CAPÍTULO XII



De vuelta a la normalidad

Política, economía y asuntos exteriores desde las elecciones hasta finales de 1983

En política el éxito es mucho más agradable que el fracaso, pero también va acompañado de más problemas. Según la sabiduría convencional, reforzada por la mitología clásica, esto es una cuestión de arrogancia o, al menos, de complacencia. Pero no siempre es así. Tampoco lo fue, de hecho, durante los seis meses un tanto agitados que siguieron a las elecciones generales de 1983. En aquella ocasión surgieron problemas más sutiles. Uno de ellos fue que los medios de comunicación, que durante la campaña se habían sentido obligados a cubrir discusiones políticas reales sobre opciones prácticas, no tardaron en volver al deporte, mucho más entretenido, de apuntarse tantos en contra del Gobierno. Existía un segundo problema, al que nos veíamos obligados a enfrentarnos cada vez más con el paso de los años: cuanto menor era la amenaza del socialismo, más propensión mostraba la opinión pública a irritarse ante las inevitables dificultades y desilusiones que conlleva una economía de libre empresa. En 1983 teníamos que hacer frente también a otros dos problemas, uno de los cuales había sido obra nuestra mientras que el otro, no. El primero era que el manifiesto de nuestro programa de 1983 no inspiró en el Gobierno el tipo de espíritu de cruzada que habría representado un buen punto de partida de cara al nuevo Parlamento. Algunos de nuestros principales compromisos, tales como la disolución del ayuntamiento del Gran Londres (GLC) y de los ayuntamientos metropolitanos y la introducción de la limitación impositiva, gozaban de popularidad pero chocaron con una dificultad a la que tiene que hacer frente toda administración reformadora: que la aprobación de la mayoría silenciosa no es enemigo para el coro de desaprobación de la minoría organizada. Los socialistas de izquierda de los municipios y las organizaciones subvencionadas que éstos utilizaban como tapadera eran duchos en la organización de campañas para sacar partido de todo error en la presentación de las ideas del Gobierno. Buena parte del manifiesto prometía «más de lo mismo». No puede decirse que sea un gran grito de guerra, aunque no hay duda de que hacía falta abundar en lo ya hecho. Aún no habíamos recortado los impuestos tanto como deseábamos, había que trabajar más en las leyes sindicales y el programa de privatizaciones (que, tal vez, constituiría el mayor avance de aquella legislatura) prácticamente no se había emprendido todavía. Había que volver a presentar el proyecto de ley de privatización de British Telecom, que había quedado en suspenso ante las elecciones.

No se nos podía responsabilizar del segundo problema: la excesiva persistencia del socialismo en Gran Bretaña. La suerte del socialismo no depende del Partido Laborista: de hecho, a largo plazo, sería más exacto decir que la suerte del laborismo depende de la del socialismo. Y el socialismo seguía formando parte de las instituciones y de la mentalidad de Gran Bretaña. Habíamos vendido miles de viviendas municipales, pero un 29 por ciento del parque de viviendas seguía perteneciendo al sector público. Habíamos incrementado los derechos y la participación de los padres en el sistema educativo, pero el carácter distintivo de las aulas y los centros de formación de profesorado seguía siendo tozudamente izquierdista. Habíamos hecho frente al problema del aumento de la eficiencia en los gobiernos locales, pero los reductos de la izquierda en las grandes ciudades permanecían virtualmente intactos. Habíamos recortado el poder de los sindicatos pero, aún así, casi un 50 por ciento de la fuerza de trabajo empleada pertenecía a ellos. Esta cifra representaba una afiliación muy superior a aquella de la que gozaban nuestros principales competidores y alrededor de cuatro millones de personas trabajaban en lugares controlados por los sindicatos. Lo que es más, como demostraría en breve la huelga de los mineros, el poder de la izquierda pura y dura en los sindicatos seguía siendo dominante. Habíamos obtenido una gran victoria en la guerra de las Malvinas, dándoles el mentís a aquellos años en los que la influencia británica parecía condenada a una inexorable desaparición; pero persistía aún una amarga envidia contra el poderío norteamericano y, en ocasiones, un antiamericanismo aún más profundo que era compartido por demasiadas personas en todo el espectro político.

En última instancia, el problema que se me planteaba era sencillo. Aún había una revolución pendiente, pero pocos revolucionarios. El nombramiento del primer Gabinete del nuevo Parlamento, que incongruentemente tuvo lugar con el acompañamiento de fondo de música militar tradicional y una ceremonia en honor a la bandera, parecía una ocasión ideal para reclutar unos cuantos.

EL NUEVO GOBIERNO

Empecé por prescindir de un aspirante a piloto cuyo sentido de la orientación había resultado deficiente en más de una ocasión. Al sustituir a Peter Carrington por Francis Pym como ministro de Asuntos Exteriores, había cambiado un whip divertido por otro sombrío. Incluso la perspectiva de una abultada victoria en las elecciones le hacía mascullar terribles advertencias. Francis y yo estábamos en desacuerdo en cuanto a la orientación de nuestra política, en nuestro enfoque de gobierno y, de hecho, respecto a la vida en general. Sin embargo, era apreciado en la Cámara de los Comunes, que siempre responde bien ante un ministro al que se supone enfrentado con el Gobierno, lo que en ocasiones se confunde con la independencia de criterio. Esperaba que aceptara convertirse en presidente de la Cámara de los Comunes y sigo pensando que habría hecho bien el trabajo. (En realidad, no tengo nada claro que pudiéramos haberle garantizado el cargo ya que la decisión, por supuesto, corresponde a la Cámara). En cualquier caso, él no estaba dispuesto a hacerlo. Prefirió sentarse en los bancos del fondo, junto a los demás diputados novatos, desde donde actuaba como crítico no muy eficaz del Gobierno.

También pedí a David Howell y Janet Young que abandonaran el Gabinete. Las limitaciones de David Howell como administrador habían resultado evidentes durante su estancia al frente del Ministerio de Energía, y nada de lo que hizo en el de Transportes llegó a sugerirme que mi juicio sobre él fuese equivocado. Tenía esa facultad para la crítica desapasionada que resulta excelente en la oposición o cuando uno es presidente de un comité, pero carecía de la mezcla de imaginación política creativa y empuje práctico necesaria para ser un ministro de primera línea. Le pedí a Janet Young que cediera su puesto a Willie Whitelaw como líder de la Cámara de los Lores. Ella era muy popular entre sus señorías, pero demostró carecer de la presencia de ánimo necesaria para liderar eficazmente a los lores y tal vez fuera una defensora excesivamente consistente de la cautela en todas las ocasiones. Permaneció en el Gobierno, aunque fuera del Gabinete, como ministra de Estado para Asuntos Exteriores. Lamenté la pérdida, tanto de David como de Janet, por motivos personales, ya que ambos habían estado muy próximos a mí cuando estábamos en la oposición.

Willie Whitelaw era evidentemente la persona adecuada para sustituir a Janet. De hecho se había convertido, lisa y llanamente, en una persona indispensable para mí en el Gabinete. Sabía que estaría de mi lado en las ocasiones realmente importantes y, gracias a su historial, personalidad y posición en el partido, en ocasiones era capaz de hacer cambiar de opinión a los compañeros cuando yo no conseguía hacerlo. Con todo, Willie no lo tuvo fácil como ministro del Interior.

Le sucedió en el cargo Leon Brittan. Jamás nombré a un ministro del Interior que compartiera todas mis intuiciones sobre el cargo, pero pensé que al menos Leon podría incorporar a la tarea su aguda mentalidad de abogado y su rigor intelectual. No perdería el tiempo con el falso sentimentalismo que impregna tantas discusiones sobre las causas de la criminalidad.

Visto a posteriori supongo que antes debería haberle puesto a cargo de algún otro Ministerio. Necesitaba la experiencia de dirigir un Ministerio antes de pasar a uno de los tres grandes cargos del Estado. Una promoción excesivamente rápida puede poner en peligro, a largo plazo, el futuro de los políticos. Hace que la prensa y los compañeros se pongan en su contra y los vuelve quisquillosos y faltos de seguridad sobre su posición, lo que les hace vulnerables. Leon sufrió bastante en este aspecto, pero también tenía grandes recursos. Por ejemplo, demostró ser extremadamente capaz a la hora de diseñar el paquete de medidas destinado a endurecer las condenas de los criminales violentos, que presentamos tras el rechazo de la Cámara de los Comunes al restablecimiento de la pena capital en una votación libre en julio. Demostró ser duro y competente durante la huelga de los mineros en 1984-1985. No obstante, también tenía debilidades que no tenían relación alguna con las circunstancias de su nombramiento. Como otros abogados brillantes que he conocido, era más competente a la hora de estudiar y exponer un informe que a la hora de redactar uno suyo. Lo que es más, todo el mundo se quejaba de su imagen en televisión, que le hacía parecer distante e incómodo. Por supuesto, a lo largo de los años ha habido también multitud de quejas sobre mi imagen en televisión, por lo que no podía evitar sentir gran simpatía por él. Pero hacerlo no cambiaba la situación, en especial dado que mi Gabinete había de perder en breve a un portavoz de nuestra política que tenía auténtico talento.

Nombré a Nigel Lawson ministro de Hacienda, lo cual era un gran salto que sorprendió a la mayoría. Al margen de las disputas que habíamos de tener más adelante, a la hora de elaborar una lista de conservadores revolucionarios, incluso thatcheristas, jamás le negaría a Nigel uno de los primeros puestos. Tiene multitud de cualidades que admiro y otras que no. Es imaginativo, audaz y, al menos sobre el papel, elocuente y persuasivo. Tiene buenos reflejos mentales y, al contrario que Geoffrey Howe, a quien sucedió como ministro, tiene facilidad para tomar decisiones. Su primer discurso sobre los presupuestos mostró hasta qué punto pueden ser atractivos los textos sobre economía. Yo estaba convencida de que Nigel era un pensador auténticamente original en ese campo. Contrariamente a lo que ocurre en el caso de los contables, los economistas creativos son raros y valiosos. Dudo que ningún otro ministro de Hacienda hubiera sido capaz de dar a luz la inspirada claridad de la Estrategia Financiera a Plazo Medio que guió nuestra política económica hasta que el propio Nigel le dio la espalda años después. Las reformas fiscales introducidas por Nigel como ministro tenían el mismo carácter: una sencillez que hacía que todos se preguntaran por qué a nadie se le había ocurrido hacer aquello antes.

Nigel era perfectamente consciente de sus propias virtudes. En enero de 1981, cuando a petición de Geoffrey Howe nombré a Leon Brittan secretario jefe del Tesoro (Chief Secretary to the Treasury), por encima Nigel, éste vino a verme para protestar. Se sentía despreciado y estaba, evidentemente, muy contrariado. Pero le respondí que también a él le llegaría la hora de la promoción y que me ocuparía personalmente de que así fuera. Más adelante, como ministro de Energía demostró que, entre sus muchas cualidades, era un administrador de primera categoría. Yo había llegado ya a compartir la alta opinión que Nigel tenía de sí mismo y en la legislatura que comenzó en 1983 no encontré motivo para cambiar de opinión. En la mayor parte de los terrenos nunca lo hice.

