que persiguen es satisfacer sus propios intereses.
[…] Ahora que hemos ganado la lucha por la democracia, no es ninguna heroicidad violar las leyes del país como si aún siguiéramos luchando en una ciénaga en la que no hubiera surgido la civilización. El concepto fair play es una forma muy británica de definir el «respeto por las reglas». No debe utilizarse para permitir que la minoría se imponga a la mayoría tolerante. Con todo, estos son los peligros a los que nos enfrentamos hoy en día en Gran Bretaña. En un extremo del espectro se encuentran los grupos terroristas, que actúan dentro de nuestras propias fronteras, y los estados terroristas, que los financian y arman. En el otro se encuentra la izquierda pura y dura, que actúa desde dentro de nuestro sistema conspirando para servirse del poder de los sindicatos y el aparato de los gobiernos locales para violar, desafiar y subvertir las leyes.
La vuelta al trabajo siguió adelante, pero también lo hizo la huelga. A la policía le resultaba más difícil prevenir los actos de violencia e intimidación lejos de las bocas de las minas, ya que su perpetración no requería un gran número de hombres. Por ello, los sindicalistas más agresivos se concentraron en este tipo de acciones. Se produjeron multitud de incidentes. Uno que me impresionó especialmente tuvo lugar el viernes 23 de noviembre cuando Michael Fletcher, un minero de Pontefract, en Yorkshire, que seguía trabajando, fue atacado por un grupo de compañeros que le dio una paliza en su propio hogar. Por este crimen fueron arrestados nada menos que diecinueve hombres. Una semana más tarde se produjo uno de los sucesos más sobrecogedores de la huelga: un poste de cemento de un metro de longitud fue arrojado desde el puente de una autovía sobre un taxi que llevaba al trabajo a un minero del sur de Gales. El conductor, David Wilkie, murió. Me pregunté si el salvajismo de aquella gente tendría algún límite.
Al pasar la fecha límite de la bonificación navideña del 19 de noviembre, el regreso al trabajo se ralentizó un tanto. La esposa de uno de los mineros que seguían trabajando me envió un mensaje explicándome que existían dos razones adicionales. En primer lugar, algunos de los mineros que habían decidido reintegrarse a sus puestos lo harían después de las Navidades para evitar las amenazas a sus familias durante las vacaciones. En segundo lugar, había corrido la noticia de que iban a iniciarse nuevas conversaciones entre la NUM y la NCB, y las conversaciones siempre habían tenido un efecto negativo sobre el movimiento de vuelta al trabajo. A pesar de ello resultaba difícil impedir que se celebraran nuevas negociaciones, aunque era prácticamente seguro que la intransigencia del señor Scargill haría que fracasaran. Empleando como intermediario a Robert Maxwell, algunos personajes clave de la TUC estaban buscando desesperadamente una forma de poner fin a la huelga que permitiera a Scargill y a los huelguistas salvar la cara. Por supuesto, estaba claro que sólo asegurándonos de que éstos perdieran su prestigio, y de que la derrota y el rechazo por parte de su propia gente fueran manifiestos, conseguiríamos domar a los huelguistas. Sospecho que algunos de los líderes sindicales eran conscientes de ello. Desde luego, algunos de ellos tenían razones para saber que Norman Willis, secretario general de la TUC, había mantenido una actitud absolutamente honorable a lo largo de toda la huelga, contrariamente a lo que habían hecho los líderes del Partido Laborista. Hacía poco, aquel mismo mes, había hablado en un mitin de la NUM en el sur de Gales. Intentaron acallarle con gritos cuando condenó la violencia de los piquetes y, en un momento estremecedor del que fuimos testigos yo y millones de personas a través de la televisión, hicieron descender un lazo de horca desde el techo, que quedó suspendido justo por encima de su cabeza.