Pero ¿qué podía hacer con Geoffrey Howe? Había llegado el momento de cambiarle de puesto. Cuatro duros años al frente de Hacienda eran suficientes y parece existir una especie de ley psicológica que hace que los ministros de Hacienda se sientan inclinados por naturaleza hacia Asuntos Exteriores. En parte, esto obedece simplemente a que constituye el siguiente paso lógico, pero también a que las finanzas internacionales son hoy en día tan importantes que los ministros tienen que dedicar buena parte de su interés al FMI, al Grupo de los Siete y a la CE, por lo que el deseo de pisar el escenario mundial acaba imponiéndose con toda naturalidad. Deseaba promocionar a Geoffrey como recompensa por todo lo que había hecho, pero dudaba de que fuera adecuado para hacerse cargo del Ministerio de Asuntos Exteriores y, visto a posteriori, tenía razón. Geoffrey era extremadamente competente a la hora de negociar un texto línea por línea, cosa para la que su formación como abogado y su experiencia en Hacienda le hacían idóneo. Fue una perfecta mano derecha en los Consejos Europeos a los que asistí, pero cayó bajo el hechizo del Ministerio de Asuntos Exteriores, en el que los compromisos y las negociaciones son fines en sí mismos. Esto magnificó sus defectos y sofocó sus virtudes. Al ocupar su nuevo departamento cayó en los malos hábitos que Asuntos Exteriores parece cultivar: una reticencia a subordinar las tácticas diplomáticas al interés nacional y un insaciable apetito por los matices y las condiciones capaz de desdibujar hasta la más clara de las perspectivas. Al final, la visión de Geoffrey se convirtió en pura palabrería formal. En la medida en la que Geoffrey contaba con una causa para orientarse en el campo de Exteriores, ésta nos distanciaba enormemente, aunque por aquel entonces no le presté gran atención. Geoffrey albergaba una añoranza casi romántica de que Gran Bretaña formara parte de una especie de grandioso consenso europeo. Nunca, ni siquiera en los últimos y turbulentos días de mi mandato como primera ministra, le oí definir su nebuloso europeísmo, pero para él era la piedra de toque de la grandeza de miras y los valores civilizados (junto con una perspectiva liberal en asuntos relacionados con el Ministerio del Interior). Había de representar para nosotros un sinfín de problemas. La primera persona en la que había pensado para hacerse cargo de Asuntos Exteriores había sido Cecil Parkinson. Ambos estábamos de acuerdo en lo referente a la política exterior y la política económica. Ninguno de los dos tenía la más mínima duda de que en política exterior lo principal eran los intereses de Gran Bretaña. Había participado en el Gabinete de Guerra de las Malvinas y acababa de coordinar la campaña electoral más eficaz desde el punto de vista técnico que he visto en mi vida. Me parecía la persona apropiada para un cargo tan importante.

No obstante, mis esperanzas quedaron frustradas. Al anochecer del día de las elecciones, tras regresar de mi circunscripción electoral, Cecil me visitó en Downing Street y me dijo que había tenido un affaire con su secretaria, Sarah Keays. Aquello me hizo dudar, pero en principio no me pareció que fuera un obstáculo insuperable para ofrecerle el cargo de ministro de Asuntos Exteriores. Seguía pensando en las elecciones. De hecho, me quedé maravillada de que, con todo aquello en la cabeza, hubiera sido capaz de dirigir tan magnífica campaña. Incluso me alegró que me hubiera ahorrado la preocupación y las distracciones que habrían supuesto estar al corriente en aquellos momentos. Pero al día siguiente, poco antes de que Cecil llegara a comer al Número 10, recibí una carta personal del padre de Sarah Keays en la que me comunicaba que estaba embarazada. Cuando llegó Cecil le mostré la carta. Aquel debió ser uno de los peores momentos de su vida. Quedó inmediatamente claro que no podía ponerle al frente de Asuntos Exteriores con semejante amenaza sobre su cabeza. Le animé a que discutiera las cuestiones personales con su familia y decidí nombrarle ministro de los recién integrados Ministerios de Comercio e Industria. Era un trabajo que sabía que podía desempeñar bien y se trataba de un puesto menos importante y delicado que el de Asuntos Exteriores.

En septiembre nombré a John Gummer sucesor de Cecil como presidente del partido (de todos modos, habría nombrado un nuevo responsable más pronto o más tarde). John había sido vicepresidente del partido con Ted Heath y, por consiguiente, conocía bien el trabajo. También es un orador y escritor brillante. Tampoco había necesidad alguna de nombrar presidente a uno de los principales ministros, y menos aún a un político de la talla de Cecil, inmediatamente después de las elecciones. Desafortunadamente, John Gummer no era un administrador nato y cuando teníamos problemas políticos carecía del peso necesario para ayudarnos a resolverlos.

Por el contrario, un nombramiento que sí fortaleció al partido fue el de John Wakeham, que se convirtió en secretario general del partido. John probablemente no disentiría de su reputación como «árbitro y mediador». Pertenecía a la derecha del partido y era un contable enormemente competente que había intentado explicarme la muy elíptica contabilidad de British Leyland de modo que tuviera sentido. Su presencia exudaba confianza en sí mismo, buena parte de la cual estaba justificada. Su talento le convirtió en un gestor altamente eficaz del partido.

En el plazo de pocos meses tuve que realizar otros cambios importantes. A comienzos de octubre Cecil Parkinson, con el consentimiento de Sarah Keays, hizo una declaración a la prensa en la que desvelaba sus relaciones y el hecho de que ella estaba embarazada. Si era posible, yo deseaba conservar a Cecil, que era un aliado político, un ministro competente y un amigo. Al principio, daba la impresión de que podría ser así ya que no hubo excesivas presiones en el seno del partido para que dimitiera. En general, sus colegas del Gobierno y del Parlamento adoptaron una actitud de apoyo. La conferencia del partido se celebró una semana después del comunicado de Cecil y su discurso como ministro fue bien recibido. No obstante, a última hora de la noche del jueves, mientras completaba mi discurso para el día siguiente, la oficina de prensa del Número 10 telefoneó a la habitación de mi hotel. Le dijeron a mi secretario que Sarah Keays había concedido una entrevista a The Times y que la historia aparecía en primera plana en la edición del viernes. Convoqué inmediatamente una reunión con Willie Whitelaw, John Gummer y el propio Cecil. Estaba claro que la historia no iba a caer en el olvido y, aunque le pedí a Cecil que no dimitiera aquella misma noche, todos sabíamos que al final tendría que hacerlo.

A primera hora de la mañana siguiente, Cecil vino a verme y me dijo que Ann y él habían decidido que debía dimitir. Sólo había un problema: se había comprometido a aparecer en un acto público para inaugurar el nuevo helipuerto de Blackpool y descubrir una placa conmemorativa. Era claramente imposible que siguiera adelante con ese proyecto. Denis ocupó su lugar y descubrió la placa que, hirientemente, llevaba escrito el nombre de Cecil.

Afortunadamente, aquello no supuso el final de la carrera política de Cecil, pero tuvo que soportar cuatro años de travesía del desierto y perdió toda oportunidad de llegar a los más altos puestos del escalafón político.

Aunque alivió los problemas a corto plazo, la dimisión de Cecil debilitó al Gobierno. Había demostrado que era un ministro eficaz y, aunque sólo había permanecido durante un breve plazo al frente del Ministerio de Comercio e Industria, su impacto había sido grande, especialmente en la City de Londres. Fue Cecil quien decidió tomar la difícil pero correcta decisión de introducir reformas que excluyeran a la Bolsa del ámbito de la Ley de Prácticas Comerciales Restrictivas, poniendo fin al pleito, que se encontraba en los tribunales, interpuesto por el director general del organismo regulador de precios (Director-General of Fair Trading). Como respuesta, la Bolsa se comprometió a desmantelar una serie de antiguas restricciones sobre el comercio y se puso en marcha el proceso que dio lugar a la Ley de Servicios Financieros de 1986 y al «Big Bang» de octubre de aquel mismo año. Las reformas introducidas permitieron que la City se adaptara a la gran competitividad de los mercados internacionales en los que hoy opera y que han resultado cruciales para su éxito.

Le pedí a Norman Tebbit que abandonara Trabajo para hacerse cargo de Comercio e Industria y nombré a Tom King, de Transportes, como su sustituto. Esto me permitió incorporar a Nick Ridley al Gabinete. La llegada de Nick fue una compensación que alivió en alguna medida la opresión que sentíamos tras la marcha de Cecil. Al igual que Keith Joseph, Nick era una persona que deseaba acceder al cargo para hacer lo que creía que debía hacerse. Aunque, según mi experiencia, hay pocos políticos para los que hacer lo correcto no sea importante, hay aún menos para los que constituya la única motivación. Nick y Keith se encontraban entre estos últimos. Nick aportó al Gobierno (y a mí en particular) no sólo claridad de perspectivas sino también soluciones técnicas a los problemas de nuestra política. En Transportes siguió adelante con las privatizaciones y las desregulaciones y en los últimos años del Gobierno fue alguien en quien podía confiar por su total lealtad y honradez. De hecho, fue el exceso de honradez lo que finalmente causó su caída. (El periodista norteamericano Michael Kinsley decía que una «metedura de pata» era exponer una verdad inconveniente. Debo decir que mi experiencia personal avala sin duda alguna la precisión de esa definición).

Éste era el equipo del que dependía el éxito del segundo mandato del Gobierno y yo albergaba la esperanza de que compartiera el celo y el entusiasmo de su capitán.

LA REUNIÓN DEL CONSEJO EUROPEO EN STUTTGART

Al finalizar la semana en la que se constituyó el nuevo Gobierno volé a Stuttgart para asistir a una reunión del Consejo Europeo que se había pospuesto y que había de ser presidida por el canciller Kohl.

El tema principal a tratar en Stuttgart sería, como de costumbre, el dinero (en particular «nuestro dinero») aunque en aquella ocasión tuve la discreción de no emplear tal expresión. Tenía que lograr que se nos reembolsase una cantidad adecuada en 1983, y avanzar todo lo posible hacia una solución a largo plazo que permitiera recortar aún más nuestra contribución neta a la Comunidad. Esto representaba lograr una reforma a largo plazo de sus finanzas.

Si hubiera tenido que defender mi caso exclusivamente sobre la base de la equidad no habría tenido grandes esperanzas sobre el resultado, pero en aquel entonces la Comunidad estaba al borde de la bancarrota: el agotamiento de sus «recursos propios» estaba a sólo unos meses vista y únicamente era posible incrementarlos por medio de un acuerdo entre todos los Estados miembros para aumentar el «techo» del 1 por ciento del IVA. Eso tuvo el efecto que el doctor Johnson atribuía a la perspectiva de ir a la horca: el cerebro de nuestros socios europeos empezaba a mostrar una maravillosa capacidad de concentración. El requerimiento de unanimidad era una baza importante para mí, y los demás eran perfectamente conscientes de que yo no dejaría escapar aquella oportunidad. Por supuesto, habría sido perfectamente posible para la Comunidad mantenerse dentro de la disciplina impuesta por el techo del 1 por ciento si hubiera tenido la voluntad de poner fin a los gastos injustificados, la ineficacia y la simple corrupción en sus propios programas. Después de todo, los ingresos por el IVA son notablemente saneados. Pero yo sabía perfectamente que no había voluntad alguna de hacerlo y que, mientras pudieran posponerse las decisiones difíciles, el despilfarro y ese peculiar grado de irresponsabilidad que caracteriza a las burocracias que no tienen que rendir cuentas a nadie seguirían existiendo.

Estaba claro que la actitud de Alemania Occidental sería crucial. Los alemanes eran los mayores contribuyentes netos de la Comunidad. Debo reconocer que los agricultores alemanes disfrutaban de los beneficios de la extravagante política agrícola comunitaria pero, a partir de un determinado punto, acabarían por entrar en juego los intereses de los contribuyentes de la RFA, pasando a ser prioritarios. Alemania siguió nuestros pasos, oponiéndose a un incremento de los «recursos propios» hasta que las finanzas de la Comunidad tuvieran una base más sólida. Sin embargo, nosotros sospechábamos que cederían cuando aumentara la presión. También les molestaba, y no les culpo, tener que contribuir a financiar el reembolso que yo había logrado para Gran Bretaña. Mi respuesta, por supuesto, fue urgirles a que ejercitaran su liderazgo para resolver de una vez por todas el desequilibrio básico de las finanzas comunitarias. El canciller Kohl no era normalmente el más enérgico de los participantes en los Consejos, a menos que el tema a discutir afectara directamente a alguna cuestión interior alemana, pero yo sabía que aspiraba a coronar con éxito la reunión de Stuttgart y, por extensión, su primera Presidencia europea. Tenía la esperanza de que esto, sumado a las demás circunstancias que he descrito, pesara a favor de un resultado que pudiera aceptar.

El Consejo decidió dejar las negociaciones sobre la financiación futura de la Comunidad en manos de los ministros de Exteriores y Economía, al menos inicialmente. Estos presentarían sus informes ante el siguiente Consejo en diciembre. La Comisión había planteado ya sus propuestas, algunas de las cuales gozaban de nuestro favor, mientras que otras no. Se acordó un reembolso para Gran Bretaña correspondiente al año 1983. Pero las decisiones reales quedaron pospuestas otros seis meses, seis meses más cerca de la bancarrota de la Comunidad.

No me sentí desencantada con este resultado y subsiguientemente aproveché todas las ocasiones que se me ofrecieron para alabar el modo en que el canciller Kohl había dirigido la reunión. Los resultados fueron bastante mejores para Gran Bretaña de lo que había parecido al principio. El importe de la devolución de 1983 fue inferior a lo que podríamos haber esperado, pero si se consideraban globalmente los cuatro años hasta 1983, habíamos obtenido un reembolso equivalente a casi dos tercios de nuestra contribución neta antes del ajuste, que era el objetivo que nos habíamos propuesto públicamente. Teniendo en cuenta la enérgica oposición de Francia, consideré que había sido un logro importante. En la prensa británica se especuló sobre si se había debilitado o no la posición británica respecto al incremento en el «techo» del IVA, pero aquello no había sido más que una maniobra negociadora y una lectura atenta del comunicado —o cualquier lectura de mi mente— demostraría que no había hecho tal cosa. (De hecho, esto había de quedar muy claro públicamente antes de acabar el de año).

El consejo de Stuttgart tuvo también otro aspecto. Se redactó lo que se dio en llamar (con el lenguaje grandilocuente que había venido empleándose para hablar del tema desde antes de nuestra incorporación) una «declaración solemne sobre la Unión Europea». Adopté la actitud de que no podía oponerme a todo y lo dejé correr; a fin de cuentas el documento carecía de fuerza legal. Cuando posteriormente se me preguntó por la declaración en la Cámara de los Comunes repliqué: «Debo dejar bien claro que no creo en absoluto en una Europa Federal. Y ese documento tampoco». Desde luego no transfería poderes a una Europa centralizada del modo en que más adelante lo haría el Tratado de Maastricht. Con todo, el lenguaje de altos vuelos empleado en el documento se ha vuelto familiar a partir de acontecimientos posteriores. El esqueleto lingüístico sobre el que tanta carne institucional crecería estaba ya a la vista.

LA ECONOMÍA

En política ocurre a veces que cuestiones relativamente menores, carentes de conexión obvia, se combinan para crear una atmósfera política en la que el Gobierno parece no hacer nada a derechas. He sugerido anteriormente algunas de las razones subyacentes por las que se produjo este tipo de atmósfera a comienzos de nuestro segundo mandato, pero existían también otros problemas. Seguía existiendo incomprensión y resentimiento hacia el nuevo sistema que actualizaba las pensiones de jubilación con arreglo a la inflación. Muchos de nuestros más fieles seguidores se sentían irritados porque nuestra propuesta de restablecer la pena capital había sido derrotada en votación libre en una Cámara de los Comunes dominada por el Partido Conservador, lo que sin duda significaba que algunos de su miembros habían ocultado (o algo peor) sus puntos de vista a quienes habían votado. Además, poco después los diputados decidieron aprobar un incremento en sus retribuciones considerablemente superior al recomendado por el Gobierno, en un momento en el que el desempleo iba en aumento y la mayor parte de la gente tan sólo podía aspirar a incrementos muy pequeños o nulos.

Pero este malestar habría tenido poca importancia si no hubiese sido por la economía. El sustrato económico era sólido: de hecho, según fueran avanzando nuestros cambios estructurales, en especial las privatizaciones, se iría consolidando cada vez más. Cuando el 22 de junio de 1983 hablé ante la Cámara de los Comunes como preámbulo al Discurso de la Reina, pude permitirme señalar que la tasa de inflación era la más baja desde 1968, que la capacidad productiva había aumentado y que los niveles de productividad constituían un récord. No obstante, parte del problema era que tras unas elecciones los logros anteriores de un Gobierno son inmediatamente ignorados. Como decía uno de mis consejeros parafraseando a La Rochefoucauld: «La única gratitud que existe en la política es la que se reserva para los favores que aún han de recibirse». Además, habíamos tenido tanta suerte al elegir la fecha de las elecciones (aunque no todo había sido suerte) que las expectativas en torno al ritmo de crecimiento en el futuro habían llegado a ser demasiado elevadas. La inflación empezó a aumentar desde el mínimo de un 3,7 por ciento alcanzado en mayo y junio hasta llegar a un 5,3 por ciento en diciembre, aunque se mantendría a ese nivel o por debajo de él en los doce meses siguientes. También empezó a crecer el desempleo, manteniéndose por encima de los tres millones, y resultaba muy difícil predecir en qué momento un mayor crecimiento económico, que ahora resultaba evidente, permitiría que esa cifra empezara a reducirse. Aunque los tipos de interés habían bajado, los de los créditos hipotecarios habían aumentado para hacer frente a la creciente demanda. Esto, en sí mismo, era un signo del avance hacia la democracia de propietarios que estábamos propiciando pero, como es natural, resultaba impopular entre los prestatarios. Este conjunto de problemas hizo que se vertieran acusaciones de que el Gobierno había «manipulado las cuentas» de la economía antes de las elecciones.

El gasto público se convirtió en el centro de este ataque. De hecho, se habían detectado indicios de que habría problemas en las semanas previas a las elecciones. En abril, el primer mes del nuevo año financiero, el déficit público era muy superior al previsto como objetivo, y pronto quedó claro que el resultado provisional correspondiente a 1982-1983, una cifra que publicábamos regularmente, sería de 9.200 millones de libras, 1.700 millones de libras por encima de las estimaciones presupuestarias. Era posible que parte del problema se debiera a que los ingresos habían sido inferiores a los esperados, pero con anterioridad se había estimado erróneamente hasta qué punto los gastos estarían por debajo de los límites previstos. Buena parte del problema surgió de las medidas que adoptamos para corregir este desequilibrio. El invierno anterior habíamos detectado evidencias tan claras de que el gasto de los programas de capital estaba siendo inferior al asignado, que habíamos adoptado medidas para hacer que se ajustara a las previsiones. (En principio, es correcto que el gasto público alcance los niveles planificados ya que, en caso contrario, se acumula el gasto para años futuros, lo cual perjudica a la industria de la construcción e incrementa el desempleo).

Había discutido este problema con el entonces ministro Geoffrey Howe el jueves 21 de abril. Como ocurre a menudo, al parecer el principal culpable había sido el Ministerio de Defensa. Las últimas instrucciones enviadas desde el Ministerio de Hacienda al de Defensa antes del presupuesto señalaban que éste no debía gastar menos de lo previsto. El Ministerio había cumplido estas instrucciones con inusitado entusiasmo. Tras prever unos gastos inferiores a los asignados, resultó que había dilapidado extravagantemente su presupuesto. Geoffrey y yo nos quedamos horrorizados y decidimos que Defensa necesitaba una buena reprimenda. Pero el daño estaba ya hecho.

Tras las elecciones, el nuevo ministro revisó una vez más las cifras de los préstamos. Nigel Lawson se encontró en una posición nada envidiable. La previsión veraniega de Hacienda sugería que el déficit público propuesto para el año financiero en curso sería de 3.000 millones de libras más. Inevitablemente, como ocurre siempre con el déficit —que es la diferencia entre dos sumas enormes de dinero, los ingresos y los gastos del sector público—, aquellas cifras tenían un amplio margen de error. Aún así, los signos eran muy poco halagüeños. Para acrecentar el problema, las cifras de ingresos correspondientes a mayo eran malas y sabíamos que la libra, aunque estaba alta por aquellas fechas, podía verse sometida en breve a grandes presiones si seguían subiendo los tipos de interés en Estados Unidos. En todo caso, si realmente estábamos a punto de ser testigos de un enorme incremento en el déficit público, había que hacer algo.

Cuando el viernes 29 de junio recibí una nota de Nigel en la que me explicaba las medidas que quería tomar, me sentí muy preocupada, y la discusión que mantuve con él la noche siguiente no sirvió en absoluto para tranquilizarme. Nunca es fácil frenar el gasto público una vez que el ejercicio fiscal está en marcha, pero los razonamientos a favor de la adopción de medidas inmediatas eran abrumadores. Cuanto antes se realiza un recorte menos drástico resulta. Esto ofrece más oportunidades de mantener la credibilidad ante los mercados, lo que constituye una ventaja muy útil; la contrapartida era, no obstante, que el anuncio de nuevos recortes sobre el gasto público pocas semanas después de iniciada una nueva legislatura resultaría extremadamente impopular y políticamente embarazoso. El público pensaría que habíamos mentido a lo largo de la campaña electoral y los ministros afectados por los recortes se sentirían humillados. Nigel comprendía todo esto perfectamente y fue una demostración de valentía por su parte recomendar que se adoptaran medidas inmediatas.