David Basnett, secretario general de la GMWU y Ray Buckton, secretario general de ASLEF, mantuvieron una reunión privada con Peter Walker en la que pusieron de manifiesto su deseo de que la TUC interviniera. Medité cuál debía ser nuestra respuesta. Por una parte, la última cosa que deseaba era franquear la entrada del Número 10 a los líderes de la TUC en su viejo papel de «intermediarios del poder». Por otra parte, un rechazo torpe podía granjearnos la enemistad del ala moderada de los sindicatos.
Aparentemente, la TUC proponía plantear a la NUM y la NCB la idea de una vuelta al trabajo seguida de negociaciones sobre un nuevo Plan para el Carbón. Estas tendrían una duración límite de entre ocho y doce semanas. La TUC deseaba saber si estaríamos dispuestos a dar nuestro apoyo a esta propuesta. En opinión de Peter Walker, tenía ciertas ventajas. Yo era más consciente de las dificultades que planteaba. Manifesté que existían tres principios a los que debíamos mantenernos fieles. En primer lugar, toda conversación sobre el futuro de la industria debía tener lugar tras la vuelta al trabajo. Además, no debía acordarse nada que socavara la posición de los mineros que habían seguido trabajando. Por último, era esencial impedir que la NUM afirmara que el programa de cierre de pozos había sido retirado o incluso que no habría cierres mientras duraran las negociaciones. Tenía que quedar bien claro que la NCB era libre de emplear el procedimiento de revisión de minas ya existente con arreglo a las modificaciones previstas en el acuerdo con la NACODS.
Al acabar el año, nuestro principal objetivo era favorecer la reincorporación de los mineros al trabajo a partir del 7 de enero, primer lunes laborable del nuevo año. Aunque la oferta de bonificación del NCB había expirado, seguían existiendo poderosos incentivos financieros para que los huelguistas volvieran al trabajo en un futuro inmediato ya que, si lo hacían antes de finalizar el año fiscal el 31 de marzo, pagarían poco en impuesto sobre la renta, de pagar algo. Un gran éxito estratégico sería conseguir que volviera al trabajo más de un 50 por ciento de los afiliados a la NUM. Si lo conseguíamos, el hecho sería equivalente, en términos prácticos y propagandísticos, a una votación nacional en favor de poner fin a la huelga. Esto requeriría la reincorporación de otros 15.000 mineros, objetivo para el cual la NCB estaba preparando una nueva campaña a través del correo y de anuncios en la prensa. También era vital comunicar a los mineros y a la opinión pública en general que, contrariamente a las predicciones cada vez más desesperadas e inverosímiles de Scargill, no habría restricciones energéticas ese invierno. Nos abstuvimos de hacer tal proclama hasta tener la absoluta seguridad de que podíamos cumplirla pero, finalmente, Peter Walker pudo hacer público, el 29 de diciembre, un comunicado manifestando que el presidente de la CEGB le había garantizado que, con el nivel alcanzado en la producción de carbón, no se producirían restricciones de energía en todo el año 1985.
LA HUELGA EMPIEZA A DESMORONARSE
La cuestión ahora era saber cuál sería el efecto de tantas novedades sobre la reincorporación al trabajo en enero. En algunas zonas el ritmo se vio inicialmente afectado por el mal tiempo, que también tuvo efectos negativos sobre el transporte de carbón (hasta hacía poco me preocupaba la posibilidad de que el invierno fuera frío, pero afortunadamente el tiempo fue bueno en la mayor parte del país). Según avanzaba el mes de enero, el ritmo fue en aumento. A mediados de mes, casi 75.000 miembros del sindicato minero habían abandonado la huelga y el ritmo de vuelta al trabajo se aproximaba ya a los 2.500 trabajadores a la semana. Estaba claro que el fin estaba cerca.
No tardó en aparecer una especie de patrón de conducta. En primer lugar los mineros establecían una «cabeza de puente» en los pozos en huelga: cincuenta o más de los que más ansiosos estaban por volver al trabajo entraban juntos, frecuentemente un jueves o un viernes, cuando su acción atraía menos atención. A partir de ahí, los acontecimientos podían desarrollarse muy rápidamente. El aumento de la producción no podía por menos que ser más lento que el ritmo de vuelta al trabajo, pero la tendencia en la buena dirección estaba ya presente.