Hizo tres propuestas. La primera consistía en obtener más fondos del Gobierno por medio de la venta de una fracción extra de acciones de BP (British Petroleum). Pero si bien esto podía contribuir a la financiación del déficit público, no nos permitía hurtarnos a la necesidad de efectuar recortes reales en el gasto. Era imposible adoptar medidas que afectaran a los programas de gasto ilimitado a la mitad del ejercicio, por lo que tuvimos que concentrarnos en los gastos limitados. ¿Debían afectar estos recortes a la totalidad de los gastos o solamente a parte de ellos? Inicialmente, el punto de vista de Nigel era que debía aplicarse al elemento no corriente del gasto del Gobierno central, ya que era extremadamente difícil recortar con éxito los gastos corrientes. Mis consejeros y yo pusimos esto en duda y Nigel y yo hablamos a fondo sobre el tema el sábado siguiente en Chequers. Decidimos aplicar un paquete de medidas que incluía los gastos corrientes (pay bill) entre los recortes. Alan Walters compartía con Nigel la opinión de que era necesario adoptar medidas de inmediato y urgió para que se aplicase una reducción de un 3 por ciento en los límites de efectivo, una cifra superior a la propuesta originalmente por Nigel. Finalmente acordamos una reducción de un 1 por ciento en los gastos corrientes y una reducción de un 2 por ciento en otros casos.

Nigel tenía otra ingeniosa propuesta que hacer, que había sido sugerida originalmente por Leon Brittan aquel mismo año: la introducción de la «flexibilidad a fin de año». Con arreglo a las convenciones fiscales, a los ministerios que no gastaban la totalidad de su asignación a lo largo del año financiero no se les permitía acumular la suma ahorrada para el año siguiente; a todos los efectos, perdían el dinero. Como resultado, por supuesto, aquellos organismos que descubrían que sus gastos eran inferiores a lo previsto a fin de año tendían a gastar en exceso para compensar la diferencia, lo que hacía que el gasto público se disparara. La «flexibilidad» pretendía reducir este efecto permitiendo que acumularan parte de los fondos no gastados para el año siguiente.

Conjuntamente, todas estas propuestas de venta de activos, recortes y mejoras técnicas en el gasto público podían, en nuestra opinión, reducir el correspondiente al año en curso en más de 1.000 millones de libras.

Nigel y yo esperábamos que hubiera problemas con el Gabinete. Habría sido de gran ayuda poder informar previamente a los ministros, pero sabíamos que si hacíamos circular documentos sobre las propuestas, probablemente habría filtraciones. Al final, informamos individualmente a algunos de los ministros, al igual que a algunos de los secretarios permanentes de sus Ministerios pero, a pesar de nuestras precauciones, cuando se reunió el Gabinete el jueves 7 de julio para discutir las propuestas, éstas habían aparecido ya en letra impresa en la primera plana de los periódicos aquella misma mañana. Esto no facilitó en absoluto la reunión, pero el Gabinete asumió finalmente que era necesario tomar aquellas medidas y Nigel pudo anunciar aquella misma tarde en la Cámara de los Comunes las decisiones adoptadas. Subrayamos que no se trataba de recortes del gasto público previsto, sino más bien un paquete de medidas de ahorro necesarias para permanecer dentro de los márgenes propuestos. Probablemente fuera mucho esperar que se comprendiese esta distinción.

DIPLOMACIA: VISITAS A CANADÁ Y A ESTADOS UNIDOS

Pasé la mayor parte del mes de agosto de vacaciones en Suiza, convaleciente de una molesta y dolorosa operación en un ojo sufrida a comienzos de mes. El viernes 29 de julio había acudido al desfile de graduación en la Academia de la RAF en Cranwell. Una vez finalizada la ceremonia y las demostraciones aéreas, me di la vuelta y subí unos escalones para entrar a comer en el edificio. Repentinamente algo le ocurrió a mi ojo derecho. En mi campo visual empezaron a flotar puntos negros. Me froté el ojo pero no sirvió de nada. Posteriormente, de vuelta en Chequers, me di un baño ocular, pero tampoco fue de utilidad.

El domingo telefoneé a mi médico. Fui a su casa, que no estaba lejos de Chequers, y me examinó el ojo. Dado que ya había escuchado mi descripción de lo sucedido, había llamado a un especialista. Éste me dijo que creía que tenía un desprendimiento de retina y sugirió un tratamiento con láser, tras el cual debía permanecer dos días en reposo hasta que pudiéramos tener la seguridad de que todo había ido bien. Permanecer acostada e inmóvil durante mucho tiempo era algo que me resultaba difícil, pero me entretuve parte del tiempo escuchando grabaciones de novelas. El miércoles fui a su consulta para recibir el veredicto. Llevaba conmigo un pequeño maletín con ropa a modo de póliza de seguros, aunque en realidad confiaba en no necesitarla. Pero las noticias no fueron buenas. Me examinó de nuevo y me dijo que no se había producido mejoría alguna; en todo caso, mi ojo había empeorado. Como precaución, había reservado ya un quirófano para aquel mismo día y fui directamente al hospital, donde tuvo lugar, con éxito, la intervención.

Cuando regresé a Inglaterra tras mis vacaciones en Suiza me sentía totalmente recuperada, lo cual era una suerte ya que tenía que hacer varias visitas importantes al extranjero en septiembre.

Llegué a Ottawa la noche del domingo 25 de septiembre y cené en la High Commission, uno de los grandes edificios históricos de la ciudad. Dos de los párrafos del discurso que iba a pronunciar al día siguiente ante la Cámara de los Comunes canadiense estaban en francés, y se me había asignado un profesor a mi llegada para que mi pronunciación fuera lo más perfecta posible y evitar incidentes internacionales. A la mañana siguiente mantuve conversaciones con Pierre Trudeau y su Gabinete. Como ya había previsto que ocurriría, nuestro principal contencioso surgió en torno a las cuestiones Este-Oeste. En opinión del señor Trudeau, las negociaciones sobre control de armamento habían quedado en manos de los técnicos, y era por ese motivo por el que no estaban dando ningún resultado. Yo no estaba de acuerdo. Después de todo, las conversaciones sobre desarme habían de ser necesariamente muy técnicas: si cometíamos errores en los aspectos técnicos tendríamos problemas. No obstante, el señor Trudeau abundó en su razonamiento, sugiriendo que también el derribo del avión de las líneas aéreas coreanas por parte de los soviéticos (en la que perdieron la vida ciudadanos canadienses) el 1 de septiembre demostraba los peligros de que los políticos no ostentaran el mando. Tenía entendido que la orden de derribar el avión había partido de un comandante militar local sin consultar previamente a Moscú. Le respondí que lo que aquello demostraba realmente era que la estructura del mando y las normas de confrontación de los soviéticos eran deficientes, ya que no debían haber permitido el derribo de un avión sin un control político previo. Lo que los izquierdistas liberales como él parecían incapaces de comprender era que los actos de brutalidad como el derribo de un avión de pasajeros no eran en absoluto atípicos del propio sistema comunista.

Aquella misma mañana mantuvimos una reunión privada. Discutimos sobre temas internacionales (Hong Kong, China, Belice) pero lo más importante para mí fue la impresión que le había producido Mijail Gorbachov, de quien yo había oído hablar pero al que aún no conocía. El señor Gorbachov había visitado Canadá aquel mismo año con el pretexto de examinar los logros agrícolas del país, aunque su propósito real era discutir cuestiones de seguridad a largo plazo. Según Pierre Trudeau, seguía adhiriéndose a la línea convencional en lo referente a las negociaciones de las fuerzas nucleares de alcance medio (INF), pero sin la hostilidad ciega que caracterizaba a los otros líderes soviéticos. Al parecer, Gorbachov se había mostrado dispuesto a discutir y hacer ciertas concesiones, al menos verbalmente. Por aquellas fechas, yo no preveía la importancia que aquel hombre llegaría a tener en el futuro. La conversación sirvió fundamentalmente para confirmar mi opinión de que debíamos persuadir al nuevo líder soviético Yuri Andropov de que visitara Occidente. ¿Cómo íbamos a hacer una valoración adecuada de los líderes soviéticos si no podíamos entrar personalmente en contacto con ellos? Y, lo que es más importante, ¿cómo íbamos a persuadirles de que miraran más allá de su propia propaganda si no podíamos mostrarles como era realmente Occidente?.

Después del almuerzo tuve la primera reunión con Brian Mulroney, que en aquellas fechas estaba viviendo una luna de miel política, una experiencia que resulta extraordinariamente engañosa. Debo decir a su favor que era perfectamente consciente de ello y, a petición suya, pasé la mayor parte del tiempo hablando de mi experiencia en la oposición y el gobierno. Aunque éramos dos políticos de tipo muy diferente y teníamos diferencias importantes, acabamos convirtiéndonos en buenos amigos. En mi opinión, como líder de los conservadores progresistas, ponía demasiado acento en el adjetivo y demasiado poco en el nombre.

El discurso que pronuncié ante el Parlamento canadiense aquella tarde fue muy bien recibido. En él hice una defensa más enérgica de lo que estaban acostumbrados a escuchar de su propio Gobierno de los valores y principios, y fui frecuentemente interrumpida por los aplausos. Todos los parlamentarios, a excepción de uno o dos diputados y algunos miembros del cuerpo diplomático, se pusieron en pie para ovacionarme. Por sí mismos, estos últimos trazaron un interesante retrato de las actitudes prevalentes al otro lado del telón de acero: los embajadores de la Unión Soviética, Checoslovaquia y Bulgaria permanecieron clavados en sus asientos; por el contrario, los de Hungría y Polonia se pusieron en pie para unirse con entusiasmo al aplauso.

Aquella noche, el señor Trudeau me ofreció una cena en Toronto. El problema que había de acompañarme durante toda la visita surgió por vez primera en aquella ocasión. Antes de sentarme a la mesa, tuve que atravesar una muchedumbre de partidarios de los liberales. Los invitados a la cena parecían igualmente partidistas, aunque fueron muy hospitalarios. El discurso de Trudeau hizo hincapié en las diferencias políticas que había entre nosotros, si bien de manera educada y amistosa. Mientras hablaba tomé notas que posteriormente utilicé como base para mi improvisada respuesta, que adoptó la forma de una defensa sin paliativos de la libre empresa. Esto levantó vítores en el fondo de la sala aunque, como señaló un miembro de mi comitiva, no estaba claro si procedían de conservadores infiltrados en la reunión o de liberales conversos.

Desde Canadá volé hasta Washington para reunirme con el presidente Reagan. En términos generales, la posición política del presidente en su país era fuerte. A pesar de las dificultades debidas al déficit presupuestario norteamericano, la economía del país se encontraba en un estado considerablemente saludable. Crecía más rápidamente y con una inflación notablemente menor que cuando él accedió al cargo, y esto era muy apreciado por la gente en general. Como él mismo solía decir: «Ahora que funciona, ¿cómo es que han dejado de llamarlo reaganomics?». El presidente había dejado también su impronta en las relaciones Este-Oeste. Los soviéticos estaban ya claramente a la defensiva en el campo de las relaciones internacionales. Eran ellos los que tendrían que decidir cómo reaccionar ante el inminente despliegue de armas nucleares de alcance medio por parte de la OTAN. En aquel momento, estaban atravesando una situación difícil como resultado del derribo del avión de pasajeros coreano. En América Central, el Gobierno de Estados Unidos había respaldado al de El Salvador frente a la insurgencia comunista y éste parecía haber salido fortalecido. Tal vez sólo en Oriente Medio podía decirse que la política de la Administración norteamericana no había resultado un éxito en absoluto. No era probable que las conversaciones de paz entre árabes e israelíes se reanudaran, y cada vez había mayor peligro de que Estados Unidos y sus aliados se vieran irrevocablemente arrastrados a la vorágine en el Líbano. El presidente no había anunciado aún si se presentaría a un segundo mandato, pero yo pensaba que lo haría. Deseaba que lo hiciera y tenía la impresión de que ganaría.

Nuestras discusiones a lo largo de aquella mañana y durante la comida abarcaron un gran número de temas. El presidente se mostraba optimista sobre el desarrollo de los acontecimientos en América Central. Como él mismo decía, El Salvador no había sido noticia desde hacía mucho tiempo porque el Gobierno estaba saliendo victorioso. Como consecuencia, los medios de comunicación norteamericanos se habían visto privados de sus historias de todas las noches, narradas desde el punto de vista de la guerrilla. Abordé el tema de la reanudación del suministro de armas a Argentina por parte de Estados Unidos, diciéndole que una decisión en este sentido no sería comprendida en Gran Bretaña. El presidente me contestó que era consciente de ello, pero que habría enormes presiones en favor de la reanudación de los suministros si se establecía un régimen civil en Buenos Aires. Aproveché también la oportunidad para explicarle nuestra oposición, hasta aquel momento siempre respaldada por Estados Unidos, a que las defensas nucleares independientes de británicos y franceses fueran incluidas en las conversaciones de desarme entre EE. UU. y la Unión Soviética. La insistencia de la URSS en incluir nuestros medios de disuasión no era más que una argucia para desviar la atención de la propuesta norteamericana de reducir de forma significativa las armas nucleares estratégicas. Desde el punto de vista de Gran Bretaña, nuestras fuerzas disuasorias constituían un mínimo irreductible y no equivalían más que a un 2,5 por ciento del arsenal estratégico soviético. Repetí lo que había manifestado ante el Comité de Relaciones con el Exterior del Senado aquella mañana: la inclusión de las fuerzas de disuasión británicas significaría, lógicamente, que los Estados Unidos no se encontrarían en una situación de paridad con la Unión Soviética. ¿Sería eso realmente aceptable para los EE. UU.? O en caso de que, por ejemplo, los franceses decidieran incrementar su arsenal nuclear, ¿estarían realmente dispuestos los Estados Unidos a reducir el suyo en una proporción equivalente? El presidente pareció comprender mi punto de vista, lo que me resultó reconfortante. Por mi parte yo tuve ocasión de tranquilizarle respecto al calendario del despliegue de los misiles Pershing y los de crucero en Europa. Estaba preocupado por la noticia de que se había aplazado el debate crucial sobre el tema en el Bundestag. No albergaba dudas sobre la firmeza del canciller Kohl, pero no estaba tan seguro respecto a algunas de las personas que le rodeaban. Estaba convencido de que toda la estrategia soviética seguía basándose en impedir el despliegue. Le respondí que no debía tener duda alguna de que Gran Bretaña procedería a desplegar los misiles nucleares de alcance medio con arreglo a los planes previstos, y que creía que Alemania Occidental haría lo mismo.

No obstante, nuestra discusión giró hacia la estrategia general que debíamos adoptar respecto a la Unión Soviética en los años venideros. Yo había dedicado mucho tiempo a pensar sobre el tema y lo había discutido con expertos en un seminario celebrado en Chequers. Empecé diciendo que debíamos realizar una evaluación lo más precisa posible del sistema soviético y sus líderes (había abundante evidencia acerca de ambos temas) para establecer una relación realista. Pensáramos lo que pensáramos acerca de ellos, todos teníamos que vivir en el mismo planeta. Felicité al presidente por su discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas tras el derribo del avión de pasajeros coreano. Recalqué hasta qué punto estaba en lo cierto al insistir en que, a pesar de aquella atrocidad, las negociaciones para el control de armamento en Ginebra debían continuar. El presidente coincidió conmigo en que no era el momento de aislarnos de la Unión Soviética. Cuando la URSS comprobara que no había conseguido impedir el despliegue de las fuerzas de alcance medio, tal vez empezaría a negociar seriamente. Al igual que yo, era evidente que había estado estudiando la actitud que debíamos adoptar frente a los soviéticos una vez ocurrido aquello.

El presidente planteó que existían dos puntos sobre los que deberíamos establecer un juicio. En primer lugar, parecía que los rusos eran un tanto paranoicos sobre su propia seguridad: ¿se sentían realmente amenazados por Occidente, o simplemente querían mantener la ventaja ofensiva? La segunda cuestión estaba relacionada con el control del propio poder soviético. Él siempre había asumido que en la Unión Soviética el Politburó controlaba a los militares. El hecho de que los primeros comentarios hechos públicos sobre el incidente del avión de pasajeros coreano procedieran de los militares, ¿significaba que el Politburó estaba ahora controlado por los generales? Por lo que se refiere a las negociaciones con la URSS, no debíamos olvidar que la principal razón por la que los soviéticos estaban sentados a la mesa de negociaciones en Ginebra era el aumento de las defensas estadounidenses. Jamás se habrían dejado influenciar simplemente por la razón. No obstante, si comprobaban que Estados Unidos tenía la voluntad y determinación necesarias para multiplicar sus defensas hasta donde fuera preciso, la actitud de los soviéticos podía cambiar, ya que eran perfectamente conscientes de que no serían capaces de mantener el ritmo. Se manifestó convencido de que los rusos estaban a punto de llegar al límite en sus gastos de defensa: sus dificultades económicas internas eran ya de tal magnitud que no podían incrementar sustancialmente la proporción de los recursos asignados a gastos militares. Estados Unidos, por el contrario, tenía la capacidad de duplicar su producción militar. La tarea era convencer a Moscú de que el único mecanismo de que disponía para mantener su igualdad eran las negociaciones, ya que no podía permitirse mantener la competencia en armamento durante mucho más tiempo. El presidente recordaba una viñeta en la que aparecía el señor Brezhnev diciéndole a un general ruso: «Me gustaba más la carrera armamentista cuando sólo participábamos nosotros».

Ahora que el sistema soviético se ha desmoronado con arreglo a las líneas que él había previsto, sus palabras parecen proféticas. Bien podría ser que uno de los motivos por los que el presidente Reagan y yo formábamos tan buen equipo fuera que, aunque compartíamos el mismo análisis sobre el modo en que funcionaba el mundo, éramos personas muy diferentes. El tenía una percepción precisa del marco estratégico, pero dejaba los detalles tácticos a otros. Yo era consciente de que debíamos llevar nuestras negociaciones con los comunistas sobre la base del día a día, de modo que los acontecimientos nunca escaparan a nuestro control. Fue éste el motivo por el que durante toda mi conversación con el presidente volví una y otra vez sobre la necesidad de considerar exactamente qué actitud debíamos adoptar con los soviéticos cuando hicieran frente a la realidad y regresaran a la mesa de negociaciones con un talante más razonable. Aquella noche pronuncié un discurso durante una cena celebrada en la Fundación Winston Churchill de Estados Unidos, donde expuse mis puntos de vista sobre todas estas cuestiones:

Tenemos que negociar con la Unión Soviética tal y como es, no como nos gustaría que fuera. Vivimos en el mismo planeta y tendremos que seguir compartiéndolo. Estamos por consiguiente dispuestos, si las circunstancias lo permiten y cuando lo permitan, a hablar con los líderes soviéticos. Pero no debemos caer en la trampa de atribuirles nuestra propia moralidad. Ellos no comparten nuestras aspiraciones; no están constreñidos por nuestra ética; siempre se han considerado exentos de las normas que son vinculantes para otros Estados.

Tenía otro mensaje que transmitir al que quería que prestaran especial atención todos aquellos que no compartían en su totalidad mi análisis y el del presidente Reagan:

¿Acaso es necesario decir que la Unión Soviética no tiene nada que temer de nosotros? Durante varios años después de finalizada la guerra, Estados Unidos disfrutó del monopolio de las armas nucleares, pero esto no representó una amenaza para nadie. Las democracias son por naturaleza amantes de la paz. Hay multitud de cosas que nuestros pueblos quieren hacer con sus vidas, muchas formas de usar nuestros recursos aparte del equipamiento militar. El uso de la fuerza y la amenaza de emplearla para imponer nuestras creencias no forma parte de nuestra filosofía.

El discurso tuvo una amplia repercusión en los medios de comunicación y fue, en general, bien recibido en Estados Unidos. Pero no tardé en pensar, a la luz de la respuesta norteamericana ante una crisis política surgida en una pequeña isla del Caribe, que al menos parte de mi mensaje no había sido entendido.

PROBLEMAS EN LAS RELACIONES DE ULTRAMAR: LÍBANO Y GRANADA

Inesperadamente, el otoño de 1983 resultó ser un período de prueba para las relaciones entre Gran Bretaña y Estados Unidos. Esto se debió a que adoptamos actitudes diferentes frente a las crisis del Líbano y de Granada.

Ambos acontecimientos tuvieron lugar sobre el telón de fondo de grandes decisiones estratégicas en Occidente. Noviembre de 1983 era la fecha acordada para el despliegue de los misiles de alcance medio en Gran Bretaña y Alemania Occidental: tenía que asegurarme de que no se produjeran interferencias. Lograrlo dependía en gran medida de la posibilidad de demostrar que Estados Unidos era un aliado en el que se podía confiar.

También tenía otros objetivos de mayor alcance. Necesitaba asegurarme de que, cualesquiera que fueran nuestras dificultades a corto plazo con Estados Unidos, las relaciones a largo plazo entre ambos países —de las que sabía que dependían la seguridad de Gran Bretaña y los intereses del mundo libre occidental— no quedaran dañadas. Estaba igualmente decidida a que se respetaran las leyes internacionales y a no permitir que las relaciones entre Estados degeneraran en un juego de realpolitik entre bloques de poder enfrentados. Gran Bretaña había librado la guerra de las Malvinas en defensa de un principio de las leyes internacionales, además de para defender a nuestro pueblo.