Lo único que seguía teniendo capacidad para ralentizar el proceso era el anuncio de nuevas negociaciones; y así ocurrió. Cuando se hizo público el acuerdo entre la NCB y la NUM para celebrar «conversaciones sobre las conversaciones» a partir del lunes 21 de enero, se redujo el ritmo de vuelta al trabajo a algo menos de la mitad del de la semana anterior.
Mientras tanto, la atención del público se centraba cada vez más en los intentos de los encargados del embargo por seguir la pista y recuperar los fondos de la NUM, que habían sido transferidos al extranjero. A comienzos de diciembre, las nuevas acciones legales emprendidas por mineros habían llevado a la destitución de los fideicomisarios de la NUM y al nombramiento de un administrador judicial. Por supuesto, estos temas concernían básicamente a los tribunales pero, incluso con todas las armas legales, había tales dificultades para seguirle la pista al dinero que los responsables del embargo probablemente no hubieran podido ni tan siquiera cubrir sus gastos. Por ello, Michael Havers comunicó a la Cámara de los Comunes el martes 11 de diciembre que el Gobierno les indemnizaría por sus pérdidas. No podíamos quedarnos cruzados de brazos y dejar que se frustraran las iniciativas del Tribunal. También contribuimos intentando lograr la máxima colaboración de los Gobiernos extranjeros —Irlanda y Luxemburgo— en cuyas jurisdicciones había depositado su dinero la NUM. Hacia finales de enero se habían recuperado alrededor de 5 millones de libras. Si la posición de Scargill parecía desesperada, la del Partido Laborista era ridícula. Por aquel entonces, hubo otro debate de censura en la Cámara de los Comunes en el que intervine en nombre del Gobierno. Al igual que en la ocasión anterior desafié a Kinnock a que expusiera su posición, aunque fuera tardíamente:
Durante toda la huelga, su señoría ha tenido la opción de hacer frente a los líderes de la NUM o de mantenerse en silencio. Cuando los líderes de la NUM convocaron una huelga sin votación previa, desafiando las normas del propio sindicato, su señoría permaneció en silencio. Cuando, por medio de la violencia, los piquetes intentaron cerrar los pozos en Nottinghamshire y otros lugares, en contra de los deseos democráticamente expresados de los mineros locales, su señoría permaneció en silencio. Cuando la NUM intentó imponer la «ley de las masas» en Orgreave, su señoría permaneció en silencio. Sólo cuando el secretario general de la TUC tuvo la valentía de decirle a los líderes del sindicato minero que sus tácticas eran inaceptables, decidió su señoría asumir el papel de pequeño sir Eco. Desafío al líder de la oposición. ¿Urgirá su señoría a la NUM para que acepte ese acuerdo, o no?
[Miembros del Parlamento: «¡Conteste!»]
No contestará. No tiene valor para hacerlo.
Ahora el problema real era cómo y cuándo acabaría la huelga. A comienzos de febrero el número de mineros que volvían al trabajo descendió de nuevo debido al anuncio de nuevas conversaciones. La TUC seguía intentando actuar como intermediaria entre la NCB y la NUM. A estas alturas la NCB había llegado a la conclusión, muy correcta, de que durante las negociaciones debía ponerse todo por escrito para evitar que los líderes del sindicato minero pudieran deformar el contenido de las negociaciones con el fin de obtener ventajas tácticas. Por su parte, Scargill seguía afirmando en público que no estaba dispuesto a aceptar el cierre de pozos por motivos económicos. No resulta pues nada sorprendente que los mineros que trabajaban y sus familias se sintieran preocupados y perplejos por la noticia de la reanudación de las negociaciones. El lunes 4 de febrero escribí a la mujer de un minero para tranquilizarla:
Comprendo perfectamente su temor de que los líderes de la NUM consigan eludir sus responsabilidades por todo el dolor que han causado, pero creo que los miembros de la Junta del Carbón se han mantenido y siguen manteniéndose firmes en su posición. Por mi parte, he dejado bien claro que no debe haber equívocos sobre la cuestión central, y que no podemos traicionar a los mineros que trabajan, a los que tanto debemos […].
Por aquellas fechas, los responsables de la NUM no podían albergar duda alguna sobre hasta qué punto se habían vuelto en su contra los acontecimientos desde el conflicto de la NACODS del otoño anterior. Los líderes de ésta organización empezaron a presionar a la NCB para que se reanudaran las negociaciones con el fin de ayudar a la NUM. Escarmentada por sus anteriores errores, la NCB evitó dar a la NACODS excusa alguna para que volviera a amenazar con un conflicto laboral.
Los líderes de la TUC seguían mostrándose ansiosos por evitar una derrota humillante de los sindicalistas, pero estaba claro que Scargill no tenía la más mínima intención de ceder; de hecho, había afirmado públicamente que prefería una vuelta al trabajo sin acuerdo antes que aceptar las propuestas de la NCB. Por su parte, ésta había comunicado a la TUC que no existía ninguna base para la negociación en los términos que seguía exigiendo la NUM. Yo reconocía que, aunque sus motivos eran sin duda ambivalentes, los líderes de la TUC, y en especial el secretario general, habían venido actuando de buena fe. Debían de haber comprendido a aquellas alturas que no había posibilidad de razonar con Scargill. Por consiguiente, cuando una delegación de la TUC pidió entrevistarse conmigo acepté.
Me reuní con Norman Willis y otros líderes sindicales en el Número 10, la mañana del martes 19 de febrero. Por parte del Gobierno me acompañaban Willie Whitelaw, Peter Walker y Tom King. La reunión se desarrolló en un ambiente cordial. Norman Willis hizo una exposición muy ajustada a la realidad sobre la posición negociadora de la NUM. Como respuesta, dijo que apreciaba los esfuerzos de la TUC. También yo deseaba que la huelga se resolviera lo antes posible, pero esto exigía una clara solución a las cuestiones básicas del conflicto. No servía a los intereses de ninguna de las partes poner fin a la huelga con una fórmula equívoca, ya que las discusiones sobre su interpretación y las acusaciones de mala fe podían convertirse en la base de un nuevo enfrentamiento. No estaba de acuerdo con Wil que hubiera muestras de que se estuviera produciendo un cambio significativo en la posición de la ejecutiva de la NUM. Ofrecí garantías de que el acuerdo con la NACODS sería respetado en su totalidad y aseguré que no veía dificultad alguna en su puesta en práctica. Una resolución eficaz del conflicto requería una clara comprensión de cuáles eran los procesos pertinentes para proceder al cierre de los pozos, el reconocimiento del derecho de la NCB a gestionarlos y tomar las decisiones finales, y la aceptación de que la Junta tomaría en consideración el rendimiento económico de los pozos a la hora de decidir.
EL FINAL DE LA HUELGA
Resultaba ya evidente para los mineros y la opinión pública en general que la TUC no estaba dispuesta a impedir que los acontecimientos siguieran su curso, ni tenía capacidad para hacerlo. Los mineros estaban volviendo al trabajo en gran número y el ritmo iba en aumento. El miércoles 27 de febrero se alcanzó la cifra mágica: más de la mitad de los afiliados a la NUM habían abandonado ya la huelga. El domingo 3 de marzo, en una conferencia de delegados de la NUM, se votó a favor de la vuelta al trabajo, en contra de los consejos de Scargill. Así ocurrió, a lo largo de los días siguientes, incluso en las zonas de mayor militancia. Aquel domingo concedí una entrevista a los periodistas en el exterior del Número 10. A la pregunta de quién había ganado, si es que había ganado alguien, repliqué:
Si alguien ha ganado han sido los mineros que permanecieron en el trabajo, los estibadores que permanecieron en el trabajo, los trabajadores del sector de la energía que permanecieron en el trabajo, los conductores de camiones que permanecieron en el trabajo, los ferroviarios que permanecieron en el trabajo y los directivos que permanecieron en el trabajo. En otras palabras, toda la gente que hizo que las ruedas de Gran Bretaña siguieran girando y que, a pesar de la huelga, logró una producción global récord en el país el año pasado. Ha sido toda la población trabajadora de Gran Bretaña la que ha mantenido en marcha el país.