No es éste el lugar para describir con detalle la tragedia del Líbano. Lo que fue un Estado próspero y democrático quedó arrasado por la guerra civil a partir de comienzos de la década de los sesenta. Desde aquel momento, pasó a convertirse en un campo de batalla en el que se dirimían las ambiciones contrapuestas de sirios, palestinos, fundamentalistas islámicos, israelíes y señores de la guerra locales.

Poco antes del final de la guerra de las Malvinas, Israel había emprendido una invasión del Líbano a gran escala, que llevó en agosto de 1982 al despliegue de una Fuerza Multinacional (MNF), fundamentalmente norteamericana, en Beirut. Estos efectivos fueron retirados tras un breve período, pero regresaron en septiembre tras las masacres ocurridas en los campos de refugiados palestinos de los suburbios de Beirut, que conmocionaron a todo el mundo. En esta segunda ocasión, las fuerzas estaban compuestas por soldados americanos, franceses e italianos. El Gobierno libanes solicitó a Gran Bretaña que participara también, pero yo me mostré reticente y expliqué que, desde mi punto de vista, no estábamos en la mejor situación para hacerlo. Entonces, mandaron un enviado especial a entrevistarse conmigo que me explicó que, dado el papel singular que Gran Bretaña desempeñaba, era vital que estuviera representada en las fuerzas internacionales. Así pues, con el respaldo de Michael Heseltine y Geoffrey Howe, acordé que alrededor de cien de nuestros soldados, en aquel momento estacionados en Chipre con la ONU, se incorporaran a la Fuerza Multinacional. En la práctica, el contingente británico desempeñó un papel ligeramente diferente al de los demás países, no llegando a ocupar ninguna posición fija de importancia. El objetivo de las Fuerzas Multinacionales era ayudar al gobierno libanes y a sus Fuerzas Armadas a recuperar el control sobre el área de Beirut, contribuyendo así a garantizar la seguridad de su población.

Siempre me produce cierta inquietud comprometer a las Fuerzas Armadas británicas en todo aquello que no tenga objetivos muy claros. La misión limitada que se estableció originalmente para las Fuerzas Multinacionales estaba muy claro al principio, al menos sobre el papel, pero más adelante, en septiembre, nos vimos sometidos a una gran presión por parte de los norteamericanos y los italianos para que incrementáramos nuestra participación y se prorrogara la misión. La duda que a todos nos rondaba por la cabeza era si las fuerzas desplegadas serían suficientes para conseguir que el Gobierno y el Ejército libaneses impusieran su autoridad. En caso contrario, el hecho en sí sería, por supuesto, tanto un argumento a favor de la retirada de los efectivos de las Fuerzas Multinacionales como a favor de su ampliación. Convoqué una reunión para discutir estas cuestiones con los ministros y consejeros en Chequers el viernes 9 de septiembre. Me preocupaban los informes de que Estados Unidos estaba dispuesto a adoptar una actitud mucho más dura de lo que parecía sensato respecto a Siria. Aunque Siria era sin duda un obstáculo para avanzar, su apoyo resultaría esencial para cualquier solución que se quisiera aplicar a la crisis de Líbano.

La situación militar y política en el Líbano iba deteriorándose. En las montañas del Chuf, al sur de Beirut, las fuerzas de la minoría drusa, históricamente amiga de Gran Bretaña, estaban enzarzadas en un conflicto con el Ejército libanes y ninguno de los dos bandos parecía capaz de resolverlo a su favor. Aquello tenía todo el aspecto de un empate militar. Los drusos estaban siendo presionados por sus patrocinadores sirios para que alcanzaran objetivos más amplios de lo que probablemente deseaban. Desde luego, no tenían ninguna querella personal con los británicos y hacían lo posible por no disparar sobre nuestras posiciones. En una ocasión, durante una pequeña celebración en Downing Street, me comunicaron que un proyectil de la artillería drusa había caído cerca de nuestras tropas. Michael Heseltine estaba presente en la comida, por lo que le pedí que telefoneara al líder druso Walid Jumblatt, y le dijera que pusiera fin al bombardeo, y así lo hizo. Nuestro contingente era pequeño, estaba expuesto y aislado y yo estaba cada vez más preocupada por lo que pudiera pasar.

Por su parte, el Gobierno libanés y el presidente cristiano Amin Gemayel parecían incapaces de librarse de su identificación con el viejo movimiento falangista y, por consiguiente, les resultaba imposible obtener un apoyo más amplio por parte de la población. Como resultado, cada vez se veían obligados a apoyarse más en los norteamericanos. Las tres cuartas partes de Líbano estaban en aquel momento ocupadas por los sirios o los israelíes, y las perspectivas de paz y estabilidad en el resto del territorio parecían remotas.

Entonces, el domingo 23 de octubre, un conductor suicida penetró con un camión cargado de explosivos en el sótano del Cuartel General de los marines de Estados Unidos en Beirut. El edificio quedó totalmente destruido. Poco después, una segunda bomba hizo otro tanto con el Cuartel General de los paracaidistas franceses. En total murieron 242 soldados americanos y 58 franceses, un número superior al que Gran Bretaña había perdido en la guerra de las Malvinas. Los atentados fueron reivindicados por dos grupos de militantes musulmanes shiíes. Mi reacción inmediata fue de conmoción ante la carnicería y de repugnancia hacia los fanáticos que habían sido su causa, pero también era consciente del impacto que aquella atrocidad tendría sobre la posición y la moral de los miembros de las Fuerzas Multinacionales. Por una parte, sería un error dar a los terroristas la satisfacción de ver retirarse a sus efectivos; por otra, lo que había ocurrido realzaba los enormes peligros de nuestra presencia allí. Se planteó la cuestión de si existía alguna justificación para seguir poniendo en peligro la vida de nuestras tropas por unos objetivos que cada vez estaban menos claros.

En aquel momento, mi atención se vio bruscamente desviada por los sucesos ocurridos al otro lado del mundo. Sin duda, la humillación sufrida por el atentado de Beirut debió influir en la reacción de Estados Unidos ante los acontecimientos de la isla de Granada, en la parte este del Caribe.

El viernes 19 de octubre de 1983 un golpe militar prosoviético había derribado al Gobierno de Granada. El nuevo régimen estaba compuesto, sin duda, por un grupo de individuos malvados e inestables. Con excepción del general Austin, líder del golpe, todos tenían poco más de veinte años y muchos de ellos tenían antecedentes por violencia y torturas. Maurice Bishop, el primer ministro derrocado, y cinco de sus colaboradores más próximos fueron abatidos a tiros. Lo ocurrido produjo gran consternación en la mayor parte de los países del Caribe. Jamaica y Barbados deseaban una intervención militar en la que querían que participáramos nosotros junto a los norteamericanos. Mi reacción inmediata fue señalar que sería muy poco sensato por parte de los norteamericanos, por no mencionarnos a nosotros, acceder a semejante sugerencia. Temía que representara un grave riesgo para las comunidades de extranjeros que vivían en la isla. Había en ella alrededor de 200 civiles británicos y muchos más norteamericanos. La principal organización de Estados caribeños, CARICOM, no estaba dispuesta a dar su aprobación a una operación militar contra Granada. No obstante, la Organización de Estados del Este del Caribe (OECS) decidió por unanimidad crear una fuerza militar y solicitar ayuda a otros gobiernos para restaurar la paz y el orden en la isla. Sin duda, la reacción de los norteamericanos resultaría crucial. No era difícil comprender las causas por las que los Estados Unidos podían sentirse tentados a participar y hacerse cargo de los indeseables que se habían hecho con el poder en la isla. No obstante, como les señalé una y otra vez más tarde, aunque aparentemente sin gran efecto, Granada no se había transformado de una isla democrática en un sucedáneo de la Unión Soviética de un día para otro aquel mes de octubre de 1983. Maurice Bishop, que era marxista, había accedido al poder por medio de un anterior golpe de estado en marzo de 1979. En aquella ocasión había suspendido la Constitución y metido en la cárcel a muchos de sus opositores. Era, de hecho, un amigo personal de Fidel Castro. Los americanos habían mantenido unas relaciones hostiles con su Gobierno durante años. Bishop era, sin duda, un hombre considerablemente pragmático e incluso había visitado Estados Unidos a finales de mayo de 1983. Al parecer, una disputa en torno a la actitud del Gobierno de Granada respecto a la empresa privada fue el detonante que le llevó a la confrontación con sus colegas del «Movimiento de la Nueva Joya» (New Jewel Movement), un movimiento marxista, propiciando, en última instancia, su caída.

Así pues, la situación en vísperas del derrocamiento de Maurice Bishop era que Granada tenía un régimen no democrático, nada atractivo, y que mantenía con Cuba unas estrechas y amistosas relaciones. Sobre tal análisis, el golpe del 19 de octubre de 1983, por muy moralmente condenable que fuera, constituyó un cambio cuantitativo más que cualitativo.

El sábado 22 de octubre, la víspera de los atroces atentados de Beirut, recibí un informe sobre las conclusiones de la reunión del Consejo de Seguridad nacional de EE. UU. sobre Granada. Se me comunicó que se había decidido que la Administración procediese con gran cautela. Una unidad aerotransportada con base en el USS Independence, que originalmente se dirigía al Mediterráneo, se había desviado hacia el Sur, en dirección al Caribe. Se encontraba ahora al Este del extremo sur de Florida y al norte de Puerto Rico. Un grupo anfibio con 1.900 marines y dos lanchas de desembarco se encontraba 200 millas al Este. El Independence llegaría a la zona al día siguiente, pero permanecería muy al Este de Dominica y bastante al norte de Granada. El grupo anfibio llegaría a la misma zona algo más tarde aquel mismo día. La presencia de aquellas fuerzas daría a los norteamericanos la opción de reaccionar si la situación lo exigía. El informe recalcaba, no obstante, que no se había tomado decisión alguna más allá de este despliegue de contingentes. Estados Unidos había recibido una solicitud en firme de los jefes de Gobierno del Este del Caribe pidiendo ayuda para restaurar el orden y la paz en Granada. Jamaica y Barbados respaldaban esta petición. Si los norteamericanos entraban en acción para evacuar a los ciudadanos estadounidenses, prometían evacuar también a los británicos. Asimismo, se nos aseguró que nos consultarían si llegaban a la decisión de adoptar nuevas medidas.

Aquella noche pasé bastante tiempo comentando los acontecimientos por teléfono desde Chequers. Hable con Richard Luce, que estaba de regreso en el Ministerio de Asuntos Exteriores como ministro de Estado (Geoffrey Howe estaba entonces en Atenas), Willie Whitelaw y Michael Heseltine. Aprobé la orden de que el HMS Antrim partiera desde Colombia hacia la zona de Granada, donde permanecería más allá de la línea del horizonte. Era importante dejar claro en público que se trataba tan sólo de una medida de precaución cuyo objetivo era, llegado el caso, contribuir a la evacuación de los súbditos británicos de Granada. De hecho, no parecía que fuera necesario hacerlo. El alto comisionado en funciones (Deputy High Commissioner) de Bridgetown (Barbados) informó, tras su visita de un día a Granada, que los ciudadanos británicos estaban a salvo, que el nuevo régimen de la isla estaba dispuesto a permitir que se organizara su partida si deseaban marcharse, y que sir Paul Scoon, el gobernador general (representante de la Reina en la isla), estaba bien y razonablemente animado. Tampoco él solicitó una intervención militar, ni directa ni indirectamente.

Repentinamente, la situación dio un vuelco. Sigo sin saber exactamente qué fue lo que pasó en Washington, pero me resulta muy difícil creer que no tuviera nada que ver con la indignación por el atentado de Beirut. Estoy convencida de que no fue una respuesta calculada, sino más bien el resultado de la ira y la frustración. No obstante, esto no hacía que resultara más fácil defenderla, especialmente ante una Cámara de los Comunes en la que el sentimiento antiamericano iba en aumento, tanto en la derecha como en la izquierda. El hecho de que Granada fuera además miembro de la Commonwealth y de que la Reina fuera su jefe de Estado hacía que todo resultara aún más difícil.

A las siete y cuarto de la tarde del lunes 24 de octubre, mientras actuaba como anfitriona en una recepción en Downing Street, recibí un mensaje del presidente Reagan. En él, el presidente me comunicaba que estaba considerando seriamente la solicitud de la OECO de una intervención militar, y me pedía que le transmitiera mis ideas y consejos al respecto. Yo era totalmente contraria a la intervención y solicité que se redactara al momento un borrador de respuesta con arreglo a unas líneas maestras que establecí de inmediato. A continuación tuve que asistir a una cena de despedida celebrada por la princesa Alexandra y su marido Angus Ogilvy en honor del embajador norteamericano saliente J. J. Louis, Jr. Le pregunté: «¿Sabe usted lo que está ocurriendo en Granada? Algo está pasando». No sabía nada al respecto.

Durante la cena recibí una llamada telefónica en la que se me pedía que regresara inmediatamente al Número 10. Llegué a las once y media. Para aquel entonces había llegado ya un segundo mensaje del presidente en el que me comunicaba que había decidido acceder a la solicitud de una intervención militar. Convoqué inmediatamente una reunión con Geoffrey Howe, Michael Heseltine y mandos militares, y preparamos la respuesta a los dos mensajes del presidente. Se envió aquella misma noche a las doce y media. No hubo dificultad alguna para acordar una línea común. El mensaje concluía:

Esta acción será interpretada como la injerencia de un país occidental en los asuntos internos de una pequeña nación independiente, por poco atractivo que resulte su régimen. Le pido que lo considere en el contexto más amplio de las relaciones Este-Oeste y que tenga en cuenta que en los próximos días tendremos que presentar ante el Parlamento y el pueblo los emplazamientos de los misiles de crucero en este país. Me veo obligada a pedirle que medite cuidadosamente sobre estos puntos. No puedo ocultar que me siento profundamente preocupada por su último mensaje. Usted solicitó mi consejo. Se lo he expuesto y espero que, incluso en este momento tardío, lo tome en consideración antes de que los acontecimientos sean irrevocables.

Veinte minutos más tarde abundé en el mensaje llamando al presidente Reagan por el teléfono de emergencia. Le dije que no deseaba mantener una larga conversación telefónica, pero que quería que estudiara muy seriamente la respuesta que le había enviado. Aceptó hacerlo así, pero añadió: «Estamos ya en la hora cero».

A las ocho menos cuarto de la mañana llegó otro mensaje en el que el presidente me comunicaba que había sopesado muy cuidadosamente las consideraciones que le había planteado, pero que en su opinión había otros factores de más peso. De hecho, la operación militar estadounidense para invadir Granada había comenzado a primera hora aquella misma mañana. Tras algunos combates feroces, los líderes del régimen fueron hechos prisioneros. Me sentí consternada y decepcionada por lo ocurrido. En el mejor de los casos, había hecho que el Gobierno británico ofreciera una lamentable imagen de impotencia. En el peor, hacía que pareciésemos unos embusteros. Tan sólo la tarde anterior, Geoffrey había comunicado a la Cámara de los Comunes que no tenía conocimiento de que hubiera ningún plan por parte de los norteamericanos para intervenir en Granada. Ahora, tanto él como yo tendríamos que explicar cómo era posible que un miembro de la Commonwealth hubiera sido invadido por nuestro aliado más próximo y, lo que era aún peor, fueran cuales fuesen nuestros sentimientos personales, además tendríamos que defender la reputación de Estados Unidos frente a una condena generalizada.

La reacción internacional ante la intervención norteamericana fue, en líneas generales, fuertemente adversa. Desde luego supuso un gran empuje propagandístico para la Unión Soviética. En sus primeros informes, los redactores de los informativos de la televisión soviética creyeron que Granada era una provincia del sur de España, pero su maquinaria propagandística no tardó en descargar toda su artillería. Se transmitió la imagen de que los cubanos habían desempeñado un heroico papel en la resistencia contra la invasión. Cuando asistí a la reunión de jefes de Gobierno de la Commonwealth en Nueva Delhi, Granada seguía siendo el tema de discusión más controvertido. El presidente Mugabe afirmaba que la intervención americana en la isla podría representar para Suráfrica un precedente de cara a sus relaciones con sus vecinos. Además, mi crítica pública a la intervención norteamericana y mi negativa a implicarme en ella trajeron consigo un enfriamiento temporal de nuestras relaciones con algunos viejos amigos de Gran Bretaña en el Caribe. Fue un periodo muy triste.

Dentro del país tuvimos que hacer frente a fuertes presiones. No fue la menor la de la Cámara de los Comunes, donde se proponía que renegociáramos los acuerdos para el despliegue de los misiles de crucero. El razonamiento era que si los norteamericanos no nos habían consultado sobre Granada, nada les impediría no hacerlo tampoco respecto a la utilización de los misiles de crucero.

Así pues, cuando el presidente Reagan me telefoneó la noche del viernes 26 de octubre, durante un debate urgente en la Cámara de los Comunes sobre la intervención norteamericana, yo no estaba precisamente de buen humor. El presidente empezó comentando, con su característico y cautivador estilo, que si se dejaba caer por Londres para visitarme tendría la precaución de tirar el sombrero a través de la puerta de mi casa antes de entrar. Me dijo que lamentaba mucho la embarazosa situación en la que me había puesto y que quería explicarme cómo había ocurrido todo. La causa del problema había sido la necesidad de mantener los planes en secreto. Le habían despertado a las tres de la madrugada con una solicitud urgente de la OECO. A continuación se había reunido un grupo en Washington para estudiar el tema, y había ya cierto miedo ante la posibilidad de que se produjeran filtraciones. Para cuando llegó el mensaje en el que le planteaba mis preocupaciones, la hora cero había pasado y las fuerzas americanas se encontraban ya en camino. La intervención militar había ido bien y el objetivo inmediato era consolidar la democracia en la isla.

No me sentía capaz de decir gran cosa, por lo que me mantuve más o menos en silencio, pero me alegró la llamada. Aquel jueves, en la reunión del Gabinete, hubo una larga discusión acerca de lo que había ocurrido. Les dije a mis colegas que nuestros consejos en contra de la intervención estadounidense habían sido, desde mi punto de vista, correctos. Estados Unidos, por su parte, había adoptado una actitud diferente sobre una cuestión que afectaba directamente a sus intereses nacionales. La amistad entre Gran Bretaña y Estados Unidos no debía ser puesta en entredicho bajo ningún concepto.

La experiencia de la crisis de Granada influyó en mi actitud sobre el Líbano, del mismo modo que los acontecimientos del Líbano habían influido en la intervención americana en Granada. Me preocupaba que la propensión estadounidense a actuar sin consultar con nadie y de forma impredecible pudiera repetirse allá con consecuencias muy perjudiciales.

Por supuesto, comprendía que Estados Unidos estuviera ansioso por devolver el golpe tras la atrocidad terrorista perpetrada contra sus soldados en Beirut, pero cualesquiera que fuesen las medidas militares que se adoptaran, quería que constituyeran una respuesta respetuosa, mesurada y eficaz, para con las leyes. El 4 de noviembre envié un mensaje al presidente Reagan en el que daba la bienvenida a las garantías que Geoffrey Howe había recibido de George Shultz de que no habría reacciones apresuradas de represalia por parte de los norteamericanos, y en el que le pedía que se creara un gobierno libanes con una base social más amplia. El presidente me respondió el 7 de noviembre, recalcando que toda posible acción futura sería en defensa propia y no por venganza, aunque añadió que no se debía permitir que los autores de semejante atrocidad golpearan de nuevo si era posible impedírselo. Una semana más tarde me envió otro mensaje en el que me informaba que, aunque no había tomado aún una decisión definitiva, se sentía inclinado a adoptar medidas militares decisivas pero cuidadosamente limitadas. Los norteamericanos disponían de información sobre planes para llevar a cabo nuevos atentados terroristas contra la Fuerza Multinacional y estaban decididos a ponerles coto. El presidente añadió que, debido a la necesidad de mantener un secreto absoluto, el conocimiento de sus planes de momento era muy limitado incluso en el seno del Gobierno de Estados Unidos. Le respondí rápidamente comunicándole que comprendía muy bien las presiones a las que se veía sometido para que adoptara medidas, pero que quería ofrecerle mi opinión sincera sobre una decisión que sólo él podía tomar. Desde mi punto de vista, toda acción que se emprendiera debía quedar claramente circunscrita a la legítima defensa. Sería necesario asegurarse de que no se produjeran bajas civiles y minimizar las oportunidades para una propaganda hostil. Iba a ser difícil contar con el elemento sorpresa, ya que a lo largo de los últimos días se habían comentado públicamente en los medios de comunicación toda una serie de posibles objetivos. Me alegraba que no considerara la posibilidad de implicar a Israel o tomar como objetivos a Siria o Irán, ya que una acción militar contra cualquiera de los dos países resultaría extremadamente peligrosa. Esperaba que mi mensaje fuera lo más claro posible: no creía que fuera recomendable una acción de represalia. A pesar de todo, al final Francia, urgida por los norteamericanos según me comentó el presidente Mitterrand más adelante, lanzó ataques aéreos. Y, como respuesta a ataques sufridos por sus aviones, Estados Unidos atacó las posiciones del centro del Líbano en diciembre.