Así terminó la huelga. Había durado casi exactamente un año. Incluso en aquel momento era imposible tener la seguridad de que los sindicatos no fueran a encontrar alguna nueva excusa para convocar otra huelga al invierno siguiente, por lo que adoptamos medidas para volver a acumular reservas de carbón y petróleo y continuamos vigilando muy de cerca los acontecimientos en la industria del carbón. Me preocupaba especialmente el peligro al que se enfrentaban los mineros que se habían mantenido en sus puestos y sus familias ahora que la atención general se había alejado de los pueblos mineros. En mayo me reuní con Ian MacGregor para subrayar hasta qué punto era vital que recibieran la consideración y el apoyo necesarios.
Como conflicto laboral, la huelga había sido totalmente innecesaria. La posición de la NUM durante toda la huelga —que no se podían cerrar los pozos no rentables— era totalmente irracional. Jamás durante todo mi período como primera ministra hubo ningún otro grupo que hiciera demandas similares, y menos aún que fuera a la huelga por ellas. Solamente en un estado totalitario, con una economía de sitio, una industria nacionalizada, control de la mano de obra y barreras a la importación, podría haber funcionado la industria del carbón al margen de las realidades financieras y las fuerzas de la competencia, y aun así, lo habría hecho por poco tiempo. Pero, para la gente como Scargill, estos eran objetivos deseables. La inviabilidad de la política de la NUM respecto al cierre de los pozos es una pista más —si las declaraciones públicas no fueran suficiente— sobre la naturaleza real de aquel conflicto.
La huelga estableció sin lugar a dudas la evidencia de que la industria del carbón británica no podía ser inmune a las fuerzas económicas, que se aplican tanto en el sector público como en el privado. A pesar de las fuertes inversiones, el carbón británico ha sido incapaz de competir en los mercados mundiales y, como resultado, la industria británica del carbón ha sufrido un declive aún mayor de lo que ninguno de nosotros había previsto en tiempos de la huelga.
Con todo, el conflicto minero siempre tuvo motivos que iban mucho más allá del problema de los pozos no rentables. Fue una huelga política, y por ello su resultado tuvo un alcance que trascendía con mucho la esfera económica. Desde 1972 a 1985, la opinión al uso mantenía que Gran Bretaña sólo era gobernable con el consentimiento de los sindicatos. Ningún gobierno podía realmente sobrevivir a una huelga importante, especialmente a una huelga del sindicato minero, y menos aún salir victorioso. Incluso cuando estábamos introduciendo reformas en las leyes sindicales, superando conflictos menores como la huelga de las acerías, mucha gente, y no sólo de izquierdas, seguía pensando que los mineros tenían en su mano el veto definitivo, y que algún día lo utilizarían. El día de la confrontación había llegado y había tocado a su fin. Nuestra determinación de hacer frente a la huelga animó a los sindicalistas de a pie a hacer frente a los activistas de la organización. Lo que el resultado de la huelga dejó perfectamente claro fue que la izquierda fascista no conseguiría hacer ingobernable Gran Bretaña. Los marxistas querían desafiar las leyes del país con el fin de desafiar las leyes de la economía. Fracasaron y, al hacerlo, demostraron hasta qué punto son mutuamente interdependientes una economía libre y una sociedad libre. Es una lección que nadie debería olvidar.