Estas represalias carecieron de efecto alguno. La situación en el Líbano continuó deteriorándose. El problema real no era ya saber si había que retirarse, sino decidir cómo hacerlo. En febrero de 1984, el Ejército libanes perdió el control de Beirut Oeste y el Gobierno se vino abajo. Era evidente que había llegado el momento de salir de allí. Por consiguiente, se llegó a una decisión conjunta con los Estados Unidos y otros miembros de la Fuerza Multinacional, y se elaboraron planes detallados para esta dificultosa operación. Dejé en manos del comandante británico en el Líbano la decisión final de en qué momento del día proceder a la retirada. Decidió que debía hacerse por la noche. De repente, me enteré de que el presidente Reagan iba a aparecer aquella noche en televisión para explicar al pueblo norteamericano lo que iba a ocurrir y por qué. Evidentemente, se hizo necesario alertar a nuestros hombres para que estuvieran listos para evacuar lo antes posible. Después, en el último minuto, mientras estaba en el palacio de Buckingham para asistir a una audiencia con la Reina, recibí un mensaje en el que se me comunicaba que el presidente estaba reconsiderando su decisión y que había anulado su comparecencia en televisión. Tal y como salieron las cosas —y no puedo decir que me sorprendiera demasiado— su decisión fue filtrada inmediatamente y el presidente tuvo que aparecer en pantalla a pesar de todo. Estaba claro que las cosas no podían seguir así, poniendo en peligro la seguridad de nuestras tropas, por lo que me negué a dar la contraorden de retirada de nuestros hombres a los navíos de la Marina británica, que se encontraban junto a la costa. La operación se efectuó, en su momento, con la profesionalidad habitual en el ejército británico. De hecho, todos los efectivos de la Fuerza Multinacional se retiraron a sus barcos en un corto espacio de tiempo, alejándose de los peligros a los que tendrían que haber hecho frente en tierra. Ya no se podía hacer nada por salvar al Líbano. El reconstituido Gobierno libanes fue cayendo bajo el control de Siria, cuya hostilidad hacia Occidente se había visto reforzada, y en marzo, las fuerzas internacionales regresaron a casa.

La intervención norteamericana en el Líbano —por bien intencionada que fuera— fue claramente un fracaso. En mi opinión, lo ocurrido allí constituía una serie de lecciones importantes a las que debíamos prestar mucha atención. En primer lugar, es muy imprudente intervenir en situaciones semejantes a menos que exista un objetivo claro y acordado y que se disponga de la voluntad y la capacidad de emplear los medios necesarios para alcanzarlo. En segundo lugar, las acciones de represalia no tienen sentido si no cambian nada sobre el terreno. En tercer lugar, se debe evitar todo enfrentamiento con una potencia regional importante como Siria si no se está dispuesto a hacer frente a las consecuencias que implica hacerlo.

Por contraste, la intervención norteamericana en Granada fue en realidad un éxito. Sirvió para restaurar la democracia en beneficio no sólo de los isleños sino también de sus vecinos, que podían aspirar a un futuro más seguro y próspero. Nadie derramaría una sola lágrima por el destino del grupo de marxistas indeseables que habían sido derrocados por los norteamericanos. Con todo, incluso cuando se actúa con los mejores motivos, es prudente que los gobiernos respeten las formalidades legales. Por encima de todo, las democracias deben mostrar su superioridad frente a los gobiernos totalitarios, que no conocen ley alguna. Hay que reconocer que la ley no es nada clara en estos casos, como se me confirmó durante un seminario que convoqué tras el asunto de Granada para estudiar las bases legales sobre las que se podía sustentar una intervención militar en otro país. De hecho, y para mi sorpresa, descubrí que los abogados que asistían al seminario mostraban una mayor inclinación a discutir sobre la base de la realpolitik, mientras que los políticos parecían más preocupados por el tema de la legitimidad. Instintivamente sentía, y sigo haciéndolo, que las acciones militares debían basarse siempre en el derecho a la propia defensa, algo que, en última instancia, ningún organismo exterior tiene autoridad para cuestionar.

LA REUNIÓN DEL CONSEJO EUROPEO EN ATENAS

Granada seguía ocupando buena parte de mis pensamientos cuando fui a Bonn el martes 8 de noviembre para asistir a una de las habituales cumbres anglo-alemanas que celebraba regularmente con el canciller Kohl. Al igual que yo, el canciller alemán se mostraba preocupado por el impacto de la intervención norteamericana sobre la opinión pública europea, a la vista de que el despliegue de los misiles Pershing y de crucero había de producirse más adelante aquel mismo mes. El Gobierno de la RFA se había mostrado originalmente muy crítico frente a la operación de Granada, pero posteriormente había bajado el tono de su condena. Helmut Kohl estaba demostrando una gran valentía, además de astucia política, en su modo de manejar a la opinión pública de Alemania Occidental en aquellos momentos cruciales, y yo le admiraba por ello.

No obstante, el propósito fundamental de mi visita era buscar el apoyo alemán a la postura que yo había decidido adoptar en el Consejo de Atenas, que había de celebrarse pocas semanas después.

Quería asegurarme de que en Atenas se me ofreciera desde el principio una oportunidad para discutir el presupuesto, ya que las conversaciones serían largas y duras. Así pues, escribí al presidente del Consejo, el primer ministro griego Andreas Papandreu, solicitando que comenzáramos la reunión discutiendo el problema de los desequilibrios del presupuesto y otras cuestiones relacionadas con eso. Sin embargo, mi carta se cruzó con otra suya en la que me comunicaba que deseaba empezar por discutir la cuestión agrícola. No era un buen principio.

Sin embargo, cuando salí para Atenas parecía haber motivos para un razonable optimismo. Daba la impresión de que los alemanes comprendían nuestra posición, e incluso había habido signos alentadores en el mismo sentido entre los franceses. Dado que aquella había de ser una cumbre un tanto más larga de lo habitual, esperaba que el tiempo se empleara de forma productiva.

Los jefes de Estado y de Gobierno de la Comunidad se reunieron en el magnífico Zappeion, un edificio clásico griego adaptado a las necesidades de un centro de conferencias moderno. Durante la primera sesión del Consejo, aquella tarde, me encontré sentada frente al presidente Mitterrand y al canciller Kohl. Observé que mientras que mi mesa estaba repleta de montones de informes llenos de anotaciones sobre diferentes y complejas cuestiones agrícolas y financieras, delante de mis colegas francés y alemán no aparecían tales obstáculos. Sin duda, esto producía una apropiada impresión de desapego olímpico, pero también sugería que no habían estudiado a fondo los detalles, como resultó ser el caso. Durante toda la reunión el canciller Kohl se mostró poco deseoso o capaz de hacer aportaciones eficaces. Aún peor, el presidente Mitterrand parecía estar no sólo mal informado sobre los asuntos a debatir sino extrañamente, y creo que genuinamente, desinformado sobre la posición de su propio gobierno, al menos en la medida en que ésta había sido previamente expuesta por ministros y funcionarios franceses.

Tampoco fue de gran ayuda la presidencia griega. El señor Papandreu siempre había sido notablemente eficaz a la hora de obtener subsidios comunitarios para Grecia, pero carecía de la misma habilidad en su papel de presidente del Consejo Europeo. Como me había informado en su carta previa a la reunión, insistía en hacer lo posible por alcanzar un acuerdo sobre la cuestión agrícola antes de pasar a las cuestiones de la financiación y la contribución británica al presupuesto. Evidentemente, habría tenido mayor sentido plantear en primer lugar el tema económico ante los países de la Comunidad y, posteriormente, hacer frente a los problemas agrícolas, de los que derivaban gran parte de las dificultades financieras. Además, varios países tenían intereses nacionales fuertemente enfrentados en el campo de la agricultura. Y parecía imposible librarnos de una lacrimosa homilía sobre la difícil situación de Irlanda por parte del primer ministro Garret FitzGerald, que estaba empeñado en librar a su país, a ser posible, de la disciplina del gasto agrícola. Dejé claro que todo tratamiento preferencial a esa república debía verse compensado por un tratamiento similar para Irlanda del Norte. El primer día representó, en gran medida, una jornada perdida.

Por consiguiente, cuando regresé aquella noche a la residencia del embajador británico para discutir con mi equipo la línea a seguir al día siguiente (lunes) me sentía ya pesimista, pero hasta ese mismo día no resultó evidente que la conferencia iba a ser un fracaso. Cuando se reunió el Consejo, el presidente Mitterrand dejó claro, para mi asombro, que la posición de Francia respecto al presupuesto había cambiado radicalmente. Francia no estaba ya dispuesta a respaldarnos en la petición de un acuerdo a largo plazo sobre el problema presupuestario británico. En sucesivas intervenciones, manifesté que no aceptaría un incremento de los «recursos propios» de la Comunidad a menos que se contuvieran y redujeran, como porcentaje del presupuesto total, los gastos de la PAC, y hasta que las contribuciones de los Estados miembros fueran justas y tuviesen en cuenta la capacidad de los Gobiernos para hacerles frente. Las discusiones continuaron, pero estaba claro que ya no llevaban a ningún sitio.

El martes asistí a un desayuno de trabajo con el presidente Mitterrand. Nuestras posiciones estaban tan alejadas que no tenía sentido dedicar mucho tiempo a discutir cuestiones comunitarias, por lo que, en gran medida, nos concentramos en el tema del Líbano. El presidente francés parecía gloriosamente inconsciente del daño que su cambio de actitud había producido. Dijo jocosamente que, a menos que demostráramos que las conversaciones entre Francia y Gran Bretaña continuaban, la prensa no tardaría en hablar de una vuelta a la guerra de los Cien Años. Como respuesta le comenté, en un tono que esperaba que fuera apropiadamente poco beligerante, hasta qué punto me había sorprendido su actitud en el Consejo, teniendo en cuenta que yo había seguido en mis intervenciones las propuestas sobre presupuestos planteadas previamente por el ministro francés de Finanzas, un tal señor Jacques Delors. El presidente me preguntó que qué era exactamente lo que quería decir y yo se lo expliqué, pero no recibí ninguna respuesta clara ni satisfactoria.

Sobre lo que sí coincidíamos, al menos en privado, era sobre Alemania. Le dije que aunque los alemanes estaban dispuestos a ser generosos porque recibían otros beneficios políticos de la Comunidad, era posible que surgiera una nueva generación de alemanes que se negara a hacer una contribución tan elevada. Esto plantearía el riesgo de una revitalización del neutralismo alemán, tentación que, como correctamente apuntó el presidente Mitterrand, estaba ya presente.

La reunión se había desarrollado en un tono amistoso, por lo que intenté que la atmósfera siguiera siendo relativamente cordial, una vez disuelto el Consejo, y no fui excesivamente dura con el comportamiento de Francia en mis entrevistas con la prensa. Después de todo, el señor Mitterrand había de ser el próximo presidente del Consejo Europeo, y le correspondería presidir unas reuniones cruciales mientras nos aproximábamos cada vez más a la fecha en la que los fondos comunitarios quedarían agotados.

Debo reconocer que me pasó por la cabeza la posibilidad de que hubiera querido retrasar el acuerdo para poder atribuírselo durante su presidencia.

No se emitió comunicado alguno tras el Consejo de Atenas. Durante las sesiones plenarias no habíamos dispuesto de tiempo para discutir ninguna de las cuestiones internacionales de mayor alcance y acordar una actitud común sobre ellas. En general, la reunión fue descrita, correctamente, como un fiasco, pero mi frustración se vio paliada por el hecho de que sabía que el tiempo estaba de mi parte